scorándose hacia la derecha para evitar ser completamente aniquilado por una mochila llena hasta los topes, Norman Birdwell chocó contra un fornido joven ataviado con una chaqueta de cuero de la universidad de York y se encontró de vuelta en el corredor que había a la salida del aula. Aferrando aún con más fuerza el asa de plástico de su maletín, cuadró sus estrechos hombros y volvió a intentarlo. Siempre había pensado que se debía obligar a los estudiantes a salir de las clases formando filas ordenadas que discurriesen por el lado izquierdo de la puerta de entrada, de manera que los que llegasen tarde a la siguiente clase pudiesen entrar por la derecha sin ser estorbados.
Escurriéndose al lado de dos chicas que, ignorando su presencia, continuaron discutiendo sobre las injusticias sexistas del control de la natalidad y los secadores de pelo, consiguió entrar en el aula y se dirigió hacia su sitio.
A Norman le gustaba llegar pronto para poder sentarse en el centro exacto de la tercera fila. Consideraba este lugar su asiento de la suerte desde que en Primero realizase en él un examen de cálculo perfecto. Se había matriculado en el turno de tarde de aquella asignatura de Sociología porque había escuchado comentar a dos alumnos en la cafetería que era un buen lugar para conocer chicas. Hasta el momento no había tenido demasiada suerte. Mientras se arreglaba su nueva corbata de cuero, se preguntó si no debería pedir una chaqueta.
Al acercarse a su asiento, su maletín quedó encajado entre los respaldos de dos sillas de la segunda fila. Lo sacudió tratando de liberarlo, y al hacerlo su portaminas se le cayó del bolsillo y se perdió entre las sombras.
—Oh, joder —murmuró mientras se arrodillaba para recogerlo. Llevaba algún tiempo experimentando con la procacidad verbal, confiando en que le haría parecer más macho. Hasta el momento no había experimentado progresos destacables.
Circulaban numerosas leyendas sobre lo que acechaba bajo los asientos de las aulas de la universidad de York, pero todo lo que Norman encontró, aparte de su portaminas —que tenía sólo desde la noche del domingo y que, por tanto, no estaba dispuesto a perder—, fue un ejemplar ingeniosamente enrollado del periódico sensacionalista del domingo. Devolviendo el portaminas al lugar al que pertenecía, Norman extendió el periódico sobre su rodilla. Sabía que el profesor llegaría a clase con quince minutos de retraso. Tenía tiempo de sobra para leer las tiras cómicas.
«UN VAMPIRO ACECHA EN LA CIUDAD»
Con mano temblorosa, lo abrió y comenzó a leer el artículo.
—Mirad a Birdwell —el muchacho de cuello ancho dio un codazo a su compañero—. Se ha puesto blanco como un fantasma.
Frotándose su contusionada costilla, el destinatario de esta amistosa caricia lanzó una mirada a la solitaria figura que se sentaba en la tercera fila del aula.
—¿Qué diferencia hay? —gruñó—. Fantasmas, cretinos; es lo mismo.
—Nunca lo supe —susurró Norman mirando al periódico—. Lo juro por Dios. Nunca lo supe. No ha sido culpa mía.
Él… no, aquello había dicho que tenía que alimentarse. Norman no le había preguntado dónde ni cómo. Quizá, admitía ahora, porque no había querido saberlo. No dejes que nadie te vea, había sido su única instrucción.
Se limpió las sudorosas palmas en el periódico y las levantó, manchadas y temblorosas, mientras juraba: «Nunca más. Lo prometo. Nunca más».
El gong anunció otro encargo de pato Pekín, y mientras el sonido reverberaba a través del restaurante se produjo una ligera disminución en las conversaciones que, al menos en tres idiomas diferentes, estaban teniendo lugar. Vicki se llevó a los labios una cucharada de sopa, agria y caliente, y miró intrigada a Mike Celluci. Durante la primera media hora de la velada había resultado casi encantador. Ya había tenido casi toda la ración de encanto que podía soportar.
Tragó y le obsequió su mejor sonrisa del tipo «no me vaciles, chaval, sé de qué vas».
—Así que, ¿todavía te empeñas en mantener esa ridícula teoría tuya del polvo de ángel y las garras de Freddy Kruger?
Celluci lanzó una mirada a su reloj.
—Treinta y dos minutos y diecisiete segundos —sacudió la cabeza con arrepentimiento y un espeso mechón de cabello le cayó sobre los ojos—. Este señor que tienes aquí se apostó con Dave a que no podías aguantar ni media hora. Me acabas de costar cinco pavos. ¿Te parece bonito?
—No deberías quejarte —ella perseguía a un pedazo de cebolla verde a lo largo del borde de su cuenco—. Después de todo, yo pago la cena. Y ahora contesta a la pregunta.
—Y yo que pensaba que estabas aquí para disfrutar del placer de mi compañía.
Cuando su voz adoptaba ese tono sarcástico ella llegaba a odiarlo. El hecho de que no lo hubiera escuchado en los últimos ocho meses no disminuía su antipatía.
—Voy a mandar el placer de tu compañía directamente a las cocinas si no contestas inmediatamente a lo que te he preguntado.
—Maldita sea, Vicki —arrojó la cuchara contra el platillo—. ¿Tenemos que discutir esto mientras cenamos?
La cena no tenía nada que ver; habían discutido sobre cada caso en el que habían participado, por separado y en común, durante las comidas. Vicki hizo a un lado su tazón vacío y juntó las manos. Era posible que, ahora que ella había abandonado el Cuerpo, él no quisiese discutir los casos. Era posible, pero poco probable. O al menos ella rezó porque no lo fuera.
