BloodTop11

Coreen atravesó las puertas momentos antes de que la clase diera comienzo y se dirigió hacia el grupo de sus amigos. La mirada frágil y traslúcida de sus ojos revelaba que había dormido poco y había llorado mucho. Incluso el brillo rojizo de sus cabellos parecía haberse apagado.

El grupo se abrió para hacerle sitio. En la seguridad de aquel círculo, se le ofrecieron numerosas sonrisas de simpatía y conmoción. Pese a que Janet había sido amiga de todas ellas, Coreen era la última que la había visto con vida, y eso le otorgaba a su dolor una inmediatez de la que carecía el resto.

Ninguno de ellos, y Coreen menos que nadie, había advertido la expresión de odio que atravesaba el rostro de Norman Birdwell cada vez que miraba en su dirección.

Cómo se atreve a seguir viva cuando yo dije que iba a morir.

El latido había regresado en algún momento a lo largo de la noche. Cada pulso reafirmaba la certeza de Norman de que el poder seguía en sus manos. Cada pulso demandaba que Coreen pagara por lo que le había hecho.

Coreen se había convertido en el símbolo de todos aquellos que alguna vez se habían reído de él. De cada zorra que se había abierto de piernas para los chicos del equipo de fútbol americano pero no para él. De cada estúpido atleta que le había apartado como si no se encontrase allí. Bien, de hecho sí que se encontraba allí y pronto se lo demostraría. Azuzaría a su demonio sobre cada uno de ellos… pero primero Coreen tenía que morir.

Con sumo cuidado, trasladó su mano vendada desde su regazo hasta el brazo de la silla. Después de pasar una noche entera casi sin dormir, había acudido al ambulatorio antes de ir a clase. Si eso era por lo que pagaba su cuantioso seguro médico, no estaba impresionado. Primero, le habían hecho esperar hasta que dos personas que habían llegado antes que él fueran atendidas —a pesar de que, evidentemente, su caso era más urgente—, y luego aquella estúpida vaca de la enfermera le había hecho daño al ponerle la gasa. Ni siquiera les había interesado la historia que había preparado sobre cómo se había herido.

Sosteniendo su cartera sobre las rodillas en un difícil equilibrio, extrajo el pequeño libro negro que se había comprado en el instituto para apuntar los teléfonos de las chicas. Las primeras cuatro o cinco páginas habían sido arrancadas sin contemplaciones y en la primera de las restantes, bajo la palabra «Coreen», Norman escribió Centro Médico Estudiantil.

A partir de este momento, pensaba saldar todas sus cuentas.

No comprendía lo que había fallado la noche anterior. Había realizado el ritual meticulosamente, sin un solo fallo. Algo debía de haber interferido. Algo había detenido al demonio. Algo había detenido a su demonio. Norman frunció el ceño. Evidentemente, existían cosas más poderosas que la criatura que convocaba para hacer su voluntad. Eso no lo gustaba. No le gustaba nada. ¿Cómo se atrevía nadie a interferir con sus asuntos?

No veía más que una solución. Tenía que conseguir un demonio más poderoso.

Después de la clase, se dirigió al principio del aula y se interpuso entre el profesor y la puerta. A lo largo de los años había llegado a aprender que la mejor manera de obtener respuestas era bloquear la posibilidad de escape.

—¿Profesor Leigh? Tengo que hablar con usted.

Con aire resignado, el profesor dejó su pesado maletín sobre el atril. Trataba de mostrarse solícito y accesible con sus alumnos, consciente de que unos pocos momentos dedicados a contestar a sus preguntas podían clarificar el trabajo de todo un semestre, pero Norman Birdwell era capaz de acorralarlo sólo para demostrar lo inteligente que era.

—¿Qué es esta vez, Norman?

¿Qué era esta vez? El latido de su mente se había hecho tan intenso que resultaba difícil concentrarse y pensar. Haciendo un esfuerzo, logró recordarlo.

—Se trata del tema de mi tesis. Dijo usted hace tiempo que, al igual que existe una hueste de demonios menores, también hay Señores Demoníacos. Supongo que estos, los Señores Demoníacos son los más poderosos.

—Sí, Norman. Así es —se preguntó por un instante cómo se habría lastimado el joven los dedos. Me imagino que se los pilló en un tarro de galletas metafórico

—Bueno, ¿cómo puede saberse el que vas a conseguir? Es decir, si vas a convocar a un demonio, ¿cómo puedes estar seguro de que el que convocas es un Señor Demoníaco?

El profesor Leigh alzó las cejas. De pronto tenía la impresión de que aquella tesis iba a ser un verdadero infierno. Por decirlo de alguna manera.

—Norman, los rituales para convocar a un demonio son extremadamente complicados…

Norman contuvo una sonrisa despectiva. Puede que los rituales no estuviesen sistematizados y descritos de forma específica, pero no eran complicados en absoluto. Naturalmente, nunca sería capaz de convencer al profesor de eso. El pobre creía que él sabía algo.

—¿Por qué se distinguen en el caso de un Señor Demoníaco?

—Bueno, para empezar necesitas el nombre de uno.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—No voy a hacer la investigación por ti, Norman —el profesor recogió su maletín y se dirigió hacia la puerta, esperando que Norman se apartase de su camino. Pero este se mantuvo exactamente dónde se encontraba. Enfrentado con la alternativa de un duelo de empujones o una rendición, el profesor Leigh suspiró y se rindió.

»Te sugiero que tengas una charla con la doctora Sagara, de la biblioteca de la universidad de Toronto, sección Libros Raros. Es posible que tenga algo que te sirva de ayuda.

Norman sopesó por un momento el valor de la información que le había proporcionado y entonces asintió y se apartó, apoyándose contra la pizarra. Era menos de lo que había esperado, pero al menos era un comienzo, y todavía tenía diez horas hasta la medianoche.

—Estupendo. Llamaré a la doctora Sagara y le diré que vas a ir a verla —una vez en el pasillo, el profesor Leigh sonrió. Casi le hubiera gustado estar presente para presenciar el choque entre la fuerza irresistible y el objeto inamovible. Casi.

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Unos copos de nieve se posaron húmedos sobre la cara de Norman mientras esperaba la llegada del autobús. Cambio el peso de un pie a otro. Estaba contento de haber elegido los mocasines. Había descubierto que las botas de vaquero apenas ofrecían protección contra el frío. La chaqueta de cuero negro lo mantenía razonablemente caliente, aunque la amplia solapa tenía la mala costumbre de agitarse con el viento y azotarle la nuca.

El autobús se aproximaba. Norman caminó hasta el bordillo y al instante se vio engullido por una oleada de estudiantes y fue empujado hacia atrás, casi hasta el final de la cola. Todos sus esfuerzos para recuperar su lugar fracasaron, y finalmente decidió abandonar. Enfurecido, se dejó llevar hacia delante por el balanceo de la masa.

Simplemente espera… Movió su maletín, ignorando que al hacerlo golpeaba la espinilla del muchacho que se encontraba a su lado. Cuando tenga a mi Señor Demoníaco no habrá más colas, no habrá más autobuses, no habrá más codazos. Lanzó una mirada a la espalda del alto y flacucho joven al que pertenecía el codo en cuestión. Tan pronto como tuviera una oportunidad, le haría un hueco en su lista.

