BloodTop7

Vicki decidió volver a casa paseando. Las calles del centro no eran oscuras y en Woodbine se había desenvuelto bien con mucha menos luz. Levantó el cuello de su abrigo, enterró profundamente las enguantadas manos en los bolsillos, por costumbre más que por frío y comenzó a recorrer la calle Bloor en dirección oeste. No estaba muy lejos y necesitaba pensar.

El frío del viento contra su rostro le hizo bien, y pareció calmar el golpeteo que azotaba su cabeza. Pese a que tenía que caminar con cuidado, resultaba infinitamente mejor que el traqueteo que hubiera sufrido de haber tomado un taxi.

Y necesitaba pensar.

Vampiros y Demonios. O, por lo menos, un vampiro y un demonio. En los ocho años que había pasado en la Policía había visto un montón de rarezas y se había visto forzada a creer en la existencia de cosas que la mayoría de la gente cuerda, exceptuando a los agentes de policía y los asistentes sociales, hubieran preferido ignorar. Al lado de algunas de las crueldades que los fuertes infligían a los débiles, lo de los demonios y los vampiros no resultaba tan difícil de tragar. Y aquel vampiro parecía ser uno de los buenos.

Volvió a ver su sonrisa y tuvo que obligarse a no responder al recuerdo.

En la calle Yonge dobló hacia el sur y se detuvo frente al semáforo, más por costumbre que por necesidad. Aunque no podía decirse que la intersección estuviera bañada en luz, lo cierto es que tampoco estaba a oscuras y apenas había tráfico. La calle Yonge nunca estaba completamente vacía, ni siquiera a estas horas de la noche, pero aquellos que por sus asuntos o su estilo de vida se encontraban despiertos entre la medianoche y el amanecer se mantenían cautelosamente apartados de ella.

—Es porque caminas como una poli —le había explicado Tony una vez—. Después de algún tiempo todos tenéis la misma pinta. Con uniforme o sin él; eso no importa.

Vicki no tenía razones para no creerlo. Había comprobado más de una vez el efecto por sí misma. Del mismo modo, no tenía razones para no creer a Henry Fitzroy; también había visto al demonio por sí misma.

La oscuridad se agitó en un remolino y desapareció. Apenas había visto más que la insinuación de una forma sumergiéndose en la tierra y daba gracias por ello. El vago perfil que había vislumbrado ocultaba tal horror que, incluso ahora, su mente pugnaba por apartar el recuerdo. Sin embargo, recordaba perfectamente el hedor de la putrefacción.

Pero no había sido ni la visión ni el olor lo que la había convencido de la veracidad de las palabras de Henry Fitzroy. Aunque no sabía cómo podía hacerse, estaba seguro de que podía tratarse de un truco. Era su propia reacción la que la había convencido. Su propio terror. La reticencia de su mente a recordar con claridad lo que había visto. El sentimiento de empalagosa maldad y frío que emanaba de las sombras.

Vicki tembló. Sentía frío, un frío que no tenía nada que ver con la temperatura de la noche.

Demonio. Al menos ahora sabían lo que estaba buscando. ¿Lo sabían? No, ella lo sabía. La idea de explicarle todo el asunto a Mike Celluci le hizo esbozar una sonrisa. Él no había estado allí. Pensaría que había perdido la cabeza. Demonios, si yo no lo hubiera visto, también pensaría que estaba mal de la cabeza. Aparte del hecho de que no podía contárselo a Mike sin traicionar a Henry…

Henry. Vampiro. Si no era lo que pretendía ser, ¿qué sentido tendría inventar una historia tan complicada?

Esa no es la cuestión, se reprendió. Pregunta estúpida. Había conocido a mentirosos patológicos, había arrestado a un par de ellos, había trabajado con otro y el porqué nunca era algo que les preocupase.

La historia de Henry había sido tan complicada que tenía que ser la verdad. ¿O no? Se detuvo en la esquina de la calle College. Sólo una manzana más allá, hacia el oeste, podía ver las luces de la comisaría central. Podía entrar en ella, tomarse un café y hablar con alguien que pudiese comprender. Vampiros y demonios. Bien. De pronto, el edificio de la comisaría parecía encontrarse muy lejano.

Podía seguir su camino hacia el oeste, dejar atrás la comisaría y llegar a casa, pero a pesar de todo lo ocurrido no se encontraba cansada y no le agradaba la idea de encerrarse entre cuatro paredes hasta que hubiese podido disipar la oscuridad de las sombras que reinaban en sus pensamientos. Un tranvía pasó traqueteando a su lado. Su interior era una cápsula de calor y luz, vacía salvo por el conductor. Vicki se encaminó en dirección sur, hacia Dundas.

Mientras se aproximaba a la mole de cristal y cemento del centro Eaton, escuchó las campanas de la catedral de St. Michael dando la hora. Durante el día, el ruido de la ciudad enmascaraba su repicar pero en el silencioso y tranquilo tiempo que precedía al alba su eco reverberaba por todo el centro de la ciudad. Otras campanas menores añadían sus tonos, pero eran las de St. Michael las que dominaban.

Sin saber muy bien porqué, Vicki siguió su sonido. Una vez, años atrás, cuando todavía estaba de uniforme, había perseguido a un traficante de drogas hasta las escalinatas de la catedral. El hombre se había agarrado a las puertas reclamando santuario. Las puertas no se habían abierto. Aparentemente, ni siquiera Dios se fiaba de la noche en el centro de una gran ciudad. El traficante se había debatido con todas sus fuerzas mientras lo arrastraban al coche patrulla. No parecía haberle divertido el hecho de que Vicki y su compañero le hubiesen puesto el mote de Quasimodo.

Ella esperaba que las enormes puertas de madera estuviesen cerradas pero, para su sorpresa, se abrieron en silencio. También sin hacer ruido, penetró en la catedral y las cerró tras de sí.

Un cartel, colocado sobre un atril de brillante cobre, rezaba:

Vicki penetró en el templo. La suela de goma de sus zapatos crujía levemente contra el suelo. Apenas la mitad de las luces estaban encendidas, lo que sumía a la iglesia en una atmósfera de crepúsculo irreal, casi mítico. Vicki podía ver, pero sólo porque no intentaba concentrarse en otra cosa más que en detalles específicos. Un sacerdote se arrodillaba frente al altar y en las primeras filas de bancos se sentaban desperdigadas unas cuantas mujeres vestidas de negro. Parecía que todas ellas hubiesen sido cortadas por el mismo patrón. El tenue murmullo de las voces, entregadas a lo que Vicki supuso eran oraciones, y el chasquido aún más tenue de las cuentas de los rosarios, no parecían perturbar el silencio que reinaba en la enorme sala. Esperando; parecía que todas ellas estuviesen esperando. El qué, Vicki lo ignoraba.