—Si puedes mirarme a los ojos —dijo tranquilamente— y decirme que no quieres hablar de esto conmigo, me marcharé ahora mismo.
Teóricamente, él sabía que eso —mirarla directamente a los ojos y decirle que no quería hablar del tema con ella— era lo que debía hacer. El Departamento de Investigación Criminal no tenía muy buena opinión sobre los investigadores que no eran capaces de mantener la boca cerrada. Pero Vicki había sido una de las mejores; en su expediente figuraban tres promociones anticipadas y dos menciones y, lo que era más importante, su historial de casos resueltos había sido uno de los de más éxito del departamento. La honestidad debía forzarle a admitir, aunque fuera en silencio, que desde un punto de vista estadístico este historial era tan bueno como el suyo, solo que él había pasado en el departamento tres años más. ¿Debo prescindir de esta oportunidad?, se preguntó en medio de un prolongado silencio. ¿Debo renunciar a aprovecharme de su talento y su habilidad sólo porque el dueño de este talento y esta habilidad es un civil? Trataba de mantener sus sentimientos personales al margen de las decisiones.
La miró directamente a los ojos y dijo con lentitud:
—Muy bien, genio. ¿Tienes una teoría mejor que la del PCP y las garras?
—Sería difícil dar con una peor —se burló ella, mientras se apoyaba en su asiento para permitir que el camarero sustituyera los cuencos vacíos por platos humeantes llenos de comida. Agradecida por la oportunidad que se le brindaba para recobrar la compostura, Vicki se entretuvo jugando con un palillo y esperó que él no advirtiera lo mucho que esto significaba para ella. De hecho, ella misma no se había dado cuenta hasta que la respuesta de Mike había vuelto a poner en funcionamiento su corazón y al mismo tiempo comenzaba a devolver lentamente a la vida una parte de ella que creía que había muerto cuando abandonó el Cuerpo. Su reacción, lo sabía, habría pasado inadvertida para un observador cualquiera, pero Mike Celluci era cualquier cosa menos eso.
Por favor, Señor, haz que piense que se está aprovechando de mis conocimientos. No le dejes saber lo mucho que necesito esto.
Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Dios parecía estar escuchando.
—¿Y tu idea? —preguntó Mike intencionadamente cuando volvieron a quedarse solos con la comida.
Si había notado su alivio, no dio muestras de ello. Para Vicki, esto era suficiente.
—Es un poco difícil aventurar una hipótesis sin contar con toda la información —dijo, tratando de empujarlo a hablar.
Él esbozó una sonrisa que hizo que ella comprendiera, y no por primera vez, por qué los testigos de ambos sexos estaban dispuestos a contarle a este hombre hasta la última palabra de lo que sabían.
—Hipótesis. Bonita palabra. ¿Has estado otra vez haciendo crucigramas?
—Sí. En los momentos libres que me dejaba el perseguir a ladrones internacionales de joyas. Escúpelo, Celluci.
Si tal cosa resultaba posible, habían aparecido aún menos pistas en la escena del segundo crimen que en el primero. Ninguna huella, salvo las de la víctima, ningún rastro, nadie vio salir o entrar del garaje al asesino…
—… y cuando llegamos habían pasado varias horas desde el crimen.
—¿Dices que el rastro que se internaba en el túnel conducía a una sala de mantenimiento?
Él asintió, mirando con rostro preocupado a un guisante.
—Había sangre por toda la pared del fondo. El rastro llevaba a la habitación, pero nada salía de ella.
—¿Tal vez detrás de la pared?
—¿Estás pensando en pasadizos secretos?
Ella asintió con cierta timidez.
—Considerándolo todo, esa podría ser una respuesta con la que podría vivir —agitó la cabeza y el rizo volvió a interponerse delante de sus ojos—. Pero no había nada. Lo comprobamos.
Aunque DeVerne Jones había sido encontrado con un jirón de cuero aferrado en su puño, en la tercera escena del crimen había poco más que suciedad. Suciedad y un vagabundo que farfullaba sobre el Apocalipsis.
—Espera un minuto. —Vicki arrugó la frente mientras se concentraba y entonces volvió a colocarse las gafas en su lugar—. ¿No mencionó también el viejo del metro algo sobre el Apocalipsis?
—No. Armagedón.
—Es lo mismo.
—¿Estás tratando de decirme que no se trata de un asesino, sino de cuatro asesinos a caballo? Gracias. Has sido de gran ayuda.
—Supongo que habéis investigado las posibles conexiones entre las víctimas. ¿Alguna cosa que suponga algún móvil?
—¿Móvil? —se golpeó la frente con la palma de la mano—. ¿Cómo no se me habrá ocurrido eso?
Vicki acuchilló una seta y murmuró:
—Imbécil.
—No. No había conexiones. No había móvil aparente. Todavía lo estamos investigando —se encogió de hombros, expresión sucinta de su opinión sobre los posibles resultados de esta investigación.
—¿Tal vez una secta?
—Vicki, en los últimos días he hablado con más chalados e iluminados que en muchos años —sonrió abiertamente—. Mejorando lo presente, claro.
Caminaban de vuelta a casa. Ella apoyaba la mano sobre el codo de él, permitiendo que la guiara a través de la oscuridad. Casi se encontraban junto a su apartamento cuando ella preguntó:
—¿Has considerado la posibilidad de que esa teoría del vampiro esconda algo de verdad?
Se detuvo en seco como respuesta a su carcajada.
—Lo digo en serio, Celluci.
—No. Yo soy Serio Celluci. Tú has perdido la cabeza —tiró de ella para que volviera a ponerse en camino—. Los vampiros no existen.