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Vicki se dejó llevar por la corriente de estudiantes y, conducida por ella, salió en el autobús. Las conversaciones escuchadas a escondidas durante el largo trayecto le habían enseñado dos cosas: que casi nada había cambiado demasiado desde los tiempos en que ella fuera a la universidad y que el lenguaje, en cambio, parecía haber experimentado una cierta transformación.

—… y entonces va mi viejo y me suelta que si me quiero llevar el buga le tengo que decir a dónde voy y…

Y lo más deprimente de todo es que probablemente esté matriculado en Lengua Inglesa. Vicki se abrochó la chaqueta y lanzó una rápida mirada hacia el autobús. Las puertas acababan de cerrarse detrás del último estudiante que huía del campus. Mientras ella miraba, el vehículo, lleno hasta los topes, se puso en marcha. Bueno, de modo que estaba allí. Ya no podía cambiar de idea hasta dentro de otros cuarenta minutos.

Se sentía un poco estúpida, pero la verdad es que aquella era la única idea que se le había ocurrido. Con un poco de suerte, el jefe del departamento de informática podría —y estaría dispuesto a hacerlo— decirle quién podía poseer o usar un equipo como el que había sido robado. Era posible que Coreen tuviera información de utilidad para ayudarla a encontrar la aguja viviente en aquel pajar, pero cuando había llamado a su apartamento, hacia las 8:30, no había obtenido respuesta.

Después de colocarse las gafas en su lugar, comenzó a atravesar el aparcamiento. Buscaba chaquetas de cuero negro. Como Celluci había señalado, eran muy numerosas, tanto entre los chicos como entre las chicas. Vicki sabía perfectamente que las características físicas no tenían nada que ver con la capacidad para cometer crímenes, pero a pesar de ello siguió buscando. Seguramente, alguien capaz de convocar a un demonio debería mostrar alguna manifestación externa, un rasgo que revelase esa clase de maldad.

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Norman tomó el primer asiento disponible. Su mano herida debiera haberle hecho merecedor de uno, pero ninguno de sus egoístas y egocéntricos compañeros se dignó a ofrecérselo. Y eso a pesar de que los miró a todos y cada uno de ellos. Malhumorado, extrajo la calculadora del bolsillo delantero de su camisa y comenzó a calcular el tiempo que le iban a llevar sus gestiones en el centro de la ciudad. En aquel mismo instante se estaba perdiendo una clase de geometría analítica. Sería la primera clase a la que faltaba en su vida. A sus padres les daría un ataque si se enteraban. No le importaba. Al igual que en el pasado se había dedicado a conseguir todos los sobresalientes y matrículas de honor posibles —llevaba un minucioso registro de todas las notas que había obtenido en su vida—, se había apercibido durante los últimos días de que en la vida había cosas más importantes.

Como saldar las cuentas.

Para cuando el autobús arribó finalmente a la estación del metro, Norman había elaborado una fantasía completa sobre la manera en que reorganizaría el mundo, un mundo en el que a los deportistas y los de su clase se les colocaría en el lugar que les correspondía y en el que él conseguiría todo el respeto y las mujeres que se merecía. Con la barbilla alta, descendió pavoneándose las escaleras que conducían a los andenes, ajeno a las cejas alzadas y los mocasines que lo seguían. Un mundo creado por Norman Birdwell estaría hecho para reconocer la valía de Norman Birdwell.

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—¿Doctora Sagara?

—¿Qué?

La vehemencia en la voz de la anciana sorprendió ligeramente a Norman; ni siquiera había preguntado nada todavía.

—El profesor Leigh me dijo que debía hablar con usted.

—¿Sobre qué? —lo examinó por encima de sus gafas.

—Estoy trabajando en un proyecto sobre demonios…

—¿Los del Consejo de Dirección? —se rio con disimulo y entonces, al no percibir reacción alguna, sacudió la cabeza—. Era un chiste.

—Oh. —Norman la miró, molesto por la falta de luz. Ya era suficientemente malo que la propia Sala de Libros Raros estuviera a oscuras. Unas cuantas luces fluorescentes serían un comienzo decente hasta que toda aquella basura apestosa pudiese ser volcada en una base de datos. Pero lo que realmente no resultaba necesario era que aquella presunción reinase también en las oficinas. La lámpara de cobre proyectaba una esfera de luz dorada sobre el escritorio, pero el rostro de la doctora Sagara estaba a oscuras. Miró a su alrededor, buscando un interruptor en alguna pared, pero no pudo encontrar ninguno.

—¿Y bien? —la doctora Sagara tamborileó con los dedos sobre el secante de su escritorio—. ¿Qué es lo que el profesor Leigh piensa que tiene su proyecto que ver conmigo? Por teléfono resultó particularmente poco específico.

—Necesito información sobre los Señores Demoníacos —su voz adoptó el ritmo del latido de su cabeza.

—Entonces necesitas un grimorio.

—¿Un qué?

—He dicho —habló muy lentamente y enfatizando cada palabra, como si se estuviera dirigiendo a un idiota— que necesitas un grimorio; un libro arcaico, casi mitológico, que versa sobre el saber de los demonios.

Norman se inclinó hacia ella, entornando un poco los ojos al penetrar en la esfera de luz de la lámpara.

—¿Tiene usted uno?

—Bien, el profesor Leigh parece creer que así es.

Norman apretó los dientes. Ojalá la universidad de Toronto prestase más atención a los reglamentos de jubilación. Saltaba a la vista que aquella vieja estaba senil.

—¿Lo tiene?

—No —juntó los dedos y se reclinó sobre su asiento—. Pero si de veras está interesado, le sugiero que contacte con un joven llamado Henry Fitzroy. Vino a visitarme cuando se trasladó a Toronto. Era la viva imagen de su padre cuando era joven, puede usted creerme. El padre sentía un gran amor por las antigüedades, en particular por los libros antiguos. Donó algunos de los mejores volúmenes que tenemos aquí. Sólo Dios sabe lo que el joven Henry puede haber heredado.

—Entonces, ¿ese tal Henry Fitzroy posee un grimorio?

—¿Acaso me parezco a Dios? No sé lo que posee, pero si hay alguien que puede tener uno en esta ciudad, ese es él.

Norman sacó la agenda electrónica de su maletín.

—¿Tiene su número?

—Sí. Pero no voy a dárselo. Ya sabe su nombre. Búsquelo por su cuenta. Si no aparece en el listín telefónico, es obvio que no desea ser molestado.

Norman se la quedó mirando, perplejo. No podía dejar de decírselo, ¿o sí? El latido se convirtió en un estruendo de timbales entre sus oídos.

Sí, sí que podía.

—Buenas tardes, joven.

Norman continuó mirándola.

La doctora Sagara suspiró.

—Buenas tardes —repitió con más firmeza.

—Tiene que decírmelo…

—No tengo que decirle nada —la tendencia a gemir encabezaba la más que considerable lista de rasgos de personalidad que no podía tolerar—. Váyase.

—¡No puede hablarme de esa manera! —protestó Norman.

—Puedo hablarle como me plazca. Ese es mi privilegio. Y ahora, ¿va a marcharse por su propio pie o prefiere que llame a los agentes de seguridad de la universidad?

