BloodTop8

Norman recorrió con la mirada el interior de El Gallo y el Toro y frunció el ceño. Las noches del jueves, el viernes y el sábado, las noches que había dedicado a su propósito de conocer chicas, llegaba pronto —lo que normalmente significaba a las 9:30 o 10:00 de la noche— para asegurarse de encontrar una mesa libre. De este modo, alguien tendría que compartirla con él. Esta noche, la del jueves antes del largo fin de semana de Pascua, el pub estudiantil estaba tan vacío que parecía que no tendría compañía.

Irse a casa por Pascua. Menuda chorrada, pensó con suficiencia, mientras con su dedo acariciaba arriba y abajo la condensación que se había formado en su vaso de ginger ale bajo en calorías. Sus padres habían parecido decepcionados, pero él se había mostrado inflexible. Los chicos realmente guay pasaban el fin de semana en la universidad, y Norman era ahora un chico realmente guay.

Suspiró. Aparentemente, lo que no hacían era acudir a El Gallo y el Toro. Hubiera abandonado y se hubiera marchado a su casa de no ser por la pelirroja que se sentaba en la mesa de la esquina. Era absolutamente preciosa, todo lo que Norman había deseado siempre en una mujer, y durante mucho tiempo la había adorado desde el otro lado del aula de la clase de Religiones Comparadas que compartían. No era demasiado alta, pero su esplendoroso pelo le otorgaba una poderosa presencia, y, además, los centímetros que le faltaban en altura se veían compensados generosamente en otras partes de su anatomía. Norman podía imaginarse rasgándole la blusa y contemplando con deleite la turgente y suave carne que escondía. Ella le devolvería una mirada de arrebatada adoración y él alargaría suavemente su mano para tocarla. Su imaginación no iba mucho más lejos, así que en sus pensamientos repitió la escena una y otra vez mientras la observaba desde el otro lado de la sala.

Una o dos cervezas más tarde, las voces de la mesa de la esquina comenzaron a alzarse.

—Lo que te estoy diciendo es que existen evidencias —exclamaba la pelirroja— de que el asesino es una criatura de la noche.

—¡Seamos serios, Coreen!

¡Su nombre era Coreen! El corazón de Norman adquirió un ritmo irregular y se inclinó hacia delante, tratando de escuchar con más claridad.

—¿Qué hay de la sangre desaparecida? —demandó la muchacha—. Todos los cuerpos se encontraron completamente secos.

—Un psicópata —bufó uno de sus acompañantes.

—Una sanguijuela gigante —sugirió otro—. Una sanguijuela gigante que se arrastra babeando por las calles de la ciudad hasta que encuentra una víctima y entonces… ¡SLURP! —dio un largo trago a su cerveza para ilustrar sus palabras. Todos sus acompañantes expresaron ruidosamente su desagrado y lo enterraron en una lluvia de servilletas. Entonces la voz de Coreen se alzó por encima de la algarabía.

—¡Os estoy diciendo que no hay nada natural en esas muertes!

—Tampoco hay nada natural en una sanguijuela gigante, que yo sepa —murmuró una mujer alta y rubia que vestía una camiseta de franela color rosa brillante.

Coreen se volvió hacia ella.

—Ya sabes a lo que me refiero, Janet. ¡Y de hecho no soy la única persona que piensa de esa manera!

—¿Hablas de las noticias de los periódicos? ¿El vampiro que acecha en la ciudad y todo eso? —Janet suspiró ostensiblemente y sacudió la cabeza—. Coreen, ellos no se creen todas esas chorradas. Sólo lo hacen porque quieren vender más periódicos.

—¡No son chorradas! —insistió Coreen, golpeando la mesa con su jarra vacía—. ¡Ian fue asesinado por un vampiro! —su boca se frunció hasta adoptar una mueca obstinada y el resto de sus acompañantes intercambiaron miradas elocuentes. Uno detrás de otro, le presentaron sus excusas y se fueron marchando.

Coreen ni siquiera levantó la mirada mientras Norman ocupaba la silla que Janet acababa de abandonar. En ese momento pensaba en lo estúpidos que parecerían sus amigos, por llamarlos algo, cuando su investigadora privada encontrase al vampiro y lo destruyera. Pronto dejarían de reírse de ella.

Norman, después de tomarse unos instantes para considerar lo mejor que podía decir, hizo una tentativa:

—Hola —la gélida mirada que recibió como respuesta lo desalentó un poco, pero tragó saliva y siguió adelante—. Yo sólo… eh… quería que supieras que… eh… yo te creo…

—¿Qué crees el qué? —el tono de la pregunta apenas era un poco menos gélido que la anterior mirada.

