BloodTop13

Henry se puso trabajosamente en pie. Le costaba mantener el equilibrio. Se balanceó.

—Debo…

Vicki corrió a su lado, lo sostuvo y le ayudó a volver al sofá.

—¿Qué debes hacer? Ahora mismo no puedes ni tenerte en pie.

—Debo recuperar el grimorio antes de que el Señor Demoníaco sea convocado —apartó las manos de ella y volvió a levantarse, más firme esta vez—. Si comienzo ahora mismo, podría ser capaz de seguir el rastro del demonio. Si quiere llevarse el grimorio consigo, tiene que mantener por fuerza su forma física.

—¿Cómo vas a seguir su rastro?

—Por el olor.

Vicki miró al balcón y luego a Henry.

—Olvídalo. Tiene alas, ¿recuerdas? Irá volando. No importa lo que seas. No podrás seguir el rastro de algo si no puedes oler el lugar por el que ha ido.

—Pero…

—Pero nada. Si no fueras lo que eres, estarías muerto. Puedes creerme. No he vivido tantos siglos como tú, pero he visto los suficientes cadáveres como para estar segura.

Tenía razón. Henry caminó hasta la ventana y apoyó la cabeza contra el cristal. Frío y suave, ayudó a calmar el dolor de su cabeza. Todo su cuerpo funcionaba, pero todo él le dolía. No podía recordar la última vez que se sintiera tan débil o que su cuerpo estuviera tan castigado. Ahora que el ímpetu inicial que proporcionaba el acto de alimentarse había pasado, la necesidad de descanso para curar sus heridas resultaba doblemente evidente.

—Me has salvado la vida —admitió.

—Entonces no la desperdicies. —Vicki sintió un tenue eco de calor emanando del corte de su muñeca. Lo ignoró. Puede que más adelante tuvieran la oportunidad de continuar donde lo habían dejado, pero ciertamente, este no era el momento. Aparte de que cualquier cosa más enérgica que unos pocos besos probablemente nos mataría a ambos. Recogió sus ropas, se dirigió a la cocina y cerró la puerta.

—Ya has hecho todo lo que has podido. Ahora deja que otro se encargue.

—O sea, tú.

—¿Acaso ves a alguien más por aquí?

Henry logró esbozar media sonrisa.

—No —ella también estaba en lo cierto en eso. Había tenido su oportunidad y había fallado.

—Estupendo —se cerró la cremallera de los pantalones y se quitó el albornoz—. Puedes reunirte conmigo después de la caída del sol si para entonces te ves capacitado para moverte.

—Dame un día de descanso y estaré completamente recuperado. De acuerdo, tal vez no completamente —se enmendó al oír el bufido incrédulo de Vicki—. Pero lo suficientemente bien como para ser de utilidad.

—Eso bastará. Te dejaré un mensaje en el contestador automático tan pronto sepa dónde es más posible que vaya a estar.

—Tienes menos de veinticuatro horas para encontrar a la persona que se ha hecho con el grimorio en una ciudad de más de tres millones de habitantes. Puede que hayas sido una buena policía, Vicki, pero…

—Era la mejor —le informó mientras se ponía la sudadera tratando de evitar que las gafas cayeran al suelo.

—Está bien. Eras la mejor… pero no eres tan buena. Nadie lo es.

—Puede que no —su tono discutía el argumento, aunque sus palabras no lo hicieran—. Pero mientras tú pasabas las noches esperando el ataque del demonio, yo no me he pasado los días de brazos cruzados —caminando cuidadosamente sobre los cristales, volvió al sofá y se sentó para calzarse—. Uno de los objetos que el demonio robó fue un ordenador de tecnología punta. Aparentemente, no los fabrican más listos ni más rápidos que este en particular. Después de reunir numerosas pistas y conexiones, esta mañana he estado en la universidad de York y he hablado con el jefe del departamento de Informática. Me ha dado una lista de veintitrés nombres. Los nombres de los estudiantes que podrían hacer funcionar esa máquina —se enderezó y se colocó las gafas en su lugar—. Así que en vez de una entre un millón, las posibilidades se reducen a veintitrés entre casi veinte mil.

—Magnífico. —Henry se arrancó la destrozada camisa del cuerpo mientras atravesaba la habitación. Se dejó caer con cuidado sobre el sofá y la arrojó hecha un ovillo sobre lo que quedaba de su televisión—. Sólo uno entre veintitrés entre veinte mil.

—No es una relación tan mala. Y lo que es más, no tengo que preocuparme por los veinte mil. La gente que figura en esa lista forman parte de un grupo limitado y bastante definido. Si no puedo encontrarlos directamente, creo que podré reconocerlos.

—¿En un día? Porque si el grimorio va a ser utilizado mañana por la noche, ese es todo el tiempo con el que cuentas antes de que la matanza dé comienzo.

Ella levantó la barbilla y frunció las cejas.

—Entonces, ¿qué es lo que sugieres? ¿Qué abandone porque tú piensas que es imposible? Creíste que podrías derrotar al demonio menor, ¿recuerdas? —su mirada recorrió sus numerosas heridas—. Así que no puede decirse que seas infalible en lo que a este asunto se refiere.