Respirando agitadamente por la nariz, Norman dio media vuelta y salió con precipitación.

La doctora Sagara lo observó mientras abandonaba su despacho. Frunció el entrecejo y dos líneas verticales se dibujaron sobre su frente. Tendría una charla con el profesor Leigh sobre esto. Obviamente, todavía la guardaba rencor por aquel suficiente.

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Lo va a lamentar. Norman atravesó a toda prisa la apacible y silenciosa Sala de Libros Raros y se escoró hacia el torniquete de entrada. ¡Todos lo lamentarán! La salida estaba al otro lado de la mesa del guardia de seguridad. Si alguien vuelve a reírse de mí, lo mataré.

Se arrojó contra la barra de salida y su cartera quedó atrapada entre esta y la mesa. El ruido rechinante que provocó sobresaltó al guardia.

—¡No, no necesito su ayuda! —gruñó Norman. Tiró con la mano vendada de la cartera atrapada y sólo consiguió encajarla un poco más—. Esto es culpa suya —dijo con voz resentida mientras el guardia daba la vuelta a la mesa para ver qué se podía hacer—. ¡Si construyeran estas cosas correctamente habría espacio suficiente para pasar!

—Si fuera usted más cuidadoso… —murmuró el guardia. Manipuló el mecanismo, con la esperanza de no tener que avisar a alguien de mantenimiento.

—¡No me hable de esa manera! No ha sido culpa mía —a pesar de su incómoda posición, Norman se incorporó y miró al guardia directamente a los ojos—. ¿Quién es su supervisor?

—¿Qué…? —el guardia, que nunca se había considerado un hombre particularmente imaginativo, tuvo de pronto la impresión de que algo no del todo humano lo estudiaba desde el otro lado de la enfurecida mirada de aquel muchacho. Repentinamente, los músculos de sus piernas se aflojaron y sintió deseos desesperados de apartar la mirada.

—Su supervisor, ¿quién es? Voy a cursar una queja y usted perderá su trabajo.

—¿Qué yo…? ¿Qué?

—Ya me ha oído —con un último tirón, consiguió liberar el maletín. Uno de sus costados había quedado muy rayado—. ¡Espere! —sin dejar de mirarlo, Norman caminó de espaldas hacia la puerta y casi tropezó con dos estudiantes que se disponían a salir. Lanzó una mirada furiosa al perplejo guardia—. ¡Ya lo verá!

Cuando llegó a la calle Bloor se encontraba un poco más tranquilo. A cada paso que daba se imaginaba a sí mismo cogiendo uno de esos estúpidos libros raros de su estantería, arrojándolo sobre la acera delante de sí y enviándolo de una patada a la calzada, en medio del tráfico. Su respiración todavía estaba un poco agitada. Entró en la cabina telefónica de la gasolinera y comenzó a hojear el listín telefónico en busca del nombre que la vieja loca le había proporcionado.

Henry Fitzroy no figuraba en la guía.

Mientras la dejaba caer, Norman estuvo a punto de soltar una carcajada.

Si pensaban que una minucia como esa iba a poder detenerlo…

De camino a su apartamento, añadió a la doctora Sagara, al guardia de seguridad de la biblioteca y a un malhumorado funcionario de la CTT a su libro negro. No le preocupaba demasiado la falta de nombres concretos; sin duda un Señor Demoníaco no tendría demasiadas dificultades para hacer su trabajo sin ellos.

Una vez en casa, añadió a la lista a su vecino del piso de arriba. Más que nada, porque el ritmo de música Heavy Metal que provenía de su apartamento parecía realzar el latido que resonaba en el interior de su cabeza.

Introducirse en el sistema de la compañía informática le llevó menos tiempo del que había esperado, especialmente teniendo en cuenta que sólo podía utilizar una mano.

El único Henry Fitzroy que pudo encontrar vivía en el número 278 de la calle Bloor East, apartamento 1407. Teniendo en cuenta la proximidad a Yonge y Bloor, Norman supuso que se trataría probablemente de un edificio de viviendas de alto nivel. Recorrió con la mirada su propio y diminuto apartamento. Tan pronto como pudiera convocar a su propio Señor Demoníaco, él viviría en una dirección como aquella y con el nivel de lujo que le correspondía.

Pero primero tenía que conseguir el grimorio.

No le cabía duda de que el tal Henry Fitzroy poseía uno. La excéntrica vieja lo sabía, pero no había querido decírselo por algún estúpido escrúpulo.

Naturalmente, Henry Fitzroy no se lo prestaría. No tenía sentido siquiera intentarlo. La gente que vivía en esa clase de apartamentos era demasiado celosa con las cosas que poseía. Sólo porque tenía montones de dinero y vivía por encima de todo el mundo, rechazaría una petición perfectamente razonable. No, él no le prestaría el libro.

—Probablemente ni siquiera sabe lo que es. Seguro que cree que sólo es una antigualla que vale dinero. Yo sé como utilizarlo. Eso lo convierte en mío por derecho —tomar un libro que le pertenecía por derecho no sería robar.

Norman se volvió y contempló el amasijo metálico que había sido su hibachi. Sólo había una manera de conseguir un objeto en un edificio de alta seguridad.

sep

—¿Algo nuevo para hoy? —preguntó Greg mientas tomaba asiento en la silla que el otro acababa de dejar vacía. Debería haber esperado un poco más. La silla estaba todavía caliente. Odiaba sentarse en una silla que el culo de otro hubiera calentado.

—El coche de la señora Post, del 1620, volvió a calarse en la rampa del aparcamiento. —Tim rio entre dientes y se rascó la barba—. Cada vez que lo intentaba arrancar, el coche se le iba para abajo, le entraba el pánico y se le volvía a calar. Finalmente tuvo que dejarlo rodar hasta que quedó apoyado contra la puerta del fondo del garaje y volvió a empezar desde allí. Casi se me salen las tripas de la risa.

—Algunas personas —observó Greg— no nacieron para conducir coches normales —se inclinó y recogió un paquete que había sobre el suelo, junto a la mesa—. ¿Qué es esto?

El guardia del turno de día se detuvo con la chaqueta de hockey a medio poner. Acababa de colgar la guerrera del uniforme en la percha.

—Oh, eso. Llegó esta mañana. Lo han traído los de UPS de Nueva York. Es para ese escritor del piso catorce. Llamé por teléfono en su apartamento y le dejé un mensaje en el contestador automático.

Greg volvió a dejar el paquete en el mismo sitio del que lo había recogido.

—Supongo que el señor Fitzroy bajará más tarde a por él.

—Supongo que sí. —Tim se detuvo al otro lado de la mesa—. Greg, he estado pensando.

—Ten cuidado —se burló el guardia de mayor edad.

—No, esto va en serio. He estado pensando sobre el señor Fitzroy. Hace ya cuatro meses que trabajo aquí y en todo ese tiempo no lo he visto una sola vez. Jamás baja a recoger su correo. Nunca le he visto sacar su coche —hizo un gesto vago en dirección al paquete—. Nunca he podido hablar con él por teléfono. Siempre hablo con el contestador.

—Yo lo veo la mayoría de las noches —señaló Greg mientras se reclinaba sobre el asiento.

