BloodTop6

Henry desperdigó el contenido del enorme bolso negro sobre la mesita de café. Se arrodilló y comenzó a registrar aquel caos. Buscaba algo que se asemejase a una tarjeta de identificación; una cartera, un tarjetero, cualquier cosa. Nada.

¿Nada? Era imposible. En estos tiempos nadie salía sin identificación, ni siquiera los que sólo lo hacían de noche. Finalmente, encontró tanto el tarjetero como la cartera dentro de un bolsillo lateral, accesible sin necesidad de abrir siquiera el principal.

—Victoria Nelson, Investigadora Privada —sin darse cuenta, había estado conteniendo la respiración mientras registraba el resto de los papeles. Una investigadora privada, gracias a Dios. Temía haber secuestrado a algún agente de policía de paisano, lo que habría desencadenado una búsqueda por toda la ciudad. A lo largo de los siglos había llegado a aprender que la Policía, fuesen cuales fuesen sus defectos, cuidaba de los suyos. Un investigador privado, en cambio, no era más que un ciudadano, un civil, y probablemente ni siquiera había sido echado en falta todavía.

Poniéndose de pie, Henry examinó a la mujer inconsciente que descansaba en su sofá. Pese a que no le agradaba hacerlo, mataría para protegerse. Confiaba en que esta vez no fuera necesario. Se quitó la gabardina y comenzó a pensar en lo que le diría cuando se despertase…

… si despertaba.

Los latidos de su corazón llenaban el apartamento. Su corazón latía deprisa, casi el doble de deprisa que el suyo. Le incitaba a alimentarse, pero mantuvo al hambre a raya.

Consultó su reloj. Las 2:13. Amanecería en cuatro horas. Si la mujer tenía una conmoción…

No había querido herirla. Desmayar a alguien de un solo golpe no era tarea fácil, al margen de lo que las películas y la televisión sugiriesen. Una práctica esporádica a lo largo de los siglos le había enseñado cómo y dónde golpear, pero ninguna habilidad podía cambiar el hecho de que un golpe en la cabeza provocaba que el blando tejido del cerebro rebotase contra las paredes óseas del cráneo.

Y no cabe duda de que es un hermoso cráneo, pensó. Se acercó un poco más. Aunque hay una sombra de obstinación en la anchura de esa mandíbula. Volvió a examinar su tarjeta de identificación. Treinta y uno. Su corto cabello, entre rubio y castaño, no tenía un solo rastro de plata, pero diminutas arrugas comenzaban a formarse alrededor de sus ojos. Cuando él estaba «vivo», treinta y uno significaba mediana edad. Ahora era apenas una edad adulta.

No llevaba maquillaje, lo que le agradó. El delicado y pálido tono dorado de sus mejillas hacía que su piel pareciese terciopelo.

Y que su tacto… retiró la mano y contuvo a su hambre aún con más fuerza. Era capricho, no necesidad, y no dejaría que lo controlase.

Los diminutos músculos de su rostro se agitaron y abrió los ojos. Al igual que sus cabellos, no eran de un color o de otro: ni azules, ni grises, ni verdes. La punta de su lengua humedeció los resecos labios y sus ojos lo miraron sin miedo.

—Hijo de puta —dijo claramente. Y se encogió.

sep

Vicki abandonó la oscuridad con un ansia desesperada de información, pero la sangre que palpitaba en sus oídos impidió que compusiera pensamientos coherentes. Luchó contra el malestar. El dolor —y, oh Dios, dolía— significaba peligro. Tenía que saber dónde se encontraba y cómo había llegado hasta allí…

Su vista se aclaró y se encontró con un rostro de hombre sobre el suyo. Lo reconoció.

—Hijo de puta —dijo. Y se encogió. Las palabras, el movimiento de las mandíbulas, provocaron punzadas de dolor que recorrieron su cabeza. Hizo lo que pudo por ignorarlas. La última vez que había visto esa cara, y el cuerpo al que sin duda estaba pegada, se había levantado y la había atacado. Pese a que no lo recordaba con claridad, no dudaba que había sido él el que la había hecho perder el conocimiento y el que la había traído hasta aquí; dondequiera que se encontrase.

Trató de mirar más allá de él, para hacerse una idea de lo que la rodeaba, pero la habitación, si es que era una habitación, se encontraba a oscuras. ¿Sabía algo que pudiera utilizar?

Estoy completamente vestida, tendida sobre un sofá en compañía de un asesino loco, y aunque el resto de mi cuerpo parece funcional, la cabeza me duele como si hubiese recibido una paliza. Sólo parecía haber una cosa que pudiese hacer. Se arrojó fuera del sillón.

Desafortunadamente, la gravedad resultó más fuerte que su idea.

Cuando golpeó el suelo, una descarga de espectaculares fuegos artificiales estalló en su cabeza, dejando un rastro de destellos verdes, dorados y rojos en el interior de sus párpados. Volvió a sumirse en la oscuridad.