Henry cerró los ojos. Sus palabras cortaban más profundamente que cualquier otro golpe que hubiera sufrido aquella noche. Tenía razón. Por su culpa el grimorio había desaparecido. Por su culpa el mundo podía afrontar dolor y muerte a una escala que muy pocas mentes mortales podían siquiera concebir.

—Henry, lo siento. No tenía que haberlo dicho.

—Pero es cierto —se le había acercado. Podía sentir los latidos de su corazón haciendo temblar el aire que había entre ellos. Sus manos tomaron suavemente las de él y supo que ahora vendrían todos los tópicos que no podrían aliviar su culpa.

—Sí —dijo ella.

Sus ojos se abrieron bruscamente.

—Pero no habrías vivido tanto tiempo de no haber sido capaz de aprender de tus errores. Cuando encuentre a esa persona, voy a necesitar tu ayuda.

—Vaya, muchas gracias —justo lo que ahora necesitaba, ser tratado con condescendencia por una persona cuyos antepasados sin duda se habían apiñado en una miserable cabaña campesina cuando él cabalgaba al lado de un rey. Apartó sus manos de la de ella. El movimiento le provocó un agudo dolor en el brazo, pero se esforzó en permanecer impasible.

—Antes de que su Alteza Real empiece a comportarse como un esnob, quizá quieras considerar a quién más puedo recurrir. Créeme, una sospecha de invocación demoníaca no será suficiente para impresionar a la Policía. De hecho, ni siquiera creo que constituya un crimen.

—¿Qué hay del joven Tony?

—Tony sigue su propio camino. Y, además, este no es el tipo de cosas en las que él puede ayudarme.

—¿Así que soy el único valiente de la ciudad?

—Eres el único valiente de la ciudad.

Sus ojos se encontraron un momento y Vicki recordó repentinamente que aquello era algo que no se debía hacer. Todas las historias, todas las películas sobre vampiros advertían de ello. Por un momento se sintió suspendida en equilibrio sobre el borde de un abismo y tuvo que combatir el impulso de arrojarse a sus profundidades. Entonces el momento pasó y donde antes se encontraba el abismo no quedó más que un par de cansados ojos almendrados. Ella se dio cuenta, con el corazón sobresaltado, de que era el hombre y no el vampiro el causante de sus reacciones. O quizá el hombre en cuanto vampiro. O el vampiro en cuanto hombre. O cualquier cosa. Maravilloso. La ciudad, quién sabe si el mundo, está a punto de estallar en llamas y yo me dedico a pensar con la entrepierna.

—Tengo que empezar temprano. Será mejor que me vaya.

—Supongo que sí.

Quedaban muchísimas cosas por decir.

Él la contempló mientras se ponía la chaqueta. El rumor de sus latidos era casi abrumador. De haber tomado un poco más de su sangre, no habría podido contenerse y le habría arrebatado también la vida. Las vidas. No había alimento más dulce para los vampiros. Muchos de los de su raza habían sucumbido a ese insano apetito. Al traerle al joven, ella los había salvado a ambos. Realmente era una mujer extraordinaria. Muy pocos mortales hubieran tenido la fuerza suficiente para resistirse a la atracción de su necesidad.

Ahora deseaba más. Más de ella. Si sobrevivía a las siguientes veinticuatro horas…

Ella se detuvo de camino a la puerta, apoyándose en el respaldo de una silla.

—Acabo de acordarme. ¿Dónde estabas antes? Te estuve llamando y siempre me encontraba con tu contestador.

—¿Por eso llegaste tan tarde?

—No tenía mucho sentido venir si no te encontrabas aquí.

—Estaba aquí. Conecté el contestador para poder seleccionar las llamadas —sus cejas se alzaron mientras las de ella se arrugaban—. ¿Tú no lo haces?

—Si estoy en casa, contesto el teléfono.

—Si yo lo hubiera hecho y tú hubieras estado aquí cuando apareció el demonio…

—Ambos estaríamos muertos —ella finalizó la frase.

Él asintió.

—¿Vicki?

Con la mano en el picaporte, ella se volvió.

—¿Te das cuenta de que hay muchas posibilidades de que fracasemos? ¿De que es muy posible que no encuentres nada o que tal vez no haya nada que podamos hacer para detener al Señor Demoníaco?

Ella le sonrió y entonces Henry descubrió con asombro que no era él el único depredador presente en la habitación.

—No —contestó—. No me doy cuenta de tal cosa. Descansa.

Y entonces se marchó.

sep

Ríos de sangre recorrían las calles la ciudad. Y quienes, implorantes, se arrastraban por ellas, volvían su rostro hacia Vicki en busca de salvación. Levantó las manos para auxiliarlos y vio que la sangre manaba a borbotones de grandes heridas melladas en sus muñecas.

—Está llegando, Vicki —Henry Fitzroy cayó de rodillas delante de ella y dejó que la sangre fluyera sobre él. Abrió la boca bajo la riada.

