Un embaucador de aldea


El gran tren diesel arrancó de la estación Naipur, y se alejó majestuosamente hacia el sur. Jane Pentecouth tuvo una última visión del convoy por sobre las movedizas cabezas de la multitud mientras seguía la camilla hasta la sala de espera de la estación.

Se abrió paso entre la excitada muchedumbre logrando llegar junto a su padre y reunirse con el formidable doctor Chandhari, quien se había hecho cargo de la situación.

—Mi auto llegará dentro de pocos minutos, señorita Pentecouth —dijo, dispersando con un ademán a la gente que se inclinaba sobre la camilla y tocaba con curiosidad al enfermo—. Nos llevará en un soplo hasta mi casa, a poco más de un kilómetro. Fue una suerte que por casualidad yo viajara en el mismo expreso que ustedes.

—Pero mi padre…

—No me agradezca, mi estimada señorita, no me agradezca. El placer es mío, y su padre está en buenas manos. Haré todo lo que pueda por él.

Jane no había tenido intención de darle las gracias a este hindú radiante y aterrador. Se estremeció, al borde de una protesta histérica. Hacía muchos años que no se sentía tan impotente. Como si no hubiera tenido bastante con el terrible ataque sufrido por su padre en el tren, un gentío espantoso se había arremolinado alrededor, todos ofreciendo consejos. Entonces había aparecido el doctor Chandhari, quien tomó el asunto en sus manos, y ordenó al conductor que detuviera el tren en Naipur, esta estación insignificante situada al parecer en medio de la nada, con el pretexto que él vivía en las inmediaciones. Incapaz de resistirse, Jane se había dejado llevar por aquel torbellino de obsequiosidad y elocuencia.

Sin embargo, creía que el doctor Chandhari le había salvado la vida a su padre. Robert Pentecouth respiraba ahora casi normalmente. Jane apenas lo reconoció cuando le tomó la mano; estaba en coma. Pero por lo menos seguía con vida y, en el expreso, viéndolo luchar entre estertores contra la trombosis coronaria, había pensado que se moría.

La multitud se precipitó a la sala de espera, disputándose la camilla. La atmósfera de la sala era opresiva; el ventilador del cielo raso sólo hacía circular el calor. Viendo que la avalancha de hombres no se interrumpía, Jane se puso de pie y dijo en voz alta:

—¡Por favor, retírense todos, excepto el doctor Chandhari y su secretario!

El doctor se sintió muy halagado con esta intervención, interpretándola como que ella lo aceptaba. Ordenó a su secretario que tratase de despejar el recinto, o que por lo menos impidiese la entrada de la multitud que seguía acudiendo en tropel. Obsequiando a Jane con una sonrisa aún más perfecta, le dijo:

—Mi joven inteligente hija Amma está afortunadamente en casa en este mismo momento, mi querida señorita Pentecouth, así que tendrá usted buena compañía mientras se recupera con nosotros.

Jane le devolvió la sonrisa, pensando para sí misma que mañana mismo, cuando su padre hubiese descansado, volverían a Calcuta y a la atención médica adecuada. Sobre ese punto, estaba decidida.

No obstante, la residencia de Chandhari la impresionó.

Era un feo edificio modernista, todo cemento resquebrajado por fuera, adquirido a una estrella de cine que se había suicidado, le dijo Amma alegremente. Todas las habitaciones, incluso el garaje bajo la casa, tenían aire acondicionado. Había una piscina en forma de corazón en el fondo, aunque vacía y con las paredes agrietadas. Altos muros blancos custodiaban la finca. Desde su alcoba, Jane veía por encima de la tapia un camino polvoriento flanqueado de palmeras y la pintoresca miseria de una docena de chozas; criaturas desnudas junto a las puertas y jaurías de perros olfateando y gruñendo entre los montones de basura.

—Qué contraste hay aquí entre ricos y pobres —dijo Jane, contemplando la escena.

Era la mañana siguiente.

—¡Qué observación tan europea! —dijo Amma—. Los pobres suponen que el doctor debe tener un nivel de vida adecuado, de lo contrario no goza de buena reputación.

Amma no tenía más que veinte años, quizá la mitad de la edad de Jane. Una joven atractiva, de modales delicados; Jane se sentía torpe junto a ella. Como Amma misma le explicara, era moderna y culta, y no pensaba casarse hasta que fuese mayor.

