BloodTop12

-xSabes lo que es un grimorio?

—Sí, maestro —se alzaba, encorvado, en el centro mismo del pentagrama. Todavía temeroso después del ardiente dolor que lo había enviado de vuelta a su mundo la última vez que fuera convocado.

—Bien. Irás aquí.

El amo le mostró un edificio señalado sobre el mapa. Tradujo la información a su propia imagen de la ciudad, una visión más compleja y mucho menos limitada.

—Te dirigirás a este edificio por la ruta más directa. Robarás el grimorio del apartamento 1407 y volverás de inmediato al pentagrama utilizando la misma ruta. No permitas que nadie te vea.

—Debo alimentarme —recordó al maestro con tono hosco.

—Sí. Muy bien. Aliméntate entonces de camino allí. Quiero el grimorio tan pronto como sea posible. ¿Has comprendido?

—Sí, maestro —llegado el momento, se alimentaría de este que lo convocaba. Así le había sido prometido.

Podía sentir la impaciencia del Señor Demoníaco al que servía. Podía sentir su cólera creciendo mientras se alejaba del camino que representaba su nombre. Sabía que esta cólera caería sobre él de forma aún más severa cuando por fin se manifestase en la Tierra.

Había innumerables vidas a lo largo de su ruta. Tantas, que por fin decidió alimentarse en un lugar que señalaba el nombre de un segundo Señor. Harían falta cuatro muertes más para finalizar el trazo de este segundo nombre, pero quizá este otro Señor podría protegerlo del primero si llegaba a controlar el portal.

No conocía la esperanza, porque la esperanza le era extraña a los de su raza, pero en cambio sabía bien lo que era el oportunismo, así que no dejaría pasar las oportunidades de aprovecharse.

Sin embargo, se alimentó con rapidez y viajó cautelosamente, tratando de no atraer la atención del poder que había interrumpido la invocación la noche anterior. La raza de los demonios había combatido a este poder en el pasado y, por su propio interés, no deseaban volver a hacerlo.

A medida que se aproximaba al edificio que el maestro había señalado, comenzó a sentir la proximidad del grimorio. Extendiendo las alas, descendió lentamente, una sombra contra las estrellas, y se posó en el balcón. La llamada del libro se hacía más y más poderosa. Su oscuro poder estaba reaccionando a la cercanía de uno de los suyos.

Sintió también una vida junto al libro, pero no reconoció su naturaleza; demasiado rápido para ser un mortal y demasiado lento para ser un demonio. No lo comprendía pero ¿qué podía importar eso? La comprensión no le era necesaria.

Husmeó el metal que rodeaba el cristal y no le impresionó. Un metal blando, un metal mortal. No dejes que te vean. Si no podía ver la calle, entonces las vidas de la calle no podrían verlo a él. Hincó las garras en el marco y arrancó la puerta de sus goznes.

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El capitán Roxborough se acercó, con las manos a ambos lados del cuerpo y los ojos verde grisáceo siguiendo constantemente la hoja.

Seguramente no creerás… —comenzó. Sólo unos reflejos felinos le permitieron salvar la vida cuando la navaja describió un letal arco hacia él y tuvo que apartarse de un salto. Todo un pliegue de su camisa había sido sajado, pero la piel que había debajo permanecía intacta. Con un esfuerzo supremo, logró no perder los nervios.

Estoy empezando a perder mi paciencia contigo, Smith.

Henry se quedó helado, con los dedos suspendidos sobre el teclado. Había oído un ruido proveniente del balcón. No un sonido fuerte, sino algo así como el rumor de las hojas agitadas por el viento. Pero era algo que estaba fuera de lugar.

En apenas un par de segundos se encontraba en el salón. La abrumadora peste a podredumbre le advirtió de lo que iba a encontrarse. Un hábito de doscientos años de edad le hizo llevarse una mano a la cadera, a pesar de que no había utilizado espada desde los primeros años del siglo diecinueve. Sólo poseía un arma, su revolver de servicio, y esta se encontraba envuelta en hule y guardada en el sótano. Y no creo que tenga tiempo de ir a por ella.

La criatura se encontraba de pie. Su silueta se recortaba contra la oscuridad de la noche. Tenía la puerta de cristal entre las garras. Su cuerpo casi ocupaba por completo el pequeño solano que enlazaba el comedor con el balcón.

Entrelazado alrededor de la peste como una cuerda roja sentía el aroma de la sangre fresca. Henry advirtió que la criatura acababa de alimentarse, y al mismo tiempo recordó cuánto tiempo había pasado desde la última vez que él lo hiciera. Respiró profundamente y se estremeció. ¡He sido un idiota por no haber protegido el apartamento! Un pentagrama abierto como el que había preparado junto al río Humberd habría sido suficiente. Debería haberlo sabido… Ahora, todo se derrumbaba entre sus manos.

—¡Detente, demonio! ¡No se te ha invitado a entrar!

Unos ojos enormes, amarillos, sin párpado, se volvieron hacia él mientras sus rasgos parecían reformarse para acomodarse al movimiento.

—Se me ha ordenado —siseó. Le arrojó la puerta.

Henry se hizo a un lado y el cristal se hizo añicos en el lugar que acababa de abandonar. Cerró las manos, saltó y golpeó con ambos puños la cabeza del demonio. La superficie del cuerpo de este se colapso sobre sí misma como corcho húmedo, absorbió el impacto y volvió a cobrar forma. Su contragolpe sorprendió a Henry con la guardia baja y lo envió volando contra la mesita de café, que se hizo pedazos. Rodó por el suelo, evitando por estrecho margen un golpe mortal, y de un salto se puso en pie. Ahora sostenía en la mano un puntal metálico, cuyo extremo roto mostraba una punta brillante y afilada.

El demonio hirió el brazo de Henry por debajo del codo.

