XV

LOS PRETENDIENTES

ARBELÁIZ.—He pensado en lo que me dijiste el otro día, y he encontrado unos pretendientes para tu hija que no son cristianos.

JAUN.—¿Quiénes son?

ARBELÁIZ.—Te los presentaré.

JAUN.—¿Los has hablado?

ARBELÁIZ.—Sí.

JAUN.—Pues tráelos, si quieres, para que yo los conozca. Les hablaré y veré qué me parecen.

ARBELÁIZ.—Te los traeré ahora mismo.

(Arbeláiz sale y vuelve al poco rato con un joven flaco y cetrino vestido con una túnica negra.)

ARBELÁIZ.—Aquí tienes a Zacarías Pimienta, el judío de Tudela.

ZACARÍAS.—He oído a tu amigo Arbeláiz que tienes una hija casadera. Yo soy dueño de una casa de banca en Tudela que me da pingües rentas. He comprado muchas fincas de la ciudad, y presto a los ricos y a los pobres con un modesto beneficio de ciento cincuenta por ciento al mes. Si eres rico, como dice tu amigo Arbeláiz, dime la dote en dinero que has de dar a tu hija, y, si me conviene, yo te prometo, por el padre Abraham, que me casaré con ella.

JAUN.—Amigo Pimienta, ¿qué quieres? No tengo simpatía ni por los judíos ni por las especias.

ZACARÍAS.—No podéis comprendernos a los israelitas. Sois de raza inferior a la nuestra.

JAUN.—Muy bajos debemos de ser si somos inferiores a vosotros.

ZACARÍAS.—Sois como los cafres.

JAUN.—¡Bueno, bueno! Vete a envenenar el mundo con tus pagarés y tus socaliñas comerciales.

ZACARÍAS.—Que las aves malas te coman, maldito; que pierdas la luz de tus ojos y caigas en tierra y se abrase tu cuerpo…

JAUN.—Estoy por pegarle un puntapié a este buen israelita.

ARBELÁIZ.—No lo hagas: tendrías que pagarle una crecida indemnización.

JAUN.—Entonces, que se vaya.

ARBELÁIZ.—Te traeré otro de los pretendientes.

(Sale Arbeláiz y vuelve con un turco)

JAUN.—¡Un turco!

ARBELÁIZ.—Todo un turco. Solimán Mustafá.

SOLIMÁN.—Dios te dé, señor, la fuerza del león y la prudencia de la serpiente.

JAUN.—Que Urtzi Thor te dé a ti el vuelo del águila y la calma del limaco.

SOLIMÁN.—Que tu corazón sea como un rosal florecido.

JAUN.—¡Gracias!

SOLIMÁN.—Me han dicho que tienes una hija casadera y que no guardas los prejuicios de estos perros cristianos acerca del matrimonio. Si es así, y te ofrezco confianza, dame tu hija; yo me casaré con ella y la llevaré al harén, donde vivirá con mis otras mujeres una vida tranquila y dichosa.

JAUN.—Honrado Solimán: sospecho que contigo Ederra no sería feliz. Nuestras chicas vascas quieren reinar solas en el corazón de su marido, y creo que tu solo nombre, ¡oh Solimán!, a mi hija le parecería un veneno.

SOLIMÁN.—Así, ¿qué no te convengo?

JAUN.—No me convienes.

(Arbeláiz viene con Haroldo, el vikingo. Haroldo está vestido como un guerrero, con insignias paganas.)

HAROLDO.—Desde niño me he batido constantemente y he visto humear mi lanza roja de sangre en los campos de batalla. He matado con mi propia mano cientos de enemigos; he bebido la cerveza negra en copas talladas en cráneos, y he cantado el himno del rey escandinavo Ragnarus Lodbrok:

Bibemus cerevisiam brevi

ex concavis craniorum poculis

in prasstantis Odini domicilio.

Mi grito es: ¡Thor, ayuda! No obedezco a nadie; no respeto a nadie. Sé montar a caballo, saltar y nadar. Tengo mi barca corsaria llena de tesoros. Mi ideal es morir en el fragor de la batalla, y cuando Odin me llame a su palacio acudiré a él con la sonrisa en los labios. Si eres un guerrero y tu hija tiene un corazón fuerte, dámela.

JAUN.—Yo no soy tan fiero como tú, vikingo, ni mi hija tampoco. Eso de beber en los cráneos no me entusiasma; tú eres un guerrero feroz, yo soy un buen campesino; no nos entendemos.

ARBELÁIZ.—No encuentras árbol donde ahorcarte, Jaun. Vamos a ver si este pretendiente te gusta. Aquí tienes a Manish, el labortano.

MANISH.—Mis padres se empeñan en casarme, a la fuerza, con una mayorazga rica y fea, pero yo me opongo. He visto a tu hija y me ha gustado. ¿Quieres permitir que la hable?

JAUN.—¿Por qué no?

MANISH.—Soy de Suraide, donde tengo un hermoso caserío, grandes prados, campos de maíz y muchas vacas…

JAUN.—¿Así que eres de Suraide, de ese pueblo en donde las gentes tienen fama de ser comedores de salsas de cebollas?

MANISH.—No creas que somos más comedores de cebollas que los demás.

JAUN.—Y aunque lo fuerais. Sí, Manish, me gustaría que mi chica se casara contigo y fuera a vivir a tu tierra, tan amable y tan simpática. Vosotros sois vascos, como nosotros; ahora, que nosotros nos contagiamos con la altivez enfática de los castellanos, y vosotros de la vanidad de los galos. Si mi chica y tú os entendéis os daré mi consentimiento.

ARBELÁIZ.—Todavía falta otro pretendiente, Jaun.

JAUN.—Que venga.

ARBELÁIZ.—Aquí lo tienes.

ANSELMUS.—Yo soy Anselmus el castellano, y vengo a decirte que estas conferencias tuyas para casar a tu hija son completamente inútiles.

JAUN.—¿Cómo? ¿Es que pretendes intervenir en mis asuntos?

ANSELMUS.—No son estos asuntos sólo tuyos, sino de tu hija, y, por lo tanto, me interesan a mí.

JAUN.—¡Qué tupé!

ANSELMUS.—Es posible, Jaun, que digas que soy un maqueto, fanfarrón y petulante; es posible que creas que soy de un país de pobretes haraganes que se las echan de príncipes y son unos mendigos; pero yo soy Anselmus el castellano, y Anselmus el castellano es el preferido de tu hija, y quieras tú, o no quieras, ella será mía.

JAUN.—Hablas con mucha arrogancia.

ANSELMUS.—No; hablo con seguridad.

JAUN.—¿Tan seguro estás de ella?

ANSELMUS.—Sí. Ella y yo nos hemos jurado amor eterno y no habrá fuerza humana que nos separe.

JAUN.—Bien. Está bien. Estos castellanos son fogosos, Pues si es así, no digo nada en contra; casaos y sed felices. ¡Qué demonio! Nunca hago lo que me propongo.