Abrumadas bajo el peso del sol, las lomas se encogían. Las tres personas que viajaban en el planeador, sentadas detrás del piloto, tenían la impresión que en el camino que se extendía adelante se iban formando constantemente unos charcos —algo entre aceite y agua—, que desaparecían como por encanto en el momento en que llegaban allí. En todo el paisaje, sólo esta ilusión óptica indicaba la presencia de algún vestigio de humedad.
Los pasajeros no habían hablado durante largo rato. Ahora el Funcionario de Sanidad pakistaní, Firoz Ayub Khan, se volvió a sus invitados y les dijo:
—Dentro de una hora estaremos en Calcuta. ¡Esperemos y roguemos que el aire acondicionado de esta miserable máquina aguante hasta entonces!
La mujer sentada a su lado no dio señales de haberlo oído, y siguió mirando hacia delante a través de sus anteojos oscuros; dejó que su marido diese la respuesta apropiada. Era una mujer esbelta de tez cetrina y rostro alargado, notable sobre todo por la boca generosa. Las cuatro horas de viaje desde el puesto sanitario de la colina le habían revuelto los cabellos negros, recogidos sobre un hombro.
El marido era alto y delgado, al parecer de poco más de cuarenta años, y usaba anticuados anteojos con aros de acero. El rostro tranquilo tenía una expresión fatigada, como si el hombre hubiese pasado muchos años mirando paisajes parecidos al que ahora se extendía ante él. Al fin dijo:
—Muy amable de su parte permitirnos usar este lento medio de transporte, doctor Khan. Comprendo la impaciencia de usted por volver al trabajo.
—Bueno, bueno, estoy impaciente, no puedo negarlo. Calcuta me necesita, y a usted también, ahora que se ha restablecido de su enfermedad. Y a la señora Yale también, naturalmente.
Era difícil saber si la voz de Khan ocultaba algún sarcasmo.
—Vale la pena ver el lugar uno mismo, y entender así la magnitud de los problemas con que luchan Pakistán y la India.
Ya antes Clement Yale había advertido que cuando quería halagar al funcionario de sanidad obtenía casi siempre el efecto contrario.
—¿A qué problemas se refiere usted, señor Yale? —dijo Khan—. No hay problema alguno en ninguna parte, sólo el viejo problema satánico de la condición humana, eso es todo.
—Me refería a la evacuación de Calcuta y a las dificultades que trae aparejadas. Admitirá usted que constituyen un problema, supongo.
Esta especie de esgrima verbal había comenzado durante la última media hora.
—Bueno, bueno, es natural que en una ciudad de veinticinco millones de habitantes haya algunos problemas, ¿no está usted de acuerdo, señora Yale? Problemas más bien satánicos, tal vez, aunque nacen enraizados en la condición humana. Por eso siempre se necesita gente con autoridad como nosotros, ¿no es así?
Yale señaló con un movimiento de cabeza el espectáculo que se veía por la ventanilla, los carromatos rotos abandonados junto al camino.
—Este es el primer caso en los tiempos modernos de una ciudad que se hundió en un pantano y tuvo que ser evacuada. A eso yo lo llamaría un problema muy especial.
Apenas prestó atención a la respuesta larga y complicada de Khan; el oficial de sanidad se enredaba en contradicciones, que trataba de remediar en vano con largos discursos. Siguió mirando en cambio por la ventanilla el irreparable mundo de calor que iban dejando atrás. Los carromatos y los autos bordeaban el camino desde hacía rato, en realidad casi desde el hospital de las colinas, donde la Madrás oriental era aún verde. Aquí, más cerca de Calcuta, los esqueléticos despojos se multiplicaban. Entre las varas de algunos carromatos se veían huesos, muchos ya no identificables como de bueyes; esqueletos más pequeños tachonaban el páramo más allá del camino.
El piloto murmuraba constantemente para sí mismo. Los muertos no entorpecían el avance; pero aún había que tener en cuenta a los vivos y a los vivos a medias. Un poco más allá, manando a borbotones del gran hormiguero, se veían nudos de seres humanos, figuras solitarias, grupos familiares, hombres, mujeres, niños, los más afortunados con bestias de carga o carretillas o bicicletas. Avanzaban a ciegas, sin saber muy bien a dónde iban, pisoteando a los caídos, agachando las cabezas para esquivar la ambulancia que se acercaba flotando sobre el camino.
