35.

A la mañana siguiente, Corso envió a un mensajero para que avisara a Pere de que los de Anels finalmente no le acompañarían a Çaragoça. Había meditado seriamente sobre la situación, y confiaba en que tuviera ocasión algún día de explicar su proceder a quien se había convertido en un gran amigo, pero no tenía otra opción que doblegarse a los deseos de Jayme. Si lo detuvieran por desertor, lo mandarían a galeras, si no lo ahorcaban. Con un servicio puntual al rey ganaría su favor y conseguiría su perdón, que en otros tiempos le había importado bien poco. No podía evitar sentirse un traidor a la casa de Nunilo, que tanto le había dado, pero su instinto siempre tan alerta desde sus correrías con Surano le decía que su supervivencia y la de su familia dependían de esa decisión.

—Este día me trae malos recuerdos de aquel en el monasterio. —Brianda se aferró a su capa momentos antes de la partida. Los lacayos esperaban al señor en sus monturas—. Te pedí que regresaras y tardaste meses, cuando te creía muerto. Odio que tengas que marcharte de nuevo. Rezaré para que nada os pase a Pere y a ti.

En silencio, Corso la abrazó con fuerza. Luego la apartó, subió ágilmente a su caballo y encabezó el grupo de hombres armados que, extrañados, lo siguieron fielmente cuando les indicó que tomaran el desvío a Lubich, donde se sumarían los hombres de Jayme, antes de perderse por los bosques de las montañas.

Durante días, un fuerte viento del norte se encargó de limpiar la nieve de los campos y de los caminos. Cuando terminó su tarea a principios de diciembre, se detuvo tan súbitamente como había comenzado y llegaron los días fríos de sol y las noches de heladas terribles. En las zonas umbrías, la escarcha tintaba de blanco los arbustos, inmovilizándolos con su mortaja.

Una mañana, un mensajero llevó a Anels dos malas noticias. Elvira había muerto y el ejército aragonés había fracasado en su intento de frenar a las tropas reales en Çaragoça.

Brianda leyó el documento que Pere había enviado a Corso en la sala. Las manos le temblaban. ¿Acaso Corso no estaba con él? Por cómo narraba los hechos, era evidente que no. La carta decía que finalmente muchos señores, concejos y universidades no habían acudido a la llamada del justicia de Aragón y que quienes se habían juntado en Barbastro, donde habían pasado días, no tenían claro si intervenir en una batalla que consideraban perdida y ajena. Todos estaban cansados y preocupados por sus familias y sus dudas no hacían sino retrasar la partida. Finalmente, Pere había decidido continuar, pero cuando llegó cerca de Çaragoça, supo que el ejército real había entrado en la ciudad el 11 de noviembre, derrotando al ejército del justicia, a quien habían asesinado por orden de su majestad. El conde de Orrun había sido apresado.

Brianda se llevó la mano al pecho. Apenas podía respirar. ¿Dónde estaba Corso? El justicia a quien habían remitido el asunto de la herencia de Lubich había sido asesinado y el rey era ahora dueño de las tierras aragonesas que había que limpiar de rebeldes. Había crecido convencida de que los rebeldes eran quienes faltaban a la obediencia debida al conde. Ahora lo eran quienes faltaban a la obediencia al rey. El mundo era un lugar difícil de comprender. ¿Cuál era su situación ahora? ¿De pronto pertenecía al bando de los rebeldes? Su preocupación se convertía en angustia al desconocer el verdadero paradero de Corso. Llevaba semanas sin saber de él. Y también se sentía enfadada. No podía creerse que le hubiera mentido.

Dos días después, Leonor, Aldonsa y Cecilia la acompañaron a pie a la iglesia de Tiles, donde se iba a celebrar el funeral por Elvira. El interior de la iglesia olía a tierra mojada porque habían cavado un hoyo en la capilla de Casa Lubich, cercana al altar y frente a la de Anels, donde habían colocado la imagen de la Virgen que finalmente había tallado el carpintero de Tiles. Con cuidado, varios hombres introdujeron el cuerpo de Elvira envuelto en una sábana de lino en el agujero y, después de unos rezos, procedieron a cubrirlo con la tierra procurando que el suelo quedara nivelado para que encajara bien la losa de piedra en la que aparecía su nombre. Jayme presenció todo el proceso con el rictus de un perro rabioso. Tenía los labios contraídos de modo que sus dientes quedaban al descubierto en una grotesca mueca y respiraba agitadamente. Brianda no pudo evitar sentirse desconcertada por su dolor. Tal vez, pensó, su propio egoísmo le hubiera impedido comprender que el amor y la pasión, como los que ella sentía por Corso, no eran sentimientos exclusivos de unos elegidos.

