11.
Brianda apenas pronunció palabra durante el resto del día. El dolor de cabeza que tenía desde que habían regresado del monasterio la obligaba a mantener los ojos entrecerrados y la vista baja. Pensó que gracias a eso podía evitar la mirada siniestra de Colau, quien, sentado ahora frente a ella, esperaba inmóvil a que Isolina le sirviera la cena. Su mera presencia le resultaba cada vez más insoportable y le irritaba que ni su tía ni Esteban parecieran percatarse de que su actitud hacia ella era especialmente desagradable y de que no dejaba de espiar todos sus gestos y movimientos. Si para ella ya resultaba terriblemente inquietante que una de sus visiones hubiera resultado cierta, más desconcertante era que, al descubrir las marcas del confesionario, Colau la hubiera acusado de fisgar entre sus cosas, cuando ni siquiera se había atrevido a asomar la nariz en su despacho. Por más vueltas que le daba, no podía hacerse una idea de qué secreto tan importante podía él ocultar que tuviera que ver con los dibujitos del boj y la aliaga, y desde luego, no pensaba preguntárselo aunque su curiosidad fuera en aumento. Y también estaba Neli y su ilusoria convicción de que podía ayudarla a curarse…
El teléfono sonó en la cocina e Isolina respondió. Por el tono de voz y el tipo de comentarios, Brianda supo enseguida que era su madre quien llamaba. Después de unos minutos, Isolina le pasó el inalámbrico. Brianda salió al vestíbulo en busca de intimidad. Le producía mucha pereza hablar con Laura. Tendría que contarle la verdad: no se encontraba mejor y ahora, además, había perdido su empleo.
—¿Cómo estás? —preguntó la voz alegre de su madre.
—Bien —respondió Brianda sin entusiasmo.
—Ya me ha dicho Isolina que Esteban ha subido a verte. Me imagino que volverás pasado mañana con él. Se te acaban las vacaciones…
—No exactamente. Verás. Hay algo que papá y tú no sabéis todavía… —Tomó aire—. Me han despedido. Recortes de personal.
Laura guardó silencio. Luego dijo:
—Pues razón de más para regresar enseguida. Tendrás que arreglar los papeles del paro y empezar cuanto antes a buscar otro para no perder el tren.
—¿Qué tren? —susurró Brianda de manera imperceptible.
Cerró los ojos y se masajeó las sienes con el pulgar y el índice de una mano mientras su madre continuaba hablando. No sabía qué hacer con su vida. Justo en esos momentos no se sentía capaz ni de subirse a ningún tren ni de retomar una vida que veía difusa en un lugar como Madrid, que también había comenzado a antojársele lejano. Volver a Madrid suponía regresar con Esteban, pero ¿cómo iba a acostarse todos los días con un hombre al que su cuerpo rechazaba? Podría quedarse más tiempo en Tiles, pero tampoco creía que fuese el lugar donde encontrar el sosiego y la tranquilidad con la actitud de Colau y los misterios de Neli. Siempre se había considerado una mujer juiciosa; siempre había hecho lo correcto de cara a los demás, pero ahora estaba desorientada.
En cuanto pudo, le devolvió el teléfono a su tía para que terminara la conversación por ella. Cuando colgó, Isolina le dijo en voz muy baja:
—Te hemos oído. No lo sabía, hija, lo siento. Ya sabes que puedes quedarte aquí el tiempo que quieras.
Brianda le dio un breve abrazo de agradecimiento. Se sirvió un vaso de agua y se tomó un ibuprofeno.
—¿Os importa si me acuesto ya? ¿Esteban?
—No te preocupes —respondió este—. Yo aprovecharé para leer un rato. Tengo un par de casos que preparar para el lunes y ya estamos a viernes.
Brianda subió al dormitorio y se acostó.