Durante siglos, gentes como estas se habían volcado sobre Calcuta desde el moribundo interior. Nueve meses atrás, cuando ya había caído el gobierno municipal y el Congreso de la India anunciara que la ciudad sería abandonada, el curso del torrente volvió atrás. Los refugiados se convirtieron nuevamente en refugiados.
Caterina, detrás de sus anteojos oscuros, absorbía las imágenes agostadas. La humanidad sometida siempre induce a los pies descalzos a tomar el eterno camino de la tierra sin otro destino real que el camino al agua y a los pastos más altos. Podremos conseguir algo de beber allí y ahora siempre pisando la piedra.
—Supongo —dijo Caterina— que no podremos tomar una ducha cuando lleguemos.
—El aire acondicionado no funciona bien, señora —dijo Ayub Khan—. De ahí la sensación de calor. El vehículo no ha sido bien cuidado. Presentaré la correspondiente queja cuando lleguemos, ¡no lo dude!
Desviándose bruscamente para evitar un grupo de refugiados, el vehículo bordeó una colina. La interminable planicie deltoide del Ganges se extendía ante ellos, perdiéndose en lontananza, aniquilándose a sí misma en la atmósfera solar.
A un costado del camino se alzaba un edificio lúgubre, de muros silenciosos y desnudos, de color de barro. Ni fortaleza ni templo; el funcionalismo sin sentido, ahora sin función, de alguna especie de fábrica. Unas cabras que andaban por allí huyeron despavoridas, desapareciendo.
Ayub Khan dio una orden al conductor. El vehículo se deslizó a un costado. El siguiente tramo de camino parecía desierto. La máquina rebotó sobre la cuneta y voló hacia la fábrica, levantando una alta polvareda, y al fin se posó en el suelo, apagando los motores. Ayub Khan extendió el brazo hacia atrás para alcanzar el rifle enfundado que llevaba en el portaequipaje.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Yale, despabilándose.
—Una distracción momentánea, señor Yale, que no nos hará perder más que un minuto. ¿Quizá a usted y a la señora les gustaría bajar conmigo un momento para estirar las piernas? Vaya con lentitud, recuerde que estuvo enfermo.
—No tengo ganas de bajar, doctor Khan. En Calcuta nos necesitan con urgencia. ¿Por qué nos detenemos? ¿Qué lugar es este?
El doctor pakistaní se sonrió y sacó una caja de cartuchos. Mientras cargaba el rifle, dijo:
—Me olvido que usted no sólo estuvo enfermo recientemente, sino que además es inmortal y debe tener el máximo cuidado. Pero las penurias satánicas de Calcuta nos esperarán, aunque nos tomemos un recreo de diez minutos, se lo aseguro. Recuerde, la condición humana no se da tregua.
La condición humana no se da tregua palos piedras arcos y flechas armas de fuego armas nucleares cargas teledirigidas y el pie y la cara hundiéndose en el polvo el lugar perfecto para morir. Cat se sacudió y dijo:
—La condición humana no se da tregua, doctor Khan, pero nos esperan hoy en Dalhousie Square.
Abriendo la portezuela, Khan le sonrió:
—Esperar es una parte agradable de nuestra vida, señora Yale.
Los Yale se miraron. El piloto se bajó y siguió a Ayub Khan, gesticulando, excitado.
—También disfrutar si es posible —dijo Yale.
—Nosotros mendigamos el viaje.
—El viaje…, ¡no la moralina! Sin embargo, es parte de la abrasión.
—¿Te sientes bien, Clem?
—Perfectamente. —Para demostrárselo, descendió del vehículo desplegando energías. Todavía estaba furioso consigo mismo por haberse enfermado de cólera en medio de un trabajo que requería una total dedicación, la metrópoli moribunda era caldo de cultivo de toda clase de enfermedades.
Ayudaba a Caterina a bajar, cuando sintieron de golpe el aplastante calor de la llanura. Era un calor de encierro, sin otra perspectiva que la de su propio entorno. La humedad les oprimía los pulmones; cada vez que respiraban sentían unos aguijonazos en los hombros, y los gemidos de los cuerpos.
