12.
Los insistentes bocinazos de un coche rompieron el hechizo. Luego se oyó una voz aguda y alegre. Corso se separó de Brianda de manera brusca. Inmediatamente, ella lamentó la pérdida del calor de su piel sobre su cuerpo. Hubiera dado cualquier cosa por continuar junto a él. Corso se asomó por uno de los arquillos que daba al patio y soltó un juramento. Comenzó a vestirse a toda prisa.
—¿Qué sucede? —preguntó Brianda incorporándose para coger su ropa.
—Mi mujer…
Brianda no oyó nada más. Aturdida, como si la hubieran golpeado brutalmente, se vistió mientras él le decía algo y corría escaleras abajo. Cuando percibió una exclamación de alegría, se asomó con cautela y divisó a una mujer de cabello negro lanzándose al mismo cuello que sus brazos acababan de rodear. A pesar de la distancia, su figura, su rostro y su atuendo correspondían a una mujer muy hermosa. Sintió cómo la desazón se solidificaba en su pecho.
Corso cogió el equipaje del maletero del coche, lanzó una rápida mirada hacia lo alto y desapareció en la casa con la mujer. Entonces, Brianda descendió escalón por escalón con inseguridad, como si en lugar de losas hubiera algo viscoso bajo sus pies. Las palabras de la guía del monasterio de Besalduch sobre el significado del número tres retumbaban en su cabeza como un diabólico tambor. Personalidad material, espiritual e intelectual… Ella había sentido plenamente a ese hombre; había absorbido su aliento; había deseado aferrarse a él y pedirle que la ayudara a liberarse de su desconcierto y su sufrimiento. Infinito, eterno y todopoderoso… Apenas conocía a Corso, pero había sentido una poderosa fuerza que la atraía hacia él, como si fuera un huracán que surgiera de las profundidades de los tiempos, antes de la muerte y más allá de ella. Pero el número tres era simplemente la suma de dos más uno.
Y en esos momentos, quien sobraba era ella.
Se aseguró de que nadie la veía y atravesó el patio corriendo, con los ojos cegados por las lágrimas.
Encontró a Luzer en el mismo lugar donde lo había dejado, ante la verja que separaba Lubich de los bosques. A pesar de la prisa que se había apoderado de ella, Brianda vaciló. Desconfiaba de la mirada atravesada del perro. Temía que en cuanto cruzara al otro lado la atacara por haberle desobedecido. Sin embargo, ese sería el menor de los castigos que se merecía alguien como ella, pensó inmediatamente.
¿Qué había hecho?
Una furgoneta frenó junto a ella.
—Sube, que te llevo —dijo Jonás—. No me he dado cuenta de que te ibas.
Brianda dudó si aceptar el ofrecimiento. No deseaba hablar con nadie, pero era muy tarde, no había cobertura y Luzer no mostraba intención de moverse de ahí.
Subió al vehículo.
—Se me ha pasado el tiempo…
—¿A que te ha sorprendido? —preguntó Jonás en tono burlón—. Mira que he trabajado en sitios, pero este no se parece en nada a otros. En esa casa se sabe cuándo se entra, pero no cuándo se sale.
Brianda permaneció pensativa. La palabra sorpresa resultaba insuficiente para lo que le había sucedido en Lubich. La cabeza todavía le daba vueltas. Después del desconcierto y la desilusión por la llegada de la mujer de Corso, la realidad se iba apoderando de ella. ¿Cómo iba a mantener la compostura delante de Esteban después de lo que había hecho? Agradecía que el viaje en coche adelantara su regreso a Casa Anels, donde Isolina y Esteban tenían que estar preocupados por su tardanza, pero lamentaba no disponer de más tiempo para recomponerse. Le dolían la espalda y las rodillas; sentía el sabor de Corso en sus labios, sus huellas dactilares impresas sobre su piel… Necesitaba más tiempo para ensayar el tono de voz falso y natural a la vez con el que explicar el retraso.
—Es un lugar increíble, sí —comentó—. Demasiado grande, tal vez.
Apabullante. Abrumador.
Como su dueño.
