XI

EL REGRESO DE CLARENCE

—¿Por qué me miras tan fijamente? —Laha entornó los ojos mientras tomaba un sorbo de su cerveza y se pasaba la lengua por los labios—. ¿Acaso no quieres olvidarte de mi cara?

Clarence bajó la vista, un poco avergonzada, y él le dio una palmadita en el brazo.

—Te prometo que buscaré alguna excusa para que la empresa me envíe a Madrid. ¿Cuánto hay de Madrid a Pasolobino? —Miró el reloj—. Iniko está tardando mucho. ¿Dónde habrá ido?

—A Baney —respondió ella con voz apagada—. A recoger a Bisila.

No se sentía muy habladora esa noche.

—¡Ah! —Laha se rio—. ¡Ya sabes tú más que yo!

Estaban sentados en una terraza junto al puerto viejo de Malabo. Hacía una noche espléndida, la más hermosa de todas en esas semanas.

Como si los cielos se hubieran esmerado en ofrecerle una despedida que no pudiera olvidar, pensó Clarence.

Miró a Tomás. También a él lo echaría de menos. Rihéka, Köpé y Börihí se habían ido hacia un rato y Melania no había acudido a la sencilla fiesta de despedida que le habían preparado, y eso que ya había regresado de Luba. Nadie hizo ningún comentario sobre la ausencia de la muchacha, una ausencia que ella agradeció porque no hubiera podido mirarla a los ojos después del viaje con Iniko, y no tanto por arrepentimiento como por los celos de saber que sería Melania quien disfrutaría de él en cuanto ella desapareciera de la isla.

—Lo siento mucho, pero me tengo que ir ya —dijo Tomás, levantándose para acercarse a Clarence—. Si alguna vez vuelves, ya sabes…

Carraspeó para apartar la emoción que sentía y se limpió las gafas con un extremo de su camiseta.

—… Me llamas y te llevaré adonde quieras.

—¿También al cementerio? —bromeó ella.

—También. ¡Pero te esperaré en la puerta!

Los dos sonrieron. Tomás cogió una mano de Clarence, la estrechó entre las suyas y se la llevó al corazón al modo bubi.

Clarence permaneció de pie hasta que desapareció de su vista. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no romper a llorar. Se sentó y tomó un largo trago de su bebida.

—Odio las despedidas —dijo.

—Bueno, las despedidas de ahora ya no son como las de antes —comentó Laha con la clara intención de animarla—. Internet ha terminado con muchas lágrimas.

—No es lo mismo —alegó ella, pensando más bien en Iniko. Laha estaba acostumbrado a viajar por el mundo y a disfrutar de las ventajas de la tecnología, pero su hermano no. Dudaba mucho de que lo volviera a ver, a no ser que ella regresara a Bioko.

—Menos es nada —rebatió él, echando hacia atrás un largo mechón rebelde de su cabello rizado.

Clarence lo miró con cierta envidia. Laha derrochaba un optimismo contagioso. ¡Ojalá pudiera pasar más días con él! Bueno…, con él y su familia. No sabía cómo explicarlo, pero tenía la sensación de que había estado muy cerca de descubrir algo. Apenas había tenido tiempo para pensar con serenidad en las palabras de Simón y en el detalle de que Laha, como muchos otros, también se llamase Fernando. Ni la impetuosidad de Iniko, ni sus frustrados avances en la investigación, ni siquiera su rechazo hacia el hijo de Mamá Sade, le habían hecho olvidar el motivo inicial de su viaje. ¿Y si esa fuese la última ocasión para preguntarle a Laha en persona por su infancia…? Decidió contarle su encuentro con Simón, omitiendo el descubrimiento de que Bisila había conocido a su padre.

—¿Simón? —se extrañó él—. Me suena su nombre de oídas, pero yo no lo conozco. La verdad es que yo sé bien poco de Sampaka. De niño me llevaba mi abuelo y de mayor habré estado un par de veces con Iniko. Ya te dije que mis primeros recuerdos eran del colegio, aquí, en la ciudad.

—Pensé que como habías nacido allí…

—No. Yo nací en Bissappoo. Mi madre había subido a pasar unos días con su familia en el poblado y a mí me entraron ganas de llegar al mundo antes de tiempo.

Clarence se quedó de piedra. Había dado por sentado que ambos hermanos habían nacido en Sampaka.

—Vaya…

Laha entornó los ojos.

—Parece como si te desilusionara…

—No. Lo que pasa es que he conocido más cosas de este lugar de las que nunca pude imaginar, pero me hubiera gustado saber más de la vida en Sampaka en la época en que mi padre vivió allí. Por lo visto, el único que se acuerda de mi familia es Simón. Y a tu madre —añadió con un punto de reproche— no le gusta recordar su vida allí.

—No sé por qué no le gusta hablar de Sampaka, Clarence, pero estoy seguro de que si se acordara de tu padre te lo hubiera dicho.

Clarence sacudió la cabeza. Había visto demasiadas películas. Probablemente había establecido una relación infundada entre su familia y Bisila. Y, en cualquier caso, si hubiera algo de verdad en todo ello, la única forma de seguir adelante sería, además de torturar a preguntas a su padre, que se cumpliera la propuesta de Laha de visitarla en España. En Bioko ella ya no podía hacer más.

—¿Una última 33? —sugirió Laha, poniéndose en pie.

—Sí, por favor.

«Lo malo de las despedidas es que antes de irte ya empiezas a echar de menos cosas tan nimias como una cerveza», pensó.

En ese momento, llegó Iniko y se sentó a su lado. Llevaba una bolsa de plástico en la mano.

—Perdona que llegue tan tarde —dijo, con un guiño—. No había forma de salir de aquella casa. Toma. Mi madre me ha dicho que te diera esto.

Clarence abrió la bolsa y sacó un sombrero esférico de tela y corcho.

—¿Un salacot? —preguntó, observando el objeto con extrañeza. Parecía desgastado y tenía un desgarro en una parte del aro rígido.

—Ha dicho que te gustaría porque una vez perteneció a alguien como tú. —Levantó las palmas hacia ella—. No me preguntes, porque yo tampoco lo entiendo. Bueno, y también me ha repetido varias veces que lleves sus mejores deseos allá donde vas de su parte, que alguien los aceptará.

—¿Es una fórmula de despedida bubi o algo así?

—No estoy seguro. Muchas veces mi madre es un misterio hasta para mí.

Clarence guardó el salacot. Al poco tiempo, llegó Laha con dos cervezas.

—¿Tú no quieres? —preguntó Clarence.

—Me voy ya. Mañana tengo que madrugar mucho. —Ella percibió la mentira en su voz y agradeció su comprensión. Laha tenía claro que, esa última noche, a Iniko y Clarence les sobraban todos los demás.

Clarence se levantó para darle un fuerte abrazo y de nuevo se le llenaron los ojos de lágrimas, por culpa de las cuales la última imagen que tuvo de Fernando Laha, caminando por el ancho y desvencijado paseo marítimo de Malabo, junto al puerto viejo donde décadas atrás los sacos de cacao de Sampaka partían rumbo al resto del mundo, fue borrosa.

El avión aterrizó en Madrid a la hora prevista. Un taxi la llevó a la estación de tren. Tres horas más tarde, Clarence llegó a Zaragoza, aturdida por el rápido cambio de escenarios, que en pocos meses aún sería mucho más drástico con la puesta en marcha del primer tren de alta velocidad entre ambas ciudades. Había dejado el coche en el garaje del apartamento que tenía alquilado en la ciudad. Estaba cansada, pero en un par de horas largas podía llegar a su pueblo. Rechazó la idea. Necesitaba más tiempo de transición. La cama que había compartido con Iniko en el hotel de Malabo la noche anterior se convertiría en su cama de Pasolobino en un solo día. No podía ajustarse tan rápidamente a semejante cambio. No podía pasar en unas horas de los brazos de Iniko y de la exuberante frondosidad de la isla a las abruptas montañas de su valle. Por un instante, envidió los largos viajes en barco de principios y mediados del siglo anterior. Los largos días sobre el mar tenían por fuerza que permitir que el alma se recompusiera. Era posible ir olvidándose de lo vivido y prepararse para la siguiente etapa del viaje de la vida.

Decidió pasar la noche en Zaragoza. Necesitaba estar sola, aunque solo fuera por unas horas. Tal vez por la mañana viera las cosas de otra manera.

Tumbada en la cama de su apartamento, con los ojos cerrados, agotada por el viaje y con la piel libre ya de la pegajosidad que le había acompañado las últimas semanas, no podía conciliar el sueño. Iniko insistía en existir a su lado, sobre ella, debajo de ella.

¿Por qué se había sentido atraída por él y no por Laha? ¿No hubiera sido más fácil una relación con alguien cuya vida era más parecida a la suya? Además, objetivamente, Laha era más atractivo que su hermano, y más joven. Su conversación era inteligente y educada. Estaba acostumbrado a viajar y a tratar con gente diferente…

Pero no, ¡tenía que fijarse en Iniko! Esbozó una sonrisa irónica. Igual los espíritus que impregnaban cada centímetro de la isla habían tenido algo que ver. O igual todo era más sencillo y la casualidad simplemente se había encargado de emparejar a dos almas gemelas. Había un punto de absoluta convergencia entre Iniko y ella: él jamás viviría en otro sitio que no fuera Bioko, y ella nunca podría vivir lejos de Pasolobino, por más que le garantizasen la misma intensidad de los últimos días para el resto de su vida. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Ser consciente de esa verdad le producía una honda tristeza, porque las cadenas que los ataban a sus respectivos mundos, libremente aceptadas, no podían ser rotas ni por el amor ni por la pasión.

Quizá si Iniko y ella hubieran sido más jóvenes, el momento de su despedida en el aeropuerto, fundidos en un silencioso y profundo abrazo, habría estado adornado de gran dramatismo. O quizá, si ambos hubieran sido obligados a separarse por circunstancias ajenas a ellos, la amargura les acompañaría el resto de sus vidas. Sin embargo, un amor razonado, una pasión consentida y una separación aceptada habían forjado otro tipo de drama muy diferente, el de la resignación, más cruel si cabe, pensó, mientras enjugaba sus lágrimas con un pañuelo, porque consigue que pases por la vida permitiendo que nada te afecte demasiado, evitando que nada se vuelva tan doloroso como para no poder resistirlo, y soportando con conformidad las situaciones adversas.

¡Cómo añoraría a ese hombre…! Iniko poseía la fuerza de las olas de la playa de Riaba, la majestuosidad y el ímpetu de las lenguas de espuma de los saltos de Ilachi, que caían cientos de metros por las paredes verticales del bosque de Moka, el brío de la cascada de Ureka, y el ardor de una tormenta tropical sobre los penachos de las palmeras. Echaría de menos esas cualidades, sí. Pero, sobre todo, lamentaría la ausencia de la inquebrantable solidez de ese guardián de la isla, fiel heredero bubi del gran sacerdote, abba möóte, a cuyos pies ella había depositado una pequeña ofrenda a cambio de un gran deseo.

Ella todavía era muy joven. A buen seguro, a lo largo de su vida germinarían muchas semillas, con o sin ayuda de la intervención de los dioses. ¿Pero sería lo suficientemente valiente a la hora de recoger los frutos o permitiría que se estropeara la cosecha?

Todos estos pensamientos recurrentes la acompañaron hasta que, al día siguiente, aparcó el coche en el patio exterior de Casa Rabaltué.

La primera que salió a recibirla fue su prima. La abrazó muy fuerte y le preguntó:

—¿Qué, Clarence? ¿Ha sido todo como te esperabas? ¿Tenían razón nuestros padres?

—Pues aunque te parezca increíble, Daniela —respondió Clarence—, había mucha vida más allá de Sampaka y de las fiestas de Santa Isabel…

Cuando entró en casa, tanto la agradable sensación de familiaridad como la inquietante certidumbre de que sus dudas sobre la posible existencia de su hermano ya solo podrían ser resueltas en Pasolobino entraron en conflicto con el pequeño atisbo de indiferencia y rechazo que la recién aparecida nostalgia por Bioko intentaba anidar en su corazón.

—¡A saber qué habrás comido todas estas semanas! —Carmen no hacía más que rellenar el plato de su hija.

—¿Has comido tortuga? —quiso saber Daniela—. ¿Y serpiente?

—Pues la carne de serpiente —se adelantó a contestar Jacobo— era bien sabrosa y tierna. Y la sopa de tortuga, un manjar. ¿Verdad, Kilian?

—Casi tanto como el guiso de mono —respondió Kilian, con un leve matiz de burla en el tono.

—¡Clarence! —Daniela abrió sus enormes ojos marrones—. No me creo que aún coman esas cosas y que tú las hayas probado.

—He comido sobre todo pescado, muy bueno, por cierto. Y me encantó la pepe-sup.

Jacobo y Kilian se rieron.

—¡Veo que os acordáis de la sopa de pescado picante! —Ellos asintieron—. En fin, y mucha fruta, papaya, piña, banana…

—¡Ah, el plátano frito de Guinea! —exclamó Jacobo—. ¡Eso sí que era delicioso! En Sampaka teníamos un cocinero camerunés que preparaba los mejores plátanos…

Clarence dudó de que pudiera narrar su viaje de manera ordenada. Aquella noche, todos estaban contentos y expectantes. Por fin, Kilian adoptó un tono serio para preguntarle cómo había encontrado todo aquello y ella pudo hablar unos minutos sin que nadie interviniera o comentase algo. Les contó las anécdotas más generales y amenas, los lugares de interés turístico que había visitado y resumió aspectos curiosos de lo que había aprendido de la cultura bubi. El maravilloso recorrido por la parte este de la isla quedó reducido a los nombres de los poblados que había visitado en compañía —mintió— de un par de profesores de la Universidad de Malabo que la ayudaron en su labor de campo.

De manera deliberada, reservó para el final sus visitas a Sampaka. Describió cómo estaba la finca y cómo se seguía produciendo el cacao. De repente, se dio cuenta de que había mucho silencio a su alrededor. Daniela y Carmen la escuchaban atentamente. Jacobo jugueteaba con un trozo de pan carraspeando continuamente, como si tuviera algo en la garganta. Y Kilian mantenía la vista fija en el plato.

Clarence comprendió que su relato ya los había transportado a otro lugar y entonces decidió contarles lo que para ella era uno de los puntos estelares de su narración:

—¿Sabéis lo que más me llamó la atención de toda mi estancia en Bioko? Todavía hay alguien que coloca flores sobre la tumba del abuelo Antón.

Carmen y Daniela emitieron un sonido de sorpresa.

Jacobo se quedó paralizado.

Kilian levantó la vista y la clavó en los ojos de su sobrina para asegurarse de que no mentía. Ella se dirigió a los hombres:

—¿Tenéis alguna idea de quién podría ser?

Ambos negaron con la cabeza, pero tenían el ceño fruncido.

—Pensé que tal vez Simón… —Sacudió la cabeza—. Pero creo que no, no es él.

—¿Quién es Simón? —preguntó su madre.

—Tío Kilian, en Sampaka conocí a un hombre ya mayor que dijo haber sido tu boy durante los años que pasaste allí.

Le pareció que a Kilian se le empañaban los ojos.

—Simón… —susurró.

—¡No me digas que no es una casualidad! —exclamó Jacobo, con voz forzadamente jovial—. ¡Simón sigue vivo y sigue en Sampaka! Pero ¿cómo diste con él?

—En realidad, fue él quien me reconoció a mí —explicó ella—. Dijo que me parecía muchísimo a vosotros.

Se acordó de que a Mamá Sade también su rostro le había resultado familiar, pero no dijo nada. «Todavía no —pensó—. Más adelante».

—Bueno, y nos presentó un hombre que lo conocía de haber trabajado en la finca. Se llamaba…, se llama Iniko. —Su nombre le salió con un hilo de voz. Ya se había convertido en un personaje de su relato. Ya no era de carne y hueso.

Jacobo y Kilian intercambiaron una rápida y significativa mirada.

—Iniko… ¡Vaya nombre más extraño! —comentó Daniela—. Muy bonito, me gusta, pero es extraño.

—El nombre es nigeriano —aclaró Clarence—. Su padre trabajó en Sampaka en la época en que vosotros estuvisteis. Se llamaba Mosi.

Kilian apoyó el codo sobre la mesa y se sujetó la cabeza con una de sus enormes manos como si de repente le pesase mucho. Jacobo cruzó ambas manos a la altura de su cara para ocultar el gesto de sorpresa que su boca empezaba a trazar. Ambos estaban muy tensos.

—¿No os suena? —preguntó Clarence.

—¡En la finca había más de quinientos trabajadores! —bramó su padre—. ¡No pretenderás que nos acordemos de todos ellos!

Ella se quedó muda ante su desmedida reacción, pero se repuso enseguida.

—Ya sé que erais muchos —se defendió en voz alta, irritada por la respuesta de su padre—. Pero ¿a que os acordáis de Gregorio, de Marcial, de Mateo, de Santiago…? ¡Supongo que de ellos sí!

—¡Vigila ese tono, hija! —Jacobo sacudió un dedo en el aire—. Pues claro que nos acordamos de ellos, eran empleados como nosotros.

Se detuvo e hizo un gesto de extrañeza.

—Por cierto, ¿cómo has conseguido sus nombres?

—Pude ver los archivos de la finca. Encontré vuestras fichas y la del abuelo. Ahí están todavía, con los historiales médicos. Por cierto, papá…, no sabía que habías estado varias semanas ingresado. Tuvo que ser algo grave, pero no ponía qué.

Carmen se giró hacia su marido.

—No sabía yo eso, Jacobo. ¿Por qué no me lo habías contado?

—¡Por favor! ¡Ni yo mismo me acordaba! —Cogió la botella de vino para servirse y la mano le tembló. Miró a Kilian con la esperanza de que interviniera.

—Sería aquella vez que te dio un fuerte ataque de malaria, cuando la fiebre no te bajaba con nada y nos tuviste preocupados. —Kilian sonrió a Clarence—. Cada dos por tres caía alguno. Me sorprende que guardaran constancia de algo tan frecuente.

Clarence miró a las otras mujeres. ¿Solo ella había percibido que mentían? Por lo visto, sí. Carmen, satisfecha con la explicación, se levantó para servir el postre. Y Daniela aprovechó para cambiar de tema.

—¿Dónde están los regalos que nos has traído? —preguntó con voz cantarina—. Porque nos has traído regalos, ¿verdad?

—Eh, ¡claro que sí! —Clarence no se resignaba a dar por finalizado su primer ataque, y eso que le quedaba la parte más difícil.

—Una cosa más antes de ir a buscarlos… —Titubeó unos instantes—. Simón no fue el único que me reconoció.

Kilian bajó la barbilla y arqueó una ceja.

—En un restaurante se me acercó una mujer que iba acompañada de su hijo… —Se detuvo antes de pronunciar la palabra mulato—. Estaba convencida de que le recordaba mucho a alguien de su juventud. Todo el mundo la llama Mamá Sade…

—Sade… —repitió Daniela—. ¿Todos los nombres en Guinea son así de bonitos? Parece el nombre de una hermosa princesa…

—Pues de eso no le queda nada. —Clarence hizo un gesto de desagrado—. Era, bueno, es una mujer vieja y desdentada con aspecto de bruja.

Centró de nuevo la atención en los hombres, que la miraban impertérritos. Pasaron varios segundos. Nada. No movieron ni una ceja, con lo cual su curiosidad aumentó. ¿No hubiese sido más lógico un gesto de extrañeza o una rápida negación?

—Supuse que me había confundido con otra persona, pero lo cierto es que ella insistió en saber el nombre de mi padre.

Kilian se aclaró la garganta.

—¿Y se lo dijiste?

—Eh, no. Le dije que había muerto.

—Vaya, muchas gracias —comentó Jacobo en un tono forzadamente jocoso que hizo sonreír a Carmen y Daniela—. ¿Y por qué hiciste eso?

—Pues porque no me gustó nada esa mujer. Me contaron que había sido prostituta en la época colonial y que le había ido tan bien que se había convertido en una empresaria de éxito en ese negocio. Y que… —tosió—, que se había enamorado de un blanco del que se quedó embarazada y… —volvió a toser— él la abandonó. Por eso no quiso tener más hijos.

—¡Menudo sinvergüenza! —Carmen frunció los labios—. Aunque claro, si dices que era prostituta… Me puedo imaginar el tipo de hombres con los que se juntaría…

Clarence apuró su vaso de vino.

—Mamá, supongo que muchos de sus clientes serían los empleados blancos de las fincas… Podrían ser… —Se detuvo al ver la mirada amenazante de su padre.

—Ya vale, Clarence. Es suficiente.

Carmen dio por concluido el tema:

—¿Y esos regalos, hija?

Clarence se levantó. De camino a su habitación maldijo por lo bajo su mala suerte. No había forma de avanzar lo más mínimo. Hubiera jurado que ni Jacobo ni Kilian decían toda la verdad. Ni Carmen ni Daniela habían mostrado signos de extrañeza, pero ella tenía claro que ocultaban algo. ¿Cómo iba a descubrir nada si nadie le daba respuestas?

De acuerdo, el nombre de Sade no significaba nada para ellos. A ver qué pasaba con el de Bisila. Seguro que tampoco se acordaban de ella, igual que ella no se acordaba de ellos. ¡Qué mala memoria parecía tener todo el mundo de repente! Cogió varias bolsas de su habitación y regresó con paso decidido al comedor.

Después de que todos abrieran los paquetes y comentaran sobre los animales tallados en madera, los bastones de caoba, las figuritas de ébano, los amuletos de marfil, los collares de conchas y piedras, las pulseras de cuero, y el precioso y colorido traje de fiesta que había elegido para Daniela, Clarence abrió la bolsa que le había entregado Iniko de parte de Bisila y extrajo el salacot.

—¡Por cierto! ¡Un último regalo! —anunció, poniéndose el sombrero de tela y corcho en la cabeza—. La madre de Iniko me dio esto. Un día me invitó a cenar a su casa. Estaban Iniko, su hermano Laha, bueno, Fernando Laha, y ella. Se llama Bisila, una mujer encantadora. Trabajaba en Sampaka, de enfermera, en vuestra época…

Hizo una pausa. Nada. Ni un comentario.

—¡Ah! Y pidió que transmitiera sus mejores deseos a quien le diera el salacot. ¡Podría ser de cualquiera de vosotros! Me hizo mucha ilusión. ¡La verdad es que ya es casi una antigüedad!

Se quitó el sombrero y se lo entregó a Daniela, que se lo colocó, se lo quitó, lo observó con curiosidad y se lo pasó a Carmen, que hizo lo mismo.

Kilian no apartaba la vista del objeto. Tenía los labios apretados con fuerza y su respiración parecía forzada. Carmen se lo entregó a Jacobo. A Clarence le pareció que a su padre le temblaron las manos cuando se lo cedió rápidamente a su hermano, como si no quisiera sentir el tacto del objeto. ¿Eran imaginaciones suyas o había entrecerrado los ojos en un gesto de dolor? Al contrario que Jacobo, Kilian se entretuvo acariciando el salacot con una extremada delicadeza. Sus dedos repasaban una y otra vez la muesca en el aro rígido. De repente, se levantó y susurró:

—Perdonadme. Es muy tarde y estoy muy cansado. Me voy a la cama. —Miró a su sobrina unos segundos con expresión abatida—. Gracias, Clarence.

Salió del comedor con paso lento y apesadumbrado. A Clarence le pareció que había envejecido en cuestión de minutos. Nunca pensaba en los hombres de casa como en personas que se aproximaban al último periodo de su vida. A Kilian le pesaban los hombros y los pies. Toda la fortaleza que solía transmitir había desaparecido.

Los demás permanecieron en silencio. Clarence lamentó haber provocado esa situación. Agachó la cabeza. Su curiosidad estaba pasando por encima de los sentimientos de los demás. Se sintió un poco culpable. Su madre extendió un brazo y la cogió de la mano.

—No te preocupes, Clarence —dijo con dulzura—. Se le pasará. Esta noche has abierto la caja de los recuerdos.

Se giró hacia su marido.

—Pasasteis muchos años en Guinea y hace mucho tiempo de eso. Es normal que os pongáis tristes.

—Siempre pasa lo mismo cuando hablamos de Guinea. —Daniela suspiró—. Al final, lo mejor será no tocar el tema.

Jacobo sacudió la cabeza.

—¿Y a ti qué, Clarence? —preguntó, intentando mostrar un interés que su hija creyó percibir que ya no sentía—. ¿Se te ha metido África en el cuerpo?

Clarence se sonrojó hasta la raíz del pelo.

La inusualmente fría primavera dio paso al verano. El valle de Pasolobino se llenó de turistas que huían del calor de la tierra baja. A finales del mes de agosto tuvieron lugar las últimas fiestas en honor al santo patrón con las que, en épocas anteriores, el pueblo celebraba el fin de la cosecha y se despedía del buen tiempo hasta el año siguiente.

Clarence se asomó a la ventana. Una banda de música asomó por la esquina y se detuvo ante su patio. El ruido de las trompetas y tambores retumbaba en la calle, engalanada con pequeñas banderitas de colores que colgaban de las fachadas de las casas. Las pobres se tenían que enfrentar a los embates del aire y a los niños que saltaban para arrancarlas. Tras los músicos, muchos niños y jóvenes bailaban con los brazos en alto emitiendo gritos de alegría. Dos chicas se acercaron a la puerta con un gran cesto en el que Daniela introdujo varios dulces y postres que todos los habitantes y visitantes se comerían después de la misa en honor del santo. Los músicos terminaron la pieza y Daniela les ofreció un vasito del delicioso vino de la cuba especial de la bodega de Casa Rabaltué.

Clarence sonrió. Daniela siempre decía que las fiestas de pueblo eran tan rancias como ese vino que pasaba tanto tiempo dentro del barril, pero luego era la primera en colaborar en todas las actividades y la que más aplaudía después de las actuaciones. La música comenzó a alejarse hacia un nuevo destino. Daniela corrió escaleras arriba. Cuando se juntó con Clarence le brillaban los ojos.

—¿A qué esperas para vestirte? La procesión no tardará en empezar.

Como mandaba la tradición, cada año, varios hombres portaban el santo a hombros por las calles del pueblo seguidos de hombres, mujeres y niños ataviados con el traje típico del valle. Una vez terminada la procesión, la figura del santo permanecía en la plaza un rato, en el que los vecinos le dedicaban un baile, y luego volvía a la iglesia hasta el año siguiente. El traje tradicional constaba de tantas enaguas, faldas, lazos y cordones que Clarence necesitaba casi una hora para ponérselo. Y luego estaba el complicado moño, los alfileres, los pañuelos de cuello y cabeza, el aderezo… Por primera vez en su vida, le entró pereza.

—Y tú, Daniela —preguntó un año más—, ¿a qué esperas para hacerte uno?

—¿Yo? A mí estas cosas no me van mucho. Pero me encanta que tú te lo pongas. —Se encogió de hombros mientras sonreía—. Por cierto, ¿a quién tendrás de pareja este año en el baile?

—Ya encontraré a alguien.

Clarence cerró los ojos y se imaginó a Iniko a su lado, vestido con estrechos pantalones oscuros, camisa blanca con las mangas dobladas encima del codo, fajín ajustado a la cintura, chaleco y un pañuelo en la cabeza. «¿Qué cara pondrían los espectadores?», pensó con cierta malicia. Su enorme cuerpo sobresaldría de entre todos los participantes del corro de parejas, saltando y girando al son de las castañuelas adornadas con cintas de colores. Se mordió el labio inferior y disfrutó unos segundos de esa imagen que difícilmente podría reemplazar a la de aquella noche de baile en una discoteca de Malabo. Desde que había estado con él, encontraba defectos en todos los hombres. Ninguno tenía su magnetismo cautivador. Ninguno.

—Siempre puedo recurrir a nuestros primos solteros…

—Hombre, queda mal decirlo, pero hay alguno que no está nada mal. Y visto el panorama, igual tenemos que volver a las costumbres de antes. ¿Sabes si ahora aún hace falta bula papal para casarse con un primo?

—¡Pero qué tonterías dices! —se rio Clarence—. ¡Anda, vámonos ya!

—Espera un momento… —Daniela dio los últimos retoques al peinado—. ¿Has visto que te han salido varias canas? Dicen que aparecen cuando tienes preocupaciones.

«No me extraña», pensó Clarence.

Las semanas pasaban y no había hecho ningún progreso. Jacobo y Kilian evitaban el tema de Guinea y ella no se atrevía a ser directa. Hacía un mes que Julia estaba en Pasolobino de vacaciones y solo se habían visto en un par de ocasiones en las que Clarence había incidido en el tema de su viaje poniendo énfasis en las personas de Sade, Bisila, Laha e Iniko, pero, si su amiga sabía algo, había aguantado el tipo. Desde entonces, tenía la sensación de que la mujer la rehuía.

En más de una ocasión le había tentado plantarse frente a su padre y exponerle sus sospechas, pero luego se arrepentía. Había que tener pruebas concluyentes para desvelar un secreto familiar de esa índole. Y ella cada vez estaba más desorientada: la pista de Julia la había conducido a un callejón sin salida, de las palabras y reacciones de Jacobo y Kilian poco se podía deducir, y, por más vueltas que le daba, no conseguía descifrar el significado del vago comentario de Simón. Le había dicho que buscase una campana bubi si los ojos no le daban una respuesta. Vaya adivinanza… Así que había decidido tener calma y esperar a que el cielo le enviara una señal. Como si fuera tan sencillo…

—No dices nada, Clarence. —La voz de Daniela se abrió paso entre sus pensamientos—. Te he preguntado si te preocupa algo.

—Perdona. Es que últimamente he tenido demasiado tiempo libre. Cuando vuelva a trabajar se me pasará.

—Ya. También papá lleva varias semanas pensativo, y un poco apesadumbrado. ¿Lo has notado?

Clarence asintió. Kilian se pasaba las horas paseando por los campos y caminos cercanos a la casa o en su habitación. Después de cenar ya no se quedaba de tertulia con los demás. En realidad, ya no hablaba ni en la mesa.

—Nuestros padres se hacen mayores, Daniela.

—Sí. Esto de la vejez es complicado. Es una etapa de la vida en la que pasan dos cosas: o se agria el carácter, o se apaga. A tu padre le pasa lo primero, y al mío, lo otro. —Emitió un largo suspiro—. Bueno, esto ya está. Me ha quedado perfecto.

Después de la procesión y el baile, disfrutaron de una copiosa comida en Casa Rabaltué a la que acudieron tíos y primos de otros lugares. La sobremesa se alargó mucho por culpa del vino y de las conversaciones que se repetían año tras año: anécdotas más que sabidas, historias del pueblo y del valle, y comentarios sobre los antepasados y los vecinos. Clarence disfrutó de esa rutina anual con cierta melancolía porque le pareció una Casa del Pueblo en miniatura. De esa manera había aprendido ella lo que sabía de su pasado.

Hacia el final de la tarde, los comensales se levantaron por fin de la mesa para asistir a una actuación de cantos y bailes típicos de la región. Nada más sentarse, uno de los cantantes del grupo folclórico de guitarras, bandurrias y laúdes comenzó a interpretar con voz grave un precioso tema que caló hondo en el ánimo de Clarence. Agachó la cabeza y apretó los labios para evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas. El hombre repitió una vez más el estribillo: «Las plantas se reverdecen cuando llega el mes de mayo. Lo que ya no resucita es el amor que se muere; es el amor que se muere, cuando llega el mes de mayo».

Era capaz de ser paciente y esperar ese momento oportuno, que nunca llegaba, para resolver el misterio familiar, pero no podía dejar de pensar en Iniko. Habían pasado más de tres meses desde su regreso de Bioko. No se habían escrito. ¿Qué le hubiese contado? No se habían llamado. ¿Qué le hubiese dicho? Sabía que estaba bien por Laha, que le enviaba un correo electrónico puntualmente cada semana. Eso era todo.

—¿Qué te sucede, Clarence? —Daniela apoyó una mano en su brazo—. Y no me digas que nada porque no me lo creo. Has estado todo el día apática y triste. En realidad, estás así desde que volviste de África.

Se inclinó con la cabeza ladeada buscando la mirada de su prima.

—¿Dejaste a alguien abandonado por allí?

Clarence se resistía a hablarle de la existencia de un posible hermano por la misma razón que no lo hacía con Jacobo. No abriría la boca hasta que estuviera completamente segura. Buscó en su mente una respuesta lo bastante ambigua, tanto para calmar la preocupación como para frenar la curiosidad de su prima. Optó por que siguiera creyendo que había vivido un romance en tierras lejanas. Y, en realidad, no estaba mintiendo.

—Algo de eso hay, pero ahora no me apetece hablar de ello.

—De acuerdo —accedió Daniela—. Solo una cosa más. ¿Volveréis a veros?

—Ojalá.

Daniela frunció el ceño, pero no insistió más. Le dio unas palmaditas en el brazo y se concentró en la última pieza de la actuación, que el público agradeció con una gran ovación antes de disgregarse.

Las primas se dirigieron a la barra para pedir dos vasitos de ponche y de camino se toparon con Julia. Clarence aprovechó que Daniela se entretenía saludando a conocidos para sacar partido de esos momentos a solas con la mujer. Desde que había vuelto de Guinea, Julia siempre tenía prisa, lo cual le resultaba muy sospechoso. ¿Se habría arrepentido de haberle puesto sobre la pista —bastante inútil— de un posible familiar perdido? Por si se le volvía a escapar, decidió ir directa al grano:

—Julia, me gustaría saber si ese Fernando, mayor que yo, podría haber nacido en algún otro sitio como, por ejemplo, Bissappoo.

Al oír el nombre, Julia alzó la vista hacia ella de golpe. Quiso corregir su reacción, pero se dio cuenta de que ya era tarde y se sonrojó. Clarence sintió una nueva ilusión.

—Yo…

Julia se frotó la frente en actitud de duda. Clarence no tenía claro si su extrañeza se debía a que no sabía la respuesta, a que no quería admitir su posible error, o a que no esperaba que hubiera descubierto algo que sí sabía.

—Es posible que… —Se detuvo—. ¿Qué diferencia habría?

«¿Que qué diferencia habría? —pensó a gritos Clarence—. ¡Eso lo cambiaría todo! ¡Julia había dudado!».

—Simón me dio a entender que Jacobo conocía a Bisila —insistió la joven—. ¿Es cierto?

—No te diré nada más, te pongas como te pongas. —La voz de Julia fue tajante—. Si quieres saber más, habla con tu padre.

—Aquí tienes tu bebida, Clarence. —Daniela llegó hasta ellas del brazo de su tío y Clarence reprimió un juramento por la interrupción—. ¿Sabes que tu padre ha aguantado toda la actuación? ¡Con lo poco que le gustan estas cosas!

Julia se giró.

—¿Cómo estás, Julia? —preguntó Jacobo. Ambos dudaron cómo saludarse. Finalmente se dieron dos breves besos en la mejilla—. Cuánto tiempo sin verte.

—Sí, mucho. Parece mentira, con lo pequeño que es esto.

—Sí. —Jacobo carraspeó—. ¿Te vas a quedar mucho?

—La semana que viene vuelvo a Madrid.

—Nosotros también nos iremos pronto a Barmón.

—¿No estáis fijos aquí ahora que estás jubilado?

—Subimos y bajamos, como siempre. La costumbre… —Jacobo entornó los ojos, cruzó las manos a la espalda y volvió a carraspear—. Te veo muy bien, Julia. Como si los años no pasaran para ti.

Ella se sonrojó. Por un instante sopesó la posibilidad de que hubiera sido Jacobo y no Kilian quien hubiera enviudado como ella. ¿Quedaría algo de aquellas chispas que saltaban entre ellos cuando eran jóvenes? Se fijó en su abultado abdomen y levantó la vista hacia su cara surcada de arrugas.

—Muchas gracias, Jacobo —dijo con voz neutra—. Lo mismo digo.

Daniela rompió el breve silencio.

—Hola, papá. —Kilian se acercaba al grupo—. ¿Quieres que nos vayamos ya a casa? Pareces cansado.

—Ahora nos iremos. —Miró a Julia—. ¿Qué tal estás?

—No tan bien como tú.

Levantó la mano hacia otra persona apoyada en un coche a cierta distancia, al final de una pendiente.

—¡Un momento, ya voy! —gritó—. Lo siento, pero tengo que irme.

Se despidió de todos.

—Te acompaño hasta el coche —se ofreció Kilian.

Él le tendió el brazo para que no resbalara por la cuesta y comenzaron a alejarse.

—Me gustaría preguntarte algo. —Kilian se detuvo y la miró a los ojos. A pesar de las arrugas, Julia seguía siendo una mujer atractiva—. ¿Te ha contado Clarence su viaje a Guinea?

—Sí. Con bastante detalle.

Esperó a que él asimilara sus palabras. Las facciones prominentes de su rostro se habían ablandado con el paso de los años, y tenía alguna que otra mancha oscura en las mejillas y la frente, pero su porte, su voz y sus ojos verdes eran los mismos que cuando estaban en Fernando Poo. Recordó las largas conversaciones que mantenían en su juventud y lo afortunada que se sentía de considerarlo como un buen amigo. Creyó haberlo conocido bien, pero luego se había llevado una terrible decepción. ¿Cómo había podido vivir con eso toda la vida? No le hubiera sorprendido tanto de Jacobo, pero ¿de él? De él, sí.

—Se me saltaron las lágrimas por los recuerdos. —Su tono se endureció—. Me imagino que a vosotros también.

Kilian asintió.

—¿Te acuerdas, Julia, de lo que le irritaba a Manuel el jaleo que se llevaban los braceros y los bubis con sus creencias y sus espíritus? —Ella sacudió la cabeza mientras esbozaba una sonrisa nostálgica—. Después de tanto tiempo en la isla, a mí se me contagió un poco de todo eso. No sé cómo explicártelo, pero tengo el presentimiento de que algún día todo encajará.

Julia apretó los labios. Pasados unos segundos, dijo:

—No entiendo muy bien lo que quieres decir, pero espero que sea pronto, Kilian. ¿Cuántos años tenemos ya? Estamos más cerca de la tumba que de otra cosa.

—Te aseguro que yo no me pienso morir… —Vio que ella le lanzaba una mirada incrédula y cambió a un tono forzadamente bromista— hasta que llegue el momento. Mientras tanto, prométeme que te mantendrás al margen.

—¿Acaso no lo he hecho todos estos años? —repuso ella, ofendida. Miró hacia su amiga, que, junto al coche, mostraba su impaciencia señalando al reloj—. Perdóname, pero tengo que irme.

—Una cosa más, Julia. Una vez me dijiste que a veces las cosas son como uno quiere que sean. Me lo dijiste para sonsacarme por qué no quería regresar a Pasolobino después de la muerte de mi padre. Hicimos un trato. Yo te explicaba mis razones y tú me contabas un secreto que luego no me contaste.

A Julia se le empañaron los ojos. ¿Era posible que él recordase aquella conversación con tanto detalle? ¿Cómo le hubiera podido confiar que recién casada como estaba continuaba deseando a Jacobo?

—Sigo sin estar de acuerdo contigo, Julia. La mayoría de las veces las cosas no son como uno quiere que sean.

Julia parpadeó con fuerza para que las lágrimas no rodaran por sus mejillas. Bajó la vista y apretó el brazo del hombre.

—Cuando te lo dije era muy joven, Kilian. Ojalá pudiera volver a esos años con la experiencia que tengo ahora… —Suspiró profundamente y se alejó.

Cuando Kilian regresó a la plaza, los miembros de su familia, excepto su sobrina, se habían ido a casa.

—¿Todo bien, tío? —preguntó Clarence—. Me ha parecido que discutíais.

—¿Discutir yo? ¿Con Julia? Eso es imposible. Habrás interpretado mal nuestros gestos.

«Lo cual se está convirtiendo en mi especialidad», pensó ella.

Kilian se sujetó al brazo de la joven para comenzar a caminar de regreso a casa mientras las mismas banderitas de colores de todos los años ondeaban sobre sus cabezas.

Salvo por el peso del recuerdo de Iniko con el que cargaba su corazón, el pálpito de que la duda de Julia abría una nueva vía en su investigación, el semblante decaído de Kilian a pesar de sus débiles intentos de actuar con normalidad, y la actitud permanentemente malhumorada de Jacobo, a Clarence las fiestas del verano de 2003 le parecieron iguales que las anteriores.

Entonces no podía ni sospechar que al año siguiente faltaría un miembro de la familia.

El insistente viento otoñal del norte se encargó de despojar a los árboles de sus hojas con una agresividad inusual.

Carmen y Jacobo se instalaron en Barmón y, a diferencia de otros años, espaciaban cada vez más sus visitas al pueblo. Daniela tenía más trabajo de lo normal en el centro de salud y, con todo, se apuntó a un curso online sobre medicina infantil que le ocupaba todas las tardes. Kilian pasaba horas y horas haciendo leña para un fuego junto al que apenas se sentaba por las noches. Y Clarence, que, como las hojas de los árboles, no se encontraba precisamente en el momento más sosegado de su vida, se volcó de lleno en la elaboración de un par de artículos de investigación y en la preparación de las clases y cursos de doctorado que ese año tendría concentrados después de las navidades.

En esas estaba cuando la tarde más gris del mes de noviembre recibió un correo electrónico de Laha en el que anunciaba que tenía la oportunidad de visitar unas instalaciones de su empresa en Madrid a mediados de diciembre. Clarence emitió un grito de alegría y respondió rápidamente invitándole a pasar las vacaciones de Navidad con su familia en Pasolobino. Para su satisfacción, Laha aceptó, encantado.

Hasta el último minuto dudó si revelar la identidad de Laha, pero finalmente optó por decir a su familia que había invitado a un amigo especial —puso mucho énfasis en la palabra—, un ingeniero que había conocido en Guinea, a pasar las vacaciones en Pasolobino. Si él era la señal que estaba esperando, no quería perderse la reacción de Jacobo y Kilian.

A su madre le encantó la idea de tener —¡por fin!— a un amigo especial de Clarence disfrutando de sus guisos. Su padre protestó al otro lado del teléfono por tener que soportar a un extraño en unos días tan familiares y planteó por primera vez la posibilidad de pasar las navidades en el piso de Barmón. A Daniela le entró una gran curiosidad por conocer datos exactos del hombre que probablemente era el causante del mal de amores de su prima. Y Kilian salió por unos momentos de su ensimismamiento para mirarla con una expresión indescriptible en los ojos y no dijo nada, absolutamente nada. Simplemente, después de años, y ante el asombro silencioso de su sobrina, extendió la mano hacia la cajetilla de tabaco de Clarence, extrajo un cigarrillo, se inclinó sobre una de las cuatro velas de adviento que Carmen había colocado en el centro de una corona verde de pino, y se lo encendió.

Y en cuanto a Clarence, se sintió inmensamente feliz —aunque también muy nerviosa— por la posibilidad de tener cerca al hermano de su inolvidable Iniko.

¿O debería ir ya acostumbrándose a pensar en Laha como si fuera su hermano?