A solas en la casa, no sintiéndome demasiado bien, dejé encendida la televisión para que me hiciera compañía. El volumen estaba bajo. Tres hombres vociferaban de un modo casi inaudible acerca del papel que desempeñaron los chinos en la guerra de Vietnam. Bajando la cabeza, me concentré en el manuscrito de mi tía Laura.
Había cambiado de peinado en estos días. Le sentaba muy bien; tenía setenta y tres años, mi tía, y nadie hubiera intentado darle menos; pero también podía decirse que era una mujer sin edad. Ahora había escrito su primer libro. «Una especie de autobiografía», me dijo cuando me pasó el fardo. Una terrible aprensión me dominó de pronto. Tuve que apoyar la cabeza en la mano. Se avecinaba otro ataque al corazón.
En la pantalla, unas figuras trepaban por una ladera. Todo muy confuso. O yo estaba quedándome ciego o era un noticiero chino caído en manos enemigas. Retahílas de animales; no se los veía bien, película ligeramente sobre-expuesta. Podían ser renos en la nieve, borricos en la arena. Ahora los oía, golpeando, golpeando, muy fríos.
¿Un helicóptero se estrellaba contra el suelo? El manuscrito se acercaba cada vez más, y mis piernas, mis labios, y los ruidos que yo hacía.
Había un barco encallado en el hielo. Nadie hubiera sospechado que allí corría un río. La nieve se acumulaba sobre pilas de hielo. Alrededor, la tierra era llana. Se oía música, y los sonidos distorsionados de una radio, balalaicas y acordeones. La música venía de una cabaña de madera. Por las ventanas empañadas veían el barco, hundido en la luz decaída. Algo avanzaba por la carretera, limpiando la carga de hielo cotidiana, feo de forma y movimientos. En la habitación de la música desagradable había cuatro personas; dos de ellas eran muchachas todavía adolescentes, de caras inexpresivas y miradas penetrantes; estudiaban en la universidad. Las otras dos, los padres de las jóvenes, comían una ensalada, dos tenedores, un solo plato. Tanto el hombre como la mujer habían estado en un campo de concentración cercano, en tiempos de Stalin. Ahora el campo había desaparecido. Trasladado a algún sitio, por otras razones.
El barco había salido del hielo, navegando en un mar de niebla. Ya no era una nave de paseo sino una nave de estudio. Los tripulantes cantaban. Cantaban que surcaban un lago tan extenso como Australia.
—No son hombres. ¡Son caballos! —Mi tía.
—Hay caballos a bordo.
—En verdad yo no veo ningún hombre.
—Qué caballos más raros.
—Entonces, ¿viste un lobo?
—Más bien parecen ponies, quiero decir. Peludos. Pequeños y peludos. ¿Está cargado ese revólver?
—Naturalmente. Son ponies selváticos…, quiero decir, no ponies sino renos. «La maldición del diablo», los llaman.
—¡Es esta maldita luz! Parecen renos. Pero deben ser hombres.
—¿Alguna vez los miraste a los ojos? Son los animales más aterradores.
Otra vez mi padre hablaba conmigo, hablaba por teléfono. Había pasado tanto tiempo. Me había olvidado de cuánto lo quería, cuánto lo extrañaba. Recordaba en cambio haber ido con mis dos hermanos al entierro de mi padre; pero tenía que ser el entierro de algún otro, el padre de algún otro. Tanta gente, tanta buena gente se moría.
Derramé mis sonrisas en el teléfono, el corazón rebosante, aliviado. Se había embarcado en una de aquellas maravillosas historias. Yo devoraba todo lo que él decía.
—Ese asunto del entierro no fue más que una broma, una estafa. Sabes, Bruce, cobré dos mil libras por eso. No, ¡miento! ¡Dos y media! Asunto fácil, en realidad, comparado con algunos de los enredos en que anduve metido. ¿Te conté alguna vez cómo Ginger Robbins y yo nos dimos de baja en Singapur al final de la guerra, en 1945? Compramos un furgón fúnebre a un par de comerciantes chinos; una pareja de gorditos muy simpáticos llamados Pi, ¡qué nombre maravilloso! Ginger y yo habíamos conservado los uniformes, así que nos metimos en un campamento de tránsito y organizamos un destacamento, reclutas recién cosechados, todos haciéndonos la venia como locos…, te hubieras reído. Les hicimos cargar en un cinco toneladas un gran motor de lancha de desembarco, y salimos muy orondos del campamento sin que nos hicieran una sola pregunta, y…, ¡zas!, derecho a los muelles y a nuestro viejo bote. Hacía un calor de todos los demonios, y hubieras visto a los soldaditos sudando la gota gorda mientras descargaban el motor y lo llevaban a pulso…
—Mierda, Pa, todo lo que me cuentas es muy gracioso y etcétera etcétera —le dije—, pero sabes, tengo trabajo. No vayas a pensar que no me divierten tus reminiscencias, pero por desgracia tengo que trabajar, ¿te das cuenta? ¿Sí?
