La orgía de los vivos y los moribundos


Fue así como le llegó a Tancred Frazer la voz de su mujer.

Desde el fresco vestíbulo de la casa de campo en el corazón de Hampshire, Inglaterra, ella fonovisó el código numérico mundial de su marido. Los impulsos de visión y sonido fueron aceptados por la central local y transmitidos por cable coaxial hasta la central principal de Southampton, y desde allí enviados al transmisor de Goonhilly Downs en Cornualles. Desde Goonhilly, la señal subió hasta el Postbird III, el satélite de comunicaciones, que al instante la envió de rebote a la Tierra.

La señal fue aceptada en Calcuta. Aquí ocurrió la primera demora, una espera de cuatro minutos y medio antes que la oficina de Allahabad, en la provincia de Uttar Pradesh, en pleno corazón de la India, pudiese recibir la llamada. Por último, en la central automática chasqueó un conmutador, y el siguiente eslabón del circuito quedó abierto. Luego de una breve demora, la llamada llegó hasta Faizabad, al norte de Allahabad.

En Faizabad se interrumpía el procesamiento automático. Habían planeado instalarlo allí en el año 2001, es decir el año siguiente; pero desde que el gobierno proclamara el estado de hambruna, era previsible que la nueva central tuviese que postergarse. Mientras tanto, el muy amable operador del conmutador consiguió, luego de algunos minutos, pasar la llamada a la aldea de Chandanagar, a treinta kilómetros de distancia.

Chandanagar era pequeña, y durante varios milenios, hasta que llegó la Organización para la Lucha contra el Hambre de las Naciones Unidas y levantó sus instalaciones en los alrededores semidesérticos, había sido una aldea anodina. En realidad, Chandanagar sólo podía recibir señales sonoras; no había allí ninguna consola de microfotografía diódica capaz de procesar visollamadas. Así entonces, Chandanagar transmitió únicamente la señal de sonido a la Sede de la OLHNU.

El muy amable operador de la Sede de la OLHNU repitió el código numérico mundial, lo comparó con una lista y dijo:

—¡Ah, usted quiere hablar con la Delegación Británica! Tancred Frazer está en la Delegación Británica. Sí, a unos ocho kilómetros de aquí, pero tengo una línea terrestre. ¡No corte!

Había una línea libre en ese momento. Inclinándose peligrosamente en el alto taburete, el operador insertó la clavija en un tablero auxiliar y agitó una manivela. A ocho kilómetros de distancia repiqueteó un teléfono.

Sonó en la oficina a la calle de un edificio con aire acondicionado, a cuyo alrededor, por muchos kilómetros a la redonda, se extendía la calcinada llanura del Ganges. Y sobre la llanura agobiada por la sequía yacía pesadamente la muerte.

Tancred Frazer en persona atendió el teléfono, luego [padeces de una desnutrición que es causa de esos males] del tercer repiqueteo, y pudo así escuchar la voz de su mujer que le hablaba desde el fresco vestíbulo de la casa de Hampshire.

A pesar de todos los ruidos de qué-contentos-estamos, el diálogo fue un tanto vacilante.

—A fines de la primera semana de abril casi no había narcisos.

La conversación ya derivaba a temas insustanciales.

—Un poco tarde para narcisos, ¿no? [morirá la flor y también la semilla pero algunas flores]

—No, querido, muy temprano. Hay algo que anda mal, ¿no? Si es así, dímelo, por favor. Sabes cómo me preocupo. ¿Es el espectáculo de toda esa pobre gente muriéndose de hambre lo que te deprime?

Tancred se pasó la mano por la frente.

—No, estoy bien. Kathie… —Pero no pudo decir una frase afectuosa; eso hubiera sido demasiado falso, hasta para él, dadas las circunstancias.

—Voy a cortar y me quedaré muy preocupada si no me lo dices.

—He tenido un bombardeo de voces —dijo Tancred de mala gana.

—¿Has estado comiendo bombones? Esta línea es terrible.

—Dije que tengo un bombardeo de voces en la cabeza, tu voz y la patética voz de toda esta gente.

—¡Pobre querido! Es el calor, estoy segura. ¿Hace mucho calor ahora en Chandanagar?

Ese era terreno más seguro; volvían a hablar del tiempo. Pero cuando por fin colgó el receptor, Tancred pensó, sintiéndose un miserable, claro que lo sabe, oyó en mi voz la confesión con tanta claridad como yo oí en la suya que ella lo sabe. Al fin y al cabo, ya le tocó muchas veces. ¡Qué hijo de perra soy! Pero en el fondo estaba furioso con Kathie, furioso porque ella era [y no habría casi narcisos a fines de la primera semana] inocente. Sujetándose la toalla alrededor de la cintura, regresó sin hacer ruido a la improvisada alcoba donde lo esperaba Sushila.

Sushila Nayyer, tapada con una sábana, se había reclinado en la cama con ese sencillo señorío innato en ella. Tenía ahora casi diecinueve años, una mujer madura y decidida. Tres años atrás se había alojado en casa de Tancred y Kathie en Inglaterra, cuando estudiaba medicina en el Guy Hospital; fue entonces cuando sintió [en el consuelo del último aliento de ella y deslumbrado] por primera vez el deseo violento de acostarse con ella. Mientras trabajaba para la ONU tuvo la oportunidad de viajar a las regiones de la India azotadas por el hambre. Se había dedicado en seguida a buscar a Sushila, y por eso estaba ahora en este sitio polvoriento. Todavía se asombraba de haber tenido tanta buena suerte.

—¿Era tu mujer? —le preguntó Sushila—. ¿Llamándote [no creo que puedas permitirte escuchar el verdadero] nada menos que desde Inglaterra?

—Sí. Kathie. Estaba preocupada por mí. Siempre se preocupa. No pasa nada.

Se miraron. Tancred se preguntó qué significaría íntimamente y para los dos esa mirada mutua.

—¿Quieres volver a la cama?

—¡Si querré!

Sushila le sonrió con su sonrisa lenta y seria que lo turbaba siempre.

Mientras él se sacaba la toalla de la cintura, Sushila retiró la sábana. Siendo ella una recatada mujer musulmana, este movimiento le pareció de una extraña humildad, como una confidencia entre ellos. El cuerpo de Sushila, la carne que envolvía los delicados huesos asiáticos, era un oasis comparado con los desiertos de cuerpos [Oh Babi Babi recordarán los niños a su madre como] consumidos de allí afuera, las madres enlutadas que recorrían centenares de kilómetros buscando agua para sus hijos. Tancred trató de apartar las fatigosas voces e [y en el pozo sólo un olor de huesos viejos y podridos] imágenes que no dejaban de perseguirlo, y trepó a la cama al lado de aquella hermosa criatura, dispuesto aun antes de tocarla a poseerla una vez más. Cuando le [cuyas congojas atormentan aún más mi alma que todos] besaba el vientre, casi podía olvidar aquellos pensamientos discontinuos y fragmentarios. En el momento en que hundía la cara en la cabellera negra, extrañamente fragante, el teléfono volvió convulsivamente a la vida.

—¡Mierda! —dijo Tancred. [monzones estallando al fin según el observatorio]

Esta vez la interrupción fue más prolongada. Cuando colgó el receptor, volvió a Sushila.

—¡Lo siento, criatura de amor! Tendré que vestirme. Era Frank Young. Hay una llamada general de emergencia. Terribles inundaciones en Bhagapur, y el Cuartel General quiere toda la ayuda que podamos prestar. Tengo que ir a ver a Young. ¿Dónde diantre queda Bhagapur, dicho sea de paso?

Le alegró ver que Sushila no iba a tomar esta interrupción con uno de aquellos habituales estallidos de mal humor; había apenas un dejo de contrariedad en su voz cuando dijo:

—Es un pueblito a unos ochenta kilómetros al norte, hacia la frontera con el Nepal. ¡Siempre hay inundaciones en Bhagapur! ¿Tendrás que ir? [Oh no te culpo, no hubieras podido serle fiel aunque]

—Espero que no. Depende de Young. Dice que saldrá con una unidad de socorro tan pronto como sea posible.

—¡Siempre es «tan pronto como sea posible» con ese idiota de Young! Es tan inglés. Con seguridad Bhagapur puede esperar.

—La postergación es una virtud en la India. En Europa, es una confesión de fracaso.

Frazer la besó.

Se vistió, pasó por la oficina, salió al camino, y se sintió devorado por el calor monstruoso de la llanura. Pero el sistema de aire acondicionado tenía tres respiraderos, uno a cada lado del edificio y un tercero en el frente, y era posible, estando de pie en el camino, aprovechar el aire más fresco expulsado por la antiestética rejilla sobre la puerta de la oficina. De todos modos, se sentía extrañamente enfermo, como le sucedía a menudo cuando estaba allí contemplando los desolados alrededores.

El destacamento se había aislado del resto del mundo; el terreno de varios acres estaba cercado con alambre de púas. El hospital era el único edificio importante del campamento: una construcción cuadrada y gris al final del camino, totalmente colmada. Alrededor se alzaban los miserables vivacs de los refugiados, una ruinosa aldea de cañas de bambú, arpilleras deshilachadas y telas de plástico. El sector de las oficinas estaba más cerca de la entrada. Era un edificio nuevo, que mostraba signos de deterioro. Al lado acababan de levantar un nuevo depósito que ya necesitaba de reparaciones; parte de la pared que miraba a las oficinas se había derrumbado.

Aunque era la sofocante hora de la tarde que la mayoría de la gente excepto los adúlteros dedicaba al descanso, [asomarse a la ventana para mirar la oscuridad del jardín] había mujeres albañiles trabajando en la reparación de la pared, caminando con digna lentitud, grises los pies desnudos, cargando sobre las cabezas canastas de ladrillos de fabricación casera, subiendo y bajando por los andamios, casi sin hablar, un pliegue de los saris sobre las cabezas, como una protección marginal contra el calor.

El camino se extendía frente al sector de las oficinas y el almacén. Del otro lado de la ruta había un viejo depósito de lata, saqueado varias veces y ahora casi vacío, y cabañas livianas donde vivía el equipo médico de la ONU. Más cerca de la puerta había un cobertizo, y luego la oficina de guardia y otros cuartos. Eso era todo. Un hiato casi imperceptible en la vasta monotonía de la llanura.

Aunque Frazer miraba todo esto, horrorizado y fascinado como siempre ante la crueldad del paisaje y el espectáculo de las víctimas del hambre, algunas de las cuales, lo mismo que él, se acuclillaban ahora o permanecían de pie fuera de las oficinas, fue el cielo sobre todo lo que le llamó la atención.

Hacia el norte, la llanura moría en una bruma purpúrea. Por encima de la bruma, nubes de tormenta se acumulaban en la atmósfera, distorsionadas, comprimidas, [ya ves que la pasión y la violencia son parte misma] coléricas, aquí negras, allí brillantes, como si dentro de ellas se agitaran unos fuegos atómicos. Allí iba el monzón, trayendo las bendecidas lluvias. Parecía que iban a caer sobre Chandanagar; pero lo mismo había parecido durante las últimas cinco noches. En cambio, la lluvia había caído en el norte, y en los pozos de Chandanagar sólo había un olor de huesos viejos mientras el suelo iba [en el pozo sólo un olor de huesos viejos y podridos] pudriéndose en tres años de sequía, y el río más arriba de Bhagapur se desbordaba y arrastraba a los habitantes. [En mi cántaro sólo migajas rotas de agua, sólo migajas]

Una anciana lo llamó, extendiendo un brazo que parecía un viejo paraguas roto. Frazer fue hacia la cabaña de Young.

Frank Young estaba ya trabajando. Era un hombre irascible casi sesentón, con cabellos ralos que apenas le cubrían el cráneo, tan prominente de mandíbula como de trasero, pero a pesar de todo ágil cuando se le exigía acción. Había dado vida a este destacamento de la OLHNU, lo había salvado de numerosas crisis, incluyendo una alarma de cólera, y no parecía todavía dispuesto a abandonar la lucha. Tampoco parecía tener ganas de simpatizar con Frazer, aunque como jefe que era no podía mostrarlo muy claramente. Los dos subordinados de Young, Garry Knowles y el doctor Kisari Mafatlal, [usted tenía órdenes y ninguna razón para abandonar] un bengalí rechoncho, estaban allí con él. Knowles salía en ese momento, y cuando Frazer entró, oyó que decía:

—Alistaré los planeadores.

Mafatlal obsequió a Frazer con una sonrisa nerviosa. Tenía una espesa cabellera negra abundantemente aceitada y modales refinados, atributos que lo hacían parecer fuera de lugar junto a Frank Young.

—Estaba tratando de explicarle al señor Young qué caprichoso es nuestro Ganges, y siempre lo ha sido en toda la historia, un brazo puede secarse por completo mientras el otro…

—Sí, dejemos eso ahora, Mafatlal —dijo Young con brusquedad. Trataba al verborrágico hombrecillo con desdeñoso sarcasmo, y casi todos los otros médicos imitaban a Young—. Frazer, ¿se da cuenta de la situación? Graves inundaciones en la región de Bhagapur. Galbraith acaba de llamar desde el Cuartel General pidiendo toda la ayuda posible. Se habla de más de un millar de ahogados en Bhagapur misma y que un grave deslizamiento de tierra amenaza las aldeas próximas. Llevaré allí los planeadores y el personal de la OLHNU, excepto la dotación del hospital y Mafatlal. Mafatlal y usted quedarán aquí a cargo de todo. Los llamaremos por radio en cuanto lleguemos al otro lado. ¿De acuerdo?

—No creo que yo pueda hacerme cargo oficialmente, señor. No soy más que un visitante. Si fuese con usted, y Knowles…

—A Knowles lo quiero conmigo. Garry conoce este tipo de trabajo. Usted se queda aquí y le tiende la mano a Mafatlal…, y también, por supuesto, a esa doctora, la señorita Nayyer. Es una simple cuestión de rutina. Eso sí, recuerde que hay valiosas reservas de granos en el depósito nuevo, y cuide que los guardias cumplan con su obligación.

—¿Por cuánto tiempo piensa estar ausente?

Tratando de no exasperarse, Young ajustó las correas del saco de dormir, se lo deslizó en el bolsillo, y luego dijo:

—Eso depende del monzón, no de mí, ¿no le parece? Vaya estupidez que se le ocurre preguntar, Frazer, si no se ofende.

—Justamente le decía al señor Young que la inundación podría llegar aquí en menos de veinticuatro horas —dijo Mafatlal, pero Young tras un seco gesto de asentimiento, dio por terminada la entrevista, e indicándoles la puerta salió junto con ellos.

—Qué hombre agradable —comentó Frazer sarcástico, mientras junto a Mafatlal seguía con la mirada la fofa figura de Young que iba y venía entre las cabañas, y llamaba a voz en cuello a los otros miembros del equipo.

—Sí, un hombre muy agradable en el fondo —dijo Mafatlal—. Primero hay que mirarle el corazón. La acción influye en el corazón, y él adopta entonces una actitud muy autoritaria, tal vez imitada del padre, creo que era militar. ¿No le parece, señor Frazer, que en general el hombre de acción es un tipo psicológico dócil en la vida cotidiana?

—Nunca me detuve a pensarlo. —Cristo, ¿iba a tener [tratas de ocultar que no te sientes seguro de tu propio] que soportar las disquisiciones filosóficas de Mafat todo el tiempo que faltasen los otros?

—Usted es un hombre que piensa mucho más de lo que dice, señor Frazer, ¿no?

Frazer entornó los ojos y los clavó en Mafatlal. Quizá debiera confiar en el médico, contarle lo de las voces; [morirán la flor y la semilla pero algunas flores no mueren] algunas veces le parecían extrañamente premonitorias; como si fuesen algo más que los síntomas de una misteriosa enfermedad.

