10.
Brianda y Esteban dejaron atrás el territorio del monte Beles para adentrarse en una angosta carretera que atravesaba un bosque de hayas, robles, pinos y olmos. Poco después, se internaron en un estrecho desfiladero que trazaba, firme pero ondulante, el límite de Tiles con Besalduch, el siguiente municipio hacia el oriente, donde estaba el monasterio en el que iban a encontrarse con Neli. Había llamado a primera hora de la mañana para decirles que estaría en el archivo sobre las diez. Como Brianda no tenía nada mejor que hacer y algo de curiosidad había hecho presa en ella, había accedido a acompañarla. En el último momento también Esteban se había apuntado, aunque luego tendría que encontrar tiempo para ponerse al día con su trabajo.
Continuaron por la estrecha carretera varios kilómetros más. Brianda se fijó en que las paredes del congosto servían de guía al río que se vislumbraba a la derecha, abajo. La roca caliza, desgastada por el paso del agua a lo largo de los años, había moldeado un grotesco paisaje acostumbrado a la ausencia de los rayos de sol. Por fin, una señal les indicó que debían dejar el coche y continuar andando y aparcaron en una pequeña explanada de tierra donde Neli los esperaba junto a su destartalado todoterreno, con la nariz y las mejillas enrojecidas, soplándose los nudillos y protestando por cómo había cambiado el tiempo en pocos días. Esa mañana no hacía viento, pero la baja temperatura mantenía la escarcha pegada a la dura tierra.
Neli los guio y descendieron en fila por un húmedo sendero, apenas trazado, hacia el río, al que acompañaron en sus meandros un buen rato hasta que el caminillo se ensanchó y se convirtió en una vía de piedra que indicaba el comienzo del recinto monumental, al que había que acceder por un empinado puente de piedra.
Brianda se quedó sin aliento al vislumbrar ese escenario de película medieval que la vegetación había ocultado durante siglos. En una extensión de no más de una hectárea se levantaban dos preciosos edificios y las ruinas de un tercero. Parecía que el tiempo se hubiera detenido en ese lugar. Solo faltaba que aparecieran monjes encogidos, ordenando el vaho de sus respiraciones en una fila, para sentir una completa regresión al pasado en ese inesperado remanso de paz a los pies de altas montañas.
—Tengo que reconocer que no me esperaba esto… —comentó Esteban.
Brianda asintió en silencio. Tal vez él se sintiera sobrecogido por la magnificencia del lugar, pero a ella le resultaba de una belleza fría, pétrea, desalmada.
Cruzaron a la otra orilla y Neli les mostró con rapidez los edificios. Al sur había una pequeña ermita del siglo XII, desdibujada por los esqueletos de unos árboles. Al norte, las ruinas de un antiguo palacio abacial y en el centro, su destino, el templo principal, una pequeña basílica con una alta nave central y dos pequeñas laterales rematadas en sendos ábsides de tambor decorados con frisos de celdillas romboidales. Entre las ventanas con arco de medio punto, varios arquillos ciegos formaban profundos nichos en los muros.
Entraron en la iglesia y se acercaron a un improvisado mostrador que hacía de punto de información en una esquina. Una joven alta de melena castaña los saludó. Neli la presentó como Elsa, la sobrina de Petra. Había tenido la amabilidad de abrir el monasterio solo para ellos porque en octubre cerraba hasta la primavera. Ningún turista se perdía por ese paraje en los meses de invierno.
—Para vosotros y para unos conocidos de mi madre… —puntualizó con una sonrisa antes de decir—: No sé qué buscas, Neli, pero aquí no hay gran cosa…
Elsa eligió una llave de su manojo, abrió una puerta tras el mostrador y les hizo ademán de que la siguieran. Nada más entrar, Neli emitió una exclamación de desilusión. El archivo no era sino un pequeño cuarto con cuatro o cinco estanterías, unas cuantas cajas perfectamente ordenadas por fechas y una mesa de pino en el centro.
—Lo importante se llevó hace años a los archivos diocesanos por cuestiones de seguridad —explicó Elsa—. Aquí solo quedan registros de nacimientos, bodas, testamentos y funerales anteriores al siglo XX.
—¿Y juicios? —preguntó Neli.
Elsa movió la cabeza a ambos lados.
—Que yo sepa, no. —Se dirigió a alguien tras ellos—. Buenos días. Usted ha estado aquí muchas veces. Podrá corroborar mis palabras.
Los tres se giraron a la vez.
