El día que embarcamos para Citerea…


La ruinosa ladera de la montaña junto al lago era un lugar idílico para la cordialidad y la conversación. Podíamos ver la ciudad pero no el palacio, y el río más allá de la ciudad, y en la templada barranca donde estábamos sentados crecían las flores. Los pinos destrozados, las cañadas increíbles, el aroma de las acacias, todo lo que podía pedirse de un día de pleno junio. Yo había olvidado mi guitarra, y mi robusto amigo Portinari insistía en usar su chaleco rojo de conversación.

Estaba, entonces, desarrollando grandilocuentes temas escarlatas, y yo lo acicateaba.

—La humanidad, a causa de la herencia del cerebro, vive entre dos mundos, el animal y el intelectual. Yo soy matemático y erudito. Pero también soy perro y mono.

—¿Habitas esos mundos contrapuestos alternativa o simultáneamente?

Portinari movió ampulosamente una mano, mientras miraba montaña abajo a los jóvenes que luchaban con pértigas amarillas.

—No hablo de mundos contrapuestos. Son complementarios, el uno del otro, el matemático, el erudito, el perro, el mono, todos en un vasto cerebro.

—Me sorprendes. —Tuve buen cuidado de no parecer sorprendido—. El matemático debe encontrar tediosas las cabriolas del perro, y ¿el mono no se rebela contra el erudito?

—Todos arreglan cuentas en la cama —dijo Clyton, cortante.

Creíamos que se había desinteresado de la conversación, dejándola librada a nuestros propios recursos, pues se había acuclillado a nuestros pies bajo una lápida despedazada, exhibiéndonos los dibujos fantásticos que adornaban la espalda de la camisa de seda, mientras se dedicaba a estudiar las viejas sepulturas.

—Todos arreglan cuentas en la ciencia —propuso Portinari, más como codicilo que como rectificación.

—La tregua se logra en el arte —dije yo, más a modo de coda que de codicilo.

—¿Y qué me dicen de este fósil de arte? —preguntó Clyton.

Se enderezó, sonriéndonos bajo el antifaz de polichinela, y nos alcanzó el fragmento de tumba que había estado examinando.

La piedra mostraba una figura humana apenas esbozada, borroneada aún más por el líquen, una de cuyas manchas, con micótica ironía, añadía a la figura un copete amarillento de vello pubiano. En una mano empuñaba un paraguas; la otra mano, con la palma hacia afuera, era de proporciones grotescas.

—¿Está suplicando? —pregunté.

—¿O saludando? —preguntó Portinari.

—Si es así, ¿saludando qué?

—¿A la muerte?

—Está averiguando si llueve. De ahí el paraguas —dijo Clyton.

Todos nos reímos.

Se oyeron gritos en las colinas bajas.

Nada aquí atraía a la vida, pues la sequía que se prolongaba desde hacía siglos había marchitado todo verdor. La quietud era la quietud de la parálisis, que ni los gritos lograban romper. A través de las colinas, apuntando a la línea de un horizonte lejano, corría la doble vía de un ferrocarril. Por los rieles, una gigantesca locomotora de vapor huía, gritando. Detrás persiguiéndola, iban los carnívoros.

Eran seis los carnívoros, con faros delanteros resplandecientes. Ahora ya alcanzaban casi a la presa. Los cláxones despertaban ecos dormidos cuando se llamaban unos a otros. Pocos minutos después derribarían a la víctima.

La locomotora era incansable, pero aun así no podía distanciarse de los carnívoros. Ni tampoco encontraría aquí ayuda alguna; la estación más cercana estaba a muchos cientos de kilómetros.

Ahora el carnívoro que iba a la cabeza de la jauría corría junto a la cabina. Desesperada, la máquina se lanzó bruscamente a un costado, fuera de los rieles, y entró a los empellones en el lecho seco del río que corría a un lado. Los carnívoros se detuvieron en seco, luego se desviaron también hacia el río, y la persiguieron otra vez, rugiendo. Ahora más que nunca ellos tenían todas las ventajas, pues las ruedas de la locomotora se hundían en el polvo.

