BloodTop1

Ian se introdujo las manos en los bolsillos y recorrió con mirada ceñuda el vacío andén del metro. Tenía las manos heladas, se encontraba de un humor de perros y no sabía por qué había accedido a encontrarse con Coreen en su apartamento. Considerándolo todo, hubiera sido mejor idea elegir un lugar neutral. Su mirada se fue a posar sobre el reloj luminoso que pendía del techo. Las 12:17. Trece minutos para ir desde Eglinton Oeste hasta la estación Wilson, seis manzanas en autobús y luego una caminata de tres manzanas hasta casa de Coreen. Imposible.

Voy a llegar tarde. Va a estar mosqueada. Adiós a la posibilidad de reconciliación.

Suspiró. Le había costado dos horas de súplicas y argumentaciones telefónicas conseguir que ella accediera a encontrarse con él. Mantener una relación con Coreen podía requerir mucho tiempo, pero ciertamente no era nada aburrido. Dios, tenía un temperamento… Casi sin desearlo, una sonrisa se dibujó en sus labios; la parte mala de aquel temperamento podía hacer que uno desease encontrarse en la montaña rusa en vez de en su compañía. Para ser una mujer de apenas metro sesenta de estatura tenía una buena pegada.

Volvió a consultar el reloj.

¿Dónde narices estaba el tren?

12:20.

Estate aquí a las 12:30 u olvídalo, había dicho, ignorando por completo el hecho de que en domingo, la Comisión de Tránsito de Toronto, la ubicua CTT, reducía drásticamente el número de metros en circulación y de que a esas horas tendría suerte si podía coger el último que pasaba.

La parte buena era que, cuando finalmente llegase, dada la hora que sería y dado que ambos tenían una clase a las ocho de la mañana, tendría que quedarse. Suspiró. Si me dejase pasar la noche en su apartamento

Deambuló por el andén hasta llegar al extremo sur y se asomó al túnel. No se veía luz alguna, pero podía sentir en el rostro el viento que significaba normalmente que el tren no estaba lejos. Tosió con disgusto y apartó la cara. Olía como si algo hubiese muerto en el interior de aquel túnel; como cuando en la casa de campo se quedó un ratón atrapado entre las paredes y acabó por pudrirse.

—Menudo ratón… —musitó, frotándose la nariz con el puño. El hedor parecía haberse adherido a sus fosas nasales. Volvió a toser. Eran graciosas las malas pasadas que te jugaba la mente. Ahora que se había apercibido de él, el olor parecía estar haciéndose más intenso.

Y entonces escuchó lo que parecían ser pasos, acercándose desde la oscuridad del interior del túnel. Pesadas zancadas, no como las de un trabajador que se apresurase para coger el tren después de un largo día de trabajo ni las de un vagabundo tambaleante que buscase la seguridad del andén. Pesadas zancadas, avanzando directamente hacia su espalda.

Deleitado ante la inesperada punzada de terror que se había apoderado de él, haciendo retumbar su corazón en el pecho y robándole el aliento de la garganta, y consciente de que cuando se volviera la explicación de todo ello resultaría prosaica, Ian se mantuvo inmóvil. Mientras lo desconocido siguiera siéndolo, la furiosa descarga de adrenalina seguiría haciendo que cada sentido pareciera estar más vivo y que los segundos se prolongasen como si fuesen horas.

No se volvió hasta que las pisadas comenzaron a ascender la media docena de escalones de cemento que conducían al andén.

Y ya era demasiado tarde. Casi no tuvo tiempo de gritar.

sep

Embozada en su abrigo hasta la barbilla —puede que ya fuera abril, pero en todo caso era un abril húmedo y helado y la primavera no daba todavía señales de vida—, Vicki bajó del autobús de Eglinton y se encaminó a la entrada del metro.

—Menudo desastre —murmuró. El anciano que había bajado del autobús detrás de ella la miró, interrogante. Ella le devolvió la mirada durante un instante y luego siguió su camino. Así que no sólo soy «una compañía horrible capaz de crisparle los nervios a cualquiera» sino que también hablo sola. Lawrence era guapo, pero no era su tipo. De hecho no había encontrado a nadie que fuera su tipo desde que dejara la Policía, ocho meses atrás. Debía haber sabido que esto iba a ocurrir desde que accedí a salir con un hombre mucho más guapo que yo. No sé por qué acepté la invitación.

Esto último no era del todo cierto; había aceptado porque se encontraba sola. Lo sabía, sólo que no tenía la menor intención de admitirlo.