Corté.
Me tomé la cabeza con las manos y…, no, no conseguí llorar. Me tomé la cabeza con las manos y sólo me pregunté por qué había hecho lo que había hecho. La actividad del subconsciente, por supuesto. Imaginé un cuento acerca de una raza de hombres que sólo tenía subconciencia. La conciencia les había sido extirpada sin dolor, quirúrgicamente.
Sin la carga de la conciencia, se movían con mayor rapidez, exhibiendo sonrisas lunáticas o lunáticos ceños. Inmediatamente después de la operación, con las cicatrices todavía frescas, habían resucitado la Segunda Guerra Mundial, algunos representando el papel de nazis o japoneses o guerrilleros yugoslavos o pilotos de cazas británicos con botas encarrujadas. Muchos hasta elegían ser italianos, y el papel de Mussolini era tan codiciado que en un cierto momento había una docena de Duces pavoneándose por ahí, acompañando a las manadas de Hitlers.
Algunos de estos Hitlers se ofrecían luego como voluntarios para volar con los Kamikazes.
Muchas mujeres se prestaban voluntariamente a ser violadas por la Wehrmacht, y una vez cumplidos los requerimientos, se ponían insoportables. Cuando se inauguraba un campo de concentración se llenaba en seguida; la gente tiene vocación por el dolor. La historia de la guerra fue un tanto corregida. Entraron en ella Passchendale y el Somme; un tal presidente Johnson comandaba las tropas británicas.
La guerra fue languideciendo con ventajas para Alemania. Quedaban pocos con vida. Se elegían a sí mismos como ciudadanos de segunda clase, la mayoría se convertía en judíos negros o vietnamitas. Los adultos se flagelaban unos a otros. Esta buena gente votaba al fin por unanimidad que se les extirpase el subconsciente, dejándoles tan sólo el ego.
Yo estaba en el suelo. Mi estudio. El nombre del suelo de vinilo era…, le habían puesto un nombre a ese diseño de taruguitos de madera, bastante abominable. Lo tenía en la punta de la lengua. Cuando me senté, me di cuenta de lo frío que yo estaba, frío y tembloroso; no coordinaba bien mis movimientos.
Mi cuerpo era bastante destructivo para la sociedad, como diría la Cúpula Clerical. Lo había usado para todo tipo de cosas; nadie sabía dónde había estado. Lo había usado en una guerra injusta. Festival. Se llamaba Festival. Nombre terrible, con seguridad dificultaba las ventas.
No pude levantarme. Me arrastré por el suelo hasta el armario de las bebidas en la habitación contigua. Visión borrosa. Al alzar los ojos vi el manuscrito de mi vieja tía sobre la mesa. Una hoja se había volado para posarse sobre Festival. Me arrastré hasta el comedor, pasé por la puerta, y el batiente me golpeó. Ni la mente ni el cuerpo eran ya el proyectil de precisión balística que fueran en otro tiempo.
La botella. La abrí antes de ver que era Martini Dulce y la dejé caer. La alfombra la absorbió; sin duda también la alfombra tenía nombre. Cansado, apoyé la cabeza en el suelo mojado.
—Si ahora me muero, nunca podré leer la vida de la tía Laura…
La cabeza en la alfombra, el trasero en el aire, alargué la mano y tomé la botella de whisky. ¿Por qué me costaba tanto trabajo alcanzar la botella? Al fin bebí. Me sentí muy muy enfermo.
Era Siberia otra vez, los temibles renos que surcaban eternamente los brumosos lagos de hielo. Mascaban cosas, piel y madera y hueso, y la saliva se congelaba en carámbanos que les colgaban de las quijadas. Ruido terrible, como golpes del corazón.
Me reía de mí. ¿A quién se le ocurre morirse soñando con renos…, a quién sino a los lapones? Hundiendo los dedos en mi alfombra innominada, intenté incorporarme. Me fue más fácil abrir los ojos.
En la habitación en sombras había una mujer sentada. Había dejado de mirar hacia fuera para mirarme a mí. El rostro era de contornos y planos suaves y apacibles. Se tardaba un rato en verlo como un rostro; incluso como motivo decorativo contra una ventana, me gustó mucho.
La mujer se acercó para mirarme con más detenimiento. Me di cuenta que yo estaba en la cama antes de descubrir que ella era mi mujer. Me tocó la frente, y mi sistema nervioso trató en seguida de saber si la señal era un impulso de placer o de dolor, de modo que las cosas dentro de mí estaban demasiado ocupadas para que yo oyese lo que ella me estaba diciendo. Me agradaba verla hablar, me impulsaba a pensar que tenía que contestarle.
—¿Cómo está tía Laura?
Los mensajes iban llegando, la antiquísima sabiduría seleccionaba el lenguaje, las sensaciones auditivas, visuales y táctiles, mediante los órganos apropiados. Había estado el médico; fue un ataque leve, dijo, pero esta vez era indispensable descansar, tomar todas las píldoras y no hacer locuras; mi mujer ya había telefoneado a la oficina y se habían mostrado muy comprensivos. Uno de mis hermanos estaba por llegar, pero ella no creía que la visita me conviniera. Yo pensaba lo mismo.
—Me olvidé de cómo se llama.
—¿Tu hermano Bob?
Yo hablaba confusamente. No sabía aún si podría o no mover las piernas que estaban guardadas conmigo en la cama. Llegado el momento enfrentaríamos ese pavoroso desafío.
—No Bob. No Bob. La…, la…
—Descansa tranquilo, querido. No trates de hablar.
—La alfombra…
Ella siguió hablando. La mano sobre la frente era una buena idea. Me pregunté, irritado, por qué no lo hacía cuando yo estaba bien y podía apreciarlo mejor. ¿Cómo demonios se llamaba? ¿Periplo?
—Periplo…
—Sí, querido. Has estado aquí varias horas, sabes. Todavía no estás despierto del todo, ¿no?
—Champú…
—Más tarde, tal vez. Apoya la cabeza en la almohada y duerme otro rato.
—Variedad…
—Trata de dormir otro rato.
Una de las dificultades de ser editor es tener que esquivar tantos manuscritos que los amigos de los amigos le traen a uno. Los amigos siempre tienen amigos con obsesiones literarias. La vida sería fácil —y ese era el secreto de una vida feliz— si los amigos no tuviesen amigos. Suponiendo que usted naufrague en una isla desierta, señor Hartwell, ¿qué ocho amigos de amigos llevaría consigo, siempre y cuando tuviese usted una inagotable provisión de manuscritos?
Me incliné sobre el escritorio y dije:
—Pero esto es peor. Tú no eres ni siquiera amiga de un amigo de un amigo, tiíta.
—¿Y si no soy amiga de un amigo?
—Bueno, eres la tía de un sobrino, te das cuenta, y después de todo, como empresa de antigua tradición, tenemos que atenernos a ciertas normas de conducta…, digamos, por las cuales…
Era difícil ver lo ofendida que estaba. La pila del manuscrito le ocultaba casi todo el rostro. No podía retirarlo, en parte porque de algún modo se sobrentendía que ese era su manuscrito. Por fin lo abrí.
—Es tu vida, Bruce. He escrito tu vida. Podría llegar a ser un best-seller.
—Variedad… No, Farándula…
—Pensé en titularlo «Bajo cualquier otro nombre»…
—Tenemos que atenernos a ciertas normas…
Estaba mejor cuando volví a despertarme. Tenía el nombre que había estado buscando: Festival. Ahora no recordaba a qué correspondía.
La alcoba había cambiado. Había flores por todas partes. El televisor portátil estaba sobre el tocador. Habían abierto las cortinas y yo veía el jardín. Mi mujer estaba todavía allí y ahora se acercaba, sonriendo. Varias veces se acercó, sonriente. La luz iba y venía, las flores cambiaban de posición, de color, el doctor se ponía delante de ella. Al fin llegó a mí.
—¡Lo conseguiste! ¡Eres maravillosa!
—¡Tú lo conseguiste! ¡Tú eres maravilloso!
Desde entonces no hubo más problemas. Teníamos la TV encendida y observábamos la escalada bélica en Vietnam y Camboya.
Sentirme sano me puso filosófico.
—Eso fue lo que me enfermó. Nada de lo que hice: la falta de ejercicios, excesos en las comidas…, demasiado alcohol…, demasiado tabaco…, fueron los refugiados.