La segunda vez que recuperó la conciencia, ocurrió más rápidamente que la primera, y la línea entre un estado y el siguiente estuvo más claramente delimitada. Esta vez mantuvo los ojos cerrados.

—Eso ha sido bastante estúpido —apuntó una voz de hombre desde algún lugar sobre su hombro derecho—. Es completamente posible que no me crea —continuó—, pero no tengo intención de hacerle daño.

Para su sorpresa, ella le creía. Puede que fuera su tono, o el timbre de su voz, o la bolsa de hielo que sostenía contra su mandíbula. O puede que su cerebro se hubiera lesionado, lo que parecía más probable.

—Nunca quise hacerle ningún daño. Siento —ella notó que la bolsa de hielo se movía ligeramente— lo ocurrido, pero no creí que tuviera tiempo para explicarme.

Con mucho cuidado, Vicki abrió un ojo y luego el otro.

—¿Explicar el qué? —el óvalo pálido que era el rostro del hombre parecía flotar en la tenue luz. Deseó poder verlo con más claridad.

—Yo no maté a ese hombre. Encontré el cadáver poco después de que usted apareciera.

—¿Sí? —repentinamente, ella reparó en lo que fallaba—. ¿Dónde están mis gafas?

—Sus… oh —el óvalo de desvaneció y reapareció unos momentos más tarde.

Ella esperó, con los ojos cerrados, mientras él colocaba las patillas sobre sus oídos, aproximadamente en el lugar correspondiente y empujaba con suavidad el puente hacia su nariz. Cuando volvió a abrir los ojos, las cosas habían cambiado de manera significativa.

—¿Podría encender una luz?

Vicki advirtió la confusión del hombre mientras se levantaba. No estaba reaccionando como él había esperado; si lo que quería era temor, tendría que intentarlo más tarde. En el momento actual la cabeza le dolía demasiado como para que la cosa resultase. Y, además, si al final resultaba ser el asesino, por el momento no había ni una sola maldita cosa que ella pudiese hacer al respecto.

La luz ayudaba, aunque no era lo suficientemente fuerte como para disipar las sombras de las esquinas. Desde donde ella yacía, podía ver un equipo de música muy caro y el extremo de una librería con puertas de cristal. Lentamente, equilibrando su cabeza como si fuera un huevo sobre una cuchara, se incorporó y se sentó.

—¿Está segura de que es una buena idea?

No lo estaba. Pero no pensaba admitirlo.

—Estoy perfectamente —dijo con voz seca. Sintió en la boca una oleada de nauseas y luchó para combatirla. Mientras se quitaba los guantes, estudió a su secuestrador con el ceño fruncido.

No parecía un asesino loco. Bravo, Vicki. Eres tan lista. Describe, en veinticinco palabras o menos, al perfecto asesino loco. No podía asegurar de qué color eran sus ojos, pese a que su entrenada vista le hacía conjeturar que eran de un suave color avellano. En cambio, sus cejas y pestañas eran de un tono más rojo que su cabello rubio, un color que se hubiera oscurecido bajo el sol. Su cara era ancha sin llegar de ningún modo a resultar gorda —el tipo de cara que se hacía merecedora del adjetivo «honesta»— y su boca mostraba una ligerísima traza del arco de Cupido. Definitivamente atractivo. Midió su estatura comparándolo con el equipo de música y añadió, pero bajo.

—Así que —comenzó a decir, apoyándose con mucha cautela contra los cojines del sofá y tratando de mantener un tono distendido. Háblales, decía el manual. Gánate su confianza—, ¿porqué debería creerme que no tiene usted nada que ver con que la garganta de ese hombre fuera desgarrada?

Henry se adelantó y le tendió la bolsa de hielo.

—Usted estaba muy cerca —dijo lentamente—. Debió de haber visto…

¿Ver el qué? Había visto el cuerpo, lo había visto a él inclinado sobre el cuerpo, había visto las luces del coche, la puerta del garaje destrozada y la oscuridad que se levantaba más allá. La oscuridad se arremolinaba en torno a la oscuridad y de pronto ya no estuvo allí. No. Sacudió la cabeza y el dolor físico que esta acción provocó hizo que lo pensara de nuevo. La oscuridad se arremolinaba en torno, a la oscuridad y de pronto ya no estuvo allí. De repente, no podía respirar y se debatió contra las fuertes manos que la sujetaban.

—No…

—Sí.

Gradualmente, bajo la fuerza de su mirada y de su contacto, se fue calmando.

—¿Qué…? —se humedeció los secos labios y volvió a intentarlo—. ¿Qué era eso?

—Un demonio.

—Los demonios no… —La oscuridad se arremolinaba en torno a la oscuridad y de pronto ya no estuvo allí—. Oh.

