5.
Encogida bajo su grueso chaquetón, Brianda deambuló por las solitarias calles de Aiscle, apenas iluminadas por el mortecino sol del último día de octubre, a la espera de que su tía realizara sus compras. Tenía la sensación de que el frío amortiguaba todos los ruidos. Del mismo modo que a ella le paralizaba los sentidos, se imaginaba a los escasos pajarillos del otoño negándose a entonar sus trinos, a las moscas desorientadas buscando una rendija por la que colarse en una vivienda y a las hojas caducas de los árboles dejándose desfallecer en silencio sobre la tierra húmeda y la hierba parda.
Llegó a una pequeña plaza de bajos edificios construidos sobre un alargado porche de arcos consecutivos. Un gato tricolor se estiraba perezoso al sol que bañaba el portal dovelado de una casa; dos abuelos conversaban con las manos apoyadas en la parte superior corva de sus bastones; una mujer joven ayudaba a un niñito a empujar el carrito de bebé para entretenimiento de los abuelos… Los percibió como si formaran parte de una escena de cine mudo en la que la ausencia de sonido provocara un gran distanciamiento. El gato no maullaba. Los abuelos no reían. Las ruedas del carrito no chirriaban.
Se sentó en un banco de madera descolorido.
Ni siquiera esas tranquilas y agradables escenas del mundo rural conseguían producirle una momentánea sensación de paz. Había deseado que un cambio de escenario pudiera calmar su inquietud y, sin embargo, su ánimo había empeorado. En realidad, si no fuera por la compañía de Isolina, su estancia en Tiles discurriría con la misma languidez y soledad con la que la casa de sus antepasados se enfrentaba al paso del tiempo. Además de a su tía, a la breve lista de sus pensamientos positivos añadiría en todo caso a la amable Neli, que tan bien parecía haberse adaptado a su nueva vida lejos de la ciudad.
Decidió llamar a Esteban, con el que se había comunicado en los últimos días por medio de breves mensajes telefónicos escritos. Lo echaba mucho de menos, pero entre semana sabía que estaba muy ocupado y, una vez ya instalada en Tiles, tampoco tenía mucho que contarle. La única novedad había sido su experiencia en el cementerio y su desmayo. En un primer momento había sopesado comentar con él su sorpresa por el descubrimiento de la inscripción en latín, lo cual indicaba que había tenido un sueño premonitorio, pero acabó por desechar la idea, al igual que se prohibió hablarle del desmayo para no preocuparle. En teoría, su viaje al campo tenía que servir para desconectar de todo y descansar, no para añadir más leña al fuego. Además, tampoco sabría cómo explicarle la extraña percepción que sentía contra ella en ese lugar. Era algo que tenía que ver no solo con la sombría disposición de su tío, acentuada tras los comentarios sobre las lápidas, o con los gruñidos de Luzer cuando se cruzaba con él, sino con algo más profundo que se extendía en su interior como un lúgubre presentimiento…
A pesar de su resistencia interior a desahogarse con quien más quería, no podía dejar de pensar en él a todas horas… En Esteban…
… y en una imagen que irrumpía en su mente a cualquier hora.
El hombre a lomos del magnífico caballo negro bajo la lluvia. El posible dueño de aquella mansión abandonada cuyo nombre no recordaba bien…
No había podido verle el rostro. Se preguntaba si sería joven o viejo, alto o bajo, rubio o moreno. Para dominar a un animal así tenía que ser fuerte, de eso estaba segura…
Un mensaje de Esteban le recordó que él debía ser el único dueño de sus pensamientos. La informaba de que estaba en una larga reunión, de que esa noche tenía cena fuera de casa, por lo que hablarían al día siguiente, y de que la echaba de menos.
Brianda suspiró no tanto por la decepción de no poder hablar con él en ese momento como por la sutil sensación de que tampoco pasaba nada si no lo hacía, tal era la abulia que embargaba su ánimo.
