27.
—¿La reconoces? —Brianda abrió la palma de su mano y le mostró a Neli una llave clásica del tamaño de un pulgar de niño.
Neli asintió.
—Claro, yo misma le quité el óxido. ¿Por qué la has cogido?
—¡Vaya bruja de pacotilla! —Brianda rio nerviosa—. Sé dónde está su cerradura y necesito tu ayuda.
—¿Ahora mismo? Quiero decir… —Neli, excitada por la llamada con la que Brianda le había asegurado que tenía una pista y que bajaba a su casa de inmediato, se contagió de la risa nerviosa de su amiga—. ¡Claro que quiero ayudarte! Pero dime algo más, porque no sé adónde vamos a ir a las once de la noche.
—A Lubich.
Neli se aseguró de que la puerta que comunicaba la cocina con el salón donde Jonás y sus hijos veían la televisión estuviera bien cerrada y bajó el tono de voz.
—Pero Corso todavía no ha regresado…
—Por eso. No se puede enterar, de momento. Sé exactamente, bueno, creo que sé exactamente lo que busco. ¿Sigue Jonás trabajando para él?
—Sí, y tiene las llaves de la casa si es lo que quieres saber.
Brianda suspiró aliviada.
—Entonces, ¿vienes conmigo? Si no voy ahora, no pegaré ojo en toda la noche, pero me da miedo ir sola.
—¿Has traído linternas? —preguntó Neli, y ambas rieron a la vez.
Neli le dijo a Jonás que Brianda la invitaba a tomar una copa rápida en el bar, para charlar de sus cosas. Cogió las llaves de Lubich y una chaqueta gruesa y se introdujo en el coche.
—No me puedo creer que vayamos a hacer esto —dijo cuando tomaron el desvío hacia Lubich, frotándose los antebrazos por nerviosismo más que por frío—. ¡Estoy sufriendo una regresión a la adolescencia! Por cierto, yo soy la miedosa y tú la imprudente. ¿Quieres conducir más despacio?
—Lo siento. —Brianda levantó el pie del acelerador del coche de Colau—. Es que estoy impaciente. No sé cómo explicártelo, pero he tenido un presentimiento. Me pedías que buscara algo dentro de mí y por casualidad, o por asociación de ideas, ¡qué sé yo!, he dado con algo. Pero una cosa te digo: si me falla la intuición, abandono.
—Sería una pena —murmuró Neli—, porque desde que te conozco, nunca te he visto tan animada… —Guardó unos minutos de silencio antes de añadir—: Gracias. Siento haberme enfadado esta mañana, pero esto es importante para mí.
Brianda hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—También para mí.
Detuvo el coche en la verja y esperó a que Neli localizara la llave de un pesado manojo a la luz de los faros y la abriera.
—La dejo abierta, ¿verdad? —preguntó Neli cuando regresó al interior del vehículo.
—Sí. No tardaremos mucho.
¡Qué extraño regresar a Lubich! Recordó la primera vez que se atrevió a cruzar sus bosques. Era un día precioso, sin nubes ni sombras sobre el despliegue de colores otoñales. Le había asombrado todo al entrar: la alta muralla de piedra, las macollas de la forja de las verjas, el musgo sobre las piedras, los grandes patios y los sobrios edificios. Y después de entregarse a Corso en la torre, había salido de allí desconcertada por su súbito apasionamiento y la aparición de su esposa, e inquieta por la culpabilidad de su infidelidad hacia Esteban, pero también consciente de que nada hubiera podido impedir que ella acariciara la cicatriz de la mejilla de quien entonces era un desconocido. Cuántas veces, en la soledad de su piso en Madrid, había rememorado la aspereza de las manos de Corso sobre su piel, el peso de su cuerpo sobre el suyo, el cabello oscuro balanceándose sobre su rostro… Y cuánto lo había echado de menos. Habían estado juntos tan solo una vez, y la huella del recuerdo ardía todavía como si él la hubiera marcado con fuego.