¿Por qué no le había dicho que estaba casado? Se sentía traicionada. Qué estúpida era, pensó enseguida. Tampoco ella le había hablado de Esteban…
—Hay que ser o muy rico o estar muy loco para hacer lo que hace ese Corso —continuó Jonás—. O las dos cosas.
«O simplemente ser valiente —pensó Brianda—, para arriesgarse y cambiar de vida». Envidiaba su coraje, el mismo que estaba necesitando ya ella para controlar los nervios que sentía. No podía comprender cómo se había entregado a él de esa manera apenas unos días después de conocerlo. Y lo que era peor: había disfrutado del encuentro más que ninguna otra vez en su vida. Y aún había algo más desconcertante: tenía la impresión de que su nerviosismo no se debía tanto al arrepentimiento o a la vergüenza de haber sido infiel a Esteban, sino al reconocimiento de que lo repetiría una y mil veces. Aunque estuviera casado… Dudaba que en todo el mundo encontrara a alguien que pudiera comprenderla. Al contrario: cualquiera, con razón, la tacharía de imbécil, de irresponsable y desleal.
A medida que el vehículo se acercaba a Casa Anels, Brianda sentía cómo su corazón se encogía. No podría mirar a Esteban a la cara. Él leería en sus ojos que no había dudado en lanzarse a los brazos de un desconocido. La vergüenza le impedía respirar con normalidad.
Jonás aparcó en la misma era de Casa Anels. La puerta se abrió y apareció Isolina.
—Vaya paseo que has dado, hija. —En su voz había más preocupación que recriminación.
—Ni te imaginas dónde he estado —dijo Brianda esforzándose por actuar con normalidad—. Gracias por traerme, Jonás.
Entró a toda prisa en la casa, subió a la planta superior, se encerró en el baño y se dio la ducha más rápida de su vida, frotándose la piel con brío. Temía que los demás pudieran oler la esencia de ese hombre en su cuerpo. Mientras se cambiaba de ropa, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para reconocerse en esa mujer que había disfrutado de Corso a varios metros de altura. Había actuado como una jovencita con las hormonas alteradas en lugar de como la adulta comprometida que era. Para ella el sexo no era ninguna novedad; había tenido relaciones con otros hombres antes de conocer a Esteban y con este la relación carnal había sufrido toda la evolución, desde la pasión impetuosa inicial al entusiasmo controlado, medido, acostumbrado, de los últimos tiempos. Exceptuando la mala racha por la que ella estaba pasando, nunca había tenido quejas del comportamiento de él. Incluso diría que podía considerarse una mujer satisfecha. Por eso, aún le extrañaba más la manera en que Corso y ella se habían amado por primera vez. Juraría que había urgencia y necesidad, pero también un punto de desesperación. Había una nerviosa expectación ante el reencuentro con una novedosa e insensata fogosidad, incluso un morboso deleite por lo indebido del acto, pero también una aflicción inexplicable…
Sintió una dolorosa punzada en el pecho. Algo dormido en ella se había despertado.
«¿Por qué, maldita sea? —pensó—. ¿Por qué ahora?».
¿No se sentía ya lo suficientemente confundida?
Regresó a la planta baja justo cuando los demás se disponían a comer. Como algo especial, Isolina había decidido celebrar la última comida de Esteban en Tiles en el salón. Un asado de ternera y varias fuentes de diferentes verduras ocupaban el centro de la mesa.
—Íbamos a empezar sin ti —dijo Esteban un poco malhumorado—. ¿Dónde te habías metido?
—Lo siento —se disculpó Brianda—. No pensaba tardar tanto.
En tono forzadamente alegre, Brianda comenzó el relato de su paseo por el camino de Lubich, su sorpresa al toparse con la mansión y su natural curiosidad por husmear entre sus muros. Se había encontrado con Jonás y Corso y entre los dos —mintió— le habían mostrado los adelantos en las obras de restauración.
Con el rabillo del ojo, percibió que Colau erguía la cabeza al escuchar el nombre del italiano.
Luego Brianda centró su narración en detalles inofensivos como la arquitectura y la decoración.
