1
Bajo el impacto del sol, el océano parecía arder. Por entre la turbulencia de las llamas y las largas rompientes, emergía una vieja embarcación, el motor golpeando mientras iba hacia el angosto brazo entre los arrecifes de coral. Dos o tres pares de ojos lo observaban desde la costa, uno de ellos protegido por anteojos oscuros.
El Kraken apagó los motores. Al deslizarse entre las pinzas de coral dejó escapar un doble toque de sirena. Casi en seguida perdió impulso, y un ancla repiqueteó al caer sobre el hundido lecho de coral, claramente visible debajo del agua. Un momento después frotaba el casco despintado contra el muelle.
El muelle que se tendía desde la playa hasta las aguas de la orilla, crujía y se balanceaba. En el momento en que muelle y barco se convertían en una sola cosa, y en que un negro con una grasienta gorra marinera saltaba desde el puente para asegurar las amarras, una mujer salió de entre la sombra de los cocoteros que se alzaban como una cresta sobre la primera elevación de las arenas. Con paso lento, casi cauteloso, blandiendo ahora los anteojos de sol a la altura del hombro, se adelantó y descendió hasta el muelle, las sandalias crujiendo y resonando sobre las tablas.
La embarcación tenía levantado el descolorido toldo verde, que protegía una parte del puente de proa del sol abrasador. Un hombre de barba asomó la cabeza por el costado de la borda, emergiendo repentinamente entre las sombras de la lona. No llevaba nada más que unos viejos jeans, arrollados hasta la mitad de la pantorrilla, jeans y un par de anteojos con aro de metal; el sol le había bruñido la piel. Podía tener unos cuarenta y tantos años; un hombre de cara larga llamado Clement Yale. Volvía a casa.
Sonriéndole a la mujer, saltó al muelle. Se miraron un momento. Él observaba la línea que ahora le cruzaba a ella la frente, las leves arrugas en las comisuras de los ojos, el pliegue que se acentuaba alrededor de la boca carnosa. Notó que se había pintado los labios y empolvado la cara para recibirlo. Lo que vio lo emocionó; era hermosa todavía, y en esa frase «hermosa todavía» resonaba el melancólico eco de otro pensamiento. Se cansa, se cansa, y no ha llegado aún a la mitad de la carrera.
—¡Caterina! —dijo.
Al abrazarla, él pensó: Pero tal vez, tal vez ahora podría hacerse algo para que viviera…, bueno, seamos mesurados y digamos…, digamos seiscientos o setecientos años…
Al cabo de un minuto se separaron. El sudor del torso de Clem había dejado una marca en el vestido de ella.
—Tengo que ayudarles a descargar algunas cosas, querida —dijo él—, y en seguida estaré contigo. ¿No vino Philip? Todavía está aquí, ¿no?
—Debe andar por ahí —dijo ella señalando vagamente al telón de fondo de las palmeras, la casa y más allá los riscos cubiertos de vegetación achaparrada: las únicas tierras altas de Kalpeni. Se volvió a poner los anteojos de sol, y Yale regresó al barco.
Ella miró cómo él se movía, sobriamente, recordando el modo lacónico y personal en que él ordenaba tanto sus palabras como los movimientos de sus brazos y piernas. Yale dio unas órdenes con calmosa autoridad a los ocho tripulantes, bromeando con Louis, el gordo cocinero nativo de la Isla Mauricio, supervisando el desembarco del microscopio electrónico. Poco a poco, una pequeña pila de cajas y baúles se alzó en el muelle de madera. Una vez miró alrededor para ver si Philip andaba por allí, pero el muchacho no estaba a la vista.
Caterina volvió a la playa cuando los tripulantes empezaron a cargar los bultos. Sin mirar alrededor, recorrió el camino de tablas sobre la arena, y entró en la casa.
La mayor parte del equipaje fue llevada al laboratorio contiguo a la casa, o al depósito auxiliar. Yale cerraba la fila, transportando una jaula armada con viejos cajones de fruta. Entre los barrotes de la jaula espiaban dos pichones de pingüinos Adelie, graznándose el uno al otro.
Yale entró en la casa por la puerta de atrás. La casa era una estructura simple de una sola planta, construida con trozos de coral y techada al estilo indígena, o el estilo indígena antes que los comerciantes de Madrás empezaran a importar hierro acanalado para los atolones.
—Querrás una cerveza, querido —dijo Caterina, acariciándole el brazo.
—¿Podrías traer un poco para los muchachos? ¿Dónde está Philip?
—Te dije que no lo sé.
—Tiene que haber oído la sirena del barco.
—Iré a buscar la cerveza.
Fue hacia la cocina donde Joe, el muchacho de servicio, holgazaneaba junto a la puerta. Yale contempló la fresca sala familiar con los libros en rústica sujetos por caracolas, la alfombra que habían comprado de paso por Bombay, el mapamundi, y el retrato al óleo de Caterina colgado en la pared. Hacía meses que no estaba en el hogar; bueno, podía llamarlo el hogar, aunque en realidad sólo fuese una estación de investigaciones pesqueras a la que habían sido destinados. Caterina estaba allí, de modo que tenía que ser un hogar; pero ahora podían pensar en volver al Reino Unido. La investigación había terminado, junto con el viaje. Sería mejor para Philip que volvieran a su país a descansar, al menos temporalmente, mientras él aún asistía a la universidad. Yale se encaminó a la puerta principal y escudriñó la isla de un extremo a otro.
Kalpeni tenía la forma de un anticuado abridor de botellas de cerveza; la acción del mar había roto la barra superior permitiendo la entrada de embarcaciones pequeñas en la laguna. A lo largo del centro de la isla crecían las palmeras. En el fondo se alzaba el minúsculo caserío nativo, un pequeño grupo de feas cabañas, no visible desde aquí a causa de una elevación del terreno.
—Sí, estoy en casa —dijo para sí mismo. Junto a su felicidad corría una hebra de preocupación, cuando se preguntaba cómo enfrentaría el clima lóbrego del norte de Europa.
Vio por la ventana a Caterina, que hablaba con los tripulantes del pesquero. Observó los rostros de los hombres y le complació el placer que ellos sentían mirando y hablando de nuevo a una mujer bonita. Joe trotaba detrás de ella con una bandeja de botellas de cerveza. Salió de la casa y se les acercó. Se sentó en el banco junto con ellos y disfrutó de la cerveza.
Cuando encontró un momento propicio, le dijo a Caterina:
—Vayamos a buscar a Philip.
—Ve tú, querido. Yo me quedaré aquí hablando con los hombres.
—Ven conmigo.
—Philip ya aparecerá. No hay prisa.
—Tengo algo muy importante que decirte.
Ella lo miró, ansiosa.
—¿De qué se trata?
—Te lo diré esta noche.
—¿Es algo acerca de Philip?
—No, claro que no. ¿Pasa algo con Philip?
—Quiere ser escritor.
Yale se rió.
—No hace mucho quería ser piloto lunar, ¿no? ¿Ha crecido mucho?
—Es prácticamente un adulto. Habla en serio cuando dice que quiere ser escritor.
—¿Cómo has estado, querida? ¿No te aburriste demasiado? ¿Dónde está Fräulein Reise, a propósito?
Caterina se refugió detrás de sus anteojos oscuros y miró hacia el bajo horizonte.
—Se aburrió. Se marchó. Te lo contaré luego. —Rió, molesta—. Tenemos tanto que contarnos, Clem. ¿Cómo estaba la Antártica?
—Oh…, ¡maravillosa! ¡Tendrías que haber venido con nosotros, Cat! Este es un mundo de coral y mar, aquél es hielo y mar. No puedes imaginártelo. Es límpido. Mientras estuve allí, viví en un estado de permanente exaltación. Es como Kalpeni: siempre se pertenecerá a sí misma; nunca será propiedad del hombre.
Cuando la tripulación volvía al barco, se puso un par de zapatillas de lona y con paso lento fue hacia las chozas de los nativos en busca de su hijo Philip.
Nada se movía en el mísero caserío. Un poco más allá de las largas rompientes, una hilera de barcas pesqueras descansaba en la playa. Sentada contra el tronco gris-elefante de una palmera, una vieja cuidaba unos pescados que se secaban al sol, demasiado indolente para espantarse las moscas de los párpados. Todo estaba quieto salvo el infinito Océano Índico. Hasta la nube sobre el distante Karavatti parecía anclada en el agua. De la más grande de las cabañas, que también hacía las veces de tienda, llegaba tenue la música de una radio y el canto de una mujer.
Felicidad, oh Felicidad,
es lo que tú eres, y no el Progreso.
Lo mismo, pensó Yale escuetamente, podía decirse de la pereza. Esta gente gozaba aquí de la buena vida, o de otra versión de la buena vida. No querían hacer nada, y casi lo lograban. A Caterina también le gustaba ese modo de vivir. Podía pasarse los días contemplando el horizonte desierto; él en cambio siempre tenía que hacer algo. Había que aceptarlo: las personas son diferentes; pero él siempre lo había aceptado, y hasta con cierta complacencia.
