I

EN LA TORRE DE JAUN

El barrio de Alzate de Vera del Bidasoa es, en esta época, una aldea independiente, gobernada por Jaun, su patrón. El barrio se halla formado por una calle de casas grandes, negras, con balcones llenos de flores, tejados llenos de musgo y puertas estrechas como de fortaleza.

La torre de Jaun se encuentra a orillas de un arroyo llamado Lamiocingo-erreca; es una casa castillo grande, negra y destartalada. Se entra en ella atravesando un puente pequeño que salva el arroyo; se pasa una puerta baja, gótica, con el escudo de Alzate, dos lobos negros en campo de oro, y se sale a un zaguán embaldosado de piedra, con dos columnas, dos bancos y una porción de argollas para atar las caballerías.

Hay también en el zaguán un carro, un montón de heno y enseres de labranza. A mano izquierda del zaguán parte la escalera de roble, con barandado de gruesos barrotes; a mano derecha está la cocina, y, enfrente, la puerta de la cuadra, de la que llegan los mugidos de los bueyes.

La cocina es espaciosa y negra, con vigas en el techo; hay una gran mesa en medio y una chimenea con el hogar espacioso, de piedra.

Dentro de la campana de la chimenea hay dos bancos de madera. En el hogar arde un hermoso fuego de troncos de roble. La vieja de Alzate, la madre de Jaun, sentada en uno de los bancos, hila el lino dorado y da vueltas al huso rápidamente. De cuando en cuando riñe al gato y al perro, que se calientan al fuego; de cuando en cuando interrumpe su faena y echa brazadas de retamas y de árgomas secas que dejan un buen olor en el aire. Dos chicos, sus nietos, se acercan a la abuela a cada paso a pedirle algo.

En la piedra del hogar se asan manzanas, y en un tambor grande de hierro, castañas, que a cada paso sueltan tiros.

Es de noche, y tiempo de otoño. Jaun, su madre, su mujer Usoa, sus dos hijos mayores y sus nueras acaban de cenar.

Jaun es alto, esbelto, de cuarenta y cinco años; tiene los ojos azules claros, el color bueno, la barba que empieza a blanquear, y el aire atrevido y resuelto. Cuando entra y sale de casa, silba como el tordo, y cuando quiere convocar a sus amigos y partidarios en lugares secretos y desiertos, con propósito de guerra y de rapiña, canta como el búho o aúlla como el lobo.

Cumple los preceptos de la religión naturista de los vascos; acompaña a Arbeláiz, el sacerdote, a hacer una hoguera en la cumbre de la montaña en ciertos días, y baila en los claros del bosque con sus convecinos, a la luz de la luna, las noches de plenilunio.

USOA.—Hoy vienen nuestros vecinos a deshojar el maíz.

JAUN.—¡Ah! Muy bien. ¿Por eso tenéis castañas y manzanas al fuego?

USOA.—Sí, por eso.

JAUN.—¿Habéis traído vino?

USOA.—Si.

LA MADRE DE JAUN.—¡Vino! Ahora todo el mundo bebe vino. ¡Qué vergüenza!

JAUN.—¿En tu tiempo no se bebía vino, madre?

LA MADRE DE JAUN.—No. Ya lo creo que no; pero ahora no hay más que vicios.

LOS CHICOS.—¡Abuela! Cuéntanos un cuento.

LA MADRE DE JAUN.—Luego, más tarde.

LOS CHICOS.—No; ahora, ahora.

LA MADRE DE JAUN.—Bueno; ya os lo contaré.

Va viniendo a la cocina gente joven, mozos y mozas, se echan grandes fardos de maíz en el suelo y se coloca en la pared una antorcha y un candil. El dueño de la casa, Jaun, su amigo Arbeláiz y estos hombres, ya maduros, están instalados delante de la chimenea; la mujer de Jaun y las casadas se colocan cerca de ellos; los mozos y las mozas, a quienes la luz y el fuego estorban, se sientan en corro en un extremo, y van tomando las panochas del montón y deshojándolas. La gente joven ríe a carcajadas, y los hombres y las viejas no saben nunca a punto fijo por qué.

Cuando van acabando la operación de deshojar las panochas y quedan montones de mazorcas doradas y rojas.

Chicos y chicas se levantan; las mozas comen castañas y manzanas y beben sidra en vasos de madera. Algún mozo les ofrece aguardiente, y ellas, al beberlo, carraspean y escupen. Se amontonan las mazorcas en los rincones, se arrastra la mesa cerca de la pared; un mozo saca una cornamusa; el otro, un pito del bolsillo, y comienza el baile. Se oyen las pisadas rítmicas de los bailarines y el castañeteo de los dedos.

