13.
Cansada por la falta de sueño, Brianda terminó de preparar el equipaje con la luz encendida. La lluvia de la noche anterior no se había debilitado y la que había sido su habitación las dos últimas semanas parecía más gris que nunca.
Recorrió el oscuro pasillo con la maleta y descendió por las escaleras, segura de que Luzer le lanzaría el acostumbrado gruñido desde la puerta del despacho de Colau, pero no oyó nada. Se asomó a la cocina y al salón. Allí no había nadie.
Percibió un fuerte olor a tabaco proveniente del despacho de su tío. Inusualmente, la puerta no estaba cerrada. Con cautela, pero azuzada interiormente por un aguijonamiento más fuerte que la advertencia de Isolina sobre el despacho de Colau, se aproximó al resquicio y aguzó el oído. Nada. Empujó la puerta, que se desplazó unos centímetros emitiendo un perezoso chirrido y asomó la cabeza. La habitación estaba exactamente como la recordaba. Era una amplia y oscura estancia abarrotada de libros y papeles con una gran mesa de trabajo, estanterías desiguales, armarios de gruesas bisagras, un par de sillones y varias mesitas auxiliares. Le costó distinguir el color de las paredes porque apenas quedaba un espacio libre de cuadros de marcos de madera teñidos de nogal o dorados con fragmentos de escritos antiguos, grabados de temática religiosa o retratos.
Se preguntó en qué lugar guardaría Colau ese misterioso cofrecillo de terciopelo rojo que había provocado la furia del hombre al descubrirlo entre sus manos y sintió la tentación de entrar en su busca, pero el miedo a que la descubriera como cuando era pequeña la paralizaba. Cerró los ojos e inspiró profundamente. La misma vocecilla interior que la había arrastrado a Lubich insistía ahora en que no se fuera de Tiles sin recorrer el despacho de Colau. «Solo un minuto —le decía—. Un vistazo rápido. Otro miedo superado…».
Entró, deseando con todo su corazón que la temporal valentía no le acarrease luego el permanente sentimiento de culpabilidad surgido tras cruzar los bosques de Lubich.
Caminó hacia la mesa y algo llamó su atención. Escondida bajo un fajo de papeles asomaba una punta del color del vino. Rápidamente se lanzó sobre ella y apartó los papeles, pero era un cuaderno antiguo. Sonrió ante su propia desilusión. Hubiera sido demasiado fácil. Entonces cerró los ojos y se concentró en recuperar su imagen de niña con la caja en la mano. ¿Dónde la había encontrado? Se visualizó recorriendo el despacho, abriendo todos los cajones que encontraba a su paso hasta detenerse ante el escritorio de nogal junto a la mesa de trabajo y acariciando con sus pequeñas manos la superficie del primer cajón, que quedaba a la altura de la cintura de una persona sentada.
Nerviosa, abrió los ojos y se dirigió hacia el escritorio. Abrió el cajón e introdujo las manos hasta el fondo, identificando y desechando diversos objetos con las yemas de los dedos. Un intenso calor recorría su cuerpo por el miedo a ser descubierta, pero si había llegado hasta allí no pensaba detenerse ahora.
Por fin, el corazón le dio un vuelco. Ahí estaba. Cogió la cajita y la sacó. Esta vez no dudó en pulsar rápidamente el pequeño botón de latón y apareció un saquito de cuero desgastado. Deshizo el nudo y vació el contenido. Un papel doblado cayó al suelo, pero no le prestó atención porque lo que escondía el cofrecillo era muchísimo más hermoso de lo que se podía haber imaginado.
Era un antiguo anillo de oro, con una gran esmeralda engarzada. Sus dedos temblaron al cogerlo para observarlo detenidamente. En la superficie interior de la joya, justo debajo de la pieza de oro donde estaba sujeta la piedra verde, había una frase grabada. La letra era tan pequeña que le costó entenderla. Volvió a intentarlo y tuvo que sentarse para no caer.
Omnia mecum porto, decía la inscripción.
«Llevo todo conmigo».