Agachó la cabeza y entró en la cabaña grande. Un amable y rechoncho joven madrasi, todo aceitado y negro y reluciente, estaba sentado detrás del mostrador escarbándose la boca. En la puerta, torpemente escrito sobre un tablón, en inglés y en sánscrito, se leía: V. K. Vandranasis. El joven se levantó y estrechó la mano de Yale.
—¿Contento de estar de vuelta del polo, me imagino?
—Muy contento, Vandranasis.
—Sin duda el Polo Sur es frío hasta en este tiempo caluroso.
—Sí, pero hemos estado de aquí para allá, sabe; prácticamente recorrimos diez mil millas marinas. ¡No nos quedamos sentados en el polo hasta congelarnos! ¿Cómo lo trata la vida? ¿Haciendo fortuna?
—Bueno, bueno, señor Yale, en Kalpeni nadie hace fortuna. ¡Usted lo sabe bien! —Resplandeció, encantado con la broma de Yale—. Pero la vida no es tan mala por aquí. De repente aparecieron tantos peces que los hombres no alcanzan a pescarlos. ¡Nunca se vieron tantos en Kalpeni!
—¿Qué clase de peces? ¿Guasas?
—Sí, sí, muchas muchas guasas. Otros no tan abundantes, pero las guasas llegan por millones.
—¿Y todavía aparecen ballenas?
—Sí, sí, cuando hay luna llena vienen las grandes ballenas.
—Me pareció ver esqueletos cerca del antiguo fuerte.
—Así es. Cinco esqueletos. El último el mes pasado y otro el mes anterior en la época de la luna llena. Pienso que a lo mejor vienen a comerse las guasas.
—No es posible. Las ballenas empezaron a visitar las Laquedivas antes que nos invadieran las guasas. De todos modos, las ballenas azules no se alimentan de guasas.
V. K. Vandranasis inclinó graciosamente la cabeza.
—Suceden muchas cosas raras que los científicos wallah y los hombres sabios ignoran. Este viejo mundo está cambiando continuamente, ¿no lo sabía? Tal vez este año las ballenas azules estén aficionándose al sabor de las guasas. Por lo menos, esa es mi teoría.
Para que el hombre no dejara de hacer su negocio, Yale le compró una botella de jugo de frambuesa y mientras charlaban bebió el tibio líquido escarlata. El tendero se sentía feliz poniéndolo al tanto de los chismes de la isla, que tenían tanto sabor como la azucarada mezcolanza que Yale estaba bebiendo. Por último, Yale tuvo que cortar la andanada preguntándole si había visto a Philip; pero al parecer Philip no había bajado a esa parte de la isla desde hacía un par de días. Yale le dio las gracias, y regresó por la estrecha franja de playa, dejando atrás a la vieja siempre inmóvil frente a los pescados que se secaban al sol.
Quería volver a la casa y pensar en las guasas. El estudio de varios meses sobre las corrientes oceánicas que acababa de terminar, organizado por el Ministerio Británico de Pesca y Agricultura y el Instituto Smithsoniano de Investigaciones Oceánicas con el patrocinio de la Organización Mundial de las Aguas, había sido inspirado por una plétora de peces, en este caso una superabundancia de arenques en las aguas intensamente explotadas del Báltico, que se había iniciado diez años atrás y que continuaba aún. Esa superabundancia se iba extendiendo lentamente a los bancos de arenques del Mar del Norte; en los últimos dos años, el rendimiento de estos reservorios de peces había superado el máximo conocido, en épocas ya remotas. Clem había sabido también, en la expedición al Antártico, que los pingüinos Adelie estaban multiplicándose. Y habría sin duda otras criaturas en parecido proceso de proliferación, que todavía no habían sido registradas.
Toda aquella proliferación aparentemente no planificada de la fauna marina no parecía haberse producido a expensas de otros animales, aunque por supuesto tal estado de cosas no se mantendría si la multiplicación alcanzaba proporciones realmente anormales.
Era una coincidencia que dicha proliferación ocurriese en un momento en que la explosión demográfica humana había declinado. A decir verdad, la explosión había sido más un mito temible que una realidad; ahora se había convertido en un espectro o en un pudo-haber-sido, algo semejante al peligro de una guerra nuclear inevitable, que también se había desvanecido en esta última década del viejo siglo XX. El hombre no había conseguido restringir a voluntad el índice de reproducción en una medida estadísticamente significativa, pero el simple hecho de la superpoblación con toda su secuela de malestares y presiones físicas, sumado a las presiones psíquicas de las neurosis, las aberraciones sexuales y la esterilidad actuando precisamente en los sectores antes más fecundos, había sido lo suficientemente dinámico como para nivelar la acelerada espiral de nacimientos en los países más poblados. Una de las consecuencias de esta situación fue un período de tranquilidad internacional desconocido para el mundo en lo que iba del siglo.
Era curioso que uno se diera a pensar tales cosas en Kalpeni. Las Laquedivas flotaban en medio del océano y a pleno sol; sus indolentes pobladores vivían con una dieta de pescado seco y coco, y no exportaban nada más que pescado salado y copra; eran ajenos a los graves problemas del siglo, de cualquier siglo. Y sin embargo, recordó Yale, modificando las palabras de Donne, ninguna isla es una isla. Ya las costas de esta isla eran bañadas por las olas de un cambio nuevo y misterioso que estaba invadiendo el mundo para bien o para mal, un cambio sobre el que el hombre no tenía dominio alguno, así como tampoco tenía dominio sobre el vuelo del albatros solitario en el aire de los mares del sur.
2
Caterina salió de la casa de coral para encontrarse con su marido.
—¡Philip está en casa, Clem! —le dijo, tomándole la mano.
—¿Por qué tanta ansiedad? —le preguntó Clem, y entonces vio a su hijo que salía de la penumbra agachándose ligeramente para evitar el dintel de la puerta. Philip se adelantó y le tendió la mano a su padre. Mientras se saludaban, Philip sonreía, ruborizado. Yale comprobó que en verdad se había convertido en un adulto.
Este hijo de su primer matrimonio —Yale se había casado con Caterina hacía sólo tres años y medio— se parecía mucho a Yale a los diecisiete años, con el pelo rubio muy corto y una cara larga y móvil que expresaba con demasiada claridad el estado de ánimo de su dueño.
—Me alegra verte. Vamos adentro y toma una cerveza conmigo —dijo Yale—. Es una suerte que el Kraken haya regresado antes que tú partieras hacia Inglaterra.
—Bueno, de eso quería hablarte, papá. Creo que es mejor que vuelva a casa en el Kraken, es decir, que me lleve hasta Aden, para de allí volar a Inglaterra.
—¡No! ¡Ellos zarpan mañana, Phil! Tendremos tan poco tiempo para vernos. No es imprescindible que te marches tan pronto, me imagino.
Philip desvió la mirada, y luego, mientras se sentaba a la mesa frente a su padre, dijo:
—Nadie te pidió que estuvieses casi todo el año fuera de casa.
La réplica tomó a Yale desprevenido.
—No pienses que no les extrañé a ti y a Cat.
—Eso no contesta la pregunta, ¿no?
—Phil, tú no me hiciste una pregunta. Lamento haber estado ausente tanto tiempo, pero el trabajo había que hacerlo. Esperaba que pudieses quedarte un poco más, para estar juntos algunos días. ¿Por qué tienes que irte tan de repente?
El muchacho tomó la cerveza que Caterina había traído, levantó el vaso saludándola cuando ella se sentó entre los dos, y bebió un largo sorbo. Luego dijo:
—Tengo que trabajar, papá. Los últimos exámenes son el año próximo.
—¿Te alojarás en casa de tu madre en Inglaterra?
—Mamá está en Cannes o no sé dónde con uno de esos amigos ricos. Me quedaré en Oxford con una persona amiga y voy a estudiar.
—¿Una amiga, Phil?
El intento de broma no resultó. Phil repitió sombríamente:
—Una persona amiga.
Hubo un silencio. Caterina notó que ambos le miraban las delicadas manos bruñidas, que tenía apoyadas sobre la mesa. Se las puso sobre la falda y dijo:
—Bueno, vayamos los tres a nadar a la laguna, como hacíamos antes.
Los dos hombres se levantaron, sin entusiasmo, pero sin querer rechazar la invitación.
Se pusieron los trajes de baño. La excitación y el placer reconfortaron a Yale cuando volvió a ver a su mujer en bikini. El cuerpo de Caterina era tan atractivo como siempre, y estaba más bronceado que nunca; en los muslos no había ni un gramo de más, y los pechos eran firmes. Ella le sonrió con malicia como si supiera lo que él estaba pensando, y le tomó la mano. Mientras bajaban al muelle, llevando unas patas de rana, máscaras y esnorkels, Yale dijo:
—¿Dónde te habías escondido cuando atracó el Kraken, Phil?
