mpliando nuestra noticia de cabecera, continúan las extrañas muertes en el área de Toronto. El séptimo cuerpo fue encontrado por la Policía a primeras horas de esta mañana en la avenida Foxrun, al sur del Club de Campo y Golf de Oaksdale. Los investigadores de Homicidios presentes en el lugar del crimen han confirmado que la muerte se produjo después de un fuerte golpe en la garganta, pero no confirman por el momento si el cuerpo también había sido vaciado su sangre. La Policía no revelará el nombre de la víctima hasta que se haya notificado a los parientes más cercanos. En otro orden de cosas, el tiempo en el Ontario meridional será algo más frío de lo acostumbrado para esta estación y…
Vicki extendió un brazo y apagó la radio. Se mantuvo unos momentos inmóvil sobre su banco de ejercicios, escuchando distraídamente los sonidos de la ciudad, tratando de convencerse de que el retumbar de un camión distante no era el tumulto producido por un millar de pies con garras, y que el agudo aullido que llegaba desde el este no era más que una sirena.
—Hasta el momento, no parece haber hordas demoníacas —se agachó y apretó las palmas de las manos contra el suelo de parqué—. Toquemos madera —parecía que todavía tenía tiempo para encontrar al bastardo responsable de todas aquellas muertes y romperle cada hueso del…
Reprimió el pensamiento, se puso en pie y se dirigió al salón. Había colocado el mapa de la ciudad sobre la pared. La venganza estaba muy bien, pero entregarse a ella dificultaría el problema más acuciante: encontrar al canalla.
Las primeras seis muertes habían ocurrido las noches del domingo, el lunes y el martes, con una semana de diferencia. El asesinato de la noche de este jueves había supuesto una ruptura del patrón. Vicki miró el mapa entornando los ojos y trazó un círculo alrededor de la avenida Foxrun. No tenía la menor idea de cómo encajaba aquello geográficamente, o siquiera si encajaba en el patrón o acababa de hacerlo pedazos.
Se colocó las gafas en la posición correcta y obligó sus mandíbulas a distenderse.
Henry podría jugar a conectar los hechos aquella noche, cuando despertase; ella tenía otras pistas que seguir.
Si él estaba en lo cierto y la persona que estaba convocando al demonio recibía bienes materiales a cambio de cada muerte, la desaparición de tales bienes debía de haber sido denunciada. Encontrar lo robado significaba encontrar al que invocaba al demonio. Y encontrar a este significaba poner fin a las muertes. Era muy simple; lo único que ella tenía que hacer era revisar cada informe de incidencias ocurrido en las últimas tres semanas en la ciudad y seguir la pista a robos poco usuales y sin explicación aparente.
—Lo cual —suspiró—, no me llevará más de dos años —pero incluso eso, una búsqueda de dos años, era preferible a pasar un solo segundo más con los brazos cruzados. El problema era que, con las dieciocho divisiones de la Policía Metropolitana, no sabía por dónde comenzar.
Tamborileó sobre el mapa con su lápiz. Sin duda, el informe matutino de la División 31 contendría detalles que no habían sido facilitados a la prensa.
Detalles que Henry podía necesitar para determinar la ubicación del próximo lugar, el próximo asesinato. Además, las dos líneas trazadas por las seis muertes anteriores se cruzaban en territorio de la División 31. Puede que aquello no significase nada, pero al menos era algo con lo que empezar.
Tomando la bolsa con los cuatro donuts —dos rellenos de mermelada de cereza y dos recubiertos de chocolate— con una mano y la bolsa con los cafés en la otra, Vicki bajó la cabeza y dobló la esquina para entrar en Norfinch Drive. Con el hospital York-Finch a su espalda, nada se interponía entre ella y un feroz viento del norte excepto la comisaría de policía y unos cuantos kilómetros cuadrados de desolación industrial. Sólido y achaparrado, el edificio de la División 31 era una pésima protección.
Mientras ella se aproximaba, un coche patrulla abandonó el aparcamiento de la comisaría. Se volvió y lo observó torcer hacia el este y perderse por la avenida Finch. A las 9:20 de la mañana, un Viernes Santo, el tráfico era muy escaso y sería fácil llevarse la equivocada impresión de que la ciudad había aprovechado la oportunidad —una festividad religiosa observada tan solo por una tercera parte de la población— para dormir. La ciudad, como Vicki sabía perfectamente, nunca se tomaba un descanso. Si no se trataba de las preocupaciones del tráfico, lo serían las preocupaciones domésticas. Al fin y al cabo, durante estos días las amorosas familias aprovechaban para pasar todo el día juntas. Y el corredor Jane-Finch, hacia el que el coche se había dirigido, no era un lugar en el que abundasen los trabajos en los que uno pudiera tomarse unos días de vacaciones y, por el contrario, en los mejores días los ánimos tendían a estar un poco caldeados…
Cuando todavía trabajaba de uniforme, había pasado un año entero trabajando en la comisaría 31. Al recordar ciertos momentos y experiencias mientras continuaba en dirección a la comisaría, Vicki descubrió que no añoraba en absoluto el trabajo policial.
—Bueno, bueno, ¿pero no es esta la vieja pero nunca olvidada «Victoria» Nelson? ¿Qué te trae hasta el culo del mundo?
—Sólo he venido para ver tu cara sonriente, Jimmy. —Vicki depositó ambas bolsas sobre el mostrador y se colocó bien las gafas. Tenía los dedos helados—. Es primavera y, como las golondrinas, regreso a Capistrano. ¿Está el sargento por aquí?