—¿Qué haces todo el día, Amma? —le preguntó Jane.

—Soy funcionaria del gobierno, por supuesto, pero ahora estoy de vacaciones. Me aburro bastante aquí, aunque de todos modos es un cambio. Me marcho la semana próxima. ¿Qué haces tú todo el día, Jane?

—Mi padre es uno de los directores del nuevo Fondo PBNE. Yo cuido de él. Ahora está haciendo una breve recorrida por la India, Pakistán y Ceilán, estudiando la forma en que se administrará el Fondo. Temo que el calor y el movimiento hayan sido un esfuerzo excesivo para él. Hacía varios días que respiraba mal.

—Es viejo. Tendrían que haber enviado un hombre más joven. —Al ver la expresión de la cara de Jane, agregó—: ¡No te ofendas, por favor! Lo que quiero decir es que no es justo que envíen un hombre de su edad a nuestro clima tropical. ¿Qué es ese fondo del que hablas?

—El Fondo Europeo de Productos Brutos Nacionales. Once grandes naciones europeas contribuyen con el uno por ciento del producto bruto nacional como ayuda para el desarrollo de esta parte del mundo.

—Ya veo. Más ayuda para la pobre India superpoblada, ¿no es eso? —Las dos mujeres se miraron. Por último, Amma dijo—: Te llevaré conmigo esta tarde, y así verás la clase de gente a la que va a parar ese dinero vuestro, si es que alcanzan a vivir el tiempo suficiente.

—Esta tarde me llevaré a mi padre de vuelta a Calcuta.

—Sabes que mi padre no lo permitirá, y él es el médico. Tu padre se morirá si te atreves a moverlo. Tienes que quedarte y disfrutar de nuestra humilde hospitalidad y tratar de no aburrirte demasiado.

—¡Gracias, no estoy aburrida! —La vida que llevaba la había convertido en una experta en el arte de no aburrirse. Más aún que haber perdido el dominio de la situación, la irritaba sentirse incapaz de comprender la actitud de esta gente. Con tanta afabilidad como pudo, le dijo a la joven—: Si el doctor Chandhari aconseja no mover a mi padre, te acompañaré esta tarde con mucho gusto.

A las dos, después del ligero refrigerio del mediodía, Jane estaba lista para salir. Pero Amma y el auto no estuvieron listos hasta casi las cinco, cuando el sol descendía hacia el oeste.

Robert Pentecouth, inmenso en una pequeña cama blanca, respiraba pesadamente. Ahora era de nuevo él mismo; parecía más joven. Jane no lo quería; pero haría cualquier cosa porque siguiera viviendo. Ese fue el veredicto a que llegó mientras lo miraba. Años atrás, Robert Pentecouth había disfrutado de la vida con avidez.

Algo en la habitación tenía un olor desagradable. Tal vez fuese su padre. Acurrucada junto al lecho había una mujer vieja vestida con un sari de colores apagados, castaños y rojos, arrugada de cara, con una gema que parecía una costra seca incrustada en la aleta de la nariz. No hablaba inglés. Jane se sentía incómoda con ella; no estaba segura del hecho que la vieja no fuese la mujer del doctor Chandhari. Se oían cosas tan raras acerca de las esposas hindúes.

El cielo raso era un laberinto de fisuras. Sería lo primero que su padre vería cuando abriese los ojos. Jane le tocó la frente y salió de la habitación.

Amma manejaba. El gran automóvil nuevo avanzaba con dificultad por el accidentado camino. Pronto llegaron a Naipur. Las casas barrocas y decadentes de la calle principal trepaban por la loma y no tardaban en convertirse en míseras cabañas. La luz del sol zumbaba. Al llegar a la cresta de la loma, la aldea, ya sin aliento, moría al pie de un enorme baniano. A la sombra del árbol había un viejo, sentado en una bicicleta.

Más allá, la tierra cauterizada, una rugosa llanura costera, devastada por la larga y agotadora ocupación del hombre.

—Sólo quince kilómetros —dijo Amma—. Un poco más adelante se pone más bonito. No queda lejos del océano, sabes. Vamos a visitar a una vieja nodriza mía que está enferma.

—¿Hay peste por estos lados?

—Orissa se ha salvado hasta ahora. Unos pocos casos allá, en Cuttack. Y naturalmente en Calcuta. Calcuta es la cuna de la peste. Pero nosotros no corremos peligro. Mi nodriza sólo se está muriendo de desnutrición.