Cuando terminó la ceremonia, en lugar de darles la bendición, fray Guillem les pidió que aguardaran en sus asientos. Un murmullo se extendió entre los asistentes. Al entierro habían acudido todos los de Lubich, la mayoría de los vecinos de Tiles y algunos de Besalduch, entre los que Brianda vio a Marquo. Se había situado con su esposa Alodia al fondo de la iglesia, cerca del confesionario, aquel curioso armario que viera cuando su padre le regaló la arquilla de madera donde guardaba sus cosas.

El rostro de fray Guillem reflejaba una honda preocupación. Brianda no fue la única que lo percibió, pues desde la capilla de los de Anels podía ver las frentes ceñudas y los labios fruncidos de muchos.

—Tantos de vosotros habéis compartido conmigo vuestra intranquilidad —dijo el religioso— que estas semanas me he dedicado más intensamente al estudio y a la reflexión. También yo temo que, a la vez que llega el final de este siglo lleno de calamidades, lo haga también el juicio final del que tanto os he hablado estos años. Escucho las trompetas de los ángeles anunciando cataclismos terroríficos antes de que los elegidos se sienten al lado del señor con blancas vestiduras y los réprobos sean precipitados en los tormentos del infierno. Me pregunto si estamos siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Jesús para la salvación eterna de nuestras almas o solo estamos buscando la felicidad terrena… Y la respuesta es que Dios ha dado pruebas durante mucho tiempo de paciencia, pero hemos desatado su cólera, que nos hiere y castiga como flechas aceradas en forma de guerras, peste y enfermedades. Todos podemos observar que las partes del año no cumplen ya con su deber como solían; que la tierra se cansa; que las montañas no dan la misma abundancia de pastos; que la edad del hombre disminuye día a día; que los lobos se acercan a nuestras casas; y que retroceden la piedad y la honradez.

Fray Guillem hizo una larga pausa que sumió a los vecinos en un profundo silencio. Entrelazó sus manos y las alzó hasta su pecho. Inclinó la cabeza, apoyó la barbilla en ellas y su entrecejo se arrugó aún más en actitud de doloroso recogimiento antes de continuar:

—He estado revisando mis libros, intentando encontrar una respuesta, y he llegado a la conclusión de que el diablo nos acecha… —Un murmullo se extendió por toda la iglesia y tardó en desaparecer—. Sí. La virtud y la bondad retroceden ante la presencia del maligno, la bestia terrible por su tamaño desmesurado y su crueldad de la que nos advierte la Biblia en el Libro de Job. El enemigo se esfuerza sin descanso con objeto de perjudicar a su desventurada víctima de la tierra. Nada ni nadie puede escapar a la acción del dueño del infierno y de sus ángeles malditos, cuya lista de poderes es larga e inquietante…

»Matan al ganado o lo enferman mediante polvos, grasas, guiños de ojo, palabras, tocamientos de mano o de vara. Toman forma de lobos para atacar los rebaños y devorar a los animales. Queman casas, destruyen las cosechas y vuelven los campos tan estériles como esas mujeres que no logran concebir. Atentan contra nuestra vida causándonos accidentes y daños corporales. Matan o hacen desaparecer niños. Crean orugas, langostas, saltamontes, limacos y ratas que roen las hierbas y los frutos. Hacen avanzar los hielos y descender las temperaturas. Mediante maleficios, sortilegios y engaños prometen sacar cautivos de prisión, llenar las bolsas de dinero, elevar a los hombres que no lo merecen a honores y dignidad, hacer volver a los viejos a su primera juventud y perturbar nuestras sensaciones e inclinar nuestra voluntad.