Ayub Khan se adelantaba a paso vivo, el rifle preparado para entrar en acción; el piloto, llevando municiones de repuesto, lo acompañaba parloteando, agitado.
El tiempo, desangrándose lentamente, había cruzado apenas los fuegos del mediodía, y en la fábrica abandonada no había ninguna sombra. No obstante, los dos ingleses se encaminaron a ella, como por instinto, siguiendo a los pakistaníes, sintiendo al acercarse el viejo calor repelido por los muros del gran fósil.
—Vieja fábrica de cemento.
—Cementerio.
—Argamasa rescatada de la muerte…
—Sí, en verdad un cementerio de piedra…
El estruendo de un disparo de rifle.
—¡Le erré! —dijo Ayub Khan alegremente, sosteniendo el rifle, mientras se frotaba la coronilla con la otra mano. Corrió hacia adelante, y el piloto fue tras él. Las destartaladas ruinas de un cobertizo de metal se alzaban a un costado de la fachada de la fábrica; una viga pulverizada se desmoronó en el momento en que los hombres pasaban al trote y desaparecían.
Y también las termitas tienen celebraciones e imperios propios y nunca pretenden más de lo que pueden; crean y destruyen en una escala temporal mayor y sin embargo no tienen aspiraciones. El hombre enfermó cuando descubrió que vivía en un planeta; cuando el mundo fue de pronto finito las aspiraciones humanas se volvieron infinitas, ¿y qué demonios podían estar haciendo esos idiotas?
Encendiendo el ventilador de bolsillo, Yale subió los arenosos peldaños de la fábrica. La doble puerta de madera, antaño cerrada con una tranca, había sido derribada hacía mucho tiempo. Se detuvo en el umbral y volvió a mirar a su mujer, que permanecía indecisa al calor del sol.
—¿Entras?
Caterina hizo un gesto de impaciencia y lo siguió. Él la miraba. Ahora hacía casi cuatro siglos que la miraba caminar, sin cansarse nunca. Era el andar de ella: independiente, pero no del todo; estudiado y sin embargo, en el verdadero sentido, espontáneo; un andar sin prisa, que no era ni viejo ni joven; el andar de una mujer; el andar de Cat[1]; un andar felino. La definía tan claramente como su voz. Se dio cuenta que en medio de las preocupaciones de los últimos dos meses, en la Calcuta sentenciada a muerte y en la sala de guardia del hospital, a menudo se había olvidado de ella, como ser viviente.
Cuando Caterina subió por los peldaños hasta ponerse a su mismo nivel, Yale la tomó del brazo.
—¿Sentimientos?
—Específicamente, y ante todo, irritación con Khan. En segundo lugar, la certeza que necesitamos tener nuestros Khans…
—Sí, ¿pero cómo ahora para ti?
—Nuestros siglos…, como siempre. Limitan gravemente las áreas de lo imprevisible en las relaciones de la comunidad caucásico-cristiana. Consiguiente acumulación de vetustez corroída por factores desconocidos.
—¿Como por ejemplo Khan?
—Claro. ¿Tú igualmente corroído, Clem?
—Khan tiene poder abrasivo. Lo mismo que todo el subcontinente.
Los dedos de Yale soltaron el brazo de ella. En la carne morena eternamente joven no quedaba ninguna señal del efímero contacto. Aunque el virus Báltico habría curado rápidamente el más duro de los apretones.
Examinaron el añejo caos de la fábrica, caminaron sobre los cascajos. En una oficina lateral yacía un cadáver, boquiabierto, vacío, sin hedor; algo se deslizó por debajo, huyendo.
Desde el pasillo un poco más allá, ruidos, ecos y ajetreos.
—¿De vuelta al carromato?
—Este viejo templo erigido al fracaso de la India…
Yale calló de golpe. Dos cabritas, negras de cara e imberbes se acercaban balando y trotando desde el fondo de la oscuridad; los ojos —para decirlo con la palabra predilecta de Ayub Khan— eran «satánicos».
Y desde la lejana confusión de sombras, Ayub Khan se detuvo y apuntó con el rifle. Yale levantó la mano cuando la bala partió.