Jane no dijo nada.

Tenían que avanzar lentamente pues el camino era cada vez más escabroso. Todo tenía ahora un ritmo más lento. La gente se alineaba a la orilla del trajinado camino, silenciosamente envuelta por la nube de polvo que levantaba el auto. Un camión destartalado se acercó con lentitud, y pasó con lentitud. Bajo el sol abrasador, hasta el tiempo tenía una herida.

Entre lomas, simples ondulaciones del terreno, cruzaron un puente sobre un río moribundo, y Amma se detuvo a la sombra de unos cedros. Cuando las mujeres se bajaban del auto, un mendigo sentado al pie de un árbol les pidió limosna a gritos, pero Amma no le prestó atención. Con ademanes corteses invitó a Jane a seguirla.

—Caminemos por la sombra hasta la casa de mi vieja nodriza. Quizá sea mejor que no entres conmigo, pero no tardaré mucho. Mientras tanto puedes recorrer la aldea. Hay un templo interesante.

Unos pocos metros más allá, Amma, gesticulando y sonriendo, se separó de Jane, e inclinando la cabeza entró en una casita de paredes de barro.

Era una aldea larga e incolora, regida por el sol. Ni bien desapareció Amma, Jane sintió hasta qué punto era ajena a ese mundo.

Un grupo de niños de ojos grandes la seguía. Cuchicheaban entre ellos, pero no se atrevían a acercársele. Un campesino que pasaba con una vaca esquelética llamó a los niños. Jane caminaba lentamente, espantándose las moscas de la cara.

Sabía que esta era una de las regiones más favorecidas de la India. No obstante, la pobreza —la pobreza de la edad de piedra— era abrumadora. Se alegró porque su padre no estuviese con ella en ese momento, pues esta tierra daba la impresión que absorbería el dinero del Fondo con tanta facilidad, tan sin dejar rastros, como absorbía las lluvias de los monzones.

Mientras caminaba bajo los árboles, vio un grupo de monos sentados o merodeando por los alrededores de un caserío un poco más distante, y se acercó a observarlos. Las cabañas, solitarias, estaban rodeadas por proyectos de huertos. Un perro olisqueaba los montones de basura, sin perder de vista a los monos.

Había piedras colocadas debajo del gran árbol donde se paseaban los monos. Algunas estaban pintadas o manchadas, y las ramas del árbol habían sido pintadas de blanco. Había ofrendas de flores en una diminuta hornacina adosada al tronco principal; una guirnalda se marchitaba colgada de una rama baja sobre la cabeza de una mona. La mona, vio Jane, amamantaba con pechos consumidos a su cría.

Un hombre salió de atrás del árbol y se acercó a Jane.

—Señora, ¿quiere comprar algo? —dijo saludándola.

Jane lo miró. Tenía algo repulsivo en un ojo, que atraía a las moscas. Sin embargo era un hombre bien plantado, delgado, claro está, pero no tan viejo como le había parecido al principio. Llevaba la cabeza afeitada, y sólo vestía un dhoti blanco. No parecía tener nada para vender.

—No, gracias —dijo Jane.

El hombre se le acercó un poco más.

—Señora, ¿usted señora inglesa? Usted compra pequeño recuerdo, cosa muy bonita de valor para llevar con usted a Inglaterra. Mire, yo muestro…, usted favor esperar aquí un minuto.

Dio media vuelta y se metió en la más deteriorada de las chozas. Jane miró alrededor, preguntándose si debía esperar. Al cabo de un momento, el hombre volvió a salir a la luz del sol, llevando un jarrón. Los niños los rodearon y miraron en silencio; sólo los monos estaban inquietos.

—Este es un muy precioso vaso hindú, señora, comprado en Jamshedpur, muy fino trabajo a mano. ¡Mire hermoso trabajo artístico, señora!

Jane titubeó antes de tomar en las manos el ordinario jarrón de bronce. El hombre se dio vuelta, llamó a gritos a alguien en la choza, y luego redobló sus argumentos de venta. Había trabajado en una fábrica de calzado en Jamshedpur, le explicó, pero la fábrica se había quemado y no pudo encontrar otro empleo. Había traído aquí a la mujer y los hijos, para vivir con un hermano.

—Lo lamento pero no tengo interés en comprar el jarrón —dijo Jane.

—¡Señora, por favor, usted da sólo diez rupias! ¡Sólo diez rupias!