Lo último que pensó antes de que el sueño la venciera fue que le producía pena marcharse de ese lugar sin conocer Lubich. Estaba claro que no había mejorado. En dos semanas, ni siquiera se había atrevido a cruzar esa línea del bosque hacia lo desconocido.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, vio a Esteban tomando notas en la mesa junto al balcón. La luz del sol que iluminaba la habitación era tan intensa que no podía abrir los ojos.
—Buenos días, dormilona. —Esteban se sentó en la cama y se inclinó para besarla—. Son las once y hace un día increíblemente bonito. ¿Estás mejor?
Brianda asintió.
Se levantó y, después de una rápida ducha, se puso unos tejanos, una camisa y un jersey blancos que adornó con un alegre foulard. Se sentía sorprendentemente animada. El descanso le había sentado bien.
—¿Te apetece dar un paseo? —le preguntó a Esteban.
Esteban señaló sus papeles.
—Voy muy mal de tiempo… Seguro que Isolina te acompaña.
Brianda bajó a la cocina, se tomó un café con leche y salió afuera en busca de Isolina, a la que divisó en la parte posterior de la casa limpiando los restos de flores y plantas secas de unos parterres. La observó unos instantes y se preguntó para qué se esforzaría tanto si ni en veinte vidas aquello conseguiría parecer un jardín de verdad. Pero ahí seguía ella, cumpliendo sola año tras año con sus pequeños retos cotidianos. Iba a llamar su atención, pero recordó sus pensamientos de la noche anterior y se detuvo. Desde hacía días, ella tenía un desafío mucho mayor.
Cruzó la era en dirección contraria a su tía y tomó con decisión el camino hacia la fuente. Como si la hubiera estado esperando, Luzer, tumbado a unos metros fuera de la verja, se levantó y comenzó a seguirla. Brianda buscó con la mirada bajo un fresno reseco y cogió un grueso palo por si tenía que librarse de él. Si había alguien a quien no echaría de menos cuando se fuera de Tiles eran ese animal y su dueño. Con el perro pisándole los talones, llegó al cruce del camino de Lubich, justo antes del cementerio. El corazón comenzó a latirle con fuerza.
Recordó las veces que había recorrido ese camino de exuberante vegetación justo hasta el límite donde las plantas trepadoras se apoderaban del paisaje y decidió intentarlo una vez más. Tal vez pasara mucho tiempo antes de que tuviera otra ocasión. Se preguntó hasta dónde sería capaz de llegar y si se atrevería por fin a atravesar el bosque que llevaba a Lubich.
En ese momento, todo estaba a favor de intentarlo: hacía un día precioso, con un sol radiante y una ausencia total de nubes y sombras y Luzer, aunque la miraba con actitud de espía, proporcionaba cierta seguridad al marcar con sus gestos cualquier presencia extraña y al asustar con sus ladridos a algún otro animal.
Después de un cuarto de hora caminando consiguió acostumbrarse al colorido paisaje del otoño y al silencio de la naturaleza, interrumpido por puntuales ruidos secos, y se relajó. El paseo había elevado la temperatura de su cuerpo, por lo que se quitó el jersey y se lo anudó a la cintura. Luzer abandonaba el camino para olfatear entre los árboles y regresaba rápidamente, como si intuyera que no debía dejarla sola. Un rato más tarde, se sorprendió de la paz que comenzaba a embargarla por primera vez en meses. Se sentía serena, tranquila e incluso feliz. Pensó que tal vez se debiera al hecho de haber superado un miedo concreto: ella sola había conseguido adentrarse en la inquietante espesura de ese bosque del que tantas otras veces había huido, acompañada de un animal que más parecía un lobo que un perro. Y no pasaba nada. Ni había monstruos, ni fantasmas, ni peligro de muerte inmediata, sino una muestra de naturaleza excesiva en un lienzo vivo de tonos verdes, rojos, amarillos, ocres, grises y azules, del que ella formaba parte con la misma espontaneidad que cualquiera de los árboles, las hojas de las enredaderas, las piedras y el cielo.
