4.
El día amaneció luminoso y sereno. Brianda salió al balcón y comprobó contrariada que, sin embargo, la temperatura no sobrepasaba los cinco o seis grados. Abrió la puerta del dormitorio, asomó la cabeza para asegurarse de que Luzer no andaba por ahí y se dirigió al baño, que estaba enfrente. Después de ducharse protestando entre dientes porque el agua solo salía templada, se puso unos tejanos, una camiseta de manga larga y un grueso jersey de algodón y bajó las escaleras. Un agradable olor a café llegaba desde la cocina.
Isolina la recibió con una sonrisa y un bizcocho recién horneado. Mientras desayunaban, le propuso que la acompañara al cementerio, ubicado a un kilómetro de Casa Anels en dirección al oeste. Faltaban dos días para Todos los Santos y quería arreglar los nichos de la familia antes de que comenzasen las visitas de los vecinos al camposanto, algo que los demás también realizaban por costumbre para que en el día festivo el lugar estuviese perfectamente adornado.
Brianda aceptó y ayudó a su tía a preparar los ramos en un banco de piedra de la era. Como no era temporada de flores, Isolina había encargado unas rosas a las que quería añadir unas ramitas de hiedra y boj propias del valle. Poco después, descendieron por el camino que llevaba a la fuente bajo el tilo. A Brianda, tanto Casa Anels como los alrededores le resultaron igual de tenebrosos que la noche anterior. La luz del día solo conseguía acentuar su decrepitud.
—¿Y ese adónde lleva? —preguntó señalando el emboscado camino a su derecha que había visto el día de su llegada.
—Sube hasta los bosques de las montañas. Es el antiguo camino del ganado, por el que también se iba a Francia.
—Tiene que ser bonito. Podríamos pasear un día por ahí.
Isolina arrugó la nariz.
—No sé si es buena idea.
—¿Es peligroso? —bromeó Brianda—. ¿Hay animales salvajes?
—No exactamente…
—¿Entonces?
—No sé cómo explicártelo. Hay una especie de leyenda negra sobre ese lugar. Siempre se ha dicho que está habitado por presencias extrañas y que todo el que pasa por ahí nunca vuelve a ser el mismo.
—No sabía que fueras supersticiosa. —Brianda sintió más curiosidad—. No me digas que también hay un siniestro castillo donde desaparecen los jóvenes del valle.
—Algo parecido.
—¿De verdad? —Brianda había intentado bromear, pero ahora se estremeció. Por un momento temió que a las desasosegantes sensaciones de la noche anterior y a la inquietud previa a la llegada del sueño tuviera que añadir cierta intranquilidad a plena luz del día. De repente, recordó algo—: Cuando era pequeña nos prohibíais ir solos por aquí. Decíais que era muy peligroso porque había un precipicio o algo así.
—En realidad hay una especie de mansión derruida y quemada, la antigua Casa Lubich que te nombré ayer. Yo he estado cerca alguna vez cuando vamos con Colau a buscar leña al monte vecinal, pero reconozco que me produce escalofríos.
—¿Y tiene dueños?
—Otro misterio. Todos creíamos que no, pero hace unos cuatro meses, tal vez algo más, se presentó un hombre en el ayuntamiento con todos los papeles de la propiedad y dijo que quería rehabilitarla.
Brianda sintió un cosquilleo ascender por su espalda.
—¿Y qué sabes de él?
—Lo que me cuentan algunos. Contrató albañiles abajo en Aiscle y a un par de aquí. Prácticamente no se mueve de ahí. Yo desde luego no lo he visto. Bueno, igual no ha coincidido. Dicen que es extranjero y poco sociable, aunque buen pagador.
—Y por lo que parece, no tiene miedo a las presencias extrañas… —comentó Brianda en tono burlón.
Mientras continuaban con su paseo, Brianda pensó en lo que le acababa de contar Isolina. Lo de los fantasmas y presencias le parecían tonterías, pero la idea del desconocido que había decidido rehabilitar la vieja mansión rondaba por su cabeza. Se preguntaba por qué habría acabado un extranjero en un lugar como aquel. Quizás él también huyera de algo. O tal vez fuera uno de esos ricos caprichosos que buscaban un lugar apartado para fundar su paraíso personal… En ese caso, resultaba extraño que lo hubiera encontrado en Tiles precisamente. Ni era un destino turístico destacado en la comarca de Orrun ni cumplía los requisitos típicos del concepto «paraíso», a menos que uno tuviera raíces allí y lo viera con los ojos del amor incondicional. A su juicio, el paisaje podía describirse como hermoso, pero a Brianda le resultaba áspero e inhóspito; el gigante Beles era singular y magnético, pero a ella su omnipresencia le sobrecogía; y, a pesar de que su tía le decía que estaban teniendo un otoño amable, ella no conseguía quitarse el frío del cuerpo. Dudaba que pudiera soportar el clima inclemente del invierno. Así que solo quedaba la opción de que el desconocido hubiera elegido un lugar remoto para esconderse del mundo.
