BloodTop14

Henry salió de la ducha y frunció el ceño al encontrarse frente a su reflejo en el espejo de cuerpo entero. Los cortes menores y las abrasiones que había sufrido la noche anterior ya se habían curado. El corte más grave lo estaba haciendo y no le causaría problemas. Desenrolló la tira de esparadrapo de alrededor del vendaje de su brazo y con mucho cuidado tiró de la gasa. Dolía. Sospechaba que seguiría haciéndolo durante algún tiempo, pero por el momento podía utilizar el brazo si era cuidadoso. Habían pasado tantos años desde la última vez que sufriera una herida grave que su mayor problema sería acordarse de ello para no hacerse más daño.

Se volvió ligeramente de lado y sacudió la cabeza. Grandes manchas verdosas debidas a las contusiones que ya comenzaban a desvanecerse cubrían todavía la mayor parte de su cuerpo.

—De hecho, me resulta familiar…

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La punta de la lanza lo alcanzó por debajo del brazo derecho, lo levantó y lo arrojó de la silla. Durante el breve instante de un latido de corazón se quedó suspendido en el aire y entonces, mientras la multitud estallaba en vítores y aclamaciones, se desplomó con gran estrépito sobre el suelo. El sonido provocado por su armadura al chocar contra la tierra del campo de liza rebotaba en el interior de su cabeza tanto o más de lo que su cabeza rebotaba contra el interior del yelmo. Casi no le importarían las caídas si no fuesen tan rematadamente ruidosas.

Cerró los ojos. Sólo hasta que el ruido se detenga

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Cuando volvió a abrirlos se encontraba frente a sir Gilbert Talboy, el marido de su madre. ¿De dónde diablos ha salido?, se preguntó. ¿Dónde ha ido mi yelmo? Le gustaba sir Gilbert así que trató de esbozar una sonrisa. Pero su cara no parecía responder a las órdenes.

—¿Podéis levantaros, Henry? Su Gracia, el Rey, se está aproximando.

Las palabras de sir Gilbert estaban teñidas de una urgencia que atravesó el zumbido de los oídos de Henry. ¿Podría levantarse? No estaba muy seguro. Todo el cuerpo le dolía pero no parecía tener nada roto. El Rey, a quien no debía de haber complacido que hubiera sido desmontado, se mostraría menos complacido todavía si lo encontrada tendido sobre el polvo. Con los dientes apretados, permitió que sir Gilbert lo ayudara a ponerse de cuclillas y entonces, terminó de ponerse en pie.

Henry se balanceó pero, de alguna manera, consiguió mantener el equilibrio. Incluso después de que todas las manos que lo sostenían se hubiesen retirado. Su visión se enturbió y luego volvió a concentrarla en el Rey, una figura resplandeciente vestida de seda roja y tela dorada que se aproximaba desde la tribuna del campo de torneos. Desesperadamente, trató de reunir su disperso ingenio. No había gozado del favor de su padre desde que tontamente había dejado que se supiera que seguía considerando a Catalina la única y verdadera Reina de Inglaterra. Esta sería la primera vez que su padre hablaba con él desde que se había unido a aquella zorra luterana. Tres años después, la corte de Francia todavía bullía con las historias de su hermana mayor, María y Henry no podía creer que su padre hubiera colocado en el Trono a Ana Bolena.

Desgraciadamente, Enrique VIII había hecho exactamente eso.

Dando gracias a Dios porque su armadura no le permitiese inclinarse sobre una rodilla —dudaba de que una vez en el suelo pudiese volver a levantarse o, en su caso, controlar la caída—. Henry hizo una reverencia lo mejor que pudo y esperó a que el Rey hablara.

—Llevas el escudo demasiado lejos del cuerpo. Acércalo más y ningún hombre podrá introducir la punta de su lanza por debajo de él —levantó un brazo cuyas Reales manos estaban cubiertas de resplandeciente oro y pedrería y lo colocó doblado contra su costado—. Llévalo aquí.

La coraza se clavó contra una contusión particularmente sensible y Henry, sin poder evitarlo, dejó escapar un gemido.

—Te duele ¿no es así?

—No, Sire —admitir el dolor no haría mucho en favor de su causa.

—Bueno. Si no te duele ahora, lo hará más tarde —un cacareo sordo escapó de su garganta y entonces arrugó las cejas dorado-rojizas sobre un par de profundos y pequeños ojos—. No nos ha complacido verte tendido en el campo.

La siguiente respuesta era la que contaba. Henry se humedeció los labios.

—Lo siento, Sire. Ojalá hubieseis estado vos en mi lugar.

La gruesa cara enrojeció peligrosamente.