—Estaba en el fuerte, y no estaba escondido.
—Te preguntaba solamente. Cat dice que te dedicarás a escribir.
—Ah, ¿sí?
—¿Qué escribes? ¿Ficción? ¿Poesía?
—Supongo que tú lo llamarías ficción.
—¿Y cómo lo llamarías tú?
—Oh, por Dios, deja de examinarme ¿quieres? Ya no soy un mocoso.
—¡Tengo la impresión de haber caído en mal momento!
—Sí, si quieres saberlo, ¡sí! Te divorciaste de mamá y luego empezaste a correr detrás de Cat y te casaste con ella… ¿Por qué no la cuidas si la quieres?
Tiró al suelo el equipo, corrió a lo largo de la plataforma de madera y se lanzó de prisa a las aguas azules en una zambullida superficial. Yale se volvió a Caterina, pero ella no lo miró.
—¡Parece celoso! ¿Ha habido muchas escenas de este tipo?
—Está en la etapa del malhumor. Tienes que dejarlo tranquilo. No lo molestes.
—Si casi ni le he hablado.
—No te opongas a que se vaya mañana si está decidido.
—Ustedes dos han estado peleando por algo, ¿no?
La miraba desde arriba, sentada en la plataforma donde se calzaba las patas de rana. Le miró el nacimiento de los pechos, y el deseo lo dominó otra vez. Volverían a Londres, y Cat tendría allí un bebé, por el bien de ella; uno podía llegar a sacrificar demasiadas cosas sólo por amor al sol; una actitud civilizada implicaba tal vez la voluntad de someterse a dosis cada vez mayores de luz y calor artificiales; quizá hubiese una relación directa entre el creciente afán de poder en el mundo y el apuntalamiento del contrato social. Esta cavilación momentánea fue interrumpida por la respuesta de Cat.
—Al contrario, nos llevábamos muy bien en tu ausencia.
Algo en el tono de la voz de ella clavó a Clem en el lugar donde estaba, los ojos fijos en Cat, que ya nadaba hacia su hijastro. Philip jugueteaba en la laguna, más allá del Kraken. Lentamente, Clem se bajó la máscara, y se lanzó tras Caterina.
La zambullida les hizo bien a todos. Después de lo que dijera Vandranasis, a Yale no le sorprendió encontrar guasas en el agua, aunque por lo general no entraban en la laguna. Un ejemplar gordo y viejo, de más de un metro ochenta de largo, parecía dispuesto a otorgarle una amistad despectiva y burlona, y Clem deseó haber traído el fusil arpón.
Cuando se cansó de estar en el agua, nadó hacia el noroeste de la laguna, bajo el antiguo fuerte portugués, y se tendió sobre la áspera arena coralina. A los pocos minutos llegaron los otros y se unieron a él.
—Esto es vida —dijo Clem rodeando a Caterina con un brazo—. Algunos de nuestros pretendidos expertos explican la vida como deseo de poder, otros encuentran la explicación de todas las cosas en los propósitos de Dios; para otros, todo es cuestión de glándulas, y para otros todo se reduce a un problema de deseos incestuosos sublimados. Pero yo veo la vida como una búsqueda del sol.
Sorprendió la mirada tensa de su mujer.
—¿Qué te sucede? ¿No estás de acuerdo?
—Yo…, no, Clem, yo…, bueno, supongo que tengo otras aspiraciones.
—¿Cuáles?
Caterina no respondió, y Clem le preguntó a Philip:
—¿Cuáles son tus metas en la vida, muchacho?
—¿Por qué haces siempre preguntas tan aburridas? Yo vivo. No me paso la vida intelectualizando.
—¿Por qué se marchó Fräulein Reise? ¿Acaso porque eras tan descortés con ella como conmigo?
—Oh, vete a…
Philip se incorporó, se bajó de golpe la máscara, y volvió a arrojarse al agua, braceando violentamente hacia la otra orilla. Yale se levantó, se sacó de un puntapié las patas de rana, y subió a paso vivo la pendiente, insensible a las mordeduras de la arena coralina. En la cresta del banco de coral crecían unos pastos ralos, y luego la cuesta descendía hacia los arrecifes y la larga barrera del océano. Allí yacían pudriéndose las ballenas, a medias fuera del agua, carne que era ahora algo demasiado terrible para que aún se la considerase carne. Afortunadamente los alisios del sudoeste impedían que el hedor llegase a la otra franja de la isla; ahora Yale recordó que esas emanaciones de la carne putrefacta habían seguido al Kraken como una estela durante un largo trecho, como si toda Kalpeni fuese el trono de un crimen horrendo e inconmensurable. Pensó en eso ahora, mientras trataba de no sentirse furioso contra Philip.
Esa noche, invitaron a cenar a los hombres del pequeño pesquero. Fue una alegre comida de despedida, pero terminó temprano, y más tarde Yale, Philip y Caterina se sentaron en la galería, a tomar un último trago y contemplar las luces del Kraken en la laguna. Philip parecía haber dejado atrás el malhumor de la tarde y hablaba con animación, parloteando sobre la vida en la universidad hasta que Caterina lo interrumpió.
—He oído hablar de Oxford más que suficiente en estas últimas semanas. ¿Qué te parece si ahora oímos a Clem hablar del Antártico?
—A mí me suena de lo más aburrido y deprimente.
—Tiene sus momentos malos y sus momentos buenos —dijo Clem—, lo cual, supongo, se puede aplicar también a Oxford. Piensa por ejemplo en esos pingüinos que he traído. Las condiciones en las que se aparean son mortales para el hombre, tal vez unos treinta y cinco grados bajo cero y con tormentas de nieve aullando sobre sus cabezas a más de cien kilómetros por hora. Uno se congelaría literalmente en un clima así, y sin embargo los pingüinos lo consideran ideal para sus amoríos.
—¡Más que tontos!
—Ellos tienen sus razones. En ciertas épocas del año, la Antártica es un hervidero de alimentos, el lugar más rico del mundo. Oh, tienes que ir allí alguna vez, Philip. ¡Luz a raudales en el verano! Es…, bueno, allá abajo es otro planeta, y mucho más inexplorado que la Luna. ¿Te das cuenta que la gente va más a la luna que a la Antártica?
Los motivos que habían llevado al Kraken a aquellas lejanas aguas australes habían sido simplemente científicos. La recién fundada Organización Mundial de las Aguas, con sede en un novísimo rascacielos de la bahía de Nápoles, había inaugurado un estudio quinquenal de los océanos, y el viejo y herrumbrado Kraken era una modestísima parte de la contribución anglo-norteamericana. Equipado con correderas Davit y otros instrumentos oceanográficos modernos, había trabajado durante muchos meses en el levantamiento de las corrientes del Atlántico. Durante el viaje, Clement Yale se había encontrado, imprevisiblemente, haciendo el papel de detective.
—Te dije esta mañana que traía noticias importantes. Será mejor que me confiese ahora mismo. ¿Sabes qué es un copépodo, Cat?
—Te he oído hablar a ti. Son peces, ¿no?
—Son crustáceos que viven en el plancton, y un eslabón esencial en la cadena de la vida oceánica. Se ha calculado que puede haber más ejemplares de copépodos que individuos de todas las otras especies animales multicelulares sumadas: todos los seres humanos, los peces, las ostras, monos, perros y así sucesivamente, todos. Un copépodo tiene aproximadamente el mismo tamaño que un grano de arroz. Algunos géneros pueden comer en un día la mitad de su peso en alimentos, principalmente diatomeas. El cerdo campeón mundial nunca llegó a tanto. El ritmo digestivo y reproductor de esta diminuta brizna de vida bien podría tomarse como símbolo de la fecundidad de la vieja Tierra.
»También podría ilustrar cómo la vida toda se encadena alrededor del globo. Los copépodos se alimentan de las más minúsculas partículas vivientes del océano, y sirven de alimento a algunos de los más grandes, en particular la ballena-tiburón, el tiburón gigante y otros cetáceos. Algunas aves marinas también gustan de agregar a su dieta una pizca de copépodo.
»Los diferentes géneros de copépodos pululan en los distintos canales y niveles del multidimensional mundo del océano. Nosotros seguimos a nuestro género a lo largo de miles de kilómetros mientras rastreábamos una determinada corriente oceánica.
—¡Oh…, oh, ya me imaginaba que iba a terminar en su tema favorito! —dijo Philip.
—Tráele otro trago a tu padre y no seas descarado. El complejo de las corrientes oceánicas es tan indispensable para la vida humana como la circulación de la sangre. Ambas son la fuente madre de la existencia, el manantial de nuestros impulsos, querámoslo o no. A bordo del Kraken, nos interesamos en particular por un brazo de esa fuente, una corriente que los oceanógrafos sólo conocían como teoría. Hemos seguido su curso, y le hemos puesto un nombre.