—¿Estás seguro de eso? Hay más cosas…
—No empieces —advirtió él— a citarme a Shakespeare. Últimamente he escuchado esa cita tan a menudo que comienzo a pensar que la brutalidad policial no es tan mala idea.
Reemprendieron el paseo hacia el edificio de Vicki.
—Tienes que admitir que un vampiro se ajusta a la perfección a todos los parámetros. —Vicki no creía en la teoría del vampiro más que Celluci, pero siempre había resultado tan deliciosamente sencillo desconcertarlo…
Él dejó escapar un bufido.
—Perfecto. Alguien vaga por la ciudad vestido de esmoquin y susurrando: «quiero beberme tu sangre».
—¿Acaso tienes un sospechoso mejor?
—Ya lo creo. Un tío puesto de PCP hasta las orejas con unas garras cosidas en la ropa.
—¿Vas a volver a esa estúpida teoría tuya de nuevo?
—¡Estúpida!
—Sí. Estúpida.
—¡No reconocerías una sucesión lógica de hechos ni aunque te diera una patada en el culo!
—¡Al menos no estoy tan cegada por mi propia inteligencia como para cerrarme a cualquier posibilidad que no se me haya ocurrido a mí!
—¿Posibilidades? ¡No tienes la menor idea de lo que está pasando!
—¡Ni tú!
Se quedaron en silencio unos instantes, el uno frente al otro, jadeantes. Entonces Vicki volvió a colocarse las gafas en su sitio y buscó las llaves en su bolsillo.
—¿Te quedas a pasar la noche?
Sonaba como un desafío.
—Claro.
También lo era su respuesta.
Algo más tarde, Vicki se movió para alcanzar un área particularmente sensible y decidió, mientras recibía una elocuente pero silenciosa respuesta, que hay ocasiones en las que no necesitas ver lo que estás haciendo y que, en la oscuridad, la ceguera nocturna no tiene la menor importancia.
El capitán Raymond Roxborough contempló la forma ágil y encogida de su grumete y se preguntó cómo podía haber estado tan ciego. Cierto, había pensado que el joven Smith era muy hermoso, con aquellos rizos despeinados de un negro azulado y aquellos ojos como zafiros, pero nunca, ni por un solo momento, había llegado a sospechar que el muchacho no era en realidad un muchacho. Aunque, también tenía que admitirlo, resultaba una cómoda solución para los sentimientos algo perturbadores que había comenzado a abrigar últimamente.
—Supongo que tiene una buena explicación para esto —dijo lenta y cansinamente, mientras se apoyaba contra la puerta del camarote y cruzaba los brazos bronceados por el sol sobre su bien musculado pecho.
La joven dama —jovencita, en realidad, porque no debía pasar de los diecisiete— se cubrió con su camisa de algodón el voluminoso y blanco seno que la había traicionado y con la otra mano recogió sus húmedos cabellos, el otro legado de su interrumpido baño y se los apartó de la cara.
—Necesitaba llegar a Jamaica —dijo orgullosamente, a pesar de que el bajo tono de su voz escondía la traza de un temblor—, y este fue el único medio que se me ocurrió.
—Podríais haber pagado el pasaje —sugirió el capitán secamente mientras con una mirada que revelaba deseo recorría la suave curva de sus hombros.
—No tenía con lo que pagar.
Él se enderezó y comenzó a acercarse a ella, sonriendo.
—Creo que subestimáis el valor de vuestros encantos.
—Vamos, Smith, dale una buena patada en su deseo azotado por el viento. —Henry Fitzroy se recostó sobre el respaldo de su silla y se acarició la sienes. ¿Cuán repugnante debía resultar el capitán? ¿Debería la naturaleza más elevada del héroe sobreponerse a su lascivia o acaso carecía de naturaleza elevada? ¿Y qué tipo de héroe sería sin una?
—Y, francamente, querido —suspiró—, eso no me importa.
Salvó el trabajo de la noche y cerró el sistema. Normalmente, los capítulos iniciales de un nuevo libro le divertían. Resultaba muy excitante comenzar a conocer a los personajes, modelándolos para ajustarse a las demandas de la trama. Pero esta vez…
Apartó la silla del escritorio y se acercó a la ventana de la oficina. Debajo de él, la ciudad dormía. En algún lugar de ella, escondido por la oscuridad, acechaba un cazador; cegado, enloquecido, consumido de hambre y lujuria de sangre. Se había jurado que lo detendría, pero todavía no tenía la menor idea sobre cómo empezar la búsqueda. ¿Cómo podía uno anticiparse a un asesinato cometido al azar?
Con un nuevo suspiro, se levantó. Durante las últimas veinticuatro horas no se había producido otro ataque. Quizá el problema se hubiera resuelto por sí solo. Agarró su abrigo y salió del apartamento.
Los periódicos matutinos ya deben de haber salido. Compraré uno y… Mientras esperaba al ascensor, consultó su reloj. Las 6:10. Era mucho más tarde de lo que había creído… y me apuesto algo a que puedo salir a la calle y volver sin arder como una tea. Si no estaba equivocado, la salida del sol se producía hacia las 6:30. Contaba con poco tiempo, pero tenía que saber sí se había producido otro asesinato, si la carga de remordimientos completamente irracionales que pesaba sobre él por no haber podido encontrar y detener al niño se había hecho un poco más pesada.
El periódico nacional tenía un punto de venta justo a la entrada de su edificio. El titular se refería al discurso que el Primer Ministro acababa de pronunciar en las Filipinas concerniente a las relaciones entre el norte y el sur.