Conteniendo un grito, Henry se tambaleó, estuvo a punto de caer al suelo y clavó el puntal en la cadera de la criatura.

Un golpe del ala estuvo entonces a punto de detenerlo, pero el pánico le dio fuerzas y avanzó dando patadas. Bajo sus talones sintió que el tejido cedía. Su hombro recibió un golpe dirigido a su garganta. Se dejó caer, trató de sujetar un pie deforme y tiró con todas sus fuerzas. La parte trasera del cráneo del demonio resultó ser más resistente que la televisión de Henry, pero no mucho más.

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—¡Abajo, Owen! ¡Tranquilo! —la señora Hughes se inclinó sobre la correa y logró cogerla y atar con ella al perro justo antes de que el animal, ladrando de forma histérica, se precipitase hacia delante y la arrastrase por todo el pasillo—. ¡Owen, cállate! —apenas podía escuchar sus propios pensamientos. El perro era tan ruidoso… sus ladridos, al rebotar contra las paredes, resultaban aún más molestos de lo que habían sido dentro del apartamento. Aunque el edificio estaba insonorizado, aquel estrépito debía de estarse oyendo en todos los apartamentos. Tenía que sacar a Owen a la calle antes de que el comité de vecinos se decidiera a sacarla a ella.

Una puerta se abrió al otro extremo del corredor y apareció un vecino al que apenas conocía. Se trataba de un militar retirado, dueño a su vez de otros dos pequeños perros, cuyos ladridos podían escucharse provenientes del interior de su apartamento. Sin duda respondían al frenesí de Owen.

—¿Qué demonios le pasa? —le gritó cuanto estuvo lo suficientemente cerca como para hacerse oír.

—No lo sé —se tambaleó y estuvo a punto de caer al suelo cuando Owen se abalanzó bruscamente contra la puerta del apartamento de Henry Fitzroy. El animal comenzó a escarbar en los bordes de la puerta con las uñas y, al ver que de esa manera no conseguía nada, trató de excavar debajo de ella. La señora Hughes tiró de él sin demasiado éxito. Le habría gustado saber lo que Owen tenía contra el señor Fitzroy. Naturalmente, no antes de estar segura de que no iban a expulsarla de la comunidad por perturbar la paz.

—¡Owen! ¡Siéntate! —Owen la ignoró—. Nunca había actuado así antes —se explicó—. De repente se puso como loco y ha comenzado a ladrar como si estuviera poseído. Pensé que si lo sacaba a la calle…

—Al menos estaríamos todos más tranquilos —concedió el hombre—. ¿Puedo echarle una mano?

—Por favor… —su voz sonaba un poco desesperada.

Entre los dos, lograron arrastrar al mastín, que continuaba ladrando, hasta el ascensor.

—De verdad que no lo comprendo —jadeó la anciana—. Normalmente no le haría daño a una mosca.

—Bueno, en realidad no le ha hecho daño a nadie, aparte de unos pocos tímpanos —la tranquilizó. Apartando la rodilla de la compuerta del ascensor, añadió—. ¡Buena suerte!

Mientras el ascensor descendía, siguió oyendo los profundos ladridos de Owen, así como los enfurecidos aullidos de sus dos perros. Entonces, tan repentinamente como habían comenzado, pararon. El hombre se detuvo, frunció el ceño, escuchó un último aullido quejumbroso y entonces se hizo a su alrededor un completo silencio. Sacudiendo la cabeza, volvió a entrar en su apartamento.

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Un fluido viscoso y amarillento manaba de sus numerosas heridas. Recogió el grimorio y cojeó hasta el balcón. Los nombres y encantamientos que contenía aquel volumen de conocimientos demoníacos suponían un peso terrible. Con mucho, era la cosa más pasada que jamás hubiera tenido que transportar. Y además estaba herido. Aquel no-mortal con el que había luchado había logrado herirlo. La mayor parte de su superficie se agitaba con lentitud, cambiando de un negro moteado de gris a un gris moteado de negro y la membrana de su ala derecha había sido desgarrada.

Debía llevar el grimorio a su maestro, pero antes tendría que alimentarse. A pesar de la membrana herida podría alcanzar la calle desde aquella elevada vivienda, pero una vez allí tendría que dar rápidamente con una vida para poder curarse. Había muchas cerca. No tendría ninguna dificultad en encontrar una.

Planeó hacia la noche, dejando tras de sí una mancha oleosa, amarillenta y brillante.

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La señora Hughes sonrió al escuchar a Owen saltar entre los arbustos. Para su tranquilidad, el animal se había calmado en el ascensor y desde entonces se había comportado como una oveja. Como si fuera consciente de sus pensamientos, reapareció en un claro, se aseguró de que ella seguía allí, ladró con alegría y volvió a sus juegos entre los arbustos.

Sabía que debía llevarlo con la correa, incluso en el descampado cercano al barranco, pero cuando salían solos de noche, sin nadie en los alrededores, siempre le dejaba correr suelto. Esto era bueno para ambos, porque a ninguno le gustaba caminar al ritmo del otro.

Enterró las manos en los bolsillos y se encogió para protegerse de una repentina ráfaga de viento helado. Primavera. Estaba segura de que, cuando ella era niña, la primavera llegaba antes de Pascua y nunca tenían que llevar guantes un dieciséis de abril. El viento volvió a soplar y la señora Hughes arrugó la nariz con desagrado. Desde el Este llegaba un hedor insoportable. Olía como si algo del tamaño de un mapache hubiera muerto y se encontrase ahora en una avanzado estado de descomposición. Y, lo que era peor, por la manera en que los arbustos estaban agitándose, era evidente que Owen también lo había percibido y se disponía a seguir el rastro.

