BloodTop4

-Santo Dios, mira a Norman ahora mismo.

—¿Por? —Roger sacó la cabeza de su taquilla y se volvió. Literalmente, la boca se le abrió por la sorpresa.

—«Santo Dios» es decir poco, tío. Ojalá Bill estuviese aquí para ver esto.

—¿Dónde está?

Roger se encogió de hombros, sin apartar la mirada de la esplendorosa indumentaria de Norman Birdwell.

—No tengo ni idea. Pero se suicidará si se pierde esto.

Norman, consciente de las miradas posadas sobre él, intensificó el pavoneo de sus andares. La cadena que pendía de su nueva chaqueta de cuero negro tintineaba levemente contra la región lumbar. Con los ojos entornados, lanzó una mirada al tacón de plata de ley de sus nuevas botas del más puro estilo vaquero y se preguntó si no habría sido buena idea conseguir también unas espuelas. Sus nuevos pantalones vaqueros, de color negro y más ajustados que cualesquiera otros que hubiera llevado en su vida, provocaban un shik-shik casi presumido cuando se rozaban los interiores de los muslos.

Se lo había demostrado. Pensaban que no era guay, ¿no? Que era una especie de pringado, ¿no? Bien, a partir de ahora comenzarían a pensar deforma diferente. ¿Querían algo guay? Él les mostraría lo que era eso, y se lo mostraría con creces. Esa noche iba a pedir un Porsche rojo. Ya tendría tiempo de aprender a conducir después.

—¿Qué coño es eso?

Roger sonrió.

—¿No te arrepientes de no haber llegado un poco más temprano? —preguntó, propinándole a Bill un amistoso codazo en las costillas—. Este es el tipo de cosas que te quitan el aliento, ¿o no?

—Si te refieres a que me dan ganas de vomitar, no andas muy lejos. —Bill se dejó caer sobre su taquilla y sacudió la cabeza—. ¿Dónde consigue el dinero para pagar todo eso?

—Ve y pregúntaselo.

—¿Por qué no…? —Bill se enderezó y se alejó de la taquilla mientras Norman pasaba a su lado.

Norman lo vio, cruzó un instante su mirada con la de él y luego se apartó, riéndose entre dientes.

¡Ja! Idiota. Que se vea cómo te gusta.

Bill se quedó inmóvil, mirándolo fijamente. La pregunta sobre el dinero se había helado en sus labios. Roger llegó a su lado y le dio una palmada en el brazo.

—Eh, ¿qué pasa?

Bill sacudió la cabeza.

—Hay algo diferente en Birdwell.

Roger bufó.

—Sí. Nueva ropa y una actitud nueva. Pero en el fondo sigue siendo el mismo «Norman el Pringado» de siempre.

—Sí. Supongo que tienes razón. —Pero no estaba tan seguro. Y no era algo que pudiese explicar con palabras. Se sentía como si acabase de meter una mano debajo de la cama y se hubiese manchado los dedos con algo putrefacto, como si una acción perfectamente normal y cotidiana hubiese ido horriblemente mal.

Norman, consciente de haberlos impresionado —el mismo Norman que, consumido por el resentimiento, había decidido que no le importaba si un extraño tenía que morir—, se alejó pavoneándose.

sep

—¿Victoria Nelson?

—¿Sí? —Vicki miró de arriba abajo a la joven —niña, en realidad. Si ha salido de la adolescencia debe haber sido hace pocas horas— que se encontraba frente a la entrada de su apartamento—. Si viene a vender algo…

—¿Victoria Nelson, la investigadora privada?

Vicki reflexionó un momento antes de contestar y entonces dijo lentamente:

—Sí.

—Tengo un trabajo para usted.

Las palabras fueron pronunciadas con la intensidad que sólo una persona muy joven podía transmitir y Vicki se sorprendió teniendo que reprimir una sonrisa.

La muchacha se apartó de la cara unos rizos pelirrojos de un color antinaturalmente brillante.

—Puedo pagarle, si eso es lo que le preocupa.

La cuestión del dinero no había ni siquiera comenzado a cruzar por la mente de Vicki. Dejó escapar un gruñido de forma ostensible. Las miradas de ambas mujeres se cruzaron durante un momento —lentillas de color. Lo sabía. Tan falsas como el color de su pelo— y entonces Vicki añadió en el mismo tono descarado:

—La mayoría de la gente suele llamar primero.