Mientras se incorporaba, Henry estuvo a punto de sonreír. Prácticamente podía ver cómo ella registraba los hechos, aceptaba la evidencia y cambiaba su visión del mundo para ajustarse a ello. No parecía que la hiciera feliz, pero lo hacía a pesar de todo.

—¿Qué estaba usted haciendo allí? —le agradó el que su voz sonase casi normal.

¿Qué debería decirle? Pese a que no se mostraba exactamente receptiva —y no se la podía culpar por ello—, tampoco era abiertamente hostil. La verdad, entonces, o toda la verdad posible sin comprometer su seguridad.

—Estaba cazando al demonio. Pero llegué un poco tarde. Evité que se alimentara, pero no pude impedir que matara a aquel hombre —frunció ligeramente el ceño—. ¿Y porqué estaba usted allí, señorita Nelson?

Así que ha encontrado mi tarjeta de identificación. Por primera vez desde que recuperara el conocimiento, Vicki reparó en que el contenido completo de su bolso estaba diseminado sobre una mesita de café. El ajo, el paquete de semillas de mostaza, la Biblia, el crucifijo. Todo ello, mostrado abiertamente, formaba un cuadro sencillamente ridículo. Bufó levemente.

—Estaba cazando a un vampiro.

Para su sorpresa, después de una mirada incrédula a los contenidos de su bolso, como si también él los estuviese viendo por vez primera, su secuestrador, el cazador de demonios, echó la cabeza para atrás y dejó escapar una sonora carcajada.

sep

Henry, Duque de Richmond, había sentido aquella mirada especulativa sobre él durante toda la comida. Cada vez que miraba en su dirección, ella le estaba mirando a su vez, pero cada vez que intentaba encontrar sus ojos, ella lo esquivaba y observaba recatadamente su plato. La larga curva de sus pestañas —tan negras que forzosamente tenían que ser teñidas— se apoyaba entonces contra la delicada curva de unas mejillas de alabastro. En una ocasión creyó haberla visto sonreír, pero enseguida pensó que la luz le había jugado una mala pasada.

Mientras Sir Thomas, sentado a su izquierda, peroraba sobre las ovejas, hizo girar una uva entre sus dedos. Se preguntaba quién podría ser aquella dama. Tenía que pertenecer a la nobleza local, invitada a Sheriff Hutton para la ocasión, porque sin duda la recordaría si hubiese pertenecido a la comitiva que lo había acompañado en su viaje desde Londres. Por lo poco que podía ver de su traje, debía de ser de color negro. ¿Era una viuda, entonces, o llevaba ese color porque era consciente de cuan arrebatadora estaba con él y había un marido esperándola en sus tierras?

Por primera vez en las últimas semanas se alegró de que Surrey hubiera decidido no acompañarlo a Sheriff Hutton. Las mujeres nunca me miran cuando él está conmigo.

Ahí, ha sonreído, esta vez estoy seguro. Se limpió los restos de la aplastada uva con su manga y tomó su vino. De un solo y frenético trago, apuró el contenido la delicada copa de cristal veneciano. No podía soportarlo más.

—Sir Thomas.

—… naturalmente, en esos casos el mejor carnero es… ¿Sí, mi señor?

Henry se inclinó para acercarse al anciano caballero; no quería que el resto de los comensales escuchase sus palabras. Ya le tomaban suficientemente el pelo sin necesidad de ello. Apenas lograba soportar el chascarrillo que el bufón de su padre, Will Sommers, había escrito sobre él; aunque puede que tenga el rostro de su sire / no puede mantener el real paso.

—Sir Thomas, ¿quién es esa mujer que se sienta al lado de Sir Gilles y su esposa?

—¿Mujer, mi señor?

—Sí, mujer —le costó, pero el joven duque consiguió mantener en calma su tono y su voz. Sir Thomas era un valioso sirviente, había sido un valioso chambelán en Sheriff Hutton durante todos los años que él había pasado en Francia y aunque sólo fuera por su avanzada edad era merecedor de respeto—. La del vestido negro. La que está junto a Sir Gilles y su mujer.

—Ah, la que está junto a Sir Gilles… —Sir Thomas se inclinó hacia delante y la observó entornando los ojos. La dama en cuestión miraba recatadamente su plato—. Es la viuda de Sir Beswick.

—¿Beswick? —¿esa maravillosa criatura había estado casada con Beswick? Pero si aquel barón era por lo menos de la edad de Sir Thomas. Henry no podía creerlo—. ¡Pero es un viejo!

—Está muerto, mi señor —susurró Sir Thomas—. Pero creo que cuando se encontró con su Hacedor era un hombre más feliz. Es una muchacha muy dulce y parece haberse tomado muy mal la muerte de la vieja cabra. Se la veía poco cuando él estaba con vida, y ahora mucho menos.

—¿Cuánto tiempo estuvieron casados?

—Un mes… no, dos.

—¿Y ella vive en el Castillo Beswick?

