IV

TORMENTA DE PALABRAS

PRUDENCIO.—¡Santas y buenas noches!

JAUN.—Buenas noches, rector. Siéntate.

PRUDENCIO.—¡Ah! ¿Está aquí mi rival en religión?

ARBELÁIZ.—No, no soy tu rival. Tú cobras y tienes dinero; yo soy un aficionado. Tú eres poderoso; yo, no.

PRUDENCIO.—¿Lo reconoces?

ARBELÁIZ.—¿Por qué no?

PRUDENCIO.—Y viendo el poder que viene adonde mí, que soy un miserable pecador, ¿no comprendéis, desdichados, que el catolicismo os ha de arrastrar como el viento a una ligera pluma?

JAUN.—Que nos arrastre o no, nada tiene que ver. La fuerza no es la razón.

PRUDENCIO.—En el catolicismo, la fuerza es la razón.

JAUN.—Bien. Convencednos.

PRUDENCIO.—¿Has leído la Exposición de Santo Tomás?

JAUN.—Sí.

PRUDENCIO.—¿Y qué?

JAUN.—No la he comprendido bien. A lo que no se puede entender, el autor llama misterio, y lo que uno no puede creer razonablemente, lo tiene que creer como misterio. ¡Un misterio, bien; pero tantos!

PRUDENCIO.—Soberbia. ¡Soberbia satánica!

JAUN.—¿Por qué? Yo no tengo interés en no creer. Me parece más cómodo seguir la corriente general, la más fuerte; pero no creo. ¡Qué le voy a hacer! Que me den ideas más claras, o que me den un cerebro más oscuro,

PRUDENCIO.—También te dejé De Unitate intellectus, contra averroístas, del mismo Tomás.

JAUN.—Cierto.

PRUDENCIO.—¿Y lo leíste?

JAUN.—Sí; me quedó la impresión de que, en cosas tan oscuras, lo mismo se puede defender el pro que el contra.

PRUDENCIO.—¿Has leído también la Biblia?

JAUN.—Sí. ¡No puedo comprender que ese pueblo judío, tan despreciable, tan vil, sea el pueblo elegido por Dios! Es una gente rencorosa, de una falta de lealtad completa, a quien todos los pueblos del mundo han despreciado. Respecto a esa fábula del hombre creado por Dios a su imagen y semejanza en seis días, la encuentro de lo más pueril que cabe. ¿Es que el Dios que hizo a Adán tenía estómago e intestinos, nariz y orejas? ¿Tenía que descansar como un peón de albañil? Todo esto me parece perfectamente absurdo. Y más absurdo aún el castigo de Adán, a quien Dios pone una trampa a los pies, y cuando cae, no sólo le castiga a él, sino a toda su descendencia. ¡Qué duro es vuestro Dios! ¡Cómo se ve que reina en un pueblo canalla y cruel! ¡Qué implacable! ¡A los chicos que se burlan de Eliseo porque es calvo les manda nada menos que dos osos para devorarlos! Esto se me antoja, la verdad, enormemente ridículo.

PRUDENCIO.—Es extraña vuestra arrogancia. Es extraña vuestra audacia. Vosotros, miserables y oscuros campesinos, que tenéis un culto repugnante como el del macho cabrío, las más asquerosas supersticiones, vais a despreciar al pueblo de Moisés, que comprendió al Eterno, al Omnipotente… ¡Dejadme que me ría!

JAUN.—Ríe lo que quieras. Los judíos y los primeros cristianos, sus sucesores, pusieron el cordero bajo la advocación de la divinidad, porque esos pueblos eran pastores; nosotros hemos puesto el macho cabrío por la misma razón y porque para nosotros es un símbolo solar. Si el macho cabrío es un ídolo, el cordero lo es con el mismo motivo.

PRUDENCIO.—¡Qué lástima me da el oírte!

ARBELÁIZ.—Los vascos adoramos al Sol, a la Luna, al rayo, al trueno, al fuego, a los árboles, a las fuerzas de la Naturaleza, a las fuentes—

PRUDENCIO.—¡Calla, calla, insensato anciano! ¿Creéis que no tengo noticias de vuestros conciliábulos demoniacos? ¿Creéis que no estoy enterado de vuestras aquelarres, de vuestros bailes en los montes la noche del plenilunio? ¿Creéis que no estoy enterado de que bebéis sangre de caballo y de que enterráis a los hombres en los bosques, como si fueran animales?

