ese a que el Departamento de Policía rehúsa hacer declaraciones en el momento actual, la Oficina del Juez ha confirmado que la sangre del cuerpo de Mark Thompson, la quinta víctima, había sido también drenada por completo. Un vecino del área de Don Mills Road y St. Denis Drive, que desea permanecer en el anonimato, jura que vio pasar a un gigantesco murciélago gigante junto a su balcón poco antes de que el cadáver fuera encontrado.
—Jesús. —Vicki arrugó el periódico hasta convertirlo en una apretada masa y lo arrojó a la pared del otro extremo—. ¡Murciélagos gigantes! No me sorprende que quiera permanecer en el anonimato. ¡Mierda!
La repentina y estridente llamada del teléfono la hizo saltar casi diez centímetros sobre su silla. Frunciendo el ceño, se dirigió hacia él con enfado, pero en el último momento recordó que podía tratarse de una llamada de negocios y se obligó a calmarse. Un «¡Qué!» exclamado con enfado no era lo más adecuado para causar buena impresión a los clientes potenciales.
—Investigaciones Privadas, Nelson al habla.
—¿Ha visto los periódicos de esta mañana?
Era una voz joven, femenina y Vicki no identificaba a su propietaria.
—¿Quién es, por favor?
—Soy yo, Coreen Fergus. ¿Ha leído los periódicos de esta mañana?
—Sí, Coreen, sí, pero…
—Bien. Eso lo prueba, ¿no?
—¿Qué prueba el qué? —colocando el teléfono bajo su barbilla, Vicki se acercó a coger su café. Comenzaba a pensar que iba a necesitarlo.
—Lo del vampiro. Había un testigo. ¡Alguien lo vio! —la voz de Coreen había adoptado un tono triunfante.
Vicki respiró profundamente.
—Un murciélago gigante podría ser cualquier cosa, Coreen. Una bolsa de basura que hubiese salido volando, la sombra de un avión, la colada cayéndose desde un balcón…
—Y también podría ser un murciélago gigante. Va a hablar con esa persona, ese testigo, ¿verdad?
En realidad no era una pregunta, y a pesar de que Vicki había tratado deliberadamente de no pensar en la perspectiva de intentar encontrar a un testigo anónimo en medio de los innumerables edificios de apartamentos existentes en los alrededores de St. Denis Drive, lo cierto era que el hablar con «esa persona» era el siguiente paso lógico. Así se lo aseguró a Coreen, prometiéndole que la llamaría en cuanto supiera algo y colgó.
—Va a ser como encontrar una aguja en un pajar —pero era necesario. Un testigo podría abrir el caso por completo.
Se terminó el café y consultó su reloj. Había algo que deseaba comprobar antes de poner un pie en la calle. 8:43. Por poco, pero Brandon debería de estar todavía en su despacho.
Lo estaba.
Después de intercambiar los respectivos saludos —superficiales al menos en uno de los dos casos—, Vicki se refirió a su razón para llamar:
—… y los dos sabemos que habéis encontrado cosas que no dicen los periódicos.
—Muy cierto, Victoria —el juez ni siquiera pretendió que no comprendía lo que ella estaba sugiriendo—. Pero tú sabes, asimismo, que no puedo contarte esas cosas. Ya no eres miembro de la Policía.
—Pero he sido contratada para trabajar en el caso —le refirió rápidamente los detalles pertinentes de la visita de Coreen, omitiendo tan sólo las creencias particulares de la chica sobre la naturaleza sobrenatural del asesino y su última llamada.
—Has sido contratada como ciudadana privada, Victoria y eso no te da más derecho a recibir información clasificada que a cualquier otro ciudadano privado.
Vicki ahogó un suspiro mientras consideraba la mejor manera de acometer la situación. Cuando Brandon Singh no estaba dispuesto a hablar de algo, lo decía directamente y sin excusas. Y entonces colgaba. Si permanecía al aparato y parecía dispuesto a hablar, es que era posible convencerlo.
—Mira, Brandon. Conoces mi historial. Sabes que tengo tantas posibilidades de resolver el caso como cualquier otro de esta ciudad. Y sabes que lo quieres resuelto. Tendré más posibilidades si cuento con toda la información disponible.
—Concedido. Pero por alguna razón esto me huele a vigilancia ciudadana.
—¿Vigilancia ciudadana? Confía en mí, Brandon. No me voy a poner ningún traje extraño ni voy a salir a las calles para hacer que la ciudad resulte segura para la gente decente —dibujó un símbolo en forma de murciélago en su cuaderno de notas y entonces arrancó rápidamente la hoja, la arrugó y la arrojó lejos de sí. En las actuales circunstancias, los murciélagos no eran un motivo particularmente adecuado—. Todo lo que voy a hacer es investigar. Te prometo que transmitiré todo lo que descubra al departamento de Crímenes Violentos.