Ella trató de retroceder pero no pudo moverse. Sus piernas estaban hundidas en el hormigón hasta las rodillas.

—Está llegando, Vicki —dijo Henry de nuevo. Se inclinó hacia delante y comenzó a lamer la sangre que corría por sus brazos.

Repentinamente, un viento helado azotó su espalda y pudo oír el sonido de unas garras contra la piedra. Algo inmenso se arrastraba hacia ella. Pero no podía volverse a mirarlo. El hormigón y las manos de Henry la inmovilizaban. Sólo podía luchar contra lo que la apresaba y escuchar cómo aquello se acercaba, más y más, más y más. El olor de la putrefacción se hizo más intenso y cuando ella volvió a mirar hacia abajo ya no era Henry quien se encontraba allí, sino el cuerpo en descomposición de la anciana, cuya boca se aferraba a su muñeca. Junto a ella se encontraba lo que quedaba de Mike Celluci.

—¿Por qué no me lo contaste? —inquiría a través de aquella ruina que era su boca—. ¿Por qué no me lo contaste?

sep

Vicki buscó a tientas el interruptor de la lámpara y se sentó jadeante al hacerse la luz. Su corazón latía furiosamente. La pesadilla que la acababa de despertar no era más que la última de una prolongada serie. Afortunadamente, no recordaba las anteriores en detalle.

Con manos temblorosas, se colocó las patillas de las gafas sobre las orejas y consultó el reloj. 5:47. Ni siquiera tres horas de sueño.

Apagó la alarma, que estaba programada para las 6:30 y sacó los pies de la cama. Si la persona que convocaba al demonio seguía actuando como lo había hecho hasta entonces, el Señor Demoníaco aparecería a medianoche. Eso le proporcionaba poco más de dieciocho horas para encontrarlo, a él o a ella, y hacerle tragar el maldito grimorio página a página. Las pesadillas la habían aterrorizado y nada la enfurecía más que el miedo respecto al que no podía hacer nada.

Lenta, cuidadosamente, se levantó. Sin duda, el litro de zumo de naranja y los dos comprimidos de hierro que se había tomado al llegar a su apartamento la habrían ayudado a compensar la pérdida de sangre, pero sabía que no iba a encontrarse en las mejores condiciones. No hoy. No durante algún tiempo. El corte de su muñeca parecía haberse curado casi por completo, aunque la piel que lo rodeaba parecía un poco magullada y sensible. El recuerdo de la alimentación de Henry se había mezclado con el del sueño, así que los apartó a ambos a un lado. Ya tendría tiempo de separarlos más tarde. Por ahora, había cosas más importantes de las que preocuparse.

Por su gusto, se hubiera quedado más tiempo en la ducha, tratando de limpiarse la sensación que el sueño le había dejado sobre la piel, pero no podía apartar de su cabeza la absurda idea de que había algo detrás de ella. El vapor bloqueaba la vista y el sonido. Se sentía vulnerable y tuvo que abandonar el baño.

Después de haber encendido la cafetera y con otro litro de zumo de naranja en la mano, se acercó a la ventana y se quedó de pie un momento junto a ella, contemplando las calles. Sólo se veía luz en una o dos ventanas más. Mientras observaba, el joven Edmond Nag apareció en el portal y se dirigió a la esquina para recoger el montón de ejemplares del periódico matutino que debía repartir. No era consciente de que aquel podía ser su último trayecto. En sólo dieciocho cortas horas, las hordas del Infierno podrían estar haciendo pedazos la ciudad y a sus habitantes.

—Y lo único que se interpone en su camino es una expoli medio ciega y el hijo bastardo de Enrique VIII —dio un largo trago a la jarra de zumo y empujó las gafas contra su nariz—. Esta clase de cosas le hacen pensar a una, ¿no es cierto?

El único problema era que no quería pensar en lo que aquello traía a su mente.

Encontrar a uno entre veintitrés entre veinte mil. En realidad, de poder recurrir a los recursos de la Policía, las probabilidades no serían del todo malas. Aunque no pudiera conseguir las direcciones de todos los estudiantes de la lista de la administración de la universidad —y, francamente, dudaba que pudiera hacerlo sin una orden— hablar con algunos de ellos podía proporcionarle mucha información. Normalmente, cualquiera que perteneciese a un grupo sabía quién compartía su forma de ver las cosas; y si uno de los veintitrés era la persona a la que estaba buscando, cualquiera de ellos podría señalárselo.

Naturalmente, cabía la posibilidad de que después de reunir todas las piezas y evidencias hubiese formado una imagen errónea. De que no sólo estuviera buscando el árbol equivocado, sino que lo estuviera haciendo en el bosque equivocado.

Una gota de sudor descendió por su espalda y tuvo que esforzarse para no darse la vuelta. Sabía que el apartamento estaba vacío, que no había nadie detrás de ella, y no pensaba dejarse asustar por fantasmas. Ya había suficientes horrores de verdad en los que invertir el miedo.

