LA NOSTALGIA DEL CHILINDRÓN
A la puerta de Erricoechea, casa de la calle de Alzate
ARBELÁIZ.—¿Qué hace Jaun?
Basurdi—Nada. Siempre está metido en su biblioteca leyendo, leyendo y discutiendo en latín con el maestro Macrosophos, que a mí me parece en todo un gran tonto, menos en beber vino, en lo que es un verdadero maestro.
ARBELÁIZ.—¡Qué hombre es Jaun!
BASURDI.—Cuando no está en la biblioteca se va al cenador de la huerta, y allí está mirando el río horas y horas.
ARBELÁIZ.—¡Cómo ha cambiado!
BASURDI.—Ya no piensa en comer, ni en beber, ni en mirar a las chicas. Se va quedando mustio de pasarse la vida encima de los libros.
ARBELÁIZ.—Debe de tener muchos libros.
BASURDI.—Más que el cura, que tiene lo menos diez o doce. Y luego ha puesto unos mapas en las paredes con unas figuras y unas estrellas, que si yo estuviera mucho tiempo mirándolas me volvería loco.
ARBELÁIZ.—¿Y es verdad que se dedica también a la medicina?
BASURDI.—Sí; hace unas curas milagrosas. Le mira al enfermo en un ojo y le dice: Tienes un tendón roto en el pie. No comas grasa y te pondrás mejor. Y se pone.
ARBELÁIZ.—¡Qué hombre! ¡Qué sabiduría la suya! ¿Y ya no pensará ir a Easo?
BASURDI.—¡Ca!
ARBELÁIZ.—¡Qué lástima! ¿Te acuerdas de aquellas shalchas de la taberna de Larrechipius?
BASURDI.—¡Si me acuerdo! ¡Qué cocochas de merluza!
ARBELÁIZ.—¡Y qué atún con cebolla!
BASURDI.—¿Y aquel cordero lechal que suelen traer de Pompeyópolis?
ARBELÁIZ.—Puesto en chilindrón, me parece algo sublime.
BASURDI.—¡Y qué sardinas!
ARBELÁIZ.—Se me hace la boca agua pensando en ellas.
BASURDI.—¡Y qué verdeles!
ARBELÁIZ.—¡Y qué chicharros!
BASURDI. (Cantando.)
Txitxarrua ta berdela,
txitxarrua ta berdela.
ARBELÁIZ.—¿Y qué me dices de aquel licor amarillento de la taberna vinaria de Polus?
BASURDI.—Una delicia. Sabihondus le llamaba el néctar, que yo no sé lo que quiere decir, pero que debe de ser algo muy bueno.
ARBELÁIZ.—Me siento melancólico, Basurdi.
BASURDI.—Yo también.
ARBELÁIZ.—Es que nos falta el combustible apropiado.
BASURDI.—¡El combustible!
ARBELÁIZ.—Sí, el sólido y el líquido.
BASURDI.—¡La verdad es que se vive bien en Easo!
ARBELÁIZ.—Si se vive bien, ¡ya lo creo!
BASURDI.—Dan ganas de hacerse cristiano y de quedarse allí para siempre.
ARBELÁIZ.—¿Qué opinión tienes tú de la Trinidad, de esa cosa misteriosa, que es una y tres, y tres y una? ¿Tú entiendes de eso?
BASURDI.—¡Yo! Ni pizca; pero el chilindrón lo entiendo muy bien. Ya no iremos a Easo con el amo. Esto se acabó. Estamos condenados a borona, y a sidra, y a alguna oveja vieja, de tarde en tarde.
UN MENDIGO.—¡Compradme los gozos del príncipe gloriosísimo San Miguel Arcángel, primer ministro de Dios, que rompió las cadenas del caballero penitente don Teodosio de Goñi, en el monte Aralar!
¡Pues en la corte del cielo
gozáis tan altos blasones,
dad a nuestros corazones,
Arcángel Miguel, consuelo!
De la escuadra celestial
sois el primer coronel
que al atrevido Luzbel
venciste en guerra campal,
echando al fuego infernal
su rabia y furioso anhelo.
¡Pues en la corte del cielo
gozáis tan altos blasones,
dad a nuestros corazones,
Arcángel Miguel, consuelo!
ARBELÁIZ.—Nosotros no somos cristianos ni entendemos con claridad tu lenguaje; así que no esperes vender aquí ni uno siquiera de tus papeles.
EL MENDIGO.—Está bien, está bien, dadme entonces una limosna.
ARBELÁIZ.—Bueno; toma y márchate.