Templos y deseos encontrados de crear y destruir sacerdotes ascéticos y obesos sacerdotes glotones mi amante esposo tenía aún un tierno corazón incólume por muchos años.
Moviendo las ancas las cabras pasaron junto a ellos y se alejaron, Yale cayendo al suelo como un peso muerto, el estampido de enorme poder prolongándose hacia el futuro, Cat traspasada, y en algún lugar un nuevo rayo de luz explorando el terreno como si una parte del techo hubiese cedido.
Corriendo hacia adelante, Ayub Khan ayudó a Caterina a moverse; ella se volvió hacia Yale, que ya se ponía de pie. El pakistaní gritaba, siempre con el piloto detrás.
—¡Mi querido y alocado señor Yale! ¡No le habré acertado, espero de veras! ¡Qué terrible desastre si usted se muere! ¿Cómo podía saber que ustedes entraron aquí en secreto? ¡Demonios! ¡Cómo me asustó! ¡Chofer! ¡Pani lao, jhaldi!
Se movió ansiosamente alrededor de Yale hasta que el piloto regresó de la ambulancia con una cantimplora. Yale bebió un poco de agua y dijo:
—Gracias, doctor Khan, estoy perfectamente bien, por suerte le falló el tiro.
—¿Qué demonios estaba haciendo? —preguntó Caterina.
Sujétate las manos para que no tiemblen y los muslos si hubiese muerto asesinado el homicidio el más temido de los crímenes hasta para los de corta vida y este idiota…
—Señora, usted debe haber visto seguramente que estaba apuntando a las cabras. Aunque espero ser un buen musulmán en todo sentido, estaba apuntando a esas dos malditas cabras satánicas. Este acto no necesita ninguna justificación, me imagino.
Caterina todavía temblaba y trataba de recobrarse. ¡Alto valor abrasivo sin duda!
—¿Cabras? ¿Aquí dentro?
—Señora Yale, el chofer y yo vimos esas cabras desde el camino y las perseguimos. Como el fondo de la fábrica está roto, huyeron de nosotros y se metieron aquí. ¿Cómo íbamos a saber que ustedes habían entrado en secreto por el frente? ¡Qué susto!
En el momento en que Khan se detenía a encender un mescahale, Caterina advirtió que al hombre le temblaba la mano, y le tuvo otra vez una cierta simpatía. Además, una mirada de soslayo a Yale contribuyó a tranquilizarla, pues ahora sus miradas, crípticas como sus conversaciones íntimas, eran siempre elocuentes; convencido del hecho que el disparo no había sido intencional, estaba ahora más interesado en la comedia de las reacciones de Ayub Khan que en las propias.
Sí muchos lo llamarían un hombre negativo sin advertir que tiene la capacidad de agregar a sus propios abismos los de otra gente. Ahí está él mientras otros hablan santamente más tarde él develará la esencia del problema. Mi fe que él desaprobaría en verdad tengo la obligación de no ser toda fe también incluye mi cuota de abrasión.
—¡En realidad, saben, aborrezco a estas cabritas satánicas! Hacen estragos en los territorios de Pakistán y la India y la tierra nunca revivirá mientras haya cabras en ella. En mi propia provincia, se trepan a los árboles para comerse los brotes tiernos. Por eso la nueva ley ordena ejecutar a las cabras, otorgando una recompensa de dos nuevas rupias por pezuña. Me parece tan importante, más de lo que ustedes, europeos, pueden comprender…
—De eso no queda duda, doctor Khan —dijo Yale—. El poder destructivo de las cabras me indigna tanto como a usted. Por desgracia, animales como estos son parte indivisible de nuestra historia, un tanto deshilvanada. Los cerdos aseguraron que las selvas antiguas, una vez taladas por las hachas de piedra, no volviesen a crecer, y las ovejas y cabras que fueron el alimento tradicional del hombre, han dejado una huella indeleble tanto en Europa como en Asia y en todo el resto del mundo. Las costas erosionadas del Mediterráneo y las tierras yermas que rodean ese mar son obra de las cabras, en alianza con el hombre.
¿Es la presión de mi pensamiento, que lo lleva a hablar ahora de la humanidad primigenia? A lo largo de estos siglos alegres y graves he llegado a ver el progreso del hombre como un intento ciego de huir de esos bufones optimistas tan expuestos no obstante al azar y sin embargo el azar castiga como el clima como quiera que uno se cubra las espaldas nosotros los que vivimos una larga vida sabemos que el corazón se estanca sin la abrasión y que el gran abrasivo es el azar.