Este último pensamiento la sorprendió y asustó al mismo tiempo. Otra vez la asaltaba el maldito desapego. Esteban era el hombre con el que había decidido compartir su vida. Desde que se habían ido a vivir juntos, nunca habían estado separados más de dos o tres días por cuestiones laborales, al cabo de los cuales la alegría del reencuentro siempre se materializaba en una larga sesión de dormitorio. Recordó entonces la última noche que habían pasado juntos y se entristeció. Todavía no comprendía por qué lo había sentido como un extraño.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. En Madrid no se encontraba bien consigo misma, y allí, a kilómetros de distancia, tampoco. ¿Qué podía hacer?
Sonaron unos bocinazos y oyó la voz de su tía llamándola. Intentó recordar por dónde había llegado a esa plaza, pero tuvo que seguir el eco de su nombre por las estrechas calles para llegar al lugar donde habían aparcado. Isolina estaba cargando la compra en el maletero.
—¿Esperas visita? —le preguntó Brianda—. Has comprado comida para un regimiento.
—Todavía me faltan los huesos de santo para mañana. —Señaló al frente—. Aquí mismo hay una pastelería maravillosa.
Brianda sonrió mientras caminaban hacia el establecimiento, ubicado en uno de los antiguos patios de un edificio bajo. Su madre y su tía eran muy diferentes, pero coincidían en algo: cumplían todas las celebraciones oficiales del calendario según los estándares oficiales de todas las dulces tradiciones del país, complementados con las novedades publicitadas por los grandes establecimientos comerciales. Así, después de los turrones y mazapanes de Navidad, un año en su familia comenzaba con el roscón de Reyes y seguía —que ella pudiera recordar sin esfuerzo— con el de San Valero, las tetillas de Santa Águeda, los bombones de San Valentín, los bollos y virutas de San José, los dulces del Domingo de Ramos, los buñuelos y la mona de chocolate de Semana Santa, la tarta del Día de la Madre, y las tortas de Corpus Christi, San Daniel, San Roberto y la Virgen de agosto, para terminar con las empanadas de calabaza y cabello de ángel y los huesitos de santo, preámbulo otoñal de los siguientes dulces de diciembre. Si a esto se sumaban las celebraciones de cumpleaños y aniversarios, podría afirmar que sus años habían discurrido envueltos en completa dulzura…
Al evocar el esfuerzo común e inagotable de Laura e Isolina por complacer a sus familiares sintió una punzada de nostalgia. Fue algo muy vago, impreciso. Tal vez no fuera nostalgia, sino un estremecimiento de melancolía. No lo sabía con exactitud. Todavía no había perdido nada. Su estancia allí era pasajera. Un breve descanso. Unas vacaciones. Pronto volvería a su vida normal. Regresaría al trabajo. Regresaría con Esteban. Estaría cerca de sus padres. Volvería a disfrutar con lo que hasta hacía poco le producía alegría. Volvería a desear sentir las manos de Esteban sobre su cuerpo. Tal vez algún día se plantearan organizar una boda inolvidable y se lanzaran a la aventura de ser padres. Criarían unos niños preciosos a los que mimarían demasiado y con los que celebrarían todas las fiestas del año. Revivirían con ellos su propia vida desde la infancia, desde que sus padres les trajeran sus primeras tartas de cumpleaños y ellos aplaudieran con sus manitas gordezuelas y pidieran soplar una y otra vez, una y otra vez…
Se sintió mareada y se detuvo. No podía comprender cómo había pasado de esa sensación de serenidad ante las compras de Isolina a esa angustia que le oprimía el pecho. Ya estaban allí los malditos síntomas. La sensación de inseguridad. El hormigueo en las manos. El zumbido de los oídos. La sensación de desmayo inminente.
—¿Y esa cara? —preguntó Isolina frunciendo el ceño ante la expresión alicaída de su sobrina—. Estás muy pálida.
Por temor a un nuevo desvanecimiento la guio hasta un banco cercano donde se sentaron. Le tomó la mano y le habló con voz suave pero firme:
—Tranquila. Inspira hondo. Mantén el aire dentro. Cuenta hasta cuatro. Uno, dos, tres y cuatro. Ahora expulsa el aire lentamente por la boca, muy despacio… Muy bien. Ahora repítelo otra vez. Inspira…, retén…, espira… —Esperó a que Brianda abriera los ojos para preguntar con voz cálida—: ¿Mejor?
Brianda asintió. Realmente las desagradables sensaciones se habían reducido.
—¿Quién te ha enseñado esto? —preguntó.
—Lo aprendí hace años en yoga.
La joven apretó su mano en señal de agradecimiento.
—No es otra bajada de azúcar, ¿verdad? —En la mirada de Isolina había ternura y seguridad—. ¿Es posible que estés embarazada?
Brianda negó con la cabeza mientras los ojos se le llenaban de agua. Ojalá estuviera embarazada. Al menos sus síntomas tendrían una causa lógica.
—No sé qué me pasa. Comenzó un día de repente. Son ataques de ansiedad. Estoy bien y al momento me pongo a morir. Pensaba que con las pastillas mejoraría, pero creo que tendré que aumentar la dosis.
Isolina le dio unas palmaditas en la mano.
—A lo largo de mi vida he conocido a varias personas en tu situación. Yo misma… —Se detuvo, pero ya era demasiado tarde.
—¿Tú? —En la voz de Brianda había incredulidad y alivio. Jamás se le hubiera ocurrido pensar que Isolina hubiera pasado por lo mismo—. ¿Por qué?
—Nada de lo que yo te diga te aliviará. Sea lo que sea, tendrás que resolverlo tú sola.
—Pero ¿qué te preocupaba a ti?
Isolina suspiró.
—Me costó decidir si me quedaba en Tiles o seguía el ejemplo de tu madre. Luego apareció Colau de Cuyls… —Su mirada se oscureció—. Y los hijos que no llegaban… —Cruzó las manos sobre su regazo—. En fin, cada uno tiene sus cosas. No le des vueltas a la cabeza. Ya ha pasado, ¿verdad?
Brianda asintió. Se sentía completamente normal, si por normalidad aceptaba esa sensación de incorporeidad con la que vagaba por las estancias de Casa Anels o por las calles de Aiscle; si por normalidad aceptaba esa sombra de la Brianda enérgica que una vez fue. Pero la incertidumbre por la espera de una nueva crisis le producía más miedo que los propios síntomas. Pensó en lo que le acababa de contar su tía. Era la primera vez que la escuchaba lamentarse por la ausencia de hijos. Hasta ese momento hubiera jurado que había sido una decisión del matrimonio, pues sus padres habían comentado en alguna ocasión que a Colau no le gustaban los niños. De manera egoísta, se dijo que al menos Isolina tenía unas razones concretas a las que achacar sus momentos de tristeza. Para ella, no obstante, nada parecía mejorar.
Su tía se levantó y recuperó su actitud decidida:
—Y ahora compraremos esos huesitos de santo. ¿Sabías que en tiempos se elaboraban para soportar mejor la larga noche de difuntos? Como tienen tantas calorías, eran muy útiles porque todos hacían vigilia mientras las campanas de las iglesias tocaban a muerto durante la noche…
Brianda se estremeció al imaginar el fúnebre tañido de las campanas rompiendo el silencio y propagándose por las calles heladas como un lamento.
Siguió a su tía y, obedeciendo a un impulso, compró unos dulces para Neli.
Brianda aparcó su coche junto a la iglesia, ante la mirada curiosa de un grupo de mujeres a las que saludó brevemente. Reconoció enseguida la casa de Neli porque la fachada era blanca y no de piedra como las demás, subió los escalones que elevaban la entrada sobre la plaza y utilizó la recia aldaba alargada para llamar a la puerta.
Neli tardó en responder. Una de las mujeres del grupo, de pelo corto del color de la paja y enfundada en una bata estampada, le gritó en tono cordial:
—Estará en la iglesia… Si quieres la avisamos.
—No se preocupe, gracias —dijo Brianda en tono amable pero seco, consciente de que ese ofrecimiento abría la puerta a una conversación que no deseaba por no tener que dar explicaciones sobre su persona.