—¿Hubierais deseado ver a vuestro Soberano desmontado?

El área circundante se sumió inmediatamente en el silencio, mientras los cortesanos contenían la respiración.

—No, Sire, porque de haber estado vos en mi silla, habría sido sir John el que mordiese el polvo.

El Rey Enrique se volvió y contempló a sir John Gage, un hombre diez años más joven que él y que se encontraba en el cenit de su fuerza y su fortaleza. Comenzó a reír.

—Sí, gran verdad, muchacho. Pero el novio nunca participa en le justa no vaya a ser que se le rompa la lanza.

Tambaleándose a causa de una amistoso golpe en la espalda, Henry hubiera caído de no ser por la discreta ayuda de sir Gilbert. Rio con los otros, pues para eso había hecho el Rey un chiste, pero aunque estaba agradecido de volver a contar con su favor todo en lo que de verdad podía pensar era en sumergir su magullado cuerpo en un baño caliente.

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Henry levantó un brazo.

—Quizá un poco más delgado, pero definitivamente el mismo de siempre —dejó escapar un gemido cuando, al hacer girar los músculos de sus hombros, se rozó una de las abrasiones a medio curar. Heridas que en el pasado habrían tardado semanas o incluso meses en curarse, ahora desaparecían al cabo de pocos días—. Y, sin embargo, una buena armadura de torneo me hubiera venido a las mil maravillas la pasada noche.

La pasada noche… había tomado más sangre de Vicki y su joven amigo de la que habitualmente consumía al cabo de un mes. Ella le había salvado la vida, casi a costa de la propia, y le estaba agradecido, pero aquello no hacía sino provocar toda una nueva serie de complicaciones. Nuevas complicaciones que tendrían que esperar a que las viejas se hubiesen resuelto.

Se puso el reloj en torno a la muñeca. 8:10. Puede que Vicki hubiera llamado mientras él se encontraba en la ducha.

No lo había hecho.

—Magnífico. Norman Birdwell, universidad de York y te llamaré. Así que llama de una vez —se quedó mirando al teléfono. La espera era la peor parte del saber que el grimorio estaba ahí fuera, en alguna parte, a punto de ser utilizado.

Se vistió. 8:20. Todavía ninguna llamada.

Las guías de teléfonos estaban guardadas en el armario del pasillo. Las sacó, por si acaso. No figuraba ningún Norman Birdwell. De hecho, no aparecía un solo Birdwell.

El mensaje lo encadenaba al apartamento. Ella esperaría encontrarlo allí cuando llamase. No podía marcharse y comenzar a buscar por su cuenta. Y en cualquier caso, no tenía sentido hacerlo cuando ella estaba tan cerca.

8:56. Ya había recogido la mayoría de los cristales. El teléfono sonó.

—¿Vicki?

—Por favor, no cuelgue. Está usted hablando con un ordena…

Henry estrelló el auricular contra el teléfono con la suficiente fuerza como para agrietar el plástico.

—Maldita sea —volvió a escuchar el mensaje de Vicki, por tercera vez desde que se pusiera el sol y no le dijo nada nuevo. Esta vez colgó con más cuidado. Nada parecía haber sufrido daño excepto la carcasa.

9:17. El montón de chatarra metálica que había sido su televisión y la estructura de una mesita de café yacían apilados junto a la entrada, esperando a que los bajaran al cuarto de la basura. No estaba seguro de qué hacer con el sofá. Para ser sinceros, no le importaba un ápice el sofá. ¿Por qué no llamaba? 9:29. Todavía quedaban manchas sobre la alfombra y el balcón seguía sin tener puerta —aunque había cubierto la entrada con una plancha de madera contrachapada—, pero esencialmente todo rastro de la batalla había desaparecido del apartamento. Ya no quedaba ninguna tarea repetitiva y mecánica que le impidiese pensar. Y por alguna razón no podía dejar de pensar en el cuerpo quebrantado de una mujer, colgado de un gancho oxidado. —¡Maldita sea, Vicki! ¡Llama ya! El espacio vacío de la estantería atrajo su atención, y los remordimientos que hasta entonces había conseguido mantener a raya asaltaron las barricadas. El grimorio era suyo. La responsabilidad era suya. Si hubiera sido más fuerte. Si hubiera sido más rápido. Si hubiera sido más listo. Con sus cuatrocientos cincuenta años de experiencia debiera haber sido capaz de mostrar más inteligencia que un único mortal cuya edad no era siquiera la décima parte de la suya.

Miró a la ciudad lleno de pesar.