—Lo que tú… bien, lo de los vampiros. —Norman bajó la voz—. Y todo eso.

La manera en que pronunció aquellas palabras, y todo eso, provocó que una corriente helada recorriera la espalda de Coreen. Lo miró con más atención y, pese a que recordaba vagamente haberlo visto en una o dos de sus clases, no pudo ubicarlo con exactitud. Ni pudo asegurar si su falta de memoria tenía más que ver con él o con la jarra de cerveza que acababa de beberse.

—Sé —continuó él, mientras lanzaba miradas a su alrededor para asegurarse de que nadie pudiera escucharlos— que hay mucho más en el mundo de lo que la mayoría de la gente cree. Y también sé lo que es que se rían de uno —pronunció las últimas palabras con tal sentimiento que ella tuvo que creerlas. Y al hacerlo, creyó también el resto.

—No importa lo que sepamos —le tocó el pecho con una uña pintada de un rojo apenas un poco menos brillante que el de su pelo—. No podemos probar nada.

—Yo sí. En mi apartamento tengo una prueba completamente irrefutable —sonrió como respuesta a su mirada de asombro y asintió para añadir más énfasis a sus palabras. Y lo mejor de todo es, pensó, casi frotándose las manos de impaciencia, que no es un truco. Tengo la prueba y cuando ella la vea caerá rendida en mis brazos y… una vez más la imaginación le dejó a oscuras. Pero no le importó que la fantasía le fallase; pronto tendría la realidad para compensarla.

—¿Puedes ayudarme a probar que Ian fue asesinado por un vampiro? —sus brillantes y verdes ojos llamearon y Norman, sorprendido y paralizado, comenzó a balbucir.

—V-vampiro… —absorto por completo en la prueba que podía ofrecerle, había olvidado que ella esperaba encontrar un vampiro.

Coreen tomó la repetición de la palabra como una afirmación.

—Bien —prácticamente le obligó a ponerse de pie y lo arrastró fuera de El Gallo y el Toro. Norman descubrió que, aunque no era muy grande, no le faltaba fuerza—. Iremos en mi coche. Está ahí fuera, en el aparcamiento.

El ímpetu de Coreen se calmó un poco mientras llegaban junto a las puertas. La línea de teléfonos públicos atrajo su atención. Frunció el ceño y tomó una decisión rápida.

—¿Tienes un cuarto de dólar?

Norman rebuscó en uno de sus bolsillos y le dio la moneda. Le hubiera dado el mundo; ¿qué eran veinticinco centavos? Mientras Coreen marcaba el número, se aproximó lenta y discretamente hacia ella hasta que, cuando comenzó a hablar, estuvo tan cerca como para escuchar perfectamente sus palabras.

—Hola, soy Coreen Fergus. Oh, lo siento. ¿Estabas dormida? —volvió el rostro para consultar su reloj—. Sí, ya lo supongo. Pero tienes que escuchar esto. Por supuesto, es sobre el vampiro. ¿Por qué otra cosa podría llamarte? Mira, acabo de hablar con un chico que dice que tiene una prueba irrefutable… en su apartamento… espera un minuto. Eres mi detective privado, no mi madre —faltó poco para que rompiera el auricular al colgarlo.

—Algunas personas —murmuró— son tan hijas de puta cuando las despiertas… Vamos —le dio a Norman un ligero empujón en dirección al aparcamiento—. La muerte de Ian será vengada, aunque tenga que hacerlo todo por mí misma.

Norman, repentinamente consciente de que él, y no el vampiro con el que Coreen parecía estar obsesionada, era en parte responsable de la muerte de Ian, se preguntó lo que iba a hacer a continuación. Nada, decidió, poniéndose a toda prisa el cinturón de seguridad mientras Coreen arrancaba un chillido al asfalto al ponerse en marcha. Ella va a venir a mi apartamento y eso es lo importante. Una vez esté allí, ya me ocuparé del resto. Su pecho se hinchó ante el pensamiento de lo que había conseguido. Cuando se lo muestre, quedará tan impresionada que olvidará tanto al vampiro como a Ian.

sep

El apartamento de Norman se encontraba en un vecindario formado por altos edificios idénticos entre sí, ubicado en la explanada que había al oeste de la universidad de York. El edificio en cuestión contrastaba agudamente con el entorno. Señaló el aparcamiento de los visitantes y Coreen, con un ojo puesto en el coche de la Policía Regional de York que había estado siguiéndolos durante los últimos cuatrocientos metros, aparcó en la primera plaza libre que encontró y apagó el motor. El coche policial siguió su marcha y Coreen, consciente de que no debía haber conducido después de haberse tomado tres jarras de cerveza, dejó escapar un suspiro de alivio.