—Lo encontré todo demasiado recargado para mi gusto —mintió de nuevo—. Hay suficientes cosas como para sufrir una regresión en el tiempo, como en un museo.
Estaba siendo hábil a la hora de aparentar una normalidad que no sentía, pero eso no la complacía. Empezó a sentirse mal. Ella no solía mentir y ahora estaba sentada junto a dos de sus seres queridos soltando una mentira tras otra. A Esteban, además, también lo había engañado con su cuerpo. ¿Y con su alma?
—¿Y qué tal es el dueño? —preguntó Isolina—. Él solo, en un caserón tan grande…
Brianda tomó un sorbo de vino. El dueño era lo mejor que le había pasado en tiempos. Sí; con su alma también engañaba a Esteban. Sintió que las mejillas comenzaban a arderle.
—No es muy hablador, pero es amable, quizás un poco pesado con sus cosas. No sabía cómo interrumpirle educadamente para salir de ahí…
Estuvo a punto de añadir algo sobre su mujer, pero no lo hizo. En realidad no había llegado a conocerla, afortunadamente. Bebió más vino para tener una buena justificación sobre su rubor. Le avergonzaba pensar en las tórridas imágenes de su cuerpo pegado al de Corso. Le avergonzaba pensar que Esteban no se lo merecía. No, no se lo merecía.
—Habrá disfrutado hoy, presumiendo ante ti de sus antigüedades —dijo entonces Esteban con sorna.
—No creo que presumiera, exactamente —soltó Brianda, arrepintiéndose al instante. Más que la afirmación, el error estaba en el tono terminante que había empleado. No debía mostrar que sentía que lo conocía.
—Ah, ¿no?
Brianda evitó la mirada de Esteban.
—Simplemente los describía. —Consiguió que su tono fuera ahora más normal, aunque sentía el pulso acelerado. Cuanto más tiempo pasaba hablando con los suyos, mayor era el sentimiento de culpabilidad por lo que había hecho—. Como yo no entiendo mucho de esas cosas…
—¿Y te dijo por qué está aquí ese… Corso? —preguntó de pronto Colau. Le costó pronunciar el nombre, como si su lengua rechazara la palabra.
—Heredó la casa —respondió Brianda.
—¿La heredó? ¿De quién?
—Creo que ha pertenecido a su familia desde hace siglos —resumió Brianda—, pero como vivían lejos, nadie se había hecho cargo.
Colau frunció el ceño.
—¿Sabes si tiene documentación antigua?
—No le he preguntado, la verdad.
—¿Y este interrogatorio? —quiso saber Isolina sorprendida—. Nunca te había interesado tanto Lubich. ¿Tiene algo que ver con lo de la brujería? No recuerdo que Neli mencionara a ninguna mujer de la mansión…
—Cosas mías —replicó Colau sin dar más explicaciones.
Isolina le lanzó una mirada de reproche.
—Antes no callabas cuando descubrías algo interesante. Francamente, no sé qué te está pasando últimamente.
Se produjo un incómodo silencio. Brianda miró por el ventanal del salón y centró su atención en el monte Beles, testigo impasible de todos los sucesos de ese lugar. El sol había perdido la intensidad de la mañana, pero la masa rocosa aún brillaba. Observó cuán diferente era la montaña según el lugar desde el que se mirara. Desde allí, como un triángulo de trazos rectos, parecía imponente y sobrecogedora en su soledad. Desde Casa Lubich, la ladera se derramaba desde la cima, deformándose en amenazantes volúmenes angulosos y boscosos, unos sobre otros, hasta fundirse con los campos. Se preguntó qué parte resultaba más hermosa y más real, la frontal o la escondida, la que todos conocían o la que ignoraban, la presente o la latente.
Recordó entonces a la antepasada de esa casa azotada y ejecutada por bruja con la que compartía nombre y sintió un estremecimiento. Siglos atrás, otra Brianda había mirado esa misma montaña como ella lo hacía ahora. ¿Se preguntaría por sus formas, sus líneas y sus colores? ¿Cómo sería esa mujer? ¿Qué le preocuparía?
