¡Svástica!


El 30 de abril de 1945, en su reducto de la Cancillería de Berlín, Adolf Hitler rompía con los dientes una ampolla de cianuro de potasio. En ese mismo momento su valet Heinz Linge le disparaba un tiro a la cabeza, y su cuerpo fue llevado al jardín de la Cancillería y quemado, o parcialmente quemado.

Algunos de estos «hechos» se conocieron casi inmediatamente. Por fortuna las Fuerzas Soviéticas fueron las primeras en llegar a la escena del crimen, y apenas veintitrés años más tarde se apresuraron a divulgar el resto de los hechos. El único detalle que me hace dudar de la veracidad de toda la historia es que yo sé que Hitler está vivo y goza de perfecta salud y vive en Ostende bajo el nombre supuesto —al menos supongo que es supuesto— de Geoffrey Bunglevester.

Fui a verlo la semana pasada, antes que el invierno hubiese avanzado demasiado. Como es natural, ahora se está poniendo viejo, pero es asombrosamente vivaz para su edad y todavía se interesa por la política, apoyando a los flamencos contra los valones.

Como de costumbre, nos reunimos en un bar pequeño y acogedor no muy lejos de donde él vivía. Empezamos hablando de negocios pero poco a poco la conversación derivó a temas más personales.

—Al mirar hacia atrás —le dije—, ¿tienes algo para arrepentirte?

—Desearía haberme dedicado más a mi pintura. —Una expresión reminiscente apareció en sus ojos—. La pintura de paisajes, ése habría sido mi campo. Me jacto de haber tenido siempre buen ojo para descubrir hermosos paisajes. —Empezó a deshilvanar nombres: Renania, Austria, Checoslovaquia, Polonia…

Para que no se desviara del tema, le dije:

—Estoy perfectamente de acuerdo contigo en que algunas de tus primeras acuarelas revelaban un talento promisorio, pero ¿nunca te arrepentiste…, bueno, de ninguna de tus decisiones militares?

Echando hacia atrás el flequillo, clavó en mí una mirada penetrante.

—No te estarás burlando de mí, Brian, ¿no? No estarás tratando de hacerte el sarcástico.

—No, sinceramente no, Geoff, ¿por qué habría de hacerlo?

Se inclinó hacia mí por encima de la mesa y miró rápidamente de soslayo.

—Tú eres ario, ¿verdad?

—Fui a una escuela pública inglesa, si es lo que quieres decir.

—Eso a mí me basta. ¡Excelente e incomparable sistema disciplinario! Bueno, te pido disculpas, creí que me estabas atacando por haber intentado dar una solución definitiva al problema judío.

—Nunca me pasó por la cabeza, Geoff.

—Muy bien, lo que ocurre es que en este punto soy un poco susceptible, te das cuenta. He sido muy injustamente criticado en ese terreno desde la caída del Tercer Reich en 1945. Pues verás, había un proyecto de mucho mayor envergadura detrás del exterminio de los judíos; ese era apenas un ejercicio mínimo para entrar en calor y poner la máquina en movimiento. La meta última, la empresa que me proponía acometer a más tardar en 1950, antes de ser tan desconsideradamente interrumpido, era el exterminio de las razas negras.

La enormidad de lo que decía me dejó sin habla.

—Seguro…, seguro, un error táctico… —empecé a decir.

Arrebatado, casi infantil, Geoff interpretó erróneamente mis balbuceos. Inclinándose por encima de la mesa, los ojos brillantes, dijo:

—Sí, quizá fue un error táctico…, te das cuenta, admito que cometo errores alguna que otra vez…, no haber anunciado al mundo mi grandioso proyecto. Entonces los norteamericanos habrían sido comprensivos y no se habrían metido en la guerra. Bueno, ahora es demasiado tarde para llorar sobre la leche derramada… Si al menos hubiera podido dar un primer impulso a la erradicación de los negros, no niego que al principio hubiera sido difícil, pero luego me habrían aceptado, creo que es justo decirlo, como un benefactor.

