Esa incómoda pausa entre la vida y el arte


Había visitado la exposición de pinturas de William Holman Hunt en el Museo Victoria & Albert. Después, fui a la cafetería, y me puse a beber naranjada tras naranjada. Una mujer cincuentona se sentó frente a mí, y cambiamos algunas palabras acerca del hermoso verano, y ella se lanzó inmediatamente a contarme la historia de su vida, una vida colmada de vicisitudes y con tres maridos; para no mencionar a un cocker que había sido atropellado en el desvío de Kingston.

En la obra de Hunt, se nos invita a creer en la inexistencia de la tela; una conspiración que ya no se estila entre los pintores y el público de hoy. El marco es siempre la entrada a un pequeño escenario inundado de luz. Dentro hay un diorama de brillante colorido. En un cuadro como La Cosecha de Manzanas, uno mira las manzanas, que cuelgan encarnadas entre la cesta de la muchacha y el saco, y espía de cerca para descubrir los hilos que tan milagrosamente las mantienen suspendidas en el aire. En Hunt, uno nunca ve los hilos.

El primer marido de esta mujer era muy rico; un cultivador de té, con plantaciones en Assam. Me dijo cuántos braceros empleaban en la plantación. Aun en las colinas, el clima era demasiado cálido para ella. Quizá era el caluroso día londinense lo que despertaba esos recuerdos. De todos modos, él murió en Assam y ella había vuelto sola a Inglaterra. Pero en el barco de regreso de Bombay había conocido a Albert. Encendió un cigarrillo y amistosamente me sopló el humo en la cara.

Mi interés en Holman Hunt data de hace muchos años. En ciertos aspectos, éramos bastante parecidos, por ejemplo, ¡ese disparate de transportar una cabra hasta las orillas del Mar Muerto para pintarla allí! Ese es el tipo de locuras en que yo mismo podría caer. Pero como escritor, también reacciono a lo que yo llamaría el problema de Hunt. Esa novela mía, Informe sobre la Probabilidad A, esa que no causó mucho revuelo, tenía como centro el mejor cuadro de Hunt: El Pastor Venal.

Yo también había estado en Bombay, pero no se lo dije. Ya a esa altura, ella no necesitaba incentivos. Al parecer el tal Albert era una autoridad en mariposas. ¿Alguien se referiría alguna vez a mí como «una autoridad en Holman Hunt»? Traté de imaginar a mi primera esposa intimando con un desconocido en una cafetería, parloteando de sus tribulaciones, entre las que yo ocuparía, supongo, un lugar prominente, y diciendo: «Era toda una autoridad en Holman Hunt». No, ella no me daría tanta importancia.

Mi intención era escribir una reseña crítica de la exposición. Tal vez es aquí donde aparece el único paralelismo entre Hunt y yo, y es un paralelismo bastante tenue. Hunt fue uno de los últimos coletazos de una tradición que se extingue, la tradición renacentista de distribuir objetos agradables en una composición ideal y pintarlos, asignándole al espectador el papel fundamental de completar la obra. Y mientras tanto, la fotografía se iba infiltrando en él subrepticiamente; para hombres como Degas y Toulouse-Lautrec no había nada fuera del marco que se refiriera a la escena pintada. Más tarde aún, los cubistas llegarían a explorar la superficie misma de la tela.

Por otra parte, Hunt era sosegadamente revolucionario en su manera de tratar los fondos. («Yo pinto —decía—, directamente sobre la tela, con todos los detalles que alcanzo a ver, y con la luz solar de ese momento»). Algunos de los montajes de Hunt podrían haber sido firmados por Salvador Dalí, y parecían realizados casi bajo los efectos de la mescalina. El tremebundo paisaje que rodea al Mar Muerto es una prueba al canto; Hunt vio un escenario surrealista.

—¿Puedo ofrecerle una naranjada? Yo voy a tomar otra.

—En realidad, no debería; ya tendría que haberme ido. Tengo que encontrarme con mi hermana en Harrods.

De todos modos se la fui a buscar. Esperaba que mientras yo estaba en el mostrador, ella reparase en el libro que yo llevaba: Tecnópolis de Nigel Calder; pero estaba demasiado inmersa en sus propios asuntos para detenerse a considerar todas mis maravillosas paradojas. Tendría que haberle dicho: «Mire, ¿no es típico de la versatilidad de la gente de hoy que yo esté tan fascinado por los usos o abusos de la ciencia, y tan obsesionado por el futuro que este presente anticipa, y a la vez interesado en un pintor…, bueno, francamente, no de primer orden como Holman Hunt?». A veces es difícil saber en qué punto se integran esos intereses antagónicos. En Hunt se libraba la misma lucha entre la religión (era muy Iglesia Anglicana) y la pintura. Quizá fue la pintura la que perdió. Nacido una generación más tarde, acaso hubiera llegado más alto.

Hunt era tan incomprendido que imprimió unos pequeños folletos para acompañar cada pintura, explicando lo que hacía. Trataba de simplificar las cosas. En ese aspecto, creadores y críticos son idénticos: todos se empeñan en hacer las cosas más simples o más complicadas. Yo sólo desearía que algunos de nuestros críticos se mostraran más humildes; uno quiere leer críticas, no autobiografías, pero sería sin duda honesto que un crítico dijera de vez en cuando: «Mis juicios totalmente adversos sobre Holman Hunt no deben ser considerados en modo alguno como definitivos, pues inmediatamente después de haber visto sus cuadros, distrajo mi atención una mujer cuyo tercer marido vive aún, pero separado de ella, y reside ahora, por lo que se sabe, en una aldea a doce kilómetros del centro de Torquay».