Todavía tenía tiempo para desayunar antes de salir para York; no tenía sentido presentarse en un campus vacío. A las 6:35, después de haberse comido unos huevos revueltos y haber apurado casi por completo una segunda taza de café, telefoneó a Mike Celluci. Dejó que sonara tres veces y colgó. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué pensaba que sabía quién era el asesino? Eso lo había sabido desde la noche en Woodbine, cuando había conocido a Henry. ¿Qué uno de los veintitrés genios de la informática de la universidad de York se dedicaban a convocar demonios en su tiempo libre y que si no era detenido iba a convocar más de los que él o ella o cualquiera podrían controlar y destruirían el mundo? Pensaría que estaba loca.

—Todo acaba por desembocar en el demonio. Todo. Mierda —el ordenador robado que apuntaba, si bien de forma tenue, hacia uno de los veintitrés estudiantes no tenía relación alguna con los asesinatos que Celluci estaba investigando salvo por el demonio—. ¿Y cómo es que conozco la existencia del demonio? Me lo ha contado un vampiro.

Apuró la taza y la dejó sobre la mesa con más fuerza de la necesaria. El asa se rompió en su mano. Con una brusca sacudida del brazo la arrojó al otro lado de la habitación y escuchó satisfecha como se hacía añicos al chocar contra la pared.

Su satisfacción desapareció un latido más tarde.

—Una expoli medio ciega y el hijo bastardo de Enrique VIII —repitió, hundiéndose más y más en la certidumbre de que ya no era una policía. Porque a pesar de todo, a pesar de sus ojos y a pesar de su resignación, durante los últimos ocho meses había seguido pensando en sí misma como en una policía. Y ya no lo era. No tendría apoyo ni soporte. Estaría completamente sola hasta la puesta de sol, y quien necesitaba contar con toda la información no era Mike Celluci, sino Henry Fitzroy.

—Maldita sea —se frotó los ojos con la manga y al hacerlo empujó las gafas hasta la punta de su nariz. No le hacía más feliz pensar que nunca hubiera llegado tan lejos de seguir formando parte del Cuerpo, que las reglas y los reglamentos, con todo lo flexibles que pretendían ser, le hubieran atado las manos. Tampoco hubiera llegado tan lejos si nunca hubiera estado en el Cuerpo, porque la información, sencillamente, no habría estado disponible para ella—. Parece que soy exactamente lo que la situación requiere: una mujer solitaria contra el Armagedón.

Respiró profundamente y relajó las mandíbulas.

—Bien, vamos con ello —los huevos se habían asentado en su estómago como un pedazo de plomo y su garganta parecía haberse convertido en un pilar doloroso que guardaba poca semejanza con la carne. Eso estaba bien. Podía aprovecharlo. Con suerte, más tarde habría tiempo para preocuparse de sus sensaciones.

Debiera haber llevado una copia de la lista al apartamento de Henry la noche anterior. Ahora no tenía tiempo de copiarla ni de pasar por allí para entregársela.

—Henry, soy Vicki —afortunadamente, el contestador podía aparentemente almacenar mensajes de duración ilimitada, porque la lista de los nombres y sus planes para aquel día consumieron casi cinco minutos de cinta—. Cuando sepa algo más te lo haré saber.

Las siete menos cinco. Diecisiete horas. Vicki metió la lista en su bolso, recogió su chaqueta y se dirigió a la puerta. Tardaría una hora en llegar a York, así que sólo contaría con dieciséis horas para su búsqueda.

Ya estaba en la puerta, tratando de encontrar la llave, cuando sonó el teléfono. Intrigada por saber quién podía llamarla tan temprano, esperó mientas sonaba el mensaje de su contestador y luego el tono.

—¿Señorita Nelson? Hola. Soy Coreen. Mire, si ha estado tratando de localizarme, lo siento. Es que no estaba por aquí. Me había ido un tiempo con unos amigos.

Vicki echó el cerrojo. Hablaría con Coreen más tarde. De un modo o de otro, a medianoche el caso estaría cerrado.

—Es que me encontraba un poco deprimida porque la chica que asesinaron, Janet, era una buena amiga mía. No es que pueda hacer nada, pero pienso que si no hubiera sido tan idiota con lo de Norman Birdwell, ella me hubiera esperado para que la acercara a casa.

—¡Mierda! —la cerradura resultaba tan difícil de volver a abrir como lo había sido de cerrar. Norman Birdwell era uno de los nombres de la lista.

—Supongo que si consigue encontrar al vampiro que mató a Ian, también habrá dado con el que mató a Janet, ¿no cree? Ahora más que nunca, quiero que dé con él.

Se detuvo y su suspiro fue casi enmascarado por el traqueteo de la cerradura al abrirse.

—Bueno… eh… estaré todo el día en casa por si quiere llamar…

—¿Coreen? No cuelgues. Soy yo, Vicki Nelson.

—Vaya. Hola —parecía un poco avergonzada por haber sido sorprendida hablándole al contestador—. ¿La he despertado? Mire, siento haberla llamado tan temprano, pero es que tengo un examen hoy y quería pasar por la biblioteca para estudiar un poco.

—No hay problema, te lo aseguro. Necesito hablarte sobre Norman Birdwell.

—¿Por qué? No es más que un cretino.