—¿Excepto por los propios negros?

Tomó mi inocentada por el lado bueno.

—Mi querido muchacho, hasta los propios negros reconocen que nadie los quiere. Me habría bastado con llevar ese plan a una conclusión lógica. El cielo sabe que nunca busqué la popularidad por la popularidad misma, pero admitirás que he soportado una cuota más que excesiva de calumnias y difamaciones. Hasta el pueblo alemán tiene que fingir que se ha vuelto contra mí.

Meneó la cabeza, con expresión de profundo abatimiento. Para consolarlo, le dije:

—Bueno, Geoff, el mundo es siempre injusto con los derrotados…, hoy no hay respeto por la ambición…

—¡Derrotado! ¿Quién fue derrotado? ¿También tú has sido víctima de toda esa falaz propaganda judía burguesa bolchevique antinazi? Yo no fui derrotado…

—Pero en 1945…

—¡Lo que pasó en 1945 no es ni lo uno ni lo otro! No es más que el año en que decidí retirarme y dejar que otros continuaran el arduo trabajo de la guerra, sacando a pueblos enteros de esa inercia de esclavos.

—¿No querrás decir…, no estás reclamando una especie de victoria psicológica? Una…

Escanció para ambos otra medida de vino tinto y lo diluyó con agua mineral.

—Fueron mis viejos enemigos racistas los que propagaron la mentira respecto a que la paz estalló en 1945. No es verdad… El viejo Winston, en su estilo tan cómico, lo habría llamado una inexactitud terminológica. Ese fue el año en que los norteamericanos arrojaron la primera bomba A e iniciaron la carrera de las armas nucleares que no da señales de ceder, especialmente ahora que los EEUU y la URSS han conseguido que China intervenga en la competencia. ¡Nosotros, ay, no teníamos recursos para fabricar material bélico en semejante escala!

—¡Pero no puedes comparar la guerra fría con la Segunda Guerra Mundial, Adolf!

—Geoff para ti, Brian.

—Geoff, quise decir. Perdona.

—No estoy comparando. Una nació de la otra; 1945 vio el cambio de una fase a la siguiente. La secuencia es clara. ¡Mira a los rusos! No tengo una gran opinión de las razas eslavas, pero algo hay que reconocerles: una política de agresión que tiene ya medio siglo de coherencia. No sé si recuerdas el nombre de José Stalin. Un bribón, pero un hombre de los que a mí me gustan. Me dijo una vez…, oh, 1938 debió ser, creo, que le gustaría meterse en Europa…

—El Mercado Común…

—Y desde luego lo hizo y ya ves, este mismo año, los secuaces de Stalin siguen llevando adelante sus órdenes y ocupan Checoslovaquia, ¡como lo hice yo mismo, hace tanto tiempo! —Se palmeó el muslo con genuino placer—. ¡Qué días aquellos! ¡Formidables, como dirían hoy los muchachos! ¡Hermosa ciudad, Praga! Brillaba el sol, la Wehrmacht lucía sus mejores uniformes, rodaban los tanques, todo el mundo aclamaba «Heil…», bueno, Heil Yo, digamos, y las bonitas muchachas checas nos colgaban al cuello guirnaldas de flores… —Las gratas reminiscencias le suavizaron el duro perfil—. En aquel entonces tú no eras más que un niño, Brian…

—Recuerdo la época sin embargo. Pero la invasión rusa a Checoslovaquia en 1968 es algo diferente…

—Sigue siendo parte de la Segunda Guerra Mundial, igual que la guerra de Corea y la de Vietnam y la caldera del diablo del Oriente Medio. Todas estas conflagraciones fueron provocadas por la antorcha que yo encendí en Europa.

Era un concepto que estaba casi más allá de mi comprensión, y así se lo dije.