—Sí. Está en…
—¡No es su jodido asunto el dónde estoy! —el rugido hubiera hecho temblar un edificio menos sólido. Siguiéndolo de cerca, el sargento de guardia Stanley Iljohn apareció en el área de servicio, pasó al lado de Jimmy y se detuvo junto al mostrador—. Dijiste que estarías aquí a las nueve —gruñó—. Llegas tarde.
En silencio, Vicki levantó la bolsa de los donuts.
—Sobornos —bufó el sargento, mientras los extremos de su extremadamente cuidado mostacho trepidaban por la fuerza de la exhalación—. Bien, ya puedes sacarte el dedo del culo. Ven aquí y siéntate. Y en cuanto a ti —miró a Jimmy de arriba abajo—, vuelve al trabajo.
Jimmy, que de hecho estaba trabajando, sonrió y lo ignoró. Vicki hizo lo que se le ordenaba, y mientras Iljohn tomaba asiento en la mesa del sargento de guardia, arrastró una silla y se sentó junto a él.
Unos pocos momentos más tarde, el sargento se limpiaba meticulosamente el azúcar que había caído sobre el frente de su almidonada camisa.
—Bien. Tú y yo sabemos que permitirte leer los informes de incidencias va estrictamente en contra del reglamento del departamento.
—Sí, sargento —de hecho, si cualquier otro hubiera estado de guardia, probablemente ella no habría podido lograrlo sin recurrir a más altas instancias.
—Y ambos sabemos que lo que estás haciendo no es sino alimentar de forma descarada la reputación que te ganaste por tu milagrosa capacidad para saltarte todos esos reglamentos.
—Sí, sargento. —Iljohn había sido el primero en recomendarla para un ascenso. Para él, su historial de arrestos había sido la mejor prueba de lo acertado de su decisión. Cuando ella había dejado el Cuerpo, él la había llamado, la había interrogado sobre sus proyectos y prácticamente le había ordenado que hiciera algo con su vida. No es que hubiera resultado un gran apoyo, pero sus bruscas buenas intenciones habían sido algo a lo que aferrarse cuando Mike Celluci la había acusado de querer escapar.
—Y si me acabo pringando por causa de este asunto, voy a tener que explicarles que utilizaste esas técnicas de combate cuerpo a cuerpo en las que se supone que todos los investigadores privados sois tan jodidamente buenos para dominarme y leer los informes sobre mi cuerpo sangrante.
—¿Me estás pidiendo que te dé unos cachetes? —pese a que apenas superaba la estatura mínima para ser admitido en el Cuerpo, existían numerosos rumores que aseguraban que Stanley Iljohn jamás había perdido una pelea. Con nadie.
—No seas listilla.
—Lo siento, sargento.
Él dio unos golpecitos con un dedo sobre la carpeta que yacía sobre su escritorio y su rostro adoptó una expresión solemne.
—¿Realmente crees que puedes hacer algo con esto? —preguntó.
Vicki asintió.
—En estos momentos —le confió en voz baja—, tengo mejores posibilidades que cualquier otro en la ciudad.
Iljohn la miró durante un largo rato.
—Yo también sé trazar líneas en un mapa —dijo al fin—. Y cuando alineas las seis primeras muertes, la «x» marca el lugar. Justo al norte de aquí. Cada poli de la comisaría está buscando cualquier cosa extraña, algo que pueda identificar al asesino y puedes estar segura de que estos informes —agitó la mano en un gesto fugaz para señalar los informes de incidencias de las últimas dos semanas que pendían sobre la pared, al otro lado del escritorio— han sido peinados muy, muy a fondo. Ya sabes, con peines de púas muy finas. Por todos los que estamos aquí y por los niños y niñas de tu viejo patio de juegos.
—Pero no por mí.
Él asintió, mostrando su acuerdo.
—No por ti —golpeó con la palma de la mano los papeles que había sobre la mesa—. Esta última muerte se ha producido en mi territorio y me lo estoy tomando como algo personal. Si sabes algo que no me estás contando, será mejor que lo escupas ahora mismo.
Hay un demonio que está escribiendo un nombre con sangre por toda la ciudad. Si no lo detenemos, sólo será el principio de muchos horrores.
¿Cómo lo sabes?
Un vampiro me lo ha contado.
Ella le miró directamente a los ojos y mintió.
—Todo lo que sé se lo he contado a Mike Celluci. Está al cargo del caso. Sólo pienso que podría seros de ayuda si pudiera echar una ojeada a esos informes por mí misma.
Iljohn entornó la mirada. Vicki hubiera jurado que no la creía. No del todo.
Lentamente, después de un prolongado instante que pareció contener todo el tiempo que habían trabajado juntos, él empujó la carpeta hasta el otro extremo de la mesa.
—Quiero que esta sea la última muerte —gruñó.
No tanto como yo, pensó Vicki.
¿Cuántas muertes eran necesarias para trazar el nombre de un demonio?
Agachó la cabeza para leer.
—Las víctimas uno y siete eran estudiantes de la universidad de York. No es una conexión demasiado sólida para servir de base a una investigación.
Celluci suspiró.
—Vicki, en este momento, yo basaría una investigación en pistas mucho más tenues. ¿Has llamado sólo para causarme problemas o tienes algo más constructivo que decir?
Vicki jugueteó con el cable del teléfono entre sus dedos. Hacia el final de la tarde, tras una visita a la División 52, su búsqueda la había conducido por fin a algo significativo. Uno de los policías de uniforme que venían de hacer su ronda la había escuchado hablando con el sargento de servicio sobre casos inusuales de robo y la había puesto al corriente sobre uno que él había tenido que investigar. El problema era que no se le ocurría la manera de presentarle la información a Celluci.