—Sí, esa es la cuestión. Lo ves de noche. Me apuesto algo a que jamás aparece antes de que se haya puesto el sol.

Greg frunció el ceño.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Esos asesinatos… los cuerpos sin sangre. Creo que el señor Fitzroy lo hizo. Creo que es un vampiro.

—Y yo creo que te has vuelto loco —contestó Greg secamente, dejando que las patas delanteras de la silla cayeran sobre el suelo con un golpe sordo—. Henry Fitzroy es un escritor. No puedes esperar que actúe como una persona normal. Y en cuanto a eso de los vampiros… —estiró el brazo y sacó del interior de su viejo maletín de piel un ejemplar del periódico sensacionalista de aquel mismo día—… creo que será mejor que leas esto.

Después de que los Leafs hubieran ganado finalmente las eliminatorias de la división al cabo de los siete partidos, la portada estaba dedicada en su totalidad al hockey. El caso de Anicka Hendle se trataba en la página cuatro.

Tim leyó el artículo, alzando y frunciendo las cejas cuando se topaba con algún detalle especialmente escabroso. Cuando hubo terminado, Greg alzó una mano para atajar su reacción y dio la vuelta a la página. La columna de Anne Fellows no trataba de apelar a la razón de los lectores. Refería la muerte de Anicka Hendle con cada pizca de emoción y sentimiento que el caso contenía. Arrojaba abiertamente la responsabilidad sobre las espaldas de los medios, incluyéndose a sí misma en la culpabilidad colectiva y reclamaba el fin de una estrategia editorial basada en el miedo de la población. ¿Acaso no existen suficientes horrores reales en nuestras calles sin necesidad de que inventemos otros nuevos?

—¿Quieres decir que todo este asunto de los vampiros no era más que una invención?

—Eso parece, ¿no?

—Y sólo para vender periódicos… —Tim sacudió la cabeza con disgusto. Depositó el periódico sobre la mesa, señalando la fotografía de la portada—. ¿Crees que los Leafs van a llegar este año a las finales?

Greg resopló.

—Creo que hay más posibilidades de que eso ocurra que de que Henry Fitzroy sea un vampiro —acompañó al joven guardia hasta el exterior del edificio y luego mantuvo la puerta abierta para dejar pasar a la señora Hughes y su mastín.

—¡Abajo, Owen! El señor no quiere tus besos.

Limpiándose la cara, Greg contempló al enorme perro mientras entraba en el ascensor, arrastrando a la señora Hughes detrás de sí. El vestíbulo siempre parecía un poco pequeño después de que Owen lo hubiera atravesado. Se aseguró de que la cerradura de la puerta interior estuviese echada —estaba un poco suelta, tendría que hablar con los de mantenimiento— antes de regresar a su mesa y coger el periódico.

Entonces se detuvo. A su memoria acababa de emerger, arrastrado por el olor de la tinta o el tacto del papel, el recuerdo de la primera noche en que las noticias sobre el vampiro habían aparecido en los periódicos. Recordando la reacción de Henry Fitzroy al ver el titular, se dio cuenta de que Tim estaba en lo cierto: nunca había visto a aquel hombre antes de la puesta del sol.

—A pesar de todo —se reprendió—, un hombre tiene derecho a trabajar a la hora que quiera y dormir a la que le venga en gana —y, sin embargo, no podía sacudirse de encima el recuerdo de la furia bestial que había asomado durante un fugaz instante a los ojos del hombre ni la sensación de inquietud que acariciaba su nuca con dedos helados.

sep

Mientras la luz del sol abandonaba la ciudad, Henry comenzó a despertar. Poco a poco, cobró consciencia de las sábanas que cubrían su cuerpo desnudo, de cada una de las hebras que dibujaban una línea diferente contra su piel, de la tenue corriente de aire que acariciaba sus mejillas como la respiración de un niño. Cobró consciencia también de los tres millones de personas que vivían su vida alrededor de él y la cacofonía estuvo a punto de volverle sordo hasta que logró apartarla de sí y volvió a hacerse el silencio. Por fin, fue consciente de sí mismo. Abrió los ojos y escudriñó la oscuridad.

Odiaba los despertares, el momento de extrema vulnerabilidad que podía percibir. Cuando finalmente vinieran a por él, sería entonces cuando ocurriría; no durante las horas del olvido, sino en medio de aquel crepúsculo, en el tiempo que mediaba entre la luz y la oscuridad. Sentiría la estaca. Sentiría la muerte. Y no podría hacer nada para evitarla.

A medida que se hacía más viejo, ocurría cada vez más temprano. Cada año que pasaba, su despertar se arrastraba unos segundos más hacia el día. Pero nunca ocurría más deprisa. Se levantaba de la misma manera en que lo había hecho cuando estaba vivo: despacio.

Siglos atrás, le había preguntado a Christina cómo era para ella.

Como despertarse de un sueño profundo… un instante no estoy ahí y al siguiente sí.

¿Alguna vez sueñas?

Ella rodó sobre su costado.

No. No lo hacemos. Ninguno de nosotros puede.

Creo que eso es lo que más añoro.

Sonriendo, ella deslizó una uña a lo largo de la parte interior del muslo de él.

Nosotros aprendemos a soñar despiertos. ¿Debo enseñarte cómo?

Algunas veces, en los segundos que seguían a su despertar, creía escuchar voces de su pasado: amigos, amantes, enemigos, la voz de su padre ordenándole que se pusiera en marcha si no querían llegar tarde. A lo largo de cuatrocientos cincuenta años de existencia, aquello era lo más parecido que había experimentado a lo que los mortales llamaban soñar.

Se sentó y se estiró, pero entonces se detuvo. Se encontraba incómodo. Abandonó la cama en absoluto silencio y, caminando sobre la alfombra, se dirigió hacia la puerta del dormitorio. Si había algo vivo en el apartamento, sentiría su presencia.

El apartamento estaba vacío, pero eso no calmó su inquietud.

Se aseó y se vistió. Mientras lo hacía, aquella sensación de que algo andaba mal fue en aumento. Sentía algo, pero no era capaz de alcanzar ese algo, no podía terminar de comprenderlo. Cuando bajó al vestíbulo para recoger su paquete, la sensación se hizo más intensa. Gracias a su prolongada experiencia, logró mantener una conversación intrascendente con Greg y flirtear un poco con la anciana señora McKensie. Pero mientras tanto, todo lo que en él no era aquella máscara de civilidad que a lo largo de tanto tiempo había conseguido componer experimentaba una miríada de sensaciones extrañas y trataba de localizar la fuente del peligro.

Mientras regresaba al ascensor, pudo sentir la mirada del guardia de seguridad sobre su espalda. Se volvió y le obsequió con una media sonrisa. Las puertas se abrieron y penetró en la cabina. Las compuertas de acero inoxidable, al cerrarse, ocultaron la expresión que Greg le devolvía. Tendría que ocuparse más tarde de lo que quiera que fuese que molestaba al viejo guardia.

sep

—Investigaciones Privadas Nelson —puesto que no había manera de determinar si quienes llamaban eran o no potenciales clientes, había decidido asumir que todos ellos lo eran. Su madre ponía numerosas objeciones. Pero la verdad es que hacía lo mismo con una gran cantidad de cosas que no tenía la menor intención de cambiar.