Se encontraba a mitad del primer tramo de las escaleras que conducían al andén sur cuando escuchó el grito. O, para ser más exactos, aquel grito a medias. Se extinguió, sofocado en medio de un aullido, como cortado en seco. De un salto, Vicki alcanzó el primer recodo. Desde donde se encontraba sólo podía ver la mitad de cada andén a través de los cristales, y no tenía forma de saber dónde se estaba produciendo el problema. El andén sur estaba más cercano.

Retrocediendo dos pasos y luego un tercero, exclamó: «¡Avisen a la policía!». Incluso en el caso de que nadie la oyera, podía ahuyentar al causante de aquel grito.

En nueve años que había pasado en el cuerpo no había utilizado su arma una sola vez. Ahora le hubiera gustado tenerla consigo. Durante aquellos nueve años no había escuchado jamás un grito como aquel.

¿Qué demonios te crees que estás haciendo?, protestó la parte más racional de su cerebro. ¡No tienes un arma! ¡No cuentas con apoyo! ¡No tienes la menor idea de lo que está pasando ahí abajo! ¿Ocho meses fuera del cuerpo y ya se te ha olvidado todo lo que aprendiste? ¿Qué pretendes demostrar?

Vicki ignoró la voz y continuó avanzando. Puede que sí estuviese intentando demostrar algo. ¿Y qué?

Cuando por fin llegó al andén, se dio cuenta inmediatamente de que se encontraba en el lado equivocado, y por un instante se alegró.

Los azulejos color naranja de la pared de la estación parecían haber sido rociados con sangre. Había una gran mancha de la que brotaba un delicado patrón de gotas carmesí. Debajo de ella, en el suelo, con los ojos y la boca abiertos y la garganta destrozada, se encontraba un joven. No: el cadáver de un joven.

La cena que acababa de tomar se encaramó a su garganta, pero la experiencia acumulada durante la investigación de otras muertes la obligó a volver al estómago.

Comenzó a levantarse un viento desde el túnel y pudo oír el metro aproximándose al andén en dirección norte. Parecía estar muy cerca.

Jesús, justo lo que necesitamos. A las 12:35, una noche de domingo, era perfectamente posible que el metro no tuviera un solo pasajero, que nadie se bajara de él y que nadie reparara en el cadáver y la mancha de sangre esparcida sobre la pared en el extremo sur del andén norte. No obstante y tal y como andaba el mundo, era más probable que un grupo de niños y una anciana con el corazón débil se bajasen del último vagón y se topasen de frente con aquel cadáver reciente, con ojos abiertos y cuya boca entonaba un mudo aullido.

Sólo había una solución.

Mientras el rugido del metro inundaba la sala, Vicki, con el corazón palpitando con furia y la adrenalina cantándole en los oídos, saltó a la vía. El paso de madera sobre los raíles se encontraba demasiado lejos, centrado prácticamente sobre los pilares de cemento, así que ella saltó, tratando de no pensar en la posibilidad de que los muchos millones de voltios que pasaban por allí la redujeran a cenizas. Por un momento se tambaleó sobre el extremo de la línea divisoria, maldiciendo su largo abrigo y deseando haber llevado una chaqueta; y entonces, pese a saber que era la cosa más estúpida que podía hacer, se volvió hacia el tren.

¿Cómo ha llegado tan cerca? La luz era cegadora. El ruido, ensordecedor. Se detuvo, helada, deslumbrada, segura de que si continuaba tropezaría y las ruedas metálicas de la bestia la harían pedazos.

Entonces, algo con forma de hombre apareció en el túnel sur. No pudo ver mucho, apenas una sombra parpadeante, negra contra la creciente luz de los faros del metro, pero fue suficiente para arrancarla de la inmovilidad y empujarla hacia delante.

Saltaron chispas bajo sus botas, se alzó un chirrido metálico y entonces Vicki apoyó las manos sobre el extremo de la plataforma y se impulsó hacia arriba con todas sus fuerzas. El mundo se llenó de luz y sonido y algo le rozó las plantas de los pies.

Sus manos estaban pegajosas y cubiertas de sangre. Pero no era la suya, y de momento eso era todo lo que importaba. Antes de que el tren se detuviera, había cubierto el cadáver con su abrigo y tenía su placa de identificación en la mano.

El revisor asomó la cabeza.

Vicki agitó la cartera de cuero en su dirección y gritó:

—¡Cierre las puertas! ¡Ya!

Las puertas, que aún no habían terminado de abrirse, se cerraron.

Reapareció el revisor y Vicki, mientras trataba de recobrar el aliento, ordenó secamente:

—Haga que el conductor avise a la Policía. Que les diga que se trata de un 10-33… ¡No importa lo que eso sea! —dijo al advertir su inminente pregunta—. ¡Ellos lo saben! Y no olvide decirles dónde ha ocurrido —había visto a la gente cometer estupideces todavía mayores en situaciones de emergencia. Mientras el hombre regresaba apresuradamente al metro, echó un vistazo a la cartera, suspiró y entonces volvió a colocarse las gafas en su sitio con un dedo ensangrentado. Una tarjeta de identificación de investigador privado no significaba absolutamente nada en un caso como aquel, pero la gente respondía a la apariencia de autoridad, no a los detalles formales.

Se apartó unos pasos del cadáver. A tan poca distancia, el hedor de sangre y orina —la parte delantera de los vaqueros del joven estaba empapada— ocultaba por completo los olores metálicos del metro. Un solitario rostro la observaba desde el interior del más cercano de los vagones. Le gruñó y se volvió para seguir esperando.

Menos de tres minutos más tarde, Vicki escuchó el familiar sonido de las sirenas provenientes de la calle. Poco le faltó para dar saltos de alegría. Habían sido los tres minutos más largos de su vida.

Los había pasado reflexionando. En sus pensamientos había sumado la sangre que rociaba la pared con la posición del cuerpo y el resultado no le gustaba nada.

Ninguna criatura que ella conociese podría haber propinado un simple golpe con tal fuerza como para desgarrar la carne como papel higiénico y con tal velocidad que la víctima no hubiese tenido tiempo de resistirse. Ninguna. Pero algo o alguien lo había hecho. Y estaba allí, en el túnel.

Se inclinó hasta que pudo ver la oscuridad que se abría en el interior del túnel. El pelo de su nuca se le erizó, y no sólo por el frío. Se preguntó qué escondían las sombras. Nunca se había considerado una mujer fantasiosa y sabía perfectamente que el asesino debía de haberse marchado hacía ya mucho, pero algo se demoraba en aquel túnel.

El característico sonido de las botas de policía contra las baldosas le hizo volverse, con las manos apartadas cuidadosamente de los costados. No sería de extrañar que un policía que se presentase en la escena de un crimen violento y se encontrase con alguien cubierto de sangre sobre el cadáver llegase a alguna conclusión equivocada.

La situación resultó confusa durante algunos minutos, pero afortunadamente cuatro de los seis agentes habían oído hablar de «Victoria» Nelson, y después del preceptivo intercambio de excusas se pusieron a trabajar.

—… mi abrigo sobre el cadáver, hice que el conductor llamase a la policía y esperé. —Vicki contemplaba al agente de policía West tomar notas de forma frenética y tuvo que reprimir una sonrisa. Todavía podía recordar un tiempo en el que ella era tan joven como él y trabajaba con la misma intensidad. O casi. Cuando él alzó la mirada, ella señaló el cadáver con un gesto de la cabeza y preguntó—. ¿Quiere verlo?

—Eh, no —después de un instante, añadió, con cierta timidez—. Quiero decir… no debemos tocar nada antes de que lleguen los de Homicidios.

Homicidios. El estómago de Vicki se encogió y su humor se agrió. Había olvidado que no estaba al mando. Había olvidado que no era más que una simple testigo: la primera persona presente en la escena del crimen. Y eso sólo porque había hecho algunas cosas bastante estúpidas para encontrarse allí. Por un instante los uniformes le habían dado la impresión de que se encontraba en los viejos tiempos. Pero Homicidios… su departamento. No, ya no. Se colocó las gafas en su sitio con el envés de la muñeca.

Al alzar la vista descubrió que el agente West la estaba mirando fijamente. Este agachó la vista, confundido.

—Este… no creo que pase nada si se limpia la sangre de las manos.

—Gracias. —Vicki consiguió esbozar una sonrisa pero ignoró su tácita pregunta. Lo bien o mal que podía ver no era asunto de nadie más que de ella. Poco importaba que otra salva de rumores se extendiese por el Cuerpo.

—Si fuese tan amable de acercarme unos pocos pañuelos de mi bolso…

El joven agente introdujo una mano en el enorme bolso de cuero negro y buscó a tientas. Encontró los pañuelos los sacó y, al ver que su mano estaba todavía intacta, pareció aliviado. El bolso de Vicki había sido famoso en toda la ciudad y sos alrededores.

La mayoría de la sangre de sus manos se había secado, convirtiéndose en grumos marrones. A la poca que no lo había hecho, los pañuelos no hicieron sino extenderla. A pesar de ello siguió restregándose las manos, sintiéndose al hacerlo como Lady Macbeth.

—¿Destruyendo pruebas?

Celluci, pensó. Tenían que enviar a Celluci. Ese bastardo siempre fue muy silencioso. Mike Celluci y ella no se habían separado en términos demasiado amistosos, pero a pesar de ello, al volverse, pudo controlar la expresión de su rostro.

—Sólo trataba de hacerte la vida un poco más difícil —tanto la voz como la sonrisa que la acompañaba resultaban falsas de forma patente.

Él sonrió, mientras un largo mechón de pelo castaño le caía sobre el rostro.

—Es buena idea hacer aquello que a uno se le da bien —entonces sus ojos la abandonaron para posarse sobre el cuerpo—. Haz tu declaración con Dave —detrás de él, su compañero agitó dos dedos a modo de saludo—. Luego hablaré contigo. ¿Es este tu abrigo?

—Sí, es mío.

Vicki lo observó mientras levantaba la prenda empapada de sangre, sabiendo que en aquel momento no existía para él otra cosa que el cuerpo y sus inmediatos alrededores. Pese a que sus métodos diferían, sabía que él era tan dedicado e intenso en el desempeño de sus obligaciones como lo era ella misma —o lo había sido, se corrigió en silencio—, y la competencia no declarada entre ambos había añadido un elemento de interés a numerosas investigaciones. Incluyendo muchas a las que ninguno de los dos estaba asignado.

—¿Vicki?

Relajó la mandíbula y siguió a Dave Graham al otro lado del andén. Todavía seguía frotándose las manos.

Dave, que sólo llevaba un mes siendo compañero de Mike Celluci cuando Vicki dejara el Cuerpo y se produjera el último encontronazo entre ambos, sonrió con cierta displicencia y dijo:

—¿Qué tal si lo hacemos todo según el manual?

Vicki dejó escapar un suspiro que no sabía que había estado conteniendo.

—Claro. Estupendo —buscando refugio de las emociones en los procedimientos policiales. Una técnica conocida y practicada en todo el mundo.

Mientras hablaban, el metro, libre ahora de pasajeros, abandonó lentamente la estación.

—… respondiendo al grito corres hacia el andén sur y entonces cruzas las vías enfrente del tren que viene del norte para alcanzar el cadáver. Mientras cruzas las vías… —Para sus adentros, Vicki se encogió. Dave Graham era uno de los hombres con menos tendencia a juzgar que conocía, pero ni siquiera él podía impedir que la opinión que su insensata acrobacia le merecía se transmitiese a sus palabras.

—… ves cruzar entre las luces y tú a una forma de hombre ataviada con lo que aparentan ser unas ropas sueltas y anchas. ¿Es así?

—En lo esencial, sí —su acción, desprovista de todos los detalles que tan cuidadosamente recordaba, aparentaba no ser más que una gran estupidez.

—Perfecto —cerró su libreta y se rascó el extremo de la nariz—. Tú… eh… ¿vas a quedarte a echar un vistazo?

Con la mirada entornada, Vicki examinó la escena del crimen mientras el fotógrafo de la Policía sacaba otra serie de rápidas fotografías. No podía ver a Mike, pero escuchaba en cambio su voz, llegada desde el interior del túnel, impartiendo órdenes al mejor estilo «regalo de Dios al Departamento de Investigación Criminal». El interior del túnel. El pelo de su nuca volvió a erizarse cuando recordó la sensación de que algo había estado allí, esperando, demorándose, algo oscuro, algo tenebroso y, bien, si tenía que darle algún nombre, algo malvado. Repentinamente quiso poner sobre aviso a Celluci. No lo hizo. Sabía cómo habría reaccionado él. Cómo habría reaccionado ella si la situación fuera la inversa.

—¿Vicki? ¿Vas a quedarte a echar un vistazo?

Estuvo a punto de contestar que no, que si la necesitaban para algo ya sabían dónde encontrarla, pero la curiosidad —curiosidad por saber lo que podría encontrar la Policía, por saber cuánto tiempo podría permanecer tan próxima a aquel trabajo que había amado sin derrumbarse— convirtió su negativa en un «un rato» entonado a regañadientes. De ningún modo iba a salir huyendo.

Mientras observaba, Celluci regresó del túnel, subió las escaleras, volvió al andén e intercambió algunas palabras con el agente que se ocupaba de las huellas, señalando con un brazo hacia atrás, hacia los raíles. El otro protestó, diciendo que necesitaba algo más de luz para realizar su trabajo, pero Celluci cortó su réplica en seco. Con un bufido disgustado, cogió su maletín y se encaminó hacia el túnel.

Tan encantador como siempre, pensó Vicki, mientras Celluci recogía su abrigo del suelo y se acercaba hacia ella. El policía se demoró unos instantes con los agentes del juez de instrucción, que finalmente estaban guardando el cadáver en su correspondiente bolsa de plástico naranja.

—No me digas —le espetó tan pronto como estuvo lo suficientemente cerca con voz seca, sarcástica, pero deseando al mismo tiempo con todas sus fuerzas que su voz no tradujera las contradictorias emociones que acababan de provocar que se le hiciera un nudo en la garganta— que las únicas huellas que hay en la escena del crimen son las mías.

Había, naturalmente, gran cantidad de huellas presentes, ninguna de las cuales había sido identificada (eso quedaba para la Policía Metropolitana) pero las sangrientas huellas dactilares que Vicki había diseminado por todas partes resultaban obvias.

—Bravo, Sherlock —le arrojó su abrigo—. Y todas las huellas conducen hasta el dormitorio de una mujer y allí se detienen.

Vicki frunció el ceño, tratando de reconstruir mentalmente lo que habría ocurrido justo antes de que ella llegase al andén.

—¿Has revisado el andén sur?

—Ahí es donde se pierde el rastro —y su tono añadió no le vaciles a papi. Levantó una mano para atajar la siguiente pregunta—. He hecho que uno de los chicos de uniforme interrogue al viejo, pero está histérico. No para de hablar del Armagedón. Su yerno viene hacia aquí para llevárselo a casa. Mañana hablaré con él.

Vicki lanzó una mirada por toda la estación. Al otro extremo, el hombre que había descendido con ella del autobús y que la siguió al interior del metro se sentaba y conversaba con una policía. Incluso a tanta distancia podía advertirse que no se encontraba bien. Su rostro estaba ceniciento y parecía farfullar sin control. Su mano, delgada, de nudillos hinchados, se aferraba a la manga de la agente. Volviendo de nuevo su atención a Celluci, preguntó:

—¿Qué hay del metro? ¿Lo habéis clausurado por esta noche?

—Sí. —Mike señaló con un gesto hacia el final del andén—. Quiero que Jake limpie toda la sala —destellos intermitentes de luz indicaban que el fotógrafo seguía trabajando—. No es el tipo de caso en el que podemos entrar y salir en un par de minutos —introdujo las manos en los bolsillos y frunció el ceño—. Aunque por la manera en que han graznado los de la comisión de tránsito uno creería que hemos ordenado cerrar en hora punta para detener a alguien por tirar desperdicios.

—¿Y qué… eh, tipo de caso es este? —preguntó Vicki, tan cerca como podía permitirse estarlo de preguntar si también él podía sentir eso… lo que quiera que fuese eso.

Él se encogió de hombros.

—Dímelo tú; pareces haberte empeñado con todas tus fuerzas para verte metida en medio.

—Estaba aquí —le espetó—. ¿Preferirías que lo hubiera ignorado?

—No tenías arma, ni apoyo, ni la menor idea de lo que estaba pasando —le recriminó él de la misma manera en que ella misma había hecho un rato antes—. No puedo creer que lo hayas olvidado todo en sólo ocho meses.

—¿Y qué habrías hecho tú? —escupió con los dientes apretados.

—Lo que no hubiera hecho es tratar de matarme sólo para demostrar que todavía podía hacerlo.

El silencio que siguió a sus palabras era tan pesado como un centenar de bloques de cemento y le hizo a Vicki apretar los dientes aún con más fuerza. ¿Era eso lo que ella había hecho? Se miró las puntas de los pies y entonces levantó la vista hacia Mike. Con su casi metro ochenta de estatura, eran pocos los hombres a los que tenía que mirar desde abajo, pero Mike, que superaba los dos metros, le hacía parecer una niña. Odiaba parecer una niña.

—Si vamos a volver sobre el tema de mi salida del Cuerpo, me largo de aquí.

Él levantó ambas manos en un gesto de capitulación.

—Tienes razón. Como de costumbre. No vamos a volver sobre nada.

—Tú sacaste el tema —su tono resultaba hostil; no le importaba. Tendría que haber obedecido a su instinto y marcharse después de realizar su declaración. Debía de estar loca para ponerse en semejante situación, al alcance de Celluci.

La mandíbula de Mike se tensó.

—Ya he dicho que lo sentía. Pero adelante, sé una heroína si quieres. Es sólo que puede ser —añadió en voz baja— que no quiera que te maten. Puede ser que no me apetezca tirar ocho años de amistad a la basura…

—¿Amistad? —Vicki alzó las cejas.

Celluci se pasó una mano por los cabellos, un gesto que acostumbraba a hacer cuando le costaba mantenerse calmado.

—Puede que no quiera tirar a la basura cuatro años de amistad y cuatro años de sexo por culpa de una estúpida discrepancia.

—¿Sólo sexo? ¿Eso es para ti? —Vicki tomó el camino más sencillo, ignorando el más prometedor tema de la discrepancia. Entre los problemas de su relación no se había contado nunca la falta de temas de discusión—. Bien, pues para mi no fue sólo sexo, detective.

Ahora gritaban los dos.

—¿Acaso he dicho que fuera sólo sexo? —extendió los brazos y su voz retumbó contra los azulejos de las paredes del metro—. Era sexo estupendo, ¿vale? ¡Era sexo maravilloso! Era… ¿qué?

El agente West, ruborizado hasta las cejas, dio un respingo.

—Están impidiendo que saquen el cuerpo —balbució.

Lanzando un gruñido ininteligible por toda respuesta, Celluci se apoyó contra la pared.

Mientras la camilla pasaba junto a ellos y el contenido de la bolsa naranja fluorescente se bamboleaba ligeramente de un lado a otro, Vicki cerró los puños y consideró la posibilidad de lanzar un derechazo directo a la hermosa nariz de corte clásico de Mike. ¿Por qué permitía que le afectara de aquella manera? Tenía ciertamente una insólita habilidad para burlar escudos que ella había erigido cuidadosamente y conmocionar emociones que creía tener bajo control. Que se vaya a la mierda de todas formas. Daba igual que, esta, vez, él tuviera razón. Un tic nervioso hizo temblar el borde de sus labios. Al menos habían vuelto a hablar…

Cuando la camilla hubo pasado, ella abrió el puño, posó las manos sobre el brazo de él y dijo:

—La próxima vez lo haré siguiendo las reglas.

Era lo más cercano a una disculpa que podía permitirse y él lo sabía.

—Dejémoslo estar —suspiró—. Mira, sobre lo de dejar el Cuerpo… no estás ciega, Vicki. Podías haberte quedado…

—Celluci… —siseó ella apretando los dientes. Siempre tenía que hacer un último y desafortunado comentario.

—No importa —alargó la mano y le colocó las gafas en su sitio—. ¿Quieres que te lleve a la ciudad?

Ella lanzó una mirada a la ruina de su abrigo.

—¿Por qué no?

Mientras seguían a los camilleros escaleras arriba, él le dio un suave golpe en el brazo.

—Es bueno poder pelearse de nuevo contigo.

Ella se rindió. Los últimos ocho meses no habían sido, en el mejor de los casos, más que una victoria pírrica. Sonrió abiertamente.

—Yo también te he echado de menos.

sep

Los periódicos del lunes reflejaron el caso del asesinato en sus portadas. Un diario sensacionalista incluso mostraba una foto a todo color de la camilla, mientras esta salía de la estación, en la que podía verse la bolsa del cuerpo como un obsceno manchón de color rodeado de oscuros azules y grises. Vicki arrojó el periódico a la cada vez más crecida pila «para reciclar» que se amontonaba en la parte izquierda de su escritorio y se mordisqueó el pulgar. La teoría de Celluci, que le había referido a regañadientes mientras regresaban al centro de la ciudad, incluía el uso de feniciclidina u otra droga semejante y alguna clase de garras cosidas a la ropa.

«Como el tío ese de la película».

«Eso eran guantes con cuchillas, Celluci».

«Lo que sea».

Vicki no se lo tragaba y sabía que, en el fondo, él tampoco. No era más que la mejor especulación disponible hasta que dispusiese de más evidencias. A menudo la respuesta final no guardaba relación alguna con la teoría con la que había comenzado, pero es que odiaba partir de cero. En cambio, ella prefería dejar que los hechos cayeran al vacío para ver cómo se ordenaban por sí solos. El problema era que, en esta ocasión, seguían cayendo y cayendo. Necesitaba más pistas.

Su mano se encontraba a medio camino del teléfono, cuando recordó que no había nada que ella pudiera hacer y la apartó. Ya había hecho su declaración y esa era toda su implicación en el asunto.

Se quitó las gafas y limpió los cristales con un pliegue de su suéter. Los extremos de su mundo se hicieron borrosos hasta que le pareció que se encontraba mirando fijamente a un túnel lleno de niebla; un túnel muy amplio, más que adecuado para la vida cotidiana. Hasta el momento no había perdido más que un tercio de su visión periférica. Hasta el momento. Pero no haría más que empeorar.

Las gafas sólo corrigieron su miopía en parte. Nada podía corregir el resto.

—Muy bien, esto es por culpa de Celluci. Magnífico. Tengo un trabajo propio que hacer —se dijo con firmeza—. Uno que puedo hacer —uno que haría bien en hacer. Sus ahorros no durarían eternamente, y hasta el momento, teniendo en cuenta que sus problemas de visión le habían obligado a rechazar más de un cliente potencial, su lista de casos había sido descorazonadoramente corta.

Apretando los dientes, apoyó la enorme guía de las páginas blancas de Toronto sobre sus rodillas. Con suerte, el F. Chan al que estaba buscando, heredero de una pequeña suma de un tío recientemente fallecido en Hong Kong, sería uno de los veintisiete que aparecían allí. Si no era así… había casi tres páginas completas de Chans, dieciséis columnas, aproximadamente mil ochocientos cincuenta y seis nombres… y podía apostar a que al menos la mitad de ellos tenían algún Foo en la familia.

En aquel mismo instante Mike Celluci estaba tratando de capturar a un asesino.

Desechó el pensamiento.

No puedes ser policía si no puedes ver.

Se había buscado un retiro. Descansaría en él.

sep

Terri Neal se apoyó contra la pared del ascensor, respiró profundamente varias veces y, cuando creyó que había reunido la suficiente energía, levantó el brazo y consultó su reloj.

—¿Las doce y diecisiete? —se lamentó. ¿Dónde demonios se ha ido el lunes y qué sentido tiene volver ahora a casa? Tengo que volver a salir dentro de ocho horas. Notó el contacto del busca contra su cadera y elevó una silenciosa plegaria suplicando poder contar con las ocho horas completas. La compañía ya había recibido hoy su libra de carne (el maldito busca había empezado a pitar mientras entraba en su coche para regresar a casa a las 4:20), así que tal vez, sólo tal vez, la dejasen tranquila esta noche.

La puerta del ascensor se abrió con un siseo y ella penetró en el aparcamiento subterráneo.

—Saliendo de la oficina —murmuró—, toma dos.

Parpadeando bajo el brillo deslumbrante de los fluorescentes, comenzó a atravesar el vacío garaje. Su sombra bailaba a su alrededor como una marioneta enloquecida. Siempre había odiado la fría y dura luz de los fluorescentes, que lograban que el mundo pareciera decididamente hostil. Y aquella noche…

Sacudió la cabeza. La falta de sueño le hacía pensar cosas extrañas. Resistiendo al impulso de mirar por encima de su hombro, alcanzó finalmente una de las contrapartidas de las interminables horas extras.

—Hola, cariño —registró su bolsillo en busca del llavero—. ¿Me has echado de menos?

Abrió la puerta trasera del coche, levantó con esfuerzo su maletín —¡esta maldita cosa debe pesar por lo menos ciento cincuenta kilos!— y lo introdujo en el maletero. Apoyando los codos sobre la bandeja impermeable, se detuvo, la mitad del cuerpo dentro del coche y la otra mitad fuera, inhalando el aroma de la pintura nueva, el vinilo nuevo, el plástico nuevo y… la putrefacción. Frunciendo el ceño, se enderezó.

Por lo menos viene de fuera de mi coche.

Repugnada, cerró la puerta del maletero y se volvió. Que se preocupasen los de seguridad de ese olor a la mañana siguiente. Lo único que quería era llegar a casa.

Sólo tardó un instante en darse cuenta de que nunca lo haría.

Para cuando el aullido quiso salir de su garganta, esta había sido destrozada. La tráquea se le inundó de sangre y su grito se convirtió en un gorgoteo espantoso.

Lo último que vio mientras su cabeza se desplomaba hacia atrás fueron las líneas rojas goteando oscuras sobre los lados de su nuevo coche.

Lo último que escuchó fue el insistente bip-bip-bip de su busca.

Y lo último que sintió fue el contacto de una boca contra su destrozada garganta.

sep

La mañana del martes, la portada de un diario sensacionalista rezaba:

«EL ACUCHILLADOR ATACA DE NUEVO»

Bajo este titular, la fotografía del entrenador de los Maple Leafs de Toronto miraba desafiante a los lectores y en el pie de foto se planteaba —no por primera vez en lo que iba de temporada— si debía ser destituido, puesto que los Leafs volvían a encontrarse en las posiciones de cola de la peor división de la Liga. Esta clase de asociación extraña era una de las especialidades del periódico en cuestión.

—Despedid al dueño —murmuró Vicki, colocándose las gafas sobre la nariz mientras leía la letra pequeña que acompañaba al titular: «historia en página dos». En efecto en la página dos, acompañada de una foto del garaje subterráneo y de la declaración histérica de la mujer que había encontrado el cuerpo, se facilitaba la descripción de un cadáver mutilado que se asemejaba con inquietante exactitud al encontrado por Vicki en la estación de Eglinton Oeste.

—Maldita sea…

El detective de Homicidios, Mike Celluci, continuaba la historia, dice que no cree que se trate de un caso de imitación, y que alberga pocas dudas sobre que, quienquiera que asesinó a Terri Neal, es el mismo que mató a Ian Reddick la noche del domingo.

Vicki tenía la seria sospecha de que Mike no había hecho tales declaraciones, aunque entraba dentro de lo posible que la información procediera efectivamente de él. Raramente encontraba Mike necesario colaborar con la prensa o siquiera ocultar el desagrado que le producía. Y nunca se hubiera mostrado tan diplomático.

Mientras leía los detalles, un miedo inefable comenzó a palpar su columna vertebral con dedos helados. Recordaba la persistente presencia que había sentido en el túnel y supo que este no sería el último asesinato. Estaba marcando el número antes siquiera de haber decidido conscientemente hacer la llamada.

—¿Mike Celluci, por favor? ¿Qué? No, no quiero dejar ningún mensaje.

Y qué iba a decirle, se preguntó mientras colgaba. ¿Qué tengo el presentimiento de que no es más que el principio? Eso le encantaría.

Arrojando el periódico a un lado, Vicki cogió el otro diario de la ciudad. En la página cuatro se narraba la misma historia, privada aproximadamente de la mitad de los adjetivos y casi toda la histeria.

Ninguno de ellos mencionaba que destrozar una garganta de un simple golpe era poco menos que imposible.

Si pudiese sencillamente recordar lo que le faltaba al cuerpo. Suspiró y se frotó los ojos.

Entretanto, había cinco Foo Chan a los que visitar…

sep

Algo se movía en el pozo. DeVerne Jones se apoyó contra la cerca de alambre y exhaló efluvios de cerveza a la oscuridad, mientras se preguntaba qué debía hacer. Era su pozo. El primero desde que le habían nombrado capataz. Deberían comenzar con los armazones a la mañana siguiente, de manera que para cuando llegase la primavera estuvieran preparados para recibir el cemento. Agazapado entre las formas sombrías de la maquinaria, escudriñó el pozo. Había algo allí. En su pozo.

Por un instante deseó no haber tomado la decisión de pararse un momento cuando regresaba a casa desde el bar. Era más de medianoche y la sombra que había vislumbrado no era probablemente más que otro desgraciado vagabundo en busca de un lugar cálido en el que descansar a salvo de los polis. Los obreros lo echarían a la calle por la mañana y no habría pasado nada. Salvo que allí guardaban un montón de equipo carísimo y podía ser algo más.

—Maldita sea.

Extrajo su juego de llaves y abrió la puerta. El candado estaba abierto. A veces no cerraba bien a causa del frío y la humedad, pero él había sido el último en marcharse y se había asegurado personalmente de que estaba correctamente cerrado. ¿O no lo había hecho?

—Maldita sea dos veces —después de todo, quizá hubiese sido una suerte el que decidiera pararse a echar un vistazo.

Las bisagras chirriaron como protesta y la puerta se abrió.

DeVerne aguardó un segundo para ver si alguien reaccionaba al sonido.

Nada.

Te llenas el estómago de cerveza y ya eres un héroe. Un héroe lo suficientemente sobrio como para darse cuenta de que podía estarse metiendo en problemas y no tanto como para que le importase.

Cuando se encontraba a medio camino del interior del pozo y sus ojos comenzaban a acostumbrarse a la oscuridad, volvió a verlo. Una forma humana, demasiado rápida como para ser un vagabundo, desapareció detrás de una de la excavadoras.

Tan silenciosamente como le era posible, DeVerne aceleró el paso. Había cogido al hijo de puta con las manos en la masa. Se detuvo un instante para tomar una tubería de un metro de longitud de una montón de chatarra. No tenía sentido arriesgarse. Hasta una rata acorralada podía ofrecer resistencia y luchar. El roce del metal contra el metal levantó un gran estrépito, que resonó en las paredes del pozo. Su presencia había sido anunciada, así que corrió al otro lado de la excavadora, con su arma en alto y vociferando un desafío.

Alguien yacía sobre el suelo. DeVerne podía ver sus zapatos emergiendo de una nube de oscuridad. En el interior de aquella nube —o creándola, DeVerne no podía estar seguro— se agazapaba otra figura.

Volvió a gritar. La figura se incorporó y se volvió, envuelta en la oscuridad.

No se dio cuenta de que el otro se había movido hasta que la tubería le había sido arrancada de la mano. Apenas tuvo tiempo de levantar la otra mano en un fútil intento por salvar su vida.

¡No puede existir tal cosa! Gimió en silencio mientras moría.

sep

La mañana del miércoles, con un titular de diez centímetros de altura, el periódico sensacionalista anunciaba:

«UN VAMPIRO ACECHA EN LA CIUDAD»