El Momento del Eclipse


Las mujeres hermosas y de naturaleza corrupta siempre me obsesionaron. Una mirada encantadora pero también fría: sólo de esa conjunción puedo esperar el momento supremo.

El momento supremo, cuando el terror se une a la belleza. Esos dos atributos, me doy cuenta, son para la mayoría de la gente polos antagónicos. ¡Para mí son sólo uno!, o pueden llegar a serlo. Cuando se encuentran, cuando coinciden…, alcanzo el éxtasis. Y en Christiana vi la promesa de muchos de esos instantes.

Pero el instante único y distinto que quiero describir, ese instante en que el dolor y el placer se entrelazaron como dos hermafroditas, me sorprendió no cuando abrazaba a una amante lasciva sino cuando —¡al cabo de una larga persecución!— me detuve en el umbral mismo de la alcoba donde ella me aguardaba: me detuve…, y vi aquel espectro…

Podría decirse que un gusano había entrado en mí. Quizá esto sea una metáfora, y el gusano que pervertía mi visión y mi gusto ya había penetrado en mis vísceras años atrás, cuando yo era niño, infectando luego toda mi vida adulta. Tal vez. Pero ¿quién puede salvarse de la cresa? ¿Quién no está contaminado? ¿Quién se atreve a llamarse sano? ¿Quién conoce la felicidad si no es acallando la enfermedad o sometiéndose a la fiebre?

La mujer se llamaba Christiana. Lo que ella deseaba no era infligirme años de dolor y búsqueda. Lo que ella deseaba fue siempre en verdad todo lo contrario.

Nos encontramos por primera vez en una aburrida reunión en la embajada danesa de una de las pequeñas capitales de Europa Oriental. Mi cara le era familiar y ella le pidió a un amigo que la llevara hasta mí para conocerme.

El amigo común me la presentó como poeta; acababa de publicar en Viena un segundo libro. En mí le había atraído ante todo mi afición a esa poesía que refleja una angustia romántica; por supuesto, conocía mi obra.

Aunque al principio hablamos en alemán, pronto descubrí lo que ya había sospechado por el aspecto de ella y los modismos que usaba: también Christiana era danesa. Nos pusimos a conversar de nuestra tierra natal.

¿Intentaré describir el aspecto de Christiana? Era una mujer alta de figura un tanto opulenta; el rostro, quizá un poco demasiado regular para ser verdaderamente bello, daba, desde ciertos ángulos, una impresión de estupidez que su conversación desmentía. En ese entonces tenía una brillante cabellera negra más abundante que lo decretado por la moda. Fue el aura de ella lo que me atrajo, una especie de melancolía en la sonrisa que es, me imagino, herencia escandinava. El artista noruego Edvard Munch pintó una vez una madonna desnuda, fantasmal, sufriente, erótica, pálida y generosa en carnes, con la muerte rondándole la boca; en Christiana, esa madonna respiraba y abría los ojos.

Nos encontramos de pronto hablando con entusiasmo de cierta camera obscura que aún existe en el condado de Aalborg en Jutlandia. Descubrimos que a ambos nos habían llevado allí de niños, que a ambos nos había fascinado ver un panorama de la ciudad de Aalborg extendido sobre una mesa luego de pasar por un pequeño orificio en el tejado. Me contó que aquel juguete óptico le había inspirado su primer poema; y yo le dije que empecé entonces a interesarme por las cámaras, y de ahí pasé al cine.

Pero apenas habíamos tenido tiempo de iniciar una conversación cuando el marido nos separó. Lo que no quiere decir que por medio de miradas y gestos ya no nos hubiéramos puesto secretamente de acuerdo, con sutileza pero sin sombra de duda.

Cuando, después de la reunión, quise saber algo más acerca de ella, me dijeron que era una infanticida y que estaba sometida a un tratamiento que combinaba elementos orientales y occidentales. Más tarde, gran parte de esta información resultó ser falsa; pero en ese momento sirvió para acicatear los deseos que nuestro breve encuentro había despertado en mí.

Algo fatalmente intuitivo sabía dentro de mí que en manos de ella, aunque acaso llegase a sufrir, encontraría el éxtasis ambiguo que yo buscaba.

En ese entonces yo tenía la posibilidad de dedicarme a la persecución de Christiana; mi última película, Magnitudes, estaba concluida, aunque yo aún tenía que retocarla un poco antes de presentarla en cierto festival cinematográfico.

También quiso la casualidad que yo estuviese entonces libre de mi segunda esposa, aquella dama parsi de modales gráciles y suaves, estrella funesta tanto de mi primera película como de mi vida, cuyos vastos y promisorios talentos revelaron demasiado pronto no ser más que una lengua muy suelta y un abrumador conocimiento de la medicina tropical. Nuestro caso había sido fallado ese mismo mes, y Sushila se había retirado a Bombay, abandonándome a mis inclinaciones naturales.

Así entonces me propuse una vez más cultivar mi jardín erótico: y Christiana sería la primera en florecer en aquellos bien cuidados arriates.