UNA VOZ

Sagarra, lodi, lodi,

denbora denian

gazteak ankak arin

soñua jotzian.

(En el tiempo de la manzana gorda, gorda, los jóvenes mueven rápidamente las piernas.)

JAUN.—¡Cómo saltan esas chicas, amigo Arbeláiz! ¡La juventud! ¡La juventud! Es algo hermoso.

ARBELÁIZ.—Y algo también muy pasajero.

(Arbeláiz es hombre alto, de larga barba blanca y de ojos brillantes. Es el sacerdote, el que hace los augurios en el pueblo.)

JAUN.—Cuando veo a esa Pamposha tan guapa, siento la edad como un remordimiento.

ARBELÁIZ.—¿Quién es la Pamposha?

JAUN.—La hija de Balezta.

ARBELÁIZ.—¡Ah! Sí.

JAUN.—Pienso también con envidia en ese derecho que se reservan todavía algunos señores feudales.

ARBELÁIZ.—¡El derecho de pernada!

JAUN.—El mismo. ¡Qué cínicos! La verdad es que cuando veo estas chicas tan guapas, siente uno no ser más feudal. ¿No crees tú, Arbeláiz, que podía reaccionar un poco e implantar esas costumbres feudales?

ARBELÁIZ.—¡Bah! Me parece que, a pesar de no ser feudal, no por eso has dejado de ser un gallito.

JAUN.—¿Tú crees?

ARBELÁIZ.—A ver. Yo conozco más de cuatro caseríos donde hay algún muchacho que tiene tus oíos.

JAUN.—Yo también conozco alguno donde el tipo de Arbeláiz se perpetúa, y no es en tu casa.

ARBELÁIZ.—Calumnias… ¡Yo!, un pobre sacerdote.

Jaun—¡Farsante! ¡Como si no conociéramos tus conquistas!

ARBELÁIZ.—Locuras de la juventud. Pero ahora que soy viejo lo comprendo.

JAUN.—Pues yo me siento todavía un chico, dispuesto a emprender nuevas aventuras y viajes.

ARBELÁIZ.—Sin embargo, tienes tus cuarenta y seis años.

JAUN.—Estos aires de Larrun parece que le conservan a uno siempre verde. También hay que reconocer que en nuestro tiempo las mujeres eran más libres que ahora, aunque digan lo contrario.

ARBELÁIZ.—Lo de ahora es mejor.

JAUN.—Yo le oía a mi abuelo contar de su abuelo que, en tiempo de éste, los hijos se consideraban de las madres más que de los padres. La mujer se quedaba en el caserío, el hombre era pastor y se marchaba: iba y venía.

ARBELÁIZ.—Lo de ahora es mejor.

JAUN.—Sí, nos parece más respetable. En ese tiempo pasado el hombre vivía más suelto…

ARBELÁIZ.—Lo que a ti te parece bien.

JAUN.—¡Ah, claro!

ARBELÁIZ.—Ya es hora del reposo, Jaun, porque tú no has hecho una vida tranquila como la mayoría; has guerreado en Francia y España…, has viajado…

JAUN.—Sí, y he navegado también un poco.

ARBELÁIZ.—¿Has navegado también?

JAUN.—Sí, con los normandos en la Punta del puerto de Bayona.

ARBELÁIZ.—¿Con esos terribles piratas?

JAUN.—En mi tiempo era buena gente. Ellos me enseñaron a leer y un poco de latín.

ARBELÁIZ.—¡Qué extraño!

JAUN.—Entonces Bayona era una hermosa ciudad activa, culta y próspera. Ahora parece que decae.

ARBELÁIZ.—La verdad es que empezaste la vida como un aventurero.

JAUN.—Y la voy acabando como un buen campesino sedentario.

ARBELÁIZ.—Todavía ¡quién sabe!

JAUN.—No, no. Te hablo con un poco de jactancia de aventuras y de viajes, pero no me creas.

ARBELÁIZ.—La cabra tira al monte.

JAUN.—Estoy dispuesto a no tener más aventuras ni de guerra ni de amor. No, no; no quiero inquietudes ni disgustos, sino vivir monótonamente con mi vieja Usoa, cuidar mis ganados y trabajar mis tierras; no quiero más. Ni nuevas gentes, ni nuevos conocimientos.