—Colau… —Brianda lo observó con el ceño fruncido. Le parecía que había envejecido en horas. Más encorvado que nunca y con la frente surcada de arrugas, se apoyaba en el quicio de la puerta como si le faltara el equilibrio. Se preguntó si al final había decidido acudir al monasterio por curiosidad, como ella, o por espiar sus adelantos.
—Ya les dije, pero no quisieron creerme… —dijo Colau con voz ronca.
—Claro que depende de lo que os interese —añadió Elsa—. Recuerdo la última vez que vino y encontró ese testamento de Casa Anels. Era de finales del XVI, si la memoria no me falla. Tuvo suerte, porque los papeles anteriores al XVII tampoco se quedan en este archivo.
Una sombra cruzó el rostro de Colau.
—¿Y de quién era el testamento? —preguntó Brianda.
—Uno como tantos otros… —repuso él lacónico.
—Pero, claro, eso fue muy excepcional —continuó Elsa—. ¿Y sobre qué son esos juicios, Neli?
Neli pareció dudar y Brianda supuso que, tal como habían quedado con Colau, prefería guardar silencio de momento sobre los documentos encontrados en la sacristía.
—Me interesa saber si aquí, como ha sucedido en otros lugares de montaña, ha habido algún ajusticiamiento por… —hizo una pausa— brujería.
Elsa elevó la vista al cielo.
—¡Si hubieras comenzado por ahí te hubiera respondido con absoluta certeza! Hace un tiempo vino un investigador para su tesis doctoral sobre este tema y no encontró nada. Además, que yo sepa, los archivos inquisitoriales han sido ampliamente estudiados y no consta ningún proceso de brujería en estos lugares. —Soltó una risita—. O no se ha conservado nada o en este valle fuimos un ejemplo de concordia.
—De todos modos, me gustaría echar un vistazo —insistió Neli.
—Como quieras. —Elsa extendió las manos—. Si necesitáis cualquier cosa, estaré fuera.
En cuanto se marchó, Neli repasó las cajas de las estanterías, eligió las más antiguas y las colocó sobre la mesa.
—¿Me echáis una mano?
—Claro —respondió Brianda sentándose a su lado.
Esteban la imitó y los tres permanecieron un buen rato estudiando los documentos antiguos bajo la atenta mirada de Colau, inmóvil junto a la puerta.
Una hora más tarde, Neli cerró su última carpeta con brusquedad.
—Me doy por vencida —dijo enfadada—. Aquí no hay nada. Lo que ha dicho Elsa: bautizos y funerales. ¿Os falta mucho a vosotros?
Brianda negó con la cabeza. Terminó de leer un último papel, lo ordenó con los otros y se frotó los ojos.
—Al menos lo hemos intentado. ¿Tú tienes algo, Esteban?
—¿En qué año fueron las ejecuciones? —preguntó él a su vez pensativo.
—En 1592 —respondió Neli rápidamente acercándosele—. ¿Por?
—Igual es una tontería, pero…
Brianda percibió que Colau, atento a las palabras de Esteban, hacía un leve movimiento.
—Aquí hay un fragmento de la solicitud de un hombre pidiendo permiso para la exhumación del cadáver de su esposa. —Se acercó el papel a los ojos—. Creo que la fecha es de abril del noventa y dos.
—¿Y el nombre? —preguntó Neli, impaciente, situándose a su espalda.
—Pone «Señor de Anels» —respondió Esteban señalándolo con el dedo—. Eso es todo. Me pregunto qué querría demostrar. —Resopló—. Me estoy dando cuenta de que la investigación histórica es entretenida, pero puede resultar muy frustrante.
—Supongo que tampoco sabrás nada de esto, Colau… —dijo Neli con ironía, mientras sacaba una foto al documento con su móvil.
Colau no respondió. Brianda lo miró. Su rostro mostraba extrañeza, como si buscara en su mente la manera de encajar esa información.
Devolvieron las cajas a las estanterías y salieron.
—¿Alguna novedad? —les preguntó Elsa. Miró su reloj y esbozó una media sonrisa—. Si queréis, puedo enseñaros la iglesia y la exposición. La semana que viene la desmontaremos.
