evantaos todos para escuchar la palabra del Señor. Leeremos hoy el Evangelio según san Mateo, capítulo veintiocho, versículos uno al siete.
—Alabada sea la palabra del Señor.
—Al terminar el Sabbat, mientras comenzaba a amanecer el primer día de la semana, vinieron María Magdalena y la otra María para ver el sepulcro. Y, contemplad el portento, hubo un gran terremoto; porque el Ángel del Señor descendía a la Tierra, y vino e hizo rodar la piedra que obstruía la entrada, y se sentó sobre ella. Su semblante era como el relámpago y su túnica, blanca como la nieve: y por miedo de él, los guardianes temblaron y se quedaron como muertos. Y el ángel alzó la voz y dijo a las mujeres: no temáis, porque sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No se encuentra aquí: porque ha subido a los cielos, como fue predicho. Venid, contemplad el lugar en el que yacía el Señor. Y marchad rápidamente y contadle a los discípulos que él se ha levantado de entre los muertos; y maravillaos, porque él ha marchado delante de vosotras a Galilea; allí lo verán. No olvidéis lo que os he dicho. Así terminaba la lección.
El Gloria que se entonó entonces pareció ir a levantar el tejado de la iglesia y, durante unos momentos, la fe en la vida eterna prometida por el Dios cristiano fue suficiente para alzar un brillante muro entre el mundo y las fuerzas de la oscuridad.
Por desgracia, no duró demasiado.
—Atrás, por favor. Háganse a un lado.
Con las manos atadas a la espalda, los dos hermanos fueron conducidos a través de la barricada policial hasta el paseo. Los vecinos y curiosos se echaron hacia delante y luego retrocedieron, como un mar viviente que rompiera contra un acantilado de uniformes azules. Ninguno de los dos reparó en la presencia de los espectadores. Roger, apestando a vómito, se agitaba, sacudido constantemente por las arcadas y William sollozaba en silencio. Sin demasiadas contemplaciones fueron introducidos en uno de los coches patrulla, rodeados por los constantes chasquidos producidos por los disparos de media decena de cámaras.
Ignorando a los periodistas y sus incesantes preguntas formuladas a gritos, dos de los agentes subieron al coche, encendieron la sirena y maniobraron a través de la multitud que abarrotaba el paseo. Los otros dos se añadieron al grupo que impedía el acceso al callejón. El investigador al cargo del caso había dicho, No se habla con los medios, con un tono que no dejaba lugar a dudas.
A continuación sacaron el cadáver. Al moverse, la camilla provocaba una macabra parodia de vida en el interior de la bolsa de plástico. Una docena de pares de pulmones jadearon y volvieron a comenzar los disparos de las cámaras fotográficas, mientras por encima de todo ello se escuchaba el zumbido de la crónica realizada en el lugar de los hechos por un reportero de televisión. El aroma suavemente antiséptico del equipo de los investigadores dejaba un rastro casi visible sobre el húmedo aire de la mañana.
—La he visto antes de que los polis la metieran en la bolsa —relataba una vecina a una audiencia ávida de detalles. Hizo una pausa, disfrutando de la importancia del momento y se arregló el abrigo con el que cubría su camisón de franela—. Su cara estaba completamente contusionada y tenía las piernas abiertas —asintiendo con gesto de sabiduría, añadió—. Supongo que ya saben lo que eso significa.
Quienes la escuchaban imitaron su gesto.
Mientras la ambulancia abandonaba el lugar, los policías comenzaron a dispersarse, apartándose del camino de Mike Celluci y su compañero, que acababan de aparecer.
—Quiero declaraciones de todo el que haya visto algo o crea que haya visto algo —ordenó Celluci. En cualquier otro momento le habría divertido la reacción de la multitud. La mitad de quienes la componían se pavoneaban por el lugar mientras el resto trataba de escabullirse sin atraer la atención. Aquella mañana, sin embargo, estaba muy lejos de sentir ninguna alegría. Aquel asesinato no tenía el menor sentido, y eso le causaba una rabia tan fría que comenzaba a dudar si alguna vez volvería a sentirse bien.