El parpadeo de una llama atrajo su atención. Se apartó hacia una de las naves laterales y la recorrió hasta encontrar una pequeña capilla que se abría en el muro sur. Tres o cuatro filas de velas en jarritas de cristal rojizo ardían bajo un mural iluminado por un foco. La Madonna, vestida de azul y blanco, extendía los brazos como si pretendiera abrazar a un mundo temeroso. Su sonrisa ofrecía consuelo y el artista había sido capaz de impregnar sus ojos de una hálito de apacible tristeza.

Como muchos otros de su generación, Vicki había recibido una educación vagamente cristiana. Reconocía los símbolos y conocía su historia, pero eso era todo. Se preguntó, no por vez primera, si algo importante se le habría escapado. Quitándose los guantes, tomó asiento en uno de los bancos.

Ni siquiera sé si creo en Dios, admitió en tono de disculpa mientras contemplaba el mural. Pero tampoco creía en vampiros antes de esta noche.

El interior de la catedral era cálido y confortable. La siesta de aquella tarde parecía de pronto muy lejana. Lentamente, se reclinó sobre la madera barnizada y el rostro de la Madonna comenzó a desvanecerse…

sep

En la distancia se alzó el estrépito sordo y claro que revelaba al oído experto que algo había sido arrojado violentamente contra el suelo. Vicki se agitó y abrió los ojos, pero no pudo reunir la fuerza suficiente para moverse. Se mantuvo hundida sobre el banco, ganada por una laxitud curiosa mientas los sonidos de destrucción se aproximaban. Podía oír voces gritando, más satisfechas que enfadadas, pero no alcanzaba a distinguir las palabras.

En la capilla, el foco parecía haberse apagado. Envuelta en sombras, iluminada sólo por las filas de velas titilantes, la Madonna continuaba sonriendo con tristeza, mientras mostraba sus brazos extendidos al mundo. Vicki frunció el ceño. Las velas eran pequeñas y blancas y la cera goteaba formando charcos irregulares que se solidificaban sobre los candelabros metálicos y el suelo de piedra.

Pero las velas estaban cubiertas… y el suelo, el suelo era de moqueta.

Un nuevo estrépito, más cercano que los anteriores, la hizo temblar, pero no consiguió romper la inercia que la mantenía paralizada en el banco.

Primero vio la hoja del hacha, luego el mango, por fin el hombre que la portaba. Desde el frente de la iglesia, al lado del altar, se precipitó hacia la nave lateral. Sus oscuras ropas estaban manchadas de polvo de yeso, y Vicki creyó entrever, debajo del chaleco de cuero que su respiración agitaba poderosamente, el brillo de algún adorno de oro. La luz de las velas iluminó los pedacitos de cristal coloreado que se habían clavado sobre la gastada puntera de sus anchas botas. El sudor había ennegrecido sus cortos cabellos, toscamente recortados para seguir el contorno de su cabeza. Su boca estaba abierta, mostrando los amarillentos guijarros que eran sus dientes.

Se detuvo frente a la entrada de la capilla, tomó aliento, se balanceó y levantó el hacha.

El golpe se detuvo a escasos centímetros de la sonrisa de la Madonna. Un hombre joven, aparecido repentinamente en su camino, había interpuesto su brazo en la trayectoria del mango. El que blandía el hacha dejó escapar un juramento y trató de liberar el arma. La hoja se mantuvo exactamente donde estaba.

Desde el punto de vista de Vicki pareció que el joven realizaba un elegante medio giro de la muñeca y entonces bajaba el brazo, pero debió de hacer algo más, porque el del hacha volvió a soltar un juramento, soltó el arma y estuvo a punto de caer al suelo. Retrocedió a trompicones hacia atrás y en ese momento Vicki pudo, por primera vez, ver claramente al joven, que ahora sostenía el hacha contra su cuerpo.

Henry. Las filas de velas encendidas que había detrás de él parecieron encender el brillo dorado-rojizo de sus cabellos y crearon casi un halo sobre su cabeza. Vestía los colores de la Madonna; anchas franjas de un encaje blanco como la nieve en los puños y el cuello y una camisa igualmente blanca asomando ondulante bajo las mangas acuchilladas de un jubón azul pálido. Sus ojos, profundos en la oscuridad, se entrecerraron y levantó las manos con un movimiento brusco.

El hacha se partió. El crujido reverberó por toda la capilla, seguido inmediatamente por el retumbar de los dos pedazos al caer al suelo. Vicki no vio moverse a Henry, pero lo siguiente que supo fue que sujetaba al extraño de la chaqueta, suspendiéndolo en vilo casi treinta centímetros sobre el suelo.

—La Sagrada Virgen está bajo mi protección —dijo. Y sus palabras sosegadas contenían más amenaza que cualquier arma.

El hombre del hacha abrió la boca y la volvió a cerrar, pero ningún sonido emergió de ella. Cojeaba y parecía aterrorizado de pronto. Cuando lo soltó, se derrumbó y cayó de rodillas, incapaz en apariencia de apartar sus ojos de los de Henry.

Para Vicki, el vampiro parecía un ángel vengador, preparado para desenvainar en cualquier momento una espada llameante y abatir a los enemigos de Dios. El hombre del hacha parecía compartir esta percepción, porque gemía débilmente y levantaba ambas manos suplicando clemencia.

Henry retrocedió un paso y permitió que su prisionero apartara los ojos.

—Vete —ordenó.

Todavía de rodillas, el hombre del hacha se marchó, arrastrándose hacia atrás hasta desparecer de la vista de Vicki. Henry observó un momento más el lugar por el que acababa de desaparecer, se volvió, hizo el signo de la cruz y se arrodilló. Sobre su cabeza, ahora inclinada, Vicki se encontró con los ojos de la Madonna. De repente los suyos le pesaban con mucha fuerza. Animados aparentemente por su propia voluntad, se cerraron.

Cuando volvió a abrirlos, apenas un segundo más tarde, el foco que iluminaba el mural volvía a estar encendido, las velas volvían a estar dentro de sus contenedores de cristal rojizo y una cabeza de cabello dorado-rojizo permanecía inclinada bajo la pintura.

La incapacidad de moverse había desaparecido, así que se puso en pie, abandonó el banco y se aproximó a la capilla.

—Henry…

Ante la mención de su nombre, se santiguó, se levantó y se volvió hacia ella, cerrando su gabardina de cuero negro mientras lo hacía.