—A decir verdad, Kisari, estoy preocupado. Pero no quiero hablar del tema.

—Claro, lo comprendo. Gracias de todos modos. Pero quizá yo pueda ayudarlo más de lo que usted cree, pues toda la vida me interesé… [mi niño niño niño esta pobre piltrafa que es tu madre]

—No quiero hablar de eso ahora.

Quería funcionar bien allí, ser útil. Un pequeño núcleo de refugiados empezó a cercarlos, a él y a Mafatlal. A cada uno le daban diariamente una escudilla de cocido de arroz con vitaminas; lo suficiente como para que siguieran con vida, pero no viviendo. Miraban de un modo que atormentaba a Frazer. Ya habían advertido que una crisis amenazaba el campamento y temían ahora por sus miserables vidas. Le hablaban a Mafatlal con voces graves, suplicantes; y él les contestaba con sequedad, como si también él por un momento se hubiese convertido en [para mirar por la ventana la oscuridad del jardín] hombre de acción. La línea divisoria más infranqueable era la que separaba al satisfecho del hambriento.

Sushila apareció en la puerta del edificio de oficinas, vestida con un uniforme pulcro y severo. Contento de verla, Frazer se le acercó y le explicó la situación.

—La gente dice que la lluvia llegará aquí esta noche —dijo Sushila en voz baja—. Si eso ocurre, los que todavía [Divina Zenócrates un epíteto demasiado sucio para ti] pueden querrán regresar a las aldeas a ver si hay agua en los pozos. ¿Los dejarás ir?

—No queremos detenerlos. Hay arroz y harina en abundancia en el nuevo depósito, pero no sabemos cuándo llegará otra partida, así que cuantas menos bocas hambrientas queden aquí, tanto mejor.

—Pero ¿cerrarás esta noche el campamento y redoblarás la guardia?

—Sí. Pero no creo que haya ningún peligro, ¿no?

—En Allahabad ya deben saber que aquí no queda casi nadie de la ONU. Siempre hay gente inescrupulosa en épocas difíciles.

Frazer sonrió.

—¡Eres tan espléndidamente hermosa, mi divina Zenócrates! Pero estás sobrexcitada. ¿Qué te parece si vuelves al hospital y tratas de serenar un poco los ánimos? Al atardecer te iré a buscar para tomar un trago.

Se miraron. Frazer sintió una ligera brisa que soplaba alrededor. Al parecer había conseguido tranquilizarla, pues ella sonreía ahora.

—Si las cosas marchan bien, quizá mañana haremos una pequeña excursión, Tancred —le dijo—. Si eres un buen chico.

Dio media vuelta y fue hacia el hospital.

Los motores de los dos grandes vehículos ya estaban encendidos; el polvo se arremolinaba en los flancos grises. [el polvo vivo cantando como moscardones amado Siva] Sopló envolviendo a las mujeres que ahora concluían letárgicamente el trabajo del día en la pared, y se alejó hacia el hospital y el miserable campamento, dejando atrás a los diez hombres de la OLHNU que se acercaban a los vehículos cargando mochilas. Los hombres agitaron los brazos saludando a Frazer y Mafatlal. [trata de volver antes de mi cumpleaños Tancred tú sabes]

Frazer y Mafatlal se quedaron en el camino hasta que las máquinas se perdieron a lo lejos. Vieron cómo se desplazaban lentamente por la abrasada planicie, seguidas por dos estelas de polvo que se elevaban en altos remolinos. Para ese entonces, las mujeres albañiles habían descendido ya de los andamios de madera y regresaban penosamente a sus viviendas. Pero los refugiados seguían indiferentes, sentados o echados a la sombra, o de pie frente a la rejilla por donde el ineficiente aparato de aire acondicionado expulsaba una bocanada un poco más fresca desde dentro de las oficinas.

En el cielo, las nubes graníticas se hinchaban y [las rosas necesitan lluvia aunque es hermoso el hechizo] deshinchaban, desmintiendo la lluvia. Frazer sintió frío y tristeza. Pensó con melancolía en su mujer traicionada. [es liegt der heisse Sommer mientras en mí el invierno] Maldición, Kathie; no lo puedo evitar; soy una víctima de la lujuria o algo así…, a lo mejor no me amamantaron bastante cuando era pequeño. Tal vez Mafat podría explicármelo…

No necesitaba explicaciones, lo que necesitaba era un trago, e invitó a Mafatlal a beber con él.

El pequeño doctor sólo aceptó un poco de whisky, muy diluido y con azúcar. Confesó que lo prefería diluido en champagne, pero sólo había agua a mano. Y mientras jugueteaba con el vaso, se esforzaba por mantener una conversación amable, a la que Frazer contestaba distraídamente.

—Señor Frazer —dijo al fin—, ¿puedo hacer un comentario personal?

—Adelante.

—Siempre me pregunto por qué me cuesta tanto entrar en confianza con los ingleses y los norteamericanos. ¿Será que les desagradan ciertas fallas de mi personalidad?

—Por Dios, Kisari, ¡no lo sé! En cuanto a mí, estas preguntas personales me parecen muy embarazosas, y mucha gente piensa lo mismo.

—Ah, ¿pero es lógico que las encuentre embarazosas? ¿No tendría que haber menos barreras entre la gente? Tal vez sea cierto el viejo dicho que los ingleses son reservados y sólo quieren vivir para sí mismos.

Un tanto irritado, Frazer dijo:

—En realidad, no tengo nada de inglés. Soy suizo. Lo que sucede es que he vivido casi toda mi vida en Inglaterra, y mi mujer es inglesa.

Mafatlal inclinó la cabeza hacia un costado y lo miró inquisitivamente.

—Ya veo. Bueno, yo no diría que eso invalide mi tesis. Quizá adquirió usted el hábito de cerrarse a los congéneres masculinos y sólo pueda conversar con mujeres, ¿no es eso?

Frazer se puso de pie y se sirvió otro whisky. Aunque se sentía irritado, no podía dejar de ver el lado cómico del interrogatorio. [si eres un buen chico haremos una pequeña excursión]

—Kisari, sé que se ha especializado en psicoanálisis. ¿Por qué no emplearlo un poco con usted? Lo que usted quiere en realidad es hablarme de Sushila, ¿no? Lo devoran los celos porque cree que me acuesto con ella todos los días, ¿no es cierto?

—Cualquier hombre le envidiaría el cuerpo de Sushila Nayyer, Tancred, ¡claro que sí! Aunque yo me entretengo ya bastante con las dulzuras del equipo de enfermeras. Pero no sé por qué se siente usted tan culpable disfrutando de Sushila.

—¡Culpable! ¡No me siento culpable! No es cuestión de…, mire, como le dije antes, pienso que estas discusiones íntimas son en verdad muy desagradables. Si ha terminado de beber, quizá no le importe dejarme solo, ¡maldita sea!

Mafatlal puso el vaso en la mesa, con cara de congoja.

—¿Puedo sugerirle que quizá también usted se sentiría [puedo sugerirle que alivie su conciencia confesándose] mejor si echara un terroncito de azúcar en el whisky? Sin ánimo de ofender, por supuesto. La vida ya es bastante amarga para todos nosotros…

Se puso de pie, dejando por una vez una frase inconclusa. Inclinó la cabeza, salió del cuarto, atravesó la oficina y se alejó por el camino. Dignísimo, pensó Frazer. Dignísimo, pero un dolor de muelas. Él no se sentía culpable en relación con Sushila. Bueno, no como [hábito de cerrarse a los congéneres masculinos de] Mafatlal insinuaba. Pero quizá fuese interesante saber qué podía decir al respecto el verborrágico pelafustán… Mafatlal no era nada tonto; Sushila tenía de él una alta opinión.