Ahora Ayub Khan se había reanimado y sonreía entre el humo de su mescahale, mientras gesticulaba con una mano.
—Vamos, vamos, no se amargue, señor Yale; ¡nadie niega que los europeos hayan tenido su cuota de problemas menores! Pero reconozcamos con toda franqueza que también les ha tocado toda la suerte, ¿no le parece? Quiero decir, para dar un ejemplo, que el virus Báltico se dio en esa parte del mundo, ¿no?, lo mismo que la Revolución Industrial muchos siglos atrás.
—¡Esta parte del mundo, doctor, ya tiene bastante con que luchar sin agregarle el problema de la longevidad!
—¡Precisamente! Lo que para ustedes los europeos y para los norteamericanos detrás de ese largo y oprobioso aislacionismo es una ventaja, para las infelices naciones asiáticas es una tremenda desventaja, eso es lo que estoy diciendo. Es por eso precisamente que nuestros gobiernos han declarado ilegal la longevidad; como usted bien sabe, a un pakistaní se lo condena a la pena capital si se descubre que es longevo, por la simple razón que nosotros no resolvemos con tanta facilidad como Europa nuestro satánico problema demográfico. Así que estamos condenados a una expectativa de vida de apenas cuarenta y siete años, término medio, ¡contra los miles de ustedes! ¿Cómo puede ser justo eso, señor Yale? Todos somos seres humanos, dondequiera que vivamos, el Ecuador o el Polo, ¡demonios!
Yale se encogió de hombros.
—No pretendo decir que es justo. Nadie lo considera justo. Lo que sucede es que la «justicia» no es una ley natural. Fue el hombre quien inventó el concepto de justicia; una de sus ideas más brillantes, pero al resto del universo, por desgracia, le importa un bledo.
—Es muy fácil para ustedes sentirse tan cómodos.
Está tan furioso y dolorido la piel casi purpúrea los ojos amarillos parece una cabra no un hombre. Pero la antipatía nunca puede ser superada quienes tienen y quienes no tienen el Neanderthal y el Crô-Magnon los ricos y los pobres nunca podemos dar lo que tenemos. Hay que volver al carromato y proseguir la marcha. Me gustaría lavarme la cabeza. Las cabras iban y venían sin cesar por la llanura a cada paso que daban la ruina encantada que dejaban atrás se desintegraba en un material pajizo y mientras ellas avanzaban y se multiplicaban de los cuerpos humanos que tapizaban la llanura brotaban pastos altos y las cabras triscaban y comían.
—La comodidad no tiene nada que ver. Existen hechos y…
—¡Hechos! ¡Hechos! ¡Oh, esa satánica objetividad británica! ¡Supongo que llamará hechos a esta abundancia de cabras! ¿Cómo puede ser, pregúnteselo, cómo puede ser que estas cabras puedan vivir eternamente, y yo no, pese a mis superiores poderes de raciocinio?
—Temo no poder contestarle sino con otros hechos objetivos —dijo Yale—. Sabemos ahora, cosa que no supimos durante muchísimos años, que el virus Báltico es de origen extraterrestre, y que lo más probable es que haya llegado a este planeta en alguna tectita. Para sobrevivir en un organismo, el virus necesita de cierta rara condición dinámica en la mitocondria de las células, la llamada rubinducción, o la Vibración Roja según la prensa popular. Esta condición sólo se da en unos pocos tipos terrestres, entre ellos criaturas tan dispares como los copépodos, los pingüinos Adelie, los arenques, el hombre, y las cabras y ovejas.
—¡Ya bastante problema tenemos con esta sequía satánica sin necesidad de cabras inmortales!
—La inmortalidad, como usted llama a la longevidad, no es inmune al hambre. Aunque en teoría el período de fecundidad de las cabras se ha prolongado indefinidamente, todavía mueren por falta de alimento.
—¡No con la misma rapidez que los humanos!
—Evidentemente habrá que vigilarlas cuando lleguen las lluvias.
—¡Claro, ustedes los inmortales pueden esperar hasta entonces!