—¡Owen! —avanzó un par de pasos, preparando la cadena—. ¡Owen! —el fétido olor a carne putrefacta se hizo más intenso y ella suspiró. Primero la histeria y ahora esto. Tendría que pasarse toda la noche bañando al perro—. Ow…

El demonio arrancó la segunda parte de la palabra de su garganta, recogió el cuerpo que se desplomaba con la otra garra y se llevó la zona herida al agujero informe que era su boca. Sorbiendo ruidosamente, comenzó a ingerir la sangre que necesitaba para curar sus heridas. Pero entonces trastabilló y estuvo a punto de soltar la comida cuando un enorme peso se arrojó sobre su espalda y unas garras dibujaron líneas de dolor desde sus hombros hasta sus caderas. Gruñendo y babeando un fluido rojo, se volvió.

Owen enseñaba los dientes y tenía las orejas gachas, pegadas contra el cráneo. Su propio gruñido se convirtió en un aullido y se abalanzó sobre la criatura. El demonio detuvo su vuelo con un golpe terrible y aterrizó pesadamente sobre tres patas. La sangre teñía sus cuartos delanteros, casi completamente negros. Enloquecido por la proximidad del demonio, volvió a gruñir y lanzó un mordisco al pedazo de ala que pendía medio desgarrado, destrozándolo con sus poderosas mandíbulas.

Antes de que el animal pudiera utilizar los poderosos músculos de su cuello y sus cuartos delanteros, el demonio le propinó una patada. La garra destrozó una costilla y se incrustó quince centímetros en el cuerpo del animal, derramando una brillante masa de intestinos sobre la tierra.

Pero Owen, con una última y débil sacudida de la cabeza, logró rasgar la herida membrana un poco más, antes de que la luz de sus ojos se apagara con lentitud. Con un postrer gruñido lleno de odio, murió.

Pero incluso después de muerto, sus mandíbulas mantenían la presa y el demonio tuvo que destrozarlas antes de poder liberarse.

Diez minutos más tarde, una pareja de adolescentes que andaban buscando un poco de intimidad, llegó hasta el barranco. La senda que seguían estaba salpicada de rocas y agujeros y, puesto que sus ojos no se habían acostumbrado todavía a la oscuridad, resultaba doblemente traicionera. El muchacho caminaba ligeramente adelantado, conduciendo a la chica de la mano detrás de sí. No es que experimentase una caballerosa necesidad de comprobar la seguridad el camino. Simplemente estaba un poco más ansioso por llegar a donde pretendían.

Cuando él comenzó a caer, agitando enloquecidamente su otro brazo, ella le soltó la mano. No quería verse arrastrada en su caída. Él golpeó el suelo con un peculiar sonido sordo y allí se quedó, inmóvil, durante unos momentos, tratando de escudriñar las densas sombras.

—¿Pat?

Su respuesta fue casi un lloriqueo. Se arrastró precipitadamente hacia atrás y se puso en pie. Tanto sus manos como sus rodillas estaban sucias, como si hubiera caído sobre barro. Despedía un olor que ella no terminaba de identificar pero que le hizo arrugar la nariz.

—¿Pat?

Los ojos del muchacho estaban abiertos por completo. Estaba casi blanco. Su boca estaba abierta pero no emergía ningún sonido de ella.

Ella frunció el ceño y, después de dar dos pasos cautelosos en su dirección, se agachó. La tierra que palpaba con las yemas de los dedos estaba húmeda y ligeramente pegajosa. El olor se había hecho más intenso. Gradualmente, sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y entonces, libre como estaba de cualquier atavismo machista, gritó. Y continuó gritando durante mucho tiempo.

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Vicki entornó la mirada, tratando desesperadamente de enfocar las turbias y distantes luces. Sabía que el brillante haz de luz blanca que se internaba en el barranco tenía que ser el reflector de un coche de policía, pero no conseguía distinguir el coche en cuestión. Podía oír una confusa algarabía de voces, pero no localizaba a la multitud de la que debía provenir. Era tarde. Debería estar en el apartamento de Henry. Pero debía de haber algo allí que pudiera hacer para ayudar… con una mano apoyada en el muro de hormigón que rodeaba la oficina central de ManuLife, se volvió hacia la plaza de St. Paul y se dirigió hacia la luz.

Nunca dejaba de asombrarla lo rápidamente que un accidente de cualquier clase podía atraer a una multitud. Incluso un domingo a medianoche. ¿Es que ninguna de aquellas personas tenía que levantarse a la mañana siguiente para trabajar? Dos coches más de policía pasaron cerca de ella y un par de jóvenes que se apresuraba a unirse a la multitud de curiosos estuvieron a punto de derribarla. Apenas se percató de su presencia. Más allá de la medianoche…

Deslizando los dedos por el hormigón, comenzó a avanzar más deprisa hasta que una de las voces, que se destacaba por encima de la algarabía, la hizo detenerse en seco.

—… con la garganta destrozada como los anteriores.

Henry se había equivocado. El demonio había vuelto a asesinar esta noche. Pero ¿por qué aquí, prácticamente en el centro de la ciudad, a kilómetros de distancia del patrón que delineaban las otras muertes? Henry y la extraña sensación que lo había mantenido en su apartamento aquella noche…

—¡Maldita sea! —confiando en que sus pies pudiesen encontrar el camino que sus ojos no veían, Vicki se volvió y comenzó a correr. Se abrió pasó entre el constante flujo de curiosos que se dirigían al lugar. Tropezó con un bordillo que no había visto, se golpeó el hombro contra una confusa sombra que probablemente era una farola y tuvo que esquivar por lo menos a tres personas demasiado lentas como para apartarse de su camino. Tenía que llegar cuanto antes a casa de Henry.