Los periodistas, para quienes la noticia era más real que lo que de hecho había ocurrido, aparecieron por todas partes, demandando alguna clase de declaración por parte de la Policía. Los dos investigadores de Homicidios los apartaron silenciosamente hasta llegar a su coche. Un rudimentario instinto de conservación impidió a todos los periodistas interponerse en su camino.
Mientras Celluci abría la puerta del coche, Dave se inclinó hacia él y murmuró:
—Tenemos que decir algo, Mike. Si no lo hacemos, sólo Dios sabe lo que se inventarán. —Celluci lanzó una mirada iracunda a su compañero, pero este no retrocedió—. Lo haré yo si lo prefieres.
—No —dedicó una mirada ceñuda a la manada de chacales y alzó la voz—. Anicka Hendle está muerta por culpa de las estúpidas historias que habéis estado difundiendo sobre los vampiros. Sois tan responsables como los dos cretinos que acabamos de llevarnos detenidos. Estupenda noticia. Espero que os sintáis orgullosos de ella.
Se colocó al volante y cerró al puerta del coche con fuerza suficiente como para que el eco pudiese escucharse en las casas vecinas.
Un periodista se destacó de la masa aturdida, micrófono en mano, pero Dave Graham sacudió la cabeza.
—Yo no lo haría —sugirió tranquilamente.
Todavía con el micrófono encendido, el periodista se detuvo y toda la manada observó cómo los dos investigadores abandonaban el lugar. Un silencio antinatural reinó sobre la escena hasta que el coche desapareció al otro extremo del callejón y entonces, una voz volvió a poner en marcha a los periodistas.
—La he visto antes de que los polis la metieran en la bolsa…
—¿Todavía tienes esa amiga en el periódico?
—¿Celluci? —Vicki se apoyó sobre su reclinatorio, colocando el teléfono sobre sus rodillas—. ¿De qué demonios estás hablando?
—De esa tal Fellows, la que escribe en el diario sensacionalista. ¿Todavía la ves?
Vicki frunció el ceño.
—Bueno, no se puede decir exactamente que me vea con ella…
—¡Por el amor de Dios, Vicki, no es el momento de ser tímidos! No te estoy preguntando si os estáis acostando; ¿hablas con ella o no?
—Sí —de hecho, pensaba llamarla aquella misma tarde para ver si podía hacer algo que aliviara el miedo de Henry hacia las hordas de ciudadanos armados con estacas y ristras de ajo. ¿Qué extraña casualidad había llevado a Mike Celluci a pensar en Anne Fellows aquel mismo día? Sólo se habían encontrado una vez y, la verdad es que no parecían haberse gustado. En realidad se habían pasado toda la fiesta dando vueltas el uno alrededor del otro como perros que se buscasen la garganta—. ¿Por qué?
—Coge un bolígrafo y un papel. Hay algunas cosas que quiero que le digas.
La seriedad de su tono hizo que Vicki se apresurase a hacer lo que se le pedía. Cuando él comenzó a hablar, ya tenía entre las manos un bolígrafo y una libreta de notas manchada de café. Cuando él hubo terminado, ella dejó escapar un tranquilo improperio.
—Jesús, Mike. Supongo que los jefazos no saben que me estás proporcionando esta información, ¿verdad? —al otro lado del teléfono se escuchó un suspiro abatido y, antes de que él pudiera hablar, ella dijo—. No importa. Era una pregunta estúpida.
—No quiero que esto vuelva a ocurrir, Vicki. Los periódicos empezaron esto. Ellos pueden ponerle fin.
Vicki repasó los detalles de la vida y la muerte de Anicka Hendle, garabateados en tres hojas de papel de su propia mano, y no le costó comprender la rabia y la frustración de Celluci. De hecho, un eco de aquella misma rabia y aquella misma frustración recorría su espina dorsal como un dedo helado.