De pronto calló. Una mujer acababa de salir de la cabaña y se detuvo junto a él, inmóvil. Llevaba un niño en brazos.

El niño miraba a Jane solemnemente con inmensos ojos oscuros. Estaba desnudo, salvo un trapo, y encima se combaba el vientre voluminoso. Tenía el cuerpo, y en especial la cara y el cráneo, cubiertos de pústulas rezumantes. Le habían embadurnado la cabeza con ceniza. El pequeño no se movía ni lloraba; qué edad tendría, Jane no pudo adivinarlo.

El padre había callado un momento. Ahora dijo:

—¡Mi hijo se va a morir, señora, mire, vea! Usted me da diez rupias.

Ahora Jane rechazaba el jarrón que el hombre insistía en ponerle en las manos. Dentro de la cabaña, otros niños se movían en las sombras. El niño enfermo miraba a lo lejos con una expresión de profunda sabiduría y belleza —o así lo interpretaba Jane— como si comprendiese y perdonase todas las cosas. Pero el silencio del pequeño la asustaba, eso y la inmovilidad de la madre. Dio un paso atrás, sintiendo un escalofrío.

—¡No, no, no quiero el jarrón! Tengo que irme…

Mascullando disculpas, dio media vuelta y de prisa, casi corriendo, regresó al auto. Oyó que el hombre la llamaba.

Jane subió al coche. El hombre se acercó y se quedó allí de pie, sin tocar el auto, discurriendo, explicándose, ofreciendo el jarrón por sólo ocho rupias, hablando, hablando. Siete rupias y media. Jane escondió la cara.

Cuando Amma salió, el hombre se hizo atrás, murmurando sumisamente. Amma le respondió con sequedad. El hombre dio media vuelta, abrazado al jarrón; los niños miraban. Amma se sentó al volante y encendió el motor.

—Quería venderme algo. Un jarrón. Lo único que tenía para vender, supongo —dijo Jane—. No estuvo grosero. —Sintió el cambio silencioso que acababa de producirse en la relación con Amma; ya no podía refugiarse en una supuesta superioridad, pues virtualmente acababa de ser rescatada. Al cabo de un momento, preguntó—: ¿Qué le pasaba al niño? ¿Te lo dijo?

—Es un hombre de las clases marcadas. El niño se está muriendo de viruela. Siempre hay viruela en las aldeas.

—Yo creí que era la peste…

—Ya te dije que la peste no llegó a Orissa todavía.

El viaje de regreso fue silencioso, mudo en la tierra castigada. Ahora la gente que volvía lentamente a sus casas proyectaba largas sombras. Un criado las esperaba a la entrada de la mansión de Chandhari, listo para abrirles la puerta, y una muchacha de la servidumbre rondaba por allí; corrió junto al auto, hablándole a Amma, alborotada.

Amma se volvió a Jane y dijo:

—Jane, lamento decirte que tu padre acaba de sufrir otro ataque cardíaco.

El ataque ya había pasado. Robert Pentecouth yacía inconsciente en la cama, respirando roncamente. De pie junto a él el doctor Chandhari lo observaba mientras sorbía un jugo de lima helado. Cuando Jane se acercó a la cama, la saludó afectuosamente con un movimiento de cabeza.

—Naturalmente, le he administrado un anticoagulante, pero su padre está muy enfermo, señorita Pentecouth —dijo—. Hay un grave infarto cardíaco, junto con un debilitamiento de la válvula mitral, a la entrada del ventrículo izquierdo. Esto ha provocado una congestión pulmonar, y los consiguientes trastornos respiratorios, muy acentuados por la atmósfera tropical del subcontinente indio. He hecho por él todo lo que me fue posible.

—Tengo que llevarlo a casa, doctor.

Chandhari meneó la cabeza.

—El viaje aéreo será un esfuerzo excesivo para él. Le digo francamente, no creo ni por un instante que llegue con vida.

—¿Qué puedo hacer, doctor? ¡Estoy tan asustada!

—El corazón de su padre está muy dañado y deteriorado, mi querida señorita. Necesita un corazón nuevo, de lo contrario poco tiempo le queda.

Jane se sentó en la silla junto a la cama y dijo:

—Estamos en manos de usted.

El doctor se sintió encantado.

