evantó el brazo de la mujer y deslizó su lengua a lo largo de la suave piel del interior de su muñeca. Ella gimió y echó la cabeza hacia atrás. Respiraba entrecortadamente.
Casi.
La observaba con toda su atención, y cuando su éxtasis comenzó a levantar el vuelo, cuando su cuerpo se arqueó dulcemente debajo del suyo, tomó entre sus afilados dientes la diminuta vena pulsante que había en la base de su pulgar y mordió. El leve dolor no era más que otra sensación para un cuerpo ya emborrachado de ellas; y mientras ella se sacudía entre las olas de su orgasmo, él bebió.
Acabaron al mismo tiempo.
Él levantó el torso y con gentileza apartó una húmedo mechón de pelo color caoba del rostro de la mujer.
—Gracias —dijo suavemente.
—No. Gracias a ti —murmuró ella como respuesta. Tomó su mano y plantó un delicado beso sobre la palma.
Después se mantuvieron en silencio durante algún tiempo. Ella iba y venía, al borde del sueño. Él describía con caricias dibujos sobre las suaves curvas de su pecho, siguiendo las líneas azules de las venas bajo la piel con las yemas de los dedos. Ahora que se había alimentado ya no distraían su atención. Cuando estuvo seguro de que la sustancia coagulante de su saliva había hecho efecto y las diminutas laceraciones de su muñeca no sangrarían más, desenredó sus piernas de las de ella y se dirigió hacia el baño para asearse.
Ella despertó mientras se vestía.
—¿Henry?
—Aún estoy aquí, Caroline.
—Ahora sí. Pero te marchas.
—Tengo trabajo que hacer.
Se puso un suéter y reapareció en la habitación, parpadeando por causa de la repentina luz proveniente de la lámpara de la mesita de noche. Largos años de práctica le habían enseñado a no retroceder en circunstancias como esta, pero de todos modos tuvo que apartar el rostro para darle a sus sensibles ojos el tiempo de recuperarse.
—¿Por qué no puedes trabajar durante el día, como una persona normal? —protestó Caroline, recogiendo el edredón de los pies de la cama y arrebujándose debajo de él—. Entonces podrías concederme todas las noches a mí.
Él sonrió y contestó con absoluta sinceridad:
—No puedo pensar durante el día.
—Escritores —suspiró.
—Escritores —concedió él. Se inclinó y posó un beso sobre su nariz—. Somos una raza diferente.
—¿Me vas a llamar?
—Tan pronto como tenga tiempo.
—¡Hombres!
Él se acercó a la mesilla de noche y apagó la lámpara.
—Eso también.
Evitando con destreza las manos que lo buscaban a tientas, le dio un beso de despedida y abandonó en silencio el dormitorio. El apartamento estaba a oscuras. Detrás de él, el ritmo de la respiración de la muchacha cambió casi de inmediato. Supo que se había quedado dormida. Normalmente le ocurría inmediatamente después de que acabaran, y no solía estar consciente cuando él se marchaba. Era una de las cosas que más le gustaba de ella, porque significaba que no tenía que improvisar incómodos argumentos sobre las razones de que jamás se quedase a pasar la noche.
Se puso el abrigo y las botas y salió del apartamento. El sonido de la cerradura al cerrar la puerta chasqueó en uno de sus oídos. En ciertos aspectos, esta era la época más segura en la que había vivido. En otros, la más peligrosa.
Caroline no albergaba sospechas sobre lo que él era realmente. Para ella no era más que un placentero interludio, un compañero eventual, sexo sin culpa. Ni siquiera había tenido que esforzarse demasiado para que las cosas fueran de aquella manera.
Frunció el ceño al encontrarse con su imagen en el espejo del ascensor. «Quiero más». La inquietud había estado creciendo en su interior durante algún tiempo, arañando las paredes de su alma, robándole la poca paz con que contaba. El acto de alimentarse le había ayudado a aliviarla, pero no lo suficiente. Ahogando un grito de frustración, giró sobre sus talones y golpeó las paredes de plástico con las palmas de las manos. En aquel espacio cerrado, el golpe resonó como un disparo. Un patrón de intrincadas grietas emergió a la superficie de sus manos. Las palmas le ardían, pero el estallido de violencia parecía haber limado la agudeza de su inquietud.
Nadie esperaba en el vestíbulo para investigar la causa del sonido y Henry abandonó el edificio de un humor casi alegre.
Hacía frío en la calle. Se anudó la bufanda y se levantó el cuello de la gabardina. Su naturaleza le hacía menos susceptible que los mortales a las inclemencias del tiempo, pero eso no significaba que le gustase sentir el roce del viento helado arrastrándose por su espalda. Recorrió el corto trecho que separaba la manzana de Bloor, giró hacia el este y se encaminó hacia su casa, con el extremo de su gabardina de cuero agitándose a la altura de sus pies.
Pese a que casi era ya la una de la madrugada y a que definitivamente la primavera había decidido retrasarse aquel año, las calles no estaban todavía vacías. Aún podía verse un cierto tranco desplazándose con rutinaria regularidad a lo largo del eje este-oeste de la ciudad, y cuanto más se acercaba a Yonge y Bloor, la intersección principal de la ciudad, más numerosa era la gente que poblaba las aceras. Era una de las cosas que más le gustaba de esta parte de la ciudad, el hecho de que nunca parecía dormir del todo; y era precisamente la razón de que hubiese querido tener su casa lo más cercana posible a ella. Dos manzanas más allá de Yonge giró en una rotonda y siguió la curva que describía hasta el portal de su edificio.
En su momento había habitado toda clase de castillos imaginables, un buen número de casas de campo muy apartadas e incluso una cripta o dos durante los malos tiempos, pero habían pasado siglos desde la última vez que poseyera un refugio que se adaptara tan bien a sus necesidades como el apartamento que había adquirido en el corazón de Toronto.
—Buenas noches, señor Fitzroy.
—Buenas noches, Greg. ¿Alguna novedad?
El guardia de seguridad sonrió y alargó la mano hacia el sistema de apertura de la puerta.
—Esto está tranquilo como una tumba, señor.
Henry Fitzroy levantó una ceja de color rubio rojizo pero esperó a que el guardia hubiese abierto la puerta y el timbre cesase en su cacofonía electrónica antes de preguntar:
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Greg sonrió de oreja a oreja.
—Trabajé como guardia de seguridad en el cementerio del Monte Pleasant.
Henry sacudió la cabeza y le devolvió la sonrisa.
—Debí suponer que tendrías una respuesta preparada.
—Sí, señor. Así es. Buenas noches, señor.
La pesada puerta de cristal dio por terminada la conversación, así que mientras Greg volvía a coger su periódico, Henry musitó un silencioso buenas noches y se dirigió hacia los ascensores. Entonces se detuvo. Se volvió hacia la puerta de cristal.
«UN VAMPIRO ACECHA EN LA CIUDAD»
Moviendo los labios mientras leía, Greg depositó el periódico sobre su mesa. El titular ya no estaba a la vista.
Henry abrió la puerta, sintiendo que su vida había quedado reducida a seis palabras.
—¿Ha olvidado algo, señor Fitzroy?
—El periódico. Déjamelo ver.
Sobrecogido por el tono, Greg obedeció la orden. Levantó el diario de la mesa y Henry se lo arrebató de las manos.
«UN VAMPIRO ACECHA EN LA CIUDAD»
Lentamente, sin hacer movimientos bruscos, Greg echó la silla hacia atrás, poniendo tanta distancia como le era posible entre él y el hombre que había al otro lado de la mesa. No estaba seguro de por qué lo hacía, salvo acaso porque en sus sesenta y tres años, y después de haber sobrevivido a dos guerras, no había visto jamás una expresión como la que ahora podía leerse en el rostro de Henry Fitzroy. Y esperaba no volver a verla, porque la furia que mostraba era más que humana y el terror que provocaba resultaba más de lo que el espíritu humano podía resistir.
Dios mío, por favor, que no se vuelva hacia mí…
Los minutos se estiraban y el papel se combaba bajo unos dedos tensos.
—Eh, señor Fitzroy…
Unos ojos de color avellana, como humo helado, abandonaron su lectura. Paralizado por la intensidad de su brillo, el aterrorizado guardia tuvo que tragar saliva una; dos veces, antes de poder continuar.
—… puede, eh, quedarse con el periódico.
El miedo que revelaban las palabras del guardia de seguridad se abrió camino sobre la furia de Henry. Había peligro en el miedo. Con un esfuerzo, Henry envolvió de nuevo a su alma de depredador con el barniz civilizado que tan cuidadosamente había construido a lo largo de los años.