»Dentro de un momento te diré ese nombre. Te divertirá, Cat. La corriente nace perezosamente en el Mar Tirreno, que es el nombre de esa muestra de Mediterráneo encerrada entre Cerdeña, Sicilia e Italia. Hemos nadado allí más de una vez en las afueras de Sorrento, Cat, pero para nosotros no era más que el Mediterráneo. De cualquier modo, el promedio de evaporación es alto allí, y el agua excesivamente salada se va al fondo y termina por volcarse en el Atlántico; el Mediterráneo no es más que un brazo del Atlántico, rodeado de tierra.
»La corriente desciende a mayor profundidad y se desvía hacia el sur. Pudimos seguirla fácilmente con los medidores de salinidad y velocidad y otros instrumentos. En un momento se divide, pero la corriente que nos interesa en particular mantiene una extraordinaria homogeneidad; una angosta cinta de agua que avanza a un promedio de cinco kilómetros por día. En el Atlántico queda encerrada entre otras dos corrientes que circulan en sentido contrario, corrientes que desde hace algunos años se conocen con los nombres de Agua Antártica Intermedia y Agua Antártica de Profundidad. Estas dos corrientes que van hacia el norte son grandes masas de agua; arterias principales. La corriente profunda es extremadamente salina y de una temperatura glacial.
»La seguimos más allá del Ecuador, por las latitudes australes, hasta las aguas frías del Océano Austral. Al fin la corriente aflora y se abre en abanico, desde el Mar de Weddel hasta el de Mackenzie, a lo largo de la costa antártica. En estas aguas más templadas, durante el breve verano polar, proliferan los copépodos y muchos peces diminutos. Otro pequeño crustáceo, el euphaustid o krill, tiñe los mares de color canela, a tal punto saturan las aguas. A menudo el Kraken navegaba por un mar rosáceo. Mientras ellos se comen a las diatomeas, las ballenas se los comen a ellos.
—¡La naturaleza es tan horrible! —dijo Caterina.
Yale le sonrió.
—Quizá, pero no hay ninguna otra cosa fuera de la naturaleza. Como quiera que sea, nos sentíamos muy orgullosos del hecho que nuestra corriente tuviese un itinerario tan largo. ¿Sabes el nombre que le hemos puesto? La hemos bautizado en honor del Director de la Organización Mundial de las Aguas. Se la conocerá como la Corriente Devlin, por Theodore Devlin, el gran ecólogo marino y tu primer marido.
Caterina nunca era tan atractiva como cuando se enojaba. Estirando la mano para sacar un cigarrillo de la caja de madera de sándalo que había sobre la mesa, exclamó:
—¡Supongo que esa es tu idea de una broma!
—Quizá sea una ironía. Pero es lo que corresponde, no te das cuenta. ¡Al diablo lo que es del diablo! Devlin es un gran hombre, de un nivel que yo nunca alcanzaré.
—¡Clem, tú sabes cómo me trataba!
—Claro que lo sé. Gracias a esa forma de tratarte, pude tenerte conmigo. No le guardo rencor al hombre. Después de todo, alguna vez fue mi amigo.
—No, no lo fue. Theo no tiene amigos, sólo utensilios. Después de vivir con él cinco años quizá lo conozca mejor que tú.
—Tu podrías tener prejuicios. —Sonrió, casi disfrutando del enojo de Caterina.
Cat le arrojó el cigarrillo y se levantó de un salto.
—¡Estás loco, Clem! ¡Me sacas de quicio! ¿Por qué no tomas partido alguna vez? ¡Eres siempre tan condenadamente ecuánime! ¿Por qué no puedes odiar a alguien, alguna vez? ¡A Theo en particular! ¿Por qué no pudiste odiar a Theo, por mí?
Clem también se puso de pie.
—Te quiero más cuando tratas de comportarte como una perra.
Caterina abofeteó a Yale en la cara, haciéndole volar los anteojos, y salió furiosa de la habitación. Philip no se movió. Yale fue hasta la silla de caña más cercana y recogió sus anteojos del asiento; no estaban rotos. Mientras se los volvía a poner, dijo:
—Espero que estas escenas no te violenten demasiado, Phil. Todos necesitamos válvulas de salida para nuestras emociones, sobre todo las mujeres. Caterina es maravillosa, ¿no te parece? Te llevaste bien con ella, ¿no?
Philip se sonrojó.
—Te dejo con tus tonterías. Tengo que ir a preparar mis maletas.
En el momento en que se disponía a salir, Yale lo tomó del brazo.
—No hay ninguna razón para que te vayas. Eres casi adulto. Tienes que aprender a enfrentar las emociones violentas. Nunca pudiste de niño…, pero son tan naturales como las tormentas en el mar.
—¡Niño! ¡Tú eres el niño, papá! Crees ser tan equilibrado, tan comprensivo, ¿no? ¡Pero nunca comprendiste los sentimientos de la gente!
Se soltó de un tirón. Yale se quedó solo en el cuarto.
—Explica y quizá comprenda —dijo en voz alta.
3
Cuando entró en el dormitorio, encontró a Caterina abatida, sentada en la cama, descalza, los pies apoyados en el suelo de piedra. Ella le clavó una mirada penetrante, con algo de la inmovilidad inescrutable de una gata.
—Bebí demasiado esta noche, querido. Sabes que la cerveza no me cae bien. ¡Lo siento!
Yale se le acercó, le puso la alfombra bajo los pies y se arrodilló junto a ella.
—¡Alcohólica perdida! Ven y ayúdame a darles de comer a los pingüinos antes de acostarnos. Philip se ha ido a la cama, me parece.
—Di que me has perdonado.
—¡Oh, por Dios, no me vengas con eso, mi dulce Cat! Ya ves que te he perdonado.
—¡Dilo entonces, dilo!
Clem pensó para sí: «Philip tiene razón —pensó Lasey—. No entiendo a nadie. Ni siquiera me entiendo a mí mismo. Es verdad que he perdonado a Cat, y sin embargo me cuesta decírselo sólo porque ella quiere que se lo diga. Quizá pienso que hay tan poco que perdonar. Bueno, ¿qué es la dignidad de un hombre frente a la necesidad de una mujer?». Y lo dijo.
Afuera, las olas lamían los arrecifes con un canturreo adormecedor, la cadencia de un perpetuo bienestar. Durante la noche la isla se veía tan baja que parecía un milagro que el mar no la arrollase. Salvo la lámpara del mástil del Kraken, no había ninguna otra luz a la vista.
Los dos pingüinos estaban en una de las jaulas fijas en el fondo del laboratorio. Dormían, con los picos escondidos bajo el ala, y no cambiaron de posición cuando se encendieron las luces.
Cat rodeó con un brazo la cintura de Clem.
—Siento haber perdido el control. Supongo que tendríamos que haberte felicitado. Quiero decir, supongo que esta corriente es un gran descubrimiento, ¿no?
—De lo que estoy seguro es del hecho que es un largo descubrimiento: quince mil kilómetros.
—Oh, hablemos en serio, querido. Como de costumbre, estás desvalorizando tu trabajo, ¿verdad?
—Oh, terriblemente. Cualquier día de estos me condecoran. De todos modos, tendremos que volar a Londres dentro de una semana para recibir algún homenaje, y habrá que preparar un informe más completo. A decir verdad, hay otro descubrimiento que he comunicado sólo a una persona y que quita toda importancia al descubrimiento de la Corriente de Devlin. Este segundo descubrimiento podría afectarnos a todos.
—¿Qué quieres decir?
—Es tarde y los dos estamos cansados. Te enterarás mañana por la mañana.
—¿No puedes decírmelo ahora, mientras les das de comer a los pájaros?
—Los pájaros están bien. Sólo quería verlos. Comerán mejor por la mañana. —La miró meditabundo—. Soy un hombre codicioso, Cat, aunque trato de disimularlo. Amo la vida y quisiera compartirla contigo durante mil años, me gustaría recorrer la Tierra durante mil años, ¡con o sin honores! Esa posibilidad existe.
Se miraron largamente tratando de percibir las corrientes neurales que fluían entre ellos, bastante distendidos después de la riña como para sentir que ya no eran dos organismos independientes.
—Ha aparecido una nueva infección en el torrente sanguíneo del mundo —dijo Yale—. Quizá llegue a provocar una especie de epidemia a la que podríamos llamar longevidad. Fue aislada por primera vez hace una década en un cardumen de arenques del Báltico. Es un virus. Cat…, entendiste cómo rastreamos la Corriente Devlin, ¿verdad? Teníamos sondas y aparatos de sonar y flotadores especiales que se hunden a densidades predeterminadas, y así pudimos verificar la salinidad y la temperatura y la velocidad de nuestra corriente en todo su curso. También pudimos observar la composición del plancton. Descubrimos que los copépodos eran portadores de un virus que yo pude identificar como una forma del virus Báltico, una forma sumamente característica. No sabemos de dónde vino originariamente el virus. Los rusos creen que fue traído a la Tierra dentro de una tectita, o por el polvo meteórico, así que podría ser de origen extraterrestre…
—¡Clem, por favor, no entiendo una palabra! ¿Qué hace este virus? ¿Prolonga la vida, dices?