La puerta se abrió y un rayo de luz se apoderó unos instantes de la iglesia débilmente iluminada por las velas de los altares de las capillas. Brianda sintió alivio en su pecho. Las oscuras palabras de fray Guillem sobre la naturaleza del diablo la impresionaban y alteraban su ánimo. Dirigió su mirada hacia la entrada y vio una sombra proyectada en el suelo. Alzó la vista rápidamente y su intranquilidad se tornó en alegría. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para refrenar cualquier expresión de júbilo mientras Corso entraba, la buscaba, caminaba hacia la capilla ante la mirada curiosa y perpleja de los vecinos, se situaba tras ella y apoyaba una mano en su hombro. Sus ropas estaban cubiertas de barro, su cabello, sucio, y su barba, larga y desaliñada. Brianda cerró los ojos y aspiró el olor de su sudor, que reconocería entre miles aunque fuera ciega. Corso no había podido esperar a cambiarse o a que salieran de la iglesia para verla. Su enfado por su mentira se acababa de disipar por completo. Estaba vivo. Estaba junto a ella. Lo demás no importaba. Alzó la mano y la apoyó sobre la de Corso, ejerciendo una leve presión.

Fray Guillem retomó el hilo de su explicación.

—Os hablo hoy de la identidad del maligno para que lo desenmascaréis. Estad atentos a la noche. Vigilad si el aire se torna tenebroso a vuestro alrededor; si sentís el aliento putrefacto de su boca alrededor de cuyos dientes está el miedo; si tenéis sueños y pesadillas. El diablo los empleará para atormentaros. Deslumbrará los sentidos con sus ilusiones. Y vosotros, hombres de Tiles… —extendió el brazo para acompañar sus palabras— vigilad a vuestras mujeres, hechas por la naturaleza con un temperamento melancólico, débiles, blandas y enfermas, inferiores a vosotros en fortaleza física y moral. No lo digo yo, sino teólogos, médicos y juristas más preparados. Las mujeres son más frágiles que los hombres ante las tentaciones y, por tanto, más inclinadas a dejarse engañar por el demonio y a tener frecuentemente las sugestiones demoníacas por divinas. Ellas abundan en pasiones ásperas y vehementes y mantienen con mayor obstinación sus imaginaciones; sus codicias son más violentas; su cerebro menor y menos prudente. Sus siete defectos esenciales la impulsan sin querer hacia la maldad, y estos son su credulidad, su curiosidad, su natural más impresionable que el del hombre, su mayor maldad, su presteza para vengarse, la facilidad con que desespera y su charlatanería. —Hizo una pausa—. Imploremos todos ahora, hombres y mujeres, la misericordia de Dios para que nos salvaguarde.

Terminadas las últimas oraciones, los fieles salieron al exterior en silencio, con la mirada baja, aturdidos por lo que acababan de escuchar. Corso tomó a Brianda del brazo para que acelerara el paso hacia su caballo, pero Jayme, acompañado de Marquo y su esposa, se cruzó en su camino.

—¿Cumpliste con tu misión? —preguntó.

—Recorrimos todos los pueblos de aquí hasta los valles más al oeste, pero el fugitivo huyó a Francia —respondió Corso secamente—. Vuestros soldados pueden dar fe de que así fue.

—Se dirigirá al Bearne —intervino Marquo—. La hermana del rey Enrique de Navarra acoge allí a todos los rebeldes que llegan para organizar una entrada de franceses en España.

Brianda frunció el ceño. Se preguntaba por qué había abandonado Corso a Pere para obedecer las órdenes de su padrastro. Y, por lo visto, Marquo estaba al tanto. Se fijó en este, pues hacía más de dos años que no lo veía. Llevaba el cabello, antes rizado, muy corto y el brillo de sus ojos se había apagado. A su lado, su esposa Alodia, con un embarazo muy adelantado, mostraba signos de impaciencia. No tenía buen aspecto para una joven de su edad, pensó Brianda. Estaba excesivamente delgada, a pesar de su abultado vientre, y unas manchas rojas afeaban su pálida piel.

—Según me han advertido —continuó Marquo—, es posible que encuentren apoyo de ciertos señores que no olvidan el asesinato del justicia de Aragón por parte del rey…

—Pues aquí no encontrarán ningún apoyo —dijo entonces Alodia, con una voz ligeramente pastosa—. Ya habéis escuchado a fray Guillem. El maligno nos acecha, seguro que también disfrazado de hereje. Ahora debemos unirnos para frenar al invasor.