—Debería haber… —dejó que su voz se apagara. No había nada que pudiera haber hecho de forma diferente. Aunque hubiera seguido creyendo que el asesino era un niño abandonado de su raza, aunque Vicki no se hubiera topado con él mientras se inclinaba sobre aquel cadáver, aunque no se hubiera decidido a confiar en ella, nada de todo aquello hubiera cambiado la batalla de la noche pasada. Nada hubiera cambiado su derrota y la pérdida del grimorio. Lo único que podría haber cambiado el desenlace habría sido la destrucción del grimorio cuando cayó en sus manos, en el siglo diecinueve y, francamente, dudaba que hubiese podido destruirlo, entonces o ahora.

Con la mano derecha se sujetaba ligeramente el antebrazo izquierdo. En contraste con el austero blanco de la venda, su piel parecía aún más pálida que de costumbre.

—Sin embargo —reconoció—, si Vicki no se hubiera cruzado en mi camino yo estaría muerto —y entonces no quedaría nadie para impedir la llegada del Señor Demoníaco. Se mordió los labios—. Aunque no es que esté haciendo demasiado para impedirlo.

¿Por qué no llamaba?

Comenzó a caminar, adelante y atrás, adelante y atrás, junto a la ventana.

Ella había perdido mucha sangre la noche anterior. ¿Se habría topado con algún problema que su debilidad le hubiera impedido solventar?

Recordó el tacto de la carne muerta de Ginevra contra sus manos mientras la descolgaba. Había estado tan viva. Tan viva como Vicki…

¿Por qué no llamaba?

sep

Hacía ya un buen rato que se encontraba consciente y desde entonces había permanecido inmóvil, tendida, con los ojos cerrados, esperando que el latido que azotaba sus sienes dejase de retumbar en sus oídos. El tiempo era esencial, sí, pero cualquier movimiento brusco la haría vomitar, y no veía en qué podría eso ayudarlas. Era mejor aguardar, reunir toda la información y todas las fuerzas posibles y moverse sólo cuando pudiera conseguir algo.

Lamió sus labios y notó el sabor de la sangre. Podía sentir su cálida humedad descendiendo morosamente desde su nariz.

Le habían atado los pies por los tobillos. Igualmente, sus brazos estaban maniatados juntos, desde las muñecas hasta casi los codos; sus ataduras eran de tela, no cuerdas. La habían tendido sobre un costado, con las rodillas alzadas y la mejilla izquierda sobre una superficie dura y pegajosa. Probablemente el suelo. Alguien le había quitado la chaqueta. Sus gafas no estaban sobre su nariz. El pánico la asaltó al darse cuenta de ello y tuvo que esforzarse por contenerlo.

Podía oír —o quizá sentir— unos pasos cercanos, detrás de ella y una respiración gangosa proveniente de la misma dirección. Norman. De la dirección opuesta le llegaba una respiración agitada y cortante, cada exhalación un gruñido de furia. Coreen.

Así que todavía está viva. Bien. Y por cómo suena su respiración, no parece herida. Mejor aún. Vicki sospechaba que Coreen estaba también atada. De otro modo, no se hubiera quedado tan quieta. Con todo, esto es algo bueno. Poca gente muere tan deprisa como los héroes aficionados. Claro que, no es que los profesionales lo estén haciendo mucho mejor, añadió, mientras una aguja candente se abría paso por la parte trasera de su cabeza.

Durante un momento no pudo más que repetir para sus adentros si Coreen no hubiera interferido, hasta que el nuevo dolor se confundió sobre el fondo del antiguo.

La peste residual dejada en el ambiente por el demonio era muy fuerte. Y se mezclaba con los olores del carbón ardiente, las velas, los ambientadores de aire y las tostadas. Sólo en un edificio acostumbrado a la presencia de estudiantes hubiera sido posible una cosa como aquella.

—Podrías ofrecerme algo, ¿sabes? Me muero de hambre.

—Ya comerás después.

Vicki no se sorprendió de que Norman hablara con la boca llena. Probablemente se saca los mocos y lleva calcetines con las sandalias. En todos los aspectos, un gran tipo.

—¿Después de qué?

—Después de que el Señor Demoníaco te haga mía.

—¡Sé realista, Birdwell! Los demonios no son tan poderosos.

Norman lanzó una carcajada.

Unos dedos helados dibujaron un patrón arriba y debajo de la columna vertebral de Vicki y tuvo que contenerse con todas sus fuerzas para no volverse. No quería que la cosa en que se había convertido Norman Birdwell estuviera a su espalda. Había oído una vez a un hombre reír de aquella manera. El equipo de los SWAT había necesitado siete horas para acabar con él, y entre tanto habían perdido dos de los rehenes.