Ciertos y particulares deseos cristalizan las percepciones a lo largo de ciertas coordenadas: me bastó estar un momento con ella para comprender que no vacilaría en engañar a su marido, en determinadas circunstancias, y que yo mismo podría proporcionar esas circunstancias; aquellos velados ojos grises me dijeron que también ella tenía una comprensión casi intuitiva de sus propios deseos y de los deseos de los hombres, y que la perspectiva de una aventura amorosa conmigo no le era indiferente.

No vacilé por lo tanto en escribirle y explicarle que en mi próxima película me proponía seguir desarrollando la temática de Magnitudes y que confiaba poder realizar una obra dramática de naturaleza bastante revolucionaria basada en un soneto del poeta inglés Thomas Hardy titulado «A un Eclipse Lunar». Le decía también que esperaba contar con su sensibilidad poética para que me ayudase a componer el guión, y le preguntaba si me haría el honor de concederme una entrevista.

En ese preciso momento había en mi vida otros intereses en juego. En particular, las negociaciones a través de mis agentes con el Primer Ministro de una república del África Occidental que quería que yo hiciese una película sobre su país. Y si bien yo tenía el deseo de visitar esa extraña parte del globo donde, siempre me había parecido, acechaba en la atmósfera misma una amenaza hecha de grandeza y sordidez que acaso fuese de mi gusto, yo estaba tratando de escapar a la propuesta del Ministro, no obstante su esplendidez, pues él parecía necesitar un director de documentales convencional, más que un innovador, y yo sospechaba que estaba más interesado en la resonancia de mi reputación que en su naturaleza misma. Sin embargo, no desistía, y yo trataba de eludir a un agregado cultural de su país con el mismo empeño que ponía en atrapar —o en dejarme atrapar— por Christiana.

Para escapar de ese negro gigantesco y afable, me encontré casi sin proponérmelo visitando a un amigo de la universidad, un profesor de arte bizantino, a quien conocía desde hacía años. Fue en su estudio, en los bajos y silenciosos recintos universitarios con ventanas que espían desde los muros como ojos muy hundidos en las cuencas, donde me presentaron a un joven estudioso llamado Petar. Estaba de pie junto a una de las ventanas de ancho alféizar del estudio, absorto en la contemplación de la calle empedrada, un joven desaliñado con ropas poco ortodoxas.

Le pregunté qué miraba. Me señaló a un viejo vendedor de periódicos que avanzaba a paso lento bordeando la acera, tirando de una traílla y arrastrando a un perro, que lo arrastraba a él.

—¡Estamos rodeados de historia, monsieur! Este edificio fue construido por los Habsburgo; y ese hombre que ve usted en el arroyo cree ser un Habsburgo.

—Tal vez esa creencia lo ayude a caminar por el arroyo.

—¡Yo diría que al contrario! —Me miró por primera vez. En aquellos ojos pálidos vi algo viejo, aunque en un principio él me había parecido extremadamente joven—. Mi madre cree…, bueno, no tiene importancia. En esta lóbrega ciudad, todos vivimos en las sombras del pasado. Hay cortinas en todas las ventanas.

Yo había oído ya en boca de otros estudiantes ese tipo de retórica. Más tarde uno se entera que ellos están leyendo a Schiller por primera vez.

Mi anfitrión y yo nos pusimos a discutir el soneto de Hardy; en la mitad de la polémica, el joven nos interrumpió para despedirse, pues, según dijo, tenía que visitar a su preceptor.

—Un espíritu frágil y atormentado —comentó mi amigo—. Si sobrevivirá aquí sin perder la razón, nadie puede saberlo. Yo, personalmente, me alegraré cuando su madre, esa mujer abominable, se marche de la ciudad; su influencia en él es simplemente nefasta.

—¿Nefasta en qué sentido?

—Se murmura que cuando Petar tenía trece años, y por supuesto no digo que haya algo de cierto en ese rumor infame, se lastimó en un accidente de automóvil y su madre se acostó junto a él, nada antinatural en eso; pero corre la voz que entre ellos pasaron cosas antinaturales. Probablemente puras fantasías, pero lo cierto es que Petar huyó de la casa. El pobre padre, que es un hombre público…, estas sucias historias giran siempre alrededor de grandes personajes…

Sintiendo que se me aceleraba el pulso, pregunté por el apellido de la familia, que creo no había sido mencionado hasta ese momento. ¡Sí! ¡El joven pálido que se sentía cercado por las sombras del pasado era hijo de ella, el hijo de Christiana! Y naturalmente, esa leyenda negra la hacía a mis ojos aún más atractiva.

En aquella oportunidad nada dije, y mi amigo y yo proseguimos discutiendo el soneto del poeta inglés, que yo imaginaba cada vez con más claridad como un film. Yo lo había leído en una traducción húngara, y me había impresionado inmediatamente.

Resumir un poema es absurdo; pero el contenido de ese soneto tenía para mí la profundidad de su estilo, grave y sobrio. En pocas palabras, el poeta contempla la sombra curva de la Tierra que se desliza sobre la superficie de la Luna; ve ese manso perfil y no alcanza a relacionarlo con los perturbados continentes que la sombra representa; le parece imposible que todo el vasto escenario de las tribulaciones humanas pueda proyectar una sombra tan pequeña; y se pregunta si no será esa la verdadera dimensión, de acuerdo con medidas ajenas a este mundo, de todas las esperanzas y los deseos del hombre. Ese soneto tan noblemente forjado reflejaba con tal fidelidad las dudas que me asediaran a lo largo de mi vida, que había llegado a ser para mí uno de mis más preciados tesoros; por esta misma razón quería destruirlo y recomponerlo en una serie de imágenes visuales que transmitiesen esa misma sombra del poema: la belleza y el terror unidos.

Mi anfitrión, sin embargo, opinaba que la secuencia de las imágenes visuales que yo había bosquejado como capaces de crear esa sensación de misterio caían con excesiva facilidad en la categoría de la ciencia ficción, y que necesitaba un enfoque más conservador, más convencional y no obstante más profundo, una visión más intimista que exterior; quizá una forma más clásica de mi angustia romántica. Estas aseveraciones me enfurecieron. Me enfurecieron, y eso lo comprendí incluso entonces, porque tenían la fuerza de la verdad. El escenario no tenía que distraernos, y sí en cambio iluminar el significado. Así hablamos un tiempo, especialmente de los problemas filosóficos implícitos en la representación de un conjunto de objetos por otro: la meta de todo arte, el desplazamiento sin el que no es posible ningún emplazamiento. Cuando salí de la universidad, me sentía fatigado. Me invadió una suerte de desesperación al ver que caían las sombras, completando otro día de mi vida todavía incompleta.

Cuando bajaba la loma, a mitad de camino, allí donde hay una hornacina de la Virgen en el muro de la calle, el viejo vendedor de periódicos de Petar holgazaneaba con el astroso perro a sus pies. Le compré un periódico y tuve un escalofrío pensando cómo esta imagen, vislumbrada desde el ojo hundido de la universidad, se había enredado en mis cavilaciones con la de aquella madonna pervertida cuyos apetitos, tan tímidamente cuchicheados a sus largas espaldas, llegaban incluso a encender la fantasía de áridos pedantes como mi amigo erudito.

Y como si el azar de los acontecimientos tuviese, en la mente de algún ser superior, una secuencia narrativa, como si nosotros fuésemos simples parásitos en la cabeza de ese poder cuya existencia el mismo Thomas Hardy hubiera podido llegar a admitir, cuando llegué a mi hotel, con el periódico todavía sin abrir doblado bajo el brazo, fue para encontrar que en el casillero de la penumbrosa recepción, rutilante, ominosa, gritando a voz en cuello, silenciosa, una carta de Christiana me esperaba. ¡Supe que era de ella! Estábamos conectados.

Arrojando el periódico en un cesto de papeles, subí las escaleras con mi carta en la mano. Los pies se me hundían en la espesa piel de la alfombra, demorando mi ascenso; el corazón me daba saltos. ¿No era este —¡eso me lo pregunté luego!— uno de esos momentos supremos de la vida, de dolor y solaz inseparables? Porque cualquiera que fuese el contenido de la carta, era de naturaleza tal que, una vez revelado, como un veneno de acción rápida inyectado en mi torrente sanguíneo, me lanzaría convulsivamente a un nuevo modo de sentir y de actuar.

Supe que tendría que poseer a Christiana, lo supe hasta por la violencia inesperada de mi conmoción; y supe también que yo era un depredador tanto como una presa. ¿No era ese el sentido de la vida, el desplazamiento supremo? ¿No es acaso —como en el soneto inglés— lo grande infinitamente pequeño, y lo pequeño también infinitamente grande?

Bien, una vez en mi habitación, cerré la puerta con llave, puse la carta sobre la mesa y me senté al frente. Rasgué el sobre con un cortapapeles y saqué la carta.

Lo que decía era breve. Estaba muy interesada en mi propuesta y en las posibilidades que le sugería. Desafortunadamente, se marchaba de Europa al fin de la semana, dos días después, ya que el marido había aceptado un puesto oficial en África, como representante de su gobierno. Lamentaba que no hubiésemos podido ahondar nuestra relación.

Doblé la carta y la dejé otra vez sobre la mesa. Sólo entonces sentí el latigazo de la cola de la serpiente. Abalanzándome sobre la carta, la volví a leer. Ella y su marido —¡sí!— iban a radicarse en la ciudad capital de aquella misma república con cuyo Primer Ministro yo había negociado tanto tiempo. ¡Y esa misma mañana le había escrito al agregado cultural para anunciarle definitivamente que la filmación de la película que él proponía estaba más allá de mis posibilidades e intereses!

Esa noche dormí poco. A la mañana, cuando unos amigos fueron a visitarme, les hice decir que me sentía indispuesto; e indispuesto estaba; indispuesto para actuar; y poco dispuesto también a dejar escapar esta oportunidad. Era perversidad, sin duda, pensar en seguir a esa mujer, a esa madonna pervertida, a otro continente; había muchas otras mujeres con las que podía llegar a los más oscuros entendimientos con sólo levantar el receptor del teléfono, casi una pieza de anticuario junto a mi cama. Y quizá fue la perversidad lo que me permitió titubear durante tanto tiempo.

Pero a la tarde ya me había decidido. Desde una distancia lunar, Europa y África estaban al alcance de una sola mirada; también mi destino era algo muy pequeño. La seguiría por los medios tan fácilmente puestos a mi disposición.