Por fin, ella, el camino y el bosque se detuvieron ante una muralla de piedra cuya única abertura estaba ocupada por una verja de hierro forjado de unos tres metros de altura. La calma dio paso al asombro. Ese era el alarmante lugar al que prohibían ir a los niños, el tenebroso castillo dominado por presencias extrañas donde podían desaparecer los jóvenes del valle. Se preguntó dónde estaría, si es que existía, el peligroso precipicio.
Las hojas de la verja, abiertas, tentaron a Brianda a entrar en ese rincón donde el tiempo se había dormido hacía siglos. Dio varios pasos y entonces Luzer se puso a gruñir con la misma agresividad que había mostrado aquella noche con Neli, solo que ahora evitaba acercársele. A Brianda se le erizó el vello de la nuca. Tuvo la absurda sensación de que Luzer quería impedir que continuara no tanto porque presintiera un peligro inminente del que quisiera avisarla, sino por frustración al no atreverse él mismo a cruzar los límites de la verja. Pero ahora que ella había llegado hasta allí, no pensaba detenerse.
Con los sentidos alerta y el corazón palpitante avanzó por el camino empedrado que onduló unos cien metros hasta una explanada con restos de material de obra donde se levantaba una turbadora mansión de piedra oscurecida por los siglos. La visión del macizo y sobrio edificio de mampostería sin pulir con alguna aspillera como único adorno hizo que se olvidara de los ladridos ya roncos de Luzer.
Unas voces y ruidos la guiaron hacia un colosal portalón de sillares blasonado en cuyos goznes se sujetaba una puerta de madera de casi cuatro metros de altura, adornada con clavos gruesos como huevos sobre unas piezas de forja en forma de rombo. Asomó la cabeza y vio que por ahí se accedía a un patio interior, también descubierto. Tuvo que echar toda la cabeza hacia atrás para disfrutar del elaborado entramado de madera que cubría el pasadizo y sintió vértigo; por el propio gesto y por la magnificencia de la construcción. Ya en el patio, tan amplio como la plaza mayor de muchos pequeños lugares, volvió a maravillarse por el cambio en tan pocos metros respecto del exterior. La altísima torre, con grandes sillares en las esquinas, servía de solemne punto de unión entre el primer edificio que había traspasado y otro más elegante cubierto de hiedra, probablemente la residencia principal, con ventanas también de sillares, algunas de las cuales mostraban antepechos de madera con tallas de cordón, y un par de preciosas ventanas trilobuladas. Los otros edificios adosados eran más sencillos —supuso que serían antiguas cuadras y pajares—, pero el alero de canes tallados y decorados con volutas y motivos sogueados confería una unidad a todo el recinto.
Lubich le atrajo por su magnificencia y suntuosidad; pero había algo en ese entorno pétreo que la sobrecogía y la hacía estremecer. Desde luego, ahora entendía por qué Corso estaba tan ocupado con esa casa; pero lo que escapaba a su comprensión era la razón por la que un hombre solitario había decidido acometer una obra de semejante envergadura en ese lugar apartado del mundo.
En la parte más alejada del patio, donde aún había andamios montados, un grupo de obreros continuaba su trabajo ajeno a la presencia de la joven. Brianda reconoció a Bernardo, el marido de Petra, y dudó si acercarse y preguntar por el dueño.
—¡Vaya sorpresa! —exclamó la voz familiar de Jonás. Su sonrisa provocó que las pequeñas arrugas de sus ojos resaltaran en su rostro polvoriento—. ¿Qué haces por aquí?
—He salido a dar un paseo y me he dejado llevar por la curiosidad. Espero que no le moleste al dueño que me haya presentado sin avisar… —Era una forma indirecta de saber si Corso estaba ahí o si iba a sufrir una decepción. Y tenía que admitir para sus adentros que sentía unas irrefrenables ganas de encontrarse con él.
En ese momento, de algún lugar surgió un dumper que circulaba a gran velocidad a pesar de estar cargado de escombros.