—Nosotros somos longevos, doctor Khan.
—¡Demonios! ¡Defina la diferencia entre longevidad e inmortalidad en un lenguaje accesible a un pakistaní no longevo!
—La inmortalidad puede olvidarse de la muerte, y por consiguiente de las responsabilidades de la vida. La longevidad no.
—Sigamos viaje a Calcuta —dijo Caterina.
Había buitres posados en la cresta de la sucia fachada. Se sintió inquieta, y fue hacia la salida. El piloto ya se había escurrido por los fondos de la fábrica.
En el largo camino las figuras miserables. Cuándo se habría bañado por última vez esa mujer para gestar hijos en tales condiciones. A eso se reduce la vida y dejamos las impolutas torres de nuestros países más fríos comodidades y compromisos en las regiones castigadas del mundo nadie se engaña acerca de la realidad de la vida Clem y yo y los otros longevos somos tan sólo inteligentes artefactos occidentales de putrefacción suspendida todos los días sabemos que un día tendremos que caer confundidos en un montón de escoria cada uno nuestra propia Calcuta oh por amor de Dios satánicamente.
Los hombres la siguieron. Ahora vio que Ayub Khan había apoyado una mano en el brazo de Yale y le hablaba en una actitud más cordial.
La puerta de la ambulancia había quedado abierta. Dentro el calor tenía que ser abominable.
Dos cabras esqueléticas cruzaron el camino, con las orejas gachas, pasando frente a dos refugiados. Los refugiados eran hombres que caminaban descalzos apoyándose en pértigas, llevando unos bultos a la espalda. Para ellos las cabras no sólo eran alimento sino también la recompensa que el gobierno ofrecía por las pezuñas. Como saliendo de un estado de trance, agitaron los brazos y blandieron los báculos. Una de las cabras fue golpeada en la descarnada columna vertebral. El animal echó a correr. Ayub Khan levantó el rifle y disparó contra la otra cabra, casi a quemarropa.
La alcanzó en el vientre. La criatura dobló las patas traseras. Orinando sangre, trató de arrastrarse fuera del camino, lejos de Ayub Khan. Los dos refugiados se abalanzaron sobre ella, empujándose con ademanes de espantapájaros. Gritando, furioso, Ayub Khan corrió y los apartó aguijoneándolos con el caño del fusil. Llamó al piloto, que acudió al trote, cuchillo en mano; acuclillándose, asestó varios golpes a las patas de la cabra hasta que consiguió seccionarle las pezuñas; para ese entonces el animal parecía estar muerto.
El gobierno pagará. Como toda legislación india esta generosidad favorece a los ricos y fuertes a expensas de los pobres y débiles. Como todo lo demás la fría justicia de Delhi se derrite al calor.
Encaramados sobre el portal de la fábrica, los buitres se agitaron y sacudieron las cabezas, aprobando.
Ayub Khan sé enderezó y llamó a los dos refugiados, invitándolos a que se llevaran el cuerpo. Los hombres parecían paralizados, como si temiesen un ataque. Con una palmada, Ayub Khan los despidió y se alejó, esquivando el cadáver del animal.
—Concédame un minuto más, señora —le dijo a Caterina—, mientras mato a esta segunda cabra. Es mi deber de ciudadano.
Sentarse a la sombra de la ambulancia o seguirlo y verlo cumplir su deber de ciudadano. No hay opción en realidad no podrá decir que somos remilgados no necesitamos esa horrible demostración para saber que también nosotros somos parte de la coalición general con la muerte. Recuerdo cuando Clem y yo regresamos de la corrida de toros en Sevilla Philip no más de siete años creo preguntó ¿Quién ganó? y se echó a llorar cuando nosotros nos reímos. Debemos ser toros bravos que viven de algo menos inclinado a eclipsarse que la esperanza.
—Sigamos —dijo Yale—, y éstos podrán al menos reclamar los despojos.
—Seguro, y asistimos a una ejecución caprina.
—Sanguinario capricho.
—Cabra kaputt.
—¿Acalorada?
—Sólo atrasada. Gracias.
Sonrisas en medio de la ceguera general.
—El atraso es producto de la falta de metas alcanzables.
—Viceversa también, supongo.