—No hay manos más seguras, querida señorita Pentecouth. —Miró a ambos con una extraña mezcla de respeto y temor mientras decía—: Permítame que le trace un pequeño plan de campaña. Mañana pondremos a su padre en el expreso a Calcuta. Puedo telefonear a la estación de Naipur para que lo hagan parar allí. ¡No se asuste! ¡Yo la acompañaré en el expreso! En el Hospital de Clínicas Radakhrishna de Howrah, en Calcuta, está ese hombre excelente, K. V. Menon, oriundo de Trivandrum, lo mismo que mi familia, un hombre muy civilizado e inteligente de la casta Nair. K. V. Menon. Un nombre famoso; él hará la operación.

—¿Operación, doctor?

—¡Seguro, seguro! Él le dará un corazón nuevo. K. V. Menon llevó a cabo con éxito muchos muchísimos transplantes de corazón. La operación es tan común en Calcuta como en California. ¡No se preocupe! Y yo personalmente estaré todo el tiempo junto a usted. Tal vez venga Amma también, porque ya veo que son buenas amigas. ¡Bueno, bueno, no se preocupe!

Llevado por el entusiasmo, le tomó el brazo y la hizo levantarse. Jane se quedó allí, firme pero indecisa, la mirada fija en Chandhari.

—Venga —le dijo el médico—. ¡Haremos todos los arreglos por teléfono! Provocaremos toda una conmoción en la aldea, ¿eh? Su padre está bien aquí con la vieja enfermera que lo cuida. Dentro de pocos días despertará con un corazón nuevo, sano otra vez.

Jane envió un telegrama explicando la situación a la sede central del Fondo en Delhi (la ciudad elegida por las autoridades quizá como resabio de viejas ínfulas colonialistas). Luego se retiró a segundo plano, mientras la conmoción se extendía.

Primero se extendió por la casa. Vivían en ella más personas de las que Jane había imaginado. Conoció a la esposa del médico, una mujer elegante que vestía un sari, hablaba inglés correctamente, y que al parecer ocupaba un ala independiente de la casa, junto con parte de la servidumbre que ahora iba de un lado a otro, excitada por la novedad. Se despachaban mensajeros al mercado para compras de último momento.

La conmoción se extendió con celeridad más allá de los muros de la casa. La gente acudía a interesarse por la salud del sahib blanco, esperando enterarse por sí mismas de lo peor. El representante del periódico local hizo una visita. Se presentó otro médico, y el doctor Chandhari lo llevó, no sin orgullo, a inspeccionar al paciente.

La conmoción creció todavía más, si era posible, después de la caída del sol.

Jane fue a sentarse junto a su padre, que seguía inconsciente. En una ocasión llegó a decir algo; era evidente que creía estar de regreso en Inglaterra, y aunque Jane le contestó, no dio señales de haberla oído. Amma entró a desearle las buenas noches antes de retirarse a dormir.

—Partiremos mañana a la mañana temprano —le dijo Jane—. Mi padre y yo no les hemos traído otra cosa que problemas. No es necesario que vayas a Calcuta con nosotros. Te pido que no te molestes.

—Claro que no. Yo iré solamente hasta la estación de Naipur. Me alegro si hemos podido ser de alguna ayuda. Y con un corazón nuevo, tu padre estará sano y fuerte otra vez. Menon es un gran experto en transplantes de corazón.

—Sí. He oído mencionar el nombre, creo. No me dijiste, Amma, cómo encontraste a tu vieja nodriza esta tarde.

—No me lo preguntaste. Por desgracia, había muerto la noche anterior.

—¡Oh! ¡Lo siento tanto!

—Sí, es duro para la familia. Tienen tantas deudas.

Se marchó; poco después también Jane se retiró a sus habitaciones. Pero no pudo dormirse. Al cabo de una o dos horas, se vistió de nuevo y bajó, obsesionada por la imagen del vaso de jugo de lima helado que le había visto beber al doctor. Oyó a la gente invisible que iba y venía por habitaciones en que nunca había entrado. También en el jardín se movían unas vacilantes lenguas de luz. Un transplante de corazón era todavía un acontecimiento insólito en Naipur, como lo fuera alguna vez en Europa y Norteamérica; quizá aquí tocara raíces de superstición más profundas que en otros continentes.

Cuando llegó un criado, Jane le pidió lo que quería. Luego de una larga demora, apareció con el vaso en una bandeja, sujetándolo con la mano para que no resbalase, y lo llevó a la galería. Jane se sentó en un sillón de mimbre y empezó a beberlo a pequeños sorbos. Una cara apareció en el jardín, una mano se elevó hacia ella en actitud suplicante.