Se sentó y vació el vaso, sintiéndose súbitamente desgraciado. Caía la tarde. Tampoco esa noche llegarían las lluvias a Chandanagar. En cambio seguirían llevando barro a Bhagapur. Lo apenaban sinceramente las desdichadas víctimas de la hambruna; al mismo tiempo el espectáculo de toda esa gente desnutrida, de todas esas criaturas famélicas, lo perturbaba tanto que toleraría difícilmente la posibilidad de más refugiados. A menudo le parecía que eran las voces de esa gente las que oía en su cabeza. Pensó con ansiedad, la mía es una profunda dolencia espiritual. Tengo el estómago revuelto. Y el equipo de aire acondicionado gruñó detrás de él. [un enamorado y su amada llegaron juntos al anochecer]

Al caer la noche se encaminó al hospital, en busca de Sushila. Poco antes de cerrar las puertas, se permitió entrar a una familia. El hombre iba adelante, con paso majestuoso: cabello blanco, ojos hundidos, con un niño en brazos; la mujer lo seguía, llevando una olla de hierro sobre la cabeza y dos pequeños prendidos a las faldas. Cerraba la marcha una niña un poco mayor, ella también con un niño en brazos. Todos los niños parecían estar a las puertas de la muerte; los varones eran esqueletos andantes, de costillas visibles bajo la piel; la niña parecía una viejecita. Un sarro de polvo les cubría la piel. Una auxiliar del hospital, una rechoncha joven bihari con un diamante centelleante en una aleta de la nariz, los guió hacia las cocinas.

Frazer siguió al grupo lentamente. Ahora, en los albores del siglo XXI, la mayor parte del mundo comía alimentos industriales, y los disfrutaba. En la India, la gente se negaba a tocarlos, así como todavía rechazaban el pescado. Durante la década de 1980, había habido un vuelco relativamente progresista, y pareció que una píldora anticonceptiva sería aceptada al fin; luego había estallado el escándalo de Industrias Químicas Bombay, cuando a causa de una partida de píldoras mal elaboradas murieron más de dos mil mujeres. La publicidad adversa había devuelto la situación a fojas cero. Este traspié fue seguido por una revuelta de inspiración religiosa contra la Comisión de Control Climático, la que si bien robaba a Pedro para pagarle a Juan, había estado tratando de eliminar las sequías. Ahora el subcontinente volvía a resbalar pendiente abajo hacia la situación política y económica de las décadas del cincuenta y el sesenta. Por lo general, el nivel de vida era más alto en el cinturón ecuatorial de Marte que en Uttar Pradesh.

Todo alrededor del hospital, donde los miserables vivacs se apiñaban a la luz menguante, unas espirales [y no había casi narcisos a fines de la primera semana] de humo se elevaban flotando desde los sigris encendidos, y aquí y allá brillaba una que otra lámpara de petróleo. Ahora no soplaba ni la más leve brisa. Una vez más el monzón daba la espalda a esta región de la desdichada llanura. En esta nueva noche, la orgía de los vivos y los moribundos podría celebrarse sin que la esperanza viniera a turbarla. [eso es amor mío frótame con tus mágicos jugos salobres]

En la mañana siguiente Frazer anduvo de un lado a otro, recorriendo e inspeccionando el campamento. Todo estaba en orden, dentro de ese orden. Nadie se estaba muriendo; todo el mundo estaba recibiendo una cuota mínima de calorías determinada estadísticamente. Y si no había verdadera hambruna en el campamento, tampoco había enfermedades infecciosas. Lo que había era sufrimiento, el largo castigo del hambre nunca saciada, que traía consigo estupidez e indiferencia, y todo tipo de defectos físicos. Frazer creía en el cuerpo; era una de las pocas cosas en las que uno podía confiar; odiaba verlo víctima de este despilfarro en gran escala. Odiaba sobre todo ver a las mujeres cadavéricas dar a luz y amamantar a los bebés con ubres resecas. Aquello era una parodia del proceso de la vida.

Más allá del perímetro del campamento se extendía la tierra calcinada, salpicada de tanto en tanto por un achaparrado matorral, como las descoloridas manchas cutáneas de un sifilítico terciario. Aquí y allá las vacas se tambaleaban por el maidan; algunas, habían venido siguiendo unas huellas hasta Chandanagar, con la esperanza de encontrar agua. Las bestias estaban esqueléticas y agusanadas. Una se desplomó de costado a la vista de Frazer. Los buitres posados alrededor del campamento se acercaron a la osamenta, caminando lentamente por la planicie como andrajosos funcionarios de Calcuta con las manos cruzadas a la espalda. Nunca volaban en el área [los asquerosos bastardos les sacan las entrañas por el] de Chandanagar a menos que alguien los corriese y tratase de patearlos, como hacía a veces Frazer; en Uttar Pradesh uno podía alcanzar a la muerte a paso de marcha. [Delhi ya está harta, señor, harta de problemas ajenos]

—Estoy harto de este sitio —le dijo Frazer a Sushila mientras almorzaban en el fresco comedor de los médicos y enfermeras, y él ponía jugo de lima fresco mezclado con gin en el bistec de lomo artificial.

—¿Podemos salir de aquí e ir a Faizabad a pasar la tarde? Young acaba de llamar y cree que estarán fuera toda la semana.

—¿A quién dejarás a cargo?

—A Kisari Mafatlal, naturalmente. Es mi superior. [Está muerto de celos porque usted cree que me acuesto]

Clavándole aquellos ojos magnéticos, ella le dijo:

—La gente se pondrá muy inquieta, si ve que te vas; lo sabes, Tancred ¿no?

—¡Oh, qué tontería! —Pero no dejaba de sentir una cierta culpa—. No les importo. Están demasiado [y en nombre del amor salgamos y amemos y ayudemos] ocupados con sus propios problemas para interesarse en lo que yo haga.

—No es cierto. Pero si eso te hace feliz…

La hermosa voz de Sushila, siempre recordada en habitaciones frescas.

—Me hace feliz. Entonces, ¿las luces brillantes y el gentío enloquecedor de Faizabad?

—Querido, te olvidas que ayer te prometí un pequeño paseo.

—No. ¡Ah, sí, cierto! ¿He sido un buen chico? ¿Adónde vamos?

Volvió a sentirse enfermo cuando ella empezó a explicarle. Quería salir del campamento; pero cuando se presentaba la oportunidad, no podía pensar en otra cosa que en el calor y la muerte que aguardaban afuera.

No tuvieron problema alguno en conseguir un camión. Mientras Frazer iba a las oficinas, unos grupos de infelices refugiados seguían de pie junto al escape del aire fresco, las obreras aún subían y bajaban de los andamios con movimientos como de ensueño. Llamó a un chuprassi para que le avisara a Mafatlal a dónde iba. [un hombre muy agradable en el fondo pero la acción]

Sushila se había puesto una falda corta y rígida en provocador contraste con la monacal blusa blanca abotonada casi hasta la barbilla, y que le daba un engañoso aire de mojigata. Se sentó al lado de Frazer y mientras salían por la puerta principal le indicó el camino y encendió un cigarro recostándose en el asiento cuando Frazer puso el camión en automático.

—Te llevo a conocer la casa de mis padres, Tancred. Se me ocurrió que podía gustarte. Quiero ir a buscar alguna ropa. No tengo nada que ponerme en el campamento.

—Creía que estabas peleada con tu padre.

—Mi padre no está en casa. Ha ido a las colinas donde no hay sequía. Sólo hay un viejo chokidar de la familia cuidando la finca. Le han ordenado que no me deje entrar, pero me quiere y no les hará caso.

¡Shabash! ¡Eso suena a una verdadera bienvenida!

—De todos modos, es una hermosa tarde para hacer un paseo, querido.

—Oh, sí, una tarde de mierda. ¡Precioso paisaje, también!

—Te gustará cuando te acostumbres.

Frazer se sentía intranquilo e irritable. Una emoción que no podía analizar emanaba de Sushila; en los últimos meses, había llegado a creer que era capaz de interpretar los sentimientos de los otros, y ahora su propia perplejidad le preocupaba demasiado.