—¿Qué…?

Él sacudió la cabeza, se llevó un dedo a los labios y, tomándola con gentileza del brazo, la condujo al exterior de la iglesia.

—¿Has tenido una siesta agradable? —preguntó en el mismo momento en que las pesadas puertas de madera se cerraban detrás de ellos.

—¿Siesta? —repitió Vicki, mientras se pasaba una mano por los cabellos—. Supongo que sí.

Henry examinó su rostro con expresión preocupada y el ceño fruncido.

—¿Estás bien? El golpe de antes fue bastante malo.

—No. Estoy bien —obviamente, había sido un sueño—. No tienes acento —señaló; en el sueño sí que lo tenía.

—Lo perdí hace varios años. Vine a Canadá al poco de acabar la Primera Guerra Mundial. ¿Estas segura de que estás bien?

—Ya te lo he dicho. Estoy perfectamente —comenzó a descender las escalinatas de la catedral.

Henry suspiró y fue tras ella. Recordaba haber leído que dormir después de sufrir una conmoción cerebral no era necesariamente bueno, pero había entrado en la iglesia poco después que ella. No había podido dormir demasiado tiempo.

Sólo fue un sueño, se dijo Vicki con firmeza mientras los dos se dirigían hacia el norte. Puedo habérmelas con vampiros y demonios, pero lo de las visiones santas empieza a ser demasiado. Aunque por qué debería soñar con Henry Fitzroy defendiendo una pintura de la Virgen María contra lo que parecía ser uno de los soldados de Cromwell era algo que ignoraba. Puede que fuera una señal. Puede que de hecho fuera a causa del golpe que había recibido en la cabeza. En cualquier caso, las pocas dudas que todavía albergaba acerca de la exaltación de la cuna de este bastardo real se habían desvanecido, y aunque estaba dispuesta a apostar a que era cosa de su subconsciente más que de una intervención de Dios, decidió mantener la mente abierta. Sólo por si acaso.

Espera un minuto

—¡Me has seguido!

Henry sonrió con cautela.

—Acababa de revelarte un secreto que podía costarme la vida. Tenía que saber cómo reaccionabas.

A pesar de su enfado, Vicki tuvo que reconocer que su explicación tenía sentido.

—¿Y bien?

—Dímelo tú.

Vicki colocó el asa de su bolso sobre su hombro.

—Creo —dijo lentamente— que tienes razón. Podemos conseguir más si trabajamos juntos. Así que, por ahora, tienes una compañera —tropezó con una grieta del pavimento, trastabilló, recuperó el equilibrio antes de que Henry pudiera ayudarla y añadió secamente—. Pero creo que deberías saber que, generalmente, sólo trabajo de día.

No era el momento de explicarle el porqué. Todavía no.

Henry asintió.

—Me parece bien. Por mi parte, y dado que soy un poco sensible a la luz del sol, prefiero trabajar por las noches. Entre los dos cubrimos las veinticuatro horas del día completas. Y hablando de los días —lanzó una rápida mirada al este, donde podía sentir la proximidad del amanecer—, creo que debo irme. ¿Podemos seguir hablando de esto mañana por la noche?

—¿Cuándo?

—¿Qué tal un par de horas después del anochecer? Me dará tiempo para tomar un bocado.

Desapareció antes de que ella tuviera tiempo de reaccionar. O de mostrarse de acuerdo.

—Mañana por la noche veremos quién juega al hombre honesto con quién —bufó y se dirigió al oeste, hacia su casa.

El sol ya había coronado el horizonte cuando llegó a su apartamento. Bostezando como si fuera a romperse las mandíbulas, Vicki se metió en la cama…

… sólo para ser despertada de forma violenta unos cuarenta y cinco minutos más tarde. Alguien la estaba zarandeando.

—¡Dónde! ¡Has! ¡Estado! —Celluci enfatizaba cada palabra con una vigorosa sacudida.

Vicki, cuyas reacciones nunca habían sido demasiado rápidas en los momentos inmediatamente posteriores al despertar, le dejó terminar la frase antes de levantar sus brazos y liberarse de los de él, que la sujetaban por los hombros.

—¿De qué demonios estás hablando, Celluci? —exigió. Mientras se escudaba los ojos con una mano contra el brillo de la luz que venía de arriba, recogió sus gafas de la mesilla de noche con la otra.

—Uno de nuestros agentes de uniforme vio a alguien metiendo precipitadamente en un BMW último modelo a una mujer que se te parecía. Y a no más de cinco manzanas del lugar en el que se encontró el último cuerpo. ¿Me vas a decir que anoche no estuviste en el área de Woodbine?

Vicki se reclinó sobre la cabecera de la cama, colocándose las gafas sobre la nariz.

—¿Qué te hace pensar que es asunto tuyo? —no tenía sentido tratar de razonar con Celluci hasta que se hubiese calmado.

—Te diré lo que sí es asunto mío —abandonó de un salto la cama y a grandes zancadas comenzó a recorrer de un lado a otro la habitación; tres pasos y vuelta; tres pasos y vuelta—. Estabas en medio de una investigación policial. Eso es lo que lo convierte en asunto mío. Estabas… —se detuvo bruscamente. Aguzó la mirada y apuntó con un dedo acusador en dirección a Vicki—. ¿Con qué te has golpeado?

—Con nada.

—Nada no te provoca un bulto negro y azul en la mandíbula del tamaño de un pomelo. —Celluci gruñó—. Fue él, ¿no es así? El tipo que te estaba metiendo en el coche —volvió a sentarse en la cama y condujo con una mano el rostro de ella bajo la luz.

—¡Has perdido la cabeza! —de un golpe, apartó su mano—. Ya que no me vas a dejar dormir hasta que consigas satisfacer tu curiosidad completamente irracional, te lo diré: estuve en el área, sí. Y, como no paras de repetirme, apenas veo en la oscuridad —sonrió con la dulzura de un escorpión—. Tenías razón en algo. ¿Eso hace que te sientas mejor?

Él respondió con una sonrisa idéntica y gruñó:

—Sigue.

—Fui con un amigo. Cuando di con mi cara contra una farola, me llevó a su casa para asegurarse de que estaba bien, ¿vale? —señaló con un vigoroso gesto en dirección a la puerta y volvió a dejarse caer sobre la almohada—. ¡Y ahora, lárgate!

—Y una mierda que vale —golpeó la cama con la mano abierta—. Junto a mi actual compañero, eres la peor mentirosa del mundo, y sé perfectamente cuándo intentas colarme una. ¿Quién es ese amigo tuyo?