En el pasado había existido otra Brianda en Tiles, pero esa radiante mañana ella había sido la única Brianda en tomar la torre de Lubich, absorber el paisaje y coronar la cumbre del monte Beles con su alma. Durante unas horas había pertenecido plenamente a ese lugar. Pero, en realidad, eso ya había pasado, como si fuera un sueño. El cielo se iba cubriendo de nubes lentamente. El sol palidecía. El aire comenzaba a mover las hojas de los árboles.
Ahora estaba en Casa Anels, junto a la hermana de su madre y junto a Esteban. Esa era su vida. No había lugar para nada más. Probablemente ni siquiera para Corso. Utilizando la metáfora de la montaña, ella era la parte frontal, la que todos reconocían, la presente. Podía sentirse desorientada, incluso perdida, pero no ser otra persona diferente a la que había conseguido ser.
Agachó la cabeza y emitió un profundo suspiro. Esteban tomó su mano y la acarició.
—¿Estás bien? —preguntó.
Brianda asintió, aunque la sensación de la mano de Esteban sobre su piel la confundió aún más. Otras manos habían disfrutado de su cuerpo ese día. Con fuerza. Con devoción. Luchó para que los ojos no se le llenaran de lágrimas. Cuanto más tiempo pasaba, segundo a segundo, minuto a minuto, más se preguntaba por qué había cometido el error de entregarse a Corso de manera tan irreflexiva.
—No me gusta verte tan triste —le susurró él al oído.
El sentimiento de culpa de Brianda se acentuó. Las caricias y el cariño de Esteban le recordaban que llevaban muchos años juntos; que iban a seguir juntos muchos más; que podían superar todas las dificultades. ¿Cómo iba a quedarse en Tiles después de lo que había pasado con Corso? Para no quemarse la piel había que mantenerse alejada del fuego. Tenía que marcharse de ahí y cuanto antes mejor. La parte lógica y racional que una vez había caracterizado su personalidad se había puesto en alerta. Pensó en cómo había conseguido todo en la vida, con esfuerzo y constancia, con ilusión y sensatez y, por primera vez en mucho tiempo, temió echarlo a perder. Quizás el detonante de ese reconocimiento había sido su encuentro con Corso. Se había dejado llevar por la pasión, seductora, hábil ante la debilidad, rápida ante la flaqueza. Se había arrojado al pozo de la imprudencia como último recurso, pero en vez de nadar en sus profundidades, había retornado a la superficie en busca del aire conocido y sosegado. Ya iba siendo hora de que se enfrentara a la realidad y a su propia vida.
Las palabras de aquella pitonisa cuyos servicios había solicitado Silvia regresaron a su mente y se repitió aquellas partes en las que había acertado: necesitaba hacer un viaje y lo había hecho; viviría una pasión carnal y descontrolada y así había sido; sufriría un cambio que necesitaba y este se estaba produciendo. Había pasado unos días en Tiles, pero ya era hora de regresar a casa. Lejos de Corso. Con Esteban.
Le dedicó a su novio una sonrisa, cariñosa por fuera, amarga por dentro. La terrible carga de esa infidelidad que nunca revelaría la acompañaría siempre.
—Tengo ganas de volver a Madrid —le dijo—. Contigo.
Al atardecer, una fina lluvia comenzó a cubrir los campos, desdibujando el paisaje tras las ventanas de Casa Anels. Brianda pasó el resto del día en el salón, ensimismada en la contemplación de las llamas del fuego del hogar y agobiada por la insufrible lentitud con la que transcurría el tiempo. Tenía un libro en el regazo, pero le resultaba imposible leer una sola línea. Se sentía como si su espíritu se fuera apagando y ennegreciendo con el mismo abandono con el que los alrededores de la casa se entregaban a la llegada de la oscuridad a los pies del monte Beles, ensombrecido por la ausencia de estrellas junto a su cima, rígido por la fría humedad de noviembre.
Después de cenar, Petra acudió a buscar a Isolina para tomar algo en el bar. Invitaron a los jóvenes, pero Brianda se negó alegando que tenían que madrugar al día siguiente. Por nada del mundo podría compartir ese día el mismo espacio físico con Esteban y Corso. Era probable que él no acudiera puesto que ahora estaba acompañado de su mujer, pero no se arriesgaría. En ausencia de Corso se sentía más o menos capaz de mentir, pero en su presencia sería incapaz de ocultar sus emociones.