—Haré lo que pueda.
—Esperemos que sea suficiente.
Reconoció al instante la finalidad de esta última frase y supo que él estaba colgando. Gritó su nombre. Los segundos que tuvo que esperar antes de saber que él la había oído fueron los más largos que había pasado en mucho tiempo.
—¿Qué? —gruñó él.
—Estaré en casa esta noche.
Ella podía escuchar su respiración así que supo que seguía al aparato.
—Gracias —dijo Celluci al fin. Colgó de forma casi cuidadosa.
Desde donde se sentaba, junto a la pared trasera de Druxy, Vicki podía ver la puerta, así como la mayor parte de las calles Bloor y Yonge a través de las enormes ventanas. Había decidido que la historia era demasiado importante como para arriesgarse a una conversación telefónica que pudiese provocar algún malentendido, y había logrado convencer a Anne para que se encontraran en aquel lugar a la hora de la comida. Sabía que, hablando cara a cara, contaba con más posibilidades de convencer a la columnista de que la prensa tenía parte de la responsabilidad en que no se produjera un segundo caso como el de Anicka Hendle.
Mordió descuidadamente el extremo de cartón plegado de su vaso de café. Henry deseaba que la prensa dejase de cubrir el «asunto del vampiro» para protegerse y Vicki se había mostrado de acuerdo en ayudarlo en todo lo que pudiera. Debiera haberse dado cuenta de que Henry no era el único que se encontraba en peligro. El vaso se rompió y ella soltó un improperio cuando el café caliente se vertió sobre su mano.
—Valiente detective. Podría haberte golpeado en la cabeza con una barra de hierro y ni siquiera te habrías dado cuenta de que me encontraba aquí.
—¿Cómo…?
—He entrado por la pequeña puerta de la esquina este, oh gran investigadora. —Anne Fellows tomó asiento frente a Vicki y se sirvió cuatro sobres de azúcar en el café—. Y ahora, ¿qué es eso tan importante como para que tengas que arrastrarme fuera de la oficina en medio de un día de lluvia?
Vicki removió su aperitivo con un palillo. No sabía cómo comenzar.
—Una mujer ha sido asesinada esta mañana…
—Odio reventar la burbuja en la que vives, cariño, pero muchas mujeres son asesinadas todas las mañanas. ¿Qué hace que este caso sea tan especial como para que hayas decidido compartirlo conmigo?
—Este es diferente. ¿Has leído ya los periódicos de hoy? ¿Has escuchado las noticias?
Anne pasó la mirada sobre su bocadillo de carne acecinada.
—Dame un respiro, Vicki. Es sábado de Pascua y no estoy de servicio. Ya es suficientemente malo tener que revolcarse en esa mierda durante toda la semana.
—Bien, entonces déjame que te hable de Anicka Hendle. —Vicki consultó sus notas, más para aclarar sus pensamientos que en busca de información—. El asunto está relacionado con los periódicos y las noticias sobre vampiros…
—¡No, tú también no! No podrías creer la cantidad de idiotas que han estado llamando a la redacción durante las últimas dos semanas. —Anne tomó un sorbo de café, frunció el ceño y le echó otro sobre de azúcar—. No me lo digas: los niños están asustados y los vampiros no existen.
Vicki pensó en Henry, escondido de la luz del sol apenas a dos manzanas de distancia de aquella misma tienda especializada en comida exótica, y después en la joven mujer que había sido empalada con tal fuerza con un palo de hockey afilado que su cuerpo había sido atravesado y se había quedado clavada sobre el suelo como una mariposa en la colección de un entomólogo.
—Eso es exactamente lo que quiero que escribas —dijo a través de los dientes apretados. Le expuso entonces cada horripilante detalle del caso de Anicka como si se encontrase en el estrado de los testigos, sin dejar que su tono de voz tradujese emoción alguna. Era la única manera en que podía hacerlo sin empezar a gritar o a arrojar cosas.