En pocos minutos, todo había terminado. Las grandes bestias derribaron y arrastraron la presa. La locomotora se clavó de costado, pataleando en vano con los pistones. Implacables, los carnívoros se abalanzaron sobre el cuerpo negro y vibrante.

Se oyeron gritos en las colinas.

A pesar que el rey había decretado día de fiesta, todavía llevábamos nuestros custodios sujetos a las muñecas. Apreté el botón de Conocimientos Universales y pregunté por las lluvias caídas en la región cuatro siglos atrás. No había cifras. Se suponía que el clima no había variado.

—Las máquinas son tan condenadamente imprecisas —me quejé.

—¡Pero nosotros vivimos en la imprecisión, Bryan! Así es como el matemático y el cachorro de Portinari logran coexistir en esa bien dotada cabeza. Nosotros hicimos las máquinas, y por consiguiente llevan la marca de nuestra imprecisión.

—Son binarias. ¿Qué puede haber de impreciso en esto-aquello, sí-no?

—¡Pero si esto-aquello es la máxima imprecisión! Matemático-perro. Erudito-mono. Lluvia-buen tiempo. Vida-muerte. No se trata de lo impreciso de las cosas sino del hiato mismo, del guión entre esto y aquello. En ese hiato está nuestra herencia. La herencia que las máquinas han heredado.

Mientras Clyton hablaba, Portinari barría con la mano las agujas de pino del otro lado de la tumba (para que mi robusto amigo parezca más mortal quizá debiera haber dicho del lado opuesto de la tumba). Un aro de metal quedó al descubierto. Portinari tiró del aro y desenterró una cesta de picnic.

Mientras aclamábamos alborozados el contenido de la cesta, llegó la hermosa Colombina. Nos besó a cada uno y propuso organizar un picnic. Sacó de la cesta el mantel blanco que la cubría, y extendiéndolo en el suelo empezó a disponer las viandas sobre él. Portinari, Clyton y yo permanecimos allí en actitudes pintorescas y observamos las avionetas de cuatro plazas que revoloteaban lentamente por el cielo azul sobre nuestras cabezas.

Fuera de los muros de la ciudad, una banda de resonancias argentinas celebraba el cumpleaños de la princesa. Las notas llegaban débilmente hasta nosotros apagadas, preservadas en el aire tenue. Casi se las podía saborear, como las finas hojas de papel plateado en que se cocinan las aves.

—Hoy es un día tan hermoso…, qué afortunados somos del hecho que no dure. La felicidad permanente sólo se encuentra en lo transitorio.

—Estás cambiando de tema, Bryan —dijo Portinari—. Se te estaba aplicando un impuesto a la imprecisión.

Me llevé la mano al corazón, fingiendo terror.

—Si me van a aplicar un tributo a la imprecisión, entonces cambiemos de rey, no de otra cosa.

Una fracción de segundo demasiado tarde, Clyton replicó:

—Tus problemas tributarios desencadenan torrentes de carcajadas.

Colombina rió graciosamente e hizo una reverencia para indicar que el festín estaba esperándonos.

Las sabanas terminaban aquí, se transformaban abruptamente en una región pedregosa, una extensión semidesértica en la que muy de tanto en tanto se aventuraban unos pocos herbívoros gigantes. Un mismo cielo denso se cernía sobre todo el paisaje. Algunas veces la lluvia caía durante años y años.

Comparados con los lentos herbívoros, los carnívoros se movían rápidamente. Marchaban por la terrible senda oscura, que atravesaba la sabana y el desierto.

Uno de ellos, echado a la orilla del camino, devoraba lentamente a una criatura bípeda, la máquina ronroneando aún. Un sol veleidoso le marcaba los flancos.

Cuando nos sentábamos para disfrutar de nuestro picnic, y nos quitamos los antifaces, uno de los enanos de la montaña apareció saltando en traje de terciopelo, y sentándose en el césped junto a nosotros tocó un salterio eléctrico para que Colombina bailase. Inclinado sobre las cuerdas del instrumento, parecía un feto humano, pero la voz era límpida y pura:

Yo escuchaba las palabras que ella decía

sabiendo, sabiendo que sólo en mi memoria

quedarían grabadas…, y sabiendo, sabiendo que mi

[memoria

las embellecería con el tiempo

A este son, Colombina bailó una graciosa danza, no sin sus toquecitos burlones. Nosotros la contemplábamos mientras comíamos melón helado al jengibre, con camarones incrustados, y carpa plateada y tarta de ciruelas damascenas. Antes que finalizara la danza, unos niños con vestidos de seda que traían estandartes, y una diminuta niña negra con un tamboril, salieron de los bosquecillos de magnolias atraídos por la música. Sujeto a una cadena llevaban un pequeño dinosaurio verde y naranja que valsaba sobre las patas posteriores. Supusimos que este grupo venía de la corte.

Un niño obeso los acompañaba. Fue el primero que me llamó la atención, pues estaba totalmente vestido de negro; reparé entonces en la coriácea criatura voladora que llevaba posada en el hombro. No podía tener más de doce años, y sin embargo era de una gordura monstruosa y obviamente parecía complacerse en exhibir unos órganos sexuales anormalmente voluminosos, pues le colgaban del abultado vientre en una bolsa amarilla. Nos saludó quitándose la gorra, y luego, volviendo la espalda a la algazara, se sumió en la contemplación de los distantes bosques y colinas más allá del valle. Esta figura puso en la fiesta la justa nota contrastante, que nosotros observábamos mientras comíamos.

Todos hacían cabriolas al compás del salterio del enano de la montaña.

Los carnívoros corrían por los caminos interminables, indiferentes a la naturaleza de la región, así fuese desierto, sabana o bosque. Siempre encontrarían alimento, tan rápidos eran.

Los cielos encapotados quitaban al mundo el color y el tiempo. Los torpes herbívoros parecían casi paralizados. Sólo los carnívoros eran vivaces e infatigables, pues fabricaban su propio tiempo.

Un grupo de carnívoros marchaba hacia cierta encrucijada en una región de brezales. Uno de ellos, una enorme criatura gris, había hecho buena caza. Rugió mostrando la parrilla del radiador. Se despatarró todo a lo largo a la vera del camino para devorar el cuerpo de una joven hembra. Otras dos de su misma especie, recién sacrificadas, yacían no lejos de allí, para ser devoradas más tarde.

Esto ocurría mucho antes que los parásitos internos se hubieran metido serpeando en los mecanismos de la eternidad.

—A ver, Bryan —dijo Portinari mientras abría una segunda botella de vino nuevo—. Clyton estaba cuestionando tu imprecisión. Eludiste dos veces el tema, ¡y ahora finges estar absorto en las extravagancias de estos bailarines!

Clyton se apoyó en un codo, y tomando un gelatinoso hueso de pollo lo alzó en el aire con un movimiento señorial.

—La verdad, con el aroma de las acacias en flor y los efluvios de este vinillo nuevo, yo mismo he olvidado la discusión, Portinari, así que por esta vez dejaremos escapar a Bryan. ¡Queda en libertad!

—Que a uno lo dejen escapar no es necesariamente lo mismo que ser libre —dije—. Además, soy capaz de liberarme solo de cualquier discusión.

—Creo de veras que podrías escabullirte de una jaula de palabras —dijo Clyton.

—¿Por qué no? Pues en todas las frases hay contradicciones, como en nosotros mismos, en el sentido en que Portinari es a la vez matemático y perro, mono y erudito.

—¿Todas las frases, Bryan? —preguntó burlonamente Portinari.

Nos sonreímos, como cada vez que nos preparamos alguna trampa verbal. El grupo de niños cortesanos se había acercado a escuchar nuestra conversación, todos excepto el gordo vestido de negro. Recostado ahora contra el tronco de un álamo temblón, contemplaba la azul lejanía del paisaje. Con movimientos suaves, los demás se reclinaban unos contra otros, como si se consultaran para decidir si nuestra conversación era descabellada o inteligente.

Como es natural, Colombina no escuchaba. Entretanto, habían llegado nuevos enanos vestidos de terciopelo. Cantaban, bailaban y hacían mucho ruido. El enano del salterio había dejado de tocar y estaba acariciando y besando los hermosos hombros desnudos de Colombina.