Mientras Norman trataba con poco éxito de dar con las llaves, ella examinó a través de las puertas de cristal el vestíbulo beige y marrón y se preguntó cómo podía él estar seguro de encontrarse en el edificio correcto. En el ascensor, tamborileó con los dedos sobre la pared de acero inoxidable. Si no hubiera sentido tanta lástima de sí misma en el pub, si su mente no hubiera estado tan concentrada en su propia desgracia, jamás habría accedido a ir a ninguna parte con Norman Birdwell. Había recordado quién era él en el preciso instante en que lo vio bajo las brillantes luces del aparcamiento. Si la universidad de York contaba con un cretino indiscutible, este era Norman Birdwell.

Excepto que… frunció el ceño, recordando sus palabras, la convicción con que había asegurado que sabía algo. Por Ian, seguiría cualquier pista. Puede que hubiese en él algo más de lo que saltaba a la vista. Examinó a Norman, que la miraba con una expresión que no le gustaba un ápice, y repentinamente advirtió a quién le recordaba. ¡Era Renfield! El sirviente humano del vampiro que no sólo facilitaba la vida de su maestro en el mundo moderno sino que en ocasiones le procuraba…

Se llevó una mano al cuello y rozó el diminuto crucifijo de oro que su abuela le había regalado por su primera comunión. Si Norman «cretino» Birdwell pensaba que ella iba a ser un aperitivo de medianoche para su señor no-muerto, muy pronto se llevaría una pequeña sorpresa. Palpó discretamente su bolso y se sintió reconfortada al sentir en su interior la forma de la pequeña pistola de juguete que había llenado con agua bendita. No temía utilizarla, y había visto las suficientes películas de vampiros como para saber cuál sería su efecto. El agua bendita no afectaría a Norman, naturalmente, pero la verdad es que este no representaba una gran amenaza.

—Cuando empecé con todo esto quise cambiarme al decimocuarto piso —dijo Norman mientras trataba de dominar el temblor de sus manos para que le fuera posible introducir la llave en la cerradura. ¡De verdad estoy trayendo a una chica a mi apartamento!—, porque el decimocuarto piso es en realidad el decimotercero, pero no había ningún apartamento libre, así que por ahora sigo en el noveno.

—El número nueve tiene una gran significación psíquica —musitó Coreen, pasando junto a él para entrar en el apartamento. El pasillo de entrada, con su armario ropero y su felpudo de plástico, conducía a una gran habitación. No parecía contener un ataúd. Había un viejo sofá (cubierto por una alfombra afgana tejida a mano) apoyado contra una pared, y un baúl metálico de color azul hacía las veces de mesa de café. Apartado en una esquina, junto a la puerta que conducía al balcón, se encontraba un ventilador cuadrado de plástico y una diminuta mesa enterrada debajo de un ordenador y diversos equipos informáticos. Al otro extremo de la habitación, una cocina de gas, un frigorífico y un fregadero describían medio giro en torno a una mesa de cromo y vinilo con dos sillas, la una frente a la otra.

Coreen arrugó la nariz. El lugar parecía perfectamente limpio, pero flotaba en el ambiente un olor extraño. Entonces se percató de que sobre cada superficie lisa disponible se había dispuesto, por lo menos, un ambientador de aire; pequeñas setas de goma, conchas y platos llenos de falsos caramelos de plástico. El efecto combinado de todos ello resultaba un poco abrumador.

—¿Me permites el abrigo? —tuvo que alzar el tono para que su voz resultara audible sobre el estruendo provocado por el equipo estéreo del apartamento de arriba.

—No —ella estornudó y extrajo un pañuelo de plástico de su bolsillo—. ¿Tienes cuarto de baño? —su cuerpo parecía haber asimilado repentinamente toda la cerveza que había tomado aquella noche.

—Oh, sí —abrió una puerta que daba a un armario vestidor y a un pequeño cuarto de baño—. Por aquí.

¡Va a refrescarse! Pensó, sintiendo ganas de bailar mientras ella colgaba con esmero su abrigo. ¡Hay una chica en mi apartamento y se está quitando la ropa! Limpiaba su apartamento cada jueves pensando en la eventualidad de que tal cosa llegase a ocurrir. Y finalmente había ocurrido. Limpiándose el sudor de las manos en los muslos, se preguntó si debía sacar las patatas fritas y la bebida. No, decidió mientras trataba de adoptar una posición indiferente sobre el sofá, será mejor dejarlo para más tarde. Para después.