Por lo tanto, redacté una carta para el afable agregado negro, diciendo que lamentaba mi decisión de la víspera, y explicando que esa carta había sido el instrumento que me había inducido a cambiar radicalmente de parecer, y anunciándole que ahora yo deseaba rodar la película. Le decía que estaba dispuesto a partir con mi equipo de camarógrafos y asistentes tan pronto como fuese posible. Le solicitaba el honor de una pronta entrevista. Y sin más ni más envié la carta con un mensajero.

Hubo un compás de espera que traté de eludir como pude. Los dos días siguientes los pasé encerrado en las oficinas que había arrendado en un tranquilo sector de la ciudad, trabajando en los retoques de Magnitudes. Sería una película satisfactoria, pero para mí era ya —como les ocurre a todos los artistas creadores— un simple punto de partida para mi próxima, obra. Ya las imágenes de África estaban invadiéndome el cerebro.

Al final del segundo día, rompí mi soledad y busqué un amigo. Le confesé mi furia porque el agregado no se había dignado contestarme cuando yo estaba tan dispuesto a partir. Mi amigo se rió.

—¡Pero si tu famoso agregado ha vuelto a su país con la cola entre las piernas! Se descubrió que robaba fondos. ¡Muchos de ellos lo hacen, me temo! ¡No están acostumbrados a tener autoridad! Los diarios de la tarde traían todos los detalles, un par de días atrás…, ¡todo un escándalo! Tendrás que escribirle a tu Primer Ministro.

Comprendí entonces que aquella no era una aventura vulgar. Había líneas magnéticas que llevaban al centro de atracción, así como en ciertas gatas de pura raza, según Remy de Gourmont, las marcas del pelo confluyen inexorablemente hacia las zonas sexuales. Sin duda tenía que lanzarme yo mismo a esa imperiosa llamada. Eso fue lo que hice escribiendo presuroso —y presuroso me despedí de mi amigo— al distante estadista en la distante ciudad africana, hacia la que mi calumniada dama se encaminaba esa misma noche.

De las terribles demoras que se sucedieron, prefiero no hablar. La caída en desgracia del agregado cultural (y no fue el único que cayó en desgracia) había repercutido en la lejana capital, y mi nombre, envuelto en el escándalo, no se vio beneficiado con ello. Al fin, sin embargo, recibí la esperada carta, invitándome a realizar la película en las condiciones que yo propusiera, y ofreciéndome todas las facilidades. ¡Un hombre menos perverso se hubiera sentido muy feliz!

Preparar todo lo necesario para poder salir de Europa, dar instrucciones a mi secretaria, y arreglar varios asuntos de negocios me llevó una semana. Mientras tanto, transcurrió el importante festival cinematográfico, y Magnitudes tuvo de los críticos la acogida que yo había previsto; es decir, los aduladores adularon y los despreciativos despreciaron, y unos y otros descubrieron en la película muchas cualidades que no tenía, y pasaron por alto aquellas que tenía. ¡Uno de ellos creyó descubrir una nueva versión del mito de las andanzas de Adán y Eva fuera del Edén! ¡En verdad, los ojos de los críticos, esos arrogantes aparatos ópticos, sólo ven lo que quieren ver!

Todos los motivos de irritación concluyeron al fin. Acompañado por un séquito de cinco personas, tomé un avión con destino a Lagos.

Al parecer ese momento culminante que yo perseguía no podía estar muy lejos, ni en el tiempo ni en el espacio. Pero lo imprevisto se interpuso.

Cuando llegué a destino, fue para encontrar la capital africana en un estado de convulsión; había manifestaciones y disturbios durante el día y toque de queda en las noches. Mi grupo quedó virtualmente confinado en el hotel, y los políticos estaban demasiado ocupados para molestarse en atender a un vulgar fabricante de películas.

En una ciudad así, ninguna de las inquietudes del hombre puede llegar a una adecuada culminación: excepto una. Recuerdo haber estado en Trieste cuando esa ciudad pasaba también por días turbulentos. Yo estaba en aquel momento embarcado en una dolorosa y exquisita aventura con una mujer que casi me doblaba en edad —¡pero mi edad era entonces la mitad de la que tengo ahora!— y la desorganización y el caos de la vida pública, las misteriosas requisas, y los igualmente misteriosos pandemonios que se desataban como el bora, eran como un fascinante contrapunto a los ritmos de la vida íntima, y a aquellas cesuras de desazón que son inevitables en las situaciones que involucran a una mujer hermosa y casada. De modo que averigüé discretamente por intermedio de la embajada de mi país el paradero de Christiana.

La república estaba a punto de dividirse en dos, un Sur cristiano y un Norte musulmán. El marido de Christiana había sido destinado al norte y ella lo había acompañado. La inquietud política y la destrucción de un puente estratégico impedían que yo pudiese seguirlos por algún tiempo.

Quizá parezca contradictorio si admito que entonces olvidé por completo a Christiana, mi única razón de ser en ese lugar y en ese continente. Y, sin embargo, la olvidé; nuestros deseos, y en particular los deseos del artista creador, son peripatéticos; algunas veces desaparecen inesperadamente, y nunca sabemos cuándo volverán a la superficie. El espíritu de perversión descendió a su Averno. En lo que a mí atañe, el puente volado nunca fue reconstruido.