—¡Odio esta clase de sensacionalismos! —arrojó el periódico con fuerza sobre la mesa.
Greg dio un respingo y la silla, impulsada hacia atrás, fue a chocar contra la pared.
—Jugar tan alegremente con los miedos del público es una muestra de irresponsabilidad periodística. —Henry suspiró y cubrió su furia con una pátina de hastiado enojo. Cuatrocientos cincuenta años de práctica le habían permitido elaborar una máscara verosímil, a pesar de lo incómodo que le resultaba llevarla en los últimos tiempos—. Nos hacen parecer malos a todos.
Greg suspiró a su vez y se palmeó los muslos con las manos, aceptando aparentemente la explicación.
—Supongo que para los escritores resulta un tema muy delicado —ofreció.
—Para algunos sí —contestó Henry—. ¿Está seguro de lo del periódico? ¿No le importa que me lo quede?
—Por supuesto, señor Fitzroy. Ya he visto los resultados del hockey —su mente había comenzado ya a racionalizar lo que acababa de ver, añadiendo explicaciones que lo hacían posible, que lo hacían soportable, pero a pesar de ello no volvió a acercarse a la mesa hasta que la puerta del ascensor se hubo cerrado y el indicador luminoso comenzó a ascender.
Henry, los músculos agarrotados por el esfuerzo de mantenerse en calma, se concentraba en respirar, en controlar la furia en vez de dejar que esta le controlase a él. En esta época los de su raza sólo podían tener esperanzas de sobrevivir si se mezclaban y pasaban inadvertidos y él había cometido un error fatal al dejar que su espontánea reacción frente al titular fuera presenciada. El permitir que aflorara su verdadera naturaleza en la privacidad de un ascensor vacío no podía hacer mucho daño, pero hacerlo delante de un testigo mortal era ciertamente harina de otro costal. No es que esperase que Greg comenzara a señalarlo con el dedo gritando «vampiro»…
La culpa que sentía por aterrorizar al anciano colaboró también a dulcificar su cólera. Le gustaba Greg; en este mundo de igualdad y democracia era bueno encontrarse con un hombre dispuesto a servir. Su actitud le recordaba constantemente a un hombre que vivía en sus tierras cuando él era pequeño. Este recuerdo le devolvió por un instante a una época más sencilla.
Cuando las puertas del ascensor se cerraron, lo hizo subir hasta el decimocuarto piso. Una vez allí, sostuvo las puertas para que la señora Hughes y su mastín pudieran entrar. Como de costumbre, el perro pasó a su lado completamente rígido, con el pelaje erizado y un gruñido sordo en el fondo de la garganta. La señora Hughes, también como de costumbre, esbozó una disculpa.
—Realmente no me lo explico, señor Fitzroy. Normalmente Owen es un perro tan cariñoso. Él nunca… ¡Owen!
El mastín, agitado por el deseo de atacar, maniobró para colocar su enorme cuerpo entre su dueña y el hombre de la puerta, como si tratase de poner la máxima distancia posible entre ella y la amenaza que percibía.
—No se preocupe por ello, señora Hughes. —Henry apartó la mano y las puertas comenzaron a cerrarse—. No todo el mundo tiene por qué gustarle a Owen. —Un instante antes de que las puertas se cerrasen por completo, le dedicó una sonrisa al animal y le enseñó los dientes. El mastín reconoció el gesto como lo que era y trató de abalanzarse sobre él. Mientras los frenéticos ladridos se apagaban descendiendo hacia el vestíbulo, Henry esbozó una nueva sonrisa, esta vez más honesta.
Diez minutos a solas con aquel perro y los problemas que había entre ambos quedarían solucionados. La ley de la manada era muy simple: el más fuerte dominaba. Pero Owen siempre acompañaba a la señora Hughes y Henry dudaba que ella comprendiese esta sencilla verdad. Puesto que no quería llamar la atención de su vecina, toleraba la animosidad del animal. Era una lástima. Le gustaban los perros y no le costaría demasiado poner a Owen en su lugar.
Una vez en su apartamento, con las puertas bien cerradas detrás de sí, volvió a dedicar su atención al periódico y gruñó.
«UN VAMPIRO ACECHA EN LA CIUDAD»
La sangre de los cuerpos de Terri Neal y DeVerne Jones había sido drenada por completo.