A poco de que su relato diera comienzo, Anne dejó su bocadillo sobre el plato. No volvió a tocarlo.
—La prensa inició esto —dijo Vicki a modo de conclusión—. Y es responsabilidad de la prensa ponerle fin.
—¿Por qué me has llamado precisamente a mí? Había muchos periodistas en la escena del crimen.
—Porque una vez me dijiste que la diferencia entre un reportero y un columnista es que el columnista puede permitirse el lujo de no sólo preguntar, sino también tratar de responder.
Anne levantó las cejas.
—¿Todavía te acuerdas de eso?
—No suelo olvidar muchas cosas.
Las dos mujeres bajaron la mirada hacia las notas y Anne suspiró con suavidad.
—Tienes suerte —las recogió. Vicki hizo un gesto afirmativo mientras ella las guardaba en su mochila—. Haré lo que pueda, pero no te prometo nada. La ciudad está llena de capullos y no todos leen lo que yo escribo. Supongo que no servirá de nada que te pregunte dónde conseguiste esta información —la mayor parte eran detalles que normalmente no se revelaban a la prensa—. No importa —se levantó—. Puedo utilizarla sin mencionar el nombre de Celluci. Espero que seas consciente de que has arruinado mi domingo.
Vicki asintió y arrugó el vaso vacío.
—Feliz fin de semana de Pascua.
—Henry Fitzroy no puede ponerse en este momento, pero si deja su nombre y su número de teléfono después de la señal, se pondrá en contacto con usted tan pronto como le sea posible. Si eres tú, Brenda, deja de preocuparte. Lo tendré acabado antes de la fecha límite.
Mientras sonaba el tono, Vicki se preguntó quién sería Brenda y que sería aquello que Henry tenía que acabar. Entonces recordó al Capitán Macho y a la joven damisela de los senos turgentes. La idea de un vampiro con un contestador automático continuaba divirtiéndola, aunque tenía que admitir que resultaba muy útil. Criaturas de la noche, bienvenidas al siglo veinte.
—Henry, soy Vicki. Mira, no tiene mucho sentido que vaya a verte esta noche. No tenemos nada nuevo y la verdad es que no puedo ayudarte con tu vigilancia. Llámame si ocurre algo. Si no, yo te llamaré mañana.
Frunció el ceño mientras colgaba. No podía evitar que, cuando le hablaba a una máquina, su voz sonase un poco como la de Jack Webb narrando los viejos episodios Dragnet.
—Juraría que tenía un queso danés por alguna parte —musitó. Volvió a colocarse las gafas en su sitio—. El viernes tenía un buñuelo.
Recogió su abrigo y su bolso y se dirigió hacia la puerta. Cuando Celluci saliese de la comisaría, se dirigiría a casa de su abuela para pasar el domingo de Pascua en compañía de una congregación de tíos, tías, primos y sus respectivas descendencias. Ocurría todos los años y, salvo que tuviera que trabajar, no existía una excusa lo suficientemente buena como para no presentarse. Si no podía conseguir de ellos lo que necesitaba —y después de lo ocurrido con Anicka Hendle, dudaba que lo consiguiese; al margen de lo mucho que su familia lo apoyase y quisiese, no podrían comprender su rabia y su frustración— dejaría la celebración sobre las ocho. Eso le dejaba tiempo para ir a revisar los informes de incidencias de otra división.
Mientras cerraba la puerta, el teléfono comenzó a sonar. Se detuvo, mirando el interior del apartamento a través de una rendija de quince centímetros. No podía ser Henry. No creía que fuera Celluci. Coreen se encontraba todavía fuera de la ciudad. Probablemente se trataba de su madre. Cerró la puerta. Hoy no estaba preparada para la culpa.