—En ciertos casos. En ciertas especies.
—¿A hombres y mujeres?
—No. No todavía. No hasta donde yo sé. —Señaló con un ademán el equipo, sobre el banco del laboratorio—. Te mostraré qué aspecto tiene cuando haya instalado el microscopio electrónico. Es un virus muy pequeño, de unos veinte milimicrones de largo. Una vez que encuentra un huésped adecuado, se propaga rápidamente a través de los tejidos, destruyendo todo cuanto amenaza la vida de la célula. En realidad, es un reparador celular, y muy eficaz. ¡Te das cuenta de lo que esto significa! Toda criatura infectada por este virus podría vivir eternamente. El virus Báltico es capaz de reconstruir todo el tejido celular si encuentra el huésped que necesita. Por ahora parece no haber encontrado más que dos, ambos marinos, un pez y un mamífero, el arenque y la ballena azul. En cambio en los copépodos es apenas un virus latente.
Advirtió que Caterina se estremecía.
—¿Quieres decir que todos los arenques y ballenas azules son inmortales?… —preguntó.
—En potencia lo son, si se han infectado, sí. Por supuesto, los arenques se comen, pero los que escapan siguen reproduciéndose año tras año con una energía incontenible. Los animales que se alimentan de arenques no parecen haber adquirido la infección. En otras palabras, en ellos el virus no puede vivir. Es una ironía que este germen diminuto lleve consigo el secreto de la vida eterna, y que al mismo tiempo se vea constantemente amenazado por la extinción.
—Pero la gente…
—La gente no está en juego todavía. Los copépodos que encontramos a lo largo de nuestra corriente estaban infectados con el virus Báltico. Afloraron en el Antártico. Y allí hice un nuevo descubrimiento: hay otra especie que puede ser infectada. Los pingüinos Adelie. Ya no mueren por causas naturales como hasta hace poco. Estos dos pájaros son virtualmente inmortales.
Caterina se quedó mirándolos a través del alambre tejido de la jaula. Los pingüinos se habían posado en el borde enlozado del tanque. Estaban despiertos, pero no habían sacado el pico de debajo del ala, y ahora espiaban a la mujer con ojos brillantes e inmóviles.
—Clem…, es curioso, generaciones y generaciones de hombres han soñado con la inmortalidad. Pero nunca pensaron que podía ser privilegio de los pingüinos… ¡Lo que tú llamarías una ironía, supongo! ¿Hay alguna posibilidad de contagiarnos de estos pájaros?
Clem rió.
—No es tan fácil como contagiarse la psitacosis de un loro. Pero quizá las investigaciones de laboratorio encuentren la forma de infectar a los seres humanos. Antes que eso suceda, tendríamos que hacernos otra pregunta.
—¿Qué quieres decir?
—¿No hay ante todo un problema moral? ¿Somos capaces, como especie o como individuos, de vivir fructuosamente durante mil años? ¿Lo merecemos?
—¿Crees que los arenques lo merecen más que nosotros?
—Hacen menos daño que el hombre.
—¡Trata de explicárselo a tus copépodos!
Esta vez Clem se rió con genuino placer, disfrutando de una de esas raras ocasiones en que según él ella replicaba con ingenio.
—Es interesante cómo los copépodos llevan el virus desde el Mediterráneo al Antártico sin infectarse ellos mismos. Por supuesto, tiene que haber un eslabón que una el Báltico y el Mediterráneo, pero aún no lo hemos encontrado.
—¿Podría ser otra corriente?
—No lo creo. Por el momento no lo sabemos. Mientras tanto, la ecología terrestre está sufriendo una transformación lenta pero profunda. Hasta ahora, sólo se ha manifestado en una grata superabundancia de alimentos y en la supervivencia de ballenas que estaban a punto de extinguirse, pero con el tiempo podría traer hambre al mundo y otras desagradables calamidades naturales.
Ese aspecto le interesaba menos a Caterina.
—¿Mientras tanto investigarás si puedes implantar el virus en nosotros?
—Eso podría ser muy peligroso. Además, no es mi campo.
—No me dirás que vas a dejarlo escapar.
—No. He mantenido en secreto todo el asunto, incluso para los compañeros del Kraken. He comunicado el problema a sólo otra persona. Me odiarás por esto, Cat, pero es algo demasiado importante para permitir que circunstancias personales interfieran de algún modo. Le envié un informe cifrado a Theo Devlin a la OMA en Nápoles. Iré a verlo de paso para Londres.
De pronto Cat pareció cansada y envejecida.
—O eres un santo o estás loco de atar —dijo.
Los pingüinos observaron, inmóviles, a los dos humanos que salían del laboratorio. Mucho después que se apagaran las luces, cerraron los ojos y volvieron a dormirse.
El amanecer de la mañana siguiente incendió el cielo con un esplendor más que wagneriano, iluminando las primeras lánguidas actividades en el Kraken, y mezclándose con el olor de los huevos conservados que estaban friendo en la cocina de a bordo. Dentro de cuatro o cinco días la tripulación estaría de regreso en la base de Aden, disfrutando una vez más de sabrosos alimentos variados y frescos.
Philip también estaba en movimiento desde muy temprano. Había dormido desnudo entre las sábanas y se vistió sólo con un exiguo pantalón de baño. Dio la vuelta a la casa y miró por la ventana de la alcoba de su padre. Yale y Cat dormitaban plácidamente juntos en la cama de ella. Dio vuelta la cara con una mueca, y con paso vacilante se encaminó a la laguna para una última zambullida. Un rato después, Joe, el pequeño sirviente negro, iba y venía por la casa, preparaba el desayuno y cantaba una canción que hablaba de una mañana fresca.
Junto con el calor, aumentaba el ajetreo previo a la partida. Yale y su esposa fueron invitados a bordo del pesquero para un último almuerzo, que se sirvió bajo el toldo de cubierta. Yale trató de hablar con Philip, pero su hijo se había refugiado en un humor hosco y no hubo manera de sacarlo de él; Yale se consoló pensando que dentro de pocos días volverían a encontrarse en el Reino Unido.
El barco zarpó poco después del mediodía, haciendo sonar la sirena cuando atravesó la angosta boca del arrecife, como había hecho al llegar. Yale y Cat saludaron con la mano durante un rato, a la sombra de las palmeras, y luego regresaron a la casa.
—¡Pobre Philip! Espero que sus vacaciones le hayan hecho bien. Esta angustiada etapa de la adolescencia es difícil de sobrellevar. ¡Yo pasé por lo mismo, lo recuerdo bien!
—¿De veras, Clem? Lo dudo. —Miró desesperada alrededor, la bondadosa cara de su marido, el mar agitado en el que la barca era aún claramente visible, las pesadas hojas de las palmeras sobre sus cabezas. No encontró ayuda, al parecer, en ninguno de estos elementos. Al fin estalló—: ¡Clem, no puedo guardar el secreto, tengo que decírtelo ahora, no sé qué vas a decir ni qué harás, pero en estas últimas semanas Philip y yo fuimos amantes!
Él la miró perplejo, entornando los ojos detrás de los cristales, como si no pudiese comprender la expresión que ella había empleado.
—¡Por eso se fue como se fue! No podía soportar quedarse estando tú aquí. Me pidió que nunca te lo contase… Él… Clem, fue todo culpa mía, yo debí tener más sentido común. —Hizo una pausa y luego dijo—: Tengo edad suficiente como para ser su madre.
Yale se quedó muy quieto y exhaló una larga y ruidosa bocanada de aire.
—¡No…, no es posible, Caterina! ¡No es más que un niño!
—¡Es tan adulto como tú!
—¡No es más que un niño! ¡Tú lo sedujiste!
—Clem, trata de entender. En un principio fue la Fräulein. Fue ella…, o él empezó, no sé cuál de los dos. Pero la isla es pequeña. Los sorprendí una tarde, desnudos, dentro del antiguo fuerte. A ella la despedí, pero de algún modo el veneno cundió. Yo… Después de verlo…
—¡Oh Dios, es incesto!
—¡Tú siempre con esas estúpidas palabras anticuadas!
—¡Yegua! ¡Cómo pudiste hacerlo con él!
Yale se separó de ella y echó a andar. Cat no lo retuvo. No podía tenerse en pie. Tambaleándose, entró llorando en la casa y se tiró sobre la cama deshecha.
Durante tres horas, Yale estuvo paralizado en la orilla noroeste de la isla, con los ojos clavados en el mar. Durante todo ese tiempo apenas se movió, excepto una vez para quitarse las gafas y enjugarse los ojos. El corazón le latía pesadamente y miraba enfurecido la inmensidad que se extendía ante él como si lo desafiase.
Cat llegó hasta él en silencio, trayéndole un vaso de agua en la que había disuelto unos cristales de limón.
Clem tomó el vaso, le dio las gracias en voz baja, y bebió sin mirarla una sola vez.
