37.

—Quédate aquí. —Corso se vistió con lentitud y se ajustó el cinto que sujetaba su espada—. Bajaré a ver quién desea vernos.

Mientras descendía por la escalera de piedra que comunicaba las celdas con el patio del palacio abacial, Corso no podía frenar su intranquilidad. Solo se le ocurría pensar que algo malo había sucedido en Casa Anels.

Salió al exterior y se quedó paralizado. Una docena de hombres se habían apostado frente a la puerta liderados por Marquo. Corso reconoció a varios lacayos de la casa de Bringuer de Besalduch y al capitán real, Vardán, con su barba castaña recortada en punta, al mando de varios soldados. El abad Bartholomeu y varios frailes observaban la escena a una distancia prudencial. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, unas manos atenazaron sus brazos y lo empujaron contra la pared, mientras uno de los hombres apoyaba la punta de una espada contra su estómago.

—¿A qué viene esto? —gritó Corso mirando a Marquo con ira.

—Mera precaución para que me escuches con calma —respondió este acercándose—. Venimos en busca de Cecilia. Hemos sabido que pensabas llevártela.

—Es quien cuida de mi hijo.

—Entonces compartirás nuestra preocupación si te digo que el pequeño está en malas manos.

—¿Quién lo dice?

—Estabas ayer en el Concejo. Los nombres de los testigos son secretos. —Marquo indicó a los dos hombres que sujetaban a Corso que lo liberaran y que entraran en el edificio en busca de Cecilia—. Después os acompañaremos a vuestra casa. Has elegido mala fecha para emprender un viaje, Corso. Nadie debe salir de Tiles hasta que terminemos con lo que hemos comenzado. Y menos alguien de tu posición. Necesitamos buenos soldados para esta batalla.

Corso entornó los ojos.

—¿Y a qué señor me debo ahora?

Marquo se acercó más y susurró cerca de su oído:

—Mide tus palabras, Corso. Yo te conozco porque he luchado contigo, pero las cosas han cambiado. Ahora te debes a Dios. Repítetelo hasta convencerte y los de tu casa no tendréis problemas.

—No sé si tomarlo como una amenaza o mostrarte agradecimiento —dijo Corso entre dientes.

Marquo le sostuvo la mirada y Corso creyó percibir en ella una pincelada de desconcierto, como si la tarea que le habían encomendado superase su entendimiento, como si sus palabras tuvieran que ser fuertes ante los oídos de sus hombres por cuestión de su cargo en lugar de por una absoluta convicción. No pudo evitar sentir lástima por él. La única razón que se le ocurría para que Marquo hubiera actuado con tanta celeridad era que Alodia hubiera acusado a Cecilia y que fuera incapaz de enfrentarse a la terrible acción de su esposa.

Unos gritos interrumpieron su conversación. Enseguida aparecieron los dos hombres arrastrando a Cecilia, que lloraba y pataleaba para liberarse. Tras ella, Brianda, con el pequeño Johan desconsolado en brazos, suplicaba que la soltasen. En cuanto Brianda salió al exterior y comprendió la situación, se encaró con Marquo:

—¿Cómo puedes hacernos esto? —le increpó—. ¡Tú nos conoces mejor que nadie!

Corso pasó un brazo por su cintura y le dijo en voz baja:

—¡No digas ni una sola palabra más!

Brianda le lanzó una mirada furiosa y abrió la boca para replicar, pero Corso se le adelantó:

—No estamos en Monçón. Esta vez no sé cómo podremos salvarla.

Los ojos de Brianda se llenaron de lágrimas. Entregó a Johan a su padre con intención de acercarse a Cecilia, a quien le estaban atando las manos con una cuerda, pero Marquo le cortó el paso.

—Haz caso a tu marido, Brianda —le ordenó en un tono amenazante que ella nunca le había escuchado.

Entonces, Marquo se dirigió a la criada y en voz alta dijo:

—Cecilia, has sido denunciada por bruja y ponzoñera. Te han acusado de renegar de Dios y tomar al diablo por señor, adorándole y honrándole. Como juez ordinario del lugar de Tiles es mi obligación presentarte ante el tribunal del Concejo para responder de tus crímenes y delitos.

Varios frailes se persignaron y cuchichearon entre sí.