—¡Por favor! ¡Señorita Señora!

Sobresaltada, reconoció al padre del niño moribundo con quien había hablado la tarde anterior.

A la mañana siguiente, uno de los criados del doctor la despertó. Embotada, falta de sueño, se vistió y bajó a tomar té. No encontraba nada que decir; su cerebro no había despertado aún. Amma y el doctor Chandhari hablaban entre ellos constantemente, en inglés.

Afuera esperaba el gran automóvil de la familia. Pentecouth fue instalado en él con mucho cuidado, y el equipaje apilado alrededor. Apenas había amanecido; cuando Jane, Amma y Chandhari subieron al auto y emprendieron la marcha, ya había figuras fantasmales en actividad. En alguna que otra casa chisporroteaba ya un pequeño fuego. Un tractor tronaba rumbo a los campos. A los lados del camino la gente, adormecida aún, se detenía para dejar pasar el coche. El aire era frío; pero en el cielo del levante ya flameaban violentamente las banderas de la canícula diurna.

Estaban casi por llegar a la estación cuando Jane le habló a Amma:

—El padre del niño que se estaba muriendo de viruela caminó desde la aldea hasta la casa para hablar conmigo. Me dijo que había venido no bien se enteró de la enfermedad de mi padre.

—Los criados no tenían que haberle permitido entrar. Así es como se propagan las enfermedades —dijo Amma.

—Anoche tenía otra cosa para venderme. No un jarrón de bronce. ¡Quería venderme su corazón!

Amma se rió.

—¡El jarrón hubiera sido mejor negocio, Jane!

—¿Cómo puedes reírte? Estaba tan desesperado por ayudar a su mujer y a su familia. Pedía cincuenta rupias. ¡Iría a llevarle el dinero a su mujer y vendría con nosotros al hospital de Calcuta para que le sacaran el corazón!

Tapándose cortésmente la boca con la mano, Amma volvió a reír.

—¿Qué tiene de gracioso? —preguntó Jane, exasperada—. Hablaba en serio. ¡Todo era tan negro para él que su vida no valía más de cincuenta rupias!

—¡Pero su vida no vale ni eso, de lejos! —dijo Amma—. No es más que un embaucador de aldea. Y de todos modos, el dinero no curaría al niño. El tipo de viruela que hay aquí es generalmente fatal, ¿no es así, papá?

El doctor Chandhari estaba sentado con una mano apoyada en la frente de Pentecouth.

—La idea de ese hombre, por supuesto —dijo—, no es científica. Pertenece a una de las clases marcadas, es un Intocable, como decíamos antes. Nunca comió lo suficiente y debe tener un corazón débil. No sería un corazón apropiado para el cuerpo de su padre, para que la sangre circule bien. —Con un gesto orgulloso, golpeó el pecho de Robert Pentecouth—. Éste es el cuerpo de un hombre bien alimentado. En Calcuta le conseguiremos un corazón grande, sano y eficiente.

Llegaron a la estación de ferrocarril. El sol, ya sobre el horizonte, ascendía con rapidez. Los rayos de oro se volcaban entre las ramas de los árboles que circundaban la estación y sobre los rostros de la gente que acudía a presenciar el acontecimiento: la detención del imponente expreso Madrás-Calcuta, para embarcar en él a un hombre blanco que necesitaba un transplante de corazón.

Jane miraba furtivamente a la multitud, tratando de ver si el hombre se encontraba allí. Pero, por supuesto, a esa hora tenía que estar en su casa de la aldea.

Observando la mirada de Jane, Amma le dijo:

—Jane, no le habrás dado dinero a ese hombre, ¿no?

Jane bajó los ojos, para no traicionarse.

—Te hubiese robado —insistió Amma—. El corazón no habría servido para nada. Esta gente nunca está libre de lombrices, sabes, en el corazón y en el estómago. Si lo que querías era un recuerdo de Naipur, tendrías que haber comprado ese jarrón…, no un corazón, ¡cielo santo!

El tren estaba entrando. La multitud se agitaba. Jane tomó la mano de Amma.

—No digas nada más. Me acordaré siempre de Naipur.

Y mientras el gran tren reluciente gruñía y se detenía en la estación, ella se movió ocupándose de la camilla de su padre.