Coreen salió del baño y echó una ojeada al interior del enorme armario. Tampoco había ningún ataúd; parecía que se encontraba a salvo, después de todo. La ropa de Norman se ordenaba esmeradamente, organizada por tipo de prendas; las camisas con las camisas, los pantalones con los pantalones y un traje de poliéster gris en solitario esplendor. Sus zapatos, un par de mocasines marrones y un par de zapatillas impolutas, estaban alineadas con los tacones frente a la pared. Aunque no se atrevía a registrar los cajones de su vestidor, Coreen se imaginó que Norman sería probablemente la clase de chico que doblaba su ropa interior. Apartado en un rincón, sobre una caja de botellas de leche de plástico, se encontraba un hibachi. Hubiera investigado el contenido de la caja, de no ser porque el olor que se escondía detrás del dulzón aroma de los ambientadores parecía provenir de aquel rincón y, mezclado con el efecto de la cerveza, le había hecho sentirse un poco enferma.

Probablemente sea algún proyecto de laboratorio que se ha traído a casa. Su mente produjo una visión de Norman, vestido con una bata blanca, conectando los cables a los electrodos en el cuello de su última creación, y tuvo que reprimir una risilla tonta mientras regresaba a la habitación principal.

Mientras ella tomaba asiento al otro lado del sofá, descubrió en el rostro de Norman una expresión que no le gustó nada. Comenzaba a pensar que había cometido un error al acceder a acompañarlo a su apartamento.

—¿Y bien? —demandó—. Dijiste que tenías algo que enseñarme, algo que demostraría la existencia del vampiro al resto del mundo —si no era el Renfield de esta historia, no alcanzaba a imaginarse qué papel podía jugar.

Norman frunció el ceño. ¿Había él dicho eso? No creía haberlo hecho.

—Yo… eh… tengo algo que mostrarte, sí, pero no se trata exactamente de un vampiro.

Coreen bufó y se levantó. Caminó hacia la puerta.

—Sí, ya me lo imagino —algo que mostrarle. Si se atrevía a hacerlo, ella se lo cortaría.

—No, de verdad. —Norman se levantó a su vez, un poco tambaleante sobre las suelas de sus botas de vaquero—. Lo que puedo enseñarte demostrará que hay fuerzas sobrenaturales actuando en la ciudad y eso no anda demasiado lejos de lo de los vampiros, ¿verdad?

—No —a pesar de su tono suplicante, su voz sonaba como si de verdad supiera de lo que estaba hablando—. Supongo que no.

—Así que, ¿por qué no te sientas de nuevo?

Avanzó un paso y ella retrocedió tres.

—No, gracias. Creo que prefiero quedarme de pie —comenzaba a perder la paciencia—. ¿Qué tienes que enseñarme?

Norman se detuvo con aire orgulloso y, después de algunas intentonas fallidas, consiguió deslizar los pulgares entre las tirillas de su cinturón. Eso la impresionaría.

—Puedo convocar demonios.

—¿Demonios?

Asintió. Ahora ella sería suya y se olvidaría de su novio muerto y su estúpida teoría del vampiro.

Coreen añadió un sombrero puntiagudo decorado con estrellas y una varita mágica a su anterior visión de Norman y esta vez no pudo impedir que la risilla se le escapara. Más que nada, sus nervios eran los responsables de la reacción, porque en realidad, a pesar de la reputación de Norman, estaba tentada de creer que él decía la verdad y dejarse convencer.

Pero Norman no podía saberlo.

Se está riendo de mí. Cómo se atreve a reírse de mí después de que yo fuera el único que no se rio de ella. ¡Cómo se atreve! Enloquecido por el dolor y la rabia. Norman se abalanzó sobre ella, la tomó por los hombros y apretó su boca contra la de ella con tal fuerza que su labio superior se partió contra los dientes de Coreen. Ni siquiera advirtió este diminuto dolor mientras comenzaba a restregar su cuerpo, desde la boca hasta las caderas, contra la suave y turgente carne de ella. ¡La enseñaría a no reírse de él!

De pronto, un nuevo dolor le arrebató el aliento y lo envió tambaleante hacia atrás. De su boca escapaban ahogados gimoteos. Tropezó con el borde del baúl, se sentó, aferrándose la entrepierna, mientras el mundo se volvía rojo, luego naranja y por fin negro.

sep

Coreen golpeó el botón del ascensor para el vestíbulo, mientras se maldecía por su estupidez.