—No es de tu incumbencia.

—¿Dónde te llevó?

—Tampoco es de tu incumbencia —volvió a incorporarse y aproximó su cara a la de él—. ¿Estás celoso, Celluci?

—¿Celoso? ¡Maldita sea, Vicki! —levantó las manos como si pretendiera sacudirla de nuevo, pero las dejó caer mientras ella entornaba sus ojos y levantaba las suyas a su vez—. Tengo seis cadáveres ahí fuera. No quiero que el tuyo sea el séptimo.

Ella adoptó un tono de voz peligrosamente bajo.

—Pero sí que puedes ponerte en la línea de fuego.

—¿Qué tiene eso que ver? Tenía conmigo a la mitad del jodido Cuerpo de Policía. ¡Tú estabas sola!

—Oh —ella agarró las solapas de su chaqueta y repentinamente tiró de él hasta que sus narices se tocaron—. Así que estabas preocupado —las palabras se escurrieron entre sus apretados dientes. Eso hizo que le doliera terriblemente la mandíbula, pero al menos impidió que le cortara la garganta a Celluci.

—Por supuesto que estaba preocupado.

—¿ENTONCES POR QUÉ NO LO HAS DICHO EN VEZ DE ASALTARME Y ACUSARME? —lo empujó hacia atrás con tal fuerza que él cayó de la cama y tuvo que debatirse para ponerse en pie.

—¿Y bien? —le espetó mientras él recuperaba el equilibrio.

Celluci apartó el tupido mechón de cabello de su frente y se encogió de hombros. Parecía un poco avergonzado.

—Este… yo… no lo sé.

Cruzando los brazos sobre el pecho, Vicki se recostó cuidadosamente contra la almohada. Dado que en el pasado, ella había hecho exactamente lo mismo en circunstancias similares, resolvió que debía dejarlo pasar. Además, le dolía la mandíbula, la cabeza le daba vueltas y había vertido suficiente adrenalina en su sangre como para permanecer despierta una semana.

—¿Has pasado por casa? —preguntó.

Lentamente, Celluci se restregó los ojos con una mano.

—No. Todavía no.

Volvió a dejar las gafas en la mesilla de noche y dio unas palmaditas a las sábanas, a su lado.

Un poco más tarde, una idea se insinuó en su cabeza.

—Espera un minuto… cuidado con mi mandíbula… me devolviste la llave de mi apartamento hace meses —para ser más exactos, se la había arrojado.

—Hice una copia.

—¡Me aseguraste que no había copias!

—Vicki, eres una pésima mentirosa. Yo soy muy bueno. ¡Au, eso duele!

—Eso pretendía.

sep

—No mamá, no estoy enferma. Es que anoche me acosté muy tarde. Estaba trabajando en un caso. —Vicki sostenía el auricular del teléfono entre el hombro y la oreja mientras se servía una taza de café.

Al otro lado de la línea escuchó cómo su madre suspiraba profundamente.

—Sabes, Vicki. Esperaba que cuando dejases el Cuerpo yo pudiese dejar de preocuparme de ti. Y aquí estamos, a las tres de la tarde y todavía no has salido de la cama.

La relación que podía existir entre la primera y la segunda afirmación se le escapaba a Vicki completamente.

—Mamá. Ya estoy levantada. Me estoy tomando un café —tomó un trago asegurándose de que resultaba muy ruidoso—. Estoy hablando contigo. ¿Qué más quieres?

—Quiero que tengas un trabajo como Dios manda.

Vicki era consciente del hondo orgullo que su madre había sentido cuando le concedieran las dos menciones policiales, así que optó por ignorar sus últimas palabras. Sabía que con el tiempo, si es que no había ocurrido todavía, la frase «mi hija la investigadora privada» comenzaría a salpicar las conversaciones de su madre de la misma manera en que «mi hija la detective de Homicidios» lo había hecho.

—Y lo que es más, hija, tu voz suena rara.

—Me choqué con una farola, mamá. Tengo un moratón en la barbilla. Me duele un poco cuando hablo.

—¿Te ocurrió la noche pasada?

—Sí, mamá.

—Pero sabes que no puedes ver en la oscuridad…

Esta vez fue Vicki la que suspiró.

—Mamá, comienzas a hablar como Celluci —en aquel momento, Celluci salió del dormitorio, metiéndose el borde de la camiseta bajo los pantalones. Vicki le señaló con un gesto la cafetera, pero él negó con la cabeza y recogió su abrigo—. Espera un minuto, mamá —cubrió el auricular con una mano y le miró con ojos críticos—. Si vamos a seguir con esto, será mejor que traigas una maquinilla de afeitar. Pareces un terrorista.

—Tengo una maquinilla en la oficina.

—¿Y una muda de ropa?

—Podrán sobrevivir unas pocas horas a mi camisa de ayer —se inclinó sobre ella y la besó con suavidad, poniendo especial cuidado en no presionar demasiado la cada vez más extendida contusión de color verde y púrpura—. Supongo que no servirá de nada que te diga que tengas cuidado.

Ella devolvió el beso con todo el entusiasmo de que era capaz y contestó:

—Supongo que no servirá de nada el que te pida que dejes de ser un hijo de puta condescendiente.

Él frunció el ceño.

—¿Porque te pido que tengas cuidado?

—Porque pareces asumir que no lo tendré. Porque pareces asumir que voy a hacer algo estúpido.

—Está bien —extendió los brazos en un gesto de rendición—. ¿Qué te parece «no hagas nada que yo no haría»?

Ella consideró la posibilidad de decir, esta noche voy a hacer una visita a un vampiro. ¿Qué te parece eso? Pero decidió que no era buena idea y contestó:

—Pensé que no querías que hiciera nada estúpido.

Él sonrió.

—Te llamaré —dijo. Y se marchó.

—¿Todavía estás ahí, mamá?

—No dejan que me vaya a casa hasta las cinco, cariño. ¿Dónde más podría estar? ¿Qué estaba pasando ahí?

—Era Mike Celluci, que acaba de marcharse —sujetó el aparato bajo su brazo y, aprovechando la longitud del cable, se levantó para prepararse una tostada.

—¿Así que vuelves a verte con él?

La última rebanada de pan estaba un poco mohosa por los extremos. La arrojó a la basura y cogió una bolsa de galletas de chocolate de marca desconocida.

—Eso parece.

—Bueno, ya sabes lo que dicen sobre la primavera y los caprichos de los hombres jóvenes.