Un agudo y prolongado chirrido la sobresaltó y, de pronto, le pareció que entraba en otro mundo.
Como un oasis en medio de tierra seca, un bosquecillo de altos y viejos pinos daban cobijo a una pequeña parcela rodeada de oscuros muros de piedra cubiertos de musgo en la que las tumbas y los panteones se mostraban perfectamente ordenados; aquellas en el suelo y los otros contra las paredes. A través de cruces de piedra con inscripciones talladas, o de hierro con chapas de latón blancas ribeteadas en negro, Brianda siguió a Isolina hasta el lugar de descanso de sus antepasados, una casita de la altura de una persona con tejadillo a dos aguas y cinco nichos que parecían ventanas de mármol desgastado. En la parte superior se podía leer «Propiedad de Casa Anels».
Mientras Isolina retiraba las flores secas y limpiaba los jarroncillos con agua jabonosa y un trapo de algodón blanco para prepararlos para recibir a los nuevos y lozanos ramos, Brianda se dedicó a leer las inscripciones de los nichos. Reconoció los de sus abuelos y el de un tío que había fallecido de niño, pero tuvo que admitir para sus adentros, con cierta vergüenza, que de los bisabuelos no sabía ni los nombres. Qué corto alcance tenía la memoria, pensó. Su ámbito de actuación no cubría más allá de un siglo.
Cuando Isolina terminó, se plantó frente a las tumbas, cruzó las manos delante del cuerpo, sonrió a su sobrina y preguntó:
—¿Rezamos?
Brianda se sintió completamente descolocada. No recordaba la última vez que había rezado y ni Esteban ni ella iban a la iglesia. Por educación, imitó la postura de su tía y respondió:
—Sí, claro.
Se concentró en acompañar a la mujer de una manera honrosa, adoptando un murmullo al ritmo de padrenuestro y pronunciando claramente solo aquellas palabras que terminaban frase:
—Cielos… nombre… reino… voluntad… tierra… cielo… día… hoy… ofensas… ofenden… tentación… mal… amén.
El rezo incluyó un avemaría, un gloria al padre y una salve con la que tuvo serios problemas. Terminado el momento de recogimiento, limpiaron los restos de las flores muertas y los depositaron en un montón junto a la entrada. Justo entonces vieron a Neli, que también portaba flores en sus brazos, algo que extrañó a Brianda, ya que Neli no era de allí, pero no a Isolina. Brianda supuso que la tarea de cuidar de las tumbas de los difuntos en esos pueblos recaería siempre en las mujeres de cada casa, fueran dueñas o no.
Neli las saludó con una sonrisa.
—¿Qué tal tu primera noche en Casa Anels, Brianda?
—Bien, gracias.
Brianda creyó percibir una pincelada de curiosidad en la pregunta. Neli no quería saber cómo había sido su primera noche en Tiles, sino concretamente en la casa.
Neli se dirigió a Isolina:
—Tu sobrina me rescató ayer…
—Sí, ya me lo contó —dijo Isolina. Señaló sus flores—. Todas venimos a lo mismo… Nosotras ya hemos terminado, pero si quieres te esperamos.
—Como queráis. No me da miedo andar sola por el cementerio, pero te lo agradezco.
Entró en el camposanto y apenas tardó unos minutos en salir. A Brianda le llamó la atención que aún llevara flores frescas y Neli se percató.
—Suelo visitar también otro sitio —explicó—. Está en la parte de atrás. ¿Os apetece acompañarme?
Isolina dudó, algo que extrañó a su sobrina. ¿Tenía prisa o no le gustaba ese lugar? Intrigada, Brianda comenzó a seguir a Neli. Sentía curiosidad por descubrir adónde o a quién llevaría esas flores, fuera de la tierra sagrada. A Isolina no le quedó más remedio que imitarla.