—¡Cállate! —le ordenó Marquo—. ¡Qué sabrás tú!

—¡Más guerra! —exclamó Brianda a la vez, presa del desaliento.

Jayme esbozó una sonrisa siniestra.

—Vuestra esposa tiene razón, Marquo. Pende sobre nosotros una amenaza más grande que las rencillas entre el boj y la aliaga o las alteraciones de Çaragoça. Pero no te preocupes, Brianda… —Se dirigió a ella, aunque no la miró directamente a los ojos—. El Bearne francés queda lejos y los soldados de nuestro rey son cada vez más numerosos para defendernos. Es posible que no se necesite nuestra ayuda para una paz que también nosotros anhelamos aquí desde hace demasiado tiempo… —Se inclinó levemente para despedirse y se fue, pero a los pocos pasos se giró y miró a Corso—: Puesto que no me has servido bien, sigues en deuda conmigo.

Corso masculló un juramento, tomó de nuevo el brazo de Brianda, la izó sobre su caballo y montó tras ella. Cabalgaron un trecho en silencio por el camino que recorrían a pie muchos de quienes habían acudido al entierro de Elvira. El sol del mediodía lentificaba sus pasos.

—¿Por qué me mentiste, Corso? —preguntó de pronto Brianda—. ¿Qué andabas haciendo con el enemigo?

—En esta tierra cada vez es más difícil saber quién es quién.

—Eso no es una respuesta.

—Jayme me amenazó con delatarme si no cumplía sus órdenes. Sigo siendo un desertor. Si fuera libre para huir, lo mataría. Ahora mi única causa sois tú y el pequeño Johan. A vosotros os debo mi fidelidad. Todo lo demás no importa.

Brianda se giró y lo besó.

—Te comprendo, pero prométeme que no volverás a mentirme.

Corso hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—¿Viste la mirada de Jayme cuando respondió a Alodia? —murmuró un poco después Brianda—. Hablaba de paz, pero sus palabras eran tan sombrías como las de fray Guillem. Hubo un momento que sentí tanto miedo que todos cuantos me rodeaban comenzaron a parecerme extraños.

Corso no respondió. En su tiempo de soldado había aprendido a vivir con el miedo. Cada día se levantaba con el temor de no saber en qué campo de batalla perdería la vida, pero el instinto de supervivencia le obligaba a enfrentarse cara a cara con sus enemigos. Las palabras de fray Guillem que él había podido escuchar eran mucho peor que cualquier amenaza de guerra porque el enemigo del que hablaba no estaba claramente identificado. No compartiría sus pensamientos con Brianda, pero percibía en su pecho una inseguridad angustiosa y un intenso sentimiento de aprensión.

Ya en la era de Casa Anels, Corso entregó las riendas del caballo a un criado y guio a Brianda de la mano hasta su cuarto. Siempre en silencio, le arrancó las ropas, se quitó las suyas, la tendió sobre la cama y comenzó a besarla y acariciarla con la misma urgencia que si supiera que era la última vez que podría gozar de ella. Se apoderaba de su boca con ansia; aprisionaba sus pechos entre sus manos con impaciencia y sin delicadeza; apretaba sus nalgas con aspereza; y la estrechaba entre sus brazos con tanta fuerza que dificultaba la respiración. Cuando por fin entró en ella, la tomó con desesperación, convirtiendo sus jadeos en furiosos gruñidos, como si le doliera el alma en cada embate, como si la única calma posible, inaccesible, estuviera en algún lugar muy dentro de ella.

Brianda lo acompañó en su furia con los ojos llenos de lágrimas. También ella sentía la necesidad de amarlo hasta olvidarse de sus pensamientos, sus inquietudes y sus miedos; de poseerlo hasta que la única percepción del mundo se redujera a esos instantes, tan rápidos, tan intensos, de absoluto placer; de honrarlo con el alma que impulsaba y daba vida a ese cuerpo de respiración irregular y entrecortada que algún día pudriría la muerte.

Corso se detuvo de pronto unos instantes. Apoyado sobre los codos, enterró las manos en el cabello de ella y la miró a los ojos con fiereza.

—Vayámonos, Brianda —murmuró con los dientes apretados—. Lejos…