—Te creo, Victoria —se detuvo. Vicki, consumida de impaciencia, rompió el silencio.
—¿Vas a decirme que con un asesino como este suelto, la ciudad puede permitirse el lujo de no contar conmigo, aunque sea en una posición auxiliar?
—Tienes buena opinión de ti misma, ¿eh?
Ella pudo notar la sonrisa en sus palabras y supo que lo tenía. Al doctor Brandon Singh le gustaba contar con todos los recursos disponibles, y aunque personalmente hubiera preferido una aproximación al caso menos intuitiva de la que ella solía utilizar, tenía que reconocer que Vicki «Victoria» Nelson representaba de hecho un recurso muy valioso. Y en cuanto a lo de tener buena opinión de sí misma, no le faltaban razones.
—Muy bien —dijo al fin. Su tono resultaba aún más ampuloso que de costumbre, como si pretendiese compensar su anterior lapso—. Pero no hay demasiada información que no se haya entregado a los periódicos y, francamente, no sé que podrás sacar de ella —respiró hondo e incluso el ruido ambiental de la línea telefónica pareció guardar silencio para escucharlo—. Encontramos en todas las heridas, salvo la primera, una sustancia muy semejante a la saliva…
—¿Muy semejante a la saliva? —le interrumpió Vicki—. ¿Cómo podría ser algo muy semejante a la saliva?
—Suena imposible. Pero es así. Y lo que es más, a todos los cadáveres, incluso al del joven Reddick, les faltaba la parte delantera de la garganta.
—Eso ya lo había descubierto.
—No lo dudo —por un momento, Vicki temió que sus interrupciones lo hubieran ofendido, pero él continuó—. Aparte de esto, la única información que no se entregó a la prensa está relacionada con el tercer cuerpo… el tercer hombre, DeVerne Jones.
Cuando lo encontramos, aferraba en su mano un pedazo de una delgada membrana.
—¿Membrana?
—Sí.
—¿Cómo la del ala de un murciélago?
—Notablemente similar, sí.
Ahora le tocó a Vicki el turno de respirar profundamente. Algo muy semejante a saliva y un ala de murciélago…
—Entiendo por qué no se lo contasteis a los periódicos.
Celluci colgó el teléfono y cogió el periódico. No sabía si la disculpa había resultado más fácil porque la había ofrecido por teléfono o más dura porque había tenido que hablar con el condenado contestador. No importaba. Lo había hecho y el siguiente movimiento le correspondía a ella.
Un segundo más tarde, Dave Graham apenas tuvo tiempo de apartar su café de la línea de fuego antes de que su compañero arrojase el periódico contra la mesa.
—¿Pero tú has visto este montón de mierda? —preguntó airado.
—¿Lo del, eh… murciélago gigante?
—¡Qué se joda el murciélago! Estos cabrones encuentran un testigo y no se les ocurre comunicárnoslo.
—Pero íbamos a ir a St. Denis esta mañana…
—Sí. —Celluci agarró su chaqueta y lanzó una mirada feroz a Dave para indicarle que se levantara—, pero primero vamos a hacer una visita al periódico. Un testigo podría darle otra perspectiva al caso, y no pienso desperdiciar mi tiempo buscándolo si ellos tienen un nombre.
—El nombre de alguien que ve murciélagos gigantes —musitó Dave. Pero cogió su propio abrigo y siguió a su compañero fuera de la sala—. ¿De verdad crees que podría tratarse de un vampiro? —preguntó al alcanzarlo.
Celluci ni siquiera se inmutó.
—No empieces —gruñó.
—¿Quién es?
—La Policía, señor Bowan. Queremos hablar con usted.
Celluci sostuvo su placa a la altura de la mirilla y esperó. Después de un largo instante escuchó el sonido de una cadena al descorrerse y de dos —no, tres— cerraduras al ser abiertas. Retrocedió un paso para colocarse junto a su compañero mientras la puerta se abría con lentitud.
El anciano los observó con sus ojos legañosos.
—¿Es usted el detective Mike Celluci?
—Sí, pero… —la vista del hombre no podía ser tan buena como para leer su nombre en la placa de identificación.
—Ella dijo que probablemente aparecería esta mañana —abrió la puerta un poco más y se apartó para dejarlos pasar—. Pasen, pasen.
Los dos detectives intercambiaron miradas de asombro mientras entraban en el diminuto apartamento. Cuando el anciano volvió a echar los cerrojos, Celluci miró a su alrededor. Una pared, las ventanas y la puerta del balcón habían sido cubiertas con pesadas mantas y todas las luces estaban encendidas. Había una Biblia sobre una mesita de café, y junto a ella un vaso de cristal que olía a whisky. Lo que quiera que el hombre hubiera visto, le había hecho levantar las barricadas y buscar refugio espiritual.
Cuidadosamente, Dave se sentó en una mecedora.
—¿Quién le dijo que vendríamos esta mañana, señor Bowan?