El asombro la paralizó. Eran las mismas palabras de la tumba. Colau lo sabía y no había dicho nada. Se preguntó qué tendría que ver una cosa con la otra y por qué el hombre mantenía tanto misterio en torno a esa joya, si es que aquella era la única razón por la que temía que alguien entrara en su despacho y hurgara entre sus cosas.
Un impulso le hizo probarse el anillo en el dedo anular de la mano derecha y, aunque le iba grande, tuvo la sensación de que estaba diseñado para su piel. Alzó la mano y se repitió mentalmente que no había visto nunca una joya tan hermosa y que seguramente tendría mucho valor.
De pronto oyó unos pasos y el pánico se apoderó de ella. En décimas de segundo calculó que no le daría tiempo a dejar el anillo como lo había encontrado, de modo que empujó el cajón y corrió a la puerta.
—¡Aquí estás! —dijo Isolina.
—He venido a despedirme de Colau, pero no lo he encontrado —explicó Brianda con el puño cerrado tan fuertemente sobre el anillo que se clavaba las uñas.
—Estamos fuera, esperándote. Esteban tiene prisa.
De camino al exterior, Brianda guardó el anillo en el bolsillo de su pantalón. Comenzaba a lamentar su acción, pero no veía cómo resolverla sin confesar que había violado la única norma de la casa. Tenía un largo viaje por delante para pensar en ello.
La despedida en el zaguán fue rápida debido a la lluvia. Después de agradecerle a Isolina todas sus atenciones con un fuerte abrazo y dar dos fríos besos a Colau, en cuyo rostro percibió una pincelada de alivio, Brianda entró en su coche y puso el motor en marcha. Por culpa del anillo ahora tenía más ganas de desaparecer de allí que nunca. Entonces vio que Colau levantaba una mano.
—¡Espera! —le gritó.
Brianda se asustó. Era imposible que se hubiera dado cuenta…
Colau sujetó el paraguas para que Isolina se acercara al coche. Brianda bajó la ventanilla.
—¡Casi se me olvida! —dijo Isolina entregándole un grueso sobre. En sus ojos todavía brillaban lágrimas de emoción por la despedida—. Anoche Neli me entregó esto para ti. Lamentó no poder despedirse.
Colau tomó la mano de Isolina y la apartó del coche. A Brianda le pareció que la sujetaba con demasiada fuerza, como si no quisiera apartarse de ella, como si lejos de ella le faltara el equilibrio…
Brianda dejó el sobre en el asiento y condujo tras el coche de Esteban. Los aullidos de Luzer se perdieron en la distancia. Mentalmente, agradeció regresar en su propio coche para disfrutar del silencio que le permitiría despedirse de Tiles. Se preguntó si habría algo que echaría de menos, pero entre el mutismo de las noches, el aislamiento y decrepitud de Casa Anels, el carácter inhóspito de Colau, las creencias de Neli, el clima generalmente desapacible y la desagradable compañía de Luzer, solo podía salvar a Isolina…
… y a Corso.
Pasó ante el pequeño claro del tilo y la fuente. La lluvia caía a raudales, lavando las hojas de los árboles perennes, provocando la caída de las últimas caducas que aún resistían y formando con ellas una manta húmeda y densa a ambos lados del camino. En el desvío de Lubich, se detuvo unos instantes para contemplar cómo la cortina de agua impedía la visión de aquel camino que el día anterior se había atrevido a franquear para luego arrepentirse. Le pareció que habían transcurrido siglos. Más allá del agua visualizó la figura de Corso primero en Lubich y luego bajo la lluvia torrencial. Por más tiempo y distancia que hubiera entre ellos, no podría olvidarlo. Temía que cada vez que pensara en él, sentiría una punzada de dolor en el pecho por lo que había pasado entre ellos, tan fugaz y tan intenso; y por lo que podía haber sido en otras circunstancias.
Sacudió la cabeza, echó un último vistazo a la imagen del inflexible monte Beles reflejada en el espejo retrovisor y continuó su viaje.
Sería mejor olvidarse. Cuanto antes se convenciera de que Corso solo había sido un error, antes podría retomar su intención de poner orden en su vida. Había sido un terrible fallo, se repitió cada vez que evocó su nombre, su rostro y su cuerpo en la carretera desde Aiscle hasta la autopista y de allí hasta Zaragoza y de allí hasta Madrid. Tenía que olvidarse de él.