Su voz sonaba dubitativa, así que Vicki decidió cambiar de tema. Las pocas veces que se habían visto, a su madre parecía haberle gustado Celluci. Pero, a pesar de ello, opinaba que a cada uno les iría emocionalmente mucho mejor con alguien de un temperamento más calmado.

—¿Ya es primavera?

Las ráfagas de viento arrojaban contra su ventana lo que podría haber sido lluvia, pero parecía más bien una nevisca.

—Estamos en abril, cariño. Eso es primavera.

—Cierto. ¿Qué tal tiempo hace por allí?

Su madre rio.

—Está nevando.

Vicki se limpió las migas de las galletas de chocolate de su sudadera y se sirvió más café.

—Mira, mamá, esto debe estarle costando al departamento una fortuna —su madre había trabajado durante dieciocho años como secretaria privada del jefe del departamento de Ciencias Biológicas de la Universidad de Queens, en Kingston y abusaba de los privilegios acumulados en aquellos años tanto como le era posible—. Ya sabes que me encanta hablar contigo pero ¿hay alguna razón concreta para tu llamada?

—Bueno, me estaba preguntando si pensabas venir para Pascua.

—¿Pascua?

—Es este fin de semana. No voy a trabajar mañana ni el lunes, así que había pensado que podíamos pasar algunos días juntas.

Oscuridad, demonios, vampiros, seis cadáveres a los que la vida les había sido arrancada violentamente.

—No creo que pueda, mamá. El caso en el que estoy trabajando podría explotar en cualquier momento…

Después de escuchar algunos tópicos más y de prometer que se mantendría en contacto, Vicki colgó y se dirigió a su banco de ejercicios para combatir con abdominales tanto las galletas de chocolate como la culpabilidad.

sep

—Henry, soy Caroline. Tengo entradas para el Fantasma el día cuatro de mayo. Dijiste que querías verla y esta es tu oportunidad. Llámame a lo largo de los próximos dos días si estás libre.

Era el único mensaje del contestador. Henry sacudió la cabeza con un vago sentimiento de decepción. No había razón alguna para que Vicki Nelson hubiese llamado. Ni tampoco para que él lo desease.

—Está bien —contempló su reflejo en el antiguo espejo que había sobre la mesa del teléfono—. Explícame por qué confié en ella. ¿Las circunstancias? —negó con la cabeza—. No. Las circunstancias dictaban que… dispusiera de ella. Una solución mucho más pulcra que implicaba muchos menos riesgos. Vuelve a intentarlo. ¿Te recordó a alguien? Si llegas a vivir lo suficiente, y lo harás, todo el mundo te recordará a alguien.

Suspiró, se apartó del espejo y pasó los dedos por su cabello. Podía negarlo todo cuanto quisiera, pero lo cierto es que ella le recordaba a alguien, quizá no por su apariencia, pero sí por su forma de ser.

Ginevra Treschi había sido la primera mortal a la que se confiara después de su cambio. Había habido otras con quienes jugueteaba a la confianza, pero en los brazos de ella podía ser él mismo. No necesitaba ser nada más. Ni menos.

Cuando descubrió que no podía seguir viviendo en la Inglaterra Isabelina —era al mismo tiempo demasiado semejante y demasiado diferente a la Inglaterra que él había conocido— se había trasladado al sur, a Italia y por fin a Venecia. La ciudad de San Marcos tenía mucho que ofrecerle a uno de su especie, porque de noche volvía a la vida su antiguo semblante y en sus sombras podía alimentarse a voluntad.

Había sido durante el carnaval, lo recordaba bien. Ginevra se encontraba en la plaza de san Marcos, en uno de sus extremos, observando a la multitud avanzar y retroceder delante de ella como un calidoscopio viviente. Le había parecido tan real en medio de tanta actitud fingida y tanta impostura que había tenido que acercarse a ella. Cuando abandonó el lugar, él la siguió hasta la casa de su padre y pasó el resto de la noche averiguando su situación y su nombre.

—Ginevra Treschi —más de trescientos años e innumerables mortales más tarde y su nombre todavía sonaba en su boca como una bendición.

La siguiente noche, mientras los sirvientes dormían y la casa se encontraba a oscuras y en silencio, se deslizó al interior de su dormitorio. Los latidos de su corazón lo atrajeron hasta el pie de su cama y cuidadosamente apartó las sábanas que la cubrían. A sus casi treinta años, después de tres años de viudedad, no era hermosa, pero estaba tan llena de vida —incluso dormida— que sin casi quererlo se había quedado inmóvil, mirándola fijamente. Sólo para encontrar, apenas unos momentos más tarde, que ella le miraba a su vez.

—No quisiera que os apresuraseis a tomar vuestra decisión —le había dicho secamente—, pero comienzo a quedarme helada y me gustaría saber si debo empezar a gritar.

Él había tratado de convencerla de que se encontraba en un sueño, pero descubrió que no podía.

Habían pasado casi un año de noches juntos.

sep

—¿Un convento? —Henry levantó el codo, desenredando una larga trenza de cabello color ébano de la parte trasera de su cuello—. Perdóname si te digo esto, bella, pero no creo que disfrutes de la vida conventual.

—No estoy bromeando, Enrico. Me marcho con las Hermanas Benedictinas mañana mismo, después de la primera misa.

Henry no pudo hablar durante un momento. El mero pensamiento de su Ginevra encerrada, apartada del mundo, le golpeó con tanta fuerza como si se tratara de un golpe físico.

—¿Por qué? —logró decir al fin.

Ella se sentó, cruzando los brazos alrededor de sus rodillas.

—Tenía otra posibilidad, las Hermanas de Giuseppe Lemmo —frunció los labios como si acabase de saborear algo amargo—. El convento parecía la mejor alternativa.

—Pero ¿por qué había que elegir, en todo caso?

Ella sonrió y sacudió la cabeza.

—En los años que has pasado lejos del mundo pareces haber olvidado algunas cosas, amor mío. Mi padre quiere entregarme al Signore Lemmo, pero me permitirá recluirme con Dios aunque sólo sea para sacar a su más que adulta hija de su casa —su voz se tornó más seria y recorrió hacia abajo con un dedo el pecho desnudo de Henry—. Teme a la Inquisición, Enrico. Teme que yo pueda atraer a los Sabuesos del Papa —sus labios se torcieron—. O que se vea obligado a denunciarme.

Henry la miró, asombrado.

—¿La Inquisición? Pero no has hecho nada…

Ella alzó ambas cejas.