Cuando se encontraba ya junto a su edificio, pasó a su lado una ambulancia a toda velocidad. Al poco, surgiendo del otro lado de la avenida circular, apareció un grupo de personas. Siguiendo a la ambulancia doblaron la esquina y se adentraron en la plaza de St. Paul como una comitiva de fantasmas. El guardia de seguridad debía de ser uno de ellos, porque cuando Vicki atravesó las puertas y penetró en el vestíbulo, su mesa estaba vacía.

—¡Maldita sea dos veces!

Extendió una mano insegura y logró encontrar el interruptor que abría la puerta interior pero, como ella se había temido, el cerrojo estaba echado y el guardia se había levado la llave consigo. Demasiado furiosa y demasiado preocupada hasta para soltar un improperio, sacudió la puerta con todas sus fuerzas. Para su sorpresa, la puerta se abrió mientras la cerradura protestaba soltando un chasquido. Entró de puntillas, se tomó un par de segundos para cerrar la puerta cuidadosamente detrás de sí —los viejos hábitos nunca mueren—, atravesó a la carrera el vestíbulo interior y golpeó rápidamente los botones del ascensor.

Sabía que seguir golpeándolos no serviría de nada, pero a pesar de ello no pudo dejar de hacerlo.

La subida hasta el decimocuarto piso pareció tardar días, incluso meses y el exceso de adrenalina la obligó a golpear las paredes. La puerta de Henry estaba cerrada. Tan segura estaba de que se encontraba en problemas que ni siquiera se le había ocurrido llamar. Revolvió su bolso a toda prisa hasta dar con las ganzúas y respiró profundamente varias veces para que su pulso se calmase. Pese a que su miedo seguía gritando ¡Deprisa!, se obligó a trabajar calmada y meticulosamente. Introdujo lentamente la ganzúa adecuada y más lentamente aún realizó las delicadas manipulaciones que conseguirían reemplazar a la llave.

Después de unos pocos segundos extendidos hasta la agonía, durante los cuales llegó a pensar que la compleja cerradura estaba más allá de su habilidad, justo cuando comenzaba a desear que apareciera Harry el Sucio para arrancar la puerta de sus goznes, escuchó el familiar chasquido. Volvió a respirar; gracias a Dios que los constructores no habían instalado cerraduras electrónicas. Arrojó las ganzúas de nuevo a su bolso y abrió la puerta.

El viento que penetraba en la habitación por el balcón había disipado la mayor parte de la pestilencia, pero aún permanecía en la habitación el rastro de un olor a podredumbre. Volvió a recordar el cadáver de la anciana que había encontrado en pleno verano, seis semanas después de su muerte. Pero esta vez su imaginación le puso al cuerpo el rostro de Henry. Era consciente de que el olor provenía del demonio, pero sus tripas insistían en pensar de manera diferente.

—¿Henry?

Extendiendo la mano hacia atrás, cerró la puerta y buscó a tientas el interruptor de la luz. No veía una maldita cosa. Henry podría estar muerto a sus pies y ella nunca…

No estaba a sus pies. Yacía tendido de bruces sobre el volcado sofá. La mitad de su cuerpo estaba cubierta por la tapicería desgarrada. Y no estaba muerto. Los muertos yacen en una postura imposible de imitar para los vivos.

Por todas partes, innumerables y diminutos cristales cubrían la alfombra, haciéndola brillar como una pista de patinaje cubierta. La puerta de cristal del balcón, la mesita de café, la televisión… la parte de Vicki entrenada para observar en medio del desastre inventariaba los diferentes fragmentos coloreados a medida que ella se movía. De hecho, Henry parecía encontrarse en mejor estado que su apartamento.

Luchó contra la puerta del solano hasta obligarla a cerrarse por encima de unos grumos pastosos y pegajosos de fluido amarillo, y entonces se arrodilló junto al sofá y puso las manos sobre la húmeda piel de la garganta de Henry. Su pulso era tan lento que cada latido de su corazón parecía llegar sólo después de un pensamiento.

—¿Esto es lo normal? ¿Cómo demonios se supone que voy a saber lo que es normal en tu caso?

Apartó de él la tapicería desgarrada con tanto cuidado como le fue posible y descubrió que, milagrosamente, no parecía tener ningún hueso roto. Mientras enderezaba con lentitud sus brazos y piernas advirtió lo pesados que eran sus huesos, y se preguntó por un instante si serían el resultado de su naturaleza vampírica o simplemente una herencia de su pasado mortal. Pero la verdad es que en aquel momento no importaba. Su cuerpo estaba lleno de cortes y laceraciones, provocados tanto por los fragmentos de cristal como por lo que no podían ser otra cosa más que las garras del demonio.

Las heridas, incluso las más profundas, apenas sangraban. Y no todas lo hacían.

Su piel estaba fría y húmeda, los ojos vueltos hacia atrás y él mismo no respondía a ningún estímulo. Parecía haber sufrido una conmoción. Y cualquiera que fuese la validez de las leyendas sobre vampiros, Vicki supo de pronto que al menos se equivocaban en un punto: Henry Fitzroy no era más inmortal que ella; se estaba muriendo.

—Maldita sea. ¡Maldita sea! ¡MALDITA SEA!

Guiando con una mano el cuerpo de Henry para deslizado sobre los destrozados cojines, levantó con esfuerzo el sofá hasta colocarlo de pie. Volvió a arrodillarse y recogió su bolso. La cuchilla pequeña de su navaja del Ejercito Suizo estaba más afilada. La utilizaba con monos frecuencia. La apoyó contra la piel de su muñeca. La piel se combó y ella se detuvo, mientas elevaba una silenciosa plegaria para que aquello funcionase. No importaba en qué estuvieran equivocadas las leyendas sobre vampiros. En esto tenían que estar en lo cierto.

No le dolió tanto como había esperado. Presionó el corte contra los labios de Henry y aguardó. Una gota carmesí resbaló por el borde de su boca, dibujando una línea rojiza a lo largo de su mejilla.