—… así como todos los cables, el generador y un supresor de corriente. En suma, un sistema completo. —Vicki tamborileó con el extremo de su bolígrafo sobre el informe. Lo que ella sabía de ordenadores cabría fácilmente en la punta de un alfiler, y todavía dejaría espacio suficiente para que una pareja de ángeles bailaran un tango pero, si había leído bien los números, el sistema que había sido sustraído del almacén cerrado y vigilado de la tienda de ordenadores hacía que el pequeño clónico que ella tenía en su apartamento pareciera un ábaco.
—Vaya, vaya. Pero si es la Victoria Alada.
Los labios de Vicki dibujaron una mueca. Después de un instante, la modificó unos milímetros a cada extremo, logrando casi esbozar una sonrisa.
—Sargento de personal Gowan. Qué inesperado placer.
Gowan no se molestó en esconder su desagrado. Recogió bruscamente los informes que había sobre la mesa y se volvió para encararse con el agente de guardia.
—¿Qué coño está una civil haciendo aquí? —agitó los papeles delante de su cara—. ¿Y dónde consiguió la autorización para consultar esto?
—Bueno, yo… —comenzó el sargento de guardia.
Gowan lo cortó.
—¿Quién coño eres tú? Esta es mi comisaría y yo decido quién puede venir y quién no —impulsó la barriga en dirección a Vicki y esta tuvo que levantarse a toda prisa, para no quedar atrapada detrás de la mesa—. Me importa una mierda qué clase de investigadora cojonuda fuera en el pasado. Esta civil no tiene ninguna jodida cosa que hacer en los alrededores de este edificio.
—No hace falta que le dé un infarto, sargento de personal. —Vicki se puso el abrigo y se colgó el bolso sobre el hombro—. Ya me marcho.
—Exacto, coño. Ya te marchas. Y no vas a volver, Nelson. Recuerda que —las venas de su garganta se hincharon y un destello de odio llameó en sus pálidos ojos— no me importa a quién tuviste que chupársela para conseguir tu rango. El caso es que ya no lo tienes. ¡No lo olvides!
Vicki sintió que los músculos de su mandíbula se tensaban por el esfuerzo de mantener el control. En su mano derecha, el lápiz se partió. El chasquido de la madera al romperse resonó por toda la tranquila comisaría como la detonación de una escopeta. El operador de radio dio un respingo, pero ni él ni el sargento de guardia dijeron una sola palabra. Ni siquiera parecían estar respirando. Moviéndose con precisión frágil, Vicki dejó caer ambos fragmentos del lápiz en una papelera y avanzó un paso. Su mundo se centraba en los dos acuosos círculos azules que la miraban con desprecio debajo de unas cejas gris-plateado. Dio otro paso. Sus dientes estaban apretados con tal fuerza que la tensión zumbaba en sus oídos.
—Vamos —sonrió él con desprecio—. Golpéame. Haré que te detengan tan rápido que tu culo estará entre rejas antes de que tu cabecita sepa lo que ha pasado.
Apretando los dientes y las uñas, Vicki logró mantener a raya su furia. Perder los estribos no serviría de nada y además, por mucho que odiara admitirlo, Gowan tenía razón. Su rango ya no la protegía de él ni del sistema. Maniobrando de alguna manera alrededor de la neblina roja de su rabia, logró salir de la comisaría.
Una vez en los escalones, comenzó a temblar y tuvo que apoyarse contra el muro de ladrillos hasta calmarse. Tras ella, podía oír cómo la voz de Gowan se levantaba de nuevo. En este preciso momento, el sargento de guardia estaría soportando el chaparrón de su cólera y la enfurecía que no hubiera nada que ella pudiera hacer para impedirlo. De haber sabido que el sargento de personal pensaba presentarse en la comisaría en su día libre, ni siquiera todas las hordas del Infierno la habrían obligado a acudir allí.
