34.

Durante los siguientes años, un clima invernal, tenaz y cruel acortó con su humedad y frialdad los meses de la estación de crecimiento del alimento en los campos. Ni los más viejos de Tiles recordaban un periodo tan largo de continuos vientos huracanados y fríos del norte, de heladas tardías en primavera, de granizadas inesperadas, de intensas lluvias que pudrían las cosechas, de copiosas nieves que cubrían los prados más abajo de Aiscle y, al derretirse, embravecían ríos y barrancos que devoraban las tierras a su paso. Las cosechas comenzaron a ser insuficientes y tardías; el vino escaseaba; las vacas, estabuladas durante largos periodos de tiempo, apenas producían leche; los niños morían en mayor número. Contagiados por la abulia de la tierra castigada de esa manera por Dios y la naturaleza, los rostros de los campesinos se oscurecieron por una tristeza y un miedo profundos que ni los sermones dominicales de fray Guillem sobre la resistencia del hombre ante las pruebas a las que lo sometía el Señor Todopoderoso podían aliviar.

Sentada junto al fuego de Casa Anels una tarde lluviosa de otoño en compañía de Leonor, Brianda observó a su hijo Johan, que jugaba con unas ramitas de fresno. En unos días cumpliría tres años. Había heredado el cabello negrísimo y el carácter indómito de Corso, pero la franqueza que irradiaban sus ojos pertenecían a su abuelo. Se preguntó qué futuro le esperaría. De todas partes llegaban malas noticias. Los fracasos militares en el extranjero se traducían en nuevos impuestos que ni nobles ni villanos podían ya soportar. En lugares lejanos como el Reino de Castilla, las cosechas también eran deficitarias; los nobles se quejaban de menosprecio, los caballeros, de la escasez de favores recibidos, y los clérigos, de las nuevas cargas fiscales que debían afrontar. En la cercana Cataluña, los conflictos por la presunta violación de sus fueros por parte del rey no cesaban. Las muestras de descontento provocaban altercados en las ciudades, y en algunas baronías cercanas, aprovechando las revueltas del condado de Orrun, también los vasallos pretendían librarse de la jurisdicción de su señor. Y para empeorar las cosas, el año anterior la amenaza de la enfermedad de la buba, la maldita peste, había llegado más arriba de Fons por el sur y hasta el límite de tierras catalanas por el este. Las villas se habían cerrado, prohibiendo la entrada a viajeros, y las fiestas se habían suspendido, aunque el ánimo de la gente tampoco estuviera para celebraciones.

También en las tierras altas de Orrun se vivían momentos extraños, de una falsa calma que no se debía solamente a la escasez. La larga ausencia del conde y la presencia de los soldados del rey habían sido aprovechadas en un primer momento para que resurgieran los actos de pillaje de los partidarios de uno u otro bando, provocando pequeños pero, persistentes ataques de venganza avivados no siempre por las ideas de cada causa, sino por la necesidad de supervivencia de quienes dependían del pillaje para su subsistencia. A medida que pasaba el tiempo y aumentaba el número de soldados reales que se instalaban en esas tierras fronterizas, parecía que los objetivos del capitán Vardán de mantener la tierra a raya se iban cumpliendo.

Sin embargo, a Brianda ese aparente sosiego del conflicto armado no la tranquilizaba. Por mucho que su infancia hubiera sido feliz, pronto había tenido que aprender que los momentos de paz duraban poco. Y desde que era madre, sus preocupaciones habían ganado en intensidad, como si la vida doliera más al pensar en otro. Su amor por Corso aumentaba día a día; pero sus sentimientos hacia su hijo Johan eran de una naturaleza diferente. Su alma pertenecía a Corso; su sangre, al pequeño Johan. Como el anterior Johan había hecho con ella, debía inculcarle a su hijo el sentido del honor, del linaje, de la memoria de sus antepasados y de la casa.