Entonces su garganta se movió, un pequeño trago convulso. Sintió que los labios se ajustaban a su muñeca y su lengua lamió una vez y luego otra la sangre que brotaba de ella. El vello de su nuca se erizó y, casi involuntariamente, apretó la herida con más fuerza contra la boca de él.

Él comenzó a alimentarse. Al principio de forma frenética. Luego más calmadamente, cuando un jirón de su consciencia pareció advertir que la sangre no le iba a ser negada.

¿Sabrá cuándo ha de detenerse? Su respiración se agitó poderosamente a medida que las sensaciones que recorrían su brazo provocaron respuestas en otras partes de su cuerpo. ¿Seré capaz de detenerlo si no lo hace?

Durante dos, tres minutos le vio alimentarse, y en todo ese tiempo él no fue más que eso: hambre, nada más. Le recordó a un recién nacido aferrado a un pecho, y ese pensamiento provocó que bajo la chaqueta, el suéter y el sujetador, los pezones se le endurecieran. Comprendió por qué tantas historias de vampiros asociaban la sangre con el sexo. Aquella era una de las acciones más íntimas en que había tomado parte en toda su vida.

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Primero sólo había dolor, pero luego llegó la sangre. No había nada más que sangre. Su mundo era la sangre.

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Ella contempló como la consciencia comenzaba a retornar a su cuerpo. La mano de él se alzó lentamente, agarró la suya y la apretó contra su boca.

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Ahora comenzaba a sentir la vida que la sangre le suministraba. La olió, la escuchó, la reconoció y combatió la neblina rojiza que demandaba que la tomara. Sería tan fácil abandonarse al hambre…

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Ella fue consciente del forcejeo interior que lo azotaba mientras él bebía un último trago y entonces apartaba su muñeca casi con brusquedad. No comprendía. Ella podía sentir su necesidad y se sentía a su vez arrastrada hacia él. Levantó la muñeca de nuevo y la dirigió hacia su boca. Gotas carmesí comenzaron de nuevo a brotar del corte.

Él la apartó de sí con una fuerza que la sorprendió. Los brazos de ella mostraban las marcas blancas de sus dedos. Desgraciadamente, era toda la fuerza que le quedaba. Su cuerpo volvió a quedar inerte y la cabeza cayó sobre el hombro.

El dolor causado por su presa la ayudó a disipar la niebla. Volvía a ser consciente, aunque todavía resultaba desesperadamente difícil pensar. Cambió de posición. La habitación dio vueltas a su alrededor, y mientras trataba de combatir las sombras que pesaban sobre su mente advirtió por qué se había detenido él. No podía darle toda la sangre que necesitaba, no sin entregarse ella misma en el proceso.

—¡Mierda, mierda, mierda! —no es que fuera muy creativo, pero la hizo sentir mejor.

Apoyó la espalda contra el sofá, puso una mano sobre el cuerpo de él y sacó las llaves de sus pantalones. Si iba a salvar la vida de Henry no podía perder más tiempo forzando cerraduras. Necesita más sangre. Tengo que encontrar a Tony.

Trató de ponerse en pie a toda prisa, lo que no resultó ser una buena idea. El mundo se deslizó hacia un lado y corrió tambaleante hacia la puerta. ¿Cómo podía haber tomado tanto en tan poco tiempo? Respirando pesadamente, logró salir al pasillo y llamó frenética al ascensor.

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—Dios mío, es Owen.

¿Owen? Greg se abrió camino a empujones entre la multitud. Si Owen había sido herido, la señora Hughes podía necesitar su ayuda.

Owen no sólo había sido herido. Sus mandíbulas habían sido desgarradas y tenía la cabeza destrozada.

En cuanto a la señora Hughes, ya no necesitaba su ayuda o la de nadie.

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Tenía que llegar a Yonge y Bloor, pero su cuerpo no estaba cooperando. Su confusión no se estaba desvaneciendo. De hecho, empeoraba cada vez más y se veía obligada a esquivar un objeto tras otro. Pero, obstinadamente, se negaba a abandonar. Para cuando alcanzó la calle Church, la rendición se había convertido en una posibilidad plausible.

—Eh, Victoria.

Unas manos fuertes la sujetaron mientras se desplomaba y se aferró a la chaqueta vaquera de Tony. Se mantuvo así, inmóvil, casi inerte, hasta que la acera dejó de amenazar con levantarse y golpearla en la cara.

—¿Estás bien, Victoria? Tienes un aspecto de mierda.

Ella se apartó un poco. Soltó su chaqueta y se colgó de su brazo. ¿Cómo demonios se supone que voy a hacer esto?

—Tony, necesito tu ayuda.

Tony la estudió un momento, entornando los ojos.

—¿Alguien te ha dado una paliza?

Vicki sacudió la cabeza y rezó por no haberse golpeado sin darse cuenta mientras se arrastraba hasta allí.

—No. No es eso. Yo…

—¿Estás drogada?

—¡Claro que no! —la involuntaria indignación la hizo enderezarse.

—Entonces, ¿qué cojones te ha pasado? Hace veinte minutos estabas perfectamente.

Lo miró guiñando los ojos. La luz de las farolas hacía más difícil enfocar la vista. Parecía más enfadado que preocupado.

—Te lo explicaré de camino.

—¿Quién dice que voy a ir a ninguna parte?

—Tony, por favor…

El momento que él tardó en cambiar de opinión fue el más largo que Vicki había pasado en mucho tiempo.

—Bueno, supongo que no tengo nada mejor que hacer —dejó que ella lo condujera—. Pero espero que tengas una buena explicación.

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Greg observaba, con los ojos muy abiertos, por encima del hombro del fornido agente de policía. Todo lo que alcanzaba a ver de la señora Hughes era un zapato con la planta manchada de rojo y un poco de una pierna cubierta con leotardos. El investigador bloqueaba la visión del cuerpo. Pobre señora Hughes. Pobre Owen.