—Tendrás que permitirme que discrepe. Después de todo, los tratados de paz de 1945…

—No quiero parecerte desagradable, pero al fin y al cabo yo estaba un poco más metido en la cosa que tú. Podría asegurarte que ese General Curtis Le May o tu Vizconde «Monty» no piensan que la guerra haya terminado, ni de lejos. Hombres como ellos, hombres fuertes, hombres que han nacido con hierro en los huesos, todos tienen algo de Bismarck: para ellos los tiempos de paz no son otra cosa que una pausa para el rearme. ¿Cómo está tu vino? ¿Más agua mineral?

Puse la mano sobre mi copa.

—No, gracias, está bien así. Bueno, no discutiremos…

—Discúlpame, claro que discutiremos si no aceptas mi punto de vista. Mi guerra, como yo con justa razón la considero, todavía sigue en pie, está recomenzando, y hasta es posible que pronto vuelva a su tierra de origen. ¿Qué puede significar todo esto si no la victoria para mí y mis ideales?

Conmovido si no convencido, tuve la impresión de estar en contacto con la grandeza misma.

—¡Siempre el viejo guerrero, Geoff! Tú nunca has desesperado, ¿verdad?

—¡Desesperar! ¿Quién puede permitirse desesperar? Además, el mundo me ha dado pocos verdaderos motivos para desesperar. Aún hay en todas partes hombres de casta guerrera.

—Me imagino que sí. Pero me sorprendió un poco lo que dijiste hace un momento acerca del General Le May. Tenía entendido que en principio el espíritu norteamericano no te inspiraba mucho respeto.

Bebiendo el vino a pequeños sorbos, me echó una mirada de reproche.

—Seamos justos con los norteamericanos. Sé tan bien como tú que todo el continente está infestado por una chusma de eslavos, y judíos y mexicanos y españoles y la escoria de África y Escandinavia; pero por fortuna hay allí también una columna vertebral de moral militar teutónica y anglosajona. No todos son una decadente ponzoña de ghettos semiasiáticos como Roosevelt. Sé que en el pasado prevaleció a menudo una mentalidad racialmente inferior de lacayo de última ralea, pero en los últimos tiempos ha empezado a ganar terreno un elemento más probo, decidido a no seguir tolerando necedades, y a triunfar sobre los amorfos procesos democráticos. Me ha alentado enormemente ver la vigorosa actitud intransigente de líderes norteamericanos como Reagan y el gobernador Wallace. También Nixon tiene su lado bueno. Pero la conducción de las maniobras bélicas de los norteamericanos en Vietnam es desastrosa, y…

—¿Blanda?

—Sí, eso, blanda… Exceptuando al pobre viejo De Gaulle, los franceses son blandos, ¿eh? ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, un espíritu más realista asoma en Norteamérica. Les falló la lógica cuando no se atrevieron a usar armas termonucleares en Vietnam, pero esa actitud oscurantista está cambiando, y espero que pronto recurran a las verdaderas soluciones, restableciendo así la disciplina interna.

—¡El gran estratega incurable! —sonreí—. ¿Sueles revivir una y otra vez tus antiguas campañas?

—No lo creo, no más que la mayoría de la gente. Himmler era terriblemente sentimental, pero yo no. Yo diría que soy un hombre bastante común. Me gusta estar al tanto de los acontecimientos. Leo todos los días The Times, que un amigo me envía de Inglaterra. Y como creo habértelo dicho, ahora escribo poesía. —Sonrió modestamente, crispando el mostacho.

—No sé cómo lo tomarás, Geoff, pero ¿te parece que alguna vez yo podría ver tus poemas? ¿Echarles una ojeada?

Se recostó en la silla y me miró, risueño, y sin embargo me pareció que se le empañaban los ojos, como si mi interés lo hubiese emocionado.

—¿Qué posible interés podría tener para ti la poesía de un viejo?