Marquo ordenó que montaran a Cecilia en uno de los caballos y emprendieran camino mientras ella gritaba, fuera de sí, con su rostro moreno cubierto de lágrimas y su largo cabello negro enmarañado:

—¡Eso es mentira! ¡Yo no he hecho nada! —Giró la cabeza y miró a Brianda—. ¡Señora! ¡No dejéis que me lleven!

—¿Adónde van? —preguntó Brianda ansiosa.

—La encerraremos en Casa Cuyls hasta que se celebre su juicio —respondió Marquo—. Prepara tus cosas. Ya le he dicho a Corso que os quedáis en Tiles.

Brianda se llevó las manos al pecho. Los gritos de Cecilia se oyeron hasta que ella y sus captores cruzaron el empinado puente de piedra. Luego se perdieron en la distancia. El ruido de los cascos de los caballos inquietos rompía el silencio del monasterio. De pronto, un susurro comenzó a forjarse en el bosque de los alrededores y llegó hasta ellos en forma de viento. En el horizonte, por encima y más allá de los árboles, se dibujaron unas pálidas nubes y el brillo de la hasta entonces clara y fría mañana perdió intensidad. Un sudor helado cubrió su cuerpo. Tiritando, Brianda deslizó una mano hasta su vientre. No le había dicho nada a Corso todavía porque quería esperar hasta la tercera falta, pero allí crecía su segundo hijo. El día anterior había temido que el largo viaje a caballo pudiera perjudicarle. Ahora presentía que una amenaza mucho peor se cernía sobre esa vida que crecía dentro de ella.

Corso se acercó y la tomó del brazo para guiarla al interior del edificio. Recogieron sus cosas, cargaron los caballos y se despidieron de Bartholomeu.

—Vos tenéis muchos años… —le dijo Brianda apenada—. ¿Ha existido aquí alguna vez la paz? ¿Recordáis algún tiempo pasado en que nadie de fuera nos envenenara la sangre?

El abad comprendió que se refería a la intromisión del rey en los asuntos del condado y a las predicaciones de fray Guillem. Sin embargo, con el rostro ceñudo, le respondió:

—Hija mía, el traidor de dentro es peor que el enemigo de fuera…

Brianda asintió. Le vino a la mente la imagen del rostro de Jayme de Cuyls, dueño ahora de Lubich. Y pensó también en el arresto de Cecilia por sus propios vecinos. Las palabras del abad no podían ser más ciertas.

Cabalgaron en silencio y poco antes del mediodía llegaron a Casa Anels. En la puerta, Marquo les dijo:

—Mañana domingo se espera a todos los vecinos en la iglesia. A todos. Daos por avisados.

Brianda se sujetó a la crin de su caballo y lo miró a los ojos.

—Te suplico que veles por que no le hagan daño a Cecilia…

Marquo tiró de las riendas y se alejó de ella.

Aquella noche, Brianda se despertó sobresaltada. Incapaz de retomar el sueño, se levantó, encendió una vela y se dirigió a la preciosa arquilla que le había regalado su padre. Corso se despertó, pero ella le convenció de que no pasaba nada y volvió a dormir. Con la llave que siempre pendía de su cuello, Brianda abrió el compartimento secreto y los papeles que había ido escribiendo a lo largo de los últimos años. Releyó aquellos fragmentos sobre los momentos más felices de su vida, que tenían que ver con Corso hasta que nació el pequeño Johan, y se emocionó al darse cuenta de que el amor que sentía por aquel soldado que había conocido por casualidad en las Cortes de Monçón no había hecho sino aumentar mes tras mes. Tomó una pluma, la untó en tinta y escribió:

¿Qué no haría yo por ti, Corso? Mataría y moriría. Condenaría mi alma. Todo mi ser está contigo, ahora y siempre…

Contempló el cuerpo de su esposo sobre el lecho un largo rato y luego guardó los papeles y el relicario de flores de nieve en el único lugar donde nadie, ni siquiera él, podría encontrarlos. Dudó si ocultar también el anillo de Lubich, pero no lo hizo.

Necesitaba la fuerza de todos sus antepasados para seguir adelante sin miedo.