—Pensé hacerlo —su encogimiento de hombros fue tan sutil como si no hubiera existido en absoluto, y en su voz no había el menor rastro de disculpa—. Pero se me ocurrió que el caso resultaría más difícil de rechazar en persona.

Casi sin quererlo, Vicki abrió la puerta un poco más.

—Supongo que será mejor que pase —el trabajo no escaseaba tanto como para tener que aceptar casos de niños, pero tampoco le haría ningún daño escuchar lo que la chica tenía que decir—. Treinta segundos más en el pasillo y el señor Chin aparecerá para enterarse de lo que pasa.

—¿El señor Chin?

—Al anciano que vive en el piso de abajo le gusta saber lo que pasa en el edificio. Intenta aparentar que no habla inglés.

La chica arrugó la nariz mientras entraba en el estrecho salón pasando junto a Vicki, en un gesto evidente de desaprobación.

—Quizá es que no habla inglés —sugirió.

Esta vez, Vicki no se molestó en esconder su sonrisa.

—El señor Chin ha hablado inglés desde bastante antes de que usted o yo naciéramos. Sus padres se instalaron en Vancouver a finales de la década de 1880. Era profesor de instituto. De hecho, todavía enseña la asignatura de inglés en el Centro de la Comunidad China.

Sus verdes ojos se afilaron de forma acusadora y la chica le devolvió una mirada feroz.

—No me gusta que me traten con condescendencia —dijo.

Vicki asintió mientras cerraba la puerta.

—Tampoco a mí.

Durante el silencio que siguió, Vicki casi pudo oír la conversación repetida, cada frase, cada palabra examinadas en busca de todos sus matices.

—Oh —dijo la chica al fin—, lo siento —su frente se distendió y sonrió, ofreciendo un compromiso—. No volveré a hacerlo si usted no lo hace tampoco.

—Trato hecho. —Vicki la condujo a través de su diminuto salón. Mientras la acompañaba hasta su igualmente diminuta oficina, colocó en su sitio el reclinatorio de piel. Nunca antes había recibido a un cliente, o a un cliente potencial, en esta oficina, y evidentemente había un par de problemas inesperados—. Yo, eh… traeré otra silla de la cocina.

—No se preocupe. Está bien así —quitándose el abrigo, lo acomodó sobre el banco de ejercicios de Vicki y se sentó a su lado—. Bueno, por lo que al trabajo se…

—Aún no. —Vicki apartó su propia silla del escritorio y se sentó—. Primero, sobre usted. ¿Su nombre es?

—Coreen, Coreen Fergus —y sin hacer una pausa, considerando evidentemente que su simple nombre proporcionaba todos los detalles necesarios, continuó—. Y quiero que encuentre al vampiro que está aterrorizando a la ciudad.

—Veamos —era lunes. Demasiado temprano. Y el último asesinato estaba demasiado próximo—. ¿La ha enviado Mike Celluci?

—¿Quién?

—No importa —se levantó, sacudiendo la cabeza—. Mire. No sé quién la ha enviado, pero puede volver y decirle…

—Ian Reddick era mi… —arrugó la frente, buscando la palabra que pudiera definir adecuadamente la naturaleza de su relación—… amante.

—Ian Reddick —repitió Vicki. Volvió a sentarse. Ian Reddick, la primera víctima. El cuerpo que ella había encontrado en la estación de metro de Eglinton West.

—Quiero que encuentre a la cosa que lo mató.

—Mire, Coreen —su voz adoptó el profesional «tono de consuelo» que los agentes de policía de todo el mundo tenían que aprender a utilizar—. Entiendo lo alterada que debe estar, pero ¿no ha pensado que este es un trabajo para las autoridades?

—No.

Había algo sencillamente incontestable en aquel «no». Vicki se subió las gafas y buscó una respuesta mientras Coreen continuaba.

—Ellos insisten en buscar a un hombre, sin tener en cuenta la posibilidad de que el periódico pueda tener razón; negándose a considerar nada que se escape a sus estrechas miras.

—¿Negándose a considerar que el asesino podría ser un vampiro?

—Exacto.