—Convocar demonios. Sí, muy bien —gruñó, mientras le daba una patada a la pared de acero inoxidable—. Y yo casi me lo creo. ¡Valiente excusa para ligar! —sólo que, durante un momento, mientras él la agarraba por los hombros, su rostro había parecido deformarse en una mueca horrible. Y en ese momento, sólo en ese, ella se había sentido realmente asustada. Hubiera jurado que no parecía humano. Pero después su ataque se había convertido en algo a lo que ella había aprendido a enfrentarse mucho tiempo atrás, y entonces el momento y el miedo habían pasado.

—¡Los hombres son todos unos bastardos! —informó al anciano y sumamente sorprendido caballero indio que aguardaba en el vestíbulo.

Al llegar a la puerta, descubrió que uno de sus nuevos guantes de cuero rojo se había caído del bolsillo de su chaqueta durante el forcejeo y seguía en el apartamento de Norman.

—¡Estupendo, sencillamente estupendo! —consideró la posibilidad de volver y recuperarlo. Sabía que podía habérselas con Norman en una pelea. Pero finalmente decidió no hacerlo. Si tenía la oportunidad de poner sus manos alrededor de su delgaducho cuello, probablemente acabaría por estrangularlo.

Encorvando los hombros contra el frío viento, corrió hacia el coche y trató de aliviar la furia de sus sentimientos quemando sus ruedas contra el pavimento del aparcamiento.

sep

Mientras el dolor retrocedía, la furia crecía más y más.

Se ha reído de mí. Comparto el secreto del siglo con una chica estúpida que cree en los vampiros y ella se ríe de mí. Cuidadosamente, pues todavía no estaba seguro de si sus piernas podrían sostenerlo, Norman se puso en pie. Todo el mundo se ríe siempre de mí. Siempre me eligen el último para jugar al baloncesto. Nunca llevo la ropa adecuada para el resto de los tíos. Incluso se ríen de mí cuando consigo calificaciones perfectas en los exámenes. Eventualmente, había renunciado a hablarles de todo ello; de las matrículas de honor, de sus proyectos utilizados como ayudas para el estudio por los profesores, del hecho de haber ganado el premio de ciencias tres años consecutivos, de haber leído Guerra y Paz en un fin de semana. No les interesaban sus triunfos. Sólo les interesaba reírse de él.

Como ella se había reído.

La rabia consumió lo que quedaba de su dolor.

Apartando cuidadosamente las rodillas, Norman empujó el baúl contra el muro, luego tomó la alfombra afgana del sofá y la colgó de la media docena de ganchos que había dispuesto sobre la puerta del apartamento. La gruesa lana impediría que escapasen la mayoría de los olores al pasillo. Después abrió la puerta del balcón unos cinco centímetros y la trabó con uno de los ambientadores en forma de seta para impedir que el viento la cerrase. Ignorando la súbita corriente de aire helado que penetraba en el apartamento y el incremento del ruido procedente del piso de arriba, situó el ventilador encarado hacia la abertura y lo encendió.

Entonces fue al armario vestidor y recogió el hibachi y la caja de leche de plástico.

Colocó la diminuta barbacoa tan cerca como le fue posible del ventilador.

Apiló tres piedras de carbón vegetal formando una pequeña pirámide, las roció con líquido inflamable y arrojó sobre ellas una cerilla. La corriente del ventilador y los fuertes vientos que soplaban en torno al edificio disiparon la mayor parte del humo. Desconectó el detector de humos de su habitación, así como los otros cuatro que había en el pasillo del noveno piso. No quería tener que preocuparse por el poco humo que pudiera permanecer en la habitación. Dejó que el fuego ardiera y creciera mientras sacaba las pinturas de colores con las que trazaría el pentagrama.

El suelo de baldosas sin encerar no absorbía bien la tiza, así que él utilizaba pinturas pastel. No parecía que eso supusiera ninguna diferencia. Junto a cada una de las cinco esquinas del pentagrama dispuso dos velas; una negra de unos veinte centímetros de longitud y otra roja de quince centímetros. Originalmente, las velas negras medían treinta centímetros y las rojas, veinte. Había tenido que recortarlas y al hacerlo había descubierto que las negras eran en realidad de un púrpura oscuro. Tampoco parecía haber importado.

Una vez encendidas las velas, se arrodilló junto a los carbones, ahora ardientes, y comenzó a seguir los pasos requeridos para convocar al demonio.

Había comprado quince centímetros de cadena de oro de dieciocho quilates en una tienda de Chinatown. Con un par de tijerillas de uñas, cortó tres o cuatro eslabones y los dejó caer sobre el brillante corazón rojo de los carbones. Norman sabía que el hibachi no podía siquiera producir el calor suficiente como para fundir tan pequeña cantidad de oro pero, pese a que después de cada ocasión removía minuciosamente las cenizas, nunca había encontrado el menor rastro del precioso metal.