Todavía sonriente, le alcancé mi vaso a Portinari y él lo llenó hasta el borde. Ambos estábamos tranquilos pero atentos, listos para empezar la prueba.

—¿Cómo describirías esa acción, Portinari?

Todos esperaron ansiosos. Con cautela, siempre sonriente, Portinari dijo:

—No seré impreciso, querido Bryan. Te serví un poco de vino recién embotellado, ¡nada más!

Un sapo saltó debajo de una lápida rota. Había tanto silencio en nuestro círculo, que yo podía oír claramente cada uno de los movimientos del animal.

—«Te serví un poco de vino recién embotellado» —cité—. Tal como lo predije, acabas de emitir una contradicción perfecta, amigo mío. Al principio de la frase sirves el vino, un vino que al final de la frase está recién embotellado. La secuencia contradice por completo el significado. ¡Tu sentido del tiempo está tan trastocado que en un mismo instante niegas lo que has hecho!

Clyton estalló en una carcajada, y hasta Portinari se tuvo que reír. Los niños chillaron alborotados, el dinosaurio cayó de bruces, y mientras Colombina aplaudía alegremente con sus hermosas manos, el enano de la montaña se movió con rapidez y le sacó del corselete los dos generosos orbes de los pechos. Sujetándoselos con ambas manos, Colombina se levantó de un salto y muerta de risa corrió por entre los árboles hacia el agua, seguida por su cervatillo favorito, y perseguida por el enano.

Sobre el césped crecido la lluvia se abría en cortinados de humedad. Más que caer, parecía estar suspendida en el aire, empaparlo todo entre tierra y cielo. Era un torrencial chaparrón de verano, silencioso y fugaz; había durado decenas de miles de años.

De tanto en tanto el sol irrumpía por entre las nubes, y entonces la móvil humedad del aire estallaba en colores violentos, para apagarse en un bronce mortecino cuando las nubes restañaban las heridas.

Las bestias metálicas avanzaban bajo esa lluvia perpetua aullando y bramando. Por fuera, brillaban como si fuesen invulnerables, la pintura y el cromado relucientes como navajas; pero bajo la armadura, los efectos del agua, eternamente despedida hacia arriba por el movimiento de las ruedas, eran letales. La herrumbre se infiltraba solapadamente en las piezas móviles, el cáncer del metal buscaba a tientas el corazón.

Las ciudades donde vivían las bestias estaban rodeadas por inmensos cementerios. En los cementerios, en unas tumbas miserables, esqueletos multitudinarios que ya no infundían terror se desintegraban en un polvillo color jengibre.

Mientras terminábamos el vino y comíamos las golosinas, los enanos y los niños bailaban sobre el césped. Algunos de los jóvenes treparon a sus aviones-gansos y pedalearon hasta elevarse por encima de nuestras cabezas y allí disputaron sus torneos aéreos. Entretanto, el niño gordo vestido de negro seguía contemplando el paisaje. Portinari, Clyton y yo nos reíamos y charlábamos, y galanteábamos a algunas mozas campesinas que pasaban por allí. Yo me sentía halagado cuando Portinari les explicaba mi paradoja de la imprecisión.

Cuando las muchachas se marcharon, Clyton, poniéndose de pie y arrebujándose en la capa, opinó que era hora de regresar al ferry.

—El sol se inclina hacia el poniente, amigos míos, y las colinas se cubren de bronce para resistir esa fogosa mirada. —Hizo un ademán majestuoso en dirección al sol—. Toda su trayectoria está dedicada, estoy seguro, a demostrar el anterior aforismo de Bryan, que la única felicidad permanente se encuentra en lo transitorio. Nos recuerda que el oro de este crepúsculo es sólo oro falso, que ya se adelgaza hasta desaparecer.

—A mí me recuerda que estoy engordando —dijo Portinari, incorporándose trabajosamente, eructando y masajeándose el estómago.

Recogí el fragmento de lápida con la figura tallada que Clyton había encontrado, y se la ofrecí.