—Algo me dice que trabajará en el sur hasta por lo menos mediados de mayo —dijo Henry mientras se arrebujaba en su gabardina de cuero, buscando cobijo frente a la brisa helada que soplaba alrededor del edificio y que le arrancaba lágrimas a sus ojos.
El expendedor del periódico sensacionalista se encontraba al final de la manzana y al otro extremo de la calle. En realidad no había necesidad de consultar el otro periódico local. Henry tenía todas sus esperanzas puestas en los titulares de la prensa amarilla. Esperó a que el semáforo se pusiera en verde mientras la apertura de la hora punta de la mañana arrojaba una descarga de acero casi sólida a lo largo de la calle Bloor y entonces cruzó, mientras registraba sus bolsillos en busca de unas monedas.
«LOS LEAFS PIERDEN POR PALIZA»
Quizá fuera la muerte de las esperanzas de alcanzar las eliminatorias, pero no era un muerte de la que Henry tuviese que preocuparse. Sintiendo un profundo alivio —mezclado con una cierta desesperación; los Leafs militaban en la peor división de la Liga, después de todo—, plegó el diario bajo su brazo, se volvió y entonces se dio cuenta de que el sol estaba a punto de asomar sobre el horizonte.
Lo sentía palpitando sobre el filo del mundo y le hizo falta toda su fuerza de voluntad para doblegar el pánico que amenazaba con apoderarse de él.
El ascensor, cruzar la calle, los titulares, todo ello le había llevado más tiempo del que disponía. El cómo había dejado que ocurriera después de más de cuatrocientos años de burlar la persecución del sol era algo que carecía ahora de importancia. Lo único que importaba era ganar el refugio de su apartamento.
Podía sentir el calor del sol sobre los lindes de su consciencia. No era un presencia física, todavía no, pese a que tanto esto como la quemazón llegarían muy pronto, sino más bien una percepción de la magnitud de la amenaza, de lo cerca que se encontraba de la muerte.
La luz del semáforo volvía a estar en rojo, una pequeña burla del sol dentro de una caja. Mientras los latidos de su corazón contaban uno tras otro los segundos, Henry se abalanzó sobre la calle. Hubo muchos frenazos y el parachoques de una furgoneta que había tenido que dar un volantazo rozó su muslo como si fuera una caricia. Ignoró el brusco dolor y los insultos de los conductores, golpeó con la mano el capó de un coche casi tan pequeño como para superarlo de un salto y consiguió deslizarse a través de un resquicio apenas una plegaria más ancho que su retorcido cuerpo.
El sol se hizo gris, luego rosa, luego dorado.
Golpeando con sus suelas de cuero contra el pavimento, Henry corrió entre las sombras, consciente de que el sol las devoraba detrás de sí y se pegaba a sus talones. En su interior lucharon el terror y el letargo que la llegada de la mañana imponía a los de su raza y ganó el terror. Alcanzó la puerta de cristal tintado que conducía a su edificio apenas unos segundos antes que el sol.
Sólo le rozó la palma de una mano, conducida a la seguridad con demasiada lentitud.
Aferrándose la ampollada mano contra el pecho, Henry utilizó el insistente dolor para impulsarse hacia el ascensor. Pese a que la difusa luz que penetraba en el vestíbulo no podía quemarlo, todavía se encontraba en peligro.
—¿Está usted bien, señor Fitzroy? —el guardia lo miró con la frente arrugada por la preocupación mientras pasaba a su lado en dirección a la puerta interior.
Incapaz de concentrarse, Henry obligó a su cabeza a girarse en la dirección en la que sabía que se debía de encontrarse el guardia.
—Jaqueca —murmuró y siguió avanzando a sacudidas.
La luz artificial del ascensor lo revivió un poco y consiguió atravesar el corredor apoyando sólo parte de su peso contra la pared. Por un momento temió que su destreza estuviera demasiado debilitada como para recuperar las llaves, pero de algún modo logró abrir la pesada puerta de entrada, cerrarla y echar el cerrojo detrás de sí. Aquí se encontraba a salvo.
A salvo. Estas simples palabras lo condujeron al abrigo de su dormitorio, donde gruesas persianas le negaban el paso al sol. Se balanceó, suspiró y finalmente se dejó ir, derrumbándose sobre la cama. Sólo entonces se entregó al letárgico reclamo del día.
—¡Vicki, por favor!
Vicki frunció el ceño. Una visita al oftalmólogo no era algo que la pusiera de buen humor, y todo ese enfocar el ojo derecho y el ojo izquierdo le estaba provocando un dolor de cabeza de primera magnitud.
—¿Qué? —gruñó a través de los dientes apretados, sólo en parte a causa del soporte sobre el que descansaba su mandíbula.
—Estás mirando directamente al objetivo del examen.
—¿Y?
El doctor Anderson, armado con la paciencia que la educación de dos hijos le había proporcionado, refrenó un suspiro y explicó, no por vez primera, en un tono desapasionado y vagamente tranquilizador:
—El mirar directamente a los objetivos del examen invalida los resultados del examen, y si eso ocurre tendremos que comenzar de nuevo.
Y lo harían, sin duda. Una y otra vez si era necesario. Reprimiendo un comentario que amenazaba con emerger entre la fina línea de sus labios, Vicki hizo un esfuerzo por cooperar.
—¿Bien? —preguntó al fin, mientras el doctor Anderson apagaba la luz de perímetro y le indicaba con un gesto que podía levantar la cabeza.
—No ha empeorado…
Vicki se echó hacia atrás, observando el rostro del doctor.
—¿Y ha mejorado? —preguntó sin rodeos.
Esta vez el doctor Anderson no se molestó en ocultar su suspiro.