—Si queréis llamar castillo a esa ruina, sí, mi señor.

—Si queréis llamar castillo a este establo, —Henry señaló con un gesto de su mano al gran salón, que permanecía prácticamente intacto desde el siglo XII—, cualquier cosa puede ser considerada un castillo.

—Esto es una residencia real —protestó Sir Thomas airadamente.

Ella sonrió. Lo vi con toda claridad.

—Y donde ella mora, el cielo ha descendido a la Tierra —murmuró Henry ensoñado. Perdido en aquella sonrisa, había olvidado dónde se encontraba.

Sir Thomas lanzó una sonora carcajada, dio un largo trago de cerveza y como resultado hubo que darle varias palmadas en la espalda, lo que atrajo toda la atención que Henry pretendía evitar.

—Debiera ser más cuidadoso con la excitación, buen señor caballero —le regañó el Arzobispo de York mientras aquellos que habían acudido prestos al rescate regresaban a sus respectivos asientos.

—No soy yo, su Gracia —contestó Sir Thomas píamente al prelado—. Es el buen duque el que encuentra el braguero demasiado apretado.

Las mejillas de Henry enrojecieron y maldijo la pigmentación de los Tudor, que mostraba cada pequeña desazón como si él fuese una damisela en vez de todo un hombre hecho y derecho de dieciséis años.

Más tarde, cuando los músicos comenzaron a tocar en la vieja galería del juglar, Henry paseó entre sus invitados tratando, con éxito según su opinión, de esconder su objetivo. Ahora lo estarían vigilando. Uno o dos de ellos, lo sabía bien, eran informadores de su padre.

Cuando al fin se decidió a cruzar el salón en dirección a ella, la mujer recogió sus faldones negros y plateados con una mano y se dirigió hacia las puertas abiertas que conducían a los jardines del palacio. Henry la siguió. Lo esperaba, como él sabía que haría, en el segundo de los anchos escalones; lo suficientemente lejos de la puerta como para encontrarse a oscuras y lo suficientemente cerca como para que él la encontrara.

—Hace… eh, hace calor en el salón, ¿no os parece?

Ella se volvió a mirarlo. Su rostro y su pecho despedían una tenue luz blanca y pálida.

Estamos en agosto.

—Sí… eh, así es —de hecho no eran la única pareja que había buscado un respiro del sofocante y humeante salón, pero todos los demás habían desaparecido discretamente al ver aparecer al duque—. ¿No… eh, tenéis miedo de los resfriados nocturnos?

—No. Amo la noche.

Su voz le recordó al mar y de pronto tuvo la impresión de que podría arrastrarlo a las profundidades con la misma facilidad. En el salón, bajo la luz de las antorchas, había creído que no era mucho mayor que él mismo, pero aquí fuera, a la luz de las estrellas, parecía no tener edad. Sus labios se le habían secado repentinamente. Buscó algo más que decir.

—No estuvisteis en la cacería de hoy.

—No.

—No os gusta la caza, entonces.

A pesar de la oscuridad reinante, sus ojos atraparon los de él.

—Oh, sí que me gusta.

Henry tragó saliva y se agitó. No se encontraba a gusto. De hecho, su braguero estaba ahora demasiado apretado. Si algo le habían enseñado los tres años pasados en la corte francesa era a reconocer una invitación de parte de una mujer hermosa. Confiando en que las palmas de sus manos no estuviesen sudorosas, le tendió una mano.

—¿Tenéis un nombre? —preguntó mientras ella posaba sus fríos dedos sobre los suyos.

—Christina.

sep

—¿Una vampiresa? —Henry miró asombrado a Christina—. Pretendía hacer un chiste.

—¿De veras? —ella se apartó de la ventana, con los brazos cruzados debajo del pecho—. Así es como me llama Norfolk.

—Norfolk es un necio celoso. —Henry sospechaba que su padre había enviado a Norfolk para vigilarlo, para averiguar por qué permanecía en Sheriff Hutton, una residencia que nunca había parecido gustarle, en septiembre. Sospechaba, además, que la única razón de que no hubiera sido reclamado de vuelta a la corte era que su padre aprobaba secretamente la relación que mantenía con una hermosísima viuda mayor que él. No era tan idiota como para creer que su padre no estaba enterado.

—¿Lo es? Quizá —sus cejas de ébano se arrugaron—. ¿Alguna vez te has preguntado, Henry, por qué solamente nos encontramos de noche?

—Con tal de verte, yo…

—¿Alguna vez te has preguntado por qué nunca me has visto comer o beber?

—Pero te he visto en banquetes —protestó Henry, confuso. Él sólo había pretendido hacer un chiste.

—Pero lo cierto es que jamás me has visto comer o dormir —insistió Christina—. Y esta misma noche has hecho un comentario sobre mi fuerza.