Una vez que el Ejército decidió apoyar al gobierno (después que dos coroneles aparecieran asesinados) se acabaron los disturbios. Aunque los sentimientos del pueblo seguían siendo separatistas, pudo restablecerse algún orden. Una escolta militar me acompañó a recorrer la zona. Y toda la belleza y el horror de la ciudad —y del desolado interior— se me revelaron al instante.

No había imaginado nada con respecto al África Occidental. Nadie me había hablado de ella. Y eso fue precisamente lo que entonces me atrajo, como director. Comprendí que había allí un territorio inexplorado desde el cual bien podría emprenderse una incursión al mundo de lo caótico. Las imágenes de belleza-en-la-desesperación de las que yo estaba sediento se encontraban allí, aunque en una lengua extranjera. Mi tarea consistía en traducirlas, en desplazarlas.

Tan inmerso estaba en mi trabajo, que olvidé los problemas de mi país, y de Europa, y del mundo occidental donde mis películas eran aclamadas o abucheadas, y de todo el mundo excepto este rincón convulsionado del planeta (donde, en verdad, repercutían las angustias de todo el resto). Aquí tenía mi soneto: aquí podría darle al soneto de Hardy algo más que un apagado resplandor. ¡Aquí la relatividad de lo importante encontraba nuevos parámetros!

En la medida en que la situación política empezó a mejorar, también yo empecé a trasladar mis elementos de trabajo hacia el interior del país, como si hubiese entre un hecho y otro una relación directa. Habían puesto a mi disposición un experto cazador ibo.

Pese a que mi tema era el hombre y no creía estar interesado en la vida salvaje, la selva me conmovió extrañamente. Me levantaba al amanecer, indiferente a la tortura de las moscas madrugadoras, para presenciar el tremendo espectáculo de la luz al volcarse una vez más sobre el mundo, sintiéndome a la vez en ese momento de exaltación la más importante y la más insignificante de las criaturas. Y observaba —y más tarde filmé— cómo ese torrente de luz lanzaba no sólo a las moscas sino a aldeas enteras a la acción.

¡Cómo vibraban aquellos amaneceres y aquellos días! Todavía me estremece recordarlos.

Supongamos —¿cómo podríamos decirlo?— supongamos que mientras estaba en África filmando Algunos Eclipses, una parte de mí mismo estaba tan activa (una parte que hasta entonces nunca había sido expuesta al aire libre y la luz del sol), que la otra parte dormitaba de algún modo. Por no haber encontrado nunca una doctrina psicológica satisfactoria, no puedo expresar mi pensamiento en ninguna de las jergas al uso. Permítanme, entonces, que lo diga crudamente: las mujeres negras que me abrieron su belleza atesoraban en sus pieles oscuras y en sus formas extrañas y en sus gustos inauditos, una cuota suficiente de misterio como para apaciguar mi sed de tormentos más hondos. Esas alianzas fugaces me ayudaron también a exorcizar el fantasma envuelto en un sari de mi segunda esposa.

Me transformé, por un tiempo, en una persona diferente, un explorador de la psique en una región en la que otros de mis semejantes se habían limitado a cazar animales; y pude hacer una película libre de mis habituales arranques de perversidad.

Estoy convencido de haber creado una obra maestra. Para la época en que Algunos Eclipses era una acabada obra maestra, y yo estaba de regreso en Copenhague preparando la presentación del film, el régimen que tanto me ayudara había caído; el Primer Ministro había huido a Gran Bretaña; el Norte musulmán se había desvinculado de los cristianos del Sur. Y yo estaba una vez más enredado con otra mujer, y encarnado nuevamente en mi yo europeo, un poco más viejo, un poco más cansado.

Dos años transcurrieron antes que volviera a cruzarme en el camino de mi madonna pervertida, Christiana. Para entonces, las fuerzas magnéticas parecían haber desaparecido por completo: y en verdad, nunca llegaría a acostarme con ella como tan minuciosamente lo había planeado; pero el magnetismo desaparece y aflora en extraños lugares; de pronto lo invisible se hace carne ante nuestros propios ojos; y el horror puede estremecernos más que la belleza.

Mi fortuna se había acrecentado considerablemente, hecho no desvinculado de la declinación de mi talento. Sabiendo que por un tiempo no tendría más que decir, me dedicaba a filmar atrevidas historietas, utilizando en una forma más accesible algunos de mis viejos trucos, y siendo considerado en consecuencia por muchos como un audaz maestro del descaro. Yo vivía mi papel, y estaba pasando el verano en mi velero, La Venus Fantástica, navegando por el Mediterráneo.

Estábamos bebiendo en un pequeño restaurante francés de los muelles, cuando a mi grupo le llamó la atención el comportamiento de una pareja sentada a la mesa vecina, un joven que discutía con una mujer, sin duda alguna su amante, y muchísimo mayor que él. No reconocí al joven, pero él de pronto, cansado de discutir, se incorporó y se acercó a mí, presentándose como Petar. Recordé entonces nuestro único y breve encuentro, más de tres años atrás. Estaba borracho, y tenía una actitud desagradable. Descubrí que me odiaba en secreto.