—Es muy importante.

Vicki casi oyó su encogimiento de hombros.

—De acuerdo. ¿Qué quiere saber?

—¿Lo conoces bien?

—Pooor favoor… ¿no le he dicho que es un cretino? Está en mi clase de Religiones Comparadas. Eso es todo.

—Has dicho antes que fuiste idiota con lo de Norman Birdwell…

—¿Qué?

—Acabas de decir que si no hubieses sido tan idiota con lo de Norman Birdwell, es posible que Janet te hubiese esperado para que la llevaras a casa.

—Sí, bueno… nunca hubiera ido con él si no me hubiera tomado las cervezas, pero dijo que podía demostrar que los vampiros existen y que sabía quién había matado a Ian. Bueno, es posible que no fuera eso exactamente lo que dijo… pero en todo caso fue algo muy parecido. Sea como sea, el caso es que fui con él a su apartamento, pero todo lo que él quería era… ya sabe, darse el lote. No tenía nada que ver con los vampiros.

—¿Te llegaste a fijar si en su apartamento había algún ordenador? Uno grande y bastante complicado.

—Bueno, tenía uno. No sé lo complicado que era. Estaba muy ocupada tratando de evitar que me achuchase mientras contaba todas aquellas patrañas sobre convocar demonios.

El mundo se detuvo un instante.

—¿Señorita Nelson? ¿Está usted ahí?

—Créeme, no me voy a ninguna parte. —Vicki se sentó en su escritorio y lo revolvió todo en busca de un algo con lo que escribir—. Esto es muy importante, Coreen. ¿Dónde vive Norman?

—Eh… en algún lugar al oeste del campus.

—¿Puedes darme su dirección exacta?

—No.

—¿NO? —Vicki respiró profundamente y trató de recordar que gritar no serviría de nada. Colocando el auricular bajo su barbilla cogió el listín telefónico que había junto al escritorio. Bird… Birddal… Birden…

—Pero si es tan importante, quizá podría llevarla hasta allí. Bueno, aquella noche conduje hasta el lugar, así que probablemente podría volver a encontrarlo. Probablemente.

—Probablemente es suficiente para mí —no figuraba ningún Birdwell en el listín telefónico. Tenía sentido. Era muy posible que se hubiese mudado al apartamento aquel mismo otoño, al comienzo del curso y la compañía telefónica no registraba los nuevos números hasta finales de mayo, aproximadamente—. Estaré allí enseguida. ¿Dónde podemos encontrarnos?

—Bueno, no puedo quedar hasta las cinco. Como le he dicho, hoy tengo un examen.

—¡Coreen, esto es importante!

—También lo es mi examen —su tono no revelaba la menor disposición para el compromiso.

—¿Y antes del examen…?

—Tengo mucho que estudiar.

Muy bien. 5:00, un poco más de dos horas antes de la puesta del sol y siete horas antes de la medianoche. Contaba con una identificación positiva, así que siete horas debía de ser tiempo de sobra. Y, además, gritar no serviría de nada.

—A las cinco, entonces. ¿Dónde?

—¿Sabe dónde se encuentra el Auditorio Burton?

—Puedo averiguarlo.

—Nos encontraremos en la entrada norte.

—Perfecto. A las cinco en punto en la entrada norte del Auditorio Burton. Allí te veré.

Vicki colgó el teléfono y se quedó un momento sentada frente a él, mirándolo fijamente. De todas las posibles situaciones que podrían haberse producido, incluyendo la última y desesperada lucha con el Señor Demoníaco, esta, la de que aparecería alguien para entregarle la solución en las manos, no se le había pasado por la imaginación. No debería sorprenderla; a menudo, una vez que se sacaban a la luz las preguntas apropiadas, las respuestas no tardaban en seguirlas.

Mientras dibujaba garabatos sobre la cubierta del listín telefónico, llamó al directorio de asistencia de la compañía. Por si acaso.

—Hola. Estoy buscando un número reciente. Norman Birdwell. No tengo su dirección, pero sé que se encuentra en algún lugar al oeste de la universidad de York.

—Un momento, por favor. Sí. Aquí tenemos un número perteneciente a un tal N. Birdwell…

Vicki apuntó el número sobre la cubierta, a lo largo de la interpretación de un artista de un aparato de teléfono.

—¿Sería tan amable de proporcionarme también su dirección?

—Lo siento, pero no se nos permite facilitar esa información.

—Más lo sentirá cuando llegue el fin del mundo —murmuró Vicki mientras cortaba la comunicación con el pulgar. El que le hubieran dado la respuesta que era de esperar no lo hacía menos frustrante.

En el número que le habían proporcionado no se oía más el pitido de un módem. Vicki colgó rápidamente.

—Parece que tendré que confiar en Coreen.