—Ya verás —dijo, mientras masticaba la tostada—. Primero había pensado en cortarte en pedacitos, muy, muy despacio. Después iba a utilizarte como parte del ritual para invocar al Señor Demoníaco. ¿Te he dicho ya que necesito una vida? Hasta que apareciste, había pensado en utilizar al niño del apartamento del otro lado del pasillo —su voz se hizo más cercana y pudo sentir un dedo extendido tocando su espalda—. Ahora he decidido utilizarla a ella y conservarte a ti para mí.

—¡Eres repugnante, Birdwell!

—¡NO DIGAS ESO!

Contusionada o no, Vicki abrió los ojos justo a tiempo para ver cómo Norman se arrojaba hacia delante y abofeteaba a Coreen en el rostro. Privada de sus gafas, apenas percibía los detalles, pero por la manera en que había sonado, debía de haber sido un golpe muy fuerte.

—¿Te he hecho daño? —preguntó. La furia había desaparecido de su voz tan repentinamente como apareciera.

La brillante masa de cabello de Coreen se agitó de un lado a otro mientras sacudía la cabeza.

—No —le dijo levantando la barbilla. Había un rastro de miedo en su voz, pero por encima de él, la rabia seguía siendo mucho más poderosa.

—Oh. —Norman se terminó la tostada y se limpió las manos en el pantalón vaquero—. Bueno. Ya te lo haré.

Vicki podía comprender la furia de Coreen y la aprobaba. Ella misma estaba furiosa. Por la situación, por Norman, por su impotencia. Pero, aunque hubiera preferido vociferar y gritar, se esforzaba obstinadamente por mantener su rabia a raya. Liberarla ahora, cuando se encontraba maniatada, no le haría ningún bien a ella, ni a Coreen, ni a la ciudad. Aspiró profundamente y dejó escapar el aire con lentitud. Se sentía como si su cabeza estuviese suspendida en un peligroso equilibrio sobre el fin del mundo y un movimiento en falso pudiese hacerla caer al infinito.

—Perdone —no había pretendido susurrar, pero sus exiguas fuerzas no daban para más.

Norman se volvió.

—¿Sí?

—Me preguntaba… —Traga saliva. Combate el dolor. Continua—… si podría… mis gafas —respira, dos, tres, mientras Norman espera pacientemente. No se va a marchar a ninguna parte, después de todo—. Sin ellas no puedo ver lo que está haciendo.

—Oh —aunque no podía verlo, casi podía sentir cómo se arrugaban sus cejas—. No sería justo que te perdieras esto.

Abandonó al trote su línea de visión para buscarlas. Así que no sería justo, ¿eh? Bien, supongo que debo alegrarme de que no haya decidido vender entradas para la función.

—Ten —acuclillado sobre ella, colocó muy cuidadosamente las patillas de plástico sobre sus orejas y subió las gafas hasta lo alto de su nariz con un delicado empujón—. ¿Mejor?

Vicki parpadeó mientras sus ojos comenzaban a enfocar el intricado diseño que dibujaban las puntadas de sus botas de vaquero.

—Mucho mejor. Gracias —tan de cerca y considerando sólo sus rasgos y no la expresión, no podía considerársele tan poco atractivo. Quizá un poco delgado y desgarbado, pero eso era algo que se solucionaría con el tiempo. Un tiempo con el que tristemente, y gracias a Norman Birdwell, ninguno de ellos contaba.

—Bien —le dio unas palmadas en las mejillas y el toque, sutil como había sido, provocó ondas de dolor por toda su cabeza—. Te diré lo mismo que le he dicho a ella. Si gritas o haces cualquier sonido fuerte, os mato a las dos —se incorporó y continuó—. Ahora voy a lavarme los dientes. Siempre me los cepillo después de comer —extrajo de su bolsillo lo que parecía ser un grueso bolígrafo y desenroscó el capuchón. Era un cepillo de dientes portátil, con un depósito de pasta de dientes en el mango—. Deberíais tener uno de estos —les dijo, haciendo una demostración de su funcionamiento. Su tono era santurronamente presumido—. Yo nunca he tenido una caries.

Por suerte no esperó a que respondieran.

Alguna providencia afortunada había situado a Coreen justo al otro lado de la pequeña habitación, por lo que Vicki no necesitaba mover la cabeza para verla. Estudió a la joven durante unos segundos y advirtió la contusión rojiza que coloreaba una de sus pálidas mejillas. Incluso con las gafas experimentaba dificultades para enfocar la vista.

—¿Estás bien? —preguntó en voz baja.