—Si te sirve de algo, Clement, quiero decirte que te quiero y te admiro muchísimo. No soy digna de ser tu mujer, lo sé, y pienso que eres un santo. Por mucho que te haya herido, tu dolor fue sólo por lo que le puedo haber hecho a Philip, ¿no es así?
—¡No seas tonta! No debí dejarte sola todos estos meses. Te expuse a la tentación. —La miró con expresión grave—. Lamento lo que dije…, eso del incesto. Tú no tienes ningún parentesco con Philip, salvo por estar casada conmigo. Y en todo caso, el hombre es la única criatura que condena el incesto. La mayoría de las criaturas, incluyendo a los monos superiores, no ven ningún mal en él. Se podría definir al hombre como la especie que le teme al incesto. Algunos psicoanalistas definen todas las enfermedades mentales como obsesiones incestuosas, tú sabes. Así que soy yo…
—¡Basta! —Fue casi un grito. Por un instante Caterina luchó consigo misma y luego dijo—: Mira, Clem, ¡habla de nosotros, por amor de Dios, no de lo que dicen los psicoanalistas o lo que hacen los monos superiores! ¡Habla de nosotros! ¡Piensa en nosotros!
—Perdóname, soy un pedante, lo sé, pero lo que quiero decir…
—¡No, no, no me pidas perdón tú a mí! ¡Yo tendría que pedirte perdón a ti, de rodillas suplicar tu perdón! ¡Oh, me siento tan mal, tan culpable, tan desesperada! No tienes idea de lo que he pasado.
La abrazó, dolorido, y la sostuvo, y por un momento él se pareció mucho a su hijo.
—¡Te estás poniendo histérica! No quiero que te arrodilles, Cat, aunque gracias al cielo siempre fue uno de tus rasgos más adorables, que supieras reconocer tus errores como yo nunca pude hacer con los míos. Lo que hiciste estaba mal, tú puedes verlo. Estuve recapacitando, y entiendo que la culpa es sobre todo mía. No debí dejarte aislada aquí en Kalpeni tanto tiempo. Esto no cambiará nada entre los dos, una vez que me haya repuesto del golpe. Estuve recapacitando y creo que le escribiré a Philip y le diré que me lo has contado todo, y que no tiene por qué sentirse culpable.
—Clem…, ¿cómo puedes…, no tienes sentimientos? ¿Cómo puedes perdonar con tanta facilidad?
—No dije que te hubiese perdonado a ti.
—¡Acabas de decirlo!
—No, yo dije…, no hagamos juegos de palabras. Tengo que perdonarte. Te he perdonado.
Cat se aferró a él.
—¡Entonces dime que me has perdonado!
—Acabo de hacerlo.
—Dímelo. ¡Por favor, dímelo!
Furioso de pronto, Yale la arrojó lejos, gritando:
—¡Maldita seas, te dije que te he perdonado, perra de mierda! ¿Para qué seguir?
Ella cayó de espaldas sobre la arena. Yale se agachó en seguida a ayudarla a levantarse, disculpándose por su violencia, repitiéndole una y otra vez que la había perdonado. Cuando Cat estuvo nuevamente en pie, se dirigieron a la casa de coral, dejando tirado sobre la arena un vaso vacío. Mientras caminaban, Caterina dijo:
—¿Te imaginas el dolor de tener que vivir mil años?
El día después a que ella hiciera esa pregunta, Theodore Devlin llegó a la isla.
4
Casi toda la población de Kalpeni salió a ver aterrizar el helicóptero en el improvisado aeropuerto circular del centro de la isla. Hasta Vandranasis cerró la tienda y siguió a la fila de curiosos rumbo al norte.
Las grandes hojas de las palmeras aplaudieron cuando la máquina descendió, con la insignia de la OMA reluciendo en el casco negro. Cuando las palas dejaron de rotar, Devlin saltó a tierra, seguido por el piloto.
Devlin era dos o tres años mayor que Yale, un hombre fornido al borde de la cincuentena, bien conservado, y tan pulcro de apariencia como Yale era despreocupado y desaliñado. Era un hombre afilado de cara y de cerebro, respetado por muchos, querido por pocos. Yale, que no llevaba nada más que jeans y zapatillas de lona, se acercó morosamente a estrecharle la mano.
—¡Quién pensaría verte por aquí, Theo! ¡Kalpeni se siente honrada!
—¡En Kalpeni hace un calor de todos los infiernos! Por amor de Dios, llévame a la sombra, Clement, antes que me fría. ¡Cómo aguantas aquí, no lo entiendo!
—Me he aclimatado, supongo. Para mí es el hogar lejos del hogar. ¿Ves a mis dos pingüinos nadando en la laguna?
—Uh. —Devlin no estaba de humor para charlas triviales. Echó a andar a paso vivo, en un traje liviano y bien cortado, una cabeza más bajo que Yale, y de movimientos regulares y precisos, aun mientras caminaba por la arena movediza.
Al llegar a la puerta de la casa Yale se apartó para que entrasen Devlin y el piloto, un hindú descarnado. Caterina estaba de pie en la habitación, sin una sonrisa de bienvenida. Si a Devlin le molestaba encontrarse con su ex esposa, no lo demostró.
—Creía que en Nápoles hacía mucho calor. Aquí están viviendo en un verdadero horno. ¿Cómo estás, Caterina? Se te ve bien. No te veía desde que llorabas en el banquillo de los testigos. ¿Cómo te trata Clement? No al estilo a que estabas acostumbrada, espero.
—Es evidente que no has venido a hacerte simpático, Theo. Quizá tú y tu piloto quieran beber algo. ¿Tal vez nos lo ibas a presentar?
Luego de este rápido contraataque, Devlin frunció los labios y adoptó una acritud menos belicosa. Lo que dijo en seguida casi podía ser considerado una disculpa.
—Esos nativos de ahí afuera me irritaron, dejando sus impresiones digitales por todo el helicóptero. No han dado ni el más elemental paso adelante desde el principio de la humanidad. Son parásitos en todo el sentido de la palabra. Deben lo poco que tienen al pescado y al prodigioso coco, que les llega hasta los umbrales por cortesía de las mareas. Y aun esta maldita isla, ¡los insectos coralíferos la construyeron para ellos!
—Nuestra cultura tiene la misma deuda para con otras plantas y animales, y hasta con la lombriz de tierra.
—Por lo menos nosotros pagamos nuestras deudas. De todos modos, no se trata de esto. Lo que sucede es que yo no comparto tu debilidad sentimental por las islas desiertas.
—Nosotros no te invitamos a venir aquí, Theo —dijo Caterina. Todavía luchaba tratando de sofocar la sorpresa y la furia que había sentido al ver a Devlin.
Joe apareció y sirvió cerveza a todos. El piloto se quedó bebiendo junto a la puerta abierta, observando nerviosamente a su amo. Devlin, Yale y Caterina estaban sentados enfrentándose.
—Infiero que has recibido mi informe —dijo Yale—. Por eso estás aquí, ¿no es así?
—Me estás chantajeando, Clement. Por eso estoy aquí. ¿Qué pretendes?
—¿Qué?
—Me estás chantajeando. ¡Thomas!
Devlin chasqueó los dedos mientras hablaba y el piloto sacó una pistola, con algo que Yale reconoció como un silenciador; era la primera vez que veía uno en la vida real. El piloto seguía sosteniendo el vaso de cerveza con la mano izquierda, bebiendo como al descuido, pero su mirada distaba de ser casual. Yale se puso de pie.
—¡Siéntate! —le ordenó Devlin, apuntándole con el dedo—. Siéntate y escúchame, o más tarde resultará que tuviste un malentendido con un tiburón mientras nadabas. Te enfrentas con una organización implacable, Clement, pero puedes salir indemne si te cuidas. ¿Qué pretendes?
Yale meneó la cabeza.
—Tú eres el que tiene problemas, Theo, no yo. Será mejor que expliques toda esta situación.
—Tú siempre tan inocente, ¿verdad? Sé perfectamente bien que el informe que me enviaste, asegurándome que nadie más conocía los hechos, era un mal disimulado intento de chantaje. Dime cómo puedo comprar tu silencio.
Yale miró a su mujer; leyó en el rostro de ella el mismo desconcierto que él sentía ahora. Le enfurecía pensar que no podía entender a Devlin. ¿Qué pretendía este hombre? El informe no había sido más que un resumen científico del ciclo que transportaba el virus del Báltico del Mar Tirreno al Antártico. Ofuscado, sacudió la cabeza y bajó los ojos hasta sus manos entrelazadas.
—Lo siento, Theo; tú sabes lo cándido que soy. No logro entender de qué estás hablando, ni por qué consideras necesario apuntarme con un revólver.
—¡Esto es otra prueba de tu paranoia, Theo! —dijo Caterina. Se levantó y se acercó a Devlin con la mano extendida. El piloto apoyó el vaso precipitadamente y levantó la pistola, apuntando a Cat—. ¡Démela! —le dijo ella.