El incienso lo había obtenido en una tienda de comestibles que estaba de moda, en la calle Bloor. No tenía la menor idea de para qué podían otras personas utilizar los anaranjados y brillantes copos. No podía imaginarse comiéndoselos, aunque quizá se utilizasen como especia. Arrojó medio puñado a las brasas. Se consumieron lentamente, emanando un humo espeso y acre que el ventilador tuvo problemas para disipar.

Tosiendo, frotándose los ojos llorosos con el envés de una mano, tomó el último ingrediente. Había obtenido la mirra en una tienda especializada en aceites de esencias y en la elaboración de perfumes personales, individualizados. Gramo a gramo, había resultado más cara que el oro. Cuidadosamente, utilizando el juego de medidas de plástico que su madre le había dado cuando se mudó, diseminó la octava parte de una cuchara sobre los carbones encendidos.

El pesado aroma del incienso se hizo aún más poderoso y el aire del apartamento adquirió un sabor amargo que empapó el interior de la boca y la nariz de Norman. La primera noche que lo había intentado había estado a punto de detenerse en este paso, incapaz de soportar el peso de la tradición relacionada con la sustancia. Durante siglos, la mirra había sido utilizada para tratar los cadáveres, y todos aquellos siglos de muerte parecían ser liberados cada vez que el aceite se derramaba sobre los carbones. La segunda vez, el pensamiento en los muertos no tenía demasiada importancia frente a lo que sabía que vendría después. Ahora, la séptima vez que realizaba el ritual, no le distraía un ápice de la tarea que tenía entre manos.

Había comparado las agujas esterilizadas, idénticas a los que la Cruz Roja utilizaba para extraer las primeras gotas de sangre de los donantes, en una tienda de suministros médicos. Normalmente odiaba esta parte, pero esta noche la rabia lo impulsaba sin duda ni pausa. El pequeño dolor se extendió desde las yemas de sus dedos hasta juntarse con la agitación pulsátil de su entrepierna, y la brusca tensión sexual estuvo a punto de abortar el ritual. Su respiración se agitó poderosamente, pero de alguna manera logró mantener el control.

Tres gotas de sangre sobre los carbones y, acompañando a cada una de ellas, una palabra de convocatoria.

Había encontrado las palabras en uno de los textos que se utilizaban en la asignatura de Religiones Comparadas. El ritual lo había creado por sí mismo, utilizando a partes iguales datos obtenidos por medio de la investigación y el sentido común. Cualquiera podría haberlo hecho, pensó con suficiencia, pero sólo yo lo he conseguido.

El aire que había sobre el centro del pentagrama se agitó, vibró y cambió, como si algo lo estuviese expulsando desde el interior. Norman se levantó y esperó, contemplando con mirada inquieta mientras el denso aroma de las especias ardiendo dejaba paso a un hedor fétido de podredumbre y el ritmo del equipo estéreo de su vecino cedía frente a un sonido que vibraba de forma inaudible, pero imposible de ignorar en el cerebro y en los huesos.

El demonio tenía el tamaño de un hombre y su forma era vagamente humana. Aquella ligera semejanza era precisamente lo que resultaba más horrible.

Norman, la respiración agitada y acelerada, caminó hasta el borde del pentagrama.

—Te he convocado —declaró—. Soy tu amo y señor.

El demonio inclinó la cabeza y sus rasgos cambiaron y temblaron como si no hubiese cráneo bajo la húmeda cubierta de piel.

—Eres mi amo y señor —dijo, aunque el carnoso agujero que era su boca no adaptase su constante movimiento a las palabras.

—Debes hacer mi voluntad.

Los enormes ojos amarillos sin párpado examinaron los lindes de su prisión.

—Sí —admitió al fin.

—Alguien se ha reído de mí esta noche. No quiero que vuelva a hacerlo nunca más.

El demonio aguardó en silencio, esperando instrucciones más precisas, mientras su color cambiaba de un negro fangoso a un marrón verdoso, y de nuevo al negro.

—¡Mátala! —Ahí estaba. Lo había dicho. Se aferró las manos entre sí para detener su temblor. Se sentía como si midiera más de tres metros de estatura, poderoso, invencible. ¡Por fin se había decidido a tomar el mando y aceptaba el poder que era suyo por derecho! La pulsación se hizo más intensa, hasta que todo su cuerpo tembló a su compás.

—¿A quién debo matar? —preguntó el demonio.