—Así que, ¿pensáis centrar la búsqueda en York? —preguntó en vez de ello.
Él volvió a suspirar.
—Sí. Por ahora. ¿Por qué?
Ella respiró profundamente. La verdad era que no había manera sencilla de hacerlo.
—No me preguntes cómo lo sé, porque si te lo cuento no me creerías, pero existen grandes posibilidades de que la persona que andas buscando vista una chaqueta de cuero negro. Una chaqueta de cuero negro de novecientos dólares.
—¡Jesús, Vicki! Estamos hablando de una universidad. La mitad de la jodida gente de allí llevará cazadoras de cuero negro.
—No como esta. Tengo una descripción completa para ti.
—¿Y puede saberse cómo la has conseguido? ¿Quizá en una galleta de la fortuna?
Vicki abrió la boca y volvió a cerrarla. Sencillamente era demasiado complicado.
—No puedo contártelo —dijo al fin—. Estaría comprometiendo mis fuentes.
—Ocúltame información vital, Vicki, y me encargaré personalmente de comprometer a fuentes que ni siquiera sabías que tenías.
—¡Escúchame, cabrón! Puedes creerme o puedes no hacerlo, eso es cosa tuya. ¡Pero no te atrevas a amenazarme! —prácticamente le escupió la descripción y colgó el auricular con fuerza. De acuerdo. Había hecho lo correcto al contarle a la Policía lo que sabía. Estupendo. Podían actuar o no. Y Mike Celluci podía irse directamente al Infierno.
Salvo porque aquello era precisamente lo que ella trataba desesperadamente de evitar.
Frustrada, apretó los dientes. Arrojó de una patada una silla de la cocina hasta el salón. Con la respiración agitada, contempló, inmóvil durante unos instantes, el mueble roto.
—La vida era más sencilla antes —le dijo. Suspiró y volvió al teléfono. La universidad de York era la única conexión que tenían y Coreen Fergus estudiaba en ella. Probablemente no podría prestarles demasiada ayuda. Celluci, el irritante hijo de puta, tenía razón. Encontrar una chaqueta de cuero en un campus universitario sería más o menos tan sencillo como dar con un político honrado. Pero tampoco perdía nada por intentarlo.
—¿Coreen Fergus, por favor?
—Lo siento, pero Coreen no se encuentra aquí en estos momentos. ¿Quiere que le deje algún mensaje?
—¿Sabe cuándo volverá?
—Me temo que no. Se marchó esta mañana a pasar unos pocos días con unos amigos.
—¿Se encuentra bien? —si la chiquilla había sufrido algún daño por haber acudido al apartamento de algún hombre extraño…
—Bueno, se puede decir que está un poco conmocionada; era muy amiga de la chica cuyo cuerpo encontraron anoche.
Suficientemente malo era, tan poco tiempo después de lo de Ian, pero al menos no había nada más serio.
—Cuando regrese a casa, ¿me haría el favor de decirle que Vicki Nelson la ha llamado?
—Claro. ¿Eso es todo?
—Eso es todo.
Y, en efecto, aquello era todo, salvo que Henry consiguiese dar con algo concreto.
—Este, este o este —la mirada de Henry alternaba entre el mapa y la página con los símbolos.
—¿Puedes descubrir cuál es el próximo punto del patrón? —Vicki se inclinó sobre la mesa, tan lejos como le era posible del grimorio. Vacilaba en decir que del antiquísimo libro emanaba un aura de maldad pues le sonaba a cliché de novela de terror, pero no se le había pasado por alto que incluso Henry evitaba tocarlo en la medida de lo posible.
Henry, ocupado con el transportador y la regla, rio con poca alegría.
—Los tres siguientes puntos en tres posibles patrones —señaló el mapa.
—Magnífico. —Vicki se enderezó y empujó sus gafas hacia arriba—. Más complicaciones ¿Por dónde empezamos?
—Por dónde empiezo —la corrigió Henry con aire ausente. Se enderezó a su vez y comenzó a frotarse las sienes. La brillante luz que Vicki parecía necesitar para trabajar comenzaba a provocarle dolor de cabeza—. Será mejor que elija esta área —posó un dedo sobre el mapa, justo al este del río Humberd, entre las avenidas Lawrence y Eglinton—. Este patrón es el menos complicado de los tres. Teóricamente, es el más sencillo de finalizar.
—¿Teóricamente?
Henry se encogió de hombros.
—El conocimiento de los demonios no es una ciencia exacta. No existen respuestas claras y establecidas. Los expertos en el tema tienden a morir jóvenes.
Vicki respiró profundamente y exhaló el aire con lentitud. Nunca había respuestas claras y establecidas. A estas alturas, ella ya debería saberlo.
—Así que nunca has hecho esta clase de cosas antes.
—No, de hecho no. «Esta clase de cosas» no ocurren demasiado a menudo.
—Entones, si no te molesta que te lo pregunte —extendió un dedo en dirección al grimorio, manteniendo cautelosamente la distancia—, ¿cómo es que posees uno de estos?
Henry volvió la mirada hacia el libro, aunque, por su expresión, Vicki hubiera asegurado que no lo estaba viendo.
—Se lo arrebaté a un loco —dijo con tono áspero—. Y no es algo de lo que me apetezca hablar en este momento.
—Está bien. —Vicki tuvo que contener el impulso de apartarse de la desnuda cólera que latía en la voz de Henry—. No tienes por qué hacerlo. Está bien.
Con esfuerzo, él apartó de sí el recuerdo y logró esbozar lo que esperaba que fuera una sonrisa conciliatoria.