El cómodo camino terminó y se convirtió en una serie de peldaños naturales de roca. Brianda se tuvo que apoyar en la pared del cementerio para caminar bien. Al bordear la esquina, lo primero que distinguió fue un gran montón de piedras, la mayoría negras, que en su momento debían haber formado un edificio. A pocos pasos, vio que había más de una docena de recias losas, algunas acompañadas por cruces también de piedra, en pie o parcialmente tumbadas.
—¿Y estas por qué están aquí? —preguntó.
—Nadie lo sabe —respondió Isolina—. El recinto original lo formaba el cementerio donde hemos estado y una iglesia, de la que solo quedan estas ruinas. —Señaló las tumbas—. Han estado siempre aquí. Colau dice que por alguna razón no fueron enterrados en tierra sagrada. Tal vez se suicidaran. Un misterio. Lo raro es que si no quisieron hacerlo dentro les pusieran cruces…
Sin saber por qué, Brianda comenzó a sentirse extraña. Tenía escalofríos y una leve fuerza comenzaba a oprimirle el pecho. Comenzó a caminar entre las antiguas tumbas grises cubiertas parcialmente de una fina película de moho verde oscuro. En alguna se distinguía un número tallado o restos de letras.
—Me da pena que nadie se acuerde de ellos —dijo Neli mientras repartía un puñado de flores junto a cada piedra.
Brianda asintió en silencio. Realmente era un hermoso gesto.
Se fijó entonces en que una de las tumbas estaba apartada de las demás. Algo en su interior la obligó a dirigir sus pasos hacia ella. Se inclinó y leyó unas letras sueltas. Se arrodilló y deslizó la mano derecha sobre ellas con delicadeza. Sintió una debilísima ráfaga de energía en sus yemas y quiso leer más. Con las uñas comenzó a rascar el musgo junto a las letras y este comenzó a saltar como el yeso en una pared vieja. No sabía si era la curiosidad u otra sensación nueva de urgencia la que la empujaba a seguir, pero ahora empleó ambas manos.
Por fin quedaron a la vista tres palabras.
Brianda emitió un gemido.
Era la frase de sus sueños, ahora completa.
—Omnia mecum… —leyó.
Entonces, se desmayó.
Cuando volvió en sí, lo primero que vio fue la cara angustiada de su tía. La habían tumbado allí mismo, sobre la hierba áspera que bordeaba las tumbas. Neli le sujetaba las piernas en alto.
—Brianda, cariño… —Isolina le acariciaba las mejillas—. ¿Qué te ha pasado? ¡Qué susto! Te has desvanecido así, sin más… ¿Cómo estás ahora?
Brianda sentía la boca seca. Repasó mentalmente su cuerpo por dentro y por fuera y concluyó que no percibía nada extraño, así que indicó a Neli que ya podía liberar las piernas. Con lentitud comenzó a incorporarse, pero aún permaneció sentada unos segundos con la espalda apoyada en algo rígido. Giró la cabeza y descubrió la cruz que indicaba el lugar de la piedra donde figuraba aquella inscripción. Sus manos reconocieron las formas de las letras. Cerró los ojos e inspiró hondo.
¿Existía alguna posibilidad de que en los sueños de su piso de Madrid hubiera tenido una especie de premonición? Tal vez hubiera visitado ese lugar de niña, aunque no lo recordara…
—¿Te encuentras mejor? —pregunto Neli con voz dulce. Brianda asintió y abrió los ojos. Su mirada se cruzó con la de la joven, que la observaba con curiosidad, ternura e incluso comprensión—. Te he visto que tocabas algo y caías. Igual no deberías haberme acompañado aquí. Algunos perciben sensaciones negativas…
—Me habrá dado una bajada de glucosa —mintió Brianda, recuperando una frase que había escuchado alguna vez a compañeras de la oficina. No se había desmayado en su vida y se sentía asustada, pero no deseaba dar más explicaciones.
—¿Y has notado alguna vibración? —susurró Neli.
—No. ¿Por qué?
—En algunos lugares las tumbas avisan si va a suceder algo…
—¡No digas esas cosas, Neli! —le recriminó Isolina sintiendo un escalofrío. Tomó el codo de su sobrina—. ¿Puedes ponerte en pie?