Pasaron unos segundos que se le hicieron eternos, sobre todo porque se sentía observada por las mujeres. Seguramente estarían analizando sus gestos, su indumentaria y el paquete que portaba para luego compartir sus impresiones. Casi había decidido regresar a Casa Anels cuando la puerta se abrió y la expresión del rostro de Neli cambió del ensimismamiento al sincero agrado.
—¿Te pillo en mal momento? —preguntó Brianda mientras le presentaba la caja de dulces.
—Estaba haciendo cosas por arriba —respondió Neli cogiendo el presente—. Nada que no pueda esperar. ¿Y esto?
—Un detalle que he comprado hoy para darte las gracias por ayudarme el otro día en el cementerio.
—Te lo agradezco mucho, pero no tenías por qué… —Al oír sus propias palabras, soltó una carcajada—: Es una frase hecha, pero lo digo en serio. ¿Te apetece un té? —Volvió a reír mientras la guiaba adentro—. Se nota que por aquí no viene gente nueva. Solo me salen frases de película. Por favor, no me digas ahora eso de que tengo una casa preciosa…
Brianda no pudo evitar contagiarse del alegre espíritu de Neli y rio con ella.
—Pues es verdad. Tienes una casa muy bonita.
Nada más entrar en el patio, se percató de que a Neli le gustaban las antigüedades. Vio dos arcas de madera contra las paredes de piedra, un caldero de cobre con flores secas y antiguas herramientas de labor adornando las paredes. En el recibidor, bajo una lámpara de forja negra había una mesa de madera sobre la que asomaban diversos objetos de decoración y cestitos con flores secas entre sobres de correspondencia y folletos publicitarios. Desde allí, un arco policromado abría el camino al acogedor salón.
—Es una auténtica leonera, querrás decir. Con los niños es imposible tenerla ordenada. Han llegado del cole, han puesto todo patas para arriba y se han marchado al cumpleaños de un amigo. Pero no te creas… Cuando vuelvan aún les quedará energía para terminar de agotarnos a su padre y a mí. ¡Son incombustibles!
A Brianda le gustó que Neli no se dedicara a recoger las piezas de mecano, los libros infantiles, los mandos de la Wii y los lapiceros y folios coloreados que estaban por todas partes. Ella desde luego lo hubiera hecho, porque era muy ordenada, pero la actitud de Neli la hizo sentir cómoda, como si le abriera su mundo sin importarle lo que pensara, como si llevara siglos compartiendo ese espacio con ella.
Neli se dirigió hacia una mesa redonda situada al fondo, frente a un gran ventanal.
—Me encanta sentarme aquí al atardecer y tomarme un té tranquilamente. ¿Te apetece? Tengo de todos los sabores. ¿O prefieres café?
—Té está bien. —En realidad era adicta al café, pero no le importó cambiar por una vez y sumarse a la sugerencia de Neli.
—¿De frutos rojos? Hago la mezcla yo misma.
—Genial.
Neli desapareció y Brianda se entretuvo mirando por la ventana. Al otro lado había un patio exterior empedrado con macetas, un columpio de madera y una mesa de forja. Una pequeña verja comunicaba ese espacio con los prados del fondo y un enorme nogal marcaba el límite lateral derecho con la parte trasera de la iglesia.
—Entonces esta era la casa de los padres de Jonás… —comentó en cuanto Neli apareció con una bandeja.
Neli asintió.
—Los abuelos se fueron de Tiles poco después de la Guerra Civil. El padre de Jonás subía de vez en cuando, pero estaba ya muy arraigado a la tierra baja. Un día Jonás y yo nos planteamos cambiar de vida, compramos la parte de los primos y nos lanzamos a remodelar la casa.
—¿Y a qué os dedicáis?
—Yo soy restauradora, especializada también en pintura antigua, y Jonás ha montado una empresa de mantenimiento y obras menores y trabaja tanto para particulares como para los ayuntamientos de la zona. ¿Y tú?