—¿Por qué me estás diciendo todo esto? —su vida había llegado a girar en torno a las horas que pasaban en la gran cama con dosel. Ella era perfecta. Le resultaba imposible verla de otra manera.

—Norfolk me ha llamado vampiresa —sus ojos atraparon los de él y los sostuvieron, a pesar de que él intentaba escapar—. El próximo paso será probarlo. Te dirá que, si no soy lo que él dice, por qué no voy a verte de día —se detuvo y su voz se hizo fría—. Y tú, intrigado, ordenarás que así sea. Y entonces tendré que huir y no volver a verte jamás, o moriré.

—Yo… yo nunca te ordenaría…

—Lo harías, si creyeras que no soy una vampiresa. Precisamente por eso te lo estoy diciendo.

Henry abrió la boca y volvió a cerrarla. Estaba aturdido. Cuando finalmente recuperó el habla, su voz no era más que una caricatura de su tono habitual.

—Pero te he visto recibir los sacramentos.

—Soy tan buena cristiana como tú, Henry. Mejor, quizá, ya que tú tienes más que perder mientras mengua el favor de tu padre hacia la Misa —sonrió, con cierta tristeza—. No soy una criatura del Diablo. Mis padres fueron mortales.

Nunca la había visto a la luz del día. Nunca la había visto comer o beber. Poseía una fuerza impropia para su sexo o su complexión. Pero recibía los sacramentos y llenaba sus noches de gloria.

—¿Cuándo —su voz casi recobró su timbre habitual— naciste?

—En mil trescientos veintisiete. El año en que Eduardo III ascendió al trono. El abuelo de tu abuelo no había sido concebido todavía.

No era difícil pensar en ella como en una belleza sin edad, incólume a través de los siglos. A partir de eso, no resultaba imposible creer el resto.

Vampiresa.

Ella leyó la aceptación en su rostro y abrió los brazos. La túnica suelta que vestía cayó al suelo y liberó su presa, dejando que apartara la mirada ahora que estaba segura de que no lo haría.

—¿Me destruirás? —preguntó con dulzura mientras tendía la red de su belleza sobre él—. ¿Me enviarás a la pira? ¿O tendrás la fuerza para amarme y recibir la recompensa de mi amor?

La luz del fuego proyectó su sombra contra los tapices de la pared. Ángel o demonio. A Henry no le importaba. Era suya. Si por ello condenaba su alma, iría al Infierno gustoso.

Abrió los brazos en respuesta.

Mientras ella se fundía en su abrazo, apretó los labios contra el perfumado ébano de sus cabellos y suspiró.

—¿Por qué no te has alimentado nunca de mí?

—Pero es que lo he hecho. Lo hago.

Él frunció el ceño.

Nunca he llevado tu marca en mi garganta…

—Las gargantas son demasiado públicas —él podía sentir su sonrisa contra su pecho—. Y tu garganta no es la única parte de tu cuerpo en la que he puesto mis labios.

Mientras él enrojecía, ella descendió por su cuerpo como si quisiera probar su argumento y de alguna manera, el saber que ella se alimentaba mientras lo complacía lo elevó a tales alturas que pensó que no podría soportar el éxtasis. Aquello bien valdría el Infierno.

sep

—Fue idea tuya, ¿verdad?

El Duque de Norfolk inclinó la cabeza. Sus ojos parecían sepultados en sombras y las profundas arrugas que enmarcaban su boca no habían estado allí un mes atrás.

—Sí —admitió pesadamente— pero ha sido por tu propio bien, Henry.

—¿Mi propio bien? —en la boca de Henry estalló una amarga sombra de risa—. Más bien por el tuyo. Eso te acerca mucho al trono —vio que el anciano se encogía y eso lo complació. En verdad no creía que Norfolk lo estuviese utilizando para acercarse al trono; el duque había demostrado su amistad en innumerables ocasiones, pero Henry acababa de salir de una dolorosa entrevista con su padre y deseaba desahogarse.

Contraerás matrimonio con Mary, la hija de Norfolk, antes del final de este mes. Pasarás las navidades en la corte y después te retirarás a tus tierras de Richmond y nunca volverás a Sheriff Hutton.

Norfolk suspiró y posó una mano cautelosa sobre el hombro de Henry. Tampoco su entrevista con el padre del joven duque había resultado agradable.

—Lo que no sabe, lo sospecha; le ofrecí esto porque era tu única salida.

Henry apartó la mano de sí. Nunca volver a Sheriff Hutton. Nunca volver a verla. Nunca volver a escuchar su risa o sentir su contacto. Nunca volver a acariciarla. Apretó los dientes para sofocar el rugido que amenazaba con escaparse de su garganta.

—Tú no lo entiendes —gruñó y abandonó corriendo el salón antes de que las lágrimas que sentía formarse en sus ojos lo avergonzaran.