Pero Corso siguió con ella mientras comía con sus padres, que habían insistido en organizar un encuentro con motivo de su regreso. Y siguió con ella los siguientes días mientras ponía en orden los papeles del desempleo; mientras tomaba café con antiguos compañeros o amigos o cenaba con Silvia y Ricardo; mientras redactaba currículums para posibles nuevos trabajos; mientras esperaba cada noche a que Esteban regresara del despacho; y mientras acariciaba el anillo de la esmeralda.
A todas horas llevaba a Corso dentro, como si él fuera el «todo» de la inscripción del anillo; como si le hubiera pertenecido siempre; como si las horas compartidas con él equivalieran a dosis concentradas de años…
Pensar en él a todas horas le producía tal ansiedad que semanas más tarde de su regreso a Madrid tuvo que aumentar el número de pastillas tanto para el dolor de cabeza como para la opresión en el pecho. Todas sus intenciones y buenos propósitos de controlar su vida se habían ido al traste definitivamente, con el agravante de que el esfuerzo por comportarse con normalidad delante de su familia la dejaba exhausta. En cuanto Esteban se iba a trabajar por la mañana, ella se volvía a la cama, pero por la noche se inventaba toda una lista de cosas que no había hecho para que pareciera que llevaba una vida normal a pesar de no trabajar. No necesitaba ningún médico que le confirmara que sus síntomas estaban derivando en una fuerte depresión, pero se negaba a confesárselo a nadie. Solo encontraba algo de alivio cuando se metía en la cama, cerraba los ojos e inventaba escenas de Tiles protagonizadas por ella y Corso. Si tenía suerte, conseguía relajarse hasta el punto de lograr que esas escenas cruzaran la barrera del sueño y continuaran mezclándose unas con otras.
Brianda achacaba a las pastillas esa mezcla de realidad y ficción que la sosegaba parcialmente; esos breves pero tranquilizadores momentos en los que sentía como si pudiera disociar la mente del cuerpo. Pero también era consciente de que estaba entrando en una vorágine complicada de la que no podría salir sola, algo que aumentaba su preocupación y al mismo tiempo la obligaba a permanecer alerta para no sucumbir del todo al más completo abandono. Como el tiempo otoñal que se resistía a perder fuelle ante los primeros embates del invierno, su estado de ánimo variaba continuamente. Y por mucho que intentase ocultar o mantener su abulia bajo control, o por mucho que quisiese aprovechar los momentos en que la antigua Brianda resurgía con un falso derroche de energía, era plenamente consciente de que para Esteban era ahora ella quien estaba desdibujándose ante sus ojos, convirtiéndose en una desconocida en su propia casa, alejándose lenta e inexplicablemente. Y se sentía tan culpable por ello que sufría ataques de mal humor por no poder acusar precisamente a quien más cerca tenía de ser la causa de sus males.
Una tarde poco antes de Navidad, Brianda encontró por casualidad el sobre que Isolina le había entregado de parte de Neli al irse de Tiles. Al deshacer el equipaje lo había abandonado en el armario y se había olvidado por completo de él.
Se lo llevó al salón, se acomodó en el sofá, lo abrió y sacó varias fotocopias. Una bolsita de tela color lavanda cayó al suelo y se apresuró a recogerla. Entonces supo de dónde había salido el saquito que había aparecido en su bolso aquella noche en que se le estropeó el coche y Corso la rescató. Aquella era exactamente igual, en color blanco. En el primer folio escrito a mano encontró la explicación. El día que Brianda le había llevado los huesitos de santo, Neli la había colocado en su bolso para darle suerte durante su estancia en Tiles y ahora repetía el gesto para su regreso a Madrid.
Brianda soltó un bufido. Desde luego, la palabra suerte no encajaba en su momento vital actual.
En su carta, Neli le recomendaba la lectura de unos libros de los cuales había seleccionado unos fragmentos.
No hace mucho que nos conocemos y no tienes por qué confiar en mí. Pero estoy convencida de que algún día los comprenderás.