Estaban llegando a la tierra de los muertos, donde el único color era el color de los excrementos de los vacunos. El campamento había quedado atrás, devorado por una bruma de calor. La traqueteada ruta iba de la nada a la nada bajo la dorada cúpula del cielo, sin desviarse [de otro siglo este lúgubre y enorme hotel abandonado] nunca, ni siquiera cuando cruzaban las aldeas. Las aldeas parecían petrificadas, inmóviles, moribundas, como si el [y yo sólo un cuenco de arcilla lleno del calor amargo] tiempo se hubiese transformado en gelatina bajo la furia [cómo puedes estar hambriento de sexo si te doy todo] del sol. De tanto en tanto, una vaca transparente como el papel quedaba de pronto paralizada en un portal; de tanto en tanto un perro sarnoso huía por entre las ruedas del camión, de tanto en tanto un viejo o una vieja se [siempre viviste protegido qué sabes de sufrimientos] moría cómodamente en un rincón de sombra. Los brazos [vida de ocio privilegiada que no conoce la verdadera] del aljibe apuntaban al cielo.

Fuera de las aldeas la desolación parecía menos tiránica.

Poco a poco, aparecieron las viviendas. La ruta era cada vez más accidentada, giraba y desaparecía en vericuetos y descendía en bruscas pendientes. Reapareció a la orilla de un río.

Era uno de los numerosos brazos del Ganges. A lo lejos se vislumbraba el agua, aprisionada entre kilómetros y kilómetros de arena y barro seco. En los bajíos habían levantado unas chozas, y la vida había continuado. De pronto, una noche llegaría el espumoso torrente y arrasaría con aquel simulacro lamentable, quizá esa misma noche.

Continuaron la marcha a lo largo de la huella que costeaba el río. Ahora las moscas zumbaban en la cabina del camión. Unos pocos árboles contrahechos, disecados y grises, crecían aquí y allá; sólo las palmeras prosperaban en la sequía. Buitres y milanos se posaban, meditabundos en las malezas cenicientas. Un esperpento avanzaba solemnemente por la ruta, agobiado bajo el peso de un odre chorreante. Pasaron varios minutos antes que la bocina de Frazer lo desalojara del centro del camino.

—¡Viejo imbécil! ¿Y dónde diantre queda esa casa tuya? ¿Cuánto tiempo marcharemos por este condenado desierto?

Sushila señaló al frente.

—Allí, pasando esos árboles. —Inclinándose ansiosa hacia adelante, arrojó por la ventanilla la colilla del cigarro.

La finca de los Nayyer estaba cercada de muros blancos y protegida por enormes pórticos de madera. Por entre las grietas de la madera Frazer y Sushila espiaron a un sikh entrado en años que dormitaba en un charpoy a la sombra de un mango reseco. A fuerza de gritos y silbidos lograron despertarlo; finalmente el viejo les abrió la puerta, rezongando entre dientes.

La casa era enorme, rodeada de galerías y balcones, ahogada por enredaderas moribundas. Había sido hermosa en otras épocas. A un costado, a la sombra de unos pinos gigantes, se extendía un terreno resquebrajado donde en un tiempo había habido un bonito estanque. Un chokidar envuelto en una descolorida túnica verde apareció saludando a Sushila con profundos salaam.

Era un anciano de descuidada barba gris, que calzaba unas chinelas y mascaba betel. Los llevó hasta una puerta lateral. Todas las aberturas de la casa estaban cerradas herméticamente. En los corredores flotaba un olor que [siempre vuelves al rincón de las cosas olvidadas como] parecía estar compuesto por la nostalgia del mundo, flores y polvo y humo de madera, y la hez de muchas vidas humanas. [ya no habrá narcisos cuando vuelvas y todavía seremos]

Lo dejó que vagabundeara por la casa mientras ella subía a su antigua alcoba. El chokidar le trajo a Frazer una botella de tibio jugo de pomelo; Frazer iba de un lado a otro, sorbiendo lentamente la bebida, mirando todo con curiosidad. El mobiliario era pesado y oscuro; las habitaciones en sombras guardaban celosamente sus secretos; la casa parecía acecharlo. La intensa sensación de ser un intruso lo excitaba de un modo extraño. De pronto, deseó a Sushila, y subió corriendo la amplia escalinata de piedra.

Sushila estaba en su alcoba; había abierto una celosía, y un rayo de sol ardía en la habitación junto a la ventana, difundiendo una luz refleja. Ella estaba inclinada sobre un arcón, sacando metros de sari. Cuando Frazer entró, dio media vuelta, el rostro iluminado desde abajo, comprendiendo [tú cerdo inmundo la persigues todo el tiempo no pero no] al instante lo que él quería.

Alzó un dedo a la altura de la oreja, en un gesto de desaprobación. Qué otra podía fruncir el ceño y sonreír al mismo tiempo.

—¡No, Tancred, nada de sexo! Tenemos que volver. Ahora que estamos aquí, sólo pienso en regresar al campamento, por si ha aparecido algún problema.

Frazer cerró con un golpe la tapa del arcón.

—¡Al demonio el campamento! ¡Te quiero aquí en tu ambiente natural, no en un campo de concentración!

La tomó con violencia, pasándole un brazo alrededor de los hombros y el otro entre las piernas, tironeándola, [los arreboles del verano en el hoyuelo de tu mejilla] luchando con ella para arrastrarla a la cama. Ella siempre respondía a la violencia, maravillosa muchacha, fuerte [mientras en ti yace el desolado invierno es liegt der] como una pantera pese a su fragilidad, fogosa, salvaje, la salvaje que despertaba en cualquier momento.

Se desplomaron sobre la cama, levantando una nube de polvo. Sushila le abofeteaba el cuello, y lo insultaba.

—¡Maricón, inmundo maricón suizo, asqueroso y lascivo maricón suizo!

—¡Vamos, putita, dekko chute! [como todos los europeos lo echas todo a perder no tengo]

Sobre la colcha blanca bajo el manto del mosquitero de muselina, lucharon, él tironeándole y arrancándole la ropa, hasta que poco a poco la fue desnudando. Sushila seguía luchando; ahora con él, no ya contra él. [en las murallas del cielo marchan los ángeles y vigilan]

Para él fue rápido y brutal, y todo terminó inmediatamente.

Luego Sushila se enfureció otra vez. Mientras él seguía en la cama, ella iba de un lado a otro recogiendo las ropas destrozadas, insultándolo y maldiciéndolo por haber arruinado lo que era de ella.

—¡Vuelve al campamento en sari, entonces! ¡Aquí tienes montones!

—¡Ustedes, malditos europeos, son todos iguales! Lo echas todo a perder, arruinas esto, aquello, arruinas todo, ¡a ti qué te importa! Ah, Tancred, te prevengo, sinceramente, te odio, te aborrezco tanto, cochino violador, ¡que no tengo palabras! ¡Eres un hombre sin principios!

Frazer ya le había oído decir todo eso. Estaba enfermo de premoniciones, avergonzado de sí mismo, enojado con ella.

De pronto Sushila le arrojó a Frazer un jarrón de bronce. El jarrón chocó contra la pared, por encima de la cabeza de él, y rebotó. Frazer saltó fuera de la cama y la tomó por la muñeca, retorciéndosela hasta que ella cayó al suelo jadeando de dolor.

—¡No te atrevas a arrojarme cosas, gatita salvaje! ¡Ponte un sari y volvamos al campamento! ¡Jaldhi jao! [reservas de granos y cuide que los guardias cumplan]

Sushila eligió un magnífico sari de doce metros, todo en cobres y castaños y púrpuras, y se lo envolvió lentamente alrededor del cuerpo, mientras decía:

—¡Nunca más me volveré a acostar contigo; prefiero al gordo Kisari Mafatlal! ¡Eres tan vulgar! ¡Tienes mujer en casa, hombre vulgar! Y si ella supiera que estás enredado con una mujer de color, ¿no te avergonzaría?