Su tono, levemente divertido, devolvió a Norman a la tierra. Temblando de furia, exclamó:

—¡NO TE RÍAS DE MÍ! —se lanzó hacia delante y, justo a tiempo, recordó y torció el pie en un ángulo complicado para evitar que cruzase el pentagrama.

En respuesta a su acometida, el demonio se había abalanzado sobre él. Ahora se encontraban tan cerca que sus narices casi se tocaban.

—¡Ja! —Norman escupió la palabra hacia él mientras retrocedía—. ¡Eres como ellos! ¡Piensas que eres tan importante y yo sólo soy una mierda…! Bien, recuerda tan sólo que tú estás ahí dentro y yo estoy aquí fuera. ¡Yo te controlo! ¡YO SOY TU AMO Y SEÑOR!

Indiferente en apariencia al chorro de vitriolo que acababa de arrojarse contra él, el demonio volvió a ocupar el centro del pentagrama.

—Tú eres el amo y señor —dijo plácidamente—. ¿A quién debo matar?

El humor no parecía haberse desvanecido de la voz de la criatura, lo que provocó que una cólera casi incoherente se apoderara de Norman. A través de la niebla roja que nublaba sus sentidos, era consciente de que gritar sencillamente ¡Mata a Coreen! no serviría para nada. Tenía que pensar. ¿Cómo se encuentra a una persona concreta en medio de una ciudad de casi tres millones de habitantes? Caminó ruidosamente hasta la pared de enfrente y regresó, tropezó con el tacón de su bota derecha y a punto estuvo de caer. Cuando, después de tambalearse, logró recuperar el equilibrio, se agachó y recogió la prenda de cuero escarlata que había estado a punto de hacer que cayera al suelo.

—¡Aquí!

El demonio recogió el guante que le acababa de ser arrojado con una garra de quince centímetros. Los jirones de piel que pendían entre su brazo y su cuerpo se tensaron con el movimiento.

Norman sonrió.

—Encuentra a la pareja de este guante y mata a la persona que lo lleve. No dejes que nadie te vea. Vuelve al pentagrama cuando hayas acabado.

El olor de putrefacción persistía, pero el demonio ya había desaparecido.

Como Norman sabía, era un desagradable efecto secundario que sólo el tiempo podía disipar. Mientras chupaba el dedo que se había pinchado durante el ritual, Norman se plantó junto a la ventana con aire orgulloso y contempló la noche.

—Nadie —juró— volverá a reírse de mí nunca más —ya no habría más juguetes ni más ropa ni más ordenadores; esta noche había asumido el verdadero poder, y cuando el demonio regresase, bien alimentado con la sangre de Coreen, lo enviaría a traerle un símbolo de ese poder. Algo que el mundo se vería obligado a respetar.

El ritmo de la pulsación se intensificó una vez más y Norman, apoyado sobre el alféizar de la ventana, comenzó a seguirlo sacudiendo las caderas.

sep

Todavía enfurecida, Coreen detuvo el coche en el aparcamiento del Macdonald’s. Norman Birdwell. No podía creer que hubiese llegado a hablar con Norman Birdwell, y mucho menos que hubiese subido a su apartamento. Sus palabras habían sonado tan verosímiles y su tono había resultado tan convincente allá en el pub. Sacudió la cabeza, molesta ante su propia credulidad. Naturalmente, no había sabido de quién se trataba mientras se encontraban en el local, pero a pesar de ello…

—Espero que aprecies esto, Ian —dijo a la noche, mientras cerraba la puerta de su coche con llave—. Cuando juré que encontraría a tu asesino, nunca pensé que tendría que tratar con la libido de un cretino —hacía frío. Revisó sus bolsillos en busca de los guantes antes de recordar que sólo tenía uno. Apretando los dientes, entró en el local. Algunos males sólo podían ser reparados recurriendo a una ración grande de patatas fritas.

De camino al mostrador, descubrió un rostro familiar y se desvió.

—Eh, Janet. Pensé que os marchabais todos a casa de Allison.

Janet levantó el rostro y sacudió la cabeza.

—Es una larga historia —murmuró entre bocado y bocado de su hamburguesa.

Coreen bufó y arrojó el guante superviviente sobre la pila de trastos que había en el asiento de al lado. Bajo la luz de los fluorescentes, su brillo resultaba casi obsceno.

—¿Ah, sí? Bueno, pues yo tengo una todavía más larga. No te vayas.

Un poco más tarde, Janet miraba asombrada a Coreen. Un pastel de manzana se había detenido a medio camino de su boca abierta.