—Vicki. Como ya te he explicado antes, la retinitis pigmentosa no mejora. Jamás. Sólo empeora. O bien —ella empujó la parte trasera del perímetro contra la pared—, con mucha suerte, la degeneración alcanza un punto y se detiene.
—¿He alcanzado yo ese punto?
—Sólo el tiempo lo dirá. Ya has sido bastante afortunada hasta el momento —continuó, levantando una mano para atajar el siguiente comentario de Vicki—. En muchos casos, esta enfermedad viene acompañada de otros tipos de condiciones neurodegenerativas.
—Sordera, retardos leves, senilidad prematura y obesidad troncal. —Vicki bufó—. Ya pasamos por todo esto al principio, doctor, y lo cierto es que nada de ello cambia el hecho de que carezco de visión nocturna, el extremo exterior de mi visión periférica se ha desplazado cuarenta y cinco grados y que de pronto me he vuelto miope.
—Eso podía haber ocurrido de todas maneras.
Vicki empujó sus gafas hacia lo alto de su nariz.
—Muy reconfortante. ¿Cuándo calcula que me quedaré ciega?
Las uñas de la mano derecha del doctor Anderson tamborilearon contra su cuadernillo de recetas.
—Puede que nunca te quedes ciega y, al margen de tu condición actual, todavía posees una visión perfectamente funcional. No debes dejar que esto te amargue.
—Mi condición —se quejó Vicki, levantándose y cogiendo su abrigo—, como usted la llama, fue la causa de que abandonara un trabajo que amaba, un trabajo que podía suponer una diferencia para mejor en lo que se refiere a la cloaca en que esta ciudad se está convirtiendo. Y si eso le da igual a usted, doctor, por mi parte yo prefiero amargarme un poco.
Abandonó la habitación dando un portazo.
—¿Qué te ocurre cariño? ¿No eres feliz?
—No ha sido un buen día para mí, señora Kopolous.
La anciana chasqueó la lengua y sacudió la cabeza mientras observaba la bolsa tamaño familiar de bolitas de queso que Vicki acababa de depositar sobre el mostrador.
—Ya veo, ya veo. Deberías comer comida de verdad, cariño, si lo que quieres es sentirte mejor. Estas cosas no son buenas para ti. Y hacen que los dedos se te pongan naranjas.
Vicki recogió su cambio y lo dejó caer en las profundidades de su bolso. Algún día tendría que ocuparse de la pequeña fortuna que debía de estarse acumulando allí dentro.
—Algunas penas, señora Kopolous, sólo puede curarlas la comida.
Cuando llegó a su apartamento el teléfono estaba sonando.
—¿Sí, qué?
—Hay algo en el sonido de tu dulce tono que hace que este miserable día merezca la pena.
—Cierra la boca, Celluci —sosteniendo el teléfono entre el hombro y la cabeza, Vicki trataba desesperadamente de quitarse el abrigo—. ¿Qué quieres?
—Oh-oh. Parece que alguien se ha puesto los zapatos del obispo.
Contra todo lo que su estado de ánimo le dictaba, Vicki sonrió. El uso que él solía hacer de ese chiste siempre le provocaba el mismo efecto y él lo sabía.
—No, no me he levantado por el lado equivocado de la cama —le dijo, acercando su silla de oficina y arrojándose sobre ella—, como muy bien deberías saber. Es sólo que acabo de venir de visitar al oftalmólogo.
—Ah —podía imaginárselo apoyado contra el respaldo de su silla, con los pies sobre el escritorio. Cada uno de los superiores a los que había conocido a lo largo de sus muchos años de servicio había tratado de erradicar este hábito. Ninguno de ellos había tenido éxito—. El oculista de la muerte. ¿Alguna mejora?
Si su tono hubiera sido compasivo, ella habría arrojado el teléfono al otro extremo de la habitación. Pero sólo parecía interesado.
—Eso no mejora, Celluci.
—Bueno, no lo sé. He leído un artículo que dice que grandes dosis de vitaminas A y E pueden desarrollar el campo visual y mejorar la adaptación a la oscuridad —obviamente estaba citando.
Vicki no podía asegurar si el hecho de que él hubiese estado leyendo acerca de su problema la hacía sentirse conmovida o furiosa. Dado su estado de ánimo…
—Haz algo útil con tu tiempo, Celluci. La abetalipoproteninaemia RP sólo corrige los defectos bioquímicos —él no era el único que había estado informándose—, y eso no es lo que yo tengo.
—Abetalipoproteinaemia —le corrigió su pronunciación—. Y perdóname por preocuparme. También he leído que un montón de gente lleva una vida completamente normal con lo que tú tienes —hizo una pausa y ella pudo escuchar cómo tomaba un sorbo de lo que sin ninguna duda sería café frío—. Y no es que pretenda sugerir —continuó— que tú hayas vivido alguna vez algo que pueda definirse como «vida normal».
Ella ignoró este último comentario, mientras tomaba un rotulador negro y comenzaba a desahogar sus frustraciones sobre la parte trasera de una factura de su tarjeta de crédito.
—Vivo una vida completamente normal —contestó bruscamente.
—¿Corriendo y escondiéndote? —a su tono le faltaba muy poco para resultar sarcástico—. Podrías haberte quedado en el Cuerpo.
—Sabía que volverías a empezar con eso —con los dientes apretados, casi escupió las palabras, pero la enojada voz de Mike Celluci atajó la diatriba que estaba a punto de comenzar y la amargura que había en ella la hizo callarse.