—Vicki, soy Henry. Escucha, creo que sería mejor que vinieras esta noche.

—¿Por qué? ¿Has descubierto algo que debamos discutir antes de que salgas?

—Esta noche no voy a salir.

—¿Qué? —bajó el pie de lo alto del escritorio y miró fijamente el teléfono—. Espero que tengas una buena razón para quedarte en casa.

Pudo escuchar su suspiro.

—No, no exactamente. Es sólo una sensación extraña.

Vicki bufó.

—¿Intuición vampírica?

—Si quieres llamarlo así.

—¿Así que has decidido quedarte en casa esta noche porque tienes una sensación extraña?

—Esencialmente, sí.

—¿Vas a dejar que los demonios anden sueltos por toda la ciudad sólo a causa de un presentimiento?

—No creo que vaya a haber ningún demonio suelto por la ciudad esta noche.

—¿Qué? ¿Por qué no?

—Por lo que ocurrió anoche. Cuando el poder de Dios se extendió y dijo «no».

—¿Qué has dicho?

—La verdad es que no me comprendo del todo…

—¿Qué ocurrió anoche, Fitzroy? —la pregunta escapó a través de sus dientes como un gruñido. Había interrogado a testigos hostiles que se habían mostrado más generosos con los detalles.

—Mira, te lo contaré cuando estés aquí —no quería explicar por teléfono una experiencia religiosa a una mujer educada en el siglo veinte. Ya tendría suficientes dificultades para convencerla cuando lo hiciera cara a cara.

—¿Tiene esa sensación extraña algo que ver con lo que ocurrió anoche?

—No.

—Entonces, ¿por qué…?

—Escucha, Vicki. A lo largo de los años he aprendido a confiar en mis presentimientos. Y estoy seguro de que, en el pasado, tú también lo has hecho más de una vez.

Vicki empujó sus gafas contra su nariz. Lo cierto era que no tenía demasiadas opciones. Simplemente, tenía que creer que él sabía lo que estaba haciendo. Creer en la existencia de los vampiros había sido más sencillo.

—Muy bien. Tengo algunas cosas que hacer por aquí, pero en cuanto me sea posible iré a verte.

—Perfecto.

Su voz sonaba tan diferente a otras ocasiones que ella no pudo por menos que preocuparse. Frunció el ceño.

—Henry, ¿algo va mal?

—Sí… no… simplemente ven cuando puedas.

—Escucha, tengo un… ¡maldita sea! —Vicki se quedó mirando al receptor. El agudo pitido al otro lado de la línea le informó de que a Henry Fitzroy no le importaba lo que ella tuviera. Y a pesar de ello se suponía que tenía que correr a su encuentro sólo porque él tenía una sensación extraña—. Justo lo que necesitaba —musitó mientras revolvía su bolso—. Un vampiro deprimido.

La lista que el profesor de informática le había proporcionado contenía veintitrés nombres, los de los estudiantes que en su opinión poseían los conocimientos y la capacidad necesarios para operar un sistema como el que había sido robado. Aunque, tal y como él había señalado, a menudo los más sofisticados sistemas domésticos no eran utilizados más que para jugar. Incluso usted podría utilizar uno de ellos para eso, había añadido. No sabía cuantos de los veintitrés poseían una chaqueta de cuero negro. Aquella no era precisamente la clase de cosas a las que él prestaba atención.

¿Alguno de ellos ha actuado de manera extraña últimamente?

Él había sonreído con cansancio.

Señorita Nelson. Esta gente no hace otra cosa más que actuar de manera extraña.

Vicki consultó su reloj. 9:27. ¿Cómo demonios se le había hecho tan tarde? Había estado desde las cuatro de la tarde tratando de dar con Celluci, sin ningún éxito. Aunque sabía que las probabilidades de encontrarlo a esta hora en el trabajo eran mínimas, decidió volver a intentarlo. No estaba allí. Ni tampoco en su casa.

Después de dejarle un nuevo mensaje, colgó.

—Bien, no podrá decir que no he intentado transmitirle toda la información relevante.

Clavó la lista en el pequeño tablero de notas que había sobre la mesa. De hecho, no tenía la menor idea de lo relevantes que podían ser aquellos nombre. Las posibilidades de que pudiera sacarse algo significativo de la lista eran mínimas, pero hasta el momento era la única pista que tenían, y aquellos veintitrés nombres eran al menos un punto de partida.

9:46. Lo mejor sería que fuera cuanto antes a ver a Henry y descubriera qué era exactamente lo que le había ocurrido la noche anterior.

—La mano de Dios. Estupendo.

Dejando de lado a los demonios y el Armagedón, no era capaz de imaginarse lo que podía haberle causado tal impresión a un vampiro de cuatrocientos cincuenta años de edad.

—Dejando de lado a los demonios y el Armagedón… —alargó una mano hacia el teléfono para llamar a un taxi—. Te estás volviendo un poco indiferente respecto al fin del mundo.

Su mano se encontraba ya sobre el aparato, cuando sonó una llamada. El ritmo de su corazón se desbocó.

—Bueno —respiró profundamente—. Puede que no del todo indiferente —al cabo de tres llamadas creyó que había recuperado suficientemente el control como para contestar.

—Hola, cielo. ¿Llamo en un mal momento?

—Me estaba yendo en este momento, mamá —otros cinco minutos y ya no la hubiera encontrado en el apartamento. Su madre poseía un sexto sentido sobre esas cosas.

—¿A esta hora?

—Ni siquiera son las diez, mamá.

—Ya lo sé, cariño, pero está muy oscuro y con tus ojos…

—Mamá, mis ojos están perfectamente. No pienso abandonar las calles bien iluminadas y prometo tener mucho cuidado. Ahora, de verdad, tengo que irme.

—¿Sales sola?

—No. He quedado con alguien.

—¿Con Mike Celluci?

—No, mamá.

—Oh. —Vicki casi pudo oír cómo se alzaban las orejas de su madre—. ¿Cómo se llama?

—Henry Fitzroy —¿por qué no? Aparte de colgar, no había forma de conseguir que su madre dejase el teléfono con su curiosidad sin satisfacer.

—¿A qué se dedica?

—Es escritor —siempre que se limitase a contestar escuetamente las preguntas de su madre no tendría que mentirla. Ciertamente, no era muy probable que le preguntara: ¿es uno de esos muertos vivientes chupadores de sangre?

—¿Y qué piensa Michael de todo esto?

—¿Cómo debería sentirse? Sabes muy bien que Mike y yo no mantenemos ese tipo de relación.

—Si tú lo dices, cariño. Y, ¿es guapo, ese tal Henry Fitzroy?

Vicki pensó sobre ello durante un momento.

—Sí. Lo es. Y tiene una presencia… —su voz se apagó. Pensaba sobre ello. Su madre se rio.

—Parece una cosa seria.

Lo cual le recordó el asunto que se traía entre manos.

—Lo es, mamá. Muy serio. Por eso tengo que marcharme inmediatamente.

—Muy bien, muy bien. Es sólo que, como no pudiste venir para Pascua, pensé que podría dedicarme un poco de tiempo ahora. He tenido unas vacaciones muy tranquilas. Ya sabes, un poco de televisión, cenar sola, irme a la cama temprano…

No importaba que Vicki fuera consciente de que su madre la estaba manipulando. Nunca había servido de nada.