A la mañana siguiente, Brianda, Corso y Leonor acudieron a la iglesia acompañados de los criados de Casa Anels. Puesto que todos los vecinos habían sido convocados, tuvieron que llevar con ellos al pequeño Johan. Había tanta gente que la reunión se celebró en el exterior, a pesar del helado viento que soplaba. Brianda, impaciente y preocupada, miraba a su alrededor esperando que los miembros del Concejo salieran de la iglesia en cualquier momento y con ellos apareciera Cecilia. La puerta se abrió y distinguió a Jayme, Marquo, Pere y fray Guillem, seguidos del notario Arpayón y un sexto hombre a quien no conocía, pero la gitana no estaba con ellos. Se situaron de frente a la congregación.

Jayme fue el primero en hablar:

—Ante un peligro tan acuciante como el que nos acecha, la justicia debe estar pronta y ser severa. Ayer detuvimos a la primera bruja, a punto de marcharse de Tiles. Nuestra obligación es actuar como es debido. No podemos arriesgarnos a que la plaga se extienda por otras tierras.

Pidió al desconocido que se situase a su lado. Era un hombre alto y bien parecido, de marcadas facciones. No llevaba ni bigote ni barba y mantenía la barbilla ligeramente bajada hacia la garganta, con lo cual su forma de mirar resultaba inquietante. Jayme lo presentó:

—Gaspar es el séptimo hijo de un matrimonio que ha procreado solo varones. Por ser un hombre de buenas costumbres, santo y amigo de Dios, este le ha otorgado la gracia extraordinaria y la virtud especial para obrar prodigios. Ha apartado tempestades, apagado incendios y ahuyentado plagas de langostas allí donde han requerido sus servicios. Ha curado de la rabia y otros males a muchos, pero su gran facultad es otra. —Mostró un documento—. Estas letras son la licencia del Santo Oficio de la Inquisición del Reino de Aragón reconociendo su habilidad. —Entregó el papel al notario y pidió al desconocido que extendiera sus brazos a ambos lados de su cuerpo—. Podéis ver las marcas de la rueda de Santa Catalina en un brazo y una cruz en el otro. —Hizo una pausa—. Os digo esto para que no dudéis ni un instante de que es un auténtico saludador. Puede distinguir a las brujas de aquellas mujeres que no lo son.

Un murmullo se extendió entre los vecinos. Varias mujeres hicieron ademán de alejarse del grupo, pero los lacayos de Marquo las obligaron a quedarse. Instintivamente, Brianda se arrebujó en su manto. A su lado, Corso murmuró:

—El Concejo se celebró anteayer. Maldito sea. Lo tenía todo preparado desde hace tiempo…

Gaspar deslizó su mirada por los asistentes y, con voz grave, dijo:

—Aquella a quien sople, aquella será bruja. Y se demostrará que tiene una marca, lo cual corroborará mi elección.

Comenzó a caminar entre ellas en silencio. Una a una fue mirándolas, escudriñándolas con sus ojos de mirada extraña. De vez en cuando se llevaba una mano a la sien y cerraba los ojos, como si meditase o esperase una revelación. Brianda sujetó la mano de Corso con fuerza. Se sentía completamente aterrorizada. Por fin, el hombre se detuvo ante Aldonsa, la criada de Leonor, y sopló en su cara. Dos lacayos se acercaron y la llevaron al interior de la iglesia. La mujer no gritó. En silencio y con los labios apretados no dejó de mover la cabeza a ambos lados. Brianda se mordió los labios para no sollozar.

Gaspar continuó. Minutos después, soplaba sobre el rostro de una anciana llamada Antona y seguidamente hacía lo mismo sobre una viuda de mediana edad llamaba Bárbara. Como a Aldonsa, las llevaron a la iglesia. Brianda sabía que ambas eran de Besalduch. Se recriminó a sí misma que su mente la advirtiese rápidamente de que las tres mujeres elegidas hasta el momento fueran mayores. Su miedo era tan intenso que para resistirlo necesitaba el consuelo de pensar que el saludador ignoraba a las jóvenes. Entonces pensó en Leonor, que estaba a su lado, con Johan agarrado a sus faldas, y su angustia aumentó. Con los ojos cerrados rezó para que no la señalara.

Un apretón de la mano de Corso le hizo abrir los ojos.

Gaspar estaba en ese momento ante Leonor. Entrecerró los ojos y permaneció así más tiempo del que había empleado con las otras. Finalmente hizo un gesto negativo con la cabeza y se situó ante Brianda, quien pasó del alivio por Leonor al terror por ella misma en un instante.