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—¡Christina! —corrió hacia ella, se arrojó a sus pies y escondió la cabeza en su falda. Por un instante, su único mundo fue el contacto de sus manos y el sonido de su voz. Cuando al fin consiguió reunir la fuerza suficiente para apartarse, todavía no bastaba para mirarla a la cara—. ¿Qué estás haciendo aquí? Padre y Norfolk, al menos, sospechan, y si te encuentran…

Ella deslizó sus fríos dedos sobre su frente.

—No me encontrarán. Poseo un refugio seguro para pasar el día y no pasamos tantas noches juntos como para que puedan encontrarnos —se detuvo, y apoyó la mejilla del muchacho contra la palma de su mano—. Me marcho, pero no podía irme sin decirte adiós.

—¿Te marchas? —repitió Henry estúpidamente.

Ella asintió, haciendo que sus sueltos cabellos le cubrieran el rostro.

—Inglaterra se ha vuelto demasiado peligrosa para mí.

—Pero ¿dónde…?

—Francia, creo. Por ahora.

Él cogió sus manos entre las suyas.

—Llévame contigo. No puedo vivir sin ti.

Una risa irónica se dibujó en el rostro de Christina.

—Tampoco puedes vivir conmigo, exactamente —le recordó.

—Vivir, morir, no-vivir, no-morir… —se arrojó a sus pies y abrió los brazos—. Nada me importa si estoy contigo.

—Eres muy joven.

Sus palabras carecían de convicción y él pudo ver la indecisión en su rostro. ¡Ella lo quería! ¡Oh, bendito Jesús y todos los santos, ella lo quería!

—¿Qué edad tenías cuando moriste? —preguntó con decisión.

Ella se mordió el labio.

—Diecisiete.

—Yo los tendré dentro de dos meses —volvió a arrojarse a sus pies—. ¿Podrías esperar hasta entonces?

—Dos meses…

—Solamente dos —él no podía evitar que el triunfo asomase a su voz—. Entonces me tendrás para toda la eternidad.

Ella se rio y lo llevó hasta su pecho.

—Te tienes en muy alta consideración, mi señor.

—Así es —concedió él con voz sorda.

—Si tu mujer apareciera…

—¿Mary? Tiene sus propios aposentos y está encantada de que sea así —todavía de rodillas, la arrastró hasta el lecho.

Dos meses después, ella comenzó a alimentarse de noche, tomando cada vez tanto como él podía soportar.

Norfolk situó guardias en su puerta. Henry, digno hijo de su padre por primera vez en su vida, los despidió.

Dos meses después de aquello, mientras afamados doctores se rascaban la cabeza, asombrados por su fracaso, mientras Norfolk hacía registrar el vecindario en una búsqueda infructuosa, ella volvió a llevarlo hasta su pecho y él bebió la sangre de la vida eterna.

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—Déjame ver si lo he entendido bien; eres el hijo bastardo de Enrique VIII.

—Así es. —Henry Fitzroy, una vez Duque de Richmond y Somerset, Señor de Nottingham y Caballero de la Liga, apoyó la frente contra el frío cristal de la ventana y dejó que su mirada vagara entre las luces de Toronto. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que contara la historia; había olvidado lo exhausto que lo dejaba.

Vicki volvió a mirar el libro sobre la época Tudor que descansaba sobre sus rodillas y señaló un párrafo.

—Aquí dice que moriste a los diecisiete.

Sacudiéndose el letargo de encima, Henry se volvió hacia ella.

—Bien. Ya ves que no es cierto.

—No pareces un adolescente —frunció el ceño—. Yo diría que rondas los treinta, no menos.

Él se encogió de hombros.

—Algo envejecemos, pero muy lentamente.

—Aquí no lo dice, pero ¿no hubo alguna clase de misterio en torno a tu funeral? —como respuesta a la expresión de sorpresa de Henry, una esquina de su boca se curvó todo lo que podía, teniendo en cuenta la condición de su mandíbula—. Me licencié en Historia.

—¿No es una carrera un poco extraña para alguien de tu profesión?

Él se refería a la investigación privada, advirtió ella, pero lo mismo podía aplicarse a la de policía. Si le hubieran dado una moneda por cada vez que alguien, normalmente un oficial superior, había sacado a colación aquella antiquísima castaña, quienes desconocen su propia Historia están condenados a repetirla, ahora sería una mujer rica.

—No me ha perjudicado —dijo, un poco intencionadamente—. ¿Y el funeral?

—Sí, bien, no fue lo que yo había esperado, eso seguro —apretó las manos entre sí para contener el temblor que lo asaltaba y, aunque trató de impedirlo, los recuerdos volvieron a fluir…

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El despertar… confusión, zozobra. Lentamente, fue cobrando consciencia del latir de su corazón y dejó que su ritmo lo trajera de vuelta al mundo. Nunca se había encontrado en una oscuridad tan completa y, a pesar de que recordaba las confortadoras palabras de Christina, comenzó a sentir pánico. Cuando trató de apartar la tapa de la cripta no pudo hacerlo, y su pánico aumentó. Su ataúd no estaba hecho de piedra, sino de una madera áspera que lo envolvía tan estrechamente que su pecho, al subir y bajar, rozaba contra sus paredes. Y alrededor, por todas partes, el olor de la tierra.