—Yazgo contigo todas las noches y eso, aunque ellos no sepan lo que eres, sería suficiente. Si llegan a saber que me entrego voluntariamente a un Ángel de la Oscuridad… —volvió la muñeca para que la pequeña herida resultase claramente visible—… la hoguera sería demasiado buena para mí —un dedo apoyado contra los labios de Henry detuvo su réplica cuando él se disponía a hablar—. Sí, sí, nadie lo sabe, pero además soy una mujer que se atreve a utilizar su mente, y en estos tiempos eso es más que suficiente. Si mi marido hubiera muerto dejándome una heredad o un hijo para llevar su nombre… —sus hombros se levantaron y volvieron a caer—. Desgraciadamente…

Él tomó su mano.

—Existe otra posibilidad.

—No —suspiró ella. Su respiración tembló mientras él la soltaba—. He pensado largo y tendido sobre ello, Enrico, y no puedo tomar tu camino. Es mi necesidad de vivir como lo que soy lo que ahora me pone en peligro. Sencillamente no podría existir bajo la máscara que tú debes llevar para sobrevivir.

Era la verdad y él lo sabía, pero eso no la hacía más fácil.

—Cuando fui transformado…

—Cuando fuiste transformado —le interrumpió ella—, si es verdad todo lo que me has contado, tu pasión era tan grande que no dejaba lugar al pensamiento racional ni permitía considerar lo que ocurriría después. Y aunque yo estoy llena de pasión —sus manos resbalaron entre sus piernas—, no puedo perderme en ella.

Él la empujó contra los almohadones, atrapándola debajo de sí.

—Esto no tiene por qué acabar.

Ella rio.

—Te conozco, Enrico —con los ojos apenas abiertos, apretó sus caderas contra él—. ¿Podrías hacer esto con una monja?

Después de un momento de sorpresa, él rio a su vez y acercó sus labios a los de ella.

—Si estás segura… —murmuró junto a su boca.

—Lo estoy. Si debo entregar mi libertad, mejor que sea a Dios antes que a un hombre.

Él no pudo hacer otra cosa más que respetar su decisión.

Le dolió perderla, pero al cabo de unos meses el dolor fue remitiendo y no le fue difícil averiguar que las monjas cuidaban bien de ella. Aunque pensó en dejar Venecia, Henry se demoró algún tiempo en la ciudad. Se resistía a cortar el último lazo.

Pasado un tiempo, la suerte quiso que llegara a sus oídos que las Hermanas no habían podido mantenerla a salvo, después de todo. En un sombrío café se encontró con ciertos rumores alarmantes: los Sabuesos habían ido a por Ginevra Treschi y se la habían llevado del convento. Decían que tenía tratos carnales con el Demonio. Decían que iban a dar ejemplo con ella. Había pasado tres semanas en sus mazmorras.

Tres semanas de fuego, hierro y dolor.

Quiso asaltar la ciudadela como Cristo a las puertas del Infierno, pero se obligó a contener su rabia. No podría salvarla si se arrojaba a los brazos de la Inquisición.

Si es que quedaba algo de ella para ser salvado.

La habían encerrado en un ala del palacio del Dogo, un hombre que estaba más que deseoso de colaborar con Roma. El hedor de la muerte reinaba por los pasillos como una niebla, y el aroma de la sangre dejaba un rastro tan intenso que incluso un mortal hubiese podido seguirlo.

La encontró colgada como ellos la habían abandonado. Le habían atado con fuerza las muñecas a la espalda y habían utilizado una gruesa y basta cuerda, enroscada alrededor de su lacerada espalda, para suspenderla del techo. De sus tobillos quemados colgaban pesos de hierro. Evidentemente habían comenzado con los azotes, para pasar después a métodos de persuasión más dolorosos. Sólo hacía unas horas que había muerto.

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—«… tras confesar haber mantenido relaciones con el Diablo, fue perdonada y su alma entregada a Dios» —se atusó cuidadosamente las barbas—. Muy satisfactorio. ¿Debemos devolver el cuerpo a las Hermanas o a su padre?

El viejo Dominico se encogió de hombros.

—No veo qué diferencia puede haber. Ella… ¿quién sois?

Henry sonrió.

—Soy la venganza —dijo. Cerró al puerta tras de sí y echó el cerrojo.

sep

—Venganza. —Henry suspiró y posó las húmedas palmas de sus manos sobre los pantalones vaqueros. Los Sabuesos del Papa habían muerto llenos de terror y suplicando por sus vidas, pero eso no le había devuelto a Ginevra. Nada lo había hecho, hasta que Vicki se había inmiscuido en sus recuerdos. Ella era tan real en su propio mundo como Ginevra lo había sido en el suyo, y a menos que fuera muy cuidadoso corría el riesgo de que comenzase a serlo también en el de él.

Es lo que había esperado, ¿no? Alguien en quien confiar. Alguien que pudiera ver detrás de las máscaras.

Se volvió una vez más para encontrarse frente a su reflejo en el espejo. Los demás, hombres y mujeres en cuyas vidas había penetrado tras la muerte de Ginevra, nunca lo habían conmovido de aquella manera.

—Mantenía a distancia —se advirtió—. Al menos hasta que el demonio sea derrotado —su reflejo parecía mostrarse indeciso y Henry suspiró—. Sólo espero ser capaz de hacerlo.

sep

La muchacha corrió a ocultarse detrás de la pesada mesa. Sus ojos color zafiro brillaban.

¡Pensé que erais un caballero, señor!

Estás por completo en lo cierto, Smith —el capitán avanzó inclinado, con felina gracia, sin apartar un solo instante su burlona mirada de su presa—. ¿O debería decir señorita Smith? No importa. Como bien has señalado, yo era un caballero. Descubrirás que abandoné el título hace tiempo —se abalanzó sobre la muchacha, pero ella se apartó ágilmente.

Si hacéis un solo movimiento más hacia mí, gritaré.

Grita todo lo que quieras. —Roxborough apoyó una delgada cadera sobre la mesa—. No pienso impedírtelo. Aunque reconozco que me causará grave pesar tener que compartir tan preciada presa con mi tripulación.

—Fitzroy, ¿qué es esta mierda?

—Henry, por favor. Nada de Fitzroy —guardó el archivo y apagó el ordenador—. Y esta mierda —le dijo, enderezándose— es mi nuevo libro.

—¿Tu qué? —preguntó Vicki, mientras se colocaba las gafas en su lugar. Lo había seguido desde la puerta del apartamento hasta la diminuta oficina pese a que él le había pedido que esperara unos minutos en el salón. Parecía que si iba a bajar a cerrar su ataúd, ella estaría detrás para verlo—. ¿De veras lees estas cosas?