Miró a los ojos al hombre y distinguió su determinación mucho antes de que él soplara sobre su rostro. Su aliento caliente recorrió sus mejillas con la misma suavidad que el filo de una guadaña maldita, presagiando la muerte de su cuerpo y de su alma.

Brianda se sintió desvanecer. Sus sentidos dejaron de funcionar. Como en un sueño, percibió en silencio cómo Corso blandía la espada en el aire y varios hombres se lanzaban hacia él y lo tumbaban en el suelo mientras a ella la arrastraban a la iglesia. Gritaba con todas sus fuerzas, pero no podía oír su voz. La sujetaban por los brazos, pero no sentía el contacto. Las lágrimas se introducían en sus labios, pero no reconocía su sabor.

La empujaron hacia el interior del húmedo y frío edificio y cerraron la puerta tras ella. Después de un rato cuya duración no supo calcular, la puerta se abrió de nuevo y entraron a Gisabel, que repetía entre lamentos los nombres de sus hijos, el último de ellos recién nacido. Tras ella aparecieron Marquo, Jayme, el notario, el saludador y una docena de lacayos.

Obligaron a las mujeres a que se pusieran en pie una junto a otra y a que se desabrocharan los jubones. El saludador desfiló ante ellas y se detuvo ante Brianda.

—Comenzaremos con esta.

Se arrodilló, le levantó la falda, le bajó las medias y deslizó lentamente sus dedos y sus ojos por sus piernas en busca de algo. Cuando llegó a la altura de los muslos, se puso en pie, tomó su camisa con ambas manos y la rasgó. Brianda comenzó a sollozar. Sus sentidos ahora funcionaban a la perfección, pensó con desagrado. No podía soportar el tacto de la piel del hombre sobre la suya. Le repugnaba que sus ojos y su aliento se posaran donde hasta entonces solo lo habían hecho los de Corso.

Miró a Marquo y este bajó la vista.

—Motivos tienes para avergonzarte —le dijo con los dientes apretados por la rabia que sentía.

—¡Cállate! —le ordenó Jayme con un brillo de satisfacción en sus ojos—. No pienses que podrás confundirnos más tiempo con tus engañosas palabras. ¿Cómo no me di cuenta antes? Me ofrecí para ser tu padre…

Brianda le lanzó una mirada cargada de odio.

—Tú trajiste el mal a estas tierras…

Entonces Gaspar la obligó a levantar los brazos y acarició sus axilas.

—He aquí la prueba indiscutible —anunció triunfal—. No tiene vello.

Jayme se dirigió al notario:

—Anotad bien todo cuanto se diga, Arpayón. Todo juicio justo necesita de pruebas y argumentos.

Brianda se arregló las ropas como pudo y se sentó en un banco abatida. Mientras procedían a examinar a las otras mujeres, su mirada localizó un pequeño objeto en el suelo. Era la diminuta llave que siempre llevaba colgada al cuello con una cadena. Supuso que se habría roto al rasgarle Gaspar la camisa. Se inclinó y la recogió. Se palpó el cuello, busca de la cadena, pero no la encontró. Miró el suelo a su alrededor, pero tampoco la halló. Probablemente se hubiera introducido por alguna de las grietas del ajado suelo de madera. Tiró entonces del cordón de cuero de su corpiño y rompió un trozo que pasó por el ojo de la llave y anudó.

Aldonsa fue la última mujer que Gaspar estudió ante la atenta mirada de los otros hombres. También en su espalda encontró una pequeña marca que no era —según explicó— sino la señal dejada por la garra del diablo al haberla convertido en su adepta tras firmar un pacto con él. El notario terminó sus anotaciones y Jayme ordenó a todas que se quitaran los pendientes y anillos si llevaban y los introdujeran en una pequeña bolsa de cuero que les mostró. Les dijo que los guardaría en prenda por los gastos de los juicios y la estancia en la cárcel si sus familiares no se hacían cargo de ellos.

Las mujeres obedecieron entre sollozos e hipidos, pero Brianda se quedó quieta, aterrorizada. Jayme no apartaba su mirada de la esmeralda de su padre. Cuando él se acercó, ella retrocedió hasta la capilla de Casa Anels. Desesperada, intentó encontrar un lugar donde esconder el anillo, pero él no le quitaba el ojo de encima. Le robaría el anillo y la llave. Apoyó sus manos en la pequeña talla de la Virgen y colgó la tira de cuero del cuello de la figura.