—La joven señorita que acaba de marcharse. De hecho, me sorprende que no se hayan cruzado con ella en el aparcamiento. Una chica verdaderamente agradable, muy simpática.
—Y esa chica verdaderamente agradable y muy simpática, ¿tenía un nombre? —susurró Celluci con los dientes apretados.
El anciano lanzó una risa sofocada.
—Ella dijo que usted reaccionaría de esa manera —sacudiendo la cabeza, recogió una tarjeta de visita de la mesa de su cocina y la puso en la mano de Celluci.
Mirando por encima del hombro de su compañero, Dave tuvo apenas tiempo de leer lo que decía antes de que Celluci cerrara la mano.
—¿Qué más dijo la señorita Nelson?
—Oh, parecía realmente interesada en que yo colaborase al máximo con ustedes, caballeros. Me pidió que les contara todo cuanto le había dicho a ella. Naturalmente, no pretendía hacer otra cosa, aunque no sé lo que la Policía puede hacer en este caso. Más bien parece cosa para un exorcista o un sacer… —un bostezo que amenazaba con cortar su cara por la mitad interrumpió el fluido de las palabras—. Tendrán que perdonarme, pero es que la pasada noche no pude dormir demasiado. ¿Puedo ofrecerles una taza de té? La tetera todavía está caliente —los dos hombres rehusaron y el anciano, encogiéndose de hombros, se sentó en un sillón muy usado y los miró, expectante—. ¿Van a hacerme preguntas o prefieren que comience desde el principio y se lo cuente con mis propias palabras?
«Comience desde el principio y cuéntenoslo con sus propias palabras». Celluci había escuchado a Vicki dar esta misma instrucción un millar de veces y le parecía que ahora mismo estaba escuchando el eco de su voz. Su enfado se había convertido en un reticente aprecio de la habilidad de Vicki con los testigos. Al margen del humor con el que se lo hubiese encontrado, lo cierto era que había dejado al señor Bowan bien dispuesto para su visita.
—Use sus propias palabras. Si hace falta, le haremos alguna pregunta.
—Muy bien —el señor Bowan se frotó las manos. Obviamente, y a pesar del miedo que había soportado la noche anterior, disfrutaba de la posibilidad de contar con una segunda audiencia en una sola mañana—. Fue justo después de la medianoche. Lo sé porque siempre apago la televisión a esa hora. Bien, me disponía a meterme en la cama, así que apagué las luces. Entonces pensé que sería mejor que me asomase antes al balcón para echar un vistazo alrededor del edificio, por si las moscas. Algunas veces —les confió, inclinándose hacia delante— los chicos andan haciendo el tonto entre aquellos arbustos.
Mientras Dave asentía, Celluci tuvo que ocultar una sonrisa. Sin duda, el señor Bowan pasaba mucho tiempo en su balcón, vigilando el vecindario… y a los vecinos. Los binoculares que descansaban en el suelo, junto al sillón, eran testigos mudos de ello.
—La noche anterior, acababa de salir al balcón cuando se dio cuenta de que algo andaba mal.
—Fue el olor. Como a huevos podridos, sólo que peor. Y entonces estaba allí, tan grande como la vida y dos veces más feo, y tan cerca que hubiese podido alargar la mano y tocarlo… si estuviera tan senil como mi yerno cree. Sus alas extendidas medían casi tres metros —hizo una pausa para provocar un efecto dramático—. El murciélago gigante. Nosferatu. El vampiro. Encuentren su cripta y habrán encontrado a su asesino.
—¿Puede describir a la criatura?
—Si lo que me pregunta es si puedo hacerle un retrato robot, la verdad es que no puedo. Le diré la verdad, era tan condenadamente rápido que apenas vi otra cosa que su silueta. Pero lo que si puedo decirle es que —su voz se hizo más seria y asomó a ella una nota de terror— esa cosa tenía unos ojos como jamás he visto en ninguna otra criatura viviente, y le pido a Dios no volver a verlos jamás. Eran amarillos y fríos, y supe en aquel momento que si me miraban yo no duraría mucho tiempo. Era el mal, caballeros, el mal puro. No la clase de mal diluido del que es presa la humanidad, sino el frío mal que viene directamente del propio Satanás. Soy un hombre viejo y la muerte y yo nos hemos hechos muy amigos durante los últimos años; no le tengo mucho miedo a nada, pero aquello… aquello me aterró hasta el tuétano de los huesos —dio un largo trago y examinó los rostros de ambos policías—. Pueden creerme o no. El tipo del periódico no me creyó cuando bajé a ver cuál era la causa de las sirenas. Pero sé lo que vi y sé lo que sentí.
Celluci deseaba compartir la opinión del periodista, quien había descrito al señor Bowan como una vieja y entretenida cotorra, pero al mismo tiempo, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, le resultaba imposible rechazar por completo lo que el anciano había visto. Y lo que el anciano había sentido.