Sintió un súbito estremecimiento. La respuesta de la justicia no podía tardar en llegar. El procurador que había contratado con Corso a través del notario de Aiscle para presentar su demanda por la recuperación de Lubich les había aconsejado dirigirse directamente a las Cortes del Reino. En cualquier otro caso, hubieran sido los miembros del Concejo de Tiles quienes dirimieran el pleito, pero teniendo a Jayme de Cuyls como bayle general, el asunto debía pasar a manos de instancias superiores. En el Concejo solo hubiera contado con el apoyo de Pere. O mucho se equivocaba, o el justicia Marquo no se hubiera atrevido a enfrentarse a Jayme.

Johan se pinchó con una astilla y comenzó a llorar mientras explicaba entre balbuceos y frases incompletas lo que le había pasado. Brianda lo acomodó en su regazo, consolándolo con tiernas palabras, y succionó la gotita de sangre de su dedo. Entonces, la puerta se abrió y apareció Corso. Su capa y sus botas estaban empapadas. Se acercó a ellos y acarició el cabello de Johan, pero Brianda se percató de que parecía ensimismado y no prestaba atención a las explicaciones de su hijo. Intercambió una mirada con Leonor y esta tomó al niño en brazos y se lo llevó. Brianda se levantó del suelo y se sentó en una silla baja.

—¿Qué noticias traes de Aiscle? —preguntó, ya a solas. Pere había convocado a los señores del valle.

Corso apoyó un brazo en la repisa de piedra de la chimenea.

—El justicia mayor de Aragón ha hecho un llamamiento a todos los lugares para formar un ejército en Çaragoça que se oponga a la entrada de las tropas que ha enviado el rey.

—¿Tropas del rey ahora en la capital de este Reino? —se extrañó Brianda—. ¿Por qué?

—Ordenó detener por traición a la Corona a uno de sus secretarios más cercanos, que huyó de Madrid y se refugió en la ciudad amparándose en su ascendencia aragonesa, que le da derecho a la protección de los fueros. El rey y la Inquisición lo quieren, pero son muchos quienes se han amotinado para defender al secretario aragonés. Se ha convertido en símbolo de las libertades del pueblo.

Brianda se encogió de hombros, mostrando indiferencia.

—Nadie ha subido antes aquí para ayudarnos con nuestros problemas. ¿Por qué habríais de ir los señores de Orrun?

—El conde don Fernando lo pide desde Çaragoça. Cree que si los nobles aragoneses se juntan contra este abuso, se comprenderá mejor su causa.

—¿Qué causa? —exclamó Brianda malhumorada de repente—. ¿Es que no tomó posesión del condado el capitán Vardán esta primavera en nombre del rey? ¿Es cierto o no esta vez? ¿A quién debemos creer? ¡Estoy harta de unos y de otros! Supongo que ninguno de vosotros aceptará.

—Nos esperan dentro de una semana. Pere irá. Y yo también.

—¿Tú…? —Brianda se levantó y se plantó ante él rabiosa—. ¡No te lo permitiré! ¡Las razones del conde no merecen tu vida!

—Pero tú sí. —Corso la miró fijamente a los ojos.

—¿Qué tiene que ver esto conmigo?

—La justicia pronto dictará sentencia sobre el caso por la herencia de Lubich. Si se respetan los fueros, es posible que te den la razón. Todos saben de qué lado está Jayme de Cuyls. Si el rey se apodera de las tierras aragonesas, ten por seguro que fallará a favor de tu padrastro en compensación a sus servicios.

Brianda se acercó más a él, le ayudó a quitarse la capa que aún llevaba puesta y apoyó las manos y la frente en su pecho conmovida. Corso estaba dispuesto a formar parte de una batalla por ella; una batalla que nunca había sido suya.

—Lubich tampoco merece tu vida —dijo Brianda. Las palabras sonaron extrañas en su boca, pero no en su corazón—. Tal vez en esto tengamos que coincidir todos con mi padrastro. Seguro que él se ha negado a tomar las armas.

Corso la abrazó y permaneció en silencio.

—¿Por qué callas? —preguntó Brianda.

—Jayme no estaba en la reunión, pero no por su rechazo a la petición del justicia, sino por otro motivo. Tu madre está enferma.

—Lo ha estado desde que dio a luz.