No era la tumba de un noble, sino un ataúd común.

Gritó hasta que su garganta no pudo más, se debatió y revolcó todo lo que el poco espacio con que contaba le permitía y trató de destrozar la madera. Aunque logró abrir una o dos grutas en la caja, el peso de la tierra era excesivo.

Se detuvo entonces, advirtiendo que destruir el ataúd y ser enterrado por la tierra sería infinitamente peor. En ese momento comenzó a sentir el hambre. Más tarde, nunca pudo decir cuanto tiempo había pasado allí tendido, paralizado por el terror, con una frenética necesidad prendida de sus tripas, pero lo cierto es que su cordura pendía de un hilo cuando por fin escuchó el sonido de la pala mordiendo la tierra sobre su tumba.

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—¿Sabes? —dijo, mientras se restregaba el rostro con una mano. En sus palabras palpitaba todavía el eco de un tenue terror—, hay una buena razón para que la mayoría de los vampiros provengan de la nobleza; una cripta es algo mucho más fácil de soportar. Me habían enterrado con todas las de la ley y le llevó a Christina tres días encontrarme y sacarme de allí —todavía ahora, cuatrocientos años más tarde, había veces en que al despertar volvía a encontrarse allí. Solo. En la oscuridad. Enfrentando la eternidad.

—Así que tu padre… —Vicki se detuvo. Le costaba continuar la frase—, Enrique VIII, ¿sospechaba?

Henry rio, pero en su tono no había ni una sombra de humor.

—Oh, más que eso. Más tarde me enteré de que había ordenado que me atravesasen el corazón con una estaca, que me decapitasen, llenasen mi boca con ajo y me cosiesen los labios y que mi cabeza fuera enterrada por separado. Gracias a Dios, Norfolk fue un verdadero amigo hasta el final.

—¿Volviste a verlo?

—Un par de veces. Para mi sorpresa, comprendió lo ocurrido mejor de lo que yo había esperado.

—¿Qué pasó con Christina?

—Ella fue mi guía a través del frenesí que sucede al cambio. Fue mi guardián durante el año que pasé durmiendo mientras mi cuerpo se adaptaba a mi nueva condición. Me enseñó a alimentarme sin matar. Y entonces se marchó.

—¿Se marchó? —las cejas de Vicki se levantaron hasta alcanzar casi la línea de sus cabellos—. Después de todo aquello, ¿se marchó?

Henry se volvió de nuevo para contemplar las luces de la ciudad. Ella podría estar allá fuera. Nunca lo sabría. Ni tampoco, tuvo que admitir con cierta tristeza, le importaba.

—Cuando el lazo entre el progenitor y su vástago desaparece, preferimos cazar solos. Nuestros más estrechos vínculos se forman cuando nos alimentamos y no podemos alimentarnos los unos de los otros —apoyó la mano contra el cristal—. El lazo emocional, el amor, si quieres llamarlo así, lo que nos lleva a ofrecer nuestra sangre a un mortal, nunca sobrevive al cambio.

—Pero seguiríais pudiendo…

—Sí, pero no es lo mismo —arrojó lejos de sí la melancolía y la miró de nuevo—. Eso también está estrechamente ligado a la alimentación.

—Oh. Entonces las historias sobre los vampiros… eh…

—¿Habilidad? —Henry le obsequió una sonrisa—. Sí, claro. Pero ten en cuenta que contamos con mucho tiempo para practicar.

Vicki sintió que su rostro se acaloraba y tuvo que desviar la mirada. Cuatrocientos cincuenta años de práctica

Involuntariamente, apretó los dientes y el brusco acceso de dolor que el gesto provocó fue una distracción bienvenida. Esta noche no. Tengo dolor de cabeza. Cerró el libro sobre su regazo y lo dejó cuidadosamente a un lado. Consultó su reloj. 4:43. Había oído algunas confesiones interesantes, pero esta… Existía la opción, claro está, de no creer una sola palabra de lo que acababa de oír. Abandonar el apartamento y aquel caso certificado de manicomio y llamar a la gente de las batas blancas para que se ocuparan de encerrar al señor Fitzroy, hijo bastardo de Enrique VIII, etcétera, en el lugar que le correspondía. El problema era que ella le creía, y tratar de convencerse de lo contrario era como tratar de convencerse de una mentira.

—¿Por qué me has contado todo esto? —preguntó al fin.

Henry se encogió de hombros.

—Tal como lo veo yo, tenía dos opciones. Podía confiar en ti o matarte. Si confiaba en ti —abrió las manos— y luego descubría que había sido un error, siempre podría matarte antes de que tuvieras tiempo de hacerme ningún daño.