—Supongo. Cosa oriental. De ahí que la Revolución Industrial nunca prendiera aquí.
—Ejemplo fábrica, Clem.
—Así es. Mal ubicada respecto de abastecimientos, fuerza motriz, consumidores, distribución.
Calcuta misma un ejemplo similar en enorme escala satánica.
Situada sobre el Hooghli, río ahora casi cegado por el aluvión pese a desesperados esfuerzos. Y la división varias veces centenaria entre India y Pakistán como un miembro amputado los refugiados desbaratando todos los intentos de organización finalmente las napas de agua bajo la ciudad irremediablemente contaminadas por las cloacas erupciones masivas de enfermedades huidizos hombres mesolíticos acurrucados en cavernas intercambiando enfermedades virus se sirven de la humanidad como ciudades de paso.
—Calcuta de algún modo igual.
—Silencio, fundada por mercader de la India Oriental, ¡se enojará Khan!
Se miraron, sonriéndose casi imperceptiblemente, mientras se encaminaban a los fondos de la fábrica.
La cabra sobreviviente tenía el cuerpo blanco, moteado con manchas pardas; la cabeza y la cara eran de color pardo, oscuro o negro, los ojos amarillos; caminaba a lo largo de una serie de bashas bajas, abandonadas ahora, al parecer utilizadas en un tiempo como cabañas por los propietarios del edificio. Las arruinadas paredes de paja les daban un aire de transparencia. La luz las atravesaba de un lado a otro.
Más allá, la masa oscura de Calcuta se alzaba en las áreas nebulosas donde la tierra se confundía con el cielo.
La cabra estiró el cuello y mordió vorazmente las hojas de palmera que cubrían una basha. En el momento en que un sector del techo se desmoronaba en medio de una cascada de polvo, Ayub Khan disparó. Sacudiendo los valiosos cascos, la cabra desapareció entre las cabañas.
Ayub Khan volvió a cargar el rifle.
—Por lo general tengo una puntería satánica. Este condenado calor me hace fallar. ¿Por qué no prueba un tiro, Yale, y ve si tiene mejor suerte? ¡Ustedes los ingleses son tan buenos deportistas!
Le ofreció el rifle.
—No, gracias, doctor. Preferiría seguir viaje a Calcuta.
—Calcuta es sólo una tragedia, ¡que espere, que espere! ¡La sangre de cazador se me ha subido a la cabeza! Primero, ¡un poco de diversión con esta terrible cabra satánica!
—¿Diversión? ¡Hace un momento era su deber de ciudadano!
Ayub Khan lo miró.
—Al fin y al cabo, ¿qué está usted haciendo aquí, con su bonita esposa? Todo esto, ¿no es para usted simple diversión a la vez que deber de ciudadano? ¿Era necesario que viniera a nuestra Asia satánica, pregúnteselo?
No tiene razón quizá nosotros no tenemos que redimirnos eternamente por el privilegio de vivir y ver otra vida por haber sacrificado la muerte Clement debió haberse dicho a menudo esto mismo al sacrificar la muerte no sólo sacrificamos las normas de la vida normal en esta vida tan largamente dilatada no es nuestra expiación nuestra diversión ayudar a supervisar la evacuación de Calcuta nuestra cacería de cabras. Para él nunca podremos redimirnos sólo para nosotros mismos.
—En lugar de empapelar las rajaduras que tenemos en casa, doctor, preferimos asomarnos al borde de los abismos de ustedes. Perdónenos. Vaya y mate su cabra y luego seguiremos viaje a Calcuta.
—Es muy muy curioso que cuando usted parece hablar sensatamente, yo no sea capaz de comprenderlo. ¡Piloto idhar ao!
Haciéndole una seña al conductor, el oficial de sanidad desapareció detrás de las destartaladas cabañas.
En el camino, los refugiados continuaban marchando perdiéndose en las brumas de la distancia y el tiempo. La individualidad había sido olvidada: no eran más que organismos, moviéndose de acuerdo con ciertas leyes, llevando a cabo antiguos movimientos. En el Hooghli, el agua fluía, arrastrando el cieno desde el nacimiento hasta el delta, y las dragas se oxidaban, las arterias se cegaban, pequeños cangrejos moteados reptaban por los grises bancos de arena.