Tal como habían anunciado, Elvira y Jayme habían contraído nupcias pocos meses después de Brianda y Corso. Ese mismo año, en otoño, nació el pequeño Johan. La primavera siguiente, Elvira dio a luz a Lorién, el hermanastro de Brianda, tras un parto difícil que puso en peligro su vida.

—Se está muriendo.

Brianda cerró los ojos. No había visto a su madre desde que vivía en Anels, ni había regresado a Lubich. A veces pensaba en ambas y le entraba tristeza, pero su orgullo le impedía recorrer la distancia entre las casas. También, algún domingo de los que iba a la misa de Tiles y no a la del monasterio de Besalduch, se había descubierto a sí misma buscando a su madre con la mirada en la capilla sobre la que descansaban los restos de Johan, pero después del nacimiento de Lorién, Elvira no salía de casa.

La frase que su padre Johan pronunciara antes de viajar a las Cortes de Monçón pesaba sobre ella como una losa.

Los de Lubich no se humillaban fácilmente. Pero en ocasiones, un exceso de orgullo también abatía.

La víspera de cumplirse el plazo para que los hombres se unieran al ejército aragonés, Cecilia avisó a Brianda de la visita de Gisabel.

—No sabía qué hacer —le explicó la criada en la cocina, muy adelantada en el embarazo de su tercer hijo—, pero he venido a deciros que fray Guillem ha sido llamado para dar la extremaunción a vuestra madre…

Brianda asintió y le pidió que la esperara. Buscó a Corso y le contó su intención de ir a Lubich.

—De acuerdo —accedió él—, pero esta vez te acompañaré yo.

Ordenaron a los criados que prepararan sus caballos y al mediodía cruzaron la verja de Anels.

Nada había cambiado, pensó Brianda al tomar el desvío. Los mismos colores otoñales de siempre teñían los alrededores de Lubich. La misma alfombra húmeda de hojas que recordaba de sus escapadas infantiles cubría las piedras del camino y de las paredes. Los ruidos del bosque no se habían apagado todavía por el aliento infernal del invierno. La muralla de su casa natal, los gruesos muros de las edificaciones y la alta torre seguían ahí, indiferentes a las idas y venidas de las gentes. Y también fue Remon, el ahora marido de Gisabel, quien tomó las riendas de su caballo y las ató a una anilla de hierro en la pared. Sin embargo, al acercarse a la puerta principal de la casa, una llamarada de ira recorrió sus venas. El dintel de la puerta con el nombre del primer Johan de Lubich tallado en 1322 había sido arrancado. En su lugar, había una vulgar piedra con el escudo de los de Cuyls burdamente trazado. Sintió ganas de gritar pero se contuvo. En el silencio reinante por la cercanía de la muerte, su rabia por ese ultraje a la casa resultaría incomprensible para alguien que no fuera ella.

Con Corso tras ella, Brianda subió las escaleras hacia los dormitorios. Recorrió sin dudar el largo pasillo en dirección al oeste, al final del cual estaban los aposentos que habían sido de sus padres. Cruzó una pequeña sala de ricos muebles y clavó la mirada en la puerta entreabierta que comunicaba con el dormitorio. Se detuvo unos instantes, inspiró profundamente y entró.

A un lado de la gran cama con dosel cuyas gruesas telas habían sido apartadas y recogidas con lazos negros, y de espaldas a ella, estaba Jayme sentado, acariciando la mano de Elvira en actitud abatida. Al escuchar pasos se giró y se puso rápidamente en pie. En segundos su sorpresa se tornó en agresividad.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

—He venido a ver a mi madre —respondió Brianda con voz firme.

—Querrás decir a despedirte —masculló él.

—Razón de más para rogarte que me dejes unos instantes con ella a solas.

Jayme dudó, pero salió. Corso lo siguió hasta la salita.

Brianda se acercó al lecho. Apenas reconocía a su madre en esa figura estática, extremadamente delgada y pálida de ojos hundidos. Cogió una silla y la acercó. Permaneció unos segundos en silencio hasta que percibió que Elvira movía los párpados.