—… pero, oh no, no podías soportar la idea de que dejarías de ser la investigadora estrella, la chica de pelo rubio con todas las respuestas, que no serías más que una parte del equipo. Lo dejaste porque no podías soportar no ser la primera de la lista. ¡Y si no ibas a estar en lo alto, si no podías estar en lo alto, ya no te interesaba el juego! ¡Cogiste tu cubo y tu pala y tu jodida renuncia! ¡Me abandonaste a mí, Nelson, y no sólo al trabajo!
Así que durante todas aquellas peleas —después del diagnóstico y después de su renuncia— aquello era lo que él había querido decir. Era la conclusión, el sumario de las horas de argumentaciones, los concursos de gritos y los portazos.
Todo ello se resumía en aquella última frase. Lo contenía todo.
—Tu habrías hecho lo mismo, Celluci —dijo tranquilamente. Y aunque los nudillos de la mano que aferraba el receptor estaban blancos por la tensión, colgó con suavidad. Luego arrojó el rotulador al otro extremo de la habitación.
Su rabia se fue con él.
Él se preocupa realmente por ti, Vicki. ¿Por qué es eso un problema?
Porque los amantes son fáciles de conseguir y, en cambio, los amigos lo suficientemente buenos como para gritarles son muchísimo más raros.
Pasándose ambas manos por los cabellos, suspiró. Él tenía razón, claro, y con su respuesta, ella había admitido todo cuanto le era posible. Tan pronto como se diese cuenta de que ella también estaba en lo cierto, podrían comenzar a construir los parámetros de su relación. A menos, se le ocurrió de repente, que la última noche no fuese más que la actuación de despedida que le permitiese abandonarla definitivamente con la conciencia tranquila.
Si lo fue, volvió a colocarse las gafas sobre la nariz, al menos he dicho la última palabra. Tal y como andaban las cosas, este era más bien un magro consuelo.
—Vaya. Si es el viejo Norman. ¿Cómo te va, Norman? ¿Te importa si nos sentamos?
Sin esperar respuesta, el joven apartó una silla de la mesa y tomó asiento. Los otros cuatro miembros del grupo siguieron rápida y estrepitosamente su ejemplo.
Cuando la pelea por el espacio hubo terminado, Norman se encontró, arrinconado entre dos tipos a los que sólo conocía como Roger y Bill, mirando a las tres jóvenes muchachas que se encontraban al otro lado de la mesa redonda. Reconoció a la rubia. Solía verla colgada del brazo del Roger. La chica que se sentaba la lado de Bill se mostraba tan amigable con él que supuso que era su acompañante. Eso dejaba una libre. Le dedicó una sonrisa lobuna que había estado practicando en el espejo del lavabo de caballeros.
Ella pareció confundida, entonces bufó y volvió la mirada.
—Ha sido realmente amable por parte del viejo Norman guardamos esta mesa, ¿no crees, Bill?
—Por supuesto. —Bill se inclinó un poco más hacia él y Norman jadeó, falto de aliento, mientras el espacio disponible se reducía drásticamente—. Si no fuera por el viejo Norman estaríamos sentados en el suelo.
Norman miró en derredor. Era viernes por la noche y una multitud abarrotaba el Gallo y el Toro.
—Bien, yo, eh… —se encogió de hombros— sabía que ibais a venir.
—Claro que lo sabías. —Bill le sonrió, un poco desconcertado al descubrir que el pringado de Birdwell era por lo menos tan alto como él—. Se lo estaba diciendo a Roger justo antes de que llegáramos. Le decía, no sería un viernes por la noche de verdad si no pasáramos parte de él con el viejo Norman.
Roger se carcajeó y las tres chicas sonrieron complacidas. Norman no había cogido el chiste, pero la atención de que era objeto le agradaba.
Pagó la primera ronda de cerveza.
—Después de todo, es mi mesa.
—Y la única disponible del local —murmuró la rubia.
Pagó también la segunda ronda.
—Porque estoy forrado.
El fajo de billetes de veinte que extrajo del bolsillo de su cazadora —cinco mil dólares en billetes sin marcar era la tercera cosa que había pedido— dejó boquiabiertos al resto de los ocupantes de la mesa.
—Jesús, Norman. ¿Qué has hecho? ¿Robar un banco?
—No ha sido necesario —dijo con aire de suficiencia—. Y hay mucho más en el mismo lugar del que salió este.
Insistió en pagar la tercera y la cuarta rondas, así como en que se pasasen a la cerveza de importación.
—La cerveza de importación tiene más clase —aseguró a Roger, que había apartado el rostro, apoyándose sobre el hombro de su chaqueta de cuero—. A las pollitas les encanta.
—¿Pollitas? —había algo amenazante en el eco.
—Considerando su fuente, Helen —la chica había alzado el brazo de manera amenazante. Sostenía una de las jarras de cerveza. Bill le sujetó el brazo, le arrebató la jarra y la apuró—, estarías desperdiciando la cerveza.
Los cinco comenzaron a lanzar insistentes carcajadas. Sin comprender, Norman se les unió. Nadie podría decir que no lo había cogido.
Cuando comenzaron a ponerse en pie, Norman se levantó con ellos. La habitación se balanceaba. Nunca se había tomado cuatro cervezas tan seguido. De hecho, ni siquiera estaba seguro de haberse tomado cuatro cervezas alguna vez en su vida.
—¿Adónde vamos?
—Nosotros vamos a una fiesta privada —contestó Bill, empujándolo con su gruesa mano de vuelta al asiento.
—Tú te quedas aquí, Norman. —Roger le puso una mano sobre el otro hombro.
Confuso, Norman miró alternativamente a uno y otro. ¿Se iban sin él?
—Jesús, es como darle patadas a un peluche —murmuró Bill.
Roger asintió.