El hombre vaciló, esquivando la mirada de Caterina. Ella tomó el arma por el caño, se la sacó de las manos y la arrojó a un rincón de la habitación.
—Ahora, fuera de aquí. ¡Vaya y espere en el helicóptero! ¡Llévese su cerveza!
Devlin hizo un movimiento hacia el arma, y en seguida se detuvo. Volvió a sentarse, evidentemente perplejo. Optando por ignorar a Caterina como única forma de salvar la situación, dijo:
—Clement, ¿no me engañas? ¿Eres realmente tan tonto que no sabes de qué estoy hablando?
Caterina le palmeó el hombro.
—Será mejor que te vuelvas a casa. En esta isla no nos gusta que la gente nos amenace.
—Déjalo, Cat, vamos a ver si averiguamos qué idea loca se le ha metido en la cabeza. Ha venido aquí desde Nápoles, arriesgando su reputación para amenazarnos como si fuese un vulgar pistolero… —Le faltaban las palabras.
—¿Qué quieres, Theo? —dijo Caterina—. Es algo horrible sobre mí, ¿no es verdad?
Esa pregunta devolvió a Devlin el buen humor y parte de su aplomo.
—No, Caterina, ¡no es eso! No tiene nada que ver contigo. ¡Perdí todo interés en ti hace mucho mucho tiempo, mucho antes que te fugaras con este pescador!
Se levantó y cruzó hasta el mapamundi, reseco y manchado por las moscas, que colgaba de la pared.
—Clement, es mejor que vengas y mires esto. Aquí está el Báltico. Y aquí el Mediterráneo. Tú le seguiste la pista al virus de la inmortalidad desde el Báltico hasta el Antártico. Supuse que habrías adivinado cómo se forjó ese eslabón perdido entre el Báltico y el Mediterráneo; supuse que me sugerías que tu silencio tenía un precio. ¡Te sobrestimé! Todavía no lo descubriste, ¿no es así?
Yale frunció el ceño y se pasó la mano por la cara.
—No te hagas el superior, Theo. Esa área estaba fuera de mi alcance. Yo empecé en el Mar Tirreno. Por supuesto que si tú sabes cuál es el eslabón, eso me interesa sobremanera… Presumiblemente es una especie pelágica, que lo lleva de un mar a otro. Un pájaro podría ser un agente, pero hasta donde yo sé nadie ha determinado que el virus Báltico, el virus de la inmortalidad, como tú lo llamas, pueda sobrevivir en el cuerpo de un pájaro…, excepto en el pingüino Adelie, por supuesto, pero éstos no existen en el hemisferio norte.
Tomándolo del brazo, Caterina dijo:
—¡Querido, se está riendo de ti!
—Ja, Clement, eres un verdadero hombre de ciencia. ¡Nunca ves lo que tienes delante de las narices porque vives encerrado en tus teorías favoritas! ¡Pobre infeliz! El agente vital era humano: ¡yo! Yo trabajé con ese virus en una nave en el Báltico, lo llevé conmigo a Nápoles a la sede de la OMA, yo trabajé con él en mi laboratorio privado, yo…
—No veo cómo yo podía saberlo… ¡Oh!… ¡Theo, lo encontraste, encontraste el modo de infectar a los seres humanos!
La expresión del rostro de Devlin fue suficiente respuesta. Yale se volvió a Caterina.
—Querida, tú tienes razón y él tiene razón, ¡en verdad soy un idiota miope! Hubiera tenido que adivinarlo. Al fin y al cabo, Nápoles está en el Mar Tirreno, pero uno nunca lo recuerda con ese nombre y siempre lo llama el Mediterráneo.
—¡Al fin llegaste a puerto! —dijo Devlin—. Así es como el virus se filtró en tu corriente Devlin. En Nápoles hay una pequeña colonia humana con el virus ya inyectado en sus venas. Pasa a través del cuerpo como una forma inerte, y sobrevive a los procesos cloacales, de modo que es transportado hasta el mar siempre con vida, para ser digerido por los copépodos, como tú llegaste a descubrir.
—¡La circulación de la sangre!
—¿Qué?
—No tiene importancia. Una metáfora.
—Theo… Theo, entonces tú ahora…, tú lo tienes, ¿verdad?
—No temas decirlo, mujer. Sí, la inmortalidad corre por mis venas.
Tironeándose la barba, Yale fue a sentarse y bebió un largo trago de cerveza. Durante un rato, miró alternativamente a uno y a otro. Al fin dijo:
—Tú, Theo, tú eres a tu manera un verdadero hombre de ciencia, ¿no? Pero también eres un hombre de carrera. ¡No pudiste resistir la tentación de venir a decirme lo que sabes! Pero dejando eso de lado, nos dimos cuenta, claro está, que era teóricamente posible inocular al hombre. Cat y yo lo estuvimos discutiendo anoche hasta muy tarde. ¿Sabes qué decidimos? Decidimos que aun cuando fuese posible adquirir la inmortalidad, o digamos más bien la longevidad, tendríamos que rechazarla. Tendríamos que rechazarla porque ninguno de los dos se siente bastante maduro como para soportar la responsabilidad de una vida emocional y sexual que quizá dure centenares de años.
—Y eso es bastante negativo, ¿no? —Devlin se encaminó lentamente al rincón y recuperó la pistola. Antes que pudiera deslizársela en el bolsillo, Yale estiró la mano.
—Hasta que te vayas, yo te la guardaré. ¿Qué pensabas hacer con ella, en todo caso?
—Tendría que matarte, Yale.
—¡Dámela! Así evitarás la tentación. Quieres conservar tu secretito, ¿no es eso? ¿Cuánto tiempo crees que pasará antes que se sepa? Una cosa así no puede mantenerse oculta indefinidamente.
Devlin no dio muestras de querer entregar el arma.
—Hemos mantenido nuestro secreto durante cinco años —dijo—. Ahora somos cincuenta, cincuenta y tres, hombres con poder, y algunas mujeres. Antes que el secreto salga a la luz, vamos a ser aún más poderosos: toda una Institución. Sólo necesitamos unos pocos años. Mientras tanto, hacemos inversiones y alianzas. ¡Mira cómo Nápoles ha atraído en estos últimos años a gente brillante! No se trata únicamente de la OMA ni de la Sede del Gobierno Común Europeo. ¡Ha sido mi clínica! Dentro de cinco años más, estaremos listos para entrar en acción y gobernar Europa, y de allí a América y África no hay más que un paso.
—Ya lo ves —dijo Caterina—, está loco, Clem, es esa clase de locura cuerda que yo te contaba. ¡Pero no se atreve a disparar! ¡No se atreve a disparar, no vaya a ser que lo encierren toda la vida, y eso para él es un tiempo muy largo!
Advirtiendo la nota de histeria en la voz de Caterina, Yale le pidió que se sentara y bebiese otra cerveza.
—Voy a llevar a Theo a ver las ballenas. ¡Ven, Theo! Quiero mostrarte con qué enemigo tendrás que vértelas, tú y todas tus estériles ambiciones.
Theo le echó una mirada penetrante, como especulando si podría sacarle más información si le seguía la corriente; evidentemente llegó a la conclusión que sí, y se levantó y siguió a Yale. En el momento de salir, se volvió hacia Caterina. Ella eludió mirarlo.
Afuera la luz del sol era cegadora. La multitud rondaba aún al helicóptero, charlando a veces con el piloto de la máquina, Thomas. Haciendo caso omiso de ellos, Yale llevó a Devlin más allá de la máquina, alrededor del lago, deslumbrante al resplandor del mediodía. Devlin apretó los dientes y no dijo nada. Parecía disminuido en ese paisaje casi tan desnudo como un viejo hueso, avanzando por la angosta franja que se extendía entre el interminable océano azul y el cuenco verde de la laguna.
Sin detenerse un momento, Yale lo condujo hasta la exigua playa del noroeste. Descendía en una empinada cuesta, así que no podían ver nada del resto de la isla excepto el antiguo fuerte portugués. Sombrío, oscuro y ruinoso, podía haber sido una tumescencia inútil, erigida por fuerzas submarinas. Avanzaron y los esqueletos de las ballenas empezaron a alzarse entre ellos y el fuerte.
Aquí habían muerto cinco ballenas, dos de ellas hacía poco. Los cuerpos gigantescos de estos dos últimos cetáceos tenían aún carne en putrefacción, aunque los cráneos relucían de blancura en las partes en que los isleños les habían arrancado la carne y cortado la lengua. Parecía evidente que las otras tres habían sido arrojadas allí con anterioridad, porque ya no eran más que esqueletos arqueados con uno que otro fragmento de piel apergaminada sacudiéndose entre las costillas como una cortina al viento.
—¿Para qué me has traído aquí? —dijo Theo jadeante, agitado.