—No te podrás despedir ni de Neli… —dijo Isolina, en un último intento por convencerla.
—Cualquier día regreso. Además, no me gustan las despedidas.
Brianda sabía que era absurdo, pero algo en su interior le decía que una despedida verbalizada, una palabra tan inocente como adiós, llevaba implícito tanto el concepto de término como la incertidumbre del reencuentro. No podría pronunciarla ante Corso.
Ya en la cama, Esteban cayó dormido enseguida, pero ella no podía conciliar el sueño. La intensa lluvia al golpear sobre las losas del tejado, el gorgoteo de las canaleras y los espantosos truenos la hacían estremecer, aunque la verdadera razón de su desvelo era otra. No podía quitarse de la cabeza su inesperada aventura con Corso, ni del corazón los nuevos sentimientos de culpabilidad por su infidelidad.
Alrededor de la medianoche, un ruido llamó su atención desde el exterior. Se levantó y miró por la ventana.
Una sombra se movía como un espectro desorientado e indeciso bajo la tenue luz de la única farola. Enseguida supo quién era. Montado sobre Santo, Corso tan pronto guiaba las riendas hacia un extremo de la era como obligaba al caballo a desandar el camino. Al cabo de un rato, Santo soltó un fuerte relincho de protesta y se puso de manos.
Un relámpago anunció la gestación de un trueno en algún lugar de las entrañas del valle. El corazón de Brianda comenzó a latir con fuerza. Apoyó la mano en el helado cristal de la ventana. El ronco murmullo fue creciendo en intensidad y se detuvo de golpe unas décimas de segundo antes de reventar sobre las rocas del monte Beles y convertirse en un rugido ensordecedor. Los cristales temblaron y la luz de la farola se apagó. La lluvia caía ahora a chorros sobre Corso, convirtiendo su fuerte imagen en una figura desoladora.
Brianda deseó abrir la ventana y gritar su nombre. Sentía que tenía que hablar con él una vez más antes de que se fuera. Deseó pedirle que la esperara, decirle que descendería a toda prisa hasta la puerta de entrada, que correría hacia él y que calmaría a Santo con una caricia sobre su quijada, que lo calmaría a él con una caricia sobre su rostro…
—¿Dónde estás? —preguntó Esteban, intentando sin éxito encender la luz de la mesilla.
Los nervios se apoderaron de Brianda, obligándola a permanecer en silencio mientras deseaba ser invisible. Debía alejarse de esa ventana y evitar que Esteban descubriera a Corso, pero no podía moverse. Su cuerpo no la obedecía. Sus ojos solo querían escudriñar la oscuridad, desesperados, a la espera de otro instante fugaz de luz.
Esteban empleó el móvil como linterna y la localizó. Se acercó a ella, rodeó su cintura con los brazos y, adormilado, apoyó la cabeza sobre su hombro con los ojos cerrados.
—Vaya tormenta —dijo con voz ronca—. Da miedo.
Como un latigazo, otro relámpago iluminó la noche. Sin apartar la mirada de la era, Brianda percibió que Corso levantaba la vista. Creyó distinguir en su rostro herido un rictus crispado y agresivo. Entonces, Corso liberó la dolorosa tensión con la que sujetaba al rabioso caballo y lo espoleó con furia para que saltara la verja. Al galope, se disolvió en la oscuridad.
Brianda sintió que la angustia la obligaba a apretar los dientes. No recordaba la última vez que había notado tanta tensión en sus mandíbulas, en sus manos, en su cuello y en su respiración. El silencio de Esteban indicaba que no había visto al otro, pero era otra la causa de su agonía. Hacía unas horas Corso había sido plenamente suyo y ahora desaparecía, regresaba con su esposa, cuando ella tenía sus gestos, su olor, su voz y su sabor todavía adheridos a sus sentidos. Aquello significaba el final. La odiosa palabra. Adiós.
Su aventura había terminado nada más comenzar.