Brianda apoyó las manos a ambos lados de su cuerpo y con la ayuda de las mujeres se levantó. Mantuvo la mirada sobre los pies, que seguían ocultando las palabras en latín. Por un instante le pareció que las suelas de sus zapatillas de deporte ardían. Unas súbitas ráfagas de viento azotaron su rostro, ayudando a que su mente se despejara. Alzó la vista y vio que unas nubes negras comenzaban a oscurecer el horizonte.
—Esto no pinta bien —advirtió Isolina—. Deberíamos regresar a casa. —Se dirigió a Neli—: ¿Has traído el coche?
—He venido dando un paseo. Nada indicaba que fuera a haber tormenta.
—Pues entonces, será mejor que vengas a casa. Está más cerca.
Cogida de los brazos por las dos mujeres, Brianda se dejó guiar por el pedregoso descenso hasta el camino de tierra que comenzaba en la misma puerta del cementerio, como si hubiese sido diseñado solo para conducir a ese lugar, marcando una inequívoca dirección para los habitantes de Tiles, desde sus viviendas hasta la morada final.
Un trueno sonó a lo lejos y segundos después, otro. Las nubes avanzaban a una velocidad vertiginosa.
Las mujeres aceleraron el paso. Poco antes de llegar a la bifurcación del camino de Lubich, escucharon cascos de caballo al galope. Se detuvieron y un magnífico ejemplar negro y brillante sobre el que cabalgaba un hombre vestido con ropa oscura pasó ante ellas como una exhalación.
—¡Cuidado! —exclamó Isolina apartando a Brianda en un gesto protector—. ¿Habéis visto qué maleducado? —Se dirigió a Neli—: ¿Sabes quién era?
—Me ha parecido el nuevo propietario de Lubich. Lo he visto un par de veces en el bar. Baja alguna vez a caballo. Bueno, dice mi marido que siempre va a caballo.
—¡Pues vaya con el nuevo vecino…! —se lamentó Isolina—. ¡Un poco más y se nos lleva por delante!
Brianda mantuvo su vista fija en la oscura visión que ya desaparecía en la maleza del sendero. Recordó con absoluta nitidez sus pesadillas recurrentes. Primero la inscripción, ahora el caballo… Qué extraño era todo. Contuvo las lágrimas que pugnaban por escapar de sus ojos. ¿Se había levantado hacía unas horas en su coqueta habitación de Casa Anels para dar un paseo con su tía o seguía entre las sábanas de su piso de Madrid?
Sintió que unas gotas humedecían su rostro, primero suavemente y luego con mayor insistencia hasta que el viento cesó de golpe y los cielos descargaron su ira adoptando la forma de un denso aguacero que emborronaba la visión del mundo más allá de unos pasos.
Cuando por fin llegaron a la era de Casa Anels, estaban empapadas. Tenían los cabellos apelmazados en chorreantes madejas y la ropa pegada al cuerpo les pesaba como si cargasen piedras. Mientras subían a los dormitorios para cambiarse, un ensordecedor repiqueteo de gotas sobre las losas del tejado les indicó que la tormenta arreciaba.
Poco después, con la misma imprevisión con la que había comenzado, la lluvia cesó.
—En los años que llevo aquí, nunca había visto algo igual —comentó Neli enfundada en una camisa blanca y una falda recta prestadas por Isolina.
Después de tomar una ducha, Isolina les había preparado unas infusiones bien calientes para recuperarse que tomaban ahora ante el fuego del hogar, en los bancos de madera de alto respaldo cubiertos de cojines desgastados. Neli y Brianda estaban sentadas juntas frente a Isolina. Tras merodear un rato por el salón, con Luzer pegado a sus talones, Colau finalmente acudió junto a su mujer, algo que sorprendió a Brianda porque contrastaba con su normal aislamiento. Le habían contado el desmayo de la joven y él mismo había sugerido bajar al médico a Aiscle, pero Brianda se había negado porque se encontraba perfectamente, aunque su cabeza no dejara de dar vueltas a lo que había experimentado. De todos modos, le había parecido que el ofrecimiento de Colau no se debía tanto a una preocupación real por ella como a un intento de contrarrestar los malos modos con los que las había recibido, que Isolina le había criticado. Tal vez le molestara también la imprevista visita de Neli.
Desde las ventanas de la estancia, situadas a ambos lados de la chimenea, podían disfrutar de una panorámica del soleado atardecer sobre el valle, que ahora relucía limpio e inocente después del inesperado baño.