Desde siempre, Gowan había aspirado desesperadamente a alcanzar el rango de detective, pero jamás había logrado abandonar el uniforme. Ignorando el hecho de que, en muchos aspectos, eran los sargentos de personal los que dirigían el Cuerpo, deseaba con todas sus fuerzas llegar a ser un detective, pero había sido superado dos veces a la hora de las promociones y ahora sabía que nunca lo conseguiría. Había odiado a Vicki por su éxito y la odiaba todavía más porque era una mujer que había conseguido vencer a los chicos en su propio juego. Final y definitivamente, la odiaba porque en una ocasión, después de habérselo encontrado dando una paliza a un muchacho en las celdas, le había hecho objeto de una severa reprimenda.
El sentimiento era mutuo. El poder siempre atrae a quienes abusan de él. Nunca había olvidado aquella lección, recibida en las conferencias de orientación de la academia de la Policía. Algunos días resultaba más fácil de recordar que otros.
Estaba demasiado nerviosa como para volver andando, así que paró un taxi, pensativa. Malditos los veinte dólares que iba a costarle el viaje a casa.
La tarde había sido una total pérdida de tiempo. Llamaría a un amigo que sabía de ordenadores y le daría los datos del sistema robado. Quizá él pudiera proporcionarle alguna idea del uso que podía darse a una máquina como aquella. Suponía que valía casi para cualquier cosa, pero no perdía nada por preguntar y, quien sabe, quizá consiguiese alguna otra pista sobre el individuo que estaba invocando al demonio.
Se acomodó lo mejor que pudo sobre la tapicería, que despedía un olor a establo, mientras la lluvia golpeaba las mugrientas ventanas del taxi. Después de todo, ¿cuántos piratas informáticos con chaqueta de cuero, un rifle de asalto y su propio demonio personal puede haber en Toronto?
Celluci se presentó poco después de las nueve.
Vicki examinó su expresión durante largo rato. Dijo:
—Te han tratado con guantes de seda.
—Como si estuviesen caminando sobre cáscaras de huevo —reconoció él con expresión enfadada.
—Tienen buena intención.
—No me hables de sus intenciones —arrojó el abrigo sobre una silla—. ¡Las conozco perfectamente!
La pelea que siguió los dejó a ambos exhaustos. Cuando terminó y cuando asimismo hubo terminado su inevitable consecuencia, Vicki apartó los húmedos cabellos de la frente de Celluci y tiernamente depositó un beso sobre ella. Él suspiró sin abrir los ojos, pero la abrazó con más fuerza. Tirando del edredón con un dedo, lo extendió sobre ambos, volvió a apretarse contra él y apagó la luz.
Había buenas razones para que numerosos policías se entregasen al abuso de una u otra clase de sustancias. Durante los cuatro años que había durado su relación, hasta que Vicki abandonase el Cuerpo, ella había sido la válvula de escape de Celluci y él lo había sido para ella. Sólo porque la situación había cambiado, esto no tenía por qué hacerlo. Ella no sabía lo que había sido de él durante los ocho meses que habían estado sin hablarse. Y no quería saberlo. Apartando un poco su cuerpo para ponerse más cómoda, Vicki cerró los ojos. Además, considerándolo todo, no quería dormir sola. Sería agradable tener a alguien cálido a quien agarrarse cuando las pesadillas se presentasen.
El viento doblaba los árboles que rodeaban el cementerio. Sus siluetas eran desiguales y salvajes. Henry se estremeció. Tres noches de espera habían afilado su susceptibilidad. Deseaba una lucha de cualquier clase. Hasta perder sería mucho mejor que esto. Sus conocimientos sobre los demonios estaban llenos de lagunas que la imaginación debía llenar y su imaginación lo hacía servicialmente.
La senda de poder, esperando todavía un ancla, trepidaba malhumorada. El domingo de Pascua había llegado y la simbólica resurrección de Cristo la debilitaba.
Entonces cambió.
El latido se aceleró y la oscuridad se espesó. Había allí algo más que la noche.