—Soy ingeniera. —No se le ocurría qué más añadir. Brianda sintió cierta envidia de la pasión con la que hablaba Neli. Ojalá ella tuviera la mitad de la vitalidad que irradiaba la otra—. ¿Y nunca os habéis arrepentido de vuestra decisión?
—No. Echamos de menos algunas cosas de la ciudad, pero creo que hemos encontrado el sitio en el que queremos ver crecer a nuestros hijos. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te estás planteando cambiar de vida? —Balanceó la cabeza—. No sé si te veo viviendo siempre en Casa Anels…
—¿Lo dices por mí o por la casa? El día que nos conocimos te extrañaste cuando te dije quiénes eran mis tíos. Y al día siguiente me preguntaste qué tal había dormido allí.
Neli se sorprendió por la perspicacia y la franqueza de Brianda. Permaneció pensativa unos segundos, sin saber cómo continuar. Siempre le había gustado fijarse en las personas y pocas veces se equivocaba en sus intuiciones. Brianda le resultaba agradable, pero había percibido que irradiaba vibraciones negativas. Si pudiera tomarle una fotografía Kirlian, seguro que los colores de su aura incluirían el azul, el violeta y tal vez algo de dorado. A primera vista, Brianda parecía una mujer decidida, enérgica, optimista e incluso exigente. Sin embargo, Neli veía a una mujer desorientada en busca de un alivio espiritual. Se preguntaba si podría encontrarlo en Casa Anels, precisamente.
—Yo tengo buena relación con tu tía Isolina, que es encantadora —dijo finalmente—. Y no me gustan nada las habladurías. Pero si vas a estar un tiempo aquí, igual deberías saber que Colau no goza de muchas simpatías.
—¿Y sabes por qué?
—Solo sé lo que dicen, y no me siento cómoda hablando de esto. Es tu familia. Además, Colau siempre ha ido cortés conmigo y, al fin y al cabo, Isolina no parece desgraciada a su lado. Eso quiere decir mucho, ¿no te parece? Cada uno tiene sus rarezas.
—Por eso mismo puedes contarme qué dicen por ahí. No será tan horrible.
Neli se apresuró a servir otro té. Brianda permaneció en silencio sin apartar la mirada del rostro ruborizado de la otra joven, que acabó por ceder:
—Parece ser que hasta la generación anterior, Casa Anels fue un lugar agradable y cuidado. Recuerdan a tu tía y a tu madre como dos jóvenes muy alegres. Sin embargo, todo cambió cuando apareció Colau. Tus abuelos consideraron un castigo que el último descendiente de Casa Cuyls conquistara a una de sus hijas, pero murieron antes de que se casaran sin cambiar el testamento a favor de tu madre. Lo tenían por vago, huraño y complicado, más preocupado por sus libros y su trabajo intelectual que por la casa y la tierra. De hecho, su casa natal ahora está en ruinas, y tampoco se ocupa de Casa Anels. Es como una maldición. Los más viejos dicen que por donde pasa uno de Cuyls se acaba la vida.
Brianda frunció el ceño.
—¿Ves? —dijo Neli—. No debería haberte dicho nada.
—No estoy enfadada. En todo caso, alucinada. Te escucho hablar de las casas como si fueran organismos vivos que nacen, crecen, se reproducen o no y mueren al ritmo de sus habitantes. Y es tal su poder que hasta se apoderan de tus apellidos. Aquí yo soy Brianda de Anels y tú Neli de…
—Nabara. —Neli se rio—. Tu casa y la mía tienen nombres amables. La mayoría coinciden con profesiones o nombres o apellidos antiguos. Por cierto, Neli es la abreviatura de un nombre atípico pero muy corriente en mi familia. ¿Qué tal quedaría Casa Nélida? —Hizo una mueca—. No sé si me gusta, aunque suena mejor que Lubich, que significa algo así como Casa del Lobo, creo.
Brianda no hizo ningún comentario. Seguía pensando en lo que Neli le había contado sobre la casa de Colau.