—Lo siento. No pretendía asustarte.
Ella se puso rígida.
—No lo has hecho.
La sonrisa de él se hizo más genuina.
—Bien.
Consciente de que se estaba burlando de ella, Vicki se aclaró la garganta y cambió de tema.
—Dijiste la otra noche que no había manera en que pudiéramos saber si estos eran todos los nombres demoníacos.
—Exacto —había tratado de no pensar en esa posibilidad.
—Así que las muertes podrían responder al trazado de un nombre que no se encuentra en el libro.
—Exacto de nuevo.
—Mierda —abrazándose el torso con los brazos, Vicki se apartó para acercarse a la ventana y apoyó la frente contra el frío cristal. Todo lo que alcanzaba a ver de la ciudad que se abría debajo de ella eran unos puntos de luz, y estos parecían fríos y burlones—. ¿Qué se supone que vamos a hacer con todo esto?
—Exactamente lo que estamos haciendo —probablemente no había sido más que una pregunta retórica, pero había veces, Henry lo sabía, en que incluso estas necesitaban respuesta, y quería proporcionarle todo el consuelo que le fuera posible—. Y confiar y rezar y no abandonar.
Vicki levantó el rostro y se volvió para mirarlo.
—Yo nunca abandono.
Él sonrió.
—Nunca he pensado que lo hicieras.
Realmente tiene una sonrisa magnífica, pensó Vicki, apreciando la manera en que sus ojos se arrugaban en los extremos. Sintió que sus propios labios comenzaban a doblarse en respuesta y se reprendió mentalmente. No tenía la menor intención de que su rostro mostrase la repentina y poderosa oleada de deseo que la había asaltado. Cuatrocientos cincuenta años de práctica, un cuerpo de poco más de veinte años y una habilidad y potencia sobrenaturales…
Henry escuchó la aceleración de su corazón y su sensible olfato captó un nuevo aroma en el aire. No se había alimentado durante las últimas cuarenta y ocho horas. Pronto tendría que hacerlo. Si me desea, sería estúpido negarse… hacía mucho tiempo que había superado la necesidad de probarse a sí mismo forzando las cosas. Al fin y al cabo, sabía que podía tomar lo que quisiera. Dejaría que ella tomara el primer paso. ¿Y qué hay de la promesa de no ahondar en su relación hasta que hubiesen acabado con el demonio? Bien, algunas promesas fueron hechas para ser rotas.
El ritmo de los latidos de la mujer comenzó a calmarse. Aunque Henry aplaudió en silencio su control, no se molestó en ocultar su desilusión.
—La cosa es —la voz de Vicki vaciló y tuvo que aclararse la garganta. Esto es ridículo. Tengo treinta y un años; no soy una adolescente—, que descubrí algunas cosas en la División 31 que podrían estar relacionadas con nuestro caso.
—¿De veras? —Henry alzó una de sus cejas dorado-rojizas y se acomodó sobre el extremo de la mesa.
Vicki, que hubiera dado la parte delantera de su dentadura a cambio de la capacidad de levantar una única ceja sin que el resto del rostro se inmutara, frunció el entrecejo ante la imagen que él componía. Para ser sincera, no creía que fuera consciente de la manera en que la luz derramada por la araña le otorgaba un brillo bruñido al color de sus cabellos, ni de cómo la posición que había adoptado tensaba sobre sus poderosos muslos los pantalones de pana marrón que vestía. Con esfuerzo, logró reconducir sus pensamientos. No era el momento para este tipo de cosas; lo que quiera que acabase por pasar tendría que esperar.
—Numerosos testigos, principalmente empleados del Macdonald’s, aseguraron haber reparado en un olor repugnante que persistía en los alrededores del aparcamiento del centro comercial Jane-Finch. Algo como azufre y carne podrida. La compañía del gas envió a un técnico pero no encontró ninguna fuga.
—¿El demonio? —Henry se inclinó sobre el mapa, tratando de ignorar su creciente apetito. Resultaba difícil, estando ella tan cercana y, al menos físicamente, tan dispuesta—. Pero el cuerpo fue encontrado…
—Hay algo más. Alguien aseguró haber visto a un oso corriendo por la acera de la calle Jane. La Policía ni siquiera se molestó en investigar la denuncia porque el testigo dijo que apenas lo había entrevisto un instante mientras pasaba por la zona con su coche, a casi cien kilómetros por hora.
—El demonio —esta vez no era una pregunta.
Vicki asintió.
—Hay muchas probabilidades —volvió a la mesa y al mapa—. Mi suposición es que cogió el cuerpo aquí y lo arrastró por aquí para darle muerte en este lugar. ¿Por qué? Sin duda debía haber gente más cercana.
—Quizá en estas ocasiones tuviera instrucciones acerca de a quién debía matar.
—Me temía que ibas a decir eso.
—Es la única respuesta lógica —dijo Henry, poniéndose en pie—. Pero mira la parte buena.
—No hay ninguna parte buena —resopló Vicki. Había terminado el día consultando el informe del juez de instrucción.
—Aun a riesgo de parecer una especie de Pollyanna —dijo él con voz seca—, siempre hay una parte buena. O al menos una parte menos mala. Si el demonio recibió instrucciones de asesinar a esa mujer en concreto, quizá la Policía sea capaz de encontrar la conexión entre ella y el que lo convoca.
—¿Y si no es más que una nueva forma de perversidad demoníaca?
—Entonces no estamos peor que antes. Ahora, si me disculpas, y ya que el itinerario se ha visto trastocado, creo que será mejor que vaya hasta el Humberd por si el demonio vuelve a ser reclamado esta noche.
Junto a la puerta, Vicki se detuvo. Estaba pálida. Un súbito y horrible pensamiento acababa de cruzarse por sus pensamientos.
—¿Qué es lo que impide que esa cosa entre en la casa de alguien, donde nadie pueda verlo o detenerlo?
—Los demonios —contestó Henry mientras la sonreía para infundirle confianza y se abrochaba el abrigo— no pueden entrar en la casa de alguien a menos que sean expresamente invitados.
—Pensaba que eso se aplicaba a los vampiros…
Poniendo una mano sobre su espalda, a la altura de la cintura, Henry la condujo firmemente pero con gentileza al exterior del apartamento.
—Eso le hubiera gustado —dijo mientras echaba el cerrojo— al señor Stoker.
Henry se apoyó contra la valla del cementerio y contempló la pequeña colección de tranquilas tumbas. La mayoría contaba con lápidas de piedra, de tamaño y edad uniformes. Los pocos monumentos de mármol resultaban pretenciosos y parecían encontrarse fuera de lugar.
Hacia el oeste, el cementerio se interrumpía en la canalización del río Humberd. El rumor sordo de las aguas subterráneas llenaba la noche de sonido. Hacia el norte se levantaban áreas residenciales. Hacia el este y el sur, tan solo tierra vacía. Se preguntó si el cementerio tendría algo que ver con aquella ausencia de desarrollo. Incluso en una época de ciencia como esta, los muertos eran considerados unos malos vecinos. Henry no podía entender el porqué; a los muertos jamás se les hubiera ocurrido escuchar a Twister Sister a 130 decibelios a las tres de la madrugada.
Podía sentir algo. No el patrón, pero sí una anticipación del mismo. Una corriente de malevolencia, esperando su momento, esperando la muerte definitiva que la anclaría irrevocablemente al mundo. Esta sensación, que provocaba que se le erizase el vello de la parte trasera del cuello y que le hacía gruñir, era tan poderosa como para convencerle de que había elegido correctamente. Este nombre sería el primero en ser trazado. El Señor Demoníaco a quien correspondía sería el primero en ser liberado de la oscuridad y el que daría comienzo a la matanza.
Debía detener al demonio durante los pocos segundos que transcurrirían entre su aparición y el golpe mortal, porque una vez que la sangre de la víctima tocase la tierra, se las tendría que ver con el Señor Demoníaco. Desgraciadamente, el patrón hacía posible que la muerte se produjese en un área más amplia de la que él podía vigilar de una vez, así que había hecho la única cosa que podía hacer: trazar un pentagrama extendido más allá de los límites del área, dejando sin cerrar los últimos quince centímetros. Cuando el demonio penetrase en su interior, para tomar una vida que se encontrase allí o asesinar una que hubiese llevado consigo, lo cerraría. Una prisión esotérica como aquella no duraría más que unos pocos segundos, pero le proporcionaría el control durante el tiempo suficiente como para llegar hasta el demonio y…
—… y detenerlo. —Henry suspiró y se levantó el cuello de su gabardina—. Temporalmente —el problema era que los demonios menores podían ser reemplazados con facilidad. Si conseguía detener a este, nada impediría que su «amo y señor» convocase a otro. Afortunadamente los demonios, como la mayoría de los matones, no eran insensibles al dolor y no le resultaría demasiado difícil convencerlo para que hablase.
—Si es que puede hablar —introdujo las manos en los bolsillos y se dejó caer sobre la valla. Algunos rumores aseguraban que no todos podían hablar.
Existía una complicación adicional que no había mencionado a Vicki porque sabía que ella se lo hubiese tomado a broma. Aquella noche, en todas partes del mundo, millones de personas lloraban la muerte de Cristo. Puede que este siglo hubiese perdido la capacidad de ver el poder de la fe, pero Henry no lo había hecho. La mayoría de las religiones poseían un día de la oscuridad en sus calendarios y, debido a la enorme extensión de la Iglesia Católica, el suyo era uno de los más potentes. Si el demonio volvía antes del momento del renacimiento de Cristo, sería más fuerte, más peligroso, más difícil de vencer.
Consultó su reloj. 11:40. Constreñido por siglos de tradición, el demonio sería convocado a medianoche. Si es que lo convocaban aquella noche. De acuerdo con lo que Vicki le había contado, todas las muertes anteriores se habían producido entre la medianoche y la una de la madrugada. Se preguntó cómo podía la Policía haber ignorado una pista tan obvia.
El viento hacía que la gabardina se agitase en torno a sus rodillas y azotaba brillantes mechones de su cabello. Como todos los depredadores superiores, podía mantenerse inmóvil mientras durase la caza, con los sentidos aguzados y prestos a captar el primer rastro, visión o sonido de su presa.
Pasó la medianoche.
Henry sintió que el corazón de la oscuridad se extendía y que la corriente de maldad se hacía más fuerte por momentos. Se puso tenso. Tendría que moverse entre un latido de su corazón y el siguiente.
Entonces la corriente comenzó a desvanecerse.
Cuando se hubo disipado hasta no ser más que una mera posibilidad, Henry volvió a consultar el reloj. 1:20. Esa noche, por alguna razón, el peligro había pasado.
El alivio hizo que se dejara caer sobre la valla, sonriendo de manera estúpida. No había deseado la lucha. Estaba agradecido porque se hubiese demorado. Volvería al centro de la ciudad. Tal vez se pasase por el apartamento de Caroline, comiese algo y pasase el resto de las horas que quedaban hasta el amanecer sin preocuparse por la posibilidad de ser hecho pedazos por las hordas del Infierno.
—Apacible, ¿no cree?
El anciano de cabellos blancos nunca supo lo cerca que había estado de morir. Sólo la renovación del latido del patrón, como si hubiese podido sentir la inminencia de la muerte, había detenido el golpe de Henry. Ocultó los colmillos bajo los labios y enterró sus temblorosas manos en los bolsillos.
—¿Lo he asustado?
—No —la noche se encargaba de ocultar al cazador mientras Henry pugnaba por volver a levantar su máscara de civilización—. Me he sobresaltado. Eso es todo.
La brisa que corría desde el río le había impedido captar el aroma de la sangre y el sonido del agua había camuflado el de los zapatos de suela de crespón al aproximarse. Podía excusársele por haberse dejado sorprender. Pero no por ello resultaba menos embarazoso.
—¿Vive usted por aquí?
—No —mientras se aproximaba, Henry revisó su anterior impresión acerca de la edad del hombre. No pasaría de los cincuenta y su porte atlético y aseado y su apariencia saludable revelaban a un hombre que trabajaba al aire libre.
—Eso pensé. Me acordaría de usted —sus ojos eran de color azul pálido. Inmediatamente por encima de la solapa de una chaqueta gris de corte bajo latía una vena bajo la piel bronceada—. A menudo camino de noche cuando no puedo dormir.
Con las manos tendidas a ambos lados de sus gastados vaqueros, parecía esperar una explicación por parte de Henry. Sus nudillos arrugados eran elocuentes testigos de numerosas peleas pasadas. Por alguna razón, Henry dudaba que hubiera perdido muchas de ellas.
—Estaba esperando a alguien —la adrenalina que todavía corría por su sangre le hacía mostrarse un poco brusco, aunque la simpatía que le inspiraba aquel hombre comenzaba a disolverla—. No se ha presentado —respondió a la tranquila sonrisa del hombre con otra, capturó aquella mirada azul pálido y la retuvo. Conduciéndolo hacia las sombras del cementerio, mientras permitía que su hambre se alzase, consideró el final al que habían conducido las últimas horas y entonces, esforzándose por contener una risa ligeramente histérica, Henry advirtió la verdad que contenía una afirmación en la que siempre había creído: la vida no es sólo más extraña de lo que imaginas; es también más extraña de lo que puedas imaginar. Un vampiro que espera la llegada de un demonio acaba dando un paseo por un cementerio acompañado por un extraño. Algunas veces adoro este siglo.
—¿Detective? Quiero decir… ¿señorita Nelson? —el joven agente se ruborizó por su error y se aclaró la garganta—. El… eh… sargento dice que podría interesarle la llamada que recibí esta mañana.
Vicki levantó la mirada de la pila de informes de incidencias que estaba revisando y empujó sus gafas hacia arriba. Se preguntaba cuándo habrían comenzado a admitir niños en el Cuerpo. O quizá cuándo alguien con veinte años de edad había comenzado a parecerle tan terriblemente joven.
El agente enderezó un poco la espalda y comenzó a leer sus notas:
—A las 8:02 del sábado 23 de mayo, el señor John Rose, residente en el número 42 de la avenida Birchmont denunció la desaparición de un objeto perteneciente a su colección de armas. Dicha colección, incluyendo al objeto desaparecido, se mantenía guardada bajo llave detrás de un muro falso en el sótano del señor Rose. Ni el muro ni la cerradura parecían haber sido forzados, y el señor Rose juró que sólo él y su mujer conocían la combinación. Asimismo, la entrada de la casa no parecía tampoco haber sido forzada. Todos los papeles y permisos parecen estar en orden y…
—¿Agente?
—Sí, señorita.
—¿Qué objeto había desaparecido de la colección del señor Rose?
—¿Perdone?
Vicki suspiró. Había pasado toda la noche sin dormir y el día estaba siendo muy largo.
—¿De qué arma se trataba?
—Oh —el agente volvió a enrojecer y volvió a consultar sus notas—. El… objeto desaparecido era un rifle de asalto ruso, un AK-47. Con munición, señorita.
—¡Mierda!
—Sí, señorita.
—¡No puedo creerlo! —Norman dio una patada al expendedor de periódicos. El tacón de sus botas golpeó el metal, provocando un estrépito sordo, muy satisfactorio para él. No había terminado de leer la noticia de portada sobre la séptima víctima y ya había descubierto que el demonio había matado a la chica equivocada. Y lo que era peor, había asesinado a la chica equivocada el jueves por la noche y él había tenido que esperar al sábado para enterarse.
¡Coreen había vivido dos días más!
La pulsación en el interior de su cabeza, que al contrario de las ocasiones anteriores no había desaparecido junto con el demonio, se hizo más intensa.
Extrajo el monedero del interior de uno de los bolsillos de su pantalón, murmurando:
—Un país decente debería tener unos servicios de información decentes —si se hubiera enterado ayer mismo, habría convocado de nuevo al demonio la noche del viernes, en vez de pasarla navegando por la red en busca de alguien que pudiera ayudarle a hacer funcionar su nuevo ecualizador. Es una pena que no pueda llevar eso a clase. Todos se fijarían en mí. Lo que más le molestaba era que el demonio había regresado el jueves y se había vuelto a marchar para conseguirle el rifle sin decirle siquiera que la había fastidiado.