—Para enseñarte humildad y hacerte sudar. ¡Mira estas obras, tú el poderoso, y desespera! ¡Estas eran ballenas azules, Theo, el mamífero más grande que habitó jamás este planeta! ¡Observa este esqueleto! Con seguridad este ejemplar pesaba más de cien toneladas. Mide unos veinticinco metros de largo. —Mientras hablaba entró en la gigantesca caja torácica, que crujió como un árbol seco—. Aquí latía un corazón, Theo, un corazón que pesaba unos ocho quintales.
—Estas Cincuenta Sorprendentes Verdades de la Historia Natural, o cualquiera sea el título que quieras darle a tu conferencia, podías haberlas pronunciado a la sombra.
—Pero esto no es historia natural, Theo. Es profundamente antinatural. Estas cinco bestias que se pudren aquí tragaron alguna vez krill en las lejanas aguas del Antártico. Tienen que haber engullido algunos bocados de copépodos al mismo tiempo, copépodos que eran huéspedes del virus Báltico. El virus infectó a las ballenas. Como tú mismo lo has admitido, eso no pudo haber ocurrido hace más de cinco años, ¿eh? Pero bastó ese tiempo para asegurar que más ballenas azules (estaban casi extinguidas a causa de la excesiva explotación, como tú sabes) sobreviviesen a los azares de la inmadurez y procrearan. Eso significaría además la prolongación del período de fecundidad en los especimenes más viejos. Sin embargo cinco años no bastan para producir una plétora de ballenas, como ocurre con los arenques.
—¿Y en todo caso qué están haciendo ballenas azules en las cercanías de las Laquedivas?
—Nunca supe cómo preguntárselo a ellas. Sólo sé que estas criaturas aparecieron en la orilla con la luna llena, cada una en un mes diferente. Caterina podría decírtelo, ella las vio y me lo dijo en sus cartas. Mi hijo Philip estaba aquí con ella cuando llegó la última. Algo impulsó a las ballenas a cruzar el Ecuador e internarse en estos mares. Algo las impulsó a arrojarse sobre esta playa, desgarrándose los vientres contra los arrecifes, para morir aquí donde tú ahora las ves. Quédate unos diez días, hasta la próxima luna llena. Tal vez presencies otro suicidio de cetáceos.
Había cangrejos moviéndose en la arena, entre las sombras rayadas de los costillares, cavando y haciéndose señales unos a otros. Al fin Devlin habló, colérico otra vez.
—Está bien, inteligente pescador, dame la respuesta al acertijo. Sólo a ti te ha sido revelada, supongo. ¿Por qué se matan?
—Estaban sufriendo efectos colaterales, Theo. Los efectos colaterales de la enfermedad llamada inmortalidad. Tú sabes que el virus Báltico parece otorgar una larga vida, pero no has tenido tiempo de averiguar qué otras cosas trae aparejadas. Ha sido tal tu prisa que abandonaste el método científico. No querías ser ni un día más viejo cuando te infectaste. No te concediste un adecuado período de prueba. Quizá llegues a vivir mil años, pero, ¿qué más te va a suceder? ¿Qué cosa les sucedió a estas infelices criaturas que no pudieron soportar el aumento de sus años de vida? Tuvo que haber sido algo terrible, y pronto te alcanzará a ti, y a todos tus conspiradores, ahora inquietos y asustados en Nápoles.
El silenciador era sumamente efectivo. Sólo se oyó un ligero chasquido, como el de un hombre que escupe una semilla de fresa. La bala en cambio rebotó ruidosamente contra una costilla calcinada y voló hacia el océano. De pronto Yale se precipitó hacia adelante, con una celeridad que no desplegaba desde hacía años, embistiendo a Devlin antes que el hombre volviera a disparar. Cayeron sobre la arena. Yale encima, plantó un pie sobre un brazo de Devlin, lo tomó por el cuello con ambas manos y le sacudió una y otra vez la cabeza contra la arena. Cuando el arma resbaló de la mano de Devlin, Yale recogió rápidamente la pistola y de un salto se puso de pie. Resollando un poco, se sacudió la arena de los viejos jeans.
—No fue agradable —dijo, mirando con rabia al hombre que con la cara congestionada se retorcía a sus pies—. ¡Eres un imbécil! —Con un último golpe indignado a las piernas de Devlin, dio media vuelta y se alejó hacia la casa de coral.
Caterina salió a recibirlo, aterrorizada. Los isleños corrieron al principio hacia él, pero luego de pensarlo mejor, se apartaron dejándolo pasar.
—Clem, Clem, ¿qué has hecho? ¿No lo habrás matado?
—Quiero un vaso de limonada. Todo está bien, Cat, amor mío… No está realmente lastimado.
De pronto, sentado al fresco, bebiendo la limonada que ella le había preparado, Yale advirtió que estaba temblando, y no podía contenerse. Caterina no dijo nada, esperando a que se recobrase, y se quedó junto a él masajeándole el cuello. Al rato vieron por la ventana que Devlin venía a través de las dunas con paso inseguro. Sin echar una mirada a la casa, siguió caminando hasta el helicóptero y trepó a bordo con la ayuda de Thomas. A los pocos minutos el motor arrancó, las hélices empezaron a rotar, y la máquina se elevó. Miraron en silencio cómo se alejaba girando sobre las aguas, hacia el este, rumbo al subcontinente indio. El ruido del motor se apagó y pronto el aparato desapareció en las fauces del cielo gigantesco.
—Era otra ballena. Vino aquí a suicidarse.
—Tendrás que enviar un comunicado a Londres contándoles todo, ¿no te parece?
—Así es. Y mañana tendré que pescar algunas guasas. Sospecho que se están infectando.
Miró a su mujer de soslayo. Caterina se había puesto los anteojos de sol. Ahora volvió a sacárselos y sentada junto a él lo miraba con ansiedad.
—No soy un santo, Cat. Nunca más lo digas. Soy un condenado embustero. Tuve que decirle a Theo una mentira horrible acerca de las ballenas que venían a morir a nuestra playa.
—¿Por qué?
—No lo sé. Hace años que las ballenas mueren en la playa, y nadie sabe por qué. Theo lo habría recordado, si no hubiese tenido tanto miedo.
—Te preguntaba por qué le mentiste. Sólo hay que mentir a la gente que uno respeta, decía mi madre.
Clem se echó a reír.
—¡Bien dicho! Le mentí para asustarlo. Dentro de unas pocas semanas todo el mundo sabrá lo del virus de la inmortalidad, y sospecho que todos querrán contagiarse. Quiero asustarlos a todos. Entonces quizá se detengan a pensar en lo que piden: un lapso de muchas vidas para seguir viviendo con la misma ineptitud que hasta ahora.
—Theo se ha llevado tu mentira. ¿Quieres que se propague junto con el virus?
Yale se puso a limpiar los anteojos con un pañuelo.
—Así es. El mundo está a punto de sufrir un cambio drástico y radical. Cuanto más lento sea ese cambio, más posibilidad tendremos, todos los seres vivientes, quiero decir, también tú y yo, de vivir en paz y felicidad por muchos muchísimos años. Mi mentira podría ser algo así como un freno para el cambio. La gente tendría que pensar en lo terrible que es la inmortalidad, pues sacrifica los misterios de la muerte. Y ahora, ¿qué te parece una zambullida, como si no hubiese pasado nada?
Mientras se desvestían para ponerse los trajes de baño, y Caterina aún estaba desnuda, dijo de pronto:
—Acabo de tener una visión, Clem. Por favor, he cambiado de idea…, quiero que los dos vivamos tanto como sea posible. Sacrifico la muerte por la vida. Lo de Philip…, sabes. Fue sólo porque repentinamente sentí que la juventud se me escapaba. Tenía el tiempo en contra. Me desesperé. Con más tiempo…, bueno, todos nuestros valores cambiarían, ¿no es verdad?
Yale asintió con un movimiento de cabeza y dijo solamente:
—Tienes razón, por supuesto.
Los dos se echaron a reír, contentos y excitados. Riendo, corrieron hasta la playa mansa, y por un instante fue como si Yale hubiese dejado atrás, junto con la ropa, todas aquellas vacilaciones.
Cuando estaban sentados en la orilla, y se ponían las patas de rana, Yale dijo:
—Algunas veces comprendo cosas de la gente. Theo vino aquí para silenciarme. Pero él, que siempre es infalible, estuvo hoy tan ineficaz. Pienso que en el fondo vino a verte a ti, como tú lo adivinaste… Se me ocurre que buscaba compañía para ese futuro ilimitado que se ha ofrecido a sí mismo.
Mientras se deslizaban en el agua templada, ella dijo con naturalidad:
—Necesitamos tiempo para estar juntos, Clem, tiempo para comprendernos.
Se sumergieron, dejando una estela de burbujas bajo la centelleante superficie, asustando a los peces. Pataleando de costado, Yale buscó el canal que salía al mar abierto. Cat lo siguió, intensamente dichosa, como estaba destinada a serlo y lo sería durante la próxima veintena y medio de siglos.