—Muy bien, mamá. Puedo dedicarte algo de tiempo.

—No quiero molestarte, cariño.

—Madre…

Casi una hora más tarde, Vicki pudo por fin colgar el auricular. Consultó su reloj y gruñó. Jamás se había encontrado con alguien tan capacitado como su madre para llenar el tiempo con nada en absoluto.

—Al menos, el mundo no ha terminado en el ínterin —murmuró. Buscó con los ojos entornados el número de Henry en su libreta de teléfonos y le llamó.

—Henry Fitzroy no puede ponerse al teléfono en este momento…

—¡De todos los imbéciles…! —colgó el teléfono a mitad del mensaje—. Primero me pide que vaya a verle y luego desaparece —no era muy probable que hubiera encontrado el descanso eterno mientras su madre la mantenía prisionero. No creía que ni siquiera un vampiro tuviera la presencia de ánimo suficiente como para conectar su contestador automático después de haber sido desmembrado.

Se puso la chaqueta, recogió el bolso, encendió su propio contestador y abandonó el apartamento. Moviéndose cautelosamente, consiguió atravesar el oscuro camino que conducía hasta la acera y entonces se dirigió hacia las brillantes luces que, poco más de media manzana más allá, señalaban el discurrir de la calle College. En principio había pensado en tomar un taxi, pero si Henry no se encontraba en casa prefería caminar.

El intento de su madre por llamar la atención sobre su minusvalía no tenía nada que ver con su decisión. Nada.

sep

Henry descolgó el auricular y entonces apretó los dientes cuando el que había llamado colgó sin dejar siquiera que el mensaje finalizara. Había pocas cosas que odiara más, y ya era la tercera vez que le ocurría aquella noche. Había conectado el contestador al sentarse a escribir, más por hábito que por cualquier otra razón. Su intención era contestar si era Vicki le que llamaba. Pero, claro, no podía saber quién estaba llamando si ni siquiera se dignaban hablar. Consultó su reloj. Las diez y once minutos. ¿Habría ido algo mal? Marcó su número y escuchó el mensaje completo antes de colgar. No le dijo nada en absoluto. ¿Dónde estaba?

Consideró la posibilidad de ir hasta su apartamento y tratar de seguir alguna clase de rastro, pero casi inmediatamente descartó la idea. El presentimiento que le impulsaba a quedarse en el apartamento era más fuerte que nunca. Pendía sobre él, manteniéndolo en una especie de incomodidad nerviosa.

Puesto que tenía que ocuparse en algo, trató de aprovechar la sensación para la escritura.

Smith se escurrió hacia un lado, los ojos color zafiro muy abiertos, y se hizo con la afilada navaja que descansaba entre los útiles de afeitado del capitán.

Un paso más —le advirtió, con un tono intrigante y peligroso en la voz— y os corto el cuello.

No funcionaba. Suspiró, guardó el archivo y apagó el ordenador. ¿Qué estaba reteniendo a Vicki tanto tiempo?

Incapaz de permanecer quieto, se dirigió hacia el salón y contempló la ciudad a sus pies. Por primera vez desde que comprara el apartamento, sus luces no lo hipnotizaron. Sólo podía pensar en que se hacían más y más oscuras y la oscuridad se extendía hasta que todo el mundo se perdía en ella.

Se acercó al equipo de música, lo encendió, introdujo un CD, lo sacó y apagó el aparato. Entonces comenzó a recorrer de un lado a otro la habitación. De un lado a otro, de un lado a otro, de un lado…

A través incluso de las puertas de cristal de la librería, podía sentir la presencia del grimorio, pero, al contrario que Vicki, él no dudaba en llamarlo malvado. Un poco más de cien años atrás había sido uno de los tres únicos grimorios verdaderos que quedaban en el mundo. Al menos eso le habían dicho, y no tenía razones para desconfiar de las palabras del hombre que lo había hecho… ni entonces, ni ahora.

sep

—Así que usted es Henry Fitzroy —el doctor O’Mara estrechó la mano de Henry. Sus pálidos ojos brillaban—. He oído tantas cosas de usted, de boca de Alfred aquí presente, que casi siento como si lo conociera.

—Lo mismo siento yo —replicó Henry. Se quitó los guantes de noche y devolvió el apretón aplicando exactamente la misma presión que el otro había ejercido sobre su mano. El vello de su nuca se le había erizado y, por alguna razón, sentía que aparentar ser más fuerte que aquel hombre sería igual de peligroso que aparentar ser más débil—. Alfred siente gran admiración por usted.

Soltando la mano de Henry, el doctor O’Mara puso una manos sobre el hombro de Alfred.

—¿De veras?

Sus palabras poseían un tono afilado, y el honorable Alfred Waverly se apresuró a llenar el consiguiente silencio, mientras sus hombros se inclinaban bajo la fuerza de aquella mano de nudillos blancos.

—No es que yo le haya dicho nada, doctor. Es sólo que…

—Que os cita constantemente. —Henry finalizó la frase y la acompañó de su sonrisa más seductora.

—¿Me cita? —su sombría expresión se dulcificó un tanto—. Bueno, supongo que uno no puede poner objeciones a eso.

Alfred sonrió. Sus ojos brillaron sobre las mejillas levemente ruborizadas, y la expresión de terror que había provocado que Henry interviniera abandonó su semblante como si nunca hubiera existido.

—Si me perdona, señor Fitzroy. Hay un montón de asuntos que requieren mi atención —el doctor agitó una mano expresiva—. Alfred le presentará al resto de los invitados.

Henry inclinó la cabeza y observó de soslayo la desaparición de su anfitrión.

Los otros diez invitados eran todos, como el honorable Alfred, jóvenes, ricos, frívolos y hastiados. Henry conocía ya a tres de ellos. El resto eran extraños para él.

Después de que las pertinentes presentaciones fueran realizadas y se dijeran las palabras adecuadas, volvieron a encontrarse solos. Alfred aceptó un whisky de un impasible camarero, se inclinó hacia Henry y dijo:

—Bueno, ¿qué te parece?

—Me parece que me has engañado vilmente —contestó Henry mientras rechazaba una copa—. Esto tiene muy poco de guarida de iniquidad.

Los extremos de la sonrisa de Alfred temblaron nerviosamente. A la luz titilante de las lámparas de gas, su rostro resultaba aún más pálido que de costumbre.

—Vamos Henry, yo nunca dije que lo fuera —recorrió el borde de su vaso de whisky con un dedo—. Puedes considerarte afortunado por encontrarte aquí. Aquí nunca hay más de doce invitados y el doctor O’Mara requirió específicamente tu presencia después de que Charles… eh, sufriera su accidente.

Accidente. Charles estaba muerto, pero la sensibilidad victoriana de Alfred jamás le permitiría utilizar esa palabra.

—Hace rato que quería preguntártelo, Alfred. ¿Por qué ha querido el doctor O’Mara invitarme?

Alfred se ruborizó.

—Porque le he contado todo sobre ti.

¿Todo sobre mí? —teniendo en cuenta la existencia de las leyes contra la homosexualidad y las preferencias de Alfred, Henry lo dudaba. Para su sorpresa, el joven asintió.

