I

CONVERSACIÓN EN LA CALLE

PRUDENCIO (el rector).—¿Qué tal, Macrosophos? ¿Cómo va tan ilustre pedagogo? ¿Sigues libando en todas las fuentes vináticas de la localidad?

MACROSOPHOS.—Sí, sigo libando. ¿Y el señor rector, está bien?

PRUDENCIO.—Muy bien.

MACROSOPHOS.—¿Tu iglesia sube?

PRUDENCIO.—Subirá hasta el cielo.

MACROSOPHOS.—¿El cepillo de las ánimas se llena con la gracia de Dios?

PRUDENCIO.—Se llena así así.

MACROSOPHOS.—Los diezmos y primicias van viniendo como el maná.

PRUDENCIO.—No cesan.

MACROSOPHOS.—Aquellas épocas, como la del, milenario, en que todo el mundo cedía sus propiedades a la Iglesia, pensando en que se estaba en el Limite mundi apropincuante, pasaron.

PRUDENCIO.—Todo pasa. Y tu rebelde discípulo Jaun, ¿qué hace?

MACROSOPHOS.—Va mal. Lleva un camino imprudente y errado. Se está haciendo un escéptico.

PRUDENCIO.—He ahí adonde conduce la Ciencia.

MACROSOPHOS.—Compramos en Leyden una copia del poema de Lucrecio De Rerum Natura, y leyéndolo se le ha trastornado el juicio.

PRUDENCIO.—¡Lucrecio! ¡Si es aún peor que Averroes, iste maledictus Averroes!

MACROSOPHOS.—Mi discípulo está bajo la influencia nefasta y letal del libro de Lucrecio. Ha tomado de él su escepticismo, su ateísmo.

PRUDENCIO.—¡Qué horror!

MACROSOPHOS.—Un espanto.

PRUDENCIO.—Y tú, ¿qué vas a hacer?

MACROSOPHOS.—Ya estaré poco tiempo aquí.

PRUDENCIO.—¡Adiós, Macrosophos, ilustre pedagogo!

MACROSOPHOS.—¡Adiós, señor rector!