Y él sabía que no era el responsable.
Con un brusco giro de su muñeca, arrojó el diario al otro lado de la habitación, sintiendo una leve satisfacción al ver sus hojas revoloteando hasta el suelo como pájaros heridos.
—¡Maldita sea, maldita sea, MALDITA SEA!
Se aproximó a la ventana, se quitó el abrigo y lo colgó en el perchero. Entonces corrió las cortinas que ocultaban la ciudad a la vista. Los vampiros eran una raza solitaria, seres que no se buscaban entre sí y que no se preocupaban de dónde vagaban sus hermanos y hermanas. Pese a que sospechaba que compartía su territorio con otros de su raza, lo cierto es que podía haber una decena de ellos moviéndose, viviendo, alimentándose entre los patrones de luz y sombra que formaban la noche, y Henry no sería más consciente de su presencia que cualquiera de los mortales entre los que se escondían.
Y lo peor de todo era que si el asesino era en efecto un vampiro, debía de ser uno de los niños, uno de los recién creados, porque sólo los que acababan de experimentar la transformación necesitaban sangre en tales cantidades y podrían matar con tan brutal abandono.
—No puede ser mío —dijo a la noche, apoyando la frente contra el helado cristal. Era tanto una plegaría como una afirmación. Todos los de su raza temían el dar a luz a tales monstruos, un niño accidental, un cambio fortuito. Pero él había sido cuidadoso; nunca se alimentaba de la misma presa hasta asegurarse de que la sangre hubiese tenido tiempo de renovarse, nunca se arriesgaba a que su propia sangre pasase al otro. Algún día tendría un hijo, sí, pero este cambiaría por elección, como él mismo había hecho, y cuando lo hiciese le tendría allí para guiarlo, para mantenerlo a salvo.
No. No era suyo. Pero a pesar de ello no podía dejar que siguiera aterrorizando a la ciudad. El miedo no había cambiado con el paso de los siglos, como tampoco lo habían hecho las reacciones de la gente frente a él. Y en una ciudad aterrorizada podrían brotar las antorchas y las estacas afiladas… o los equivalentes proporcionados por la ciencia del siglo XX.
—Y yo deseo menos que nadie pasarme lo que me resta de vida atado a una mesa de operaciones hasta que decidan cortarme la cabeza y llenarme la boca de ajo —le contó a la noche.
Encontraría al niño antes de que lo hiciera la Policía. Antes de que la solución del enigma engendrase más preguntas de las que resolvería. Encontraría al niño y lo destruiría, porque sin un lazo de sangre no podría controlarlo.
—Y entonces —levantó la cabeza y mostró los dientes— encontraré a su progenitor.
—Buenos días, señora Kopolous.
—Hola cariño. Esta mañana llegas temprano.
—No podía dormir —le contó Vicki mientras se aproximaba a la parte trasera de la tienda, donde se encontraban los refrigeradores—. Y me había quedado sin leche.
—Coge los cartones. Están de oferta.
—No me gustan los cartones —con el rabillo del ojo pudo ver a la señora Kopolous expresando silenciosamente la no demasiado favorable opinión que le merecía alguien que se negaba a ahorrarse cuarenta y nueve centavos. Tomó una botella y volvió a la caja—. ¿No han llegado los periódicos?
—Sí, sí. Están aquí mismo, cariño —se inclinó sobre los montones, ocultando con su voluminoso cuerpo los titulares. Cuando se enderezó llevaba consigo un ejemplar de cada uno de los diarios matutinos. Los colocó junto a la caja registradora.
«LOS SABERS VENCEN A LOS LEAFS POR 10-2».
Vicki, que no era consciente de que había estado conteniendo la respiración, dejó escapar un suspiro. Si la prensa no hacía mención de otro asesinato —dejando aparte la carnicería que aparentemente tenía lugar en las eliminatorias de la división— significaba que la ciudad había conseguido pasar una noche a salvo.
—Esas cosas horribles… estás metida en ello, ¿verdad?
—¿Qué cosas horribles, señora Kopolous? —recogió su cambio y entonces compró un huevo de Pascua con crema. Qué demonios. Después de todo había algo que celebrar.
La señora Kopolous sacudió la cabeza, pero si su gesto se debía a lo del huevo o hacía referencia a la vida en general, resultaba imposible de saber para Vicki.