—Dame el anillo, Brianda —le ordenó él.

Brianda se negó.

Jayme alzó la mano para golpearla, pero se lo pensó mejor y llamó a los lacayos. La sujetaron y la forzaron a abrir el puño y extender los dedos. Jayme le sacó el anillo, lo contempló con una expresión fría y se lo probó en el dedo meñique de la mano derecha.

—Pronto será mío —murmuró, antes de guardarlo en la bolsa de cuero.

Brianda le escupió en la cara y él cerró los ojos. Inspiró profundamente, los abrió y le asestó un puñetazo en la mejilla que la lanzó contra la pared.

—¡Jayme! —gritó Marquo acercándose rápidamente.

—¿Pretendes defender a una bruja? —le preguntó Jayme con desdén.

—¡Todavía no ha sido juzgada!

Jayme le sostuvo la mirada, pero no replicó. Se encaminó a la puerta y ordenó que le siguieran con las mujeres.

Aturdida por el golpe, Brianda salió al exterior. Allí buscó a Corso y lo localizó atado a un árbol. A su lado, Pere parecía intentar calmarlo, pero el otro se revolvía como una fiera salvaje. Su cabello oscuro caía sobre su rostro, en el que había rastros de sangre. Cuando por fin él la vio, sus ojos se entrecerraron y comenzó a respirar agitadamente. Brianda le habló en silencio con su mirada, concentrando toda su energía en transmitir a esos ojos oscuros, rebeldes, rabiosos, frustrados, que no dijera nada; en suplicarle que conservara la cordura; en revelarle que la batalla no había hecho más que comenzar, pero que ella estaba dispuesta a luchar por su inocencia y su vida. Luego lanzó una ojeada a Johan, que ahora lloraba en brazos de Leonor, para que Corso la comprendiera. Si ella estaba presa, él tendría que cuidar del pequeño. Corso apretó los labios con tanta fuerza que los músculos de su cuello se tensaron. Con el dolor reflejado en cada centímetro de su rostro hizo un levísimo gesto de aceptación que solo ella percibió y dejó de forcejear.

Jayme leyó cuanto el notario Arpayón había escrito e informó de que las mujeres serían trasladadas a la cárcel en la que habían convertido Casa Cuyls para realizar los interrogatorios previos al juicio al que tendrían derecho como cualquier acusado. Avisó también de que el saludador permanecería en Tiles un tiempo porque su labor todavía no había terminado. Entonces, una voz le interrumpió.

—¡Brianda de Lubich es noble! —gritó Pere—. ¡Por su linaje goza de todos y cada uno de los privilegios, libertades y exenciones de este Reino con o sin desafuero!

—Si pensáis defenderla, es asunto vuestro. —Jayme se encogió de hombros.

—¡Lo haré! ¡Demostraré que os equivocáis! ¡Y ordeno que desatéis al señor de Anels!

Jayme accedió y el propio Pere cortó las ataduras.

—Fray Guillem… —dijo Jayme—. ¿Es cierto o no que mantener con obstinación la opinión contraria a la existencia de brujas es herejía?

—Cierto es, señor.

—¿Aunque sea tu esposa, hija, hermana o ahijada?

Fray Guillem asintió brevemente y Jayme se giró hacia Pere y Corso.

—No lo olvidéis.

Corso ignoró sus palabras y corrió hacia Brianda. Tomó su rostro entre sus manos y acarició la piel morada donde la habían golpeado.

—Lo mataré con mis propias manos —susurró al oído de su esposa— e iré a buscarte. Sabes que cumplo mis promesas. Regresé cuando me creías muerto. Sigo vivo para salvarte.

Brianda asintió entre lágrimas. Acercaron el carro tirado por un buey que todo el tiempo había estado en el prado junto al cementerio y obligaron a las mujeres a que se subieran. Aldonsa miró a Leonor y esta se tapó la boca con la mano para contener los sollozos; Gisabel llamó a gritos a Remon y este agachó la cabeza; Antona y Bárbara de Besalduch se agarraron a las varas de madera del carro con las miradas perdidas en algún lugar del monte Beles.

Brianda apoyó la frente en el pecho de Corso.

—Cuida de Johan —le suplicó—. Salva a nuestro hijo.