Frazer se puso los zapatos y se acercó al balcón, asomándose al moribundo jardín. Un papagayo de cabeza roja y alas verdes descendió a una galería inferior. Aterrizó cerca de una anciana que estaba de pie e inmóvil junto a la barandilla de la galería, para volver a levantar vuelo casi inmediatamente. Quizá la anciana fuese la mujer del chokidar. Le alegró pensar que lo más probable era que no entendiese inglés. Cuando la vieja levantó la vista y lo miró, Frazer se retiró a la alcoba. Sushila se estaba arreglando el cabello, las cejas espesas, toda de miel, magnífica. [morirá la flor y también la semilla pero algunas flores]

—¡Eres hermosa, Sushila! ¡Sé que soy un hijo de perra pero te amo!

—¡Tú no me amas! Y sé por qué me deseas, Mafatlal me lo dijo.

—Deja en paz a Mafatlal. ¡Date prisa! El cielo se está encapotando. Si el monzón se descarga ahora, no podremos irnos.

Sushila se llevó la mano a la boca.

—¡Oh, Dios me ampare! Entonces sí que habrá problemas. Nosotros anclados aquí, y Young regresando a Chandanagar para descubrir que desertaste y le robaste la mejor doctora del equipo y dejaste al rebaño sin pastor.

Las palabras de Sushila lo enfurecieron todavía más. ¡La zorra lo estaba azuzando! Bajó la escalera a paso vivo, salió al jardín, y encendió con impaciencia el motor del camión, mientras Sushila conversaba en la terraza con el chokidar a quien se había unido ahora la vieja que Frazer viera desde la ventana. La vieja llevó la maleta de Sushila y la depositó respetuosamente en la parte [mientras en mí el invierno yace frío y desolado] trasera del camión. Cuando el camión se puso en marcha, Sushila se despidió de la pareja de ancianos agitando la mano.

Avanzaron a lo largo de la reseca orilla del río, y Frazer entonó una vieja canción de Heine que su madre le había enseñado hacía mucho tiempo, allá en los días de Lauterbrunnen: Es liegt der heisse Sommer, repitiéndola una y otra vez mientras cruzaban rugiendo las aldeas fosilizadas.

Le dolía la cabeza. Por último dijo:

—Me doy por vencido, Sushila. La India no es para mí. Regreso a casa tan pronto como pueda. Aquí no sirvo para nada; no tengo espíritu de sacrificio.

Sushila seguía furiosa y no dijo nada. Para obligarla a hablar, para halagarla, Frazer continuó:

—Tu país es demasiado riguroso para mí, Sushila. Tú aquí sobrevives, frágil como una flor, pero a mí me está matando. Me sentí enfermo desde que llegué a Chandanagar. Quizá tengas razón en decir que soy vulgar. [eres tan vulgar y si ella supiera no te avergonzaría]

—Eres un corruptor, Tancred —dijo ella, inconmovible—, como todos los de tu raza. Haces que me sienta sucia. Esto es todo lo que puedo decirte.

—Todo, ¿eh? ¡Nada de la profunda sabiduría de la India para el decadente hombre blanco! Hay un mito en Suiza, y también en Inglaterra: que la India es una tierra de antigua sabiduría, donde un hombre llega al fin a enfrentarse cara a cara con el conocimiento de sí mismo. ¿No tienes nada de eso para ofrecerme, eh, en lugar de observaciones insidiosas?

Sushila se echó a reír.

—A menudo te enfrentas contigo mismo, Tancred, pero no quieres reconocerlo.

—¡Dímelo, entonces! ¡Comparte conmigo un poco de tu sabiduría, la sabiduría inmemorial del Oriente! A ver, ¿qué es lo que te bulle en el cerebro, aparte del sexo?

Sushila se puso a encender un cigarro, y luego miró a Frazer a través del humo.

—Te lo diré. Te diré algo para que lo guardes junto con las voces extrañas que te suenan en la cabeza. ¡Quizá me pegues, pero no me importa! No creo que tengas muchas ocasiones de escuchar la verdad acerca de ti mismo, ¿no? Has venido a Chandanagar y a la hambruna [Mutti Mutti no fue mi intención de veras no fue mi] en busca de algo que llevas dentro desde la infancia. No sé qué es. Y te has acercado a mí para atormentarme porque también yo represento para ti algo distinto de lo que realmente soy. Te das cuenta, tú no puedes comprender el hambre como hambre, porque allí, en tu mundo, eso no existe, y no puedes concebirlo sino como hambre de amor. ¡No puedes sentir otra cosa! El hambre de amor, esa es la experiencia que Europa y Norteamérica comparten. En ese sentido vuestras tierras son verdaderos desiertos. Esa hambre de amor es la gran neurosis que les lleva a vivir entre máquinas.

Frazer rió ásperamente.

—Estás bromeando, por supuesto.

Sushila arqueó las magníficas cejas y no sonrió.

—Padeces de una desnutrición del alma, que es causa de todos esos males que te aquejan. Te viste obligado a buscar consuelo en mi pecho porque tenías que responder al hambre que te rodeaba, cuando las fuerzas psíquicas de Chandanagar empezaron a agobiarte. Pero incluso a mi pecho tuviste que traer tus insatisfacciones más profundas de otros tiempos. ¡Hasta de mi pecho hiciste tu campo de batalla! ¡Tu sucio, vulgar, adúltero campo de batalla! Te estás muriendo lentamente, como los infelices del campamento.

Frazer no había esperado oír eso, retumbando en la cabina del camión, en ese paisaje de muerte, bajo el peso de nubes de tormenta. Las palabras de Sushila eran terribles; ninguna de sus premoniciones lo había preparado para un juicio semejante. Las defensas de la cólera habían sido abatidas; la relación entre ellos llegaba a su fin, ella la había matado deliberadamente, como quien corta la cabeza de una víbora. Le hubiera gustado poder llorar.

Cuando el vehículo se alejó del río, Sushila habló otra vez:

—La mayor parte de mi sabiduría no viene de mí, sino de Kisari Mafatlal. Él intuye y comprende todo lo [tratas de ocultar que no te sientes seguro de tu propio] que la gente oculta. Creo que realmente sabe cómo eres tú por dentro.

—¿Es necesario que me discutas con él?

—¡No gimotees como un viejo perro apaleado! Cuando hablábamos de ti, sólo esperábamos poder ayudarte a que te encontraras contigo mismo.

—Muy generoso de vuestra parte tomarse todo ese trabajo.

El corrosivo sarcasmo marchitó y murió. ¡Mafatlal, ese charlatán fatuo, hablando en serio, compartiendo confidencias con Sushila! Quizá habría que preguntarse si no compartían otras cosas. Estos hindúes eran tan [en los últimos días de abril ya no quedaban tulipanes] traicioneros… Hasta una joven educada en Inglaterra… Nunca se podía saber.

La larga tarde se fatigaba visiblemente sobre el inmenso cuenco de la llanura cuando avistaron el campamento. Durante el último kilómetro, mientras el camión avanzaba a los tumbos, no cambiaron una sola palabra. Una vez más se agigantaban en el cielo las nubes del monzón, sin que aquellos labios purpúreos escupieran una sola gota de humedad.

—¡Ya han puesto la barrera! —dijo Sushila.

Frazer miró adelante, y aceleró instintivamente. Apagando el comando automático, guió el camión hasta golpear el poste protegido por alambre de púa que cerraba la entrada. Saltó del vehículo, llamando a gritos en indi a los guardias para que levantasen la barrera.

Dos hombres corrieron hacia la entrada, muy negros y con ropas mugrientas. Frazer nunca los había visto antes. Ambos estaban armados. Dispararon contra él. En el momento en que se echaba de bruces al suelo, oyó que el parabrisas estallaba detrás, y el silbido de una bala en el aire. Zambulléndose detrás del camión, trepó al vehículo y a tientas buscó un arma en la caja de herramientas. No tuvo tiempo: ya tenía encima a los dos hombres. Frazer se abalanzó sobre uno de ellos, pero el hombre levantó bruscamente el rifle, y Frazer quedó encañonado. El otro hombre le apuntó a la garganta.