8:17. Bostezó. Podía pasar el resto del día tratando de localizar a N. Birdwell, quien, además, podía o no ser Norman Birdwell, pero lo que de verdad necesitaba eran otras cuatro o cinco horas de sueño. Siempre le había gustado levantarse temprano y acostarse pronto. La pérdida de sangre, combinada con la falta de sueño, la había dejado atontada. Probablemente, a pesar de todo debería ir a la universidad de York y tratar de hablar con el resto de quienes figuraban en la lista, pero ahora que la oportunidad de recuperar algo de sueño le había sido puesta al alcance de la mano, su cuerpo parecía estar tomando por su cuenta la decisión de aprovecharla. Se dejó caer sobre la cama, arrojó la ropa al suelo y logró permanecer despierta el tiempo suficiente como para programar la alarma para la una de la tarde. Sus ojos se cerraron casi antes de que su cabeza tocara la almohada. La llamada de Coreen había disipado la incertidumbre, había definido la amenaza y había proporcionado a Vicki un arma con la que combatir las pesadillas si volvían.

En ocasiones es la potencia de fuego la que nos proporciona el triunfo, ya sea por superioridad numérica o por la calidad de nuestras armas, pero la mayoría de las veces es el conocimiento lo que define nuestras victorias. Cuando conoces algo, pierde todo su poder sobre ti.

Vicki despertó con las palabras de uno de sus instructores de la academia resonando en su cabeza. Era un hombre muy dado a la retórica florida, una especie de Shakespeare de poca monta, pero lo que le había redimido a los ojos de los cadetes no era sólo el hecho de que creía con plena convicción en lo que decía sino que la mayoría de las veces estaba en lo cierto.

El monstruo tenía un nombre. Norman Birdwell. Ahora, podía ser derrotado.

Después de comer un cuenco de sopa, un bocadillo de tomate asado y otro comprimido de hierro, llamó a Henry.

—… así que en el mismo momento en que Coreen me lleve a alguna dirección, te llamaré y te lo haré saber. Por la forma en que habla de él, no creo que represente ninguna amenaza si no hay demonios por allí. Haré que Coreen me lleve de vuelta a York y te esperaré.

Con el dedo sobre el botón de desconexión, se sentó escuchando el tono del teléfono. Su mirada estaba perdida en la distancia. Trataba de tomar una decisión. Finalmente se decidió.

—Bueno, no puede hacer ningún daño —fuera a creerlo o no, en todo caso era información que debería tener.

—¿Mike Celluci, por favor? Sí. Espero.

No estaba en el edificio y el joven que se encontraba al otro lado del teléfono no resultaba demasiado cooperativo.

—Si fuera tan amable de decirle que ha llamado Vicki Nelson.

—Sí, señorita. ¿Es eso todo? —evidentemente, aquel joven no había oído hablar de ella y no estaba impresionado.

El tono de Vicki cambió. No había alcanzado su rango siendo tan joven sin adquirir la habilidad de tratar con jovenzuelos insolentes. Disparó las palabras como una ráfaga:

—Dígale que debería investigar a un estudiante de la universidad de York. Nombre, Norman Birdwell. Le diré más cuando sepa más.

—¡Sí, señor! Quiero decir, señorita.

Sonrió con cierta tristeza al colgar.

—Muy bien. Así que ya no soy una poli —le dijo a la foto que había sobre el escritorio y que la mostraba vestida de uniforme—. Esa no es razón para tirar al niño por el retrete. Puede que haya llegado la hora de establecer una nueva relación con el Departamento de Policía.

Como contaba con tiempo y muy pocas cosas que hacer con él, decidió dirigirse a la universidad de York en transporte público. La experiencia de una juventud pasada tratando de ahorrar hasta el último penique la mantenía alejada de los taxis siempre que le era posible, y a pesar de que se quejaba e injuriaba a la CTT tanto y tan a menudo como cualquier otro habitante de Toronto, tenía que admitir que si no tenías demasiada prisa o no te importaba perder el tiempo en un habitáculo lleno hasta los topes con sólo Dios sabía quién, te acababan llevando a donde querías ir y más o menos cuando necesitabas llegar.

Durante el largo trayecto hasta la universidad, reunió todo lo que sabía en un largo y meticuloso informe. Para cuando hubo llegado al último trasbordo, ya había dado con la pregunta final. Cuando tuvieran a Norman Birdwell, ¿qué hacían con él?

Primero le arrebatamos el grimorio, con lo que la amenaza inmediata queda conjurada. Su mirada se perdió más allá de la ventana en dirección a las moles grisáceas de los edificios industriales de una sola planta. ¿Y entonces qué? Lo máximo por lo que se le podría encausar sería por posesión de objetos robados y por guardar un arma prohibida. Una palmada en la muñeca y unas pocas horas de trabajo comunitario y a la calle para que pueda volver a convocar demonios otra vez… eso si no le liberan directamente por algún tecnicismo. Después de todo, era el responsable de que siete personas hubieran sido asesinadas, antes incluso de haber puesto sus manos sobre el grimorio. Tenía que haber alguna salida. Porque la única solución que se lo ocurría, la más evidente, la más permanente, no podía siquiera considerarse. Puede que si le dice al tribunal cómo consiguió el ordenador, la chaqueta y todo lo demás, le declaren loco.

Encuéntralo.

Consigue el grimorio.