—Espera un minuto —dijo ella, ofendida—. ¡No soy tan fácil de matar! —él se encontraba de pie junto a la ventana; tres, tal vez cuatro metros más allá. Menos de un latido después se sentaba en el sillón, a su lado, y tenía las manos sobre su cuello. Ella no hubiera podido detenerlo. Ni siquiera le había visto moverse—. Oh —dijo.

Él apartó las manos y continuó como si no hubiera sido interrumpido.

—Pero si te hubiera matado primero, bien, hubiera sido… eso. Pero creo que podemos ayudarnos mutuamente.

—¿Cómo? —tan de cerca, su presencia resultaba un poco abrumadora y ella tenía que combatir el impulso de apartarse… o acercarse. Cuatrocientos cincuenta años para desarrollar una poderosa personalidad, pensó, apartando la mirada hacia la tapicería de terciopelo blanco.

—El demonio caza de noche. Al igual que yo. Pero aquel que lo convoca es un mortal y debe vivir su vida durante el día.

—¿Estás sugiriendo que nos asociemos?

—Hasta que el demonio sea capturado, sí.

Ella acarició el terciopelo de adelante atrás, de adelante atrás y entonces volvió a levantar la mirada hacia él. Miró sus ojos. Almendra claro. Tenía razón.

—¿Por qué te importa?

—¿Lo del demonio? —Henry se levantó y caminó hasta la ventana—. No me preocupa. No específicamente, pero los periódicos están acusando de los asesinatos a los vampiros, y eso nos pone a todos en peligro —allá abajo, los faros de un solitario coche atravesaron la calle Jarvis—. Hasta hace muy poco, yo mismo pensé que se trataba de uno de nuestra especie; un recién nacido, abandonado, sin instruir.

—¿Abandonado? ¿Con qué propósito? ¿Para que aprendiera a valerse por sí mismo?

—Quizá. Puede que el progenitor no supiera siquiera que existía.

—Creí que habías dicho que tenía que existir un vínculo emocional.

—No. Lo que he dicho es que el vínculo no sobrevivía al cambio. Los de mi raza pueden crear descendientes por razones tan malas y estúpidas como la vuestra. Técnicamente, todo lo que hace falta es que el vampiro se alimente con mucha fuerza y que el mortal se alimente después de él.

—¿Alimentarse de un vampiro? ¿Cómo demonios podría ocurrir tal cosa?

Él se volvió para mirarla.

—Supongo —dijo secamente—, que no muerdes.

Las mejillas de Vicki ardieron y se apresuró a cambiar de tema.

—¿Estabas buscando al niño?

—¿Esta noche? —Henry sacudió la cabeza—. Esta noche ya sabía lo que ocurría y estaba buscando al demonio —caminó hasta el sofá, se inclinó sobre ella, apoyando las manos sobre el taraceado de los brazos—. Cuando concluyan las muertes, lo harán también los rumores y los vampiros volverán al lugar que les corresponde: el mito y la memoria racial. Nos gusta que sea así. De hecho, nos esforzamos para que sea así. Si los periódicos convencen a los lectores de que somos reales, podrían encontrarnos. Nuestros hábitos son bien conocidos —encontró la mirada de ella, la sostuvo y mostró los dientes por un instante breve—. Por mi parte, no tengo la menor intención de acabar sacrificado por causa de algo que no he hecho.

La liberó. Ella ni siquiera se permitió bromear. No podría haber apartado la mirada aunque hubiera querido. Devolvió todas sus cosas a su bolso y se levantó. Aunque se encontraba frente a él, prefirió concentrar su mirada en un lugar indeterminado sobre su hombro derecho.

—Tengo que pensar sobre todo esto —mantuvo su tono de voz tan neutro como le fue posible—. Lo que me has contado… vaya, tengo que pensar sobre ello.

Poco convincente, pero era lo mejor que podía hacer. Henry asintió.

—¿Puedo irme, entonces?

—Puedes irte.

Ella asintió a su vez y se dirigió hacia la puerta mientras extraía los guantes de sus bolsillos.

—Victoria.

Vicki nunca había creído que lo nombres contuvieran poder, ni que el pronunciarlos otorgara ese poder a otros, pero no pudo evitar volverse lentamente.

—Gracias por no sugerir que le contara todo esto a la Policía.

Ella bufó.

—¿La Policía? ¿Acaso parezco idiota?

—No. No lo pareces.

Ha tenido muchísimo tiempo para perfeccionar esa sonrisa, se recordó ella, mientras trataba de calmar el repentino y errático tumulto de su corazón. Se volvió hacia la puerta, tropezó, logró abrirla y salió lo más dignamente que pudo de la habitación. Se detuvo un instante para recobrar el aliento a pesar de su cercanía. Vampiros. Demonios. No te preparan para esta clase de mierda en la academia de la Policía