Henry suspiró, tomó un libro de bolsillo de la estantería que había sobre el escritorio y se lo tendió.

—No. Escribo estas cosas.

—Oh —en la portada del libro, una joven mujer apenas vestida era abrazada apasionada, aunque discretamente, por un joven completamente desnudo. Por lo que anunciaba la cubierta, el romance estaba ambientado a «finales del siglo XIX», pero tanto los peinados como los maquillajes de ambos personajes resultaban claramente anacrónicos. El nombre de la obra y su autor aparecían en letra cursiva color lavanda: Maestro del Destino, por Isabel Fitzroy.

—¿Isabel Fitzroy? —inquirió Vicki mientras le devolvía el libro.

Henry volvió a colocar el libro en su lugar, se apartó rodando con la silla del escritorio y se puso en pie, sonriendo sardónicamente.

—¿Por qué no Isabel Fitzroy? Ciertamente ella tenía tanto derecho al nombre como yo.

El prefijo «Fitz» se asociaba a los apellidos de los bastardos y se concedía a los hijos accidentales reconocidos. El «roy» identificaba a su padre como el rey.

—¿No estuviste de acuerdo con el divorcio?

Su sonrisa se torció aún más.

—Siempre fui un súbdito leal del Rey, mi padre —hizo una pausa y frunció el ceño, como si tratase de recordar. Cuando volvió a hablar, su tono era menos burlón—. Me gustaba su Graciosa Majestad la Reina Catalina. Fue muy amable con un pequeño muchacho confuso a quien se había arrojado a una situación que no comprendía y que nunca le interesó demasiado. María, la Princesa Real, quien podría haberme ignorado o hacerme cosas peores, me aceptó como su hermano. —Ahora, su voz adoptó un tono cortante—. No me gustaba la madre de Isabel. Y el sentimiento era ciertamente mutuo. Dado que todas las partes implicadas han pasado hace mucho tiempo a mejor vida, ahora puedo decirlo. No, no estuve de acuerdo con el divorcio.

Vicki volvió a mirar a la estantería llena de libros de bolsillo mientras Henry, diplomática pero inexorablemente, la conducía fuera de su oficina.

—Me imagino que cuentas con un montón de material de primera mano para utilizar en los argumentos —murmuró con tono dubitativo.

—Así es —contestó Henry, mientras se preguntaba cómo era posible que hubiera gente a quien resultase más fácil de concebir la idea de un vampiro que la de un escritor de novelas románticas.

—Supongo que de esta manera habrás podido saldar cuentas con muchas personas de tu pasado —de todos los posibles y extraños escenarios que Vicki había imaginado para su encuentro de aquella noche con el hijo vampírico, bastardo y de más de cuatrocientos cincuenta años de edad de Enrique VIII, ni uno solo había incluido el descubrimiento de que era un escritor de ¿cuál era el término?, novelones rosa.

Él sonrió y sacudió la cabeza.

—Si estás pensando en mis familiares, la verdad es que he saldado cuentas con la mayoría de ellos. Todavía estoy vivo. Pero no es por eso por lo que escribo. Soy bueno haciéndolo, me gano bien la vida haciéndolo y la mayoría del tiempo disfruto haciéndolo —hizo un gesto de invitación en dirección al sofá y tomó asiento en el otro extremo—. Podría limitarme a existir entre comida y comida. En realidad, lo he hecho en el pasado. Pero prefiero infinitamente una vida de confort a una miserable existencia en algún mausoleo infestado de ratas.

—Pero si has vivido durante tanto tiempo —se preguntó Vicki mientras tomaba asiento en la misma esquina que había abandonado esa misma mañana—, ¿por qué no eres rico?

—¿Rico?

Vicki descubrió que su sonora risa resultaba muy atractiva, y al tiempo se encontró especulando sobre… una bofetada mental devolvió su mente errante al asunto que se traían entre manos.

—Oh, claro —continuó él—. Podía haber comprado acciones de IBM por unos pocos centavos en mil novecientos… en… lo que sea. Pero ¿quién podía saberlo? Soy un vampiro, no un clarividente. Y ahora —limpió un pedacillo de gasa de sus pantalones vaqueros—, ¿puedo hacerte yo una pregunta?

—Adelante.

—¿Por qué has creído lo que te conté?

—Porque vi al demonio y porque no había una razón lógica para que me mintieras —no había necesidad de hablarle del sueño, o de la visión de la iglesia. De todas maneras, no había influido demasiado en su decisión.

—¿Nada más?

—No soy una persona complicada. Y ahora —imitó el tono que él acababa de adoptar—, ya está bien de hablar de nosotros. ¿Cómo se puede capturar a un demonio?

Muy bien, Henry accedió silenciosamente. Si así es como lo quieres, ya está bien de hablar de nosotros.

—No lo haremos. Yo lo haré —inclinó la cabeza hacia el extremo del sofá que ella ocupaba—. Tú te encargarás de encontrar al hombre o la mujer que lo está convocando.

—Me parece bien —para Vicki, rastrear la fuente y atraparla era el más lógico curso de acción, y cuanto más alejada se encontrase de aquel repulsivo jirón de oscuridad, más feliz se encontraría. Apoyó el pie derecho sobre la rodilla izquierda y cruzó ambas manos sobre el tobillo—. ¿Cómo podemos estar seguros de que nos enfrentamos a una sola persona, y no a un culto o una secta?

—El deseo concentrado es una parte importante de lo que trae al demonio a este mundo, y la mayoría de los grupos no pueden alcanzar el necesario estado de unicidad mental —se encogió de hombros—. Dada la tasa de éxitos, lo más probable es que se trate de una sola persona.

Ella imitó su encogimiento de hombros.

—Entonces contemos con lo que dictan las posibilidades. ¿Existe alguna característica o rasgo distintivo que deba buscar?

Henry alargó un brazo y comenzó a tamborilear con los dedos sobre la tapicería.

—Si lo que preguntas es si existe una clase específica de persona que convoca a demonios, la respuesta es no. Bueno —arrugó el entrecejo mientras reconsideraba la cuestión—, de alguna manera sí. Sin excepción, son personas que buscan respuestas fáciles, una manera de obtener lo que desean sin tener que esforzarse por ello.

—Acabas de describir el modo de entender la vida de millones de personas —dijo Vicki, seca—. ¿Podrías ser un poco más específico?

—El demonio está siendo convocado para que consiga bienes materiales; no tendría que matar si se mantuviese atrapado en el pentagrama respondiendo sencillamente preguntas. Debes buscar a alguien que haya adquirido repentinamente grandes riquezas, dinero, coches. Y los demonios no pueden crear nada, así que todo debe venir de alguna parte.