Cogió los papeles y los hojeó unos instantes. Los títulos de la bibliografía seleccionada eran bastante reveladores: las palabras que más se repetían eran alma, vida, viaje y tiempo.
La carta terminaba con los datos de un médico y unas instrucciones:
Si tienes pesadillas recurrentes, o ves imágenes, o sientes que tu corazón se llena de nostalgia y melancolía de repente al recordar algo, o al pensar en alguien que está lejos, llámalo.
Brianda sintió un escalofrío. Neli no podía haber acertado más con sus comentarios. Si realmente no tenía capacidades adivinatorias, la joven era dueña de una extraordinaria sensibilidad.
Cogió la tableta y estuvo un largo rato informándose sobre los libros que le recomendaba Neli. Lo que leía le resultaba tan increíble, inverosímil e irracional, incluso rayano en la ciencia ficción, que le producía rechazo. No obstante, un escepticismo curioso la impelía a continuar leyendo.
Esa misma noche ya se había hecho una idea bastante certera de lo que Neli le había querido transmitir, y en pocos días el escepticismo derivó en una duda razonable. El hecho de que los libros hubieran sido publicados, alguno de ellos incluso por psiquiatras de cierto prestigio, aportaba cierta credibilidad a lo que leía o, al menos, cada vez que se topaba con una idea difícil de asimilar, su cerebro le lanzaba una simple pregunta: ¿Y por qué no? Los libros hablaban de personas que sufrían los mismos síntomas que ella y que habían mejorado gracias a esas terapias. ¿Qué perdía por probar? Nada.
Algunos detractores acusaban a esas teorías pseudocientíficas de fraude basado en la autosugestión de las personas. Desde luego, unos meses atrás ella hubiese compartido esos argumentos, pero ahora se sentía tan al límite que estaba dispuesta incluso a convencerse a sí misma de algo hasta interiorizarlo como verdad con tal de sentir alivio.
Por fin, un día cogió el teléfono e hizo una llamada. Fijó la cita para el lunes siguiente. Inmediatamente después de colgar se arrepintió. Sintió la tentación de volver a marcar el número, pero finalmente no lo hizo. Faltaba una semana. Aún tenía margen de tiempo para arrepentirse otra vez.
La consulta estaba ubicada en la quinta planta de un anodino edificio en una conocida y céntrica calle de la ciudad, cerca de su casa, pero no lo suficiente como para ir andando, así que tomó el metro. Una joven morena con acento suramericano abrió la puerta y la invitó a pasar a una salita de espera decorada de manera sencilla con tonos cálidos y citas filosóficas enmarcadas. Brianda releyó varias veces una de ellas:
No comencé cuando nací, ni cuando fui concebido. He continuado creciendo, desarrollándome, a través de miríadas incalculables de milenios. Todos mis anteriores yoes tienen sus voces, sus ecos, sus impulsos en mí. Oh, volveré a nacer un número incalculable de veces.
La cita pertenecía al libro El vagabundo de las estrellas, de Jack London, lo cual la sorprendió porque asociaba al autor con novelas de otro tipo de aventuras. Aunque pensándolo bien, se dijo con ironía, no podía haber mayor aventura que traspasar las barreras del espacio y el tiempo y convertirse en un vagabundo estelar.
La joven morena regresó y le indicó que pasara a un despacho bastante amplio en el que a simple vista destacaban una amplia mesa en la que se apilaban gruesos volúmenes al fondo y un diván. Le pareció tan típico como había supuesto durante el trayecto. Lo que sí le sorprendió fue el terapeuta, un hombre delgado, de edad imprecisa y elegante no solo por su exquisito traje azul, sino también por sus gestos. Se presentó simplemente como Ángel y la invitó a que se sentara en un cómodo sillón cerca del diván.
Brianda sintió que Ángel la observaba con atención, lo cual hizo que aumentaran sus nervios. Le pareció ridículo no poder evitar que le sudaran las manos y le temblara la voz.
Con amabilidad y profesionalidad, y una voz grave, suave y persuasiva, Ángel la sometió a un interrogatorio sobre cuestiones generales acerca de su familia, su trabajo y su salud. Cuando Brianda ahondó en los diferentes síntomas físicos que llevaba sufriendo desde hacía unos meses, él frunció el ceño en un par de ocasiones, pero no hizo ningún comentario. Simplemente tomó notas en un cuaderno de tapas negras. Cuando decidió que ya tenía suficiente información, cerró el cuaderno y la miró fijamente.
—Si has llegado hasta aquí —dijo por fin—, deduzco que te has informado. ¿Por qué quieres que yo te trate?
—¿No son suficientes motivos los que le he contado? —Brianda repasó mentalmente todas las promesas escritas en las páginas web sobre el tema—. Quiero curarme.
—Sí, pero para eso existen otras alternativas médicas. Esto es algo muy concreto y especial. Digamos que aquí llegan quienes antes han probado otras terapias.
Brianda se sintió incómoda. Lo cierto era que después de la visita a Roberto, el médico de la familia, había seguido apoyándose en las pastillas para seguir adelante; y nada más, porque su temporada en el campo no podía contar como terapia. Probablemente, si no hubiera sido por Neli, ni siquiera estaría allí. Optó por guardar silencio.
Ángel la ayudó:
—¿Has vivido alguna experiencia extraña?
Brianda recordó todas las imágenes de sus sueños, sus visiones en la iglesia de Tiles y en la casa de sus tíos, el desmayo en el cementerio, los adornos del confesionario del monasterio de Besalduch y su inexplicable atracción por Corso. Estuvo a punto de hablar sobre ello, pero de repente le asaltó la misma prevención que había tenido con aquella pitonisa que le había echado las cartas: no quería darle demasiadas pistas que pudieran guiarle.
—Aparte de las pesadillas, nada —dijo.
Ángel esbozó una extraña sonrisa, como si aceptara y comprendiera su mentira, y ella bajó la vista, un tanto avergonzada.
—De acuerdo —dijo poniéndose en pie e invitándola a que se desplazara al diván—. Empezaremos ahora la primera sesión. ¿Tienes alguna pregunta?
—En realidad sí. ¿Volveré a ser la misma de antes?
—Brianda, tienes que tener clara una cosa: cualquier cosa que haces cada día ya supone un cambio, así que es imposible que vuelvas a ser la misma. —Apoyó una mano en su hombro—. Ahora túmbate, cierra los ojos y relájate.
Brianda oyó que Ángel corría las recias cortinas y accionaba el interruptor de la luz para que la habitación quedase en penumbra. Luego arregló la almohada sobre la que apoyaba la cabeza para asegurarse de que estaba cómoda, acercó el sillón al diván y se sentó junto a ella.
A partir de ese momento, el tono del hombre se volvió aún más grave, incluso levemente autoritario. Comenzó a dar firmes y metódicas instrucciones para que controlara su respiración, con unas pausas perfectamente medidas que le recordaron las instrucciones de yoga de Isolina aquel día en Aiscle. Con estudiada lentitud, Ángel guio su pensamiento en un recorrido por todo su cuerpo, desde el dedo meñique de un pie hasta el mismo cuero cabelludo. Por último, le pidió que visualizara una intensa luz blanca en lo alto de su cabeza, por dentro, y que hiciera recorrer esa luz de nuevo por todo su cuerpo, por todos sus músculos y nervios bajo la piel.
Entonces, Brianda sintió que su respiración se sosegaba y que la tensión la abandonaba. Los miembros de su cuerpo parecían ligeros como plumas.
Acomodada en el diván, comenzó a perder la percepción de su entorno. Una luz intensa invadía su cuerpo, llegando a ocupar todos los huecos físicos de su ser y provocando una plácida y desconocida sensación de paz y bienestar solo interrumpida por una voz a la que se sentía incapaz de desobedecer.
—Voy a contar hacia atrás —le decía—, de diez a uno. Y cuando llegue a uno estarás en un estado de relajación muy profundo. Entonces no recordarás nada. Revivirás. —Una larga pausa—. Diez… nueve… ocho… siete… seis… cinco… cuatro… tres… dos… uno…