En cuanto a Tecnópolis, también esa reseña me distrajo. Calder escribe sobre las formas en que la sociedad puede controlar la tecnología. Admite que es difícil formular una política científica, porque en estas cosas los políticos nunca ven tan lejos como sería necesario. Quizá esto explique por qué no se hace nada coherente en relación con la explosión demográfica, como por ejemplo suprimir las asignaciones familiares. Pero mi mente sigue divagando; debo confesar que me interesa oír cómo los médicos le curaron el labio leporino a Irene, la hija de esta mujer. Ella me lo cuenta con muchos detalles, pero no con los detalles que a mí me importan. Igual que Hunt, en cierto modo.

Tropezaremos con dificultades para controlar el devenir de la ciencia y la tecnología, que hoy parecen estar un poco anquilosadas. Todavía enfrentamos los mismos problemas que en su momento enfrentaron los victorianos. En 1852, cuando Hunt expuso en la Royal Academy El Pastor Venal, la conocida actitud ambivalente con respecto a la máquina estaba ya muy difundida. Como no hay peligro a que quienes me están leyendo hayan oído hablar del Informe sobre la Probabilidad A, valdría la pena decir que uno de mis temas era la parálisis del tiempo, que yo pretendía descubrir y ver representado en lo anecdótico de esta tela, y otros cuadros victorianos similares. Esta pobre mujer sentada frente a mí —no va a tocar la naranjada que le traje— padece una parálisis personal del tiempo. Está reviviendo una y otra vez el pasado. Ese paquete de saldos y retazos de vida es sin duda ofrecido diariamente a algún desconocido. Es posible que la vida se le haya convertido en el espantoso revoltijo que ahora es por la sencilla razón que ella siempre piensa hacia atrás y nunca hacia adelante. Hunt pensaba constantemente en la Iglesia Primitiva y no en los Impresionistas. Ese sol que irrumpe entre los cipreses en el cuadro de Fiesole de 1868, ¿no es tan fresco a su manera como los estudios de luz y sombra en el Sena pintados por Monet el mismo año? Supongo que la respuesta es: No, no lo es. De la misma manera que en esta mujer las remembranzas del tiempo perdido no son una página de Proust, aunque quizá ella haya sufrido tanto como él.

Aquí estamos sentados, entonces: Hunt y ella y Calder y yo. Calder es el que se encuentra en mejor posición; escapando en un tiempo futuro, pues su libro no será publicado hasta la semana próxima; ni tampoco ha sido escrito en verdad para los parroquianos de la cafetería V & A. Pero los demás estamos paralizados por el tiempo. También lo está la hermana de ella, clavada en Harrods, esperándola. Y el tercer marido, allá en las afueras de Torquay. En cuanto a mí…, ¿ha intentado alguna vez un crítico llegar a un punto de vista objetivo en circunstancias similares, y lo ha admitido? Los críticos tendrían que confiarse más, como esta mujer; necesitamos saber más a menudo qué llevan dentro.

¿Qué tiene ella dentro? Ni siquiera fue a echarles una mirada a los Hunt. Dice que no le gusta mucho la pintura. Le interesaba cuando era niña. ¿Qué demonios está haciendo aquí, entonces? No puedo imaginar que haya venido especialmente a V & A para disfrutar de las delicias de la cafetería. No de la naranjada a un penique y tres chelines el vaso de cartón. Tal vez venga todas las mañanas, y siempre encuentre a alguien dispuesto a escucharla. Tengo que librarme de ella. Observo que me dice el nombre de todo el mundo menos el suyo. Esta histerectomía que ahora ella me está contando…, ¿abundaría tanto en detalles horripilantes si me la hubieran presentado formalmente? Ningún pintor pintó jamás una histerectomía, que yo sepa.

Quizá en Moscú, algún académico detestable, un pintor del realismo socialista… Es muy posible. Luz cegadora; cirujanos fornidos, anestesistas de mamelucos verdes; abnegadas enfermeras proletarias, casi asexuadas; escalpelos relucientes, operación casi terminada; busto de Lenin en segundo plano, rodeado de banderas; el útero emergiendo; elevación general de la moral. O quizá los rusos la consideren una operación capitalista decadente. Tal como ella la cuenta, ¡tienen razón!

Sea como sea, Hunt, William Holman. Mi reseña. Fundamentalmente un pintor religioso. Más competente que Millais. El único de los Hermanos Prerrafaelitas que no renegó de sus principios. Me separé de las telas de Hunt sospechando…, no, firmemente convencido del hecho que quizá no sea el más grande de los pintores victorianos, pero ocupará siempre un lugar…, no, es el colorista más que el moralista quien hoy…, no, no, no… Hasta esta mujer es más coherente. Salí de la exposición sintiéndome todavía muy unido a Hunt. Uno de los grandes pintores cómicos: cómico-macabro, como lo prueba La sombra de la muerte. Nacido demasiado tarde. Demasiado temprano… Todos lugares comunes… Tengo que escapar a ese lugar común de una vida que se desenvuelve ante mí… ¡Mallorca para reponerse, nada menos! Allí se encontró con ese ricachón español. Si al menos uno pudiese sospechar que miente. Esa incómoda pausa entre la vida y el arte no es para ella, como tampoco lo fue para Hunt.

Da vueltas y vueltas alrededor del sexo, uno lo nota, sin atreverse a abordar abiertamente el tema. Dios mío, todos vivimos vidas tan embrolladas, y tantas vidas al mismo tiempo. ¡Calder tendría que escribir un libro sobre cómo controlarnos a nosotros!

De prisa, me engullo la naranjada que ha dejado intacta y me marcho casi sin despedirme, camino a Harrods, donde me espera mi mujer.