—No creo que le moleste —dijo Jonás—. Ahí está.
El vehículo frenó en seco a pocos metros y Corso, con el torso desnudo, bajó de un salto. Rápidamente desanudó la camisa que llevaba atada a la cintura y se la puso. También instintivamente se atusó el cabello para ordenar los mechones rebeldes y se sacudió los pantalones como si con unos simples gestos pudiera conseguir una apariencia digna ante la inesperada visita.
Brianda se quedó paralizada al verlo. Deseó que no se le notara el rubor que súbitamente se apoderó de sus mejillas. Se sentía completamente bloqueada. En segundos le tocaría saludarlo. Dudaba qué hacer, si darle dos besos, estrechar su mano, o expresar verbalmente que se alegraba de volver a verlo; pero temía no poder hablar, pues le temblaba el cuerpo y le rechinaban los dientes, como si tuviera mucho frío, cuando lo que estaba era hecha un manojo de nervios.
Levantó la vista y su mirada se cruzó con la de Corso. La mansión, el patio, la torre y los aleros decorados pasaron a un borroso segundo plano. Si no fuera por la nitidez con la que resaltaban la imponente figura del hombre, su camisa suelta sobre los tejanos, su oscuro cabello alborotado y su mirada profunda, hubiera creído que se iba a desmayar. Notó el pulso acelerado, las malditas palpitaciones, la opresión en el pecho, el dolor en la nuca. Tenía que decir algo, pero no encontraba las palabras. ¿Cuánto se conocían? ¿Mucho, poco? ¿Pensar y soñar con él contaba?
Corso se inclinó sobre ella para besarla en la mejilla y Brianda percibió cada fotograma de ese plano en cámara lenta: la mano de Corso sobre su antebrazo; el rostro de Corso acercándose al suyo; el roce de su piel áspera sobre su mejilla; la cercanía de sus labios y de su aliento de camino a la otra mejilla; los ojos abiertos, deleitados, durante la separación.
El gesto inofensivo de saludo entre dos personas cualesquiera provocó una sacudida en lo más profundo de su ser. En ese reducto histórico, impasible desde hacía siglos, su reloj interno perdió el ritmo, incapaz de medir la duración o separación de los acontecimientos antes y después de la presencia de Corso; se detuvo en un eterno y extraño presente atemporal formado por eventos simultáneos que podrían haber sucedido ya o tal vez no. Lo lejano parecía cercano; lo cercano, desconcertante; lo desconcertante, deseoso de suceder en un bucle de vacío en el cual el tiempo se curvara sobre sí mismo para regresar a un punto pasado.
Una frase la rescató de ese vértigo.
—¿Te gustaría ver la casa?
—Me gustaría mucho, pero tal vez en otra ocasión —consiguió decir—. No quiero interrumpir tu trabajo.
Brianda se sonrojó por su propia mentira. No había otra cosa que deseara más que conocer Lubich de la mano de Corso, pero no quería demostrar demasiado interés delante de Jonás. Hasta ese momento, todo había sucedido de manera muy casual.
—Lo bueno de ser el dueño es que puedo parar cuando quiera. —Hizo un gesto hacia el dumper—. Jonás, todo tuyo.
Este se despidió y regresó al trabajo.
Permanecieron unos segundos en silencio. Brianda había deseado tanto encontrarse de nuevo con él que no sabía muy bien cómo enfrentarse a la situación. Se preguntó si a él le sucedía lo mismo.
—Bien —dijo, por fin, Corso—. Empezaremos por el principio.
La guio hacia la puerta del edificio más elegante, sobre la que había un dintel con unas palabras talladas.
—Johan de Lubich, 1322 —leyó Brianda—. Produce escalofríos pensar en su antigüedad.
—La piedra apareció entre un montón de escombros. Me pareció que este sería buen sitio para recolocarla. Casi todo lo que ves ahora no era más que un esqueleto hace unos meses.