—Este… mira, Norman. Es estrictamente con invitación. Te llevaríamos con nosotros si pudiéramos…
Se estaban yendo sin él. Levantó un dedo para señalar a una de las chicas. Su voz era un gemido acusador.
—Pero se suponía que ella iba a ser para mí…
Las expresiones de simpatía culpable se trocaron por otras de disgusto y Norman se encontró rápidamente solo. De algún modo, por encima del tumulto ensordecedor del pub, la voz de Helen se arrastró hasta él:
—Le devolvería toda su cerveza si no odiase tanto vomitar.
Después de tratar infructuosamente de llamar la atención de la camarera, Norman enterró la mirada en el corro de cervezas que había quedado sobre la mesa. Se suponía que ella iba a ser para él. Él sabía que era cierto. Lo estaban engañando. Con la yema de un dedo tembloroso, dibujó con el líquido que había sido derramado sobre la mesa una estrella de cinco puntas. Acababa de olvidar su promesa. Él les enseñaría.
Repentinamente, su estómago comenzó a protestar y tuvo que correr tambaleante hacia el baño, tapándose la boca con las manos.
Yo les enseñaré, pensó con la cabeza enterrada en el inodoro. Pero puede que… no esta noche.
Henry tendió un billete de veinte al hombre que se sentaba justo al otro lado de la puerta.
—¿Qué tenemos esta noche? —no tuvo que gritar demasiado para que se le escuchara por encima de la música, pero es que la noche era joven todavía.
—Lo habitual —el hombre extrajo tres rollos de tiques del abultado bolsillo izquierdo de una chaqueta demasiado grande para su tamaño mientras deslizaba el dinero en el interior del derecho. Cada vez eran más los locales que adoptaban el sistema de los tiques para que en el caso de que, o mejor dicho, cuando se produjera una redada de la Policía, pudiesen argumentar que no estaban vendiendo bebidas. Sólo tiques.
—Supongo que entonces tendré que tomar lo habitual.
—Exacto. Dos aguas de moda —un par de tiques cambiaron de manos—. ¿Sabes, Henry? Estás pagando una barbaridad por un poco de pis y burbujas.
Henry le sonrió y señaló todo el desván con un gesto amplio de su brazo.
—Pago por el ambiente, Thomas.
—Ambiéntame el culo —bufó Thomas—. Oye, acabo de acordarme. Alex tiene una caja de un Borgoña medio decente…
No hubiera hecho falta un hombre más fuerte que Henry Fitzroy para resistirse a tan tentadora oferta.
—No, gracias, Thomas. Nunca bebo… vino —se volvió para contemplar la habitación y, por un instante, se encontró frente a otra reunión.
Los atavíos, terciopelos brillantes de pavo real, satenes y lazos trocaban la alargada sala en un centelleante calidoscopio de color. Odiaba venir a la Corte y sólo hacía acto de presencia cuando su padre lo reclamaba. La falsa adulación, la pugna constante por la posición y el poder, el delicado equilibrio, capaz de destruir el alma, que uno se veía obligado a mantener si quería permanecer alejado del potro y la hoguera; todo ello provocaba que el joven Duque de Richmond apretase con fuerza los dientes.
Mientras atravesaba el salón, cada rostro que se volvía para saludarlo lucía idéntica expresión: una máscara de frágil alegría sobre una mezcla a partes iguales de hastío, sospecha y miedo.
Entonces el ritmo Heavy Metal de Anthrax devolvió la melodía de «Greensleeves» al pasado. El terciopelo y las joyas se transformaron en cuero negro, goma y plástico. La frágil alegría ya sólo ocultaba hastío. Henry lo consideraba una mejora.
Debería estar en la calle, pensó mientras se abría camino hasta el bar-cocina, repasando discusiones pasadas sobre los recientes asesinatos y las criaturas a las que se les atribuían. No encontraré al niño aquí… Pero no se había alimentado desde la noche del martes. Quizá el frenesí había acabado y hubiese pasado a la siguiente fase de su metamorfosis. Pero el progenitor… sus manos se convirtieron en puños. Un agudo dolor se levantó desde el interior del vendaje que protegía su ampollada mano derecha. El progenitor todavía debe ser encontrado. Esto sí que podía hacerlo allí. En el desván de Alex había sentido en dos ocasiones la presencia de otro depredador en el aire. Entonces lo había dejado pasar. Los aromas de tantas sangres diferentes convertían en una pérdida de tiempo el dedicarse a buscar a un posible competidor. Esta noche, si volvía a ocurrir, perdería ese tiempo.
Repentinamente, advirtió que se le abría un camino franco en medio de la atestada sala y se apresuró a cambiar su expresión. Los hombres y las mujeres que se reunían allí, con las caras pintadas y el cuerpo lleno de joyas, estaban todavía lo suficientemente próximos a sus primitivos orígenes como para reconocer a un cazador que caminase entre ellos.
Con esta son ya tres veces; el guardia de seguridad, el sol y esta. Te clavarás tú mismo las estacas si no eres más cuidadoso, idiota. ¿Qué es lo que le estaba ocurriendo últimamente?
—Eh, Henry, qué caro eres de ver. —Alex, el dueño del desván, envolvió con un brazo largo y desnudo los hombros de Henry, colocó una botella abierta de agua en sus manos y lo condujo en dirección contraría a la barra—. Hay alguien que necesita hablar contigo, tío.
—¿Alguien que necesita hablar conmigo? —Henry se dejó conducir. Esa era la manera en que la mayoría de la gente trataba con Alex. La resistencia costaba demasiada energía—. ¿Quién?
Alex sonrió desde las alturas de sus casi dos metros y le guiñó un ojo de forma ostentosa.