—La apago si te intranquiliza.
—No. Me estoy adaptando. No me pescarán otra vez. Es el dolor que los aparatos de televisión irradian desde Vietnam al mundo entero. Eso es lo que provoca tantos ataques cardíacos. El cáncer de pulmón…, piensa cómo se ha incrementado desde que empezó allí la guerra. No son enfermedades verdaderas en el viejo sentido, son enfermedades prodrómicas, premonitorias de un mal más grave. El mundo entero tendrá que caer en la escalada de Vietnam.
Ella dio un salto, alarmada.
—¡La apagaré!
—¿La guerra?
—La TV.
La pantalla quedó en blanco. Yo los seguía viendo. Mujeres escuálidas en oscuros mamelucos azules, todos sus bienes colgados de una frágil caña de bambú apoyada en un hombro frágil. Papá había muerto en la época en que echaron a los franceses. Todos éramos bastardos. Quizá cada vez que uno de nosotros moría, una de las mujeres escuálidas vivía. Empecé a imaginar una nueva religión.
Habían vestido a los ángeles con uniformes de la ONU. Ya no parecían ángeles, no a causa del uniforme sino porque estaban disfrazados de diplomáticos occidentales, nadie en particular, pero ridículos, nerviosos, estólidos, con ojos centelleantes y pétreos.
Mi ángel llegó como una exhalación y me dijo:
—¿Puedes reunir unos cuantos amigos de amigos? Los refugiados esperan en la playa.
Éramos cuatro en las camas del hospital. Venciendo mil tropiezos, nos levantamos en seguida, arrastrando vendajes y escupideras y orinales. El fulano que me seguía llevaba a la rastra una botella de plasma. Trepamos al helicóptero.
En el camino rezamos.
—Te apuesto a que los voluntarios chinos y rusos no rezan cuando viajan —le insinué al ángel.
—No hay voluntarios chinos y rusos.
—A una tontería te contestan con otra tontería —dijo el hombre del plasma.
La mano de Dios empujaba el aparato. Más veloz que los motores pero tal vez menos segura. Aterrizamos en la playa junto a un río burbujeante. El calor se derramaba para abajo, para arriba, para los costados. Los refugiados parecían sucios y desvalidos. Un niñito de cabeza descubierta cargaba a hombros a un bebé de cabeza descubierta. Ambos sin edad, con ojos de renos, oscuros, húmedos, malditos.
—Voy a morir por esos dos —dije, señalándolos.
—Uno por uno. ¿Cuál eliges?
—Demonios, ángel, vamos, ¿no vale mi alma por las de dos de esos condenados chiquillos vietnamitas?
—Nada de descuentos, compañero. De todos modos, la tuya es una moneda bastante manoseada.
—Está bien, el mayor.
Desapareció instantáneamente en el helicóptero. Vi en la ventanilla la carita sucia y triste. El bebé lloraba despatarrado sobre la arena. Estaba desnudo, tenía costras en las rodillas. Gritaba a cámara lenta, orinándose, tratando de enterrarse en la arena. Yo extendí lentamente el brazo hacia él, pero el trato ya estaba cerrado y el ángel me arrojó el napalm a mí. Mientras caía, vi que el bebé se ennegrecía en mi sombra.
—Deja que baje un poco el fuego, si tienes demasiado calor, querido.
—Ajá. Y algo de beber…
Me ayudó a sentarme, me tomó por los hombros. Copa a los labios, dientes, agua fresca en la garganta.
—Dios, te amo, Ellen, gracias a Dios no eres…
—¿Qué? ¿Otra pesadilla?
—… no eres vietnamita…
Así estaba mejor, y ella se sentó y hablamos de lo que había sucedido, quién había venido, mi hermano, mi secretaria, los Roaches… «Vinieron los Roaches»… «¿Ningún Earwig?»… Los vecinos, el médico. Luego callamos un rato.
—Estoy mejor ahora, mucho mejor. La vieja generación está a salvo de todo esto, amor mío. Nacieron civiles. Nosotros no. Alcánzame el manuscrito de mi tía, ¿quieres?
—No empezarás a trabajar esta semana.
—No me hará mal. Habrá escrito sobre el pasado, antes de la guerra y todo eso. El pasado es seguro. Me hará bien. El estilo no importa.
Cuando salió de la habitación, me apoyé en las almohadas. Había flores delante de la TV, como si el aparato fuera un pequeño santuario.