Nos divirtió más que la acompañante de Petar se acercara a nosotros y se presentara. Era una celebridad cinematográfica internacional, una estrella, por así decir, aunque en los últimos años había actuado más en la cama que en la pantalla. Pero era una interlocutora mordaz, y nos entretuvo con una catarata de chismes tan abundantes que casi parecían ingeniosos.

Resueltamente, relegó a segundo plano al amigo borracho. De lo que hablé con él, concluí que la madre alojaba no lejos de allí, en un renombrado hotel. En aquella ciudad corrupta, era fácil seguir las inclinaciones de uno. Me separé furtivamente de mi grupo, llamé un taxi y pronto me encontré en presencia de una Christiana a quien el tiempo no había cambiado, respirando el aire que ella respiraba. Los ojos de mi madonna se escudaban tras unos pesados párpados. Me echó una mirada que parecía haber brillado en mi vida durante muchos años como una estrella fatídica. Era sin duda el eco de algo enterrado, algo que era preciso resucitar y observar tan de cerca como fuese posible.

—Si me perseguiste hasta el África, parece un poco trivial que vengas a encontrarme en Cannes —me dijo.

—Cannes es lo trivial, no el hecho en sí. La ciudad está aquí para nosotros, pero el hecho ha tenido que ser postergado.

Christiana frunció el ceño, clavó la vista en la alfombra, y luego dijo:

—No sé muy bien en qué hecho estás pensando. Yo no preveo ninguno en particular. Estoy aquí por pocos días con un amigo, antes de seguir viaje a algún lugar más apacible. He descubierto que la vida monótona me sienta muy bien.

—¿Tu marido?…

—No tengo marido. Me divorcié hace tiempo…, más de dos años. Fue bastante escandaloso: me sorprende que no te hayas enterado.

—No, no lo sabía. Debía estar todavía en África. África es prácticamente impermeable a los ruidos.

—Tu devoción por ese continente es muy conmovedora. Vi tu película. La vi más de una vez, lo confieso. Es una interesante obra de arte…, acaso lo único que se le pueda…

—¿Cuál es tu objeción?

—Para mí está incompleta —dijo ella.

—Yo también soy incompleto. Te necesito a ti para ser yo mismo, Christiana, ¡a ti que durante tanto tiempo has sido una parte espectral de mí!

Hablé entonces con pasión, y no evasivamente, como me había propuesto.

La tenía ante mí, y una vez más todas las líneas convergentes de la vida parecían llevarme hacia aquellos misterios. Pero estaba allí acompañada por un amigo, arguyó. Bueno, había tenido que marcharse de Cannes por un asunto de importancia vital (deduje que era ministro de cierto gobierno, todo un personaje), pero estaría de regreso con el avión de la mañana.

Al cabo de largos circunloquios —ahora mis manos aprisionaban las suyas— Christiana aceptó una invitación a cenar en La Venus Fantástica; tuve especial cuidado en hacerle saber que junto a mi cabina había otra desocupada que en un abrir y cerrar de ojos estaría en condiciones de recibir a un huésped femenino dispuesto a pasar la noche a bordo y bajar a tierra mucho antes que los aviones matutinos planeasen sobre la bahía.

Y etcétera, etcétera, etcétera.

Debe haber pocos hombres —y mujeres— que no hayan conocido alguna vez ese estado peculiar de éxtasis controlado que la promesa de una satisfacción sexual despierta en nosotros; ante ella los obstáculos no son nada, y las objeciones lógicas de las que normalmente somos víctimas, menos que nada. En esos momentos nuestros actos no nos pertenecen; estamos, por así decir, poseídos: para más tarde poseer.

Una característica curiosa de ese estado de posesión es que deja pocos recuerdos. Las únicas imágenes que alcanzo a evocar son las de haber cruzado a gran velocidad el hervidero metropolitano y haber notado que en un cine pequeño se exhibía Algunos Eclipses. ¡Aquel frágil juego de luces y sombras había perdurado más, tenía más vitalidad, que la república donde había nacido! Recuerdo haber pensado cuánto me habría gustado humillar al arrogante Petar llevándolo a ver el film. «Una en el ojo», me dije, y la frase hecha me divirtió, envidioso como me sentía de todas las otras cosas que los ojos de Petar pudieran haber contemplado.

Mi fiebre de alucinado disolvió todos los impedimentos. Me fue fácil convencer a mis amigos para que bajaran a disfrutar de una noche en tierra; los tripulantes, por supuesto, felices de poder escapar. Quedé por fin a solas, sentado en el centro del barco, mis expectativas invadiéndolo todo, y yo escuchando con deleite los más leves movimientos. La música de los otros veleros anclados en el muelle llegaba hasta mí como confirmando mi soledad inexpugnable.

Vi cómo el sol se fundía con el mar, velado por una nube antes del último parpadeo, y comenzaron los artificios de la noche. Como un negativo de sí mismo, el sol arrojaba nuestras sombras a través del espacio; una eterna oscuridad se arrastraba siguiendo al globo; ¡una negrura parásita, nunca vencida, reclamaba la mitad de la naturaleza del hombre!

Estas y otras impresiones nada desagradables me pasaban aún por la mente, cuando de pronto advertí que yo estaba temblando. Un malestar extraño se apoderó de mis sentidos, un frisson indescriptible. Aferrándome a los brazos de mi sillón, luché por no caer en un estado de inconsciencia. La macabra impresión que socavaba todo mi ser era —y la frase se me ocurrió en aquel mismo instante— que me estaban ocupando en silencio, así como yo ocupaba en silencio la nave desierta.