Había algo en su voz o en su expresión que hacía que a Celluci se le erizase el vello de la nuca y, pese a que su intelecto rechazaba lo que estaba pensando, el instinto se agitaba al borde de la creencia.
Deseó poder hablar de ello con Vicki. Pero no le daría esa satisfacción.
—Dios, odio estas malditas máquinas —el exagerado suspiro que siguió a sus palabras quedó grabado en su enfadada totalidad—. Está bien. Yo hubiera reaccionado de la misma manera. Probablemente hubiera sido también un imbécil. Así que yo tengo razón, tú tienes razón, todos tenemos razón… ¿qué tal si volvemos a intentarlo? —la cinta zumbó por unos momentos mientras se escuchaban solamente los sonidos de fondo: el rumor de dos voces graves discutiendo, el ritmo acompasado de una vieja máquina de escribir manual y el sonido constante de las llamadas telefónicas. Entonces la voz de Celluci regresó, mostrando sólo la dureza suficiente como para que se entendiera lo que quería decir—. Y deja de sacarle a mi compañero información clasificada. Aunque no creo que sepas lo que eso significa, es un buen hombre y tú le provocas palpitaciones.
Colgó sin despedirse.
Vicki sonrió a su contestador. Mike Celluci no era mucho mejor que ella para las disculpas. Aquello era lo que él entendía por amabilidad extrema. Y obviamente había ocurrido antes de que hablara con el señor Bowan y descubriera que ella había estado allí primero. Cualquier mensaje que hubiera dejado después habría tenido un tono realmente diferente.
Sorprendentemente, descubrir el nombre de la fuente anónima que citaba la prensa sensacionalista había resultado muy fácil. La primera persona del barrio con la que había hablado, había sonreído y dicho: «usted busca al viejo Bowan. Si alguien ve algo por aquí es él. Nunca se ocupa de sus propios y jodidos asuntos». Entonces había meneado la cabeza en dirección al número 25 de St. Denis con la suficiente fuerza como para arrojar la cabellera sobre sus ojos.
En cuanto a lo que el señor Bowan había visto… por mucho que le costase admitirlo, comenzaba a pensar que quizá Coreen no se encontrase tan desencaminada como podía creerse a primera vista.
Se preguntó si debería llamar a Celluci. Podrían compartir sus impresiones sobre el señor Bowan y lo que había presenciado.
No —sacudió la cabeza—. Era mejor darle tiempo para que se calmase. Extendió el detallado mapa de Toronto que acababa de comprar sobre la mesa de su cocina y decidió que lo llamaría más tarde. Por el momento, tenía trabajo que hacer.
Era fácil olvidar lo grande que era Toronto. A medida que crecía había ido devorando pueblos más pequeños, y no daba muestras de ir a detenerse. El centro metropolitano, la imagen de la ciudad que todo el mundo tenía, era una parte muy pequeña del todo.
Trazó un círculo rojo alrededor de la estación de metro de Eglinton West, un segundo alrededor de la localización aproximada del edificio Sigman en St. Clair West y un tercero alrededor de la obra de la avenida Symington, donde DeVerne Jones había muerto. Entonces, frunciendo el ceño, los unió con una línea. Pese a que podía haber pequeñas inexactitudes en la posición de los círculos segundo y tercero, la línea los atravesaba a todos, cortando la ciudad de sudoeste a noreste.
Las dos últimas muertes, por el contrario, no seguían el mismo patrón que las tres primeras, sino que parecían estar comenzando una línea nueva.
Y había más.
—Nadie puede ser tan estúpido —murmuró Vicki mientras buscaba una regla en su escritorio.
Las primeras dos muertes se encontraban separadas aproximadamente por la misma distancia que la cuarta y la quinta. No con exactitud matemática pero sí lo suficiente como para que no pudiera deberse a una mera coincidencia.
—Nadie puede ser tan estúpido —volvió a decir, golpeándose la palma de la mano con la regla. La segunda línea corría de noroeste a sudeste, entre Woodbine y Mortimer. Vicki estaba dispuesta a apostar cualquier cosa a que en algún momento entre aquella noche y el amanecer aparecería un tercer cuerpo para poner fin a la línea.
Un poco al oeste de la universidad de York, las líneas se cruzaban.
—La X marca el lugar. —Vicki se colocó las gafas en su lugar, frunció el ceño y volvió a colocarlas. Era demasiado fácil. Tenía que haber un truco.
—Bien. Veamos… —dejando la regla sobre el mapa, comenzó a enumerar con los dedos—. Primera posibilidad: el asesino quiere ser encontrado. Segunda posibilidad: el asesino es tan capaz como yo de trazar líneas sobre un mapa, ha establecido un patrón sin ningún significado y ahora mismo está sentado en Scarborough retorciéndose de la risa por el idiota de policía que ha caído en la trampa —por lo que a este ejercicio se refería, ella y la policía eran esencialmente lo mismo—. Tercera posibilidad —se quedó mirando fijamente al dedo extendido como si este contuviese la respuesta—: estamos cazando a un vampiro mientras este caza a su vez, y quién coño sabe cómo piensa un vampiro.