La siguieron mientras adoptaba una actitud profesional y comenzaba a explicar con voz monocorde que la construcción del conjunto de la iglesia seguía las llamadas armonías musicales, el sistema proporcional arquitectónico más usado en la Edad Media:
—Los números tres y siete se repiten por todo el templo. Hay tres naves de siete tramos; tres ventanas en el ábside central y siete en los tres ábsides. El número tres es el más sagrado de los números. Se atribuye al ser supremo en sus tres personalidades: material, espiritual e intelectual y a sus tres atributos, infinito, eterno y todopoderoso. Es además el número de la Santísima Trinidad, pues representa a Dios en su expresión total…
—También es el número de los nombres del planeta nocturno: Luna, Diana y Hecate —comentó Neli por lo bajo—. O el símbolo de la Tierra, cuya fecundidad se la proporcionan tres elementos: el agua, el aire y el calor. O la perfecta armonía de todas las cosas, que tienen principio, medio y fin o presente, pasado y futuro o cuerpo, alma y espíritu.
Siempre alerta a la interpretación que Elsa hacía del mundo, a cada explicación, Neli murmuraba algo con expresión contrariada. Si Elsa explicaba que el siete se correspondía con los días de la creación del mundo, con las frases que había dicho Jesucristo en la cruz, con los sacramentos, los pecados capitales, las virtudes teologales, los dones del Espíritu Santo y los sellos en el Libro del Apocalipsis, Neli contraatacaba en voz baja explicando que también eran siete las notas musicales, las artes, los colores del arco iris, los cuerpos celestes que habían dado sus nombres a los días de la semana, o los chakras en el cuerpo humano…
Brianda notó que, a su lado, Esteban se esforzaba por ahogar una carcajada.
—¿No te resulta un poco rara Neli? —le preguntó él al oído.
—¿Por qué? ¿Acaso ha dicho alguna mentira? —Brianda se sorprendió por su súbito deseo de defenderla.
—No, pero… —Se encogió de hombros. En ese momento sonó su móvil. Miró quién llamaba y dijo—: Es del trabajo. Ahora vuelvo.
Elsa les fue explicando brevemente los diferentes objetos de la exposición, dedicada ese otoño a la religiosidad popular. Brianda la escuchaba atentamente y, de vez en cuando, sentía un ligero estremecimiento. No podía liberarse de una vaga sensación de déjà vu. La joven guía señaló la última pieza. Eran los restos de una rudimentaria alacena de madera sobre un pequeño podio rectangular, separados de los visitantes por un cordel de color burdeos.
—El confesionario… —balbuceó entonces Brianda.
—Así es —confirmó Elsa—. Este es uno de los pocos tesoros de mobiliario religioso antiguo que se ha conservado en la zona. Lamentablemente, sufrió los efectos devastadores de un incendio. Como veis, sobre la parte inferior de la puerta, de perfil poligonal, se aprecia una celosía con un motivo decorativo de abanico vegetal. Es de mediados del siglo XVII.
—No —corrigió Brianda—. Se construyó a finales del siglo XVI.
—Los restos de los motivos decorativos tallados en los laterales indican…
Brianda la interrumpió de nuevo, ignorando las miradas de extrañeza que le lanzaron los demás:
—En una esquina de la parte trasera hay guirnaldas y capullos abiertos tallados en miniatura… —Podía ver las manos que golpeaban el cincel con el martillo; las virutas, alborotadas, separándose de la madera. Aquellas imágenes surgían ante sus ojos tan vivas como los miembros de su propio cuerpo—. Bajo ellos, ocupando un espacio rectangular de unos tres por cinco centímetros, una ramita de boj y otra de aliaga en flor.
Colau se acercó a ella.
—¿Y tú cómo lo sabes? —La voz le temblaba, pero había recuperado su porte conminatorio. En su mirada había desconfianza—. Desconocía tu afición por las antigüedades…
Brianda no respondió. Aturdida, agachó la cabeza.
Entonces, Colau se dirigió a la guía:
—¿Es cierto? —Lo preguntó con urgencia.
Elsa se encogió de hombros.
—No lo sé.
—¿Podemos comprobarlo? —preguntó Neli ansiosa—. Solo tenemos que moverla unos centímetros…
Antes de que Elsa pudiera responder, Colau dijo:
—No se deben tocar estas piezas tan antiguas. Ya se ve que es muy frágil.
Neli se acercó a Brianda.
—¿Qué te pasa? —preguntó preocupada—. Tu expresión… ¿Estás…?
Brianda era incapaz de definir en qué estado se encontraba. Otra vez veía imágenes sueltas, pero a diferencia de las horribles figuras provocadas por la visión de la sangre de la herida de su tío, estas eran amables: un hombre vestido de oscuro con un rictus de alegría contenida daba indicaciones; una joven dibujaba flores; otro hombre tallaba; otra joven —¿o era la misma?— se arrodillaba ante la puerta poligonal… Cerró los ojos y permaneció en silencio.
—El confesionario estaba en Tiles, en una pequeña iglesia —dijo por fin con voz firme, aunque todavía se sentía confusa—. Fue el primero que se construyó. —Suspiró profundamente y añadió, ahora con voz débil—: Necesito aire fresco. Seguid vosotros…
Salió al exterior y se apoyó en la pared. Esteban la vio y se acercó con el ceño fruncido, guardando el móvil en el bolsillo del forro polar.
—No pasa nada —mintió Brianda rápidamente—. Me estaba cansando de tantas explicaciones.
Esteban tomó su mano y la apretó con fuerza.
—Creía que ya te encontrabas mejor… —dijo con cariño y preocupación—. Anoche…
—Hoy solo he desayunado un café —replicó ella en tono tranquilizador. Si no era capaz de explicarse a sí misma la sensación de extrañamiento de su propia persona, tampoco lo compartiría con nadie más. Ni siquiera con él—. Me habrá dado una bajada de glucosa.
Al poco, Neli y Elsa salieron y se aproximaron. Le dieron las gracias por todo y, al ir a despedirse, Elsa se ofreció a acompañarlos hasta el puente para esperar a los amigos de su madre.
—¿Y Colau? —preguntó Esteban.
—Quería sacarle unas fotos al confesionario —respondió Neli—. No hace falta que le esperemos. Ha venido en su coche.
Apenas llevaban unos metros recorridos cuando Brianda, impulsivamente, dijo:
—Ahora vuelvo.
Giró sobre sus pasos, intrigada por el súbito interés de su tío hacia los restos del antiguo mueble, y entró en la iglesia sigilosamente. Lo que vio la paralizó. Colau había desplazado el confesionario medio metro de la pared para situarse tras él. No se había percatado de su presencia porque estaba completamente concentrado en el trabajo de las yemas de sus dedos, que recorrían con avidez la superficie de madera. Cuando le parecía notar algo, inclinaba el cuerpo hacia delante para cerciorarse de si había encontrado lo que buscaba o debía continuar. Y de cuando en cuando pronunciaba unas palabras que rebotaban en las piedras para llegar hasta ella con total nitidez:
—¿Por qué has venido? ¿Qué buscas exactamente?
Al poco, Colau emitió un sonido de sorpresa.
—El boj y la aliaga… —repitió varias veces, acariciando la talla con dedos temblorosos—. ¿Cómo es que lo sabías? No puede ser… ¿Has fisgado entre mis cosas?
Brianda huyó de aquella incomprensible escena. El temblor de las rodillas le impedía correr todo lo deprisa que hubiera deseado y le hacía tropezar con las piedras del suelo. Le faltaba el aire. En lo alto del puente se detuvo y se arrodilló en el suelo helado, negándose a volver la vista atrás. Cerró los ojos y comenzó a sollozar, asustada e inquieta. Sus visiones habían resultado ciertas y Colau había querido comprobarlo. ¿Por qué? No entendía nada.
Una mano se posó en su brazo.
—Vamos, Brianda —dijo Neli suavemente.
Como si ya no tuviera fuerzas para dominar su cuerpo, Brianda aceptó la ayuda de Neli para ponerse en pie.
—Tú sabes por qué vine aquí, ¿verdad, Neli? —Gimoteó—. Empecé a tener ataques de ansiedad y pensé que en el campo mejoraría, pero no es así, porque cada vez me encuentro más débil… —la necesidad de desahogarse la hacía hablar atropelladamente— y aquí todo es muy extraño… y mi tío Colau no está bien de la cabeza… y tú eres una… —Se detuvo—. ¿Por qué me miras así?
—Te he estado observando detenidamente, Brianda. Necesito más pruebas, pero creo que tengo una ligera sospecha de lo que te está sucediendo.
—¿Puedes ayudarme?
—Yo también estoy asustada y temo que me tomes por loca si algún día te atreves a escucharme. Pero de una cosa estoy segura: si mis suposiciones son ciertas, tendrás que soportar mucho sufrimiento antes de encontrar la paz. Me pregunto si estás dispuesta a padecer para recuperar la calma.
Brianda echó un paso atrás y la miró fijamente. Haría cualquier cosa por volver a ser la misma persona de antes, pero no comprendía qué podía hacer por ella alguien como Neli.
Entonces se percató de que Colau comenzaba a ascender la cuesta empedrada del puente.
—Lo pensaré —dijo simplemente, y tomó el camino hacia el coche.