Recorrieron el camino empedrado hasta la explanada donde se erguía Lubich. Instintivamente, ambas cruzaron una rápida mirada. La húmeda oscuridad impresionaba más todavía al distinguir los volúmenes de la casa en medio de una neblina. Brianda detuvo el vehículo frente al portalón y decidieron dejarlo allí, pero no apagó el motor hasta que abrieron una de las enormes hojas. Entonces utilizaron las linternas.
En el silencio de la noche, los sonidos de sus pisadas reverberaban ocupando todo el espacio más allá de sus pies. Algún ruido impreciso surgía puntualmente en forma de chasquido o crujido. Brianda se sentía incapaz de levantar la mirada del suelo. Cuanto más se adentraban en el patio principal, mayor era el nudo en su estómago. Recordó entonces una escena en la que un hombre, ese Johan, angustiado, miraba a su hija balanceándose sobre el vacío en lo alto de la torre. Recordó el desaliento en su mirada cuando se despidieron, antes de que el cuerpo de ella se rasguñara contra las paredes de la estrecha escalera al descender de la torre, antes de que el cuerpo de Johan se estrellara contra las rocas…
Un estremecimiento la hizo temblar e instintivamente se cogió del brazo de Neli.
—¿A qué tienes miedo? —le preguntó esta—. ¿Apariciones? ¿Fantasmas arrastrando cadenas? ¿Duendecillos invisibles y traviesos?
Brianda no contestó y Neli lo tomó como una prueba de asentimiento.
—El miedo es psicológico. Te lo demostraré. —Apagó su linterna y pidió a Brianda que hiciera lo mismo con la suya—. Si estás predispuesta, en ese rosal trepador verás la sombra de un hombre. ¿No distingues sus piernas entreabiertas para equilibrar el disparo de su arcabuz? —Señaló el alero tallado del edificio principal—. ¿Y los dibujos de esos caños? ¿No parecen grotescas y deformes gárgolas a punto de saltar sobre ti? —Hizo una pausa y bajó la voz—. ¿Y esos maceteros a ambos lados de la puerta de la casa? No distingo qué flores son, pero parecen los dientes afilados del diablo acechándonos… —Se calló de repente—. ¿Escuchas eso? ¿Son los relinchos y los golpes de los pies y manos del caballo de Corso en las caballerizas o las patadas y roncos balidos de un macho cabrío?
Brianda no se sintió mejor. Las descripciones de Neli eran bastante certeras. Le dio un manotazo en el brazo.
—¡Vale ya! —No quería imágenes negativas de Lubich. Ella quería que fuera el lugar de sus ilusiones felices con Corso.
—La sugestión es terrible, Brianda. Por culpa de ella han muerto miles de personas. Imagínate hace cuatrocientos años, sin luz. En cada sombra estaba la presencia del diablo. ¿No jugabas de niña a ponerle caras a las grietas del techo? Al final todas eran de monstruos, demonios o extraterrestres, nunca de chicos guapos, lo cual demuestra la inclinación natural de la mente por lo morboso.
Como si deseara recibir la energía positiva de la madera que la separaba del interior del edificio, Brianda apoyó suavemente sus manos en la puerta de la entrada bajo el dintel donde aparecía el nombre de Johan de Lubich y la fecha de 1322. Recordó entonces que Corso había encontrado la piedra y la había colocado allí, y se preguntó quién, cuándo y por qué la habría arrancado.
Mientras Neli buscaba la llave, cerró los ojos y visualizó lo que encontrarían al entrar. El enorme zaguán, la impresionante escalera, las puertas recias de los salones, la decoración excesiva, el pequeño despacho. Su respiración se aceleró. Presentía que estaba muy cerca de encontrar algo.
—¡Date prisa! —suplicó.
Neli abrió por fin y Brianda la guio sin dudar por los salones hacia el destino deseado.
—Veo que Corso te enseñó bien la casa —dijo Neli en tono bromista—. ¿Te puedes creer que yo nunca había estado dentro? Me encantaría curiosear un poco. ¿Y si damos la luz? —Ella misma se respondió—: Mejor no. Alguien la podría ver y no sé cómo explicaríamos este lío. Vaya, debo admitir que ahora sí tengo miedo de que nos pillen…
Brianda aceleró el paso no por miedo, sino por el nerviosismo que le producía saberse tan cercana a su objetivo. Abrió la puerta que conducía al despacho donde se había sentido mal, justo antes de que Corso la invitara a subir a la torre. Deslizó el haz de luz de su linterna por la estancia, dejó su bolso y las llaves del coche en una mesa en el centro, y enfocó hacia la pequeña arquilla sobre la mesa de patas torneadas que estaba en la pared del fondo.
—Neli, me apuesto lo que quieras a que en una esquina de la parte interior de la tapa tiene grabados una flor de aliaga y una ramita de boj.
La abrió y enfocó la linterna. Ahí estaba la marca del carpintero.
—¡Me recuerda a la del confesionario de Besalduch! —exclamó Neli.
—La hizo el mismo carpintero…
Brianda deslizó los dedos por las minúsculas piezas de hueso y boj que decoraban los cajoncitos antes de detenerse en la portezuela escoltada por pequeñas columnas. Su mano tembló al abrirla y tuvo que inspirar hondo para tranquilizarse antes de acariciar el interior del compartimento en busca de la muesca que —estaba convencida— tenía que corresponder a una diminuta cerradura.
—¡Ahí esta! —murmuró.
Extrajo la llave de la Virgen de Tiles del bolsillo del pantalón y con todo el cuidado del mundo la introdujo en la muesca. La llave encajó perfectamente. La giró hacia la izquierda y se oyó un ruidito seco y súbito, como si la madera se abriese. Brianda estiró la llave hacia atrás y el movimiento hizo que las paredes interiores del compartimento se desplazaran y se plegaran a un lado, como si estuvieran unidas por invisibles bisagras.
—¡La linterna, Neli! —urgió.
Neli se acercó y Brianda se inclinó para recoger con sumo mimo aquella información que las yemas de sus dedos enviaban a su cerebro.
Brianda sintió deseos de llorar al retirar los pliegos de papel que se desprendían de las paredes interiores de ese lugar secreto. Ella los había localizado después de permanecer ocultos durante siglos. Su mente se negaba a sopesar alguna otra posibilidad. No podía existir otra llave. Nadie los había leído antes. Ni siquiera Corso. Era ella quien los sacaba a la luz.
Como si fuera el más frágil de los tesoros, depositó los legajos sobre la mesa donde había dejado el bolso y las llaves del coche. A su lado, Neli también contenía el aliento, pero esperó a que fuera Brianda quien comenzara a leer. Dejó que los minutos pasaran en silencio antes de preguntar intrigada:
—¿Alguna idea de qué pueden ser?
Brianda suspiró presa del desaliento.
—Con esta luz me cuesta entender la letra. Y yo no sé leer caligrafía antigua. Todos los documentos de Colau están transcritos. Solo capto palabras sueltas. Deberíamos irnos a casa y leerlos tranquilamente.
—Déjame a mí —pidió Neli impaciente—. Yo sí que sé. Un vistazo rápido y nos vamos.
Tomó un pliego y deslizó la luz de la linterna desde el principio, acompañando el recorrido del haz con murmullos entrecortados. Luego pasó varias hojas, tomó otro pliego y repitió la acción.
—¡Neli! —Brianda no podía aguantar más sin saber qué era lo que había encontrado.
Su amiga soltó un largo resoplido y sacudió la cabeza.
—No es fácil. Son anotaciones sueltas escritas por la misma persona. Creo que es algo así como un diario…
Brianda emitió un grito de triunfo. ¡Un diario! Iba a preguntarle a Neli si podía distinguir algún nombre o alguna fecha cuando la puerta se abrió de golpe, las luces se encendieron y la voz grave y contrariada de un hombre gritó:
—Pero ¿qué…?
Brianda cerró los ojos y se encogió.
No había deseado otra cosa en todo ese tiempo que volver a ver a Corso.
Y ahora, en esas circunstancias difíciles de explicar, se sintió incapaz de mirarlo.