¡Qué momento para espíritus! ¡Cuando mi cita era con la carne!

Repuesto apenas de la primera oleada de pánico, me erguí en mi sillón. La música distante me llegaba chirriando a través del agua pizarreña. Moví una mano ante mí, para aclararme la vista, y vi una huella en la palma: el brazo del sillón de mimbre. Esto confirmó mi impresión del hecho que yo era a la vez huésped de una presencia espectral y un yo insustancial, una criatura de espacio infinito y dislocado más que un ser de carne y hueso.

¡Ese malestar terrible y fatídico, tan distinto de mi ánimo de hacía un momento! Y mientras yo todavía luchaba tratando de liberarme, mi ave de presa subió a bordo. Sutilmente todo el velero se rindió bajo su pie, y oí que me llamaba.

Con mucho esfuerzo, me arranqué de mi estado de ánimo fantasmal y fui a recibirla. Aunque mi mano estaba fría cuando le estreché la mano tibia, todo el imperioso magnetismo de Christiana me envolvió como un resplandor. Los pesados párpados de la voluptuosa madonna de Munch se abrieron para mí y una sola mirada me bastó para comprender que también aquella mujer de majestuosa presencia y reputación dudosa se desplegaba ahora a mis deseos.

—Hay algo de veneciano en este encuentro —dijo con una sonrisa—. ¡Tendría que haberme puesto un dominó!

Mi sensibilidad exacerbada sintió como en carne viva esa broma trivial. Podía significar, se me ocurrió, que ella estaba representando un papel; ¡y todas mis esperanzas y temores se lanzaron a conjeturar qué clase de papel, de triunfo o humillación supremos, estaba yo destinado a desempeñar en aquellas fantasías!

Nuestra charla fue vehemente, hasta voluble, cuando bajamos al bar de popa apenas iluminado a tomar un trago y brindar el uno por el otro. Era evidente que estaba ansiosa, y que no ignoraba que había dado un paso irreversible al comprometerse de ese modo: pero esa ansiedad parecía ser parte de un deleite más secreto. Por la manera de acercarse a mí pude ir interpretando sus deseos; y así, poco a poco, casi insensiblemente, conseguí llevarla a la cabina contigua a la mía.

De pronto, una vez más, ¡aquella extraña sensación de una fuerza desconocida que me había invadido! Pero ahora había también dolor, y cuando encendí las luces laterales, un espasmo me encegueció el ojo derecho, casi como si hubiese sorprendido una escena vedada.

Me aferré a la pared del camarote. Christiana estaba planteando el cumplimiento de no sé qué cosa absurda como condición para otorgarme sus favores; quizá alguna tontería con respecto a su hijo Petar; y al mismo tiempo me invitaba a acercarme a ella. Balbuceé alguna excusa —¡ahora estaba seguro de estar a punto de desintegrarme!— y le expliqué, tartamudeando, que yo me prepararía en la cabina próxima; le rogué que se pusiese cómoda, y me retiré tambaleando, trémulo como una hoja otoñal.

En mi cabina —mejor dicho en el baño— unos haces de luz reflejados por las aguas de la bahía proyectaban sobre la puerta la imagen borrosa de un ojo de buey. Bastaba esa luz; crucé hasta el espejo y me miré clavando los ojos en mi rostro desencajado.

¿Qué mal me aquejaba? ¿Qué enfermedad repentina, qué espíritu maléfico se había adueñado de mí —me poseía— en ese gozoso momento?

Mi rostro me devolvió la mirada. Y entonces: mi visión se eclipsó desde dentro

¡Nada puede expresar el horror de esa experiencia! Algo se movía, se movía en mi visión, constante e inexorable como la sombra curva del soneto de Hardy. Y mientras aún miraba fijamente mi imagen del espejo, nimbada por un halo dorado, vi la sombra que se movía en mi ojo, cruzaba el globo ocular, reptaba lentamente de norte a sur —¡oh, tan lentamente!— por mi iris.

Sentí de pronto un exquisito dolor, físico y psíquico. Peor aún, me atravesó de parte a parte el terror a la muerte, a lo que yo imaginé una muerte nueva: y vi con absoluta nitidez, con un ojo interno también abrumado de dolor, que todos mis vivos placeres, tanto los de la carne como los del espíritu, y todos mis dones, se precipitaban en esa sombra última y fría de la tumba.

Allí, frente a ese espejo, como si toda mi vida hubiese echado raíces en aquel lugar, soporté a solas, aterrorizado, los espasmos que me sacudían el cuerpo, tan alejados de mis sentidos normales que ni siquiera podía oír mis propios gritos. ¡Y esa cosa terrible avanzó sobre mi pupila y me dominó!

Durante un rato estuve tendido en el suelo en una especie de letargo, incapaz por igual de desmayarme y de moverme.

Cuando por fin logré ponerme de pie, comprobé que me había arrastrado hasta mi camarote. La noche me rodeaba. Sólo fantasmas de luz, reflejos de luz que se perseguían en el cielo raso y desaparecían. Debilitado, trémulo, encendí la luz eléctrica y una vez más examiné mi ojo invadido. Esa cosa terrible era transitoria. El área que había ocupado estaba sensibilizada, pero ya no había dolor.