—Es que estás mirando los periódicos con la misma expresión que tenías cuando aquellas niñas fueron asesinadas.
—¡Eso fue hace dos años! —dos años y una vida entera.
—Lo sé, dos años. Pero esta vez no te toca a ti involucrarte en este asunto de bebedores de sangre —cerró la caja registradora con fuerza—. Esta vez es algo sucio.
—Es que nunca ha sido algo limpio —protestó Vicki, alojando los periódicos bajo su brazo.
—Ya sabes lo que quiero decir.
Su tono no dejaba lugar a la argumentación.
—Sí. Lo sé —se volvió para marcharse, se detuvo y entonces se volvió de nuevo hacia el mostrador—. Señora Kopolous, ¿cree usted en vampiros?
La anciana agitó la mano en un gesto expresivo.
—No creo que sea todo una fantasía —dijo, arrugando las cejas para darle más énfasis a sus palabras—. Hay más cosas en el Cielo y en la Tierra…
Vicki sonrió.
—¿Shakespeare?
La expresión de la señora Kopolous no se dulcificó.
—Sólo porque lo dijera un poeta no significa que sea menos cierto.
A las 7:14 Vicki estaba de vuelta en su edificio, una construcción de piedra rojiza ubicada en pleno centro de Chinatown. El vecindario comenzaba a despertar. Consideró la posibilidad de ir a correr un rato antes de que los niveles de monóxido de carbono aumentaran, pero la abandonó después de una inhalación experimental. Teóricamente era primavera, pero ya habría tiempo más que suficiente para correr cuando la temperatura se ajustase a la estación. Mientras ascendía las escaleras de dos en dos, agradeció al cielo la afortunada combinación genética que le proporcionaba un cuerpo de atleta a cambio de un mínimo de mantenimiento. Aunque, a la edad de treinta y uno, no podía decirse cuánto tiempo le duraría esa suerte…
Acosada por una punzada de remordimiento, realizó una tabla de ejercicios mientras escuchaba las noticias de las 7:30.
A las 8:28 había ojeado los tres periódicos, se había bebido una tetera y media y ya tenía preparada la factura por el asunto de Foo Chan para ser enviada por correo. Echando la silla para atrás, se limpió las gafas, dejando que su mundo se estrechase, convertido en un círculo con un techo de estuco.
Más cosas en el Cielo y en la Tierra… No sabía si creía en los vampiros, pero en lo que sí creía sin ningún género de dudas era en lo que le decían sus sentidos, a pesar de que uno de ellos se hubiese vuelto menos fiable en los últimos tiempos. Había algo extraño en el interior de aquel túnel y ningún ser humano podría haber propinado un golpe como aquel. En su cabeza le daba vueltas a una frase leída en el artículo del periódico del miércoles: una fuente bien informada de la Oficina del Juez informa de que los cuerpos de Terri Neal y DeVerne Jones habían sido vaciados de sangre. Era consciente de que la cosa no le incumbía…
Brandon Singh se encontraba normalmente en su despacho de la Oficina del Juez desde las 8:30. Acompañado de su inevitable taza de té y su bizcocho, resultaba una persona encantadora y abordable hasta por lo menos las 8:45.
Pese a que ella ya no tenía ningún tipo de autoridad oficial que invocar, los jueces de instrucción eran de hecho cargos públicos, y ella seguía siendo uno de los ciudadanos que pagaban su sueldo con sus impuestos. Tomó su agenda de direcciones. Diablos, después de lo de Celluci, nada puede ser demasiado malo.
—Con el señor Singh, por favor. Sí, espero. —¿Porqué hacían siempre la misma pregunta estúpida?, se dijo mientras se colocaba las gafas en su sitio. Como si tuvieras otra opción…
—Aquí el doctor Singh.
—¿Brandon? Soy Vicki Nelson.
Su pesado acento de Oxford —la voz que adoptaba al teléfono— se aligeró.
—¿Victoria? Qué alegría oírte de nuevo. Has estado ocupada desde que dejaste el Cuerpo…
—Bastante, sí —admitió ella, apoyando uno de sus pies contra la esquina de su escritorio. Desde que muriera su abuela, allá por los setenta, el doctor Brandon Singh era la única persona que le había llamado Victoria. Ella nunca había sido capaz de determinar si era por aquel encanto del viejo mundo que lo adornaba o si, conocedor del hecho de que a ella le molestaba escuchar su nombre completo, lo hacía por pura y simple perversidad—. He abierto mi propia agencia de investigación.