—El periódico tampoco cree de verdad en la existencia de ese vampiro. Lo sabe, ¿verdad?

Coreen se apartó el cabello de la cara.

—¿Y? Los hechos concuerdan. Falta toda la sangre. Estoy segura de que el cuerpo de Ian hubiera sido drenado hasta dejarlo seco si no lo hubieran encontrado tan pronto.

No sabe que fui yo. Gracias a Dios. Y una vez más volvió a verlo, su rostro el cliché de una máscara de terror sobre la herida roja y completamente abierta que era su garganta. Herida roja y completamente abierta… no, algo más, puesto que toda la parte delantera de su garganta había sido arrancada. No cortada, arrancada. Eso era lo que le faltaba; la incongruencia que la había estado reconcomiendo durante toda la semana. ¿Dónde estaba la parte delantera de la garganta de Ian Reddick?

—¿… lo hará?

Vicki abandonó rápidamente los recuerdos.

—Déjeme que sea franca. ¿Quiere que encuentre al asesino de Ian, trabajando bajo la suposición de que se trata de un vampiro? Murciélagos, ataúdes, todo el lote.

—Sí.

—Y una vez que lo haya encontrado, ¿le atravieso el corazón con una estaca?

—Las criaturas de la noche no suelen ser llevadas a juicio —apuntó Coreen con cierta lógica, pero con una luz acerada en los ojos—. Ian debe ser vengado.

No te pongas triste; ponte seria. Era una solución clásica para el dolor que Vicki no desaprobaba del todo.

—¿Por qué yo? —preguntó.

Coreen se enderezó aún más.

—Era la única investigadora privada de las páginas amarillas.

Eso, al menos, tenía sentido y explicaba la extraña coincidencia de la aparición de Coreen en la oficina de la mujer que había encontrado el cadáver de Ian. «De todos los bares en todo el…». No podía recordar el resto de la frase pero comenzaba a comprender cómo se había sentido Bogart.

—No sería barato. —¿Por qué la estoy previniendo? NO me voy a dedicar a cazar vampiros.

—Puedo permitírmelo. Papi paga sus remordimientos con una espléndida cantidad de dinero. Se fugó con su Asistente Ejecutivo cuando yo estaba en el instituto.

Vicki sacudió la cabeza.

—Mi padre se fugó con su secretaria cuando yo estaba en sexto y nunca he visto un centavo de su dinero. Los tiempos cambian. ¿Era joven y guapo?

—Era muy joven —contestó Coreen—. Y sí, era muy guapo. Han abierto un nuevo despacho de abogados en las Bahamas.

—Como he dicho, los tiempos cambian. —Vicki volvió a colocarse las gafas en su sitio y suspiró. Cazar vampiros. Sólo que no tenía por qué acabar siendo eso. Se trataba de encontrar a quienquiera, o a lo que quiera que hubiese matado a Ian Reddick. Exactamente lo que ella habría hecho si todavía se encontrase en el Cuerpo. El Señor sabía que estaban faltos de personal y que agradecerían cualquier ayuda.

Coreen, que mientras tanto había mantenido la mirada fija sobre el rostro de Vicki, sonrió triunfalmente y sacó la chequera de su bolso.

sep

—Mike Celluci, por favor.

—Un momento.

Vicki tamborileó con sus uñas sobre la parte trasera del receptor mientras esperaba que le pasasen la llamada. Buena parte de la garganta de Ian Reddick había desaparecido y Celluci, ese mierda arrogante, no había tenido la delicadeza de mencionar si los otros cuerpos se habían encontrado en la misma condición. En este momento había dejado de importarle si él no quería hablar con ella, porque por su parte ella tenía unas ganas sangrientas de hacerlo.

—Departamento de Investigación Criminal. Sargento-detective Graham al aparato.

—¿Dave? Soy Vicki Nelson. Necesito hablar con Celluci.

—No está aquí en este momento, Vicki. ¿Puedo ayudarte?

Por la experiencia del breve tiempo que habían trabajado juntos, Vicki sabía que Dave era un mentiroso aún peor que ella. Y si no podía resultar convincente cuando mentía en ocasiones importantes, mucho menos lo sería para proteger el culo de su compañero. Encomiable virtud de Celluci, la de quitarse de en medio cuando la cosa comenzaba a calentarse.

