I

ENDARLAZA

Es de noche. Los viajeros, interrumpidos en su marcha por la pelea con los salteadores, han llegado a Endarlaza al oscurecer y se han abrigado en un refugio. El camino, a orillas del Bidasoa, está convertido en un lodazal.

BASURDI.—La verdad, tengo mucho miedo en este sitio, tan triste y tan oscuro. Debíamos haber vuelto a Easo; hubiera sido lo mejor. Bichos, bandidos, monstruos…, ¡qué sé yo lo que habrá por ahí! ¡Pensar que podría estar tendido en la cama! A Jaun no se le ocurren más que necedades.

MACROSOPHOS.—¡Qué paisaje más dramático y más triste! ¿Para qué nos habremos aventurado por estos lugares? Siento el pavor que me inquieta.

JAUN.—(El camino está imponente, y mis compañeros, menos Chiqui y su amigo, tienen miedo. Haré como que no noto su perturbación.) Bueno, señores, vamos a pasar aquí unas horas, y cuando amanezca continuaremos nuestra marcha.

Se tienden todos en el suelo del refugio y queda uno de guardia.

El sitio es triste, áspero y salvaje; el río, casi recto, pasa por el fondo del barranco; hay montes poblados de carrascas a la derecha y a la izquierda. El agua, encajonada en el angosto desfiladero, duerme negra e inmóvil en su lecho de roca.

Hay a la izquierda del rio, espejo sombrío y mágico, una ferrería pequeña, cubierta de hiedras, con unas escaleras que bajan hasta la superficie del agua.

La luna brilla en el cielo y alumbra la mitad del paisaje, y hace destacar los peñascos de esta garganta misteriosa, estrecha y alta, de una paz siniestra y de una inmovilidad sombría.

El agua murmura tristemente. Se oye el ruido del viento en los árboles, que parece el rumor lejano de la marea.

A veces se siente el chirrido de la lechuza y pasos de algún hombre o animal que corre por entre los árboles.

Hay algo de pérfido y de terrorífico en la cañada, abierta ante la vista, en el cielo sin viento y sin nubes, en la luna, que mira pálida desde el cielo negro, como si ella también estuviera alarmada e inquieta.