—Madre… Soy Brianda.

Elvira esbozó una media sonrisa.

—Me han contado que tengo un nieto y que lo has llamado Johan.

—En recuerdo de mi padre.

—Fue un buen hombre y marido.

—Diría que tu opinión era otra.

—Qué sabrás tú… —Elvira suspiró—. Respóndeme, Brianda: ¿eres feliz con ese Corso?

—Plenamente.

—¿Más que con Marquo, que no te parecía mal pretendiente?

Brianda asintió.

—Apenas era una niña cuando conocí a Jayme —continuó Elvira con dificultad—. Él ha sido siempre mi Corso. Nos separaron.

Brianda frunció el entrecejo.

—Entonces, deberías haber comprendido mi matrimonio con Corso.

—Tal vez me equivoqué…

—Sí, madre, lo hiciste. Con él y con Lubich.

—Las hijas no perpetúan las casas. La nobleza y los linajes se extinguen con ellas… —Hizo una pausa—. ¿Has conocido a Lorién?

Brianda negó con la cabeza.

—Se parece mucho a ti.

—No quiero saberlo.

—Él no tiene la culpa de mis acciones, Brianda. Prométeme que velarás por él. Quieras o no, siempre será tu hermano.

Brianda recordó la petición de su padre antes de ser asesinado en la torre. «Mantén el nombre de Lubich vivo», le había pedido. Las promesas que se hacían a alguien al borde de la muerte eran sagradas.

—Ya tiene quien lo cuide, madre.

Elvira cerró los ojos fatigada.

—Vive tranquila, hija mía —murmuró—. El rencor pudre el alma. Olvídate de ese pleito y confórmate con lo que tienes.

—No puedo —dijo Brianda con obstinación.

—Eres terca y orgullosa, como tu padre. El mundo por el que luchaba se había terminado hacía años y no lo quiso ver… —Extendió la mano para tomar la de Brianda, que apretó con fuerza—. Siempre he deseado lo mejor para ti. Lubich es una carga demasiado pesada para una mujer…

La presión de la mano cedió y Elvira se durmió.

Brianda sintió que un nudo se le formaba en la garganta, impidiéndole hablar. Durante unos segundos, sollozó en silencio. Luego, se inclinó sobre su madre y depositó un beso en su mejilla, consciente de que aquello era una despedida definitiva. Se incorporó, se secó las lágrimas que surcaban su rostro y se dirigió a la puerta a la que se asomaba en esos momentos fray Guillem. Brianda se acordó de la primera vez que lo vio y escuchó su voz, en aquel hospital de Monçón donde impartió la extremaunción a un moribundo. Se preguntó si se tomaría el mismo tiempo y cuidado y emplearía la perfecta dicción, claridad y firmeza en despedir a su madre que las que había dedicado a aquel hombre. Recordó con qué énfasis había argumentado que no había que temer a la muerte siempre y cuando uno se encontrase en la buena disposición de recibir a Dios, aceptándolo como el único salvador de su alma. Había pensado muchas veces en aquellas palabras y en el afán del religioso por ayudar a un buen morir. Pensó en los asesinos de su padre, en quienes mataron a Nunilo, en Jayme de Cuyls, en su propia madre… Que Dios la perdonara por sus pensamientos, pero qué sencillo, simple e incluso injusto le parecía que todos y cada uno, por el miedo a la muerte, tuvieran la opción de arrepentirse en el último momento de todo lo cometido en su vida.

—Te he echado de menos últimamente por la iglesia, Brianda —dijo fray Guillem—. Y a tu esposo también. Tal vez el abad no os recordó bien vuestras obligaciones cuando os casó…

Brianda se ruborizó ligeramente. Fray Guillem, en contra de lo que habían pretendido Elvira y Johan y corroborando las palabras del abad Bartholomeu, no había podido cuestionar la validez de su matrimonio con Corso. No obstante, nunca perdía ocasión para reprocharles que prefirieran los servicios del monasterio de Besalduch a los suyos, que habían incluido también el bautizo del pequeño Johan.