—Necesito un favor.

—Dispara.

Ahora el enunciado resultaba crucial. Tenía que sonar como si ella supiera más de lo que en realidad sabía, o Dave podría desconfiar y esconderse tras la postura oficial del Departamento. Sin embargo, con suerte, el hábito de contestar a sus preguntas podía perdurar en el Departamento durante años.

—El pedazo de garganta que faltaba en el primer cadáver, ¿ha aparecido?

—Sí.

Hasta el momento iba bien.

—¿Y los otros?

—Ni rastro.

—¿Ni siquiera el de la última noche?

—Aún no. ¿Por qué?

—Curiosidad. Estaba aquí sentada dándole vueltas a la cabeza. Gracias, Dave. Dile a tu compañero que es un montón de mierda. —Colgó y se quedó mirando fijamente a la pared de enfrente. Podía ser que Celluci se hubiese guardado la información para asegurarse de que tendría algo con lo que negociar. Podía ser. Podía que sencillamente hubiese olvidado mencionarlo. ¡Ja! Podía ser que los cerdos volasen, pero ella lo dudaba.

Por el momento, tenía cosas más importantes en que pensar. Como por ejemplo, en qué clase de criatura era la que se dedicaba a andar por ahí con cuarenta centímetros cuadrados de gargantas y nueve litros de sangre en el bolsillo.

sep

El metro abandonó rugiendo la estación de Eglinton West en dirección a Lawrence. Cuando el andén estuvo desierto, Vicki se dirigió hacia el acceso de los trabajadores que había en el extremo sur del mismo. Había pasado a ser su caso y no podía limitarse a trabajar con información de segunda mano. Tenía que ver la habitación en la que, supuestamente, el asesino se había desvanecido en el aire.

Llegó frente a un corto tramo de escaleras de hormigón y se detuvo. Le latía la sangre con fuerza inaudita en los oídos. Siempre se había considerado inmune a las supersticiones estúpidas, las memorias raciales y los terrores nocturnos, pero enfrentada a aquel túnel que se adentraba en la oscuridad, aparentemente interminable, como si fuera la guarida de algún gigantesco gusano, se sentía de pronto incapaz de abandonar el andén. Como le había ocurrido entonces, la noche en que Ian Reddick murió, cuando estaba segura de que había algo allí, demorándose, en el túnel, el vello de su nuca se erizó. Como tal, la sensación no había vuelto, pero el recuerdo era lo bastante intenso para paralizarla.

Esto es ridículo. Vamos allá, Nelson. No hay nada en ese túnel que pueda hacerte daño. Su pie derecho dio medio paso hacia delante. Lo peor que puedes encontrarte es un oficial de la CTT y una acusación por allanamiento. El pie izquierdo se movió y adelantó al derecho. Santo Cielo, estás actuando como una estúpida adolescente en una película de miedo. Entonces dio el primer paso. El segundo. El tercero. Y por fin se encontró sobre el estrecho pasadizo de hormigón que proporcionaba un acceso seguro a lo largo del túnel.

¿Lo ves? Nada. Se limpió en el abrigo las palmas de las manos, repentinamente empapadas de sudor, y registró su bolso en busca de la linterna. Cuando tuvo el tranquilizador peso bien agarrado en la mano, inundó el túnel de luz. Hubiera preferido no tener que utilizarla. Lejos de los fluorescentes de áspera luz del andén, reinaba en el túnel un crepúsculo irreal más que una verdadera oscuridad, pero su visión nocturna se había deteriorado hasta un punto en que incluso este crepúsculo resultaba impenetrable. La rabia que su condición le provocaba acabó de disipar lo que quedaba de su miedo.

Casi hubiera preferido que hubiera algo agazapado en su camino. Como entrante le hubiera servido su linterna.

Colocando sus gafas en su lugar, con la mirada fija en el haz de luz, Vicki comenzó a recorrer el corredor de acceso. Si los metros cumplían sus horarios —y puesto que la CTT no tenía nada que envidiar a Mussolini, sería así— el siguiente tardaría en llegar unos, consultó la esfera iluminada de su reloj, ocho minutos. Tiempo de sobra.

Encontró la primera sala de servicio cuando todavía contaba con seis minutos. La evidencia del paso de la Policía le hizo arrugar la nariz.