Celluci era tan capaz como ella de trazar líneas sobre un mapa, pero a pesar de ello se dirigió al teléfono. A veces, lo obvio se le escapaba. Para su sorpresa, se encontraba en la comisaría. Su reacción, en cambio, no tuvo nada de sorprendente.
—Vicki, vete a tomar por el culo.
—Así que, ¿puedo suponer que el policía más grande de Toronto se encontrará esta noche en Mortimer y Woodbine?
—Puedes suponer lo que quieras. Nunca he sido capaz de evitarlo, pero si piensas que tú y tu pequeño equipo de detective de Nancy Drew vais a estar allí o en las cercanías, será mejor que te lo pienses dos veces.
—¿Qué me vas a hacer? —¿cómo se atrevía a darle órdenes?—. ¿Arrestarme?
—Sí, si tengo que hacerlo —su tono decía exactamente lo mismo que sus palabras—. Ya no perteneces al Cuerpo, eres virtualmente ciega de noche y lo más probable es que acabes siendo el cadáver y no la heroína.
—¡No necesito una niñera, Celluci!
—¡Entonces no actúes como una niña y quédate en casa!
Ambos colgaron prácticamente al mismo tiempo. Él sabía que ella estaría allí y ella sabía que él lo sabía. Más aún, ella no tenía la menor duda de que si él llegaba a encontrarla la haría arrestar bajo falsos cargos para mantenerla a salvo. De hecho, sería más que probable que la encerrase ahora mismo si creyera que podía dar con ella.
Él estaba en lo cierto. De noche era virtualmente ciega.
Pero la Policía buscaba a un hombre y ella había dejado de creer que un simple hombre fuera el responsable de las muertes. Ciega o no, su presencia allí podía ser el factor que equilibrase las cosas.
Ahora bien, ¿qué hacer hasta la caída de la noche? Quizá fuera el momento de hacer un poco de labor detectivesca y averiguar lo que se decía en las calles.
—Eh, Victoria, cuánto tiempo sin verte.
—Sí. Por lo menos han pasado un par de meses. ¿Cómo te va, Tony?
Tony encogió sus delgados hombros bajo la chaqueta vaquera.
—No va mal.
—¿Estás limpio?
Él la miró de soslayo. Sus ojos eran de un color azul pálido.
—Oí que ya no eras una poli. No tengo por qué decirte nada.
—Cierto. No tienes por qué.
Caminaron en silencio durante algún tiempo, abriéndose camino entre la multitud que fluía arriba y debajo de la calle Yonge. Cuando se detuvieron en el semáforo de Wellesley, Tony suspiró.
—Vale. Estoy limpio. ¿Estás contenta? ¿Quieres pirarte y dejarme solo?
Ella sonrió.
—¿Es siempre así de fácil?
—No. Contigo no. Escucha —señaló al restaurante de la esquina, un poco menos cochambroso que el resto de sus competidores—. Ya que me vas a hacer perder el tiempo, podrías comprarme algo de comida.
Ella le compró la comida pero no la cerveza que le pedía, y le preguntó acerca de lo que se oía en las calles.
—¿Sobre qué? —preguntó, mientras se llenaba la boca de puré de patatas—. ¿Sexo? ¿Drogas? ¿Rock’n Roll?
—Sobre cosas que cazan de noche.
Él levantó el brazo a la manera clásica de las películas de la Hammer.
—Ah, el vampiro.
Vicki tomó un sorbo de té tibio y esperó mientras se preguntaba cómo podía haber sobrevivido tanto años en el Cuerpo bebiendo ese brebaje. Tony había sido su mejor par de ojos y oídos en las calles. No era un chivato, en realidad, sino más bien un barómetro que la informaba sobre estados de ánimo y sentimientos; aunque nunca mencionaba hechos concretos, a menudo la encaminaba en la dirección adecuada. Ahora tenía diecinueve años. La primera vez que se encontraron no pasaba de los quince.
—En la calle se dice —extendió metódicamente un pedazo de mantequilla sobre el último de los panecillos— que los periódicos han acertado, por una vez.
—¿Un vampiro?
Él la escudriñó a través de la fina línea de sus párpados.
—El asesino no es humano. Esto es lo que la calle dice. Chupa sangre, ¿no? Vampiro es un buen nombre para él. La Policía no lo cogerá porque andan buscando a un tío —sonrió—. De todas formas, los polis de esta ciudad no valen una mierda. No es como antes.
—Vaya. Muchas gracias —le observó mientras dejaba el plato completamente limpio—. Tony, ¿crees en vampiros?
Él extrajo un pequeño crucifijo de debajo de su camiseta.
—Creo en permanecer con vida.