—¿Tú qué crees? —Coreen no se molestó en bajar la voz—. Estoy atada a una de las sillas de la cocina de Norman Birdwell… ¡con calcetines!

Vicki bajó la mirada. En efecto, al menos media docena de calcetines ataban cada pierna de Coreen a las patas cromadas de la silla de cocina. Calcetines de nailon gris, negros y marrones, estirados hasta el límite, imposibles de romper. Intrigada a pesar de todo, dio un tirón experimental a sus propias ataduras; no respondían como si fueran calcetines. Puesto que parecía más seguro que mover la cabeza, deslizó sus brazos a lo largo del suelo hasta que pudo verlos. Corbatas. Al menos cuatro, puede que cinco. Las sombras arremolinadas del tejido de cachemira y el choque de los discordantes colores impedían asegurarlo. Puede que tuviera más que ver con su propia debilidad que con la habilidad de Norman —dudaba que hubiese sido miembro de los boy-scout—, pero lo cierto era que parecía saber cómo hacer nudos.

—Estabas a punto de saltar sobre él, ¿verdad?

—¿Qué? —Vicki alzó la mirada y al instante deseó no haberlo hecho, porque su cuerpo protestó con oleadas alternativas de vértigo y náuseas.

—Cuando entramos en el apartamento y yo… yo… vaya. Lo siento.

Sonaba más a desafío que a disculpa.

—No te preocupes por eso ahora. —Vicki tragó saliva, tratando de no alimentar el charco que comenzaba a formarse bajo su barbilla—. Lo único importante es… tratar de escapar de este lío.

—¿Qué te crees que he estado intentando? —Coreen dio un fuerte tirón que sólo consiguió enviar la silla un par de centímetros hacia atrás—. ¡No puedo creérmelo! ¡Es que no puedo creérmelo!

Al detectar en su voz la inminencia de un ataque de pánico, Vicki, adoptando el tono más seco de que era capaz, dijo:

—Es algo así como La Revancha de los Novatos, de Alfred Hitchcock.

Coreen la miró perpleja, sorbió y sonrió de forma un tanto convulsa.

—O La Invasión de los Ultragenios, de David Cronenberg —ofreció en respuesta. Buena chica. A Vicki le hizo falta toda la energía que le quedaba para poder sonreír de forma aprobadora. Aunque el que Coreen no se tomase en serio a Norman resultaba peligroso, el peligro sería aún mayor si la chica se derrumbaba.

Trató de luchar una vez más contra sus ataduras, pero en vano. Le hacía más daño a ella que a las corbatas. Sin embargo, no dejó de intentarlo. Si de verdad estaba llegando el fin del mundo, estaría maldita si abandonaba bajo el tacón de las ridículas botas de vaquero de Norman Birdwell. Podía herirla o matarla si es lo que quería, pero aquello sería un insulto.

sep

—¡Ya es suficiente! —Henry se apartó de la ventana y se precipitó hacia la puerta. Tenía un nombre y tenía un lugar. Ya era hora de que se uniera a la caza—. No tendría que haber esperado tanto.

Se frenó junto a la puerta, recogió su abrigo y logró aparecer en el pasillo con una cierta apariencia de normalidad. Introdujo la llave en la cerradura y se dirigió hacia las escaleras, odiando la charada que le obligaba a caminar a la velocidad de un mortal.

Una vez en el rellano, abandonó la máscara y se movió con tanta velocidad como sus doloridos músculos le permitían.

Faltaban poco menos de dos horas hasta la medianoche.

Había olvidado por completo que la escalera estaba incluida en el sistema de vigilancia por video del edificio.

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Vicki se arrastró de vuelta a la conciencia pensando, esto tiene que terminar. Cada vez que trataba de moverse, cada vez que intentaba levantar la cabeza, volvía a sumergirse en el pozo. Ocasionalmente, la oscuridad la reclamaba cuando no estaba haciendo otra cosa que yacer completamente inmóvil, mientras trataba de reservar sus fuerzas para otro intento de liberarse. Voy a tener que pensar en algo más.

El debatirse una vez tras otra no había conseguido más que empeorar su condición física. Su reloj había quedado al descubierto. Lo consultó.

Las diez y siete minutos. Probablemente Henry esté echando pestes en este preciso instante. ¡Oh, Dios mío, Henry! Su involuntaria sacudida provocó un nuevo destello de dolor. Olvidé advertirle sobre el guardia de seguridad

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Pese a que reconocía la importancia de las cámaras de vigilancia, a Greg nunca le habían gustado. Siempre le hacían sentirse como un mirón. Dos o tres guardias en patrulla constante mientras otro los supervisaba desde una posición central en la caseta, esa era la clase de trabajo que le gustaba. Una cámara no podía sustituir a un hombre entrenado cuando llegaba el momento. Pero a los hombres había que pagarles y a las cámaras no, así que ellas eran sus únicas compañeras.