—Ah, ahora mismo te enterarás. ¿Qué te has hecho en la mano?
Henry dedicó una mirada a su vendaje. Incluso en medio de la débil luz del local parecía brillar en agudo contraste con el cuero negro del puño.
—Me quemé.
—Las quemaduras son jodidas. ¿Cocinando?
—Podrías decirlo así —sus labios se agitaron pese a que se dijo severamente que no resultaba divertido.
—¿Cuál es el chiste?
—Me llevaría mucho tiempo explicarlo. ¿Qué tal si tú me explicas algo a mí?
—Pregunta, macho.
—¿A que viene el falso acento jamaicano?
—¿Falso? —la voz de Alex se elevó por encima de la música y media docena de clientes se agacharon al ver que agitaba su brazo libre como si fuese el aspa de un molino de viento—. ¿Falso? No hay nada falso en este acento, tío. Sólo estoy volviendo a las raíces.
—Alex, tú eres de Halifax.
—Tengo raíces más profundas que las tuyas, te apuesto lo que quieras —le dio un fuerte empujón mientras, abandonando su acento, añadía—. Ahí vas, tronco, entregado según las instrucciones.
La mujer que se sentaba sobre los escalones que conducían al estudio privado de Alex era considerablemente más baja que el metro setenta de Henry. Su escasa estatura, combinada con sus vaqueros con rodilleras y un suéter que le estaba grande, le confería un aire de niña abandonada que su recortado cabello color platino y la intensidad de su expresión desmentían por completo.
Liberándose del abrazo del Alex, Henry ejecutó una reverencia perfecta, de acuerdo a los usos del siglo dieciséis… aunque nadie en la habitación podía reconocerla como tal.
—Isabel —dijo con tono grave.
Isabel dejó escapar un bufido, se aproximó, lo agarró por las solapas y apretó la boca de él contra la suya.
Henry devolvió el beso con entusiasmo, manteniendo hábilmente la lengua de la mujer apartada de sus afilados colmillos. No había estado seguro de si se alimentaría esta noche. Ahora lo estaba.
—Vaya. Si vais a entregaros a tan descarada demostración de heterosexualidad en mi casa, me largo —exhibiendo una exagerada flojera en la muñeca, Alex se fundió con la multitud.
—Volverá a cambiar de personalidad antes de que llegue a la puerta —observó Henry mientras tomaba asiento en los escalones, junto a ella. Sus muslos se tocaron y pudo sentir cómo crecía su hambre.
—Alex tiene más rostros que nadie que yo conozca —dijo Isabel, levantando su botella de cerveza y rascando la etiqueta.
Henry deslizó un dedo sobre la frente de la mujer. Su piel había sido blanqueada para hacer juego con su cabello.
—Todos llevamos máscaras.
Bajo el dedo de Henry, Isabel arrugó la frente.
—Qué profundo. ¿Y todos nos quitamos las máscaras a medianoche?
—No —no pudo evitar que la melancolía asomase a su voz. Se daba cuenta de la fuente de su reciente descontento. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que hubiera podido confiarle a alguien la realidad de lo que él era y lo que todo ello significaba. Demasiado tiempo desde la última vez que había podido hallar a un mortal con quien compartir un lazo que consistiera en algo más que sangre y sexo. Y el que un niño, creado del más profundo lazo que podían llegar a compartir un mortal y un vampiro, pudiese ser abandonado, afilaba su sentimiento de soledad hasta convertirlo en la hoja de una navaja.
Sintió la mano de Isabel sobre su mejilla, vio la perpleja compasión en su rostro y supo que, por segunda vez aquella noche, había dejado que su máscara cayera al suelo. Comenzaba a sospechar que, de no encontrar pronto a ese alguien en quien confiar, la decisión sería tomada por él y sus secretos serían expuestos por su necesidad lo quisiera él o no.
—Así que —haciendo un esfuerzo, volvió a concentrarse en el momento presente—, ¿cómo fue la función?
—En marzo. En Sadbury —se encogió de hombros, volviendo al presente con él, ya que eso era lo que parecía querer—. No hay mucho más que decir.
Si no puedes compartir la verdad, hay cosas peores que tener a alguien con quien compartir las máscaras. Su mirada se posó sobre una tenue línea azul que desaparecía bajo el borde de su suéter y el pensamiento de la sangre fluyendo tan cerca de la superficie le agitó la respiración. Era hambre, no lujuria, pero suponía que al final acabarían por ser más o menos la misma cosa.
—¿Cuánto tiempo te quedas en la ciudad?
—Sólo esta noche y mañana.
—Entonces no deberíamos desperdiciar el poco tiempo del que disponemos.
Ella enlazó sus dedos con los de él, ignorando el vendaje. Se levantó y se lo llevó consigo.
—Pensé que nunca me lo ibas a pedir.
Noche del sábado, a las 11:15. Norman advirtió que se había quedado sin carbón para el hibachi y que la única tienda en la que podía comprarlo había cerrado a las nueve. Consideró la posibilidad de utilizar un sustituto y finalmente decidió que no tenía sentido modificar un sistema que hasta entonces había funcionado.
La noche del sábado transcurrió tranquila.
La noche del domingo…
—Maldita sea. ¡Maldita sea! ¡MALDITA SEA!
La señora Kopolous chasqueó la lengua y frunció el ceño. No a causa de las palabras de Vicki, como podría haber ocurrido cualquier otro día, sino por el titular del diario sensacionalista que descansaba sobre su mostrador.
«EL VAMPIRO MATA A UN ESTUDIANTE; joven encontrado sin sangre en York Mills»