Christiana había desaparecido también. Había escapado, supe más tarde, al oír mis primeros gritos, dominada por el miedo de la culpa, ¡e imaginando quizá que el marido había contratado a un asesino para que la protegiera de la deshonra!

¡Yo también tenía que marcharme! ¡No podía tolerar el velero ni un día más! Pero ya nada era tolerable para mí, ni mi propio cuerpo; la impresión de estar habitado no cesaba nunca. Me sentía como un paria de la sociedad. Impulsado por una absoluta desesperación, fui a ver a un sacerdote de aquella religión que hacía tanto tiempo dejara de practicar; sólo pudo ofrecerme trivialidades acerca de la necesidad de inclinarme ante la voluntad de Dios. Consulté a un vienés cuya profesión era curar mentes enfermas; sólo sabía hablar de sentimientos de culpa.

Nada me era tolerable en los lugares conocidos. En un espasmo de inquietud, fleté un avión y volé a ese país africano donde una vez fuera feliz. Pese a que la república se había fragmentado —ahora sólo existía en mi película—, en el país mismo no había cambio alguno.

Mi viejo cazador ibo vivía aún; lo busqué, le ofrecí una buena paga, y nos internamos en la selva, como en otro tiempo.

Aquello que me poseía marchó conmigo. Ahora nos estábamos familiarizando, esa cosa y yo. De cuando en cuando alcanzaba a verla un instante, aunque la aterradora visión que eclipsó mi ojo derecho no se repitió nunca. Era peripatética, emprendía largos viajes por el interior de mi cuerpo, para de pronto salir a flor de piel, oscura, ominosa, en el brazo, en el pecho o la pierna, y una vez —y entonces de nuevo el terror y el dolor entrelazados— en el pene.

También comenzaron a aparecerme extraños tumores, que se hinchaban con rapidez hasta alcanzar el tamaño de un huevo de gallina, para desaparecer en un par de días. Algunas veces esas protuberancias abominables iban acompañadas de fiebre, pero nunca faltaba el dolor. Me sentía agotado, inútil y utilizado.

Traté de ocultar a los ojos de todos esas horribles manifestaciones. No obstante, durante uno de aquellos estados febriles, le mostré los tumores a mi fiel cazador. Me llevó —yo apenas sabía adónde íbamos— a ver a un médico norteamericano que vivía en una aldea cercana.

—¡No hay ninguna duda! —dijo el médico, luego de un examen casi rutinario—. Lo que usted tiene es una loiasis, una infección parasitaria de largo período de incubación, tres años o más. Pero usted no ha estado tanto tiempo en África, ¿no?

Le expliqué que ya antes había visitado estas tierras.

—¡Entonces, es un caso clarísimo! Fue en esa época cuando contrajo la infección.

Mi única respuesta fue mirarlo fijamente. Pertenecía a un universo muy distante del mío; allí cada hecho tenía una y sólo una explicación.

—El vector de la loiasis es una mosca que succiona sangre —me dijo—. Las hay por billones en esta región. Abundan sobre todo al amanecer y en las últimas horas del día. La larva de la loiasis entra en el torrente sanguíneo con la picadura de la mosca. Luego hay un período de incubación de tres o cuatro años hasta que llega al estado adulto. ¡Es, podríamos decir, un proceso bastante curioso!

—¡Entonces, según usted, estoy poseído por un gusano!

—Usted es sólo el involuntario huésped de un gusano parásito, ahora adulto, de hábitos peripatéticos y de marcada preferencia por el tejido subcutáneo. Esa es la causa de los tumores de usted. Algo así como una reacción alérgica.

—¿Así que no tengo lo que usted podría llamar un trastorno psicosomático?

El médico se echó a reír.

—Puedo asegurarle que es un gusano real. Y que puede vivir en el organismo de usted hasta unos quince años.

—¡Quince años! ¿Tendré entonces que resignarme a este súcubo horripilante durante quince años?

—¡Nada de eso! Lo trataremos con una droga llamada dietilcarbamazine, y pronto volverá a estar bien.

Ese optimismo maravilloso —«¡pronto volverá a estar bien!»—, bueno, desde su punto de vista estaba justificado, aunque la droga maravillosa tuvo algunos efectos colaterales desagradables. De eso no me quejaré; todo en la vida tiene efectos colaterales desagradables. Quizá —y es una suposición que examino en la película que estoy filmando ahora— la conciencia misma no es más que un efecto colateral, un truco de la luz, por así decir, que nosotros, los humanos, en nuestra búsqueda azarosa e incesante, llevamos accidentalmente y de vez en cuando a la superficie, en la posición y el momento en que nuestra presencia puede actuar sobre una más extendida red de sensaciones.

En mis oscuros vagabundeos secretos, nunca más volví a encontrar a la fatal Christiana (¡mi creciente aversión hacia ella no era bastante fuerte como para atraerme todavía más!), pero Petar, su hijo, se exhibe aún en los cotos más opulentos del soleado Mediterráneo, y se asoma con cierta frecuencia a la consideración del público desde las columnas de chismes de las revistas.