—He de decir que estoy impresionada con lo que he visto. —Brianda deslizó su vista por los edificios por no mirarle directamente a él—. No sé en qué condiciones estaba todo esto cuando empezaste la rehabilitación, pero el resultado es magnífico. ¿Cómo supiste qué tenías que hacer?
Corso agradeció el comentario con una sonrisa.
—Tenía unos bocetos de un antepasado que me han servido de guía…
—¿Tu familia vivía aquí?
—No exactamente. Durante siglos, Lubich ha sido siempre la parte olvidada del patrimonio de mi familia en Siena. Desde las escrituras más antiguas, cada nuevo propietario tenía que aceptar, como cláusula indispensable para adquirir la condición de heredero único y universal, el compromiso de hacerse cargo de esta propiedad en el antiguo condado español de Orrun. La cláusula no explicitaba qué quería decir exactamente «hacerse cargo», de modo que durante siglos mi familia se limitó a pagar los impuestos correspondientes para continuar acreditando la propiedad. Cuando falleció mi padre, mis hermanos y yo nos dividimos la herencia y esta parte me tocó a mí…
Brianda escuchó sus explicaciones asombrada.
—¿Y no lo habías visto nunca antes? —preguntó.
—A excepción de un antepasado viajero del siglo XIX que cruzó los Pirineos para conocer el valle de Tiles, nadie más de mi familia ha estado aquí. Hizo un cuaderno de viaje ilustrado con dibujos a plumilla de los restos de lo que debió de ser la magnífica Casa Lubich original. Me basé en ellos para comenzar la reconstrucción y luego…, no sé cómo explicarlo, pero un sexto sentido me indicaba cómo continuar. No sé si a ti te ha pasado alguna vez.
—¿Saber algo sin saber por qué? —Brianda esbozó una sonrisa amarga—. Ya lo creo.
Corso la miró tan fijamente que ella se estremeció y buscó cobijo en el oscuro zaguán de dimensiones proporcionales a la grandiosidad de todo en aquel lugar, dominado por la escalera más preciosa que ella hubiera visto jamás. Un primer tramo de escalones con barandilla de piedra conducía a un rellano presidido por una pintura de tema religioso, donde la escalera se bifurcaba en dos brazos divergentes con barandilla de forja que después de los respectivos rellanos convergían en una puerta.
—La escalera lleva a la zona de los dormitorios, pero empezaremos por los salones. —Corso señaló unas recias puertas bajo la escalera.
Brianda lo siguió y, al poco rato, temió agotar su repertorio de adjetivos y expresiones de asombro durante el recorrido por la planta baja. Optó por asentir cortésmente a las explicaciones de Corso. Aunque a ella le parecía que la decoración era tan excesiva como la construcción, él le decía que todavía faltaban muchas cosas por desembalar y colocar en su sitio o por llegar de Italia para que la casa fuese completamente acogedora. Brianda no sabía exactamente de qué mundo había surgido Corso, pero desde luego, tenía que ser uno muy diferente al del resto de los mortales. Hablaba de los muebles, a los que se refería utilizando nombres que ella nunca había escuchado, sin rastro de afectación, como si fueran miembros de su familia. En sus labios, una palabra como cornucopia, ese espejo dorado que ahora le mostraba, lejos de sonar extravagante u ostentosa, expresaba sencillamente un objeto con una historia, un recuerdo o una anécdota de cómo lo había conseguido. Al principio de la visita, Brianda había tenido la sensación de estar en un museo estático; sin embargo, al escuchar a Corso, las diferentes estancias de la casa se iban convirtiendo en una vibrante galería llena de vitalidad.
—Y este es el último despacho de esta planta. —Corso le cedió el paso a un pequeño cuarto en el que la mayoría de los objetos estaban envueltos todavía en plástico de burbujas—. Comunica con el patio de entrada.