—¡No se resista, sahib!

Pocas eran las posibilidades de resistirse. No lo soltaban un instante. Eran hombres sin escrúpulos que no titubearían en matarlo. Otro hombre corrió, gritando. A los tirones sacó a Sushila de la cabina del camión; ella, indiferente, se sacudía del sari las esquirlas de vidrio. Cuando escoltados por los hombres, pasaron delante de la caseta, Frazer vio a los guardias, dentro, de espaldas, apoyando las manos en la pared, y con los pantalones bajos, mientras un bandido los vigilaba con un rifle. Al parecer, el campamento había cambiado de dueño.

—¡Todo por tu culpa, Frazer! —dijo Sushila.

Dentro del campamento había dos camiones extraños. Uno de ellos estaba a la entrada del nuevo depósito, el otro un poco más allá, junto al hospital.

Frazer sabía qué buscaban los bandidos: cereales. El depósito estaba repleto de arroz, además de grandes cantidades de trigo y harina y alimentos envasados. El saqueo empezaría de un momento a otro.

Los bandidos los llevaban a los empujones, sin miramientos. Se detuvieron junto al depósito, cuyas puertas estaban cerradas, y uno de ellos gritó algo, sin duda a un superior que se encontraba dentro. La puerta se abrió y una cara feroz se asomó mirando. Era un hindú [la luz del verano en el hoyuelo de tu mejilla fría] corpulento de pelambre larga y lacia. Estaba comiendo. En un intercambio de ásperos sonidos, señaló las oficinas contiguas y le arrojó una llave al guardián de Frazer.

Frazer y Sushila fueron arrastrados a las oficinas. Les abrieron la puerta, y les dijeron que se quedaran dentro [siempre dejamos cerradas las persianas cuando vamos] y en silencio, agregando que habían tenido suerte. Los empujaron al interior, cerraron bruscamente la puerta, y le echaron llave.

—Oh, Dios, están saqueando el depósito —dijo Frazer.

Sushila fue hasta una silla giratoria y se sentó, apoyando las delicadas muñecas sobre el escritorio.

—¡Lo primero que harán será asegurarse una buena comida! Los jefes están en el depósito dándose un festín mientras los subalternos vigilan afuera. Deben haber cortado todas las comunicaciones. ¡No podemos hacer nada! ¡Están desesperados! ¡Se llevarán todo!

Sushila empezó a llorar a gritos, con la cara entre las manos. Frazer, sorprendido, caminaba nerviosamente de un lado a otro.

—¡Qué locura la mía haber abandonado el campamento! Pero aunque los bandidos hayan encerrado a los médicos, ¿no harán algo los refugiados por salvar las reservas?

—¿Qué puede hacer esa pobre gente? ¿Qué puede hacer? No hará nada.

Era verdad, por supuesto. Era la historia de la India. Algunos de los refugiados ni se habían movido, seguían allá afuera esperando el aire fresco de segunda mano que salía del edificio, como si nada de lo que estaba ocurriendo pudiese afectarlos.

Un empleado despavorido apareció en la escalera. Los empleados estaban también encerrados en las oficinas, amenazados de muerte.

Frazer lo siguió escaleras arriba, repentinamente optimista.

—¡Echaremos la puerta abajo! ¿Cuántos hay dentro? Atacaremos a esos cerdos mientras comen.

Había diez empleados arriba. Avergonzados, confesaron por qué no intentaban salir del edificio: los bandidos tenían una bomba de napalm. Amenazaban el hospital en ese momento, pero la utilizarían contra cualquiera.

Frazer volvió a bajar y le explicó a Sushila lo de la bomba de napalm. Ella tenía la mirada perdida, y no dijo nada.

—¡Por eso se sienten seguros! ¡Sushila, tenemos que [usted tenía órdenes Frazer y nada justifica abandonar] hacer algo! ¡No me quedaré aquí sentado, esperando que se llenen la panza!

Furioso y frustrado, entró en el cuarto donde dormía a veces. Kisari Mafatlal yacía en el catre de campaña, un empleado lo estaba atendiendo y le humedecía la frente. El rechoncho y pequeño doctor había sido brutalmente golpeado en la cara; espió a Frazer con un ojo muy hinchado. Frazer llamó a Sushila.

Moviendo apenas los labios doloridos, Mafatlal les contó cómo los bandidos se habían presentado con dos camiones en el portón, diciendo que traían provisiones desde Allahabad. El guardia, que no esperaba ninguna entrega, desconfió y llamó a Mafatlal. Mafatlal había sido bastante cauto como para telefonear al Cuartel General advirtiéndoles que si no volvía a llamar dentro de cinco minutos era porque había problemas en el campamento. Luego se había encaminado valientemente al portón, había pedido que le mostraran las provisiones de Allahabad, y había sido apaleado.

—¿Cuánto hace de esto?

—Hace apenas un momento, como puede ver. Aquí me tiraron para que me muera.

—¡La policía del Cuartel General no tardará mucho!

—Tardará por lo menos una hora. Y para entonces esos cerdos habrán huido por el maidan. [usted tenía órdenes Frazer y lo considero responsable]

—¡Algo podremos hacer! Sushila, atiende a Kisari; yo voy a explorar.

Necesitaba…, no sabía qué. Abrió la puerta que daba al sótano y bajó de prisa los toscos escalones de cemento, buscando un arma. El autogenerador de aire acondicionado [tus insatisfacciones más profundas hasta de mi pecho] trabajaba allí con dificultad, chirriando [males que te aquejan hasta mi pecho semana de abril] ásperamente, como todos los días. Aparte de la máquina, el sótano estaba vacío. Miró, se dispuso a marcharse, y se detuvo en seco.

Introduciéndose un pañuelo en la boca para amortiguar las vibraciones, llevó rodando hasta la pared un barril de petróleo; lo sujetó con un ladrillo, y trepó al barril. Las voces lo atormentaban.

Quitando el primitivo ventilador de metal que expulsaba el aire viciado, pudo espiar por la rejilla el depósito [y mirar otra vez por la ventana la oscuridad del] donde los bandidos estaban comiendo. El andamio de [se acordarán los pequeños de mí una madre marchita] madera seguía en su sitio, pero las obreras se habían [no hay leche sino polvo y en mi cuenco sólo granos de] retirado. Hasta la pared nueva tenía grietas. La pared [bocas tiernas bocas tiernas mueren lentamente tiernas] que rodeaba la rejilla del ventilador y en la que Frazer se apoyaba también era un laberinto de grietas.

—Todas esas vibraciones… —musitó, temblando, casi [vibraciones abril el mes más cruel trayendo a Cristo] delirante.

Recordó de pronto, mientras observaba el funcionamiento de la máquina, que trepidaba pesadamente. Era una máquina primitiva, que llevaba la leyenda «Made in Bombay» y un número de patente y la fecha «1979» orgullosamente exhibida en el flanco. ¡Más de veinte años! Pero por supuesto, no era la vibración sino…

Miró rápidamente el circuito refrigerador, y los conductos de aire que serpeaban por los huecos de la pared. Sería posible interrumpir la circulación, y concentrar la expulsión de aire en una sola tronera… De pronto, supo lo que quería, y corrió escaleras arriba en busca de Sushila.

—Sushila, ayúdame a levantar a Kisari, para sacarle las mantas de abajo. Necesito las mantas. Luego…, ¡eso es!…, luego, quiero que me prestes tu sari…

Antes que ella pudiera estallar, le explicó el plan. A medida que él hablaba, ella le observaba la boca con suspicacia y desprecio.

Por último, se encogió de hombros y se desenrolló la tela rutilante. Agradecido, él le alcanzó una camisa limpia del baúl. Con la ayuda de Sushila, se envolvió en las mantas, y ella se las sujetó de pies a cabeza con el sari. Entonces ella le sonrió, y él le devolvió la sonrisa.

Cuando estuvo completamente embozado, volvió a bajar a tientas la escalera.