Cuando advirtió que el periódico del sábado costaba un dólar veinticinco estuvo a punto de cambiar de idea, pero la noticia trataba sobre él, al menos de algún modo, así que, refunfuñando, introdujo las monedas en el cajetín del expendedor. Además, necesitaba saber lo que el demonio había hecho para poder castigarlo esa noche. Mientras lo mantuviera atrapado en el pentagrama, debía de existir una manera de dañarlo o castigarlo…
Con el diario guardado bajo su brazo —se hubiera llevado dos, pero la edición del sábado era demasiado voluminosa— se encaminó hacia la pequeña tienda de la esquina para comprar una bolsa de carbón. Sólo le quedaba una y necesitaba tres para realizar el ritual.
Desgraciadamente, le faltaban setenta y seis centavos.
—¿Qué?
—Las bolsas de carbón valen tres dólares y cincuenta y nueve centavos, más el impuesto de veinticinco centavos, lo que hace un total de tres dólares y ochenta y cuatro centavos. Y tú sólo tienes tres dólares y ocho centavos.
—Mire, se lo dejaré a deber.
La anciana sacudió la cabeza.
—Lo siento. No fiamos.
Norman entrecerró los ojos.
—Yo nací en este país. Tengo mis derechos —trató de alcanzar la bolsa, pero la mujer la escondió debajo del mostrador.
—No fiamos —repitió, esta vez con más firmeza.
Norman se dirigió al otro lado del mostrador, pero cuando se encontraba a medio camino, la mujer sacó una escoba de alguna parte y comenzó a blandiría contra él. Recogiendo su dinero, retrocedió precipitadamente.
Probablemente sabe kung fu o algo semejante. Volvió a colocar el periódico bajo su brazo y se dirigió hacia su apartamento.
Durante el trayecto, volvió a dar una patada al expendedor de periódicos. El cajero automático más cercano cerraba a las seis. Era imposible llegar a tiempo. Tendría que dirigirse al centro comercial al día siguiente para encontrar uno abierto.
Y todo aquello por culpa de la anciana señora. Cuando hubiese administrado un castigo apropiado al demonio y se hubiese asegurado de que Coreen recibía lo que se merecía, puede que tuviese tiempo para hacer algo en lo referente al problema de la inmigración.
El latido de su cabeza se hizo aún más intenso.
—¡Mira esto!
Restregándose el rostro con las manos, Vicki respondió sin levantar la mirada.
—Ya lo he leído. Yo lo traje, ¿recuerdas?
—¿Es que la ciudad entera ha perdido la cabeza?
—La ciudad entera está aterrorizada, Henry —volvió a ponerse las gafas y suspiró. Pese a que no tenía la menor intención de contárselo, lo cierto era que ella misma había dormido la noche anterior con la luz encendida y todavía tenía muy presente la sensación de un despertar brusco, con el corazón en la garganta, empapada de sudor, segura de que algo estaba trepando por la escalera de incendios en dirección a su ventana—. Tú has tenido muchos años desde 1536 para acostumbrarte a la muerte violenta. El resto de nosotros no somos tan afortunados.
Los tres periódicos del sábado mostraban la noticia de la séptima muerte en portada, como si pretendieran compensar la falta de noticias típica del Viernes Santo. Ninguno de ellos olvidaba enfatizar el hecho de que también esta vez el cadáver había sido encontrado sin sangre, y los tres, incluyendo el más serio diario nacional que finalmente había tenido que unirse a la comitiva, incluían artículos sobre vampiros, columnas de opinión sobre vampiros, digresiones históricas y científicas sobre vampiros, al mismo tiempo que proclamaban abiertamente que tales criaturas no existían realmente.
—¿Sabes cómo acabará todo esto? —Henry arrojó el periódico que sostenía contra el sofá. Se abrió y la mitad de las páginas se desparramaron por el suelo.
Vicki giró sobre sí misma para encararse a él mientras abandonaba su limitado campo de visión.
—¿Con un incremento de las ventas? —preguntó, reprimiendo un bostezo. Después de pasar todo un día leyendo informes de incidencias le dolían terriblemente los ojos, y la noticia de que el individuo que se dedicaba a invocar al demonio había decidido recurrir a armas más convencionales era todo lo que necesitaba oír.
Henry, incapaz de permanecer quieto, atravesó la habitación en cuatro furiosas zancadas, dio la vuelta y volvió a hacerlo. Apoyando los brazos contra el respaldo del sofá, se inclinó hacia ella.
—Tienes razón. La gente tiene miedo. Y los periódicos, por la razón que sea, han decidido darle un nombre a ese miedo: vampiro —se incorporó y se pasó una mano por el cabello—. La gente que escribe estas noticias no cree en vampiros y la mayoría de quienes las leen tampoco, pero estamos hablando de una cultura en la que hay más gente que conoce su signo astrológico que su grupo sanguíneo. En alguna parte, allá fuera, hay alguien que se está tomando todo esto muy en serio y que está dedicando su tiempo a afilar estacas.
Vicki se encogió de hombros. Sus palabras tenían mucho sentido, y ciertamente no sería ella la que ejerciera el papel de abogado defensor de la naturaleza y costumbres de sus contemporáneos.
—Una de las cadenas locales emite Drácula hoy.
—Oh, magnífico. —Henry hizo un gesto de rechazo con ambas manos y comenzó a caminar de nuevo—. Más combustible para el fuego. Vicki, tanto tú como yo sabemos que hay por lo menos un vampiro que vive en Toronto y, por lo que a mí se refiere, preferiría no encontrarme con que algún ciudadano, arrojado a un frenesí asesino por lo medios, hiciera algo que yo pudiera lamentar basándose en el estúpido hecho de que jamás me ha visto de día —hizo una pausa y respiró profundamente—. Y lo peor de todo es que no puedo hacer absolutamente nada al respecto.