—Muy bien, chicos —musitó mientras la luz de su linterna recorría las paredes de la sala—. Revolvedlo todo para el próximo que venga.

El agujero que el equipo de Celluci había excavado se encontraba a la altura de la cintura, en el centro mismo de la pared de enfrente. Tenía unos veinte centímetro de diámetro. Caminando sobre fragmentos de hormigón, Vicki se inclinó hacia delante para contar con una mejor vista. La excavación no revelaba, tal y como Celluci había dicho, otra cosa aparte de polvo y piedras.

—Así que, si llegó hasta aquí, ¿dónde se…? —en ese momento reparó en la grieta que recorría toda la pared, pasando a través del agujero que la Policía había abierto. Pegó la nariz al hormigón para poder realizar un examen más minucioso. La tenue presencia de un olor familiar la hizo extraer su navaja suiza y comenzó a rascar cuidadosamente los bordes de la oscura grieta.

Extrajo unos copos diminutos con la punta de acero inoxidable de su navaja. Eran de color marrón rojizo. Podía tratarse de herrumbre. Vicki probó uno de ellos con la punta de su lengua. Podía tratarse de herrumbre, pero no lo era. Estaba bastante segura de a quién pertenecía la sangre que acababa de encontrar, pero por si acaso metió los copos en una bolsa de plástico para bocadillos. Entonces se agachó e introdujo la hoja bajo la grieta, en el extremo superior del agujero.

Mientras lo hacía, no estaba muy segura de lo que esperaba encontrar. La mayor parte de la sangre de Ian había rociado la pared de la estación de metro. No podía haber suficiente en las ropas del asesino como para empapar toda una grieta en el hormigón hasta una profundidad de quince centímetros, ni aunque hubiese estado envuelto en toallitas de papel y hubiese pasado toda la noche apoyado contra la pared.

Cuando extrajo la navaja vio en su hoja, mezclados con polvo y trocitos de cemento, copos rojizos similares a los que acababa de encontrar. Los introdujo en otra bolsa y rápidamente repitió el procedimiento en el extremo inferior del agujero, con idénticos resultados.

El rugido del metro se convirtió en una clase de terror aceptable, bienvenida. Porque la única explicación que Vicki podía encontrar, mientras toda la sala trepidaba y un centenar de toneladas pasaba como una exhalación a su lado, era que lo que quiera que hubiese matado a Ian Reddick había conseguido atravesar un muro de hormigón a través de una grieta diminuta.

Y eso resultaba patentemente ridículo.

¿O no?

sep

Como el más importante productor y mayorista de prendas de poliéster que era, Sigman Incorporated no contaba exactamente con un edificio de alta seguridad. Pero desde la muerte de Terri Neal en el aparcamiento subterráneo habían tratado de mejorar un poco las cosas.

A pesar de las cuatro páginas y media que contenían las nuevas regulaciones de admisión y que le acababan de ser entregadas, el guardia de seguridad se limitó a observar a Vicki mientras pasaba a su lado antes de regresar a su lectura. Ataviada con pantalones de pana gris, botas negras y su chaqueta marinera, podía ser una cualquiera de las centenares de mujeres que atravesaban el área cada día y él no estaba encargado —ni deseaba dedicarse a hacerlo— de detenerlas a todas. Ciertamente no pertenecía a la prensa —el guardia había desarrollado una notable habilidad para descubrir a las señoras y los caballeros del cuarto poder y dirigirlos a las instancias apropiadas. No parecía ser una policía y, además, los policías siempre se identificaban. Parecía saber a dónde se dirigía, así que el guardia decidió no interferir. En su opinión, el mundo podría encontrar utilidad para unas cuantas personas más que supieran a dónde iban.

A las 2:30 de la tarde estaba vacío de gente, lo que explicaba por qué Vicki se encontraba allí precisamente en aquel momento. Descendió del ascensor y miró con disgusto a los zumbantes fluorescentes. ¿Dónde demonios están aquí las cámaras de seguridad? Se preguntó mientras el eco de sus pisadas rebotaba contra las paredes de hormigón pintado.