La mirada de Brianda se centró en una pequeña arquilla con asas en los costados para permitir su transporte que reposaba sobre una estrecha mesa de patas torneadas. Ella no entendía mucho de antigüedades, pero esa pieza le resultó especial.
—¿Qué es? —preguntó.
Corso se acercó, abrió la tapa frontal del mueble y descubrió una serie de gavetas en su interior.
—Es como un escritorio o contador de nogal. —Tiró de la anilla de un cajoncillo—. Se utilizaba para guardar documentos, objetos de valor o dinero. La tapa servía para apoyar el papel y escribir. La heredé con la casa. —Percibió el gesto de extrañeza de la joven y explicó—: Por razones que desconozco, este objeto está ligado a esta casa. Así lo han ido transcribiendo los notarios en cada escritura de transmisión de herencia.
Brianda deslizó la mano para apreciar la suavidad de la madera pulida y de las minúsculas piezas geométricas de hueso y boj que formaban motivos decorativos de cierto aire mudéjar. Acababa de ver objetos magníficos en la casa, pero si tuviera que elegir uno, sin duda alguna se quedaría con ese. En el centro, había una graciosa portezuela adornada con un sencillo dintel y cerrada con una diminuta cerradura.
—Supongo que aquí guardarían lo más importante… —comentó.
Corso extrajo una minúscula llave de un cajón y abrió el compartimento.
—Sí, como ves, una auténtica caja de caudales que se podía abrir con cualquier cincel —bromeó.
Brianda acarició el interior del armarito, en el que había cuatro pequeñas piezas de madera en cada esquina a modo de columnas. Las cuatro habían sido pulidas, pero una de ellas tenía una muesca invisible a la vista pero apreciable al tacto. De repente, el corazón le dio un vuelco y un inesperado vacío se apoderó de su pecho. Se llevó la mano a la frente y la notó fría y húmeda. Tuvo que apoyarse sobre la mesa para no desvanecerse.
—¿Qué te pasa? —preguntó Corso alarmado—. Te has puesto pálida. —Miró su reloj y vio que llevaban casi dos horas de visita—. La culpa es mía, por cansarte con tanta explicación. ¿Quieres tomar algo?
Brianda negó con la cabeza. Analizó su cuerpo y se percató de que, por la razón que fuera, esa vez el mareo había sido muy fugaz. Lo más probable era que hubiera sufrido una versión abreviada y descafeinada del síndrome de Stendhal ante tanta acumulación de belleza y arte.
—Estoy bien, gracias. —Dedicó al joven una tranquilizadora sonrisa—. Un poco de aire fresco será suficiente…
Corso la guio hasta el zaguán de la escalera principal, donde pareció dudar.
—Podemos salir al jardín, pero está todo en obras. ¿Seguro que no quieres comer nada? ¿O preferirías ver la torre? Las vistas son magníficas…
Brianda miró su reloj. Era la una.
—¿No es demasiado tarde para ti?
Para ella lo era, pero no sabía cuándo tendría otra ocasión de estar con Corso a solas. Quería alargar como fuera el tiempo en su compañía.
—Tengo todo el tiempo del mundo —se apresuró a responder él.
—Entonces, elijo la torre.
Ahí estaba el precipicio, confirmó Brianda, asomándose con cautela a una de las aberturas de la segunda planta de la torre.
Detrás de Casa Lubich la tierra realmente se terminaba ante una cortada natural de decenas de metros de altura. Desde allí pudo comprobar que la construcción descansaba sobre pura roca. Le resultaba difícil imaginar los complicados andamiajes necesarios para elevar las paredes de la torre y de la parte trasera de la casa. Solo cuando los sentidos lograban acostumbrarse a la sensación de vértigo y vacío podían empezar a deleitarse con el maravilloso paisaje que se desplegaba más allá del abismo: vastos terrenos fértiles se extendían entre los límites laterales de los bosques de Lubich a la derecha y la falda del monte Beles a la izquierda hasta los pies de las cumbres más altas de la comarca, cuyos picos estaban ya cubiertos por las primeras nieves del año. La ubicación de la torre revelaba que Casa Lubich había sido una fortaleza infranqueable. Brianda se preguntó a quién habrían temido siglos atrás y qué guerras habrían tenido lugar allí. Seguramente esa sima había recibido muchos cuerpos en sus profundidades. En esos momentos deseó saber más de la historia del valle.