Mientras la joven y atractiva mujer abandonaba el jacuzzi y recogía su toalla, Greg apartó recatadamente la mirada. Puede que se estuviese haciendo viejo, pero aquellos dos diminutos jirones de tela no eran lo que él llamaría un traje de baño. Cuando volvió a mirar, el monitor no mostraba más que ordenadas filas de coches en el aparcamiento del edificio.

Se reclinó sobre el respaldo de su silla y arregló la banda negra que lucía alrededor del brazo en honor de la señora Hughes y Owen. El edificio no sería lo mismo sin ellos. A medida que la noche avanzaba, seguía esperando verlos aparecer para dar su último paseo antes de irse a la cama, y cada vez que le ocurría tenía que recordarse que nunca los volvería a ver. El joven al que había sustituido había levantado una ceja ante la banda negra y ante su explicación. Los jóvenes de hoy en día no poseían un concepto real del respeto; ni por los muertos, ni por la autoridad ni por ellos mismos. Henry Fitzroy era uno de los pocos jóvenes que había conocido durante los últimos años que comprendían tales cosas.

Henry Fitzroy. Greg se mordió el labio inferior. La pasada noche había hecho una cosa muy, muy estúpida. Se sentía avergonzado y un poco triste pero, extrañamente, no estaba del todo seguro de haber cometido un error. Como su viejo sargento solía decir, Si camina como un pato, habla como un pato y actúa como un pato, hay buenas probabilidades de que se trate de un pato. El sargento se estaba refiriendo a los nazis, pero Greg pensaba que la máxima resultaba asimismo aplicable para los vampiros. Aunque albergaba muchas dudas sobre que un joven de la clase del señor Fitzroy hubiese podido cometer tan brutal asesinato —no había ni un asomo de locura en la mirada que Greg había sorprendido semanas atrás; en realidad, había resultado terroríficamente cuerda—, tampoco podía que un caballero como el señor Fitzroy permitiese a una dama que estuviera visitando su apartamento acudir a contestar la puerta vestida con una deshabillé. Se hubiera levantado y hubiera abierto la puerta él mismo. Cuando se había calmado lo suficiente como para poder pensar sobre ello, Greg se había dado cuenta de que ella tenía que estar escondiendo algo.

¿Pero qué?

Un movimiento en uno de los monitores atrajo su atención y Greg se volvió a mirarlo. Frunció el ceño. Una sombra negra había parpadeado a través de la escalera de incendios del séptimo piso. Algo demasiado rápido para que pudiera reconocerlo. Se acercó a los controles y comenzó a activar las cámaras de las escaleras.

Segundos más tarde, la cámara del quinto piso captó a Henry Fitzroy bajando las escaleras de dos en dos. Parecía encolerizado. Tenía el aspecto de un joven perfectamente normal, de mal humor, que se hubiera hartado de esperar al ascensor y hubiera decidido bajar andando por las escaleras. Aunque el propio Greg nunca habría bajado desde el piso catorce, tuvo que admitir que no había nada sobrenatural en que Henry Fitzroy lo hiciera. Ni en la manera en que lo hacía.

Suspirando, devolvió los controles a su habitual secuencia fortuita.

—¿Y qué pasa si no actúa como un pato todo el tiempo? —se preguntó en voz alta.

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Henry había llegado al sexto piso cuando el sobre esfuerzo al que había sometido a su cuerpo, unido al castigo sufrido la noche pasada, comenzó a pasarle factura y tuvo que ralentizar su marcha hasta acomodarla a un ritmo más parecido al de una carrera humana. Mientras doblaba el recodo agarrado al pasamanos, gruñó al descubrir que sus músculos no le respondían como debieran. En vez de tocar el suelo sólo entre vuelo y vuelo, tenía que descender los escalones de dos en dos.

Estaba de mal humor cuando llegó a su coche y ascendió la rampa del aparcamiento mucho más rápido de lo que hubiera sido prudente. El tubo de escape chirrió contra el hormigón. El estridente sonido le obligó a calmarse. No llegaría antes si destrozaba el coche o atraía la atención de la Policía.

En el semáforo, mientras esperaba con impaciencia la luz verde, descubrió un olor familiar.

—¿Un BMW? Debes de estar de coña. —Tony apoyó los antebrazos sobre la ventana abierta y chasqueó la lengua—. Si ese reloj es un Rolex —añadió en voz baja—, quiero que me devuelvas mi sangre.