Tal vez el vino rebajado estaba afectándome. Puse los codos sobre la mesa, y le dije:

—Difícilmente puedas imaginarte la profunda impresión que me causabas cuando yo era chico, Geoff. En Inglaterra, en la década del treinta, nunca tuvimos un líder fuerte como tú, y, por dios, qué terrible necesidad tenemos ahora de uno así… ¡Harold Wilson es tan blando y condescendiente! Yo…, bueno, sé que suena sentimental…, pero tú fuiste para mí una figura paterna, Geoff, y para miles que como yo tuvieron la suerte de pelear en la guerra. ¡Todas aquellas maravillosas procesiones con antorchas que tú organizabas, y las aclamaciones, y las hermosas Fräuleins de pechos opulentos, y la forma en que tus tropas desfilaban con un paso tan arrogante! Y luego la forma espectacular en que arrasaste toda Europa como un vendaval, a fines de la década del treinta y comienzos del cuarenta… ¡Algo maravilloso! Quiero decir, no tenía importancia que estuviésemos en bandos distintos; sabíamos que en realidad eras un amigo del Imperio Británico.

—Un mejor amigo que los decadentes norteamericanos, como se vio luego. —Clavó la mirada en la copa de vino y no pude dejar de notar las arrugas de fatiga que le marcaban la boca—. Sí, Brian, aquellos fueron grandes días, no lo negaré. No tienes nada que reprocharte por sentir lo que sientes. Nadie está hoy a esa altura: los rusos, los sudafricanos, los rodesianos, los portugueses… No están a esa altura.

Meneó la cabeza. Por un instante, ambos nos sentimos demasiado emocionados para poder hablar, preguntándonos tal vez si los grandes días no habrían desaparecido para siempre. Luego le dije, en voz baja:

—¿Deseas alguna vez que las cosas hubiesen tomado un curso distinto, Geoff? Quiero decir…, ¿para ti, personalmente?

Nunca olvidaré su respuesta. No levantó la cabeza, siguió aferrando la copa con manos que le temblaban ligeramente (la vieja enfermedad todavía le molestaba de tanto en tanto) y con la vista clavada en el vino.

En un tono tenso, tratando de contener las lágrimas, dijo al fin:

—Me estoy poniendo viejo y sentimental, no puedo ocultártelo. Pero a veces desespero para que el mundo vuelva a ser como antes. El enfrentamiento permanente entre el Este y el Oeste está bien, y las dos manías persecutorias interdependientes de norteamericanos y rusos han servido para mantener la alerta bélica mundial durante algunos años, que de otra manera hubieran tenido poco interés. Pero…

Suspiró. Jamás hombre alguno pareció tan desolado como él en ese instante. Me hizo pensar en un místico que contemplase un sueño dorado por el extremo equivocado de un telescopio.

—Pero… —sugerí—. ¿Tenías un plan maestro?

—A lo largo de los años han venido emisarios a verme, Brian. A ti puedo contártelo. Vienen a mí humildemente, exiliado aquí, en Ostende. Soviéticos y norteamericanos…, y también británicos, para empezar. Han venido hasta mí en enjambres, secretamente. Sí, y también los dictadores de pacotilla. Nasser, Papá Doc, ese rodesiano: ¿Jones? ¿Smith?…, el ingrato de Chou En Lai, Castro, ese sucio comunista. ¡Todos de rodillas aquí! Hasta…, sí, hasta el general Dayan de Israel. No mala persona, considerando… Todos querían que me encargase de sus planes de guerra, que los esclareciera, que los estructurase. «Puede quedarse con todo el Pacífico si me ayuda a tomar Pekín». Eso fue…, hmm, me falla la memoria…, lo que me dijo Sukarno. Siempre era a mí a quien necesitaban. El viejo carisma…

—Eso es algo que uno tiene o no tiene —asentí—. ¿Por qué no aceptaste sus ofertas…, las de los norteamericanos y los rusos, quiero decir?

—¡Porque los imbéciles me pedían que los gobernase pero no querían otorgarme plenos poderes! —Golpeó la mesa con el puño—. ¡Me querían a mí y sin embargo me tenían miedo! LBJ y yo nos citamos en este café…, cara a cara…, ¿recuerdas a LBJ? Esto es confidencial, no lo olvides, y no quiero que se sepa.

—Puedes confiar en mí —le aseguré con vehemencia. Los ojos se me salían de las órbitas—. ¿Realmente te encontraste aquí con LBJ?

—Pagó las bebidas. Insistió. ¡Bastante suelto de lengua dijo que la mujer lo había enviado! Tenía problemas con los comunistas del exterior, y en el país con los negros y los criptomulatos subversivos de la chusma blanca. ¿Estaba yo dispuesto a ayudarle? Le dije que sí. Conmigo al frente, los Estados Unidos habrían conquistado el Mundo. ¡Sin ninguna duda! Rusia primero…, ¡utilizando hasta la última de esas herrumbradas bombas H! ¡Pffft!… Luego Europa invadida y puesta en razón. Y entonces el resto del mundo sería borrado del mapa, sin dejar rastro, empezando quizá por Sudamérica. Sin dejar rastro. Nada de sentimentalismo.

—¿Por qué LBJ no te tomó la palabra? ¡Hubiera sido su gran oportunidad!

—Aunque no lo creas, ese cerebro de mosquito tenía un plan para salvar a la India de la destrucción. Era un liberal cobarde en el fondo y el trato quedó en nada.

Yo estaba estupefacto.

—¿A quién se le ocurriría salvar a la India? ¿Nada menos que a la India?

—Mi querido amigo, las ambiciones colonialistas norteamericanas son un misterio para mí, tanto como para ti. Una lástima…, juntos, o mejor aún, yo solo, hubiéramos podido construir un mundo más organizado, ¡un mundo mucho más organizado en el que la gente haría exactamente lo que se le dijera!

—La cobardía es la raíz de todo esto —dije, al cabo de una pausa—. Durante la guerra teníamos conductores y bombardeos y disciplina, y todo el mundo trabajaba duro. Ahora, con la sociedad permisiva, nos hemos empantanado.

Él parecía pensativo. Pasaron uno o dos minutos antes que hablase otra vez, y yo veía que el bar estaba a punto de cerrar.

—Me estoy poniendo viejo y sentimental, como tú sabes, Brian. Pero ojalá hubiera conquistado Inglaterra en vez de Polonia. Inglaterra es un lugar mucho más bonito. La gente es más simpática. Hubiera podido instalarme en Torquay o en algún sitio parecido y casarme con una agradable joven inglesa de pura sangre. Pero ya ves…, eso no era para mí. No tiene sentido ponerse sentimental…

Le había llegado el momento de retirarse. Caminamos lentamente por las calles de Ostende. Él vestía una vieja trinchera gris, en la que aún lucía las svásticas que nunca se había molestado en sacar. ¡Qué símbolos de nostalgia! En un rapto de inspiración encontré el título para la comedia musical sobre su vida que había ido a discutir con él: «¡Svástica!». ¡Por supuesto! «¡Svástica!». Siempre recordaré ese momento como uno de los más dramáticos de toda mi vida, incluyendo la guerra.

Nos detuvimos en el umbral de su casa.

—No te invito a pasar —me dijo—. El concierge está en cama con gripe. —Siempre se refería a Martin Bormann como «el concierge», con ese humor tan suyo.

—Ha sido un placer hablar contigo —le dije.

—También lo fue para mí —respondió—. Y te prometo ir a Londres para el estreno, siempre y cuando ese tipo judío no escriba la música.

—Cuenta conmigo —le dije simplemente—. Y no lo olvides: dos y medio por ciento de las ganancias brutas.

Intercambiamos una mirada de perfecto entendimiento. Yo sabía cómo hubiera querido despedirme de él; pero pasaba gente, y me sentía un poco turbado. En cambio, tomé entre mis manos la suya frágil y gastada.

—¡Hasta la vista, Geoffrey!

—¡Auf wiedersehen, Brian, mi querido muchacho!

Parpadeando, quitándome la humedad de los ojos, corrí al aeropuerto, con el contrato en el bolsillo.