Aun sin contar con las apagadas siluetas de tiza podría haber dicho dónde había caído el cuerpo. Los coches de los alrededores habían sido aparcados lejos, dejando un área abierta de casi tres espacios de longitud, como si la muerte violenta fuese de algún modo contagiosa.

Encontró lo que había venido a buscar medio escondido debajo de un antiguo y mohoso Sedán de color azul. Mordiéndose el labio inferior, extrajo su navaja y se arrodilló junto a la grieta. La hoja se introdujo sus quince centímetros completos pero no llegó a tocar el fondo. Sin duda, los copos marrón rojizo que extrajo no habían goteado del destartalado automóvil.

Se sentó sobre sus talones y arrugó la frente.

—No me gusta nada, nada, el aspecto que tiene esto.

Extrajo una canica del fondo de su bolso, la colocó sobre una de las marcas de tiza que aún resultaban visibles y la impulsó suavemente. Rodó hacia la pared, alejándose de la grieta en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados. Realizó más pruebas y obtuvo resultados similares. La sangre o, para el caso, cualquier otro líquido, no podía haber discurrido desde el cuerpo hasta la grieta de ninguna manera que pudiese considerarse natural.

—No es que haya nada siquiera remotamente natural en todo este asunto —murmuró mientras colocaba la tercera bolsa de bocadillos llena de sangre seca junto a las otras y se arrastraba para recoger su canica.

En vez de volver a subir al edificio, ascendió la empinada rampa de salida y apareció en la avenida St. Clair West.

—Perdone.

El encargado de la caseta levantó la mirada de su revista.

Vicki agitó una mano en la dirección del garaje subterráneo.

—¿Sabe lo que hay bajo la última capa de hormigón?

Él dirigió su mirada hacia la dirección que ella señalaba, luego de nuevo hacia ella y repitió:

—¿Bajo el hormigón?

—Sí.

—Tierra, señora.

Ella sonrió y se alejó rodeando la caseta.

—Gracias. Me ha sido de gran ayuda. No se preocupe, sabré encontrar la salida.

sep

La puerta de la valla metálica protestó ligeramente y se combó hacia delante bajo el peso de Vicki mientras ella examinaba el interior de la obra. En el momento actual no era más que un gran agujero en la tierra salpicado de otros agujeros más pequeños llenos con agua fangosa. Toda la maquinaria parecía haber sido retirada y el trabajo se había detenido. Vicki ignoraba si ello se debía al asesinato o a las inclemencias del tiempo.

—Bueno —metió las manos en los bolsillos del abrigo—. No hay más que tierra.

Si en aquel lugar quedaba algún rastro de sangre, resultaba imposible de encontrar.

sep

—No hay problema, Vicki. —Rajeet Mohadevan guardó las tres bolsas de bocadillos en los bolsillos de su bata—. Puedo analizarlas antes de irme a casa esta noche sin que nadie se entere. ¿Vas a estar por aquí?

—No. —Vicki descubrió un destello de compasión en el rostro del investigador, pero decidió ignorarlo. Después de todo, Rajeet estaba haciéndole un favor—. Si no estoy en casa, ¿te importa dejarme un mensaje en el contestador?

—¿En el mismo número?

—El mismo número.

Rajeet sonrió.

—¿El mismo mensaje?

Vicki no pudo evitar devolverle la sonrisa. La última vez que el laboratorio de la policía la había llamado a casa había sido en medio de la peor pelea que habían tenido Celluci y ella.

—No. Esta vez un mensaje diferente.

—Lástima. —Rajeet dejó escapar un exagerado suspiro de decepción mientras ella se encaminaba hacia la puerta—. Ya he olvidado algunos de los lugares en los que le dijiste que podía meterse su cuaderno de incidencias —esbozó un saludo, recuerdo de los viejos tiempos, cuando Vicki había sido una joven e intensa mujer de uniforme y devolvió su atención al informe que había estado cumplimentando antes de la interrupción.

Mientras atravesaba el pasillo, rodeada por las familiares baldosas blancas que parecían abrazarla como un viejo amigo, Vicki consideró la posibilidad de dirigirse a la central para ver si Celluci se encontraba en su mesa. Podría hablarle de las grietas, descubrir si había estado ocultándole más información y… no. Dado el estado de ánimo en que se había sumido la última vez que habían hablado, y dado también que él no se había molestado en llamarla en todo el fin de semana, el aparecer ahora no sería más que una interferencia en su trabajo y esto era algo que ninguno de los dos había hecho jamás. En esta clase de casos el trabajo era lo primero, y lo de las grietas eran interrogantes suplementarios, no respuestas.