Ya en el exterior del restaurante, mientras se levantaba el cuello del abrigo para protegerse contra el viento, le preguntó si necesitaba dinero. No podía sacarlo de las calles. Él no hubiera aceptado su ayuda. Así que le daba lo que podía si él estaba dispuesto a cogerlo. Celluci lo llamaba dinero-de-la-culpa-de-la-clase-media. Aunque admitía que probablemente tenía razón, Vicki prefería ignorarlo.
—No. —Tony se apartó un mechón de cabello castaño de la cara—. Ando bien de crédito.
—¿Te estás prostituyendo?
—¿Por qué lo preguntas? Ya no puedes arrestarme, ¿quieres contratar mis servicios?
—Quiero darte un tortazo. ¿No te has enterado de que hay una epidemia?
Él brincó para colocarse fuera de su alcance.
—Hey, tomo mis precauciones. Como ya he dicho —y sólo por un instante pareció mucho mayor de lo que era—, creo en mantenerme con vida.
—Vicki, no me importa lo que tu yonqui gurú pueda decirte y mucho menos lo que «dice la calle»; no existen los vampiros y tú estás perdiendo la cabeza.
Vicki apartó el teléfono de su oreja antes de que Celluci colgara con violencia. Sacudiendo la cabeza, colgó con bastante más tranquilidad. De acuerdo, le había avisado. Lo había hecho a pesar de lo que le decía el sentido común y a pesar de saber perfectamente cuál sería su reacción. Independientemente de lo que ocurriese aquella noche, su conciencia estaría tranquila.
—Y no es que yo crea en vampiros —explicó al vacío apartamento mientras se levantaba del reclinatorio—. Yo creo en mantener la mente abierta —y, añadió en silencio, con tristeza, pensando en Tony y su crucifijo, también creo en mantenerme con vida. Detrás de la silla había una bolsa llena con cosas que acababa de comprar.
A las 11:48 Vicki bajó del autobús de Woodbine en Mortimer. Durante algunos momentos, se apoyó contra el cristal de la pequeña tienda de accesorios para el jardín que había en la esquina, dándose tiempo para acostumbrarse a la oscuridad. Allí, bajo la farola, su visión era todavía funcional. Unos pocos metros más adelante, en el punto en el que dos luces, al solaparse, formaban una especie de crepúsculo con dos sombras, no estaba tan segura de poder confiar en ella. En la calle principal sería aún peor. Extrajo la linterna del fondo de su bolso y la preparó, por si acaso.
Lejos, más allá de una marejada de sombras, vio una señal de tráfico y decidió cruzar la calle. No es que hubiera una razón para ello. La criatura podía aparecer con la misma facilidad en el lado oeste de Woodbine o en el este, pero algo había que hacer. Moverse era siempre preferible a quedarse parado.
La Lechería de Terry, en el extremo norte de Mortimer, parecía estar abierta —al menos era el único edificio de la vecindad que tenía las luces encendidas—, así que se dirigió hacia él.
Puedo hacer algunas preguntas. Comprar una bolsa de patatas fritas. Averiguar… ¡MIERDA! Había dos agentes de Homicidios en la tienda, hablando con un robusto adolescente que seguramente no era el propietario. Bajó, con los ojos confusos por el repentino brillo de los fluorescentes, las seis escaleras mucho más rápidamente de lo que había ascendido. En el aparcamiento de Brewers Retail, al sur de Mortimer, descubrió el coche sin identificaciones de los agentes —pídele al gobierno que ilumine un metro cuadrado de asfalto en medianoche— y se encaminó en la dirección opuesta. No era que esperase que la criatura fuera a hacer su aparición en Woodbine; la calle estaba demasiado bien iluminada, demasiado concurrida, y existían demasiadas posibilidades de que apareciera un testigo. No, apostaría su dinero a que sería en una de las tranquilas calles residenciales que se escondían detrás.
En Holborne, sin que existiera una razón particular para ello, giró a la derecha. Las luces de las farolas estaban bastante distantes entre sí y tuvo que apresurarse al pasar entre una de las islas de luz y la siguiente, confiando en que la burocracia y la planificación municipal no le hubiesen quitado la calle de debajo de los pies. En un momento dado tropezó con un montón de tierra, su bolso se le escurrió del hombro y chocó contra sus rodillas. El haz de su linterna revoloteó sobre una pequeña obra en la que se estaba levantando una diminuta casa en lo que una vez debió de ser un patio trasero. La criatura ya había matado en circunstancias similares, pero de alguna manera Vicki sabía que no volvería a hacerlo. Siguió caminando.
El repentino aullido de una sirena hizo que el corazón se le subiera a la garganta y giró sobre sus talones, apuntando con la linterna como si fuese un arma. Allá en la esquina, un camión de bomberos abandonaba rugiendo la estación y, con un chirrido de las ruedas, giraba para coger Woodbine en dirección norte.