—… así que le di un rodillazo en las pelotas y me largué —dio un largo trago de coca-cola light—. Y apuesto a que no vuelvo a ver mi otro guante nunca más —añadió con voz triste.

Janet cerró la boca con un castañeteo sonoro.

—¿Norman Birdwell? —balbució.

—Sí, lo sé —suspiró Coreen. Nunca debiera habérselo dicho a Janet. Gracias a Dios que se aproximaba un largo fin de semana; eso frenaría un poco la difusión de la historia—. Más bien idiota. Debe de haber sido la cerveza.

—No hay cerveza suficiente en el mundo… no, espera, en el universo, para hacerme ir a ninguna parte con ese cretino —declaró Janet, haciendo girar los ojos.

Coreen aplastó las rodajas de cebolla que había apartado de su hamburguesa hasta convertirlas en una especie de puré.

—Dijo que sabía algo sobre la criatura que mató a Ian —murmuró a modo de disculpa. Verdaderamente no debería habérselo dicho a Janet. ¿Qué pensaría ahora de ella?

—Estupendo —bufó Janet—. Otro valeroso cazador de vampiros y tú te lo tragas.

Coreen afiló la mirada.

—No te burles.

—¿Qué no me burle? Es tan sensato creer que fue el demonio de Norman el que asesinó a Ian como pensar que fue algún estúpido vampiro —sabía que las palabras eran un error en el preciso instante en que abandonaban su boca, pero para entonces ya era demasiado tarde.

—La existencia de los vampiros ha sido documentada históricamente y todos los hechos concuerdan…

Veintitrés minutos más tarde (Janet había estado cronometrando la lección con discretas miradas a su reloj) Coreen se detuvo bruscamente y se levantó.

—Tengo que ir al baño un momento —dijo—. Espérame. Regreso enseguida.

—Ni de coña —murmuró Janet en cuanto Coreen hubo desaparecido escaleras abajo en dirección a los servicios. Recogió sus cosas y se dirigió hacia la salida, mientras se ponía la chaqueta. Apreciaba a Coreen, pero si escuchaba una sola palabra más sobre vampiros sería ella la que mordería a alguien. Cualquier vampiro con el que Coreen se topase podría alegar defensa propia.

Al llegar a la puerta, advirtió que se había llevado por equivocación el guante rojo de Coreen. ¡Maldita sea! Si se lo devuelvo es capaz de seguir otra hora con el rollo ese del conde Drácula. Se quedó inmóvil un momento, azotando levemente la palma de su mano con el guante, mientras trataba de decidir si debía hacer lo correcto o correr para salvar su cordura.

Ganó la cordura.

Coreen ya estaba ascendiendo las escaleras. Mientras las brillantes luces del establecimiento convertían en llamas lo alto de su cabeza, Janet deslizó el guante al interior de su bolsillo, dio media vuelta y escapó a la noche. Si salgo corriendo, pensó, y al instante se puso en movimiento, puedo estar lejos de las luces del aparcamiento antes de que a Coreen se le ocurra mirar por la ventana.

En la oscuridad que había más allá, se encontraría a salvo.

sep

Llegó atravesando la tierra. Prefería viajar de aquella manera porque así no tenía que desperdiciar su energía en permanecer invisible. Y hasta que se hubiese asesinado, no tenía demasiada energía para desperdiciar. Enseguida pudo sentir a su presa sobre su cabeza, pero esperó. La siguió hasta que no sintió ninguna otra presencia cercana.

Entonces emergió.

El deseo de alimentarse era intenso, casi abrumador. Le había sido ordenado por su «amo y señor», y además estaba en su naturaleza. Sólo el miedo a las consecuencias que su fracaso podría acarrear frenó el golpe asesino que su instinto acababa de lanzar, de manera que golpease el hueso y no el blando tejido.

La presa gritó y se desplomó, en silencio pero viva.

Deseaba agacharse y lamer la cálida sangre que llenaba el aire de la noche con el aroma del sustento, pero sabía que si comenzaba a alimentarse no sería capaz de detenerse. Este no era el lugar establecido. Alzando en vilo a la presa, se volvió de cara al viento y comenzó a correr, utilizando los tres miembros que le quedaban libres. No podía arrastrar a su presa por el suelo ni podía alzar el vuelo con una carga tan pesada. Debía confiar en su velocidad para no ser visto.

La presa moriría. Obedecería a su «amo y señor» en aquello, pero también obedecería a un maestro más antiguo. La presa moriría en el lugar exacto que correspondía al patrón.

Olvidado, el guante rojo yacía un poco más allá de las luces del aparcamiento. Junto a él, una mancha de un rojo aún más oscuro comenzaba a congelarse.