Se encontraba fuera del edificio cuando reparó en el hecho de que la posibilidad de ver a otro policía sentado en lo que había sido su mesa no había influenciado su decisión de marcharse en un sentido u otro. Acosada por la vaga sensación de haber traicionado su pasado, encogió los hombros contra el frío del ocaso y comenzó a caminar hacia su casa.

sep

Durante años, Vicki había estado prometiéndose que se compraría una buena enciclopedia. No lo había hecho. La que tenía la había conseguido en una promoción de la tienda de alimentación: un volumen por cinco dólares y noventa y nueve centavos por cada diez dólares de compra. No contenía demasiada información sobre los vampiros.

—Criaturas legendarias… Europa central, Vlad el Empalador, Bram Stoker… —Vicki empujó las gafas hacia sus ojos y trató de recordar las características del Drácula de Stoker. Había visto la obra muchos años atrás y creía haber leído el libro en el instituto… sólo hacía una o dos vidas de ello.

—Era más fuerte, más rápido, sus sentidos eran más agudos… —enumeraba cuanto recordaba con los dedos—. Dormía durante el día, salía de noche y andaba con un tío que comía moscas. Y arañas —en su rostro se pintó una mueca de disgusto y volvió la vista a la enciclopedia.

Se decía del vampiro —leyó— que era capaz de transformarse en murciélago, lobo, niebla o vapor —la habilidad de convertirse en niebla o vapor podía explicar lo de las grietas. La sangre de sus víctimas, al ser más pesada, precipitaría, empapando el estrecho pasaje. Y una criatura que se levanta de la tumba no debería de tener problemas para moverse a través de la tierra. —Colocando una vieja factura de teléfono en la página a modo de marcador, se levantó del reclinatorio y encendió la televisión. De repente, sentía la necesidad de romper el silencio que reinaba en su apartamento.

—Esto es de locos —musitó. Recogió el volumen de la enciclopedia y siguió leyendo mientras caminaba de un lado a otro de la habitación. La fantasía y la realidad estaban acercándose demasiado como para que se sintiera cómoda, y no podía permanecer sentada.

El resto de la entrada detallaba las diferentes maneras de tratar con los vampiros: desde las estacas de fresno hasta los crucifijos, pasando por las semillas de mostaza. Se extendía asimismo sobre las formas de destruirlos: estacas en el corazón, decapitación e inmolación.

Vicki cerró el delgado volumen y lo dejó caer sobre el suelo. Volvió la cabeza para mirar por la ventana. A pesar de que la luz de las farolas de la calle se encontraba a menos de tres metros de su apartamento, de repente sentía con aguda consciencia la proximidad de la oscuridad que presionaba contra su ventana. Para tratarse de una criatura legendaria, parecía que los métodos para su destrucción se habían tomado bastante en serio.

sep

Detrás de la barricada policial, algo se agazapaba sobre el trecho de acera en el que el cuarto cuerpo había sido encontrado. Pese a que la noche no podía esconderle nada y pese a que, al contrario que los que habían estado allí antes, él sabía lo que buscaba, no encontró nada.

—Nada —murmuró Henry para sí mientras se ponía en pie—. Pero debería de haber algo aquí.

Un niño de su raza podía ser capaz de esconder sus rastros a los cazadores humanos, pero no a uno de los suyos. Levantó la cabeza y agitó las aletas de su nariz para olfatear la brisa. Un gato —no, dos— ocupados en sus propias cazas, la lluvia que caería antes de que amaneciese y…

Arrugó la frente y sus cejas dibujaron una afilada «V». ¿Y qué? Conocía el olor de la muerte en sus numerosas manifestaciones y podía notar, oculto bajo el residuo del asesinato de aquella mañana, el tenue hedor de algo más viejo, más sucio, algo que resultaba casi familiar.

Su memoria comenzó a escudriñar cuatrocientos cincuenta años de recuerdos. En algún lugar…

Antes de que se diera cuenta, el coche de policía estaba casi a su lado y el diminuto sol del corazón de la linterna comenzó a buscarlo. No tuvo tiempo de moverse.