—Y eso que dices de la maldición… Suena ridículo. Me extraña que mis abuelos dieran crédito a esas cosas.
Neli se encogió de hombros.
—Las creencias de las personas son un misterio… ¿Otro té?
—No, gracias… —Brianda esbozó una sonrisa—. De hecho, ya necesito ir al cuarto de baño…
—Eh… —Neli puso cara de sorpresa—. Sí, bueno… El de abajo está estropeado… Pero puedes emplear el de mi dormitorio. —La acompañó hasta el nacimiento de la escalera y señaló hacia arriba—. Está al fondo.
Brianda percibió que las mejillas de Neli se habían sonrojado y se sintió mal. Tal vez le molestara que invadiera la intimidad de su dormitorio, o que se avergonzara por tenerlo tan desordenado como el salón. Sopesó la posibilidad de darse la vuelta, pero realmente no podía aguantar más, así que continuó su camino procurando no mirar más de lo imprescindible para llegar a su destino. No quería que Neli pensase que era una fisgona.
Entró en el dormitorio y distinguió una puerta entreabierta que, efectivamente, era la del baño. Se fijó en que el interruptor estaba fuera y accionó la luz.
Unos segundos después, salió. Al buscar el interruptor para apagar la luz, encendió otra situada en el rincón a su izquierda. Provenía de una coqueta lamparita situada en una ancha estantería de madera cubierta por un lienzo que colgaba sobre una silla tapizada con una tela de flores de suaves colores. Sin poder evitarlo, su mirada se posó en ese pequeño espacio donde se agrupaban los más variados objetos. Había extraños adornos, estatuillas, velas, botecitos de cristal, un cuenco con agua y otro con un polvo blanco que podría ser sal, piedrecitas, un quemador de incienso, una corta vara de boj tallada, una figura geométrica —una estrella de cinco puntas que reconoció como un pentagrama— encerrada en un círculo sobre un libro de tapas oscuras de cuero, un cuchillo y una copa que le recordó a un cáliz.
Le vino a la mente la imagen de un altar. Un altar extraño…
Comprendió entonces por qué se había inquietado Neli al indicarle que tenía que usar el cuarto de baño de su dormitorio. Temía que descubriera ese extraño lugar.
Cogió el cuchillo y lo observó. Era una daga de doble filo con el mango de color negro decorado con signos astrológicos y runas.
—Es un athame.
Brianda dio un respingo al oír la voz de Neli. En un acto reflejo dejó el cuchillo donde lo había encontrado. Sintió que las mejillas le ardían.
—Lo siento —se disculpó—. No quería cotillear, pero reconozco que me ha llamado la atención.
Neli se acercó. Su rostro no mostraba enfado.
—¿Sabes qué es? —preguntó en un tono casual pero a la vez tentativo.
Brianda negó con la cabeza.
—Es un altar —explicó Neli.
—Eso me ha parecido, sí, pero no veo imágenes de vírgenes o santos, ni rosarios colgando… —Su voz sonó demasiado jovial, incluso divertida. Esperaba no haberla ofendido.
—Es que es un altar wicca.
—¿Y eso qué es?
Neli cogió la daga.
—El cuchillo o athame sirve para trazar el círculo de poder y dirigir la energía. Representa lo masculino. —Tomó la copa—. Esto es la versión menor de un caldero… —La miró fijamente como buscando una respuesta, una señal de reconocimiento por parte de Brianda que no llegó, así que continuó—: Representa el lado femenino. Ambas cosas juntas evocan el acto de la procreación como un símbolo universal de la creación.
Brianda la escuchaba confundida. Por un lado, todo aquello le resultaba vagamente familiar, como si perteneciera a algún fragmento de película o libro que hubiera visto o leído en algún momento de su vida. Por otro, le producía cierto rechazo descubrir que su recién conocida amiga Neli tuviera gustos extraños. Se preguntó si se hubiera sentido igual si fuesen imágenes de santos. Una parte de ella deseaba terminar con aquella lección de no sabía exactamente qué, pero un íntimo deseo de saber más la impelía a seguir escuchando las explicaciones de esa voz melodiosa y suave.
Neli dejó los objetos en su sitio y señaló el pentagrama en el círculo.
—Este es el pentáculo. Nuestro símbolo de fe. —Su dedo se detuvo en la punta superior derecha—: El agua, símbolo del ciclo de la vida. El líquido del vientre materno y de las lágrimas de la muerte. La emoción. —Señaló la punta inferior derecha—: El fuego, la pasión, el ímpetu, la parte de nuestro ser que la razón desea derrocar. —Continuó hasta el extremo inferior izquierdo—: La tierra, la madre, el alimento que nos hace crecer. —Subió hasta la parte superior izquierda—: El aire, el pensamiento, la mente, la razón. —Y terminó en la punta superior—: El espíritu. Lo etéreo, lo eterno. El amor espiritual. Nuestras almas…
Se produjo un largo silencio, una mágica pausa, un intervalo fascinante que terminó cuando Brianda fue consciente de que Neli la miraba fijamente, tal vez esperando un comentario, una indicación de si debía detenerse o continuar. Suspiró como lo haría después de ver una intensa escena de una película y dijo:
—Todo esto me suena a…, no sé…, historias de esas, de esoterismo, de magia… No sé ni qué palabra emplear… Me suena a… —fingió un cómico escalofrío de terror— cosas de brujería… —A punto estuvo de añadir barata.
—Es que soy wiccana —soltó Neli.
—¿Y eso qué significa?
—No sé si estás preparada para saberlo… —hizo una pausa antes de añadir—: todavía.
Brianda abrió la boca para emitir una burlona exclamación de incredulidad, pero la mirada serena y directa de Neli y la franca sonrisa que esbozó le indicaron que lo decía en serio. Tampoco tenía muy claro cómo continuar la conversación. Primero la maldición sobre la casa de su tío, y ahora eso. De repente, le entraron ganas de salir de allí. Su concepto de Neli había cambiado por completo. Con lo a gusto que habían conversado un rato antes… Ahora le parecía que la joven no estaba bien de la cabeza. Y pensar que había sopesado la posibilidad de abrirle su corazón…
Abajo se oyeron voces, señal de que la familia de Neli acababa de llegar, cosa que Brianda agradeció porque le permitía desaparecer de allí sin más explicaciones.
Volvieron al recibidor y allí saludó a Jonás, enfundado en un mono cubierto de polvo blanco, y conoció a los dos hijos de ambos. Le parecieron dos chiquillos de entre ocho y diez años como otros cualesquiera: vitales y ruidosos. Tenían el pelo moreno, alborotado, los ojos oscuros y los rasgos finos de su madre, a la que interrumpían a cada momento para contarle las incidencias del día, a la vez que hacían preguntas a la desconocida.
Neli aprovechó el revuelo para ir a buscar el bolso de Brianda al salón e introducir en él una bolsita de hilo blanco. Luego la acompañó hasta el patio para despedirse.
—Los sábados y días de fiesta solemos juntarnos en el bar de la gasolinera —dijo—. A veces también viene Isolina…
Brianda comprendió que, por medio de la invitación, Neli intentaba volver a la situación de normalidad que habían compartido antes de que ella descubriera ese extraño altar. No sabía qué pensar. Se despidió rápidamente, montó en el coche y se fue.
Neli permaneció unos minutos apoyada contra la puerta de su casa. La noche anterior, a la luz de una vela color celeste, había llenado el saquito que ahora llevaba Brianda en el bolso con una pizca de sal gruesa de mar, una ramita de romero, un pedacito de canela y un pétalo de rosa roja. Después, había agregado el cabello que le había arrancado cuando la dejó en su casa. Era un hechizo de buena suerte que esperaba que protegiera su cuerpo y su alma. Les había pedido a todos los dioses de la bondad y del firmamento que no la abandonaran, que el mal no la trastornase.
Porque, o ella había perdido todas y cada una de sus facultades intuitivas, o aquella joven de Casa Anels tenía un largo y tortuoso camino por delante.