—No sabía qué hacer. Y el doctor O’Mara… bueno, es de esa clase de personas a las que uno le cuenta cosas.

—No me cabe la menor duda —musitó Henry. Dio gracias a Dios y a todos los santos porque Alfred no supiera la verdad de lo que él era en realidad—. ¿También te acuestas con él?

—¡Henry, por favor!

El hijo bastardo de Enrique VIII tenía poca paciencia con las convenciones sociales. Volvió a formular la pregunta.

—¿Te acuestas con él?

—No.

—Pero lo harías…

Alfred asintió. Parecía a un tiempo miserable y lleno de gozo.

—Es realmente magnífico.

«Abrumador» sería más bien la palabra que Henry habría elegido. La personalidad del doctor era como la ola de un maremoto, engullía a todas las personalidades menores que se cruzaban en su camino. Henry no tenía la menor intención de ser engullido, pero pudo ver lo que ocurriría si fuera un joven frívolo como pretendía aparentar. De hecho, podía ver cómo había sido en el caso del resto de los muchachos que llenaban la habitación, y no le gustaba.

Poco después de las siete el doctor desapareció y, desde algún lugar en las profundidades de la casa, se elevó el sonido de un gong.

—Es la hora —susurró Alfred, agarrando el brazo de Henry—. Vamos.

Para sorpresa de Henry, el grupo entero, cada uno de ellos ataviado de manera impecable, se dirigió con tranquilidad hacia el sótano. Sobre las paredes de la enorme habitación central se habían alineado numerosas antorchas, y en uno de sus extremos se levantaba lo que parecía ser un bloque de piedra de casi un metro de altura. De hecho, de encontrarse tendido sobre él un caballero en efigie, el lugar podría haber pasado perfectamente por una cripta. Alrededor de Henry, sus acompañantes comenzaron a quitarse la ropa.

—Desvístete —le conminó Alfred, arrojando una túnica negra en su dirección—. Y ponte esto.

De pronto, Henry comprendió y tuvo que morderse la lengua para reprimir una carcajada. Había sido elegido como el duodécimo miembro de un aquelarre; un grupo de jóvenes aristócratas vestidos con ropa de cama de color negro que se entregaban a sus insignificantes travesuras en un sótano lleno de humo. Divertido, permitió que Alfred lo ayudara a cambiarse hasta que el doctor O’Mara apareció detrás del altar.

La túnica del doctor era roja, el color de la sangre fresca. En su mano derecha sostenía un cráneo humano; en la izquierda, un libro antiguo. La alegría de Henry se esfumó. Aquel hombre debería de haber tenido el aspecto de un sicofante o un idiota. No era así. Sus pálidos ojos ardían y su personalidad, cuidadosamente oculta cuando se vieran en el vestíbulo, parecía haber sido liberada para iluminar con llamas la sala. Utilizó su voz para espolear a los jóvenes e inducirles un frenesí. Un instante la cámara era inundada con el fragor de su voz; al siguiente se hacía apenas un murmullo, se enroscaba alrededor de ellos y los empujaba a unos contra otros.

El desagrado de Henry creció con la histeria que estaba contemplando. Trató de mantenerse a un lado, oculto en las sombras más espesas, apartado de las antorchas, observando. Una sensación de peligro lo mantenía en el lugar, un aguijoneo que subía y bajaba por su espina dorsal y que le decía que, con todo lo absurdo que pudiese parecer aquello, al menos el doctor no estaba jugando; la presencia malvada que se derramaba desde el altar era bien real.

Al llegar la medianoche, dos de los hombres a quienes no conocía, sus cuerpos cubiertos por completo de negro, trajeron un gato al altar. Un tercero portaba un cuchillo. El gato se debatía, tratando de escapar.

—Sangre. ¡Sangre! ¡SANGRE! ¡SANGRE!

El aroma de la sangre se mezcló con el olor del humo y del sudor y Henry sintió que su apetito crecía. El canto se elevó en intensidad y volumen, pulsante como el latido de un corazón. Su ritmo lo golpeaba. Las túnicas comenzaron a caer al suelo, exponiendo la carne a la luz y, por todas partes, brotando justo desde debajo de la superficie, apareció sangre… y sangre… y sangre. Sus labios se retrajeron, mostrando los dientes, y Henry retrocedió.

Entonces, sobre la masa arremolinada de los cuerpos que había entre ellos, se topó con los ojos del doctor.

Lo sabe.

El terror surgió y se elevó por encima del ansia de sangre y le obligó a escapar de la casa. Vestido sólo con la túnica y más asustado de lo que había estado en trescientos cincuenta años, regresó a toda prisa a su santuario. Llegó allí poco antes del alba y se sumió en el sopor del alba con el recuerdo de la mirada del doctor todavía frente a sus ojos.

Regresó la noche siguiente. No sentía deseos de hacerlo, pero debía afrontar el peligro. Y eliminarlo.

sep

—Sabía que volvería —sin levantarse de la silla que ocupaba al otro lado del escritorio, el doctor O’Mara hizo un gesto de invitación señalando una silla—. Siéntese, por favor.

Aguzando los sentidos, Henry penetró lentamente en la habitación. Aparte de los sirvientes que descansaban en la tercera planta de la casa, el doctor era el único ser vivo que la habitaba. Podía matarlo y abandonar el lugar sin que nadie llegase a saberlo. Pero la curiosidad era muy intensa. Contuvo su mano y se sentó. ¿Cómo era que este mortal lo conocía? ¿Qué quería de él?

—Os camufláis muy bien, vampiro —le espetó el doctor—. De no ser porque yo ya estaba al corriente de la existencia de vuestra raza, jamás habría tomado en consideración las palabras del joven Alfred. Le habéis causado una gran impresión. Y a mí. En cuanto descubrí lo que erais, supe que os quería a mi lado.

—Matasteis a Charles para que hubiera un puesto vacante que yo pudiera ocupar.

—Naturalmente que lo hice. No puede haber más de doce. —Henry esbozó una mueca de disgusto y el otro se carcajeó a modo de respuesta—. Vi vuestra cara, vampiro. Lo queríais. Todas esas vidas. Toda esa sangre. Gargantas jóvenes que destrozar. Y se os hubieran entregado gustosamente si yo se lo hubiera ordenado —se inclinó hacia delante. Sus ojos pálidos resplandecían como heladas llamas—. Puedo proporcionároslo. Todas y cada una de las noches.

—¿Y qué os daré yo a cambio?

—La vida eterna —sus manos se convirtieron en puños y sus palabras resonaron como tañidos de campana—. Me convertiréis en lo mismo que sois vos.

Eso era suficiente. Más que suficiente. Henry abandonó la silla de un salto y se abalanzó sobre la garganta del doctor.

Solo para chocar contra una barrera invisible que lo atrapaba como si fuera una mosca en una tela de araña. Podía revolcarse y debatirse, pero no podía avanzar ni retroceder. Por un momento trató de luchar contra ella con todas sus fuerzas hasta que se detuvo, jadeando, mostrando los dientes y con la cara contraída por un silencioso gruñido.

—Ya me imaginaba que os mostraríais remiso a cooperar —el doctor se levantó y rodeó la mesa, hasta encontrarse tan próximo a Henry que este podía sentir su aliento mientras le hablaba—. Pensasteis que era un idiota pomposo, ¿no es así, vampiro? Nunca se os ocurrió que podía contar con verdadero poder; poder obtenido de lugares oscuros por medios inefables, ganados como recompensa por actos que incluso vos os extremaríais al conocer. El mismo poder que ahora os aprisiona y que continuará haciéndolo hasta que seáis mío.

—No podéis obligarme a transformaros —una furia desnuda apartaba todo miedo de su voz.

—Es posible que no. Sois físicamente muy poderoso y mentalmente, casi mi igual. Tampoco puedo sangraros y beberme vuestra sangre, pues un solo contacto os liberaría —volviéndose, el doctor tomó un libro que reposaba sobre la mesa y lo sostuvo frente al rostro de Henry—. Pero si yo no puedo obligaros, tengo acceso a aquellos que sí podrán.

El libro estaba forrado con una piel rojiza y grasienta. Era el mismo que había sostenido durante la ceremonia, la noche anterior. A tan corta distancia, Henry podía sentir cómo la malevolencia emanaba de él. Aquella presencia lo azotó como si fuera algo físico y se debatió contra las cadenas invisibles tratando de apartarse.

—Este —dijo el doctor mientras acariciaba amorosamente el libro— es uno de los últimos verdaderos grimorios que quedan sobre la faz de la Tierra. He oído que sólo existen otros dos en todo el mundo. El resto no son sino pálidas copias de estos tres. El hombre que lo escribió vendió su alma a cambio del conocimiento que contiene. Desgraciadamente para él, el Príncipe de las Mentiras la cosechó antes de que pudiese darle algún uso a un tesoro tan trabajosamente ganado. Si tuviéramos tiempo, mi querido vampiro, os contaría todo lo que tuve que hacer para obtenerlo. Pero no lo tenemos. También vos debéis ser mío antes de que amanezca.

El perverso deseo que podía leerse en sus ojos era tan arrebatador que Henry se sintió enfermo. Comenzó a debatirse una vez más, luchando con más fuerza. El doctor volvió a reír y se apartó de él.

—Después de meses de ceremonias e investigaciones, he conseguido aprender lo que necesito para controlar al demonio —dijo el doctor de modo coloquial mientras enrollaba la alfombra que había delante del fuego—. El demonio puede otorgarme todo lo que le pida, salvo la vida eterna. Vos podéis dármela, así que el demonio logrará que lo hagáis —lanzó una mirada al pentagrama grabado sobre el suelo—. ¿Podréis vencer a un Señor del Infierno, vampiro? No lo creo.

Con la boca seca y la respiración abandonando su cuerpo en laboriosos jadeos, Henry recurrió a todas sus fuerzas en un intento de vencer las cadenas de su prisión. Luchaba por su vida. Los músculos se tensaron y los tendones estaban a punto de reventar. Y justo cuando creía que no podría contener por más tiempo un aullido de desesperación, su brazo derecho se movió.

El doctor O’Mara abrió el libro y comenzó a leer. Las velas ya estaban encendidas y un polvo inmundo se consumía en el fuego.

El brazo derecho de Henry volvió a moverse. Y luego el izquierdo.

Un brillo tenue comenzó a formarse en el centro del pentagrama.

Repentinamente, Henry advirtió lo que estaba ocurriendo. Parte del poder que mantenía sus cadenas estaba siendo vertido en la invocación. Las cadenas se debilitaban. Se debilitaban…

El brillo comenzó a hacerse más sólido, a precipitarse sobre sí mismo y a cobrar forma.

Con un rugido de rabia, Henry se liberó y atravesó de un salto vertiginoso la habitación. Antes de que el doctor pudiera reaccionar, Henry lo agarró, lo alzó en vilo y lo arrojó con toda la fuerza que le quedaba contra la pared opuesta.

La cabeza del doctor impactó contra el revestimiento de la madera y la madera fue más resistente. La cosa en el interior del pentagrama se disolvió rápidamente hasta que en la habitación sólo quedaron un olor pestilente y un recuerdo de horror como mudos testigos de su paso.

Temblando, sin fuerzas, Henry permanecía de pie sobre el cuerpo. La luz había abandonado los pálidos ojos, reduciendo su color a un gris apagado. La sangre teñía todo el muro. Sangre cálida y roja. Henry, que estaba desesperadamente necesitado de alimento, dio gracias a Dios porque aquella sangre no atrajese a su hambre. Hubiera preferido morir de inanición antes de alimentarse de aquel hombre.

A pesar de que su piel repudiaba el contacto, recogió el grimorio del suelo y salió tambaleante a la noche.

sep

—Debería haberlo destruido. —Henry miraba fijamente al grimorio con las palmas de las manos apoyadas contra el cristal de la librería. Nunca se había preguntado por qué no lo había hecho. Dudaba que quisiera conocer la respuesta.

sep

—¡Eh, Victoria!

Vicki se encontraba dentro de una cabina telefónica entreabierta. Se volvió, mientras su corazón realizaba una interpretación personal pero bastante fiel del funcionamiento de un martillo neumático.

Tony sonrió.

—Oye, mira que estás tensa. Creía que habías dicho que no ibas a volver a trabajar de turno de noche.

—En el turno de noche —le corrigió ella de forma ausente, mientras su corazón comenzaba a recobrar un ritmo normal—. ¿Acaso parece que estoy trabajando?

—Siempre parece que estás trabajando.

Vicki suspiró y lo miró de arriba abajo. Físicamente no tenía buen aspecto. La pátina de mugre que lo cubría revelaba que había estado durmiendo en la calle, y su rostro demacrado que las comidas no habían sido demasiado abundantes en los últimos tiempos.

—No tienes buen aspecto.

—He estado mejor —admitió él—. No me importaría comerme una hamburguesa y algunas patatas fritas.

—¿Por qué no? —el contestador automático de Henry insistía en que todavía no estaba disponible—. ¿Puedes contarme lo que has estado haciendo últimamente?

Él entornó la mirada.

—¿Acaso tengo pinta de loco?

sep

Los tres carbones ardían en el fondo de una sartén de hierro que su madre le había comprado. Era la primera vez que la utilizaba. El oro, el incienso y la mirra ya habían sido añadidos. Las tres gotas de sangre crepitaban en el fuego. Norman se apartó rápidamente. Por si acaso.

La noche anterior, algo había impedido que el demonio se materializara pero, puesto que hasta el momento era la primera y única vez que tal cosa ocurría, la estadística dictaba que esta noche el demonio debía de ser capaz de atravesar la barrera. Norman creía ciegamente en las estadísticas.

El aire en el interior del pentagrama tembló. Los dedos vendados de Norman comenzaron a arderle, y por un momento temió que volviera a ocurrir. No debería. Estadísticamente. No debería.

No ocurrió.

—Te he convocado —declaró, inclinándose hacia delante cuando el demonio se hubo formado por completo—. Soy tu amo y señor.

—Eres mi amo y señor —concedió el demonio. Parecía casi asustado y no dejaba de mirar detrás de sí.

Norman contempló con sorna a aquella miserable herramienta. Después de aquella noche gobernaría a un demonio de verdad, y entonces nada podría detenerlo.