—No hay duda —el juez se levantó e indicó con un gesto a los camilleros de la ambulancia para que se hicieran cargo del cuerpo—. Lo mismo que los otros.

Un murmullo atemorizado recorrió la multitud. Lo mismo que los otros. ¡El vampiro!

En respuesta al sonido, uno de los investigadores de la Policía se volvió y contempló la ladera de la colina.

—¿Qué demonios está haciendo toda esa gente ahí? Llévenselos detrás de los coches. ¡Inmediatamente!

Greg se movió con los otros. No prestaba atención a las especulaciones que se escuchaban a su alrededor. Estaba entregado a sus propios pensamientos. A pesar de lo avanzado de la hora, reconoció entre la multitud a varios de los inquilinos de su edificio. Henry Fitzroy no estaba entre ellos. Tampoco estaban muchos otros a los que conocía, pero la ausencia del señor Fitzroy se había vuelto de pronto muy importante.

Owen, a quien gustaba todo el mundo, nunca había mostrado simpatía por el señor Fitzroy.

Incapaz de olvidar la expresión que había aflorado a los ojos del joven ni el terror que le había provocado, Greg no tuvo dudas de que el señor Fitzroy era capaz de matar. La cuestión era, ¿lo había hecho?

Abriéndose paso por el borde la multitud, se apresuró de vuelta a la calle Bloor. Había llegado la hora de obtener algunas respuestas.

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Vampiros. Demonios. Tony se dio un golpecito con la uña del pulgar contra los dientes y estudió el rostro de Vicki con expresión neutral aunque cautelosa.

—¿Por qué me cuentas este secreto a mí?

Vicki se dejó caer sobre la pared del ascensor y se frotó las sienes. Eso era. ¿Por qué?

—Porque estabas cerca. Porque me debes algunos favores. Porque confío en ti y sé que no me traicionarás.

La miró asustado y luego, de pronto, complacido. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien confiara en él. Que confiara de verdad. Sonrió. De repente, parecía varios años más joven.

—Esto va en serio, ¿no, Vicki? ¿No es ninguna coña?

—Ninguna coña —asintió Vicki abatida.

Caminando cuidadosamente entre los cristales. Tony llegó junto al sofá y miró a Henry desde lo alto. Tenía los ojos muy abiertos.

—La verdad es que no tiene mucha pinta de vampiro.

—¿Qué esperabas? ¿Un esmoquin y un ataúd? —no parecía haber experimentado cambios desde que ella se marchara y, si no estaba mejor, por lo menos no había empeorado.

—Oye, relájate Victoria. Esto es una cosa muy rara, ¿sabes?

Ella suspiró y apartó un mechón de cabello dorado-rojizo de la frente de Henry.

—Lo sé. Lo siento. Estoy preocupada.

—Tranquila. —Tony le puso una mano en el hombro mientras rodeaba el sofá—. Lo comprendo —exhaló un profundo suspiro y se frotó las manos contra los vaqueros—. ¿Qué tengo que hacer?

Ella le mostró dónde debía arrodillarse y entonces colocó la punta de la navaja contra su muñeca.

—Quizá sea mejor que lo haga yo mismo —sugirió al verla vacilar.

—Quizá sí.

El contraste entre el rojo de su sangre y la palidez de la piel era muy intenso, y Vicki sintió que sus manos temblaban mientras conducía el corte a la boca de Henry.

¿Qué demonios estoy haciendo?, se preguntó mientras este comenzaba a succionar y la expresión de Tony se tornaba casi beatífica. Hago de chulo para un vampiro.

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Sangre de nuevo. Pero esta vez, su necesidad no era tan grande y le costó mucho menos cobrar consciencia del mundo que lo rodeaba.

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—Lo está haciendo. De verdad es un…

—Un vampiro, sí.

—Es… eh, interesante —cambió un poco su posición, tirando de la pernera de sus pantalones.

Vicki recordó la sensación y dio gracias porque Tony no pudiera verla sonrojarse. Se quitó la chaqueta y se dirigió al baño, preguntándose si el vampiro moderno guardaría algo de utilidad en el botiquín. La severidad de las heridas de Henry requería algo más que el diminuto equipo de primeros auxilios que llevaba en su bolso, aunque improvisaría si era necesario.

Para su sorpresa, el vampiro moderno tenía tanto gasas como esparadrapos. Los recogió, junto con dos manoplas de baño, una toalla y un albornoz de felpa que colgaba de la puerta y volvió a toda prisa al salón, apoyándose en las paredes y los muebles siempre que le era posible.

Primero se ocuparía del profundo corte que Henry tenía en el brazo y luego descansaría. Posiblemente durante un par de días.

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Con dificultad a causa del temblor de sus manos, Greg logró abrir el casillero de la sala de recreo y sacó el poste de croquet de su caja.

—Sólo por precaución —se dijo mientras examinaba la punta—. Una precaución razonable.

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Tratando de no pensar en la profundidad o la gravedad del corte, Vicki limpió la herida y, después de presionar todo lo que pudo los desgarrados bordes de la piel y el músculo, la vendó con la gasa. El brazo de Henry se estremeció, pero no hizo ademán alguno de apartarlo.

Tony mantenía los ojos cuidadosamente apartados.

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Con la percepción del yo vino la confusión. ¿De quién se estaba alimentando? El olor de Vicki era inconfundible, pero no conocía al otro joven.

Podía sentir cómo retornaban sus fuerzas, cómo su cuerpo comenzaba a curarse. Ya tenía sangre más que suficiente para mantenerse con vida. Ahora, todo lo que necesitaba era tiempo.

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—Creo que ha terminado.

—¿Se ha detenido, entonces?

Tony levantó la muñeca.

—Eso es lo que suele significar «terminado» —el corte de su muñeca tembló un poco, pero sólo una minúscula gota de sangre resbaló bajo la mugrienta manga de la chaqueta vaquera.

Vicki se inclinó hacia delante.

—¿Henry?

—Espera un minuto. —Tony se balanceó sobre sus talones y se puso en pie—. Si vas a despertarlo, será mejor que me largue.

—¿Qué?

—No me conoce y no creo que sea una buena idea que me quede aquí mientras tú tratas de convencerlo de que no se lo voy a contar a nadie.

Vicki lo pensó de nuevo y llegó a la conclusión de que no era una mala idea. No sabía cómo se tomaría Henry el que ella hubiese traicionado su secreto con un completo extraño. Si ella estuviera en su lugar, también se mostraría cauta.

Acompañó a Tony hasta la puerta.

—¿Cómo te sientes?

—Cachondo. Y un poco confuso —añadió antes de que ella pudiera decir nada—. No creo que haya tomado de mí tanto como de ti. Además, soy mucho más joven.

—Y mucho más bocazas —extendió un brazo y posó una mano sobre su hombro.

—Gracias —dijo con suavidad.

—Hey, no me lo hubiera perdido por nada del mundo —por un instante su rostro fue franco, vulnerable. Entonces regresó su sonrisa arrogante—. Ya me contarás cómo acaba todo el asunto.

—Te lo contaré —sacó un puñado de billetes de su bolsillo y se los puso en la mano—. Bebe mucho líquido en las próximas horas. Y, Tony, cuando salgas, trata de no dejarte ver por el guardia de seguridad.

—Que te follen, Vicki.

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En el ascensor, Greg golpeaba el poste de casi un metro de longitud contra su pierna. En realidad no creía que Henry Fitzroy fuera un vampiro. No del todo. Pero es que tampoco podía creer que la señora Hughes estuviera muerta y, sin la menor duda, lo estaba. A lo largo de su prolongada vida había llegado a descubrir que la creencia no tiene demasiado que ver con la realidad.

Al llegar al piso decimocuarto se cuadró de hombros y salió al corredor. Estaba completamente determinado a hacer lo que debía. No se consideraba un hombre especialmente valeroso, pero tenía una responsabilidad sobre los inquilinos del edificio. No había vacilado contra los nazis, no había vacilado en Corea y no pensaba vacilar ahora.

Frente a la puerta del piso de Henry Fitzroy se aseguró de que la pernera de su pantalón cubría la estaca. No la utilizaría si no era necesario. Llamó a la puerta.

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—¡Maldita sea! —la mirada de Vicki corrió alternativamente de Henry a la puerta. El que había llamado no era un policía. La llamada de un policía era inconfundible. Pero en las actuales circunstancias, lo peor que podía hacerse era ignorarla. Si alguien de la calle había visto al demonio encaramado en el balcón de Henry…

La mirilla le mostró la distorsionada imagen del viejo guardia de seguridad de la entrada principal. Mientras ella lo observaba, levantó la mano una segunda vez y volvió a llamar. No sabía lo que quería. No le importaba. No podía dejarle hablar con Henry. Tendría que librarse de él sin permitirle ver el campo de batalla en que se había convertido el salón. Si el guardia abrigaba alguna sospecha —y su expresión revelaba que no estaba del todo tranquilo— tenía que convencerlo de que Henry se había pasado el último par de horas muy ocupado. Y si no sospechaba, tenía que asegurarse de que no empezase a hacerlo.

sep

Esto es una locura, se dio cuenta Greg de pronto. Debería estar aquí después del amanecer, cuando esté durmiendo. Sus dedos se movieron nerviosamente arriba y abajo del palo de croquet. Puedo conseguir la llave maestra y asegurarme, de una manera u otra y

La puerta se abrió y con ella su boca. Una mujer con el pelo revuelto, más o menos cubierta con un albornoz de hombre, lo miraba con aire soñoliento.

Vicki había apagado todas las luces del apartamento excepto la que había directamente a su espalda, sobre la entrada, confiando en que su brillo deslumbrara al guardia y le impidiera ver algo más allá de su cuerpo. De pie entre la puerta y el marco, apoyada contra ambos, dejó que el borde superior del albornoz se escurriera un poco hacia abajo. No es que pretendiera cegar al guardia con su belleza, pero si había evaluado al anciano correctamente, esta era exactamente la clase de situación que podría avergonzarlo.

O puede que no fuera más que una idea estúpida. Pero era lo único que se le había ocurrido.

—¿Puedo ayudarlo? —preguntó, conteniendo un bostezo no del todo fingido.

—Um, no, yo… ¿es esta la casa del señor Fitzroy?

—Sí. —Vicki se colocó las gafas en su lugar. Sin que ella lo pretendiera, el albornoz se escurrió un poco más—. Pero está durmiendo. Esta un poco… —se detuvo el tiempo suficiente como para que las orejas del guardia terminasen de enrojecer—… exhausto.

—Oh. —Greg se aclaró la garganta mientras se preguntó como podría salir de aquello conservando un poco de dignidad. Saltaba a la vista que Henry Fitzroy no había abandonado su apartamento en las últimas horas. Y era igualmente evidente que no se había dedicado a clavar sus garras en el cuello de aquella joven… o en ninguna otra parte de su anatomía. A la que, por cierto, Greg no estaba mirando—. Yo sólo… eh… el caso es que ha habido un incidente en la zona del barranco y pensé que tal vez el señor Fitzroy pudiera haber visto algo o escuchado algo, ya que normalmente está despierto de noche. Quiero decir, ya sé que sus ventanas no dan a ese lugar, pero…

—No creo que haya podido advertir nada. Estaba… —de nuevo la pausa. De nuevo el rubor en el rostro del guardia—… ocupado.

—Mire. Siento de veras haberles molestado. Hablaré con el señor Fitzroy en otra ocasión.

Parecía completamente deprimido.

Sin poder contenerse, Vicki extendió una mano hacia él.

—Ese incidente del que habla. ¿Le ha ocurrido algo a alguien que usted conozca?

Había simpatía genuina en su voz. Greg respondió:

—La señora Hughes y Owen. Owen era su perro. Viven justo al final del pasillo —señaló en aquella dirección y Vicki se sobresaltó al descubrir lo que su mano sostenía.

Él siguió su mirada y se ruborizó aún más. Las brillantes franjas pintadas en la parte alta del poste de croquet parecían burlarse de él. Se había olvidado de que lo llevaba consigo.

—Niños —explicó apresuradamente—. Dejan trastos por todas partes. Voy a devolverlo a su lugar.

—Oh —con gran esfuerzo, ella logró apartar la vista de la estaca. Sería catastrófico demostrar demasiado interés en ella. Arrebatársela de la mano y arrojarla por el hueco del ascensor, que era lo primero que se le había ocurrido hacer, sería posiblemente considerado un exceso de interés—. Siento mucho lo de la mujer y el perro —logró decir.

El hombre volvió a asentir.

—También yo —entonces se enderezó y Vicki pudo casi ver cómo se echaba el sentido del deber y la responsabilidad sobre los hombros—. Tengo que volver a mi puesto. Siento mucho haberles molestado. Buenas noches, señorita.

—Buenas noches.

Esperó hasta escuchar el chasquido del cerrojo y entonces se dirigió de vuelta al ascensor. Mientras las puertas se cerraban detrás de él, dedicó una mirada al poste de croquet y sacudió la cabeza. La última vez que se había sentido tan avergonzado había sido a los diecinueve, durante la Primera Guerra Mundial, cuando por equivocación había entrado en los baños del Cuerpo Femenino Auxiliar de la Armada Británica.

—Vampiros. ¡Ja! Debo de estar volviéndome senil.

sep

Vicki se dejó caer sobre la puerta. Le temblaban las rodillas. Había estado muy cerca. Volvió a encender la luz del salón y se acercó a Henry.

Tenía los ojos abiertos y había levantado un brazo para protegerlos de la luz.

—¿Te sientes mejor? —preguntó.

—Eso depende… ¿Mejor que qué? —dejó caer las piernas del sofá y se sentó derecho. No se había sentido tan mal desde hacía muchísimo tiempo.

Vicki se sentó junto a él y, al ver que estaba a punto de caerse, le ayudó a ponerse derecho.

—Aparentemente el señor Stoker no estaba exagerando cuando describió los poderes de recuperación de los vampiros.

Henry trató de esbozar una sonrisa.

—El señor Stoker era un escritorcillo —giró los hombros y extendió ambas piernas. Todo parecía funcionar correctamente, aunque no con facilidad ni sin dolor—. ¿Quién era el chico?

—Su nombre es Tony. Ha vivido en la calle desde que era un niño. Es de los que aceptan a la gente por lo que es.

—¿Incluso a los vampiros?

Ella estudió su rostro. No parecía enfadado.

—Incluso a los vampiros. Y sabe lo que es estar solo.

—¿Confías en él?

—Absolutamente. O hubiera pensado en otra cosa. Otra persona —aunque no tenía la menor idea de en qué o en quién. Ni siquiera había pensado en Celluci. Ni una sola vez. Lo que es buena muestra de que, al menos inconscientemente, soy más lista de lo que parezco. Celluci no habría reaccionado de manera positiva. Supongo que podría haber robado algo en la Cruz Roja—. Necesitabas más y no querías…

—No podía —la interrumpió con voz tranquila—. Si hubiera tomado más, lo habría tomado todo —bajo la contusión púrpura y verde que mostraba su frente, sus ojos estaban sombríos—. Podía sentir tu vida y podía sentir el creciente deseo de tomarla.

Ella sonrió sin poder evitarlo.

—¿Qué? —Henry no veía razones para sonreír. Esta noche, la muerte los había rondado a ambos muy de cerca.

—Una frase de un libro infantil que, no sé cómo, acaba de aparecer en mi cabeza. No es como un león domado. Parece ser que tampoco tú estás domado del todo, ¿verdad? Porque aparentas ser tan civilizado…

Él pensó sobre ello unos instantes.

—Puede ser. Supongo que, desde tu punto de vista, no lo estoy. ¿Eso te asusta?

Ella levantó ambas cejas e inmediatamente las volvió a dejar caer. Estaba demasiado cansada para mantener la expresión.

—Oh, por favor.

Henry sonrió entonces, tomó su mano y la condujo hasta la luz. Examinó la muñeca.

—Gracias —dijo. Suavemente, trazó con un dedo la trayectoria de la vena.

Cada pelo en el cuerpo de Vicki se erizó y tuvo que tragar saliva antes de poder hablar.

—Me alegro de que hayas vuelto. Hubiera hecho lo mismo por cualquiera.

Con la mano de Vicki todavía entre las suyas, la sonrisa de Henry cobró de pronto un aire confundido.

—Llevas mi bata.

Empujando las gafas contra su nariz, Vicki trató de refrenar el impulso de arrojarse contra la pila de ropa que se amontonaba sobre la mesa del comedor.

—Es una larga historia —le dejó que la atrajera hacia sí y se humedeció los labios. Su piel palpitaba bajo su mano. Y ni siquiera está tocando una zona sensible.

Entones, repentinamente, la expresión de Henry cambió y ella se volvió para ver lo que había causado tal expresión de horrorizada incredulidad. Una de las puertas de cristal de la librería, intacta como por milagro, estaba abierta.

—El demonio —dijo Henry. Su voz era fiel reflejo de su expresión—; tiene el grimorio.