II

SOLEDAD

Es un domingo de otoño, por la tarde; hace un tiempo húmedo y tibio. Jaun está leyendo en su biblioteca. De cuando en cuando se levanta y mira por la ventana. En un prado próximo, un grupo de campesinos baila al son de la cornamusa. Algunas viejas juegan a las cartas en las portaladas de los caseríos.

Jaun, cansado de leer, contempla la tarde triste, que pasa. Las hojas amarillas van volando por el aire y corriendo por el camino. A algunos árboles les quedan todavía ramas secas, negras, con hojas rojizas, arrugadas y temblorosas. El cielo está gris; gime el viento y viene un olor acre de los helechos secos. Los grajos pasan graznando por las alturas, y una bandada de grullas vuela trazando un triángulo negro en el horizonte. A veces llueve. Se oye el ruido de las goteras en la guardilla de la torre, y el rumor del arroyo de Lamiocingo-erreca, que ha crecido y viene de un color amarillento. Se ve el humo que sale de las casas negras de Alzate.

Un mendigo, en la calle, canta acompañándose de la guitarra.

EL MENDIGO

Cuando el ángel San Gabriel

vino a darnos la embajada

que María electa es,

al punto quedó turbada.

María le dijo; Esclava

soy yo del Eterno Padre,

que a mí os envió.

JAUN.—¡Qué pena! ¡Qué horrible pena me da esta canción!

(Jaun cierra la ventana, enciende una lámpara y echa unos leños al fuego. El perro Chimista suspira al lado de la lumbre. La luz apenas ilumina la gran estancia, y todos los rincones están oscuros.)

(Jaun se sienta de nuevo en su sillón)

JAUN.—Intento arrancar de mi espíritu la esperanza y el temor. No sé si llegaré a conseguir la calma. En este rincón sombrío me he aislado de los mortales y nadie acude ya a verme más que algún enfermo que necesita de mis cuidados. Los vecinos me miran como a un extraño. Sólo la lechuza viene por las noches a visitarme, y su chirrido agudo me acompaña. Voy a despedir a Macrosophos. No puedo aguantar su pedantería y su falsa ciencia. No sabe más que nombres y triquiñuelas. Vamos a ver, sigamos nuestra lectura:

«El amatista impide la embriaguez; el coral es antiepiléptico; la esmeralda se esconde si el que la lleva entra en la alcoba conyugal; el diamante descubre la infidelidad femenina; el zafiro es un preservativo contra los sortilegios.»

¡Cuánta tontería hay en todas estas ciencias que se llaman ocultas! La majadería oculta debían llamarse. Bueno, ¡adelante!

«Se sabe que el alción, parecido al martín pescador, es una veleta natural que, suspendido por el pico, señala con el pecho el sitio de donde viene el viento.»

Otra mentira. ¿Será indispensable para el hombre el mentir así? Vamos a ver si hay algo bien observado, bien real, en todo este libro:

«Se afirma que la planta llamada sferra cavallo tiene la virtud de romper las cerrajas y de hacer caer las herraduras de los caballos que pasan por encima. Plinio supone que esta virtud existe en la hierba tetiophis, pero duda de ello, pensando que Escipión estuvo detenido a las puertas de Cartago, a pesar de tener esta hierba a su antojo.»

Siguen las extravagancias. ¡Tú, Lucrecio, viste bien clara la realidad, la Naturaleza, la Naturaleza ciega de leyes rígidas e inmutables! Seguiremos nuestra lectura: «También se puede abrir una cerradura sin llave escribiendo sobre un pergamino los siguientes caracteres:

poniendo luego este pergamino en una tela nueva y colocándolo en un altar cristiano, donde debe tenérsele durante nueve días.»

¡Qué simplezas! ¿Cómo se pueden llenar los libros con tales absurdos? Veremos si más adelante hay alguna observación útil.

«Se dice que en el palacio de Venecia no hay ninguna mosca, y que en el palacio de Toledo hay solamente una, y que esto se debe a que en los dos palacios reales hay en los cimientos ídolos de metal enterrados. Gregorio de Tours, en su Historia Francorum, asegura que ciertas gentes dicen que la villa de París había sido hecha antiguamente, y consagrada en forma tal, que no estaba sujeta a los incendios, ni se veían en ella serpientes ni lirones; pero que en su tiempo, cuando se limpió uno de los puentes de París, que estaba lleno de barro, se encontró una serpiente y un lirón de acero, que se quitaron de allí, y que desde entonces se vio una cantidad prodigiosa de lirones y de serpientes en los alrededores, y que desde esta época se vio la ciudad sujeta a incendios.»

¡Oh, Lucrecio! ¡Qué desdén sería el tuyo leyendo estas inepcias!