Deja que la Policía se encargue del resto. Sonrió a su translúcido reflejo. Dejar que la Policía se encargara de ello… desde donde se sentaba, sonaba agradable.

Coreen esperaba en el exterior del Auditorio Burton, junto a la puerta principal. En medio de aquella tarde de primavera cubierta y un poco lluviosa, su pelo rojo parecía un faro iluminado.

—He acabado el examen antes de lo que pensaba —dijo mientras Vicki se aproximaba—. Menos mal que usted también se ha adelantado. Me hubiera aburrido de tener que esperar demasiado. Mi coche está aparcado en la parte de atrás —mientras se dirigía hacia él acompañada por Vicki, se apartó un mechón de cabello de la cara. Sus brillantes ajorcas de plástico tintinearon—. Nunca sé si es bueno o es malo acabar los exámenes muy pronto. Puede significar que lo has bordado o que has metido la pata y te vas creyendo que lo has bordado.

No parecía esperar una respuesta, así que Vicki se mantuvo en silencio, pensando: yo nunca fui tan joven.

—Personalmente creo que me ha salido muy bien. Ian siempre decía que no tiene sentido que has fracasado cuando no hay nada que puedas hacer al respecto —al recordar a Ian pareció entristecerse y no volvió a pronunciar palabra hasta que estuvieron en el coche, de camino a Shorenham Drive.

—Norman lo está haciendo después de todo, ¿verdad?

Vicki miró fijamente a la joven. Sus nudillos estaban blancos sobre el volante.

—¿Haciendo el qué? —preguntó. Lo hacía para ganar tiempo, porque no sabía lo que Coreen quería decir.

—Convocando demonios, como me dijo. Estuve pensando en ello después de que hablase con usted. ¿Por qué tenía que ser un vampiro y no un demonio lo que mató a Ian y Janet? Por eso estamos aquí, ¿verdad?

Vicki consideró sus opciones. La verdad tendría que valer. Obviamente, Coreen no pensaría que había perdido la cabeza. Considerándolo todo, aquel era un dudoso consuelo.

—Sí —dijo calmadamente—. La verdad es que lo está haciendo.

Coreen tomó la curva en dirección a Hullmar Drive. Las llantas chirriaron débilmente contra el pavimento.

—Y usted está aquí para detenerlo.

No era una pregunta, pero Vicki la contestó a pesar de todo.

—No. Estoy aquí para encontrarlo.

—Pero yo ya sé… cuatro, cinco, seis… dónde está —entró en el aparcamiento de un complejo formado por cuatro edificios de apartamentos—. Es ese edificio de allí. —Detuvo el coche a cierta distancia de la puerta mientras Vicki anotaba la dirección.

—¿Recuerdas el número de su apartamento?

—Nueve algo. —Coreen se encogió de hombros—. El nueve es un número poderoso. Probablemente lo ayuda en sus encantamientos.

—Perfecto. —Vicki salió del coche y Coreen fue tras ella.

—Creo que deberíamos cogerlo ahora mismo.

Vicki se paró en seco. Miró a la muchacha de arriba abajo.

—¿Perdón?

Coreen le devolvió una mirada desafiante.

—Usted y yo. Deberíamos cogerlo ahora mismo.

—No seas ridícula, Coreen. Ese hombre es muy peligroso.

—¿Norman? ¿Peligroso? —bufó con aire burlón—. Puede que su demonio sea peligroso, pero Norman es un desgraciado. Yo misma puedo cogerlo si usted no está interesada —hizo ademán de dirigirse hacia la puerta, pero Vicki se interpuso en su camino.

—Quieta ahí, chica. No es el momento de jugar a la heroína aficionada.

—¿Heroína aficionada? —la voz de Coreen se elevó una octava—. ¡Está despedida, señorita Nelson! —girando sobre sus talones, evitó el cuerpo de Vicki y se dirigió con firmes zancadas hacia el edificio.

Vicki suspiró y la siguió. Sólo utilizaría la fuerza física como último recurso.

Después de todo, ni siquiera podrá entrar en el edificio.

La puerta que daba al vestíbulo interior estaba entreabierta y Coreen irrumpió por ella como Elliot Ness persiguiendo a Capone. Pegada a sus talones, Vicki alargó los brazos para detenerla.

—Coreen, yo…

—Quietas las dos.

El hombre que acababa de aparecer desde detrás de la palmera no tenía el menor atractivo. Alto y desgarbado, se movía como si algunas partes de su cuerpo le hubiesen sido prestadas por cualquier otro. Por encima del bolsillo de su camisa asomaban innumerables bolígrafos y sus pantalones de poliéster estaban cortados casi cinco centímetros por encima de sus tobillos.

Coreen entornó la mirada y se dirigió directamente hacia él.

—Norman, no seas i…

—Coreen —la mano de Vicki sobre su hombro la detuvo en seco—. Quizá sería mejor que hiciéramos lo que el señor Birdwell sugiere.

Sonriendo de oreja a oreja, Norman levantó el AK-47 robado.

Vicki no estaba dispuesta a apostar la vida de nadie a que el claramente visible cargador estuviera vacío, y menos cuando el informe de la Policía aseguraba que también había desaparecido munición.