JAUN.—No sé si habrá diferencia entre la manera de pudrirse que tiene el cuerpo de un hombre en medio de un bosque o en vuestros camposantos.

PRUDENCIO.—Sé que tenéis un ídolo, un simulacro de Júpiter o del dios Marte con la cabeza rodeada de rayos, que vosotros llamáis Urtzi Thor, y también Jaun gorri: el señor rojo.

JAUN.—Es cierto. Es el símbolo del Sol. Sus doce rayos son los doce meses.

PRUDENCIO.—Es el mismo ídolo que San León vio en la iglesia de Bayona, cuando los piratas normandos le llevaron a un templo. Tenía el ídolo a los pies un carnero y un macho cabrío, y el santo sopló, y el ídolo y los dos inmundos animales fueron lanzados al aire y reducidos a polvo.

ARBELÁIZ.—Eso contaría él. Entre nosotros no hay memoria de tal cosa.

PRUDENCIO.—¡Calla!, ¡calla! Parece mentira que la edad no te haya dado más discreción.

ARBELÁIZ.—También algunos de los nuestros aceptan un Dios ignorado.

PRUDENCIO.—El Deus ignotus de que habla Estrabón, que algunos dicen que es la Luna; pero el mayor número de vosotros vivís en la idolatría; tenéis el culto del caballo y del macho cabrío, de las fuentes y de los árboles.

JAUN.—¿Por qué asombrarse de que nosotros, hombres incultos, tengamos admiración por las fuerzas de la Naturaleza y las demos atributos humanos?

PRUDENCIO.—¡Si no me asombro de vuestra ignorancia! Me asombro de vuestra terquedad y de vuestra temeridad; me asombro de que rechacéis el bautismo, de que rechacéis la gracia.

JAUN.—¿Te asombras de que no queramos someternos?

PRUDENCIO.—Sí; me asombro de que no queráis someteros a un orden superior.

JAUN.—¿A qué orden?

PRUDENCIO.—Al de Dios.

JAUN.—¡Sois de una intransigencia tan bárbara los cristianos!

PRUDENCIO.—¡No vamos a ser intransigentes, si tenemos la verdad! Toda la verdad está en la Iglesia. La verdad que no está en la Iglesia no es verdad.

JAUN.—¿Ni la de la Ciencia tampoco?

PRUDENCIO.—Tampoco.

JAUN.—¿No aceptáis colaboración ni en el conocimiento ni en la creencia?

PRUDENCIO.—Todo está dicho: no hay más que obedecer.

JAUN.—Yo creo que hay una intención religiosa en un Dios como en un ídolo. Si la intención religiosa es buena, ¿por qué no aceptarla?

PRUDENCIO.—¿Aceptar el ídolo? ¿Aceptar al demonio? No. Como ha dicho Santo Tomás, todas las supersticiones están fundadas sobre un pacto tácito o expreso con los demonios: omnes superstition es procedunt ex aliquo cum dcemonibus inito, tácito vel expreso.

JAUN.—Así que de nuestras costumbres, de nuestras ideas antiguas, ¿no ha de quedar nada?

PRUDENCIO.—Nada. Como ha dicho San Eloy, obispo de Noyon, en su plática ad omnem plebem, hay que apartarse de todas las costumbres paganas, no hay que pensar en el Sol ni en la Luna, ni observar los solsticios, ni bailar ni cantar el día de San Juan, porque todas estas prácticas son obras del demonio.

JAUN.—No aceptáis nada de nosotros…: únicamente la cruz…

PRUDENCIO.—¡La cruz! ¿Qué quieres decir con eso?

JAUN.—La cruz es vasca antes de ser cristiana.

PRUDENCIO.—¡Qué absurdo!

JAUN.—No es absurdo. Todavía encontrarás en nuestro país, en muchas partes, la cruz esvástica, que algunos suponen que simboliza los dos caminos del mundo; otros, los puntos cardinales, y que entre nosotros es emblema de Thor, del fuego, de la llama, del Sol.

PRUDENCIO.—Es un signo éste, que habéis tomado a los cristianos.