Vicki se puso en pie y caminó hasta encontrarse junto a él frente a la ventana. Podía comprender cómo se sentía.
—Dudo que sirva de mucho, pero tengo una amiga que escribe una columna de interés humano en uno de los periódicos sensacionalistas. Lo llamaré cuando llegue a casa, a ver si puede hacer algo para apaciguar algo toda esta historia.
—¿Qué piensas decirle?
—Exactamente lo mismo que tú acabas de decirme —sonrió—. Salvo la parte sobre que el vampiro que vive en Toronto.
Henry logró devolverle una sonrisa torcida.
—Gracias. Probablemente pensará que te has vuelto loca.
Vicki se encogió de hombros.
—Yo era una poli, ¿recuerdas? Ella ya piensa que me volví loca hace décadas.
Vicki se encontró con su propia mirada reflejada en el cristal. Por primera vez advertía que Henry Fitzroy, nacido en el siglo dieciséis, era diez centímetros más bajo que ella. Por lo menos. Ella siempre había sido una esnob en lo referente a la estatura y lo reconocía. Por eso le sorprendió descubrir que en este caso no le importaba en absoluto. Sus orejas se pusieron tan rojas como lo habían hecho las mejillas del joven agente de aquella mañana. Carraspeó y preguntó:
—¿Vas a volver esta noche al Humberd?
El reflejo de Henry asintió, sombrío.
—Y cada noche, hasta que algo ocurra.
Anicka Hendle acababa de terminar un turno agotador en Emergencias. Mientras aparcaba el coche en la calle de su casa, no podía pensar en otra cosa más que en la cama. Ni siquiera los vio hasta que casi había llegado al porche.
Roger, el hermano mayor, aguardaba sentado en el escalón más alto. Bill, el más joven, permanecía sobre el helado césped, apoyándose contra la casa. A su lado, inclinado contra el muro que había tras él, había algo que parecía un palo de hockey. La luz no era suficientemente buena como para asegurarlo. Los dos, junto a toda una colección de «amigos», vivían de alquiler en la casa contigua, y aunque Anicka se había quejado en más de una ocasión al casero por causa del ruido y de la suciedad, no parecía haber manera de librarse de ellos. Saltaba a la vista que se habían pasado toda la noche bebiendo. Podía oler la cerveza.
—Buenos días, señora Hendle.
Justo lo que ella necesitaba, un encuentro con los Hermanos Dalton.
—¿Puedo hacer algo por ustedes caballeros? —normalmente eran demasiado torpes o estaban demasiado bebidos para que el sarcasmo tuviera algún efecto sobre ellos, pero no había perdido la esperanza.
—Bien… —la sonrisa de Roger era un tajo iluminado en medio del óvalo gris de su cara—. Puedes contarnos por qué nunca te vemos de día.
Anicka suspiró; estaba demasiado agotaba para tratar con cualquier idea estúpida que se les acabase de ocurrir.
—Soy enfermera; estoy en el turno de noche —dijo. Habló lentamente, pronunciando las palabras con claridad—. Por consiguiente, trabajo durante las noches.
—No basta. —Roger tomó otro largo trago de la botella que sostenía en la mano izquierda. La mano derecha seguía escondiendo algo que reposaba sobre sus rodillas—. Nadie trabaja de noche todo el tiempo.
—Yo sí —era ridículo. Reanudó su camino—. Y ahora será mejor que volváis al sitio del que habéis salido antes de que llame…
Unas manos la aferraron por lo hombros, tomándola por completo por sorpresa.
—¿A quién vas a llamar? —inquirió Bill, apretándola contra su cuerpo.
Repentinamente aterrorizada, se debatió frenéticamente tratando de liberarse.
—Nosotros tres —la voz de Roger parecía llegar desde muy lejos— nos vamos a quedar aquí quietecitos hasta que salga el sol. Luego ya veremos.
Estaban locos. Ambos estaban locos. El pánico le dio la fuerza que necesitaba y se liberó del abrazo de Bill. Corrió tambaleándose hacia las escaleras del porche. Esto no podía estar ocurriendo de verdad. Tenía que llegar a casa. En casa estaría a salvo.
Vio que Roger se interponía en su camino. Debía pasar sobre él. Apartarlo de su camino.
Entonces reparó en el bate de béisbol que había en su mano.
La fuerza del golpe la envió de vuelta al césped.
Su boca y su nariz estaban destrozadas. No podía reunir el aire suficiente para gritar.
Derramando sangre por toda la cara, se alzó sobre las rodillas y los codos y trató de alcanzar la casa. Si puedo llegar a casa, estaré a salvo.
—El sol está saliendo. Trata de esconderse dentro de la casa.
—Eso es prueba suficiente para mí.
Habían afilado uno de los extremos del palo de hockey. Los dos hombres se apoyaron sobre él y apretaron con todas sus fuerzas. La madera atravesó la chaqueta, luego el uniforme, después la carne y los huesos y por fin se clavó en la tierra.
Mientras el primer rayo de sol se deslizaba por encima del garaje, Anicka Hendle pataleó una última vez y entonces se quedó inmóvil.
—Ahora vamos a ver —jadeó Roger mientras apartaba a un lado su cerveza.
La luz del sol se movió con lentitud sobre el patio, tocó un zapato blanco y delicadamente se derramó sobre todo el cuerpo. La sangre, vertida sobre la tierra helada, ardía con una luz carmesí.
—No ocurre nada. —Bill se volvió hacia su hermano; los ojos muy abiertos, el rostro, un pálido pergamino—. Se suponía que tenía que convertirse en polvo, Roger.
Roger retrocedió dos pasos y vomitó ruidosamente.