Uno de los cuatro ascensores del edificio se encontraba en el vestíbulo en aquel momento. Sus puertas estaban abiertas. Norman indicó con un gesto a las dos mujeres que entraran.

—Estaba mirando por mi ventana y os vi en el aparcamiento —les dijo—. Supe que estabais aquí para detenerme.

—Bueno, tienes razón… —comenzó a decir Coreen, pero inmediatamente, al sentir que Vicki apretaba el puño que sujetaba su brazo, se calló.

Vicki apenas tenía dudas de que podía arrebatarle a Norman el arma sin que nadie, salvo tal vez el propio Norman, saliese herido. Peto tan seguro como el demonio que no tenía intención de hacerlo mientras se encontraran en el interior de un ascensor cuyas paredes parecían ser de acero inoxidable. Después de la primera ráfaga, las balas rebotadas los hubieran hecho pedazos a los tres. Siguió aferrando el brazo de Coreen mientras atravesaban el pasillo hasta el apartamento de Norman. El cañón del rifle de asalto ruso se movía alternativamente de la una a la otra como alguna especie de indicador enloquecido.

Que nadie abra la puerta, te lo suplico, rezó. Puedo ocuparme yo sola de esto si todo el mundo se mantiene en calma. No podía contar con que no apareciese repentinamente ningún vecino para interponerse accidentalmente en la línea de fuego, así que tendría que esperar a que llegasen al apartamento antes de hacer su movimiento.

El apartamento de Norman no estaba cerrado con llave. Vicki empujó a Coreen delante de sí. En el preciso instante en que cierre la puerta… Escuchó el chasquido, soltó el brazo de Coreen, se volvió… y fue apartada a un lado por la furiosa Coreen que se arrojaba sobre su secuestrador.

—¡Maldita sea!

Esquivó un codo que se movía salvajemente y trató de apartar a Coreen de la línea de fuego. El oscuro, casi azulado metal del cañón chocó contra sus gafas. Entrevió fugazmente los blancos dedos de Norman aferrando el asidero del arma. Coreen se agarró a su hombro. Su visión periférica estaba muy limitada y no pudo ver el arco que la culata reforzada de acero describía hacia su cara. El golpe falló el frágil hueso de su sien por un pelo, pero impactó contra su cráneo, empujándola contra la pared y sumiéndola en las sombras.

sep

Las cejas de Celluci dibujaron una aguda «V» al encontrarse con la gran cantidad de mensajes telefónicos que lo esperaban. Los desparramó sobre su mesa y comenzó a comprobar sus remitentes. Dos periodistas, una tía, Vicki, los de la tintorería, uno de los periodistas de nuevo… y de nuevo. Sin decir una palabra, gruñendo, los estrujó y se los guardó en el bolsillo. No tenía tiempo para esa clase de basura.

Había pasado todo el día peinando el área donde se habían encontrado los cadáveres de la última mujer asesinada y de su perro. Había interrogado a los dos chicos que encontraran los cuerpos y a la mayoría de la gente que vivía en un radio de cuatro manzanas. Habían encontrado, diseminadas por todo el lugar, gran cantidad de huellas que sugerían que el hombre al que estaban buscando iba descalzo, tenía sólo tres dedos en cada pie y unas uñas larguísimas. Nadie había visto nada, aunque un borracho que dormía un poco más allá del barranco aseguraba haber oído un ruido extraño, algo así como el batir de la orza de un velero, mientras el viento arrastraba hasta él un olor a huevos podridos. El laboratorio de la Policía acababa de informarle de que entre los dientes del mastín se habían encontrado unas partículas idénticas al pedazo de lo que fuera que DeVerne Jones sujetaba cuando había muerto. Y no se había acercado un ápice a la resolución del caso.

O al menos no se había acercado a una respuesta que estuviera dispuesto a considerar.

Más cosas en el Cielo y en la Tierra

Abandonó dando un portazo la sala de la brigada y entró con pasos ruidosos en el pasillo. El nuevo edificio del cuartel general de la Policía parecía haber sido concebido para amortiguar el ruido pero a pesar de ello había hecho todo cuanto podía.

A este lugar le faltan algunas puertas con las que dar portazos. ¡Y el jodido Shakespeare podría haberse metido en sus malditos asuntos!

Mientras pasaba junto a la mesa del cadete de guardia, este se inclinó hacia él.

—Eh, detective. Una tal Vicki Nelson llamó antes preguntando por usted. Se mostró muy insistente en que usted debería investigar…

La mano levantada de Celluci le obligó a detenerse.

—¿Pusiste todo eso por escrito?

—Sí, señor. Le dejé una nota sobre su mesa.

—Entonces has hecho tu trabajo.

—Sí, señor, pero…

No me digas cómo hacer el mío.

El cadete tragó saliva nerviosamente, haciendo que su nuez se balancease sobre el rígido cuello de su uniforme.

—No, señor.

Con una mueca de desagrado, Celluci siguió su camino. Necesitaba estar sólo para pensar un poco. En este momento, la última cosa que necesitaba era Vicki.