—¿Podríamos cogerlo por posesión de bienes robados? —no podían seguir la pista de todos lo pequeños robos que se producían en la ciudad, pero los coches de lujo, las joyas y las acciones eran bienes importantes, y por tanto susceptibles de ser rastreados. El pulso de Vicki se aceleró mientras consideraba las posibilidades que acababan de abrirse en la investigación. ¡Sí! Sus manos se apretaron hasta convertirse en puños y golpeó el aire con un ademán triunfante. Sólo era cuestión de tiempo. Lo tenían. O la tenían.

—Una cosa más —le advirtió Henry, mientras trataba de no sonreír frente a su reacción. ¿Cómo lo llamaban? ¿Boxeo fantasma?—. Cuanto más entre en contacto esa persona con la raza de los demonios, más inestable se volverá.

—¿Sí? Bueno, ese es otro rasgo por el que buscar, pero la verdad es que en estos malditos tiempos, ¿quién no es un poco inestable? ¿Qué hay del demonio?

—El demonio no es demasiado poderoso.

Vicki dejó escapar un bufido.

—¿Acaso tú serías capaz de destrozar la garganta de un hombre de un solo…? —se detuvo mientras Henry asentía en contestación a la pregunta que ella no había terminado de formular—. Pero nadie más que yo conozca podría hacerlo. Ese ser es realmente poderoso.

Henry sacudió la cabeza.

—No para ser un demonio. Debe alimentarse cada vez que es convocado para poder afectar a las cosas materiales de este mundo.

—¿Así que mata para alimentarse? ¿Las muertes fueron completamente fortuitas?

—Esas personas no significaban nada para la persona que controla al demonio, si eso es lo que preguntas. Si el demonio hubiera estado asesinando a los rivales personales o de negocios de una persona, a estas alturas la Policía ya la habría encontrado. No. Es el demonio el que elige dónde alimentarse y de quién hacerlo.

Vicki frunció el ceño.

—Pero existía un patrón visible en la sucesión de asesinatos.

—Mi suposición es que el demonio convocado está bajo el control de otro demonio, más poderoso, que pretende que el primero inscriba su nombre en la ciudad.

—Oh.

Henry aguardó pacientemente a que ella asimilara esta nueva información.

—¿Por qué? —en realidad, no estaba segura de lo que deseaba saber o de lo que necesitaba preguntar.

—Acceso. Acceso libre y no controlado para el demonio más poderoso y todos los de su especie que desee traer consigo.

—¿Y cuántas muertes harán falta para que el nombre se complete?

—No hay manera de saberlo.

—¿Una? ¿Dos? Debes tener alguna idea —saltó. Con una mano le daba esperanza mientras con la otra se la arrebataba. Hijo de puta—. ¿Cuántas muertes hacen falta para formar el nombre de un demonio?

—Eso depende del demonio en cuestión —mientras Vicki lo miraba con inquietud y enfado, se puso en pie, caminó hasta la biblioteca y abrió una de las puertas de cristal. Extrajo un libro del tamaño de un diccionario y encuadernado en piel. Probablemente un día había sido de color rojo, pero años de uso habían trocado el color original por un negro desgastado y grasiento. Volvió a tomar asiento, esta vez más cerca de ella, limpió los cierres metálicos, cubiertos por una pátina oscura y abrió el libro.

—Es un manuscrito —se maravilló Vicki mientras tocaba cautelosamente el borde de una página. Al instante apartó los dedos. Había sentido una extraña calidez en el pergamino, como si acabase de tocar algo obscenamente vivo.

—Es muy viejo. —Henry ignoró su reacción; la primera vez que había tocado el libro su reacción había sido muy parecida—. Estos son nombres demoníacos. Hay veintisiete de ellos y no tenemos forma de saber si el autor llegó a conocerlos todos.

Los nombres, escritos con una espesa tinta en un trazo inquietantemente curvo, constaban por lo general de siete u ocho letras.

—Todavía queda mucho para que el nombre sea concluido —dijo Vicki aliviada. Aún tenía tiempo para encontrar al bastardo que había detrás de todo el asunto.

Henry sacudió la cabeza. Odiaba arruinar su entusiasmo.

—No está trazando su nombre, sino el símbolo que le corresponde —pasó varias páginas. Más adelante, la lista de nombres se repetía y junto a cada uno de ellos aparecía un signo geométrico. Algunos era muy simples—. La alfabetización es un fenómeno muy reciente —murmuró Henry—. Los símbolos son todo lo que hace falta.

Vicki tragó saliva. Repentinamente, sentía la boca seca. Algunos de los símbolos eran realmente muy simples.

Silenciosamente, Henry cerró el libro y lo devolvió a su lugar en la estantería. Cuando se volvió hacia ella, extendió los brazos en un gesto de impotencia.

—Desgraciadamente —dijo— no puedo detener al demonio hasta que vuelva a matar.

—¿Por qué no?

—Porque tengo que estar allí, preparado para enfrentarme a él. Y la última noche concluyó la segunda parte del patrón geométrico.

—Entonces podría haber completado…

—No. Lo sabríamos si fuera así.

—Pero la siguiente muerte, la muerte que vuelva a dar comienzo al trazado del patrón, podría ser la que…

—No, aún no. Ni siquiera los nombres menos complicados podrían ser trazados tan rápidamente.

—Estabas preparado para enfrentarte a él la pasada noche —él había estado allí, al igual que ella—. ¿Por qué no lo detuviste entonces? —pero si era tan sencillo, ¿por qué no lo había hecho ella?

—¿Detenerlo? —la risa que siguió apenas contenía humor—. Se movía tan deprisa que apenas pude verlo. Pero la próxima vez, después de que mate, ahora que sé a lo que me enfrento, estaré esperándolo. Puedo atraparlo y destruirlo.

Sonaba alentador, si es que la próxima vez había un después de que mate.

—¿Lo has hecho antes?

Ella necesitaba seguridades, certezas pero Henry, que sabía que podía hacerla creer cualquier cosa que quisiera, descubrió que no podía mentir.

—Bien, no —del mismo modo, nunca había sido capaz de mentirle a Ginevra, otra similitud entre ambas mujeres que hasta el momento no había descubierto.

Vicki respiró profundamente y se aferró el borde de su suéter.

—Henry, ¿puede ser muy malo si el nombre del demonio se completa y este se libera?

—¿Malo? —suspiró y se apoyó contra la estantería—. A riesgo de parecer presuntuoso, diré que sería como abrir las puertas del Infierno.