—Yo he vivido siempre en Tiles y sigo sin comprender qué ha pasado hoy —dijo Isolina—. Y tampoco lo avisaron en la tele. La verdad es que este es un sitio famoso por sus tremendas tormentas, pero nada hacía presagiar esta. Ni siquiera el reuma de mi rodilla, que acierta más que los del tiempo.
Neli se dirigió a Brianda.
—Igual te has desvanecido porque marcabas una bajada de presión. Justo antes de una gran tormenta los animales enmudecen, como si se quedaran sin energía hasta que pasa el chaparrón…
Brianda esbozó una sonrisa.
—No sabía yo que fuera tan sensible…
—En esa parte del cementerio hay algo raro —intervino Isolina—. Me parece que Neli es de las pocas personas que se atreven a pasear por ahí sin miedo.
—Pues yo no me tenía por miedosa… —repuso Brianda sin mucha convicción. Le estaba empezando a fallar la seguridad en sí misma. Recordó sus ataques de pánico en el trabajo, y la visita a Roberto, el médico a quien admitió que tenía miedo a morir. Por lo que fuera, ahora era miedosa y extremadamente sensible.
—Es a los vivos a quienes hay que temer —sentenció Neli—, no a los muertos.
Brianda estuvo de acuerdo con el comentario, pero se percató de que su tío reaccionaba lanzándole a la joven una rápida mirada escéptica. Colau abrió la boca para decir algo, pero se calló. Pareció pensárselo mejor y, frotándose la barbilla con una de sus enormes manos, dijo finalmente:
—Así que estabas tocando una de las tumbas…
—Me llamaron la atención unas letras —explicó Brianda animada porque él hubiera preparado el terreno para la pregunta cuya respuesta anhelaba saber. Seguro que Colau podía ayudarla—. Descubrí que había una inscripción. Tú sabes latín, ¿verdad?
Su tío alzó una ceja.
—Ponía «Omnia mecum porto». —Brianda jamás olvidaría esas tres palabras.
El rostro de Colau se ensombreció de golpe, como si le hubieran anunciado una terrible noticia. Su mano derecha se crispó sobre el brazo de su asiento y su respiración pareció agitarse. Tumbado a sus pies, Luzer levantó la cabeza en actitud alerta.
—¿No lo sabes? —Isolina cuestionó la sabiduría de su marido con un simpático retintín.
Colau encendió un cigarrillo. Después de dos caladas que a Brianda le resultaron eternas, respondió, con la mirada fija en el suelo:
—Quiere decir algo así como: «Llevo todo conmigo».
De manera instintiva, las jóvenes intercambiaron una significativa mirada. Brianda se preguntó si también Neli se había percatado de la reacción de Colau. Parecía irritado, pero en sus ojos había preocupación y algo más difuso que ella interpretó como una pincelada de dolor, como si la traducción de las palabras en latín no hubiera brotado de su cerebro, sino de sus entrañas.
Tras un largo silencio, Isolina dijo:
—Es un epitafio precioso. Y muy cierto.
Brianda opinaba lo mismo, pero una nueva curiosidad surgió en su interior. Se preguntaba por qué alguien elegiría esa frase y quién yacía bajo esa leyenda. Pero, sobre todo, daría lo que fuera por saber cuánto incluía ese todo.
El sonido de la bocina de un coche los sobresaltó y Luzer ladró.
—Seguro que es Jonás —dijo Neli levantándose.
—¿Por qué no le dices que entre a tomar un café? —propuso Isolina.
—Es tarde ya, Isolina —murmuró Colau.
—Mejor otro día —dijo Neli poniéndose en pie—. Los niños me esperan. Gracias por la ropa. Te la devolveré enseguida.
Brianda la acompañó hasta el coche y conoció a Jonás, un hombre de unos cuarenta años, de pelo muy corto y rostro atractivo a pesar de las numerosas arrugas que enmarcaban sus expresivos ojos.
Las mujeres se despidieron con un beso en la mejilla. Solo se habían visto en dos ocasiones, pero, después de lo sucedido, Brianda la sintió tan cercana como una vieja amiga o una hermana mayor. Quizás la sentía así porque necesitaba que alguien la comprendiera y en los perspicaces ojos de Neli había precisamente eso: comprensión.
—Pásate por mi casa cuando quieras —propuso Neli—. Por las mañanas estoy en la iglesia. Si quieres, puedes ver qué hago allí. Y a partir de las cinco tengo un rato libre hasta que llegan los niños.
Sí, pensó Brianda.
Quizás algún día le abriera su corazón.