—¿Qué te parece? —susurró Corso concentrado en la expresión de la joven—. ¿A que vale la pena subir todas esas escaleras?
Brianda asintió con la cabeza sin apartar la mirada del horizonte. Sentía a Corso tan cerca que no quería ni girarse por no toparse con su mirada. Una repentina brisa acarició sus mejillas, proporcionando algo de alivio al calor que recorría su piel.
—Aquí paso muchas horas —confesó él—. Cuando llegué, tuve dudas al ver todo el trabajo que había, más del que había imaginado. Lo primero que reconstruí fue la torre, tal vez porque desde aquí podía ver todo el conjunto. Luego, cuanto más subía, más me enamoraba de la vista del paisaje y de los adelantos que iba haciendo. Ahora ya tengo la sensación de que este es mi sitio; de que lo he encontrado. —Soltó una breve carcajada para restar seriedad a sus palabras—. Suena bien: mi sitio.
—¿Y por qué no lo era el lugar del que vienes? Esto está tan lejos de tu casa y de tu familia…
Corso se encogió de hombros.
—No lo sé. Pero llegó un día en que supe que necesitaba un cambio.
Sus palabras aumentaron la curiosidad de Brianda, como si deseara escuchar en los labios de Corso las respuestas a las preguntas que ella se formulaba continuamente.
—¿Y qué te hizo cambiar?
Corso guardó silencio unos segundos. Brianda lamentó haber sido demasiado atrevida, pero no se disculpó. Escuchar a Corso la tranquilizaba; si, además, conseguía que le contara detalles sobre su propia experiencia que pudiera cotejar con la suya, mejor.
—Al poco tiempo de morir mi padre, tuve un accidente. Mi mejor amigo murió. —Ahora Brianda sí se giró para mirarlo. El hombre tenía el ceño fruncido en un gesto de dolor—. No fue mi culpa exactamente, pero yo conducía y yo fui quien insistió en seguir la juerga esa noche. —Instintivamente se llevó una mano a la cicatriz y Brianda supuso que ahí estaba la explicación sobre la herida—. Me costó mucho superarlo. No sé si todavía lo he hecho. Le puse su nombre a mi caballo, Santo, para tener su recuerdo siempre presente. Luego surgió la posibilidad de hacerme cargo de esta herencia y me lo planteé como una mezcla de penitencia y reto; necesitaba algo diferente, lejos, que supusiese tanto esfuerzo que me obligara a seguir…
Detuvo su explicación bruscamente, como si de repente se hubiera sorprendido por mostrarse tan explícito ante una persona a la que hacía muy poco que conocía. Se inclinó sobre ella y preguntó:
—Y tú, ¿has venido de vacaciones? ¿Te quedarás mucho tiempo en Tiles?
Brianda parpadeó. Por primera vez en semanas supo algo con certeza. Junto a Corso, en esa torre elevada hacia el cielo que pretendía competir en verticalidad con las montañas del entorno —las únicas presencias imperturbables ante el paso del tiempo y de generaciones—, su corazón le decía a gritos que lo que quería era quedarse para siempre.
Bajó la vista, avergonzada por sus propios deseos. Incapaz de responder a una pregunta tan sencilla, pensó en las razones por las que Corso se había alejado de su tierra natal. La muerte de personas cercanas había sido el detonante del cambio. En su propio caso, sin embargo, no había nada que pudiera causar esa indecisión vital que la enfermaba. Seguía sin saber qué quería realmente. En Tiles no encontraba la paz, pero temía que la solución tampoco estuviera en retomar su vida en Madrid.
Alzó la vista hacia el rostro de Corso. Ojalá tuviera ella una cicatriz física como recordatorio de algo concreto y tangible, aunque terrible; una prueba evidente y papable del proceso de sanación de una herida. La carne cicatrizaba rápido: el alma no. Deseó recorrer la marca larga, profunda y gruesa con sus dedos…
… y lo hizo.
Su mano acarició suavemente la mejilla del hombre, desde el ojo derecho hasta la barbilla. Percibió el contraste entre la piel quemada, suave, y la aspereza de la piel sin afeitar.
Deseó que él no se apartara, molesto, y no lo hizo. Corso cerró los ojos y disfrutó de la caricia, presionando ligeramente el rostro contra sus dedos. Puso su mano, grande, curtida, sobre la de ella y la guio para que ampliara su radio de acción hacia la otra mejilla y después hacia sus labios, donde la detuvo para besar suavemente sus dedos, con exquisita delicadeza, antes de continuar el viaje hasta su pecho, donde la mantuvo cobijada entre las suyas, en silencio, durante unos eternos segundos, como si esperara una indicación para que la liberara que ella no hizo.
Entonces, Corso la rodeó por la cintura con sus brazos y la atrajo hacia sí. Se inclinó en busca de sus labios y ella se los ofreció dispuestos a fundirse con los suyos en un beso tentativo, tímido y contenido primero, y denso, húmedo, hambriento y anhelante, después. Luego, él se apoyó en la pared junto a una de las ventanas abiertas al vacío para poder acomodarla mejor entre sus brazos. Brianda pudo sentir cada centímetro de su cuerpo pegado al suyo y el contacto le produjo una desconocida y placentera sensación de abandono y necesidad, de urgencia y cercanía, que deseó que no terminase nunca.
En un momento de respiro, Brianda abrió los ojos y solo vio la inmensidad del paisaje más allá de la torre. Por primera vez en meses, el vértigo le resultó familiar y deseable. Saboreó la débil borrachera del trastorno del sentido del equilibrio y del movimiento oscilante de las piedras, los campos, los árboles, las cumbres y el cuerpo de Corso. Por primera vez en meses, deseó que la repentina y generalmente pasajera turbación del juicio se apoderase de manera perenne de su ánimo, y que la sensación de inseguridad y miedo, de temblor y flojedad de las piernas, la obligara a buscar un permanente refugio en los fuertes brazos de ese hombre.
Durante un tiempo indefinido, cada beso, cada caricia, cada presión de los dedos de ella sobre la nuca, los antebrazos y la cintura de él; cada presión de los dedos de Corso sobre la espalda, las nalgas, el vientre y el pecho de ella marcaba un territorio al que ella ambicionaba regresar al poco de la salida, con una premura y una codicia irracional, como si, en cualquier momento, el camino entre el punto de partida y de destino pudiera ser asaltado por malhechores; como si, en cualquier momento, la cercanía se pudiera convertir en un abismo físico y temporal. Antes de caer, debía apresurarse a compartir con él la urgencia por desnudarse, reconocerse, examinarse, acoplarse, sentir la tensión de cada músculo y la humedad de la piel, balancearse y compartir cómplices susurros y suspiros.
Brianda sentía que debía amarlo para cuando no hubiera torre que los apartara del resto del mundo a plena luz del día; para cuando regresara el vértigo de su culpabilidad y su desconcierto por su súbito enamoramiento, tan antiguo como las tumbas del cementerio, los monasterios, las casas, las iglesias, los doseles tallados, los sillares de los muros y los adornos de boj de escritorios de diminutas columnas sobre los que se inclinaron otros como ellos, con sus propios miedos y esperanzas, angustias, deseos y frustraciones, antes, mucho antes, de que ella cabalgara junto a Corso a lomos de un negro frisón.
Debía amarlo porque, sin saber la razón, sentía que tenía que recuperar el tiempo perdido.