En algún lugar, Henry lo supo inmediatamente, el pentagrama había sido dibujado. El fuego ya estaba encendido. La llamada había comenzado. Su cuerpo se tensó y extendió sus sentidos, preparado para cerrar su propio pentagrama a la menor señal. Era él. El demonio menor. Si no lograba detenerlo, lo seguiría el maestro. Y con él, el fin del mundo. Su mano derecha se alzó y trazó en el aire el signo de la cruz.
—Señor, préstame tu fuerza.
Lo siguiente que supo fue que se encontraba de rodillas sobre la tierra húmeda. De sus ojos, sensibles a la luz, brotaban lágrimas mientras una detrás de otra, innumerables imágenes de gloria danzaban en el interior de sus párpados.
La tercera gota de sangre cayó sobre las brasas y el aire que había sobre el pentagrama se estremeció y cambió. Norman se sentó sobre sus talones y esperó. Aquella misma tarde había averiguado dónde vivía Coreen. Piratear los archivos de la universidad sobre los estudiantes había resultado insultantemente fácil. Aquella noche no habría errores. Ella pagaría por lo que le había hecho.
El latido de su cabeza creció y creció hasta que pareció que todo el mundo pareció estar trepidando con él.
Arrugó la frente mientras el trémulo brillo se hacía más pronunciado y la vaga silueta de la criatura comenzaba a aparecer a la vista. Parecía estar luchando contra algo, debatiéndose contra algún oponente invisible. Su boca se abrió en un silencioso aullido y abruptamente, el pentagrama quedó vacío.
En el mismo instante, las brasas que había sobre el hibachi ardieron con tal fuerza que Norman tuvo que apartarse hacia atrás para evitar que las llamas lo alcanzaran. El latido se convirtió en un agudísimo zumbido. Desesperado, Norman se tapó los oídos con las manos, pero aquello siguió y siguió y siguió.
Durante tres o cuatro segundos, unas llamas de casi dos metros danzaron frente a sus ojos. Entonces, el acero templado del hibachi se fundió y se convirtió en escoria, las llamaradas desaparecieron y un golpe de viento proveniente del centro del pentagrama apagó la velas y las arrojó contra la pared, donde quedaron aplastadas.
—Esto no es p-posible —balbució en medio del repentino silencio. El eco todavía repicaba en sus oídos, pero incluso el latido había desaparecido, dejando tras de sí tan sólo un vacío doloroso. Una parte de su mente se encogió llena de terror, mientras otra se negaba a creer la evidencia de lo que acababan de presenciar sus ojos. El calor suficiente como para fundir el hibachi debería de haber arrasado todo el apartamento.
Extendió una mano temblorosa y tocó el enorme grumo de metal fundido en que se había convertido la barbacoa. Las puntas de sus dedos crepitaron y un segundo después sintió el dolor.
Dolía demasiado para gritar.
Cuando recobró la vista, Henry logró ponerse de nuevo en pie a duras penas. Nada le había golpeado con tanta fuerza desde hacía siglos. Sin embargo, en ningún momento, ni siquiera durante el primer instante de pánico que había seguido a la ceguera, había creído que se trataba de la llegada del Señor de los demonios. No sabía por qué, pero no había podido creerlo.
—¿Qué fue entonces? —preguntó, apoyándose contra un ángel de cemento mientras se limpiaba el barro de las rodillas. Apenas podía sentir ya la presencia maligna cuyo nombre estaba siendo trazado. Se había retirado tan lejos como podía sin regresar al infierno.
—¿Alguna idea, señor, señora…? —preguntó mientras se volvía para mirar el nombre de la lápida. Grabada en la piedra, a los pies del ángel, se encontraba la respuesta.
CHRISTUS RESURREXIT.
Cristo ha resucitado.
Henry Fitzroy, vampiro, educado como un buen católico, cayó de rodillas y entonó silenciosamente un Ave María… por si acaso.