Henry sabía que tenía una gran deuda con el muchacho, así que hizo todo lo posible por contener la furia que lo embargaba. Trató de evitar que sus labios se hicieran atrás y advirtió que no había tenido demasiado éxito.

Si Tony dudaba de lo que había visto la noche anterior, la expresión de Henry lo convenció de que había muy poca humanidad en él. De haberse dirigido aquella furia contra él, habría salido corriendo y no se hubiera detenido hasta la salida del sol. Sea como fuere, apartó los brazos del coche, por si acaso.

—Pensé que tal vez querrías hablar…

—Más tarde —si el mundo sobrevivía a aquella noche, hablarían. Por el momento, no le preocupaba.

—Sí. Estupendo. Más tarde me va bien. Una cosa… —Tony arrugó el entrecejo—. ¿Victoria se encuentra bien?

—No… —la luz se puso verde. Puso el coche en movimiento—… lo sé.

Tony se quedó mirando al coche desaparecer a toda velocidad, con los labios apretados y las manos enterradas profundamente en los bolsillos. Jugueteaba entre los dedos con una moneda de cuarto de dólar.

Este es mi número de teléfono. —Vicki le tendió la tarjeta y le dio la vuelta para que él pudiera ver el número escrito en el reverso—. Y este es el número al que puedes llamar si estás en apuros y no puedes dar conmigo.

¿Mike Celluci? —Tony sacudió la cabeza—. No me cae muy bien, Victoria.

¿Y qué?

Tampoco yo le caigo bien.

¿Tengo pinta de que me importe? Llámalo de todos modos.

Sacó la moneda de su bolsillo y se dirigió hacia la cabina telefónica de la esquina. Después de pasar cuatro años por infinidad de bolsillos la tarjeta se había desgastado, pero el número todavía resultaba legible. Ya había llamado al número que figuraba en el anverso y había desperdiciado un cuarto de dólar para hablar con el estúpido contestador. Todo el mundo sabía que Victoria nunca tenía el contestador encendido si se encontraba en casa.

—Quiero hablar con Mike Celluci.

—Al aparato.

—Victoria tiene problemas —estaba tan seguro de ello como alguna vez lo hubiera estado de algo en toda su vida.

—¿Quién?

Tony entornó los ojos mirando al auricular. Y pensar que le llamaban el mejor policía de la ciudad. Menudo gilipollas.

—Vicki Nelson. Alta, rubia, agresiva, antes era poli… ¿te acuerdas?

—¿Qué clase de problemas?

Bien. Celluci parecía preocupado.

—No tengo ni idea.

—¿Dónde?

—No lo sé. —Tony podía escuchar cómo alguien rechinaba los dientes al otro lado de la línea. De no ser la cosa tan seria, estaría disfrutando como un niño—. Tú eres el poli. Averígualo.

Colgó sin esperar a la explosión. Había hecho lo que podía.

sep

Mike Celluci se quedó mirando fijamente al teléfono y le lanzó una retahíla de insultos en italiano. Después de pensar un poco, había reconocido la voz. Pertenecía al pequeño protegido callejero de Vicki, y eso le otorgaba a la información suficiente credibilidad como para que no pudiera ignorarla sin más. Sacó del bolsillo una bola de papelitos rosas arrugados, los arrojó sobre la mesa de la cocina y comenzó a revisarlos.

—Norman Birdwell. Universidad de York —lo sostuvo frente a la luz en un gesto por completo fútil y entonces lo arrojó junto a los otros.

Vicki nunca había sido una temeraria. Siempre había jugado según las normas, las había hecho trabajar para ella. Nunca hubiera tratado de detener a un posible asesino en serie —a un posible asesino en serie psicópata— sin contar con apoyo. Pero es que ya no cuenta con apoyo, ¿no es así? Y podría ser que sintiera que tiene algo que demostrar

Marcó el número de la central antes siquiera de haber concluido el pensamiento.

—Soy Celluci, Darrel. Necesito el número de alguien que esté en la Administración de la universidad de York. Ya sé que estamos en plena noche. Necesito el número de su domicilio. Ya sé que no estoy de servicio. Tú no eres el que paga mi tiempo libre, así que ¿qué coño te importa? —sostuvo el teléfono bajo la barbilla y recogió su mochila del respaldo de la silla. Mientas esperaba, registró su interior—. Bueno. Llámame a casa cuando lo tengas. Y, Darrel, esto tiene la máxima prioridad. Quiero ese número para ayer.

Recogió su chaqueta y la colocó junto al teléfono. Odiaba tener que esperar. Siempre había odiado tener que esperar. Recuperó el papelito rosa de la pila.