—Oí un rumor al respecto, sí. Pero los rumores… —en su mente, Vicki podía verlo cortando el aire con los gestos de sus largas manos de cirujano—, los rumores también te colocaban, ciega como una piedra, vendiendo lápices en una esquina.
—No. Todavía no hemos llegado a eso —el enfado le robó la vida a su voz.
En contraste, la voz de Brandon se hizo más cálida.
—Victoria, lo siento. Sabes que no soy un hombre de tacto. Nunca he tenido demasiadas oportunidades de desarrollar mis buenos modales… —era un viejo chiste, uno que ambos recordaban desde su primer encuentro, en plena autopsia de un conocido traficante de drogas—. Pero, cambiando de tema —se detuvo para dar un sorbo, a cierta distancia del aparato, a juzgar por el volumen del sonido—, ¿qué puedo hacer por ti?
Vicki era una de las pocas personas a quienes no desconcertaba el hábito de Brandon de ir al grano en los asuntos sin mediar apenas un mínimo de conversación intrascendente y apreciaba el hecho de que él, que no mostraba tacto frente a los demás, tampoco lo reclamara a su vez. Una de sus frases favoritas para establecer el tono de una conversación era No malgastes mi tiempo. Soy un hombre muy ocupado.
—Ese artículo del periódico de ayer, el que hablaba de la pérdida de sangre de los cadáveres de Neal y Jones. ¿Decía la verdad?
Su tono formal regresó.
—No tenía noticias de que estuvieses ocupándote del caso.
—No lo hago, exactamente. Pero fui la que encontró el primer cuerpo.
—Cuéntamelo.
Y ella lo hizo; el intercambio de información era la moneda con que se pagaban los favores entre los funcionarios municipales y el hecho de que ella hubiese dejado de serlo carecía de importancia en este caso particular.
—¿Y en tu opinión profesional? —preguntó Brandon cuando ella hubo acabado su relato, con tono cuidadosamente neutral.
—En mi opinión profesional. —Vicki imitó su tono y sus palabras—, basada en mis tres años de experiencia en Homicidios, no tengo ni una sola pista sobre lo qué pudo haber causado la herida que vi. No es posible que un solo golpe desgarrara de aquella manera la piel, los músculos y los cartílagos.
Al otro lado de la línea, Brandon suspiró.
—Sí, sí. Sé lo que ocurrió y, francamente, no lo tengo más claro que tú. Y he estado tratando con este tipo de cosas bastante más tiempo que tres años. Pero para responder a tu pregunta inicial, la historia del periódico era esencialmente cierta; ignoro si se trataba de un vampiro o de un aspirador muy potente, pero los cuerpos de Neal y Jones fueron drenados hasta quedar casi secos.
—¿Drenados? —entonces no se trataba sólo de una pérdida masiva de sangre, algo que uno podría esperar en una herida de aquellas características—. Oh, Dios mío.
Escuchó a Brandon tomar otro trago.
—Sí, ¿verdad? —admitió él con sequedad—. Naturalmente, esto debe quedar entre tú y yo.
—Naturalmente.
—Entonces, si ya tienes toda la información que necesitabas…
—Si. Gracias, Brandon.
—Ha sido un placer, Victoria.
Durante algunos segundos se quedó sentada sin mirar a ningún lugar en particular, considerando las posibles implicaciones de lo que acababa de escuchar. Entonces unos pitidos provenientes del teléfono le recordaron que no había colgado, y al mismo tiempo la arrancaron de sus ensoñaciones.
—Drenados… —repitió—. Mierda —se preguntaba qué iba a hacer con ello la investigación oficial. No, sé honesta. Te estás preguntando que hará Mike Celluci con ello. Bien, no pensaba llamarle para descubrirlo. Aunque era la clase de cosa qué unos viejos amigos podrían discutir si uno de ellos había sido policía y el otro continuaba siéndolo. Salvo que, sin duda, él me dirá cualquier cosa desagradable, especialmente si piensa que estoy utilizando el asunto como excusa para poder mantener algún tipo de contacto con el Cuerpo.
¿Lo estaba haciendo?
Pensó en ello mientras escuchaba las pisadas del niño de tres años del piso de arriba corretear de un lado a otro por el comedor. Era un sonido tranquilizador, la clase de sonido que te dice todo-va-bien-en-el-universo, y utilizó su ritmo acompasado para mantener sus pensamientos en movimiento, para apartarse del pantano de lamentación en el que había pasado la mayor parte de los últimos ocho meses.
No, decidió por fin, no estaba utilizando aquel rosario de muertes como medio de tratar de aferrarse a lo que se había visto obligada a abandonar. Lo suyo era curiosidad, lisa y llanamente. La misma curiosidad que cualquier otro sentiría en circunstancias similares. La única diferencia era que ella contaba con un medio para satisfacerla.
—Y si Celluci no lo entiende así —murmuró mientras marcaba su número—, puede irse a tomar por… Buenos días. Mike Celluci, por favor. Sí, esperaré —algún día, se dijo mientras trataba de quitarle el papel a un viejo caramelo, voy a decir que no, no esperaré y le provocaré a la secretaria de alguien un ataque de histeria muy serio.
—Celluci.
—Buenos días. Soy Vicki.
—Ya. ¿Y bien? —definitivamente no podía decirse que pareciera encantado de escucharla—. ¿La cosa va de complicar mi vida con otro cadáver o se trata de una llamada amistosa a las…
Vicki consultó su reloj mientras él lo hacía con el suyo.
—… nueve y dos…
—Ocho cincuenta y ocho.
Él la ignoró.
—… un jueves por la mañana?
—No hay ningún cuerpo, Celluci. Sólo quería saber cómo marchaba la investigación hasta el momento.
—Eso es información policial, Vicki, y en el caso de que lo hayas olvidado debo recordarte que ya no eres policía.
La réplica dolió, pero no tanto como ella había esperado. Bien, dos podían jugar al mismo juego.
—Así que estáis en un callejón sin salida, ¿eh? ¿Sin ninguna salida? —pasó las páginas de uno de los periódicos con la suficiente fuerza como para que él pudiera escuchar el inconfundible crujido—. Los periódicos parecen haber dado con una respuesta —sacudiendo la cabeza, apartó el receptor de su oído para no resultar ensordecida por la réplica, expresada de manera enérgica, acerca de la opinión que le merecían ciertos periodistas, sus parientes y antecesores y sus descendientes. Sonrió. Aquello le estaba encantando.
—Buen intento, Mike, pero hablé con la Oficina del Juez y me ha confirmado la veracidad de la información.
—Estupendo. ¿Por qué no te leo entonces mi informe por teléfono? O, mejor aún, podría enviarte a alguien con una copia de la información sobre el caso y sin duda tú lo habrás resuelto, utilizando tu juego de detective Nancy Drew, para la hora de comer.
—¿Por qué no discutimos el asunto como seres inteligentes mientras cenamos? —¿Mientras cenamos? Dios, Dios. ¿Ha sido esa mi boca?
—¿Cenar?
Oh, bien, de perdidos al río, como solía decir la abuela.
—Sí, cenar. Ya sabes. Cuando te sientas por la noche y te metes comida en la boca.
—Oh, cenar. ¿Por qué no has empezado por ahí? —Vicki pudo notar alegría en su voz y su propia sonrisa se curvó a modo de respuesta. Mike Celluci era el único hombre al que había conocido cuyo humor cambiase tan rápidamente como el de ella. Puede que fuera por eso por lo que…—. ¿Invitas tú? —también era básicamente un bastardo roñoso.
—¿Por qué no? Lo deduciré como comida de negocios; consultando con el mejor funcionario de la ciudad.
Él bufó.
—Supongo que te acuerdas de que salgo a las siete.
—Allí estaré.
Colgó, volvió a colocarse las gafas y se preguntó qué era exactamente lo que se creía que estaba haciendo. Mientras hablaban —falso, mientras nos enzarzamos en el enfrentamiento verbal que utilizamos a modo de conversación—, casi había parecido como si los últimos ocho meses y las peleas anteriores no hubieran ocurrido nunca. O puede que su amistad fuera lo suficientemente fuerte como para emerger intacta desde donde ellos la habían abandonado. O podía ser, sólo podía ser, que ella hubiese encontrado un asidero para su vida.
—Y espero no haber mordido más de lo que puedo masticar —susurró al vacío apartamento.