—Sí, quizá conserve esta sombra con paraguas hasta que encuentre a quien pueda decirme algo sobre ella.

—¿Te está implorando a ti? —le pregunté.

—¿Te está saludando? —Portinari.

—Está tratando de saber si llueve —Clyton.

Nuevamente nos reímos los tres.

Casi oculta por la nauseabunda neblina que ella misma producía, una jauría de máquinas yacía al costado del camino, alimentándose.

El camino parecía un accidente natural del paisaje. La gran sabana, que se extendía por casi todo el planeta terminaba aquí al fin. Al parecer terminaba sin razón. De la misma manera inexplicable, empezaban las montañas, elevándose desde el polvo como témpanos de hielo en un mar petrificado. Todavía eran nuevas e inestables. Al pie de las montañas corría el camino, como un ruedo en la inmensa falda de la planicie.

Era una carretera elevada de veintidós carriles, proyectada para tránsito mac-positivo y mac-negativo. La jauría descansaba en uno de los contados paraderos, atracándose con las criaturas de entrañas tiernas y rojas que viajaban en las máquinas. La jauría era de cinco máquinas, que perpetuamente aceleraban y desaceleraban, chocando entre sí mientras trataban de conseguir mejores posiciones.

El jugo manaba a borbotones de las parrillas de los radiadores, chorreaba por las capotas, empañaba los parabrisas. El azul contaminado del aliento de las bestias flotaba en el aire. Estaban devorando a sus crías.

—¡Así nos retiramos de nuestro retiro! —dijo Clyton, cargando la piedra sobre el hombro. La chusma seguía bailoteando entre los árboles.

Cuando emprendimos la marcha, quedé por casualidad un poco a la zaga de mis amigos. En un impulso, tironeé de la manga del gordo vestido de negro y le pregunté:

—¿Puede un desconocido inquirir qué ha ocupado tus pensamientos durante toda esta esplendorosa tarde?

Cuando se volvió a mí y se quitó el antifaz, vi su singular palidez; la carne del cuerpo no encontraba eco en el rostro: parecía una calavera.

Me miró largamente antes de decir, con voz pausada:

—Quizá la verdad sea un accidente.

Y bajó la vista al suelo.

Estas palabras me sorprendieron, y no supe qué decir. Tal vez aquella grave actitud desalentaba cualquier posible retruécano.

Sólo en el momento en que ya me iba, el niño agregó:

—Es probable que usted y sus amigos hayan dicho la verdad por accidente, toda la tarde. Quizá nuestro sentido del tiempo esté en verdad trastocado. Quizá no se sirve nunca el vino, o se lo sirve eternamente. Quizá somos contradicciones, cada uno de nosotros. Quizá…, quizá somos demasiado imprecisos para sobrevivir…

Hablaba en voz muy baja, y el otro grupo seguía con su bullicio y su algazara, y los enanos continuarían bailando y riendo hasta mucho después del crepúsculo. Sólo mientras me alejaba a paso vivo entre los chiquillos, en pos de Portinari y Clyton, registré al fin aquellas palabras: «Quizá somos demasiado imprecisos para sobrevivir…».

¡Qué frase tan melancólica para un día tan alegre!

Y allí estaba el ferry, flotando en el lago oscuro, velado por los altos cipreses y por lo tanto bastante sombrío. Pero ya las linternas titilaban a lo largo de la costa, y llegó hasta mí el rumor de la música, las canciones, las risas de a bordo. De regreso en la taberna, nuestras enamoradas nos estarían esperando, y nuestra nueva obra se estrenaba a medianoche. Yo sabía mi papel de memoria, lo recordaba palabra por palabra, y esperaba el momento de salir de las bambalinas a la deslumbrante luz de las candilejas, cinosura de todas las miradas…

—¡Apresúrate, amigo! —gritó Portinari con entusiasmo, apartándose del grupo y tomándome el brazo—. ¡Mira, están mis primas a bordo! ¡Tendremos un alegre viaje de regreso! ¿Sobrevivirás?

¿Sobrevivir?

   ¿Sobrevivir?

¿Sobrevivir?