CAMINO DE EASO
Jaun y Basurdi se han parado en la calle de Alzate, a la puerta de una casa que se llama Balezta.
JAUN.— (Llamando.) ¡Eup! ¡Eup!
EL BALLESTERO.—¿Quién llama?
JAUN.—Soy yo, Jaun de Alzate. ¿No viene tu hija a Easo?
EL BALLESTERO.—Sí, ahora baja. ¡Pamposha! ¡Pamposha!
PAMPOSHA.—Ya voy. ¡Qué prisa! ¡Buenos días, Jaun!
JAUN.—¡Buenos días, Pamposha! Estás fresca como una mañana de primavera.
BASURDI.—Habría que ver si está fresca. Yo creo todo lo contrario.
PAMPOSHA.—Gracias, Jaun. ¡Qué risa!…, ¡ja… ja…!; ¿tengo que montar?
JAUN.—Sí.
PAMPOSHA.—Pues no sé montar.
JAUN.—Yo te ayudaré. ¡Hala!
BASURDI.—El patrón, por si acaso, ya le ha agarrado de la cintura.
EL BALLESTERO.—Tú me cuidarás de la hija, Jaun.
JAUN.—Descuida, en el camino no le pasará nada.
EL BALLESTERO.—Es un poco loquilla. A tu cargo queda, ¿eh?
JAUN.—Bueno Sí. Está bien. ¡Basurdi!
BASURDI.—¿Qué?
JAUN.—Vete a buscar a Arbeláiz.
(Van Jaun y la Pamposha hasta reunirse con Arbeláiz, y marchan por el camino de Easo. Al pasar por delante de Vera contemplan la iglesia que están construyendo los cristianos.)
ARBELÁIZ.—La verdad es que nuestras ideas y nuestras costumbres vascas corren ya un gran peligro. El cristianismo avanza por todas partes. Todo nos quieren quitar esos cristianos, esos cultores, para sustituir nuestras prácticas. ¿Y por qué? Por discursos en latín que no entendemos.
JAUN.—Tienes razón, Arbeláiz: nos quieren quitar nuestras venerandas tradiciones vascas e implantar la religión nueva con sus dogmas judíos. Yo me opondré con toda mi fuerza, aunque mi fuerza no sea mucha.
ARBELÁIZ.—Eres el señor de Alzate.
JAUN.—¡Bah! Cien casas y unas cuantas bordas.
ARBELÁIZ.—Tienes buenas amistades: los de Gamboa, en España; los de Urtubi, en Francia.
JAUN.—Sí, pero todos se van haciendo cristianos.
ARBELÁIZ.—La verdad es que esos cristianos son hábiles. Se apoderan de todo y tienen cada vez más importancia. ¡Qué iglesias! ¡Qué conventos! ¡Qué copas de oro! ¡Qué ropas! En cambio, nosotros, los que permanecemos fieles a Urtzi, nos contentamos con una capa de lana y una corona de muérdago.
JAUN.—¿Tú crees que nuestros dioses ya no tendrán fuerza, Arbeláiz?
ARBELÁIZ.—Quizá se han cansado, pero yo creo que volverán a tener un período de esplendor.
JAUN.—¿Y si hubieran muerto?
ARBELÁIZ.—Yo creo que Urtzi y Leheren y los demás tienen todavía obra que hacer. Morirán, sí, pero no tan pronto. Por ahora, nuestros dioses son eficaces; consiguen lo que deseamos. Tú lo has visto repetidas veces.
JAUN.—Es verdad.
ARBELÁIZ.—En cambio, los cristianos están ahí rezando y rezando, repitiendo palabras en un idioma que casi no comprenden. ¿Y para qué? Para nada.
JAUN.—Y, sin embargo, dicen que nosotros somos los torpes, que ellos saben la única verdad.
ARBELÁIZ.—Es cierto; así dicen.
JAUN.—Alguna virtud debe de haber en sus ideas.
ARBELÁIZ.—¿Tú crees?
JAUN.—Sin duda alguna. Si no fuera así, ¿por qué correría el cristianismo por el mundo?
ARBELÁIZ.—Tienes razón. Es para preocupar.
JAUN.—Ahora los cristianos de Easo empezarán las Navidades.
ARBELÁIZ.—Sí; primero hay las fiestas de las olerías, que allí tienen cierto esplendor.
BASURDI.—¡Qué perspectiva! Un río de vino va a pasar por mi garganta.
ARBELÁIZ.—Al mismo tiempo que los cristianos celebran su fiesta, nosotros celebraremos el nacimiento del Sol, y así podremos confundirnos unos con otros, sin disputar y sin que haya celos. Nosotros somos menos intransigentes que ellos.