Cerró el paso de la corriente, y luego fue arrancando una por una las conexiones. Pronto el ventilador expulsaría todo el aire a través de la tronera del depósito nuevo.

Apretando los dientes, abrió una vez más la llave.

Ahora casi no oía. Pero sentía las ondas de sonido. Estaba seguro, aunque se le revolvía el estómago. Esto era infrasonido. La planta estaba emitiendo lentas vibraciones de aire a menos de diez hertz; el oído humano sólo registra encima de los dieciséis hertz. Los compresores irradiaban hacia afuera, casi todos en una misma dirección, como un primitivo rayo de la muerte. Hasta las voces callaron.

Espiando por entre las mantas, y a través de la fina seda del sari, observó ansiosamente el ventilador. Ahora oía vibraciones secundarias en la rejilla de acero, un débil gemido que subía y bajaba, casi como el silbido del monzón cuando cruza soplando las llanuras. ¿Cuánto tiempo tenía? No podía ver fuera…

De pronto oyó un rugido, curiosamente pulsátil. Sólo podía ser… Se lanzó hacia adelante y apagó la máquina mortífera. El rugido se estabilizó aclarándose y Frazer pudo identificarlo: desprendimientos de mampostería. Jadeando, se sacó el sari y las mantas de la cabeza; se sentía muy enfermo. Caminó tambaleándose hasta la pared, corrió a un lado la rejilla, y asomó la cabeza. Una enorme y turbulenta nube de polvo rojo lo cubría todo.

Llamando a voces, profiriendo gritos incoherentes, subió a duras penas las escaleras.

—¡Ayúdame a salir de este acolchado, Sushila, y vayamos afuera!

Mientras ella lo desenvolvía, Frazer pensó que aunque las mantas lo habían protegido, las ondas infrasónicas le habían alcanzado el cuerpo. Sentía los huesos fríos y quebradizos; un gemido constante parecía habérsele instalado en las circunvoluciones de los intestinos.

Con Sushila a la zaga, vestida con la camisa y un par de pantalones cortos, y tentadoramente seductora, Frazer se encaminó a la oficina del frente y se lanzó con todas sus fuerzas contra la puerta. A la tercera embestida, uno [eres sólo un corruptor, corrompes esto y aquello todo] de los paneles de madera cedió; lo sacó y saltó afuera, y ayudó a salir a Sushila.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó ella, con un tono de admiración que lo emocionó. Sushila le tomó la mano, sin dejar de mirar la enorme nube de polvo rojizo que ahora empezaba a dispersarse.

A través del polvo, pudieron ver que la pared cercana del depósito se había derrumbado, arrastrando el techo de plástico. Fuera de eso, el depósito se mantenía aproximadamente en pie, aunque había fisuras en toda la fachada. El interior no podía haber sufrido mucho daño.

—¡No soy más que un corruptor! —dijo Frazer—. Lo corrompo todo…, pero en este caso se podría agregar que la corrupción empezó hace mucho tiempo. Es por eso que siempre tuvieron problemas con la pared. Nuestro aparato de aire acondicionado irradiaba constantemente ondas infrasónicas bajas; todo lo que hice fue aumentar la potencia.

—No entiendo nada. ¿Hiciste esto con el sonido?

—Sí, con el infrasonido. Con el sonido que no es audible: lenta vibración del aire, en realidad. —Tuvo que apoyarse en el hombro de Sushila para mantener el equilibrio—. Crea una especie de movimiento pendular, que en pocos instantes puede provocar una reverberación aplastante en los objetos sólidos, o en los seres humanos. ¿No sientes cómo te vibran el corazón y el estómago?

—Me siento mal, sí. Supongo que es la emoción.

—El infrasonido, que quizá sea también un excitante emocional. Quizá las voces de mi cabeza vengan de una falla en el aparato de aire acondicionado. Desde que [el hambre alrededor cuando las fuerzas psíquicas de] llegué aquí un rayo de la muerte de baja potencia me ha estado apuntando todo el tiempo. Lo que tú dijiste: [te viste obligado a buscar consuelo en mi pecho porque] me estaba muriendo lentamente. Muriéndome lentamente, y literalmente.

—Pero ¿ahora has apagado la máquina?

Frazer asintió.

—Tal vez ahora ya no soy tan hijo de perra.

Se miraron, cautelosos. Para disimular todo lo que sentía, Frazer dijo:

—Vamos a ver qué les pasó a los bandidos.

—¿Estarán muertos?

—Espero que no.

Llamó a voces a los guardianes de la caseta. Los bandidos que los habían estado vigilando se encontraban ahora frente al ruinoso depósito. Ni siquiera intentaron detener a Frazer cuando se acercó y abrió la puerta.

Remolinos de polvo escaparon del interior. Frazer dio un paso atrás, ahogado. Al cabo de uno o dos minutos, salieron los bandidos, enfermos y pidiendo clemencia, todos menos uno arrastrándose en cuatro patas. Frazer tenía una idea de cómo se sentían; las heridas invisibles incluirían una intensa irritación interna, como si las ondas infrasónicas hubiesen movido los distintos órganos frotándolos unos contra otros. Mañana ya se habrían repuesto. Y para ese entonces, estarían en la cárcel de Allahabad. Los médicos del hospital dominaban ya a los bandidos que tenían la bomba de napalm; la calamidad que se había abatido sobre los jefes los había acobardado.

El monzón no había estallado aún, los refuerzos policiales del Cuartel General aún no habían llegado; quizá el muy amable operador se había olvidado del destacamento y de sus problemas. Una situación muy propia de la India.

Habían curado las heridas de Mafatlal, que ahora descansaba en su cuarto. Sushila y Frazer bebían, sentados junto a él. Ella llevaba sandalias plateadas. Aunque Frazer era el héroe del momento, Mafatlal era el inválido del momento, y disfrutaba al máximo de esa circunstancia.

—Ya lo ve, Tancred, la pasión y la violencia son parte de la India. Pero aparecen y desaparecen, y lo mismo [él intuye y comprende todo lo que la gente oculta] ocurre con los seres humanos. Pero las cosas que ellas representan son permanentes, y hay que tolerarlas, con el espíritu más filosófico posible. —Los gestos de Mafatlal eran exquisitos. Se emocionaba con sus propias palabras—. Morirá la flor y la semilla y algunas flores no morirán, como dice Krishna, cuando enuncia la paradoja de la vida. Es, y estará usted de acuerdo, una situación muy hindú, desde el punto de vista de usted, quizá…

Frazer dudaba del hecho que Sushila estuviese escuchando. En ese momento, había un perfecto equilibrio entre los tres caracteres, pero no podía durar. La dinámica de la vida conspiraba inevitablemente en Sushila —aun en esta atmósfera de total estancamiento— contra cualquier forma de estabilidad. La expresión de lejanía del hermoso [qué es la belleza dijeron entonces mis sufrimientos] rostro contradecía la posible sociabilidad de la mano, que sostenía el vaso de gin.

Y él… Se preguntaba si le sería posible reencontrar aquellos felices momentos de intimidad. Nada era definitivo…, en Uttar Pradesh hasta lo definitivo parecía [te viste obligado a buscar consuelo en mi pecho porque] transitorio. En ese momento, tanto ella como Mafatlal sentían ante él algo así como una sombra de temor reverente, pues había desempeñado tan bien su papel de occidental, de corruptor; quizá el momento era propicio para probar suerte con Sushila una vez más. ¿O tendría que esperar a que volviese Young, afrontar el encuentro, y volver luego a Inglaterra y a Kathie? Haría lo que haría; lo que otros dijesen o pensaran acerca de él no tendría ningún peso, ¿no? Ahora, se limitaría a escuchar a Mafatlal, a contemplar a Sushila, a tomar otro trago.

Mañana, decidiría mañana. Vería cómo se sentía. Las [morirán la flor y la semilla y algunas flores nunca] decisiones podían postergarse. Esa también era una situación muy propia de la India. [morirán la flor y la semilla y algunas flores nunca]