—Cumplimos con ellas como corresponde, padre, siguiendo las costumbres de nuestras casas.

—Lubich es la casa donde naciste y ha sabido cambiar.

—Quienes la habitan ahora son quienes han cambiado. —Brianda lanzó una mirada hacia su madre—. Sus gentes, vos y yo nos iremos, pero Lubich seguirá como lo ha hecho durante siglos.

Fray Guillem meditó sus palabras, pero nada replicó. Inclinó la cabeza levemente y se dirigió con paso cansado hacia el lecho donde yacía la señora de la casa. Percibía que también él había perdido parte de la fuerza que irradiaba cuando llegó a Tiles. Su estancia iba a ser en principio pasajera, una especie de preparación en su formación antes de seguir su camino por otros lugares. Sin embargo, desde la diócesis de Barbastro cada año le pedían que aguantase un poco más en esas tierras y que extendiese su predicación por todos y cada uno de los pueblos y lugares del condado, supliendo con su labor la ignorancia religiosa de las cuestiones tratadas en Trento de los clérigos locales, pertenecientes en su mayoría a familias de los mismos pueblos de sus feligresías y escasamente capacitados para la instrucción religiosa. Si esa era la voluntad de Dios, la prueba a la que lo sometía se alargaba demasiado.

Echaba de menos el calor de la tierra baja, habitada por personas menos reservadas e indoblegables que aquellas de Tiles y sus alrededores.

Brianda permaneció un rato escuchando los rezos del hombre.

En la salita, después de observarlo en silencio un largo rato con al rostro ceñudo, Jayme se dirigió a Corso:

—Me han dicho que piensas partir mañana con Pere para sumarte al ejército aragonés.

Corso no respondió. Jayme añadió:

—Ya puedes mandar aviso de que tú no irás.

Corso hizo un gesto de extrañeza. Instintivamente llevó una mano a su espada. Jayme soltó una risotada.

—No pienso pelear contigo con las armas. Todo este territorio acabará siendo del rey, les guste o no a los tuyos. Cuando eso pase no dudaré en hablar de ti. Por mucho que te cubras de ricas ropas y respondas al nombre de señor de Anels, sigues siendo uno de sus desertores, como Surano.

—Lo sabíais…

—Mantengo mis contactos en la corte…

—Habéis tenido tiempo de sobra para delatarme. ¿Por qué queréis hacerlo ahora?

—La paciencia es una gran virtud. Siempre hay un momento adecuado para hacer las cosas. El secretario que busca el rey ha escapado de Çaragoça en dirección a algún lugar de estas montañas con intención de huir a Francia. Irás en su busca.

—Podéis hacerlo vos.

Jayme miró hacia el cuarto donde estaba Elvira.

—Ahora debo estar aquí. Necesito a alguien válido como tú para asegurarme el éxito de la misión. Podrás contar con mis hombres.

—Sois más peligroso de lo que pensaba. Vuestro chantaje tiene que ver con el asunto de Lubich…

—No me consideres tan necio. Las absurdas peticiones de Brianda siguen otro camino… —repuso Jayme, peligrosamente enigmático.

El odio que había sentido por Johan se había trasladado ahora a su hija, pero por algo mucho menos tangible que la herencia de Lubich. Elvira era una mujer fuerte, pero la pena por la ausencia de su hija la había consumido. De alguna manera, la terquedad e incomprensión de Brianda habían contribuido a su enfermedad. Tal vez Dios lo estuviera castigando por amar a Elvira como lo había hecho desde siempre y por haber dedicado su vida a vengarse de quien se la había quitado. Si así era, Brianda también tendría su castigo.

La joven salió entonces de la habitación de Elvira. Sin dirigirle ni una mirada ni una palabra, Jayme pasó a su lado y entró al cuarto de su esposa.

—¿De qué hablabas con él, Corso? —quiso saber Brianda.

—De nada importante.

Corso le cedió el paso con un gesto cortés. Nunca había tenido secretos con Brianda, pero de momento no pensaba comentarle la orden de Jayme para no preocuparla. Por la expresión de su rostro deducía que el encuentro con Elvira había sido amargo.