—Nervios a flor de piel, ¿eh, Vicki? —murmuró, mientras respiraba profundamente para calmarse. El palpitar de la sangre resonaba en sus oídos con tal fuerza que casi creía que provocaría eco, y el sudor hacía que se le pegasen los guantes a las manos. Ligeramente conmocionada todavía, reanudó su camino hacia la siguiente farola y se apoyó contra ella.
La luz que derramaba casi llegaba hasta la casa. Al menos era la suficiente como para poder ver el edificio. El poco césped que alcanzaba a vislumbrar parecía bien cuidado —a pesar del barro primaveral— y, encaramados a una valla, unos rosales, podados para sobrevivir al invierno, aguardaban la llegada de la primavera. Era un barrio de clase trabajadora, lo sabía, y dada la presencia del césped, Vicki estaba dispuesta a apostar a que la mayoría de las familias que vivían allí eran de origen italiano o portugués, puesto que ambas culturas tenían un gran amor por los jardines. Si efectivamente lo eran, la mayoría de las casas estaría decorada con imágenes pintadas de santos, la Virgen o el propio Cristo.
Vicki se preguntó cuánta protección podrían ofrecer las imágenes cuando apareciese el asesino.
Calle arriba, dos círculos de luz revelaban la presencia de un coche que se movía con lentitud. A Vicki se le antojaban los ojos de una gran bestia, porque la oscuridad escondía la forma a la que pertenecían y los faros eran todo lo que alcanzaba a vislumbrar. Pero a pesar de ello, no necesitaba ver más para identificar a un coche de policía. Sólo un policía de patrulla conduciría a aquella velocidad precisa y constante. Ella misma lo había hecho demasiadas veces como para equivocarse ahora. Combatió el impulso de apartarse y esconderse, se volvió y se dirigió con paso confiado hacia la casa, registrando su bolso en busca de un inexistente juego de llaves.
El coche pasó a su lado.
Vicki volvió a la calle. Sabía que su suerte no podía durar demasiado. Celluci debía de haber saturado la zona con sus hombres. Más pronto o más tarde se encontraría con alguien a quien conocía —probablemente el propio Celluci—, y no le ilusionaba la perspectiva de tener que explicar qué estaba haciendo en medio de una caza del hombre policial.
Continuó hacia el oeste por Holborne, ordenando mentalmente sus argumentos. Pensé que otro par de ojos podrían ser de utilidad. Si los tuviera, tal vez. Dudaba que estuvieseis preparados para tratar con un vampiro. Cierto, pero no la creerían. No tienes derecho a mantenerme fuera. Salvo que sí que lo tenía. Todos los derechos. Por la misma razón por la que existían leyes contra el suicidio.
Así que, ¿qué es lo que estoy haciendo aquí? No sé si esto es más estúpido que precipitarse sola al interior de una estación de metro para enfrentarse con las manos desnudas a Dios sabe qué. La oscuridad la envolvía, cada vez más cerca. ¿Qué estoy intentando demostrar?
Que a pesar de todo todavía puedo ser un miembro útil de la sociedad. Bufó. Por otro lado, hay un montón de miembros útiles de la sociedad a quienes no me voy a encontrar por aquí esta noche.
Lo que devolvió la cuestión a la silenciosa pregunta, ¿qué estaba tratando de demostrar? Vicki decidió dejarlo como estaba. Las cosas ya eran lo suficientemente complicadas por sí solas como para andar empantanándose en más introspecciones.
Se detuvo en la esquina de Woodmount. La luz de tres farolas desaparecía en la distancia, a ambos lados y hacia delante. Los tres globos de luz suspendidos eran cuanto alcanzaba a ver. Moviendo la cabeza como un sabueso en busca de un rastro, inhaló con fuerza el frío aire de la noche. Todo lo que podía oler era la tierra, húmeda y mohosa, expuesta al final del invierno. Normalmente le agradaba ese aroma. Esta noche tenía algo de olor a tumba. Un súbito escalofrío recorrió su cuerpo y tuvo que abrocharse mejor la chaqueta. En la distancia se oía el rumor del tráfico y, más lejos aún, el ladrido de un perro.
No parecía haber demasiados indicios para elegir entre una u otra dirección, así que giró hacia su izquierda y se dirigió cuidadosamente hacia el sur.
Alguien dio un portazo.
Como respuesta, su corazón comenzó a retumbar en su pecho. Ahí estaba. Vicki estaba tan segura como nunca lo había estado en toda su vida.
Comenzó a correr. Lentamente al principio, consciente de que un mal paso podía acabar en una caída o algo peor. La linterna estaba apagada; necesitaba las luces de las farolas para orientarse, y el rayo de la linterna confinaría su visión a una zona muy estrecha. Al llegar a la calle Baker, se detuvo en seco.
¿Ahora adónde? Sus otros sentidos trataban de compensar su casi total ceguera.