JAUN.—No. Es un signo que nos habéis tomado a nosotros. Cuando los primeros cristianos del imperio romano pusieron en su estandarte la cruz, la llamaron Labarum. Labarum, Laburu, lau buru, quiere decir en vascuence cuatro cabezas, cuatro puntas. Labarum es la cruz vasca, la esvástica, el tetragrammaton, el símbolo de Urtzi Thor, que llevaron los vascos a Lombardía, y que aceptó Constantino.

PRUDENCIO. Labarum vendrá del latín labare, vacilar, por el estandarte que vacila con el viento.

JAUN.—Es más lógica mi explicación. Todos los estandartes vacilan con el viento, pero no todos los signos tienen cuatro puntas o cuatro cabezas como la cruz esvástica del Labarum. Además de la cruz esvástica, en muchas partes encontrarás grabada en las cuevas la cruz patibularia, que no es más que la representación sencilla y hierática del hombre con los brazos abiertos y el disco radiado, que es el símbolo del sol.

PRUDENCIO.—Veo que quieres ser filósofo, ¡filósofo en Alzate!…, ¡ja…! ¡ja…!

JAUN.—¿Por qué no?

PRUDENCIO.—El filósofo, como ha afirmado Tertuliano, es un animal glorioso y soberbio, interpolador del error. Todas sus especulaciones son necias cogitationes omnium philosophorum stultas esse, y este padre de la Iglesia ha llegado a decir: No tenemos ya necesidad de curiosidad después de Jesucristo, ni de investigación después del Evangelio: Nobis curiositate opus non est post Chrisíum, nec inquisitione post Evangelium.

JAUN.—Lo mismo dirán los negros pensando en su religión.

PRUDENCIO.—¡No provoques la cólera celeste!

JAUN.—La puedes desencadenar, la puedes lanzar contra mí. No creo que tengas relación mayor con el rayo y con la centella que mi amigo Arbeláiz.

PRUDENCIO.—¡Te perdono, desgraciado!

JAUN.—El perdón tuyo y la cólera celeste son para mí iguales. Antes yo creía que había buenos y malos espíritus y que el hombre podía estar en relación con ellos. Hoy no lo creo: creo que no hay más que la Naturaleza.

PRUDENCIO.—¿Que no hay ángeles? ¿Que no hay demonios? ¡Niegas la evidencia, infeliz!

JAUN.—Una evidencia que no se hace evidente por ninguna parte. Para mí no hay dualismo en el mundo. Verdad o mentira, ilusión o realidad infinitamente variable o completamente uno, todo es lo mismo.

PRUDENCIO.—Por tu boca habla en este momento e] diablo. Más humildad. Piensa que Tertuliano, con toda su gran inteligencia, ha dicho: Prorsus credibile est, quia ineptum est…, certum est quia imposibile est

JAUN.—Yo lo que no entiendo, no entiendo. Para mí nadie sabe, ni sabrá, por qué venimos al mundo, ni para qué, si es que tenemos algún objeto al llegar aquí, que yo lo dudo.

PRUDENCIO.—Sigue hablando el diablo por tu boca. ¡Vade retro, Satanás! Me voy. Sólo os tengo que decir que os vigilo. Que no consentiré que por vosotros esta aldea se condene. ¿Queréis la guerra? Tendréis la guerra e iréis al infierno, a padecer suplicios sin fin, en un sinfín de eternidades.

(Prudencio se va)

ARBELÁIZ.—¡Qué tipo! ¡Cómo habla!

JAUN.—¡Y a un hombre así le llaman Prudencio! Hace unos años le hubiera tirado por la ventana.

ARBELÁIZ.—Tendremos que ceder.

JAUN.—Yo, no. Por convencimiento, bien; por sumisión, no. Me quieren dar una ficción por otra ficción. Ficción por ficción, prefiero la mía.

ARBELÁIZ.—¡Este hombre tiene tanto ímpetu!

JAUN.—Sí; es un histrión. Todos estos latinos y los que se educan con ellos son histriones de nacimiento.

ARBELÁIZ.—Sí, ¡pero habla tan bien!

JAUN.—Tú, haz lo que quieras. Yo no cederé.

SHAGUIT. (Afuera, cantando.)

Ay hau fraile pikarua

galdu behar du mundua,

precisamente nahi du bera

neskatillen zankua.

(Ay, qué picaro fraile va a perder el mundo, dice que quiere, precisamente, las piernas de una muchacha.)

JAUN.—Dile a Shaguit que suba. ¡Quizá sea mejor hablar con los locos que con los cuerdos!