—¡Mierda! ¿Has visto eso?

—¿El qué? —El agente de policía Wojtowicz asomó la cabeza por la ventanilla bajo el amplio abanico de luz que se derramaba desde lo alto del coche.

—No lo sé —el agente Harper se inclinó sobre el volante, mirando por encima del hombro de su compañero, en dirección a la calle—. Hubiera jurado que había un hombre de pie, allí, al otro lado de las barricadas, justo antes de que encendiera la linterna.

Wojtowicz suspiró.

—Entonces estaría allí todavía. Nadie puede moverse tan rápido. Y además —sacó una mano por la ventanilla y la agitó en dirección al lugar—, ahí no hay sitio donde esconderse —eso incluía las barricadas, la acera y una zona de césped fangoso. Pese a que cada irregularidad proyectaba oscuras sombras, ninguna de ellas era lo suficientemente grande como para ocultar a un hombre.

—¿Crees que deberíamos salir y echar un vistazo?

—Tú eres el jefe.

—Bueno… —nada se movía en medio de aquel marcado contraste de luces y sombras. Harper sacudió la cabeza. Últimamente la noche le había estado poniendo un poco nervioso; se sentía inquieto, desasosegado, pero sin razón aparente—. Supongo que tienes razón. Ahí no hay nada.

—Naturalmente que tengo razón —el coche continuó su marcha a lo largo de la manzana y Wojtowicz apagó el reflector—. Lo que pasa es que ese asunto del vampiro te está afectando.

—No crees en los vampiros, ¿verdad?

—Claro que no. —Wojtowicz adoptó una postura más cómoda en su asiento—. No me digas que tú sí.

Esta vez le tocó el turno de bufar a Harper.

—Bueno… —contestó secamente—, Hacienda me ha hecho una auditoría.

Sobre el césped, una sombra yacía tendida sobre la tierra, recordando. El rastro, mezclado con el de la tierra y la sangre, era más fuerte allí. Su aroma borró los siglos.

Era 1593, en Londres. La reina Isabel se sentaba en el trono, como lo había hecho durante muchos años. Él había estado muerto los últimos cincuenta y siete. Volvía del teatro, donde acababa de representarse por vez primera Ricardo III. Le había gustado la obra, aunque tenía la impresión de que el autor se había tomado algunas libertades con la personalidad del rey. En un callejón cubierto de desperdicios, un joven se había tambaleado. Era muy delgado y sus ropas estaban desarregladas, pero había en él una oscura belleza. Estaba muy borracho. Enroscándose alrededor de su cuerpo como una diminuta niebla personal, se encontraba aquel mismo olor.

Henry ya se había alimentado de una prostituta detrás del teatro, pero incluso de no haberlo hecho, no se habría servido de aquel hombre. Por sí mismo, el olor bastaba para provocar su inquietud, pero además había algo en sus ojos verdes, un brillo demente que no hizo sino aumentar su cautela.

—Os pido disculpas con toda humildad —su voz, la voz de un hombre instruido, se había convertido casi en un farfullar vago—. Pero he estado en el Infierno esta noche y encuentro algunas dificultades para abandonarlo y regresar —hizo un gesto teatral y realizó una temblorosa reverencia en dirección a Henry—. Christopher Marlowe a vuestro servicio, caballero. ¿Tendrías tal vez unos cuantos peniques de sobra para un trago?

—Christopher Marlowe —repitió suavemente Henry más de cuatrocientos años después de que el desgraciado hubiera muerto. Giró sobre su espalda y miró a las nubes que cerraban filas sobre las estrellas. Pese a que había presenciado la representación justo después de su publicación póstuma, en 1604, se preguntó ahora, por vez primera, cuánta investigación habría tenido que realizar Marlowe para escribir La Trágica Historia del Doctor Fausto.

sep

—Vicki, soy Rajeet. Perdona que llame tan tarde… veamos… son las 11:15 de la noche del lunes. Supongo que ya te habrás ido a la cama… pero supuse que querrías conocer los resultados de los análisis. Son Ian Reddick y Terri Neal. Lo he confirmado. No sé lo que habrás encontrado, pero espero que esto ayude.