Un chillido de metal contra madera; unas uñas forzadas a liberar su presa.
Hacia el este. Se volvió y corrió de nuevo. Trastabilló, cayó, se recuperó y siguió corriendo, confiando en que sus pies encontrasen una camino que ella no podía ver. Cincuenta pasos más allá de la esquina, la presencia de una sombra reveló que algo se cruzaba en su camino. Se deslizó al interior del estrecho callejón que separaba dos edificios y cuando Vicki, respondiendo al instinto de la persecución, lo siguió, alcanzó a ver las luces de un par de faros ardiendo a un centenar de metros de distancia.
Olía como si algo acabase de morir al otro extremo de la calle. Como la anciana aquella que habían encontrado en la tercera semana de agosto pero que había sido asesinada en su diminuta habitación sin ventilación a comienzos de julio.
Podía oír el ruido del motor en funcionamiento, movimiento contra el suelo y un sonido que no quiso identificar.
El mal que se había demorado en el túnel del metro no era más que una pálida réplica del que la esperaba allá delante.
Una sombra sin contornos definidos pasó entre Vicki y las luces traseras.
Con la mano izquierda apoyada contra un muro de falso ladrillo que había a su lado, y sosteniendo la linterna con la derecha como si fuese el asidero de una lanza, Vicki se lanzó calle adelante sin prestar atención a la diminuta voz de su razón, que trataba de averiguar qué demonios se creía que estaba haciendo.
Algo lanzó un chillido y el sonido la hizo retroceder media docena de pasos.
Todos los perros del vecindario comenzaron a aullar.
Ignorando el frío sudor que la empapaba y el terror que convertía cada respiración en una agonía, se obligó a avanzar; recuperó los seis pasos y avanzó otros seis…
Inclinada sobre el maletero del coche, encendió la linterna.
El horror parpadeaba un poco más allá del extremo del haz de luz de la linterna, donde la puerta de madera de un garaje se balanceaba de manera fortuita, colgada de una única y doblada bisagra. La oscuridad parecía moverse dentro de la oscuridad y la mente de Vicki lo rechazó tan rápidamente y con tan ciego pánico que la convenció de que no había nada allí.
Atrapado bajo la luz se agazapaba un joven, protegiéndose los ojos con un brazo. A sus pies había un cuerpo; un hombre con barba, de unos cuarenta años. De su garganta destrozaba manaba todavía sangre. La que formaba el charco del suelo comenzaba a espesarse y coagularse. Debía de haber muerto antes de tocar el suelo, porque sólo los muertos caían con un abandono tal que los hacía pasar por marionetas rotas.
Vicki lo vio todo en un instante. Entonces el hombre que se acurrucaba en el suelo se levantó. Su largo abrigo, abierto, se agitaba y lo envolvía semejando unas grandes alas de cuero negro. Dio un paso hacia ella. Su rostro parecía distorsionado. Sus ojos apenas estaban abiertos. La sangre teñía sus palmas y dedos de un carmesí brillante.
Revolviendo el bolso en busca del crucifijo de plata que había comprado aquella misma tarde —y que, con la ayuda de Dios, esperaba no llegar a necesitar—, Vicki aspiró con fuerza para gritar pidiendo ayuda. O quizá simplemente para gritar. Nunca lo supo, porque entonces él dio otro paso y eso fue lo último que vio durante algún tiempo.
Henry cogió a la joven mientras caía y la depositó gentilmente sobre el pavimento. No había querido hacerlo, pero no podía permitir que ella gritara. Había demasiadas cosas que no podría explicar a la Policía.
Ella me vio inclinado sobre el cuerpo, pensó, mientras apagaba la linterna y la devolvía al bolso. Sus sensibles ojos agradecieron el regreso de la noche. Sentía como si se los acabasen de atravesar con hierros candentes. Me ha visto claramente. Maldita sea. El sentido común le dictaba que debía matarla antes de que ella pudiera desenmascararlo. Tenía la fuerza suficiente como para hacer que no pareciera diferente a las otras muertes. Entonces volvería a estar a salvo.
Henry se volvió y miró, más allá del cuerpo —carne ahora, nada más—, hacia el suelo de tierra del garaje, ahora destrozado, por el que el asesino había huido. Esta noche había demostrado que las muertes no eran de ningún modo su responsabilidad.
—¡Maldita sea! —dijo, esta vez en voz alta, mientras unas sirenas cada vez más próximas y el ruido de un portazo le recordaban la necesidad de actuar inmediatamente. Sujetándose sobre una rodilla, colocó a la mujer sobre su hombro y recogió con la otra mano su bolso. El peso no representaba un problema; como todos los de su raza, era desproporcionadamente fuerte, pero su estatura amenazaba con desequilibrarlo peligrosamente.
—Demasiado altas en este maldito siglo —musitó. Saltó por encima de la valla que delimitaba el jardín trasero y desapareció en la noche.