Norman Birdwell.

—No sé de qué chistera has sacado este nombre, Nelson —gruñó—. Pero si acudo al rescate y no te encuentro cubierta de mierda hasta el cuello, los desarreglos oftalmológicos y la inseguridad serán los menores de tus problemas.

sep

Norman le hablaba al grimorio. Llevaba un buen rato haciéndolo. Sus murmullos apagados habían acabado por convertirse en un constante ruido de fondo que acompañaba a Vicki en sus entradas y salidas de la consciencia. Ocasionalmente lograba distinguir unas pocas palabras, relacionadas normalmente con que el mundo comenzaría muy pronto a tratar a Norman de la manera en que se merecía. Vicki estaba harta.

—¡Hey, Norman!

El murmullo se detuvo. Vicki trató de enfocar la mirada en Coreen. La muchacha parecía… ¿avergonzada?

Con el grimorio apretado contra el pecho, Norman entró en su campo de visión. El mero pensamiento de que alguien pudiese sostener ese libro tan de cerca la hizo estremecer. La única vez que lo había tocado, allá en el apartamento de Henry, su piel se había apartado de él y el recuerdo todavía dejaba un poso de incomodidad en su mente.

—Mira, Norman. Creo que tengo que ir al servicio —la voz de la muchacha era baja e intensa y no dejaba lugar a dudas sobre su sinceridad. Repentinamente, Vicki se encontró deseando que la muchacha no hubiera dicho eso.

—Eh… —evidentemente, Norman no tenía idea de cómo tratar con el problema.

—Mira. Si me desatas, caminaré tranquilamente hasta el baño y entonces volveré a mi silla para que puedas atarme de nuevo. Puedes apuntarme con tu estúpida arma todo el rato si lo crees necesario. De veras tengo que ir.

—Eh…

—Tu Señor Demoníaco no va a quedar muy impresionado si aparece y se encuentra con que me he meado en su pentagrama.

Norman miró fijamente a Coreen durante un largo rato. Sus manos acariciaban de arriba abajo la cubierta de piel oscura del grimorio.

—No creo que lo hagas.

—Ponme a prueba y verás.

Puede que fuera por su sonrisa, o puede que fuera por el tono de su voz, pero el caso es que Norman decidió no arriesgarse.

Mientras la desataba, Vicki volvió a perder la conciencia. Poco más tarde la recuperó. Coreen volvía a estar atada en su silla. Estaba diciendo:

—¿Qué hay de ella?

Norman balanceó ligeramente su arma.

—Ella no importa. De cualquier modo muy pronto va a estar muerta.

Vicki comenzaba a sentir la inquietante sensación de que él podía estar en lo cierto. Sencillamente, no tenía fuerzas a las que recurrir y cada vez que trataba de escapara de la negrura, el mundo parecía apartarse de ella un poco más de ella. Está bien. Si estoy muerta de todas formas, grito, él me dispara, los vecinos llaman a la Policía. Esa cosa no tiene un silenciador. Por desgracia, puede volver a golpearme en la cabeza. Esa era la última cosa que necesitaba. Si consigo que Coreen grite también, puede ser que lo pongamos tan nervioso que dispare a una de las dos.

Pero Coreen, la muchacha que creía en la existencia de los vampiros, los demonios y quién sabía qué más, no comprendía realmente lo que estaba a punto de ocurrir. No es culpa suya. No se lo conté.

Consideró el peso de la vida de Coreen contra el de la ciudad. No era una decisión que tuviera derecho a tomar. Pero lo hizo de todas formas. Lo siento Coreen.

Se humedeció los labios y aspiró tan fuerte como le fue posible.

—Cor… —la culata del rifle golpeó el suelo a escasos centímetros de su nariz, haciendo retumbar las baldosas. El sonido y la vibración le arrancaron de los pulmones lo que le quedaba de su cuidadosamente atesorado aliento. Dejó escapar un grito casi silencioso de dolor. Gracias a Dios, tenía el seguro puesto

—Calla la boca —dijo Norman con prepotencia.

No tenía muchas más alternativas aparte de obedecer, porque la oscuridad estaba volviendo a reclamarla.

sep

Norman recorrió el apartamento con la mirada. Se sentía exultante, satisfecho consigo mismo. Pronto, todos aquellos que lo habían tratado como si fuese un don nadie, una cosa insignificante, pagarían. Extendió el brazo y acarició el libro. El libro lo decía.

10:43. La hora de comenzar a dibujar el pentagrama. Era mucho más complejo que el que había utilizado hasta entonces y quería asegurarse de hacerlo correctamente. Iba a ser la mejor noche de su vida.