3.
Dos días después, a primera hora de la mañana, Brianda se despidió de Esteban con el corazón encogido, cogió su maleta repleta de ropa de abrigo, se sentó al volante de su coche y emprendió viaje hacia el noreste de España. Después de aquella noche con él le había entrado una terrible urgencia por salir de su casa, de Madrid y de su mundo conocido. Solo pensar en cómo lo había rechazado mentalmente le había provocado tal inquietud que ella misma se había prescrito una dosis más alta de tranquilizantes. Esteban no se merecía ese inexplicable cambio de actitud, esa súbita alteración de sus sentimientos hacia él. Tal vez la decisión de marcharse hubiera sido precipitada, pero necesitaba poner tierra de por medio y pensar con tranquilidad. Tampoco tenía muy claro que el destino elegido fuera la mejor opción, pero no tenía otro.
Cinco horas más tarde, cansada, detuvo el vehículo en medio de la nada, frente a un cruce de caminos sin señalizar que la obligaba a elegir entre una dirección y otra planteándole un dilema que el GPS no sabía resolver a dos kilómetros de la última población y sin ningún otro coche a la vista.
Extendió el mapa de papel.
Tiles estaba en algún lugar entre las dos delgadas líneas amarillas que aparecían dibujadas, de modo que optó por el camino de la derecha. Si se equivocaba, siempre podría regresar a ese mismo punto. Bebió un poco de agua, comió unos frutos secos y continuó viaje, prestando atención al paisaje que apenas recordaba en busca de alguna imagen de la infancia.
La estrecha carretera comenzó a trepar por un terreno completamente despoblado e improductivo. A su izquierda se elevaban pequeñas colinas arcillosas de color gris que mostraban en su superficie cortes profundos de barrancos de margas. Parecía una tierra ajada, maltratada por las inclemencias del tiempo. A su derecha, un hilo de agua en medio de un ancho y pedregoso cauce de río discurría paralelo a la carretera. A medida que ascendía, las colinas se transformaban en roca pura sobre la que intentaba sobrevivir algún matojo, el río iba convirtiéndose en un abismo y las curvas se intensificaban.
Al tomar una muy pronunciada tuvo que frenar en seco.
Había un coche parado y alguien le hacía señas. Sintió la tentación de continuar su camino por miedo a que fuera un accidente simulado para atracar, pero enseguida razonó que ni era de noche ni había indicios de peligro. Golpeando alternativamente la punta de sus pies contra el suelo como si tuviera mucho frío, una mujer de aspecto normal le pedía ayuda. Era alta y llevaba un vestido estampado en tonos verde y tierra hasta los tobillos, botas tejanas y un fular arrugado. Brianda bajó la ventanilla y esperó a que la mujer llegara a su lado.
—¿Te importaría llevarme? Voy a Tiles. —Su largo cabello era de color borgoña y tenía una voz alegre.
—Sí, claro —dijo Brianda levemente molesta por esa inesperada interrupción en su viaje y sus pensamientos—. ¿Qué te ha pasado?
—Ahora te cuento.
Con energía, la mujer sacó más de una docena de bolsas del maletero del viejo y destartalado todoterreno y esperó a que Brianda aparcara en la cuneta y abriera el de su coche.
—Me llamo Neli y, como ves, hoy era el día de la compra semanal. El coche me ha dejado tirada. He tenido suerte de que pasaras por aquí. Ya llevo un buen rato esperando. Un poco más y me quedo congelada.
—Yo soy Brianda.
Le agradó el extrovertido carácter de Neli, su actitud resuelta y su tono de voz. Sintió una especial atracción por aquella mujer aparecida en medio de la nada. Todo en ella inspiraba confianza. Su inicial fastidio comenzaba a disolverse.
—Perdona mi curiosidad, Brianda, pero ¿qué se te ha perdido por aquí? No es un lugar al que venga mucha gente.
—Tengo familia.
—¿En Tiles? —se extrañó Neli—. Creía conocer a todos los de allí y a sus descendientes, aunque solo fuera de oídas…
—Ahora te cuento… —dijo Brianda en tono cómplice, y ambas rieron.
Brianda se sintió a gusto. Una desconocida la había hecho reír. En realidad, su viaje era una huida que no incluía planes de conocer gente nueva —más bien deseaba esconderse del mundo—, pero una incipiente grieta de saludable curiosidad comenzó a abrirse en su interior, tal vez porque su imagen urbana de cómo estaría ese valle perdido de su infancia en la actualidad no incluía a alguien como Neli.
—¿Y qué harás con el coche? —quiso saber Brianda mientras ponía el motor en marcha—. ¿Has llamado a la grúa?
—No hay cobertura. Llamaré desde casa. O bajará mi marido a arreglarlo.
Lo dijo como si aquello fuese lo más normal del mundo. Brianda frenó, cogió su móvil y comprobó que era cierto. Todavía había sitios en el mundo sin cobertura. Y ella había conducido kilómetros sin saberlo.
—Menos mal que no me he dado cuenta antes —dijo—. Hubiera estado intranquila. Espero que en el pueblo funcione.
—Depende del día. —Neli pensó que Brianda podía ser de esas personas permanentemente enganchadas al móvil, así que añadió para tranquilizarla—: Quiero decir que lo normal es que sí, aunque a veces, si hace mucho aire o después de una tormenta, la señal no llega bien.
—Pues espero que el tiempo sea soleado… —A la vez que pronunciaba estas palabras, Brianda pensó que igual no era tan mala noticia tener que olvidarse por un tiempo del móvil. Al menos se evitaría tener que repetir a sus conocidos la misma explicación inventada de sus precipitadas «vacaciones». Se concentró en la siguiente curva, más cerrada que la anterior. La carretera era espantosa.
—Ya falta poco —anunció Neli en tono animado—. Para quien no lo conoce, esto parece el fin del mundo.
—La verdad es que siento curiosidad por llegar a Tiles —admitió Brianda.
—¡Yo creía que ya lo conocías! —se sorprendió Neli.
—Sí y no. Mis tíos viven ahí y de pequeña vine algún verano, pero no lo recuerdo muy bien.
—¿Y quiénes son tus tíos?
—Isolina y Colau, ¿los conoces?
Neli tardó unos segundos en responder. Por el rabillo del ojo, Brianda se percató de que forzaba una sonrisa.
—Sí, claro, los de Casa Anels. Conozco más a Isolina.
—Es la hermana mayor de mi madre. Entonces, ¿tú no eres de aquí?
—No, pero la familia de mi pareja sí. Jonás y yo decidimos quedarnos hace ya unos diez años. Queríamos que nuestros hijos nacieran y vivieran en el campo y cambiamos de vida.
Brianda recordó un artículo que había leído en la prensa sobre la utopía del retorno. Hablaba de todos aquellos que ante la crisis, el paro, la contaminación, el estrés y la burocracia decidían volver a la naturaleza, al medio rural, muchas veces idealizado por la imaginación, en busca de la armonía y la solidaridad de la vida en comunidad, y en busca del reencuentro físico y espiritual entre la persona y la naturaleza. Recordó también haberlos juzgado como marcianos. Sinceramente, no podía comprender que hubiera quien decidiera cambiar las comodidades de la vida en la ciudad por un regreso a casas destartaladas y frías o quien prefiriera cultivar sus propias verduras y hortalizas cuando existían los maravillosos centros comerciales. Puesto que su madre se había criado en Tiles, le había hecho llegar el artículo. Tras su lectura, Laura había sentenciado que solo podía regresar al campo y vivir en él quien conocía realmente su dureza; lo demás era una moda pasajera. Se preguntó si Neli se habría arrepentido de su decisión. En realidad, comenzaba a sentir curiosidad por saber más de su vida, de su nombre, Neli, que parecía una abreviatura inglesa, de cómo se habían adaptado, de qué vivían…
—Entonces sois… ¿Cómo os llaman? ¿Neorrurales?
Neli se rio con ganas.
—¡Ah, las etiquetas! Neorrural, hippy, perroflauta, alternativa, neoartesana, neocampesina, bohemia… Yo no me incluyo en ninguna… —su voz adquirió un tono misterioso—, al menos de estas… —Señaló al frente—. ¡Ya llegamos!
El coche tomó tres curvas muy cerradas haciendo malabarismos entre la roca de la derecha y el profundo abismo de la izquierda y, de pronto, un vasto llano se abrió ante sus ojos; un llano que se extendía a los pies de un inmenso macizo de piedra, el pico Beles, diseñado por capricho de la naturaleza como la típica montaña de un dibujo infantil: grande, solitaria, regia.
—Coge el camino de la derecha —indicó Neli—. Lleva a la parte baja de Tiles, que es donde vivo yo. El otro lleva a la parte alta, donde vas tú.
Atravesaron tierras de labor y praderas salpicadas de vacas, ovejas y construcciones de piedra parda y tejados, algunos de losas, otros de teja. Poco a poco, la densidad de las viviendas fue aumentando hasta que, pasada una pequeña gasolinera donde colgaba una señal de hotel-restaurante, las construcciones comenzaron a ordenarse a ambos lados de una estrecha calle que conducía a una plaza en la que resaltaba una típica iglesia románica, con su torre coronada por un puntiagudo tejado a cuatro aguas, frente a la que aparcaron.
Brianda salió del coche y una ráfaga de aire frío la recibió. Fue un golpe inesperado, pues las hojas de los árboles cercanos tan solo temblaban levemente, y ella lo sintió en el rostro como una bofetada. Rápidamente se puso una chaqueta, aunque no notó alivio y se frotó los antebrazos con brío. Deslizó la vista a su alrededor y tuvo una momentánea sensación de regresión a un pasado indefinido, pero los intentos por rescatar imágenes idílicas de su infancia se tropezaban con la visión de ese espacio viejo, destartalado y rústico y con el intenso olor a tierra húmeda y ganado. En conjunto, su mente la informaba de que lo que veía era bonito pero demasiado solitario, inquietantemente apagado e incluso opresivo. Por un lado, le gustaba; por otro, se sentía fuera de lugar.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Neli señaló la iglesia:
—El pórtico de acceso está muy desvencijado, y el ábside muy deteriorado, pero poco a poco terminaremos de restaurarla. Eso es parte de mi trabajo. Mira, esta es mi casa.
Neli descargó las bolsas de la compra y las dejó en el primer escalón de una escalera de losas que conducía a una casa de pared encalada. Sus pasos producían un intermitente eco, seco y sordo, en la desierta plaza. Luego se acercó a Brianda y, ante la sorpresa de esta, extendió la mano hacia su cabello y realizó un gesto brusco mientras le explicaba:
—Perdona, llevas una brizna de algo.
—¿Eh? —Brianda notó un pequeño pellizco y se apartó instintivamente.
—¿Te quedarás mucho tiempo? —preguntó Neli rápidamente.
—Un par de semanas. Tal vez más.
—¡Entonces seguro que nos vemos!
Se despidieron y Brianda rehízo el camino hacia la bifurcación de los caminos.
Cuando tomó el que llevaba a Casa Anels, se percató de que el paisaje iba cambiando por completo. Los pastizales se iban poblando primero de encinas y quejigos y el tono otoñal de la tierra que dejaba atrás cobraba algo de vida gracias a los vivos colores de las hojas de los esporádicos robles y el verde eterno del boj. Además, la imagen del gigante de piedra iba aumentando de tamaño. Se alegró de que aún fuera mediodía. Podía imaginarse la sombra del coloso extendiéndose cada tarde por todo el valle a sus pies, lentamente, como un águila sobre su presa, anunciando en silencio la inexorable llegada de la muerte. No le gustaría caminar por ahí a solas en la noche.
El camino serpenteó un par de kilómetros hacia el monte Beles. Poco antes del destino, divisó el cementerio a su izquierda, un camino que no recordaba, una fuente a su derecha bajo un gran tilo y una última subida que sí reconoció.
Redujo la velocidad.
Se sentía extraña. Por un lado, tenía ganas de llegar a la casa después del largo viaje y ver a Isolina; por otro, le producía una honda inquietud reencontrarse con Colau. Inspiró hondo. Aquello era absurdo. Ahora era una mujer adulta. Podía tener miedo a muchas cosas, pero desde luego no al marido de su tía.
Aceleró el vehículo y pronto aparcó en un llano sobre el que esperaba encontrar una señorial casa cuadrada de piedra de dos plantas y construcciones adosadas de diferentes alturas que rompieran la monotonía de la base rocosa y uniforme del monte Beles, pero ahora un desmadejado bosque que no recordaba ocultaba Casa Anels de su vista, como si con el abrazo de sus ramas resecas y hojas arrugadas quisiera apartarla del resto del valle y arrastrarla hacia la montaña. Anduvo unos pasos por el camino de grava hasta que distinguió entre los troncos de los fresnos y sauces los bajos muros que rodeaban la era de entrada. Rápidamente se visualizó a sí misma con trenzas y los brazos extendidos para mantener el equilibrio sobre ellos siguiendo los pasos de su hermano, entonces un chiquillo en pantalones cortos. Fue una imagen fugaz, pero consiguió que una momentánea sensación de bienestar la embargara y deseó con todas sus fuerzas que no desapareciera. Era una tontería, pero sintió que de algún modo regresaba a casa. Tal vez sus padres tuvieran razón. Quizás una temporada en el campo consiguiera proporcionar algo de paz a su espíritu alborotado…
Sin embargo, en cuanto se acercó a la baja verja por la que se accedía a la puerta principal, el corazón le dio un vuelco.
La hierba crecía descontrolada por entre las piedras irregulares del suelo. En los tejadillos que servían de cobertizos se veían losas sueltas y alguna tabla desclavada, y una de las paredes de la gran casa lucía un peligroso abultamiento, como si fuera a reventar en cualquier momento. Los montones de leña apilada, los restos de florecillas del verano en improvisados parterres y la ropa tendida en una cuerda evitaban tímidamente que el conjunto pareciera un lugar completamente abandonado.
El silencio era tan absoluto que Brianda podía oír su propia respiración. Se preguntó si Casa Anels había sido siempre así y la mirada de su infancia no había sabido percibir la decrepitud o si, con el paso de los años, los lugares, como las personas, se resentían del lento abandono del vigor y la alegría.
Tal vez esa última apreciación pudiera aplicarse al envejecido Colau, pero no a Isolina. Brianda encontró a su tía tan hermosa, a su manera, como siempre. