38.
Brianda no había estado nunca en Casa Cuyls. Recordaba haber pasado cerca en sus paseos a caballo con su padre cuando era niña, pero siempre habían evitado el estrecho camino en el límite entre Tiles y Besalduch que conducía a un bosquecillo de árboles que no habían sido podados en mucho tiempo. Oculta entre la maleza, se alzaba una casa de mediano tamaño con aspecto de estar abandonada. Las paredes que rodeaban la pequeña era mostraban tramos derruidos, en el suelo de piedra había muchos agujeros y en el tejado había zonas donde la ausencia de losas dejaba a la vista tablas y maderas.
Una profunda desazón la embargó. Esa sería su cárcel durante un tiempo indeterminado.
El carro se detuvo ante la puerta principal, cuya madera el sol había tornado gris. Los cuatro lacayos que las habían escoltado las obligaron a bajar de malas maneras y uno de ellos golpeó la aldaba. Al poco, un hombre grueso y sudoroso abrió la puerta, los hizo entrar a un patio oscuro y sucio y los guio por unas escaleras de piedra hasta el piso superior, donde un hombre desgarbado y tuerto parecía esperarlos ante una puerta que abrió enseguida para que entraran las mujeres. Luego cerró con llave.
La estancia era una habitación rectangular bastante grande pero oscura y fría con una chimenea de piedra al fondo. Brianda supuso que era la sala de la casa, pero no había ni muebles ni adornos en las paredes y una mancha mohosa cubría gran parte del techo. Le costaba imaginar que un hermano de su abuelo hubiera vivido en un lugar tan triste y desangelado. Probablemente en aquellos tiempos el fuego crepitara en el hogar y unos recios cortinajes cubrieran las ventanas, pero, tras la ausencia de Lida, casada en Aiscle con Medardo, y la de Jayme, nadie se había encargado de mantener Casa Cuyls con un mínimo de dignidad.
Un débil gemido atrajo su atención. Intercambió una mirada con Aldonsa y Gisabel y rápidamente cruzaron la sala hacia la chimenea, junto a la cual yacía un cuerpo sobre un montón de paja. Brianda soltó un grito y se arrodilló.
—¡Cecilia! ¡Dios mío! ¿Qué te han hecho?
Cecilia estaba irreconocible. Le habían cortado su preciosa melena negra y tenía el rostro hinchado y amoratado. Brianda quiso abrazarla, pero ella se quejó amargamente en cuanto la tocó. Aldonsa se arrodilló también y recorrió su cuerpo con sus manos.
—La han azotado y tiene un hombro dislocado —dijo mirando a su alrededor como si buscara algo.
—¿Qué necesitas? —preguntó Brianda.
—Algo para que muerda, pero no veo nada.
Brianda pensó unos instantes y se sacó uno de sus zapatos. Aldonsa hizo un gesto de asentimiento.
—He recolocado muchas patas de ovejas. Sé qué debo hacer.
—Ayúdanos, Gisabel —pidió Brianda, pero la mujer no se movió. El miedo la había trastornado. Se llevó las manos a la cara y se alejó de ellas.
Aldonsa tendió a Cecilia boca arriba, se puso en pie, esperó a que Brianda le introdujera el zapato en la boca y estiró del brazo con un golpe fuerte y seco. Los ojos de la gitana reflejaron un insoportable dolor y se desmayó. Aldonsa rasgó un largo trozo de tela de su saya y lo empleó para sujetar el brazo de la muchacha contra su cuerpo.
Brianda se tumbó junto a Cecilia, se abrazó a ella y lloró en silencio hasta que percibió que se despertaba.
—No podré resistirlo otra vez —gimió Cecilia con voz histérica—. No podré…
—No pienses ahora en eso… —murmuró Brianda débilmente, sintiendo que el ánimo y la fe la abandonaban. ¿Qué locura se había apoderado de ese lugar?
—Si vuelven diré lo que ellos quieran. —Cecilia comenzó a temblar y sollozar—. Lo que vi o no, lo que soñé, lo que hice… —Dio un respingo y miró a su alrededor aterrorizada—. ¿Ya es de noche?
Brianda acarició su brazo para tranquilizarla.
—Aún falta mucho, Cecilia. —Señaló hacia la única ventana de la sala, sin vidrio, por la que entraba el viento helado de febrero—. ¿Ves la luz de la tarde?
Cecilia suspiró aliviada y cerró los ojos.
—Solo quiero morirme… —dijo antes de quedarse dormida.
—¡Nos matarán a todas! —gimoteó Gisabel desde el rincón donde se había refugiado.
Brianda se incorporó y se sentó con la espalda apoyada contra la pared. Aldonsa cruzó la sala varias veces, se asomó a la ventana y por fin se sentó también. La viuda Bárbara permanecía cabizbaja y la anciana y desdentada Antona alternaba suspiros con canturreos y risitas.
Nadie les llevó comida ni agua durante horas. Ya hacía rato que la noche había extendido sus sombras por completo cuando la puerta se abrió y entraron los guardias. Cecilia se incorporó y se abrazó a Brianda. Uno de los hombres portaba una tea encendida y el otro un cubo de madera con agua y un pan seco. Dejó el cubo en el suelo y les lanzó el pan. El de la tea se acercó y aproximó la luz al rostro de las mujeres una por una, mostrando su desagrado ante lo que veía. Cuando llegó a Gisabel, dudó.
—¿Qué pasa que tardas tanto? —preguntó el de la puerta.
—Es la mujer de Remon.
—Pues déjala. Acaba de parir.
Entonces le llegó el turno a Brianda.
—Tú debes de ser la noble. Lástima. —Cogió a Cecilia del brazo y la levantó sin esfuerzo—. Nos valdrá contigo de momento.
Cecilia comenzó a arañarle mientras gritaba con todas sus fuerzas. Brianda se levantó y la imitó, aprovechando que el hombre tenía una mano ocupada sujetando la astilla ardiente, mientras pedía a las otras mujeres que ayudasen, pero ninguna de las cuatro se movió. Rápidamente el de la entrada tomó el cubo, se acercó y lanzó el agua sobre Brianda. Durante unos segundos, se quedó paralizada y entonces el hombre comenzó a golpearla hasta que cayó al suelo, donde continuó dándole patadas mientras la insultaba. Ella se hizo un ovillo para proteger su vientre y se quedó inmóvil. Por fin, los golpes cesaron, pero no los gritos de Cecilia mientras se la llevaban. Cerraron la puerta con llave y abrieron otra muy cerca. Las voces y los lloros se escuchaban justo al otro lado de la pared.
Brianda creyó enloquecer. No podía imaginar a qué acciones correspondían los ruidos metálicos, los chasquidos y los crujidos. No podía entender todas las palabras, las afirmaciones, las preguntas, las respuestas.
Pero lo que hizo que se tapara los oídos y comenzara también ella a gritar horrorizada fue la certeza de que la vida se escapaba del cuerpo de Cecilia mientras esos salvajes la torturaban primero y la vejaban después. A su querida Cecilia. A esa pobre gitana a quien ella una vez salvó de morir azotada para llevarla a ese lugar donde pensó que estaría segura y donde pensó que encontraría un hombre que la quisiera y que ahora se había convertido en el peor de los infiernos descritos en todos los pliegos de cordel y los sermones de fray Guillem.
Oyó los jadeos de los hombres. Primero uno y después otro. Luego un lamento agudo, desgarrador, enloquecido. Después, el silencio.
Poco después, la puerta se abrió y arrojaron el cuerpo de Cecilia dentro de la sala como si fuera el de un animal muerto a un muladar.
Brianda se acercó a gatas hacia ella y puso su mano sobre su cabeza. Solo eso. Fue incapaz de decirle nada para consolarla. No podía haber consuelo para lo que le habían hecho.
Pasaron las horas.
Brianda se despertó de golpe y se dio cuenta de que comenzaba a amanecer. Adormilada, dirigió su mirada hacia la ventana y lo que vio la asustó. Cecilia estaba sentada en el alfeizar, de espaldas al exterior. La miró con sus ojos oscuros, la única parte de su rostro hinchado que permanecía reconocible, y le dijo:
—La muerte no puede ser peor…
Se inclinó hacia atrás y se dejó caer antes de que Brianda pudiera reaccionar.
Cuando se asomó a la ventana, el cuerpo de Cecilia yacía inmóvil en medio de un gran charco de sangre.
Brianda perdió la noción del tiempo. Los días se sucedían entre continuos hipos, suspiros incesantes, risas histéricas, llantos, gemidos melancólicos y dolores de cabeza y vientre. La progresiva desaparición de las rayitas de luz que se colaban por las rendijas de las tablas que habían clavado en la ventana para evitar que otra imitara a Cecilia indicaba cuándo se acercaba la noche. Sin ningún aviso, la puerta se abría y se llevaban o traían a una o dos mujeres y las devolvían o no a la sala. Y a todas les cortaban el cabello. Brianda pronto comprendió que las que torturaban y no confesaban aquello que los carceleros deseaban eran las que regresaban, pero ignoraba qué sucedía con las que nunca más volvía a ver.
Aldonsa y Gisabel fueron las primeras en marcharse dos o tres días después de la muerte de Cecilia. Cuatro o cinco días más tarde se llevaron a las de Besalduch y llegaron otras cuatro. Por ellas supo que a las anteriores las habían enjuiciado y ahorcado inmediatamente después.
A Brianda no la tocaban, pero lo que veía y escuchaba era ya de por sí una tortura. No sentía un insoportable dolor en su propia carne, pero sí en su alma, convulsionada por el pánico profundo y el pavor de esa pesadilla en la que se había convertido su vida. Ahora que ya no le quedaban lágrimas que derramar, su cuerpo sufría de súbitas palpitaciones, temblores o escalofríos, de una permanente sensación de ahogo y de náuseas. Lo único que evitaba que se abandonase a la locura era un solo pensamiento en el que se cobijaba, acurrucada en el frío y áspero suelo.
No dejaba de pensar en Corso.
Rememoraba todos y cada uno de los gestos, caricias, palabras y momentos que había compartido con él, desde que lo conociera en Monçón. Aquella sombra oscura y desafiante que había espantado a los harapientos que la hostigaban a las puertas de la iglesia; aquel soldado alto y fuerte de cabello largo y negro, solitario y huidizo, que había enamorado su corazón hasta la sinrazón, se había convertido en su esposo y en el padre de su hijo Johan y del otro ser que se gestaba en su vientre. Recordaba cómo el mismo intenso escalofrío que había sentido al ver su rostro por primera vez había recorrido su espalda siempre que él la había tomado entre sus brazos, haciéndola temblar junto a él de noche y haciéndola gozar de su sólida presencia junto a ella de día. Era tal la devoción con la que evocaba sus recuerdos con Corso que estaba convencida de que los ruidos de cascos que oía cada noche provenían de su caballo. Cabalgaba en la oscuridad para acercarse lo máximo posible a esa cárcel; para decirle que la sacaría de allí, que nunca la abandonaría y que vengaría tanto horror y maldad.
Una mañana en la que se encontraba sola, la puerta se abrió y apareció Pere. Ya no quedaba ni un solo mechón rubio en su ahora canoso cabello y había perdido mucho peso. En menos de una década, se había convertido en un anciano. Brianda hizo acopio de todas sus energías para acercarse a él. Llevaba demasiados días sobreviviendo a base de restos de pan y tocino.
Pere la abrazó unos instantes en silencio antes de hablarle:
—He conseguido que por tu condición de noble el Concejo acepte no darte tormento. También he escrito al justicia del Reino exigiéndole que detenga este despropósito. Espero su respuesta en breve. No obstante, te someterán a juicio dentro de una semana, dos a lo sumo. Yo te defenderé.
Brianda apretó sus manos en señal de agradecimiento.
—¿Qué nos ha llevado a esto, Pere? —gimió—. ¿Qué le ha pasado al Tiles donde nací? ¿Por qué nadie detiene esta locura?
—Todos tienen miedo, hija mía. El Concejo ha aprobado penas para aquellos que presten auxilio a las acusadas.
—Entonces tú también estás en peligro por mí.
—De momento, sigo siendo alguien importante. Quien me preocupa es Corso.
Brianda se alarmó.
—¿Le han hecho algo?
—Está como loco. Ha amenazado públicamente con matar a quien se atreva a tocarte. Su actitud no beneficia ni al juicio ni a tu reputación. Ya se oyen voces sobre tu poder para haber nublado su entendimiento de tal modo que se atreve a desafiar al miedo y a la prudencia. Temo que lo acusen. Tienes que hablar con él y calmarlo.
—¿Ha venido? —Brianda gritó la pregunta. Inconscientemente se llevó las manos al cabello y se lo peinó con los dedos. Luego se arregló las ropas, sucias y arrugadas, y pasó las palmas de sus manos sobre ellas para alisarlas.
—Tenéis una hora. —Pere la besó en la mejilla, abrió la puerta para que entrara Corso y los dejó solos.
Brianda y Corso se miraron fijamente a los ojos durante mucho rato, como si ninguno se atreviera a acercarse; como si ambos deseasen dilatar la llegada del momento de la dicha del contacto para que el tiempo no comenzase a transcurrir hacia la despedida. Corso la miraba como un animal herido, con los dientes y los puños apretados, controlando la rabia y el desconcierto, incapaz de reaccionar ante el dolor que sentía al verla sucia, delgada, pálida y débil. Brianda lo miraba conteniendo las ganas de gritarle todo lo que había visto y oído, de contarle cómo había muerto Cecilia, de anunciarle que esperaba otro hijo, de suplicarle que la sacara de allí, de pedirle que le permitiera delirar entre sus brazos, como cuando la salvó de aquel precipicio…
Por fin, él recorrió la distancia que los separaba y la cobijó en su pecho, donde ella lloró en silencio.
—Pere me pide calma, Brianda. También Leonor. —Corso recorrió el cabello de ella con dedos desesperados, desde la nuca hasta la cintura—. ¿Cómo voy a tenerla estando tú aquí?
—Queda una semana hasta el juicio —murmuró ella tratando de no mostrar su desaliento, aunque era consciente de que en ese infierno siete días le parecerían siglos—. Debes cuidar de Johan. —Sintió una aguda punzada de dolor en el pecho al pronunciar el nombre de su hijo. No quería preguntar por él por no desfallecer de angustia.
—¡No puedo ni mirarlo! —rugió él—. Mi odio es tan profundo que ni su compañía me consuela. Me recuerda que eres tú quien debe estar a mi lado. —La voz se le quebró—. Quienes lucharon con tu padre y Nunilo ahora vigilan mis movimientos. Las palabras y amenazas de Jayme arredran a los que un día pelearon contra él. Actúa de modo que el pueblo tenga miedo y se ha erigido en el héroe salvador del mal que él mismo ha sembrado. No sabes cuánto me arrepiento de no haberlo matado antes, Brianda. Preferiría las galeras o la horca sabiéndote viva a que…
—¡Aún estoy viva! —le interrumpió Brianda. Recorrió los labios de él con las yemas de sus dedos mientras lo miraba con ternura—. Respiro. Me muevo. Te hablo. Te siento dentro de mí cada segundo que paso en este horrible lugar. —Recordó entonces las palabras que pronunció un día su padre y las repitió en voz alta—: Los de Lubich no nos humillamos fácilmente.
—Maldita Lubich… —masculló Corso—. Todo esto es por ella. Los que no murieron en las revueltas apoyando al conde tendrán ahora su merecido. —Su tono se volvió ligeramente despectivo—. También el conde está preso. ¿Quién se acuerda ahora de él? Nadie… Cobró por vender su tierra y morirá como un traidor al rey.
Brianda se mordió el labio inferior para refrenar los sollozos.
—No necesito más amargura, Corso —dijo con voz entrecortada—. ¿Dónde está tu fortaleza?
Corso la estrechó entre sus brazos. Sintió el cuerpo de Brianda frágil contra el suyo. Inclinó la cabeza y pegó sus labios a los de ella.
—Júrame que resistirás hasta el juicio —suplicó a su boca—. No pienses sino en mí.
Brianda entreabrió los labios y selló la promesa con un beso con el que le entregó su espíritu. Con cada succión le recordó el amor que sentía por él. Con cada pellizco de sus dientes le reveló cuánto lo necesitaba. Con cada presión de sus brazos sobre el cuello de él para que el beso se hiciera más profundo le confirmó que nada podría romper ese vínculo que los unía, como un cordón de plata invisible pero inquebrantable, porque el uno era el alma del otro, más allá de sus cuerpos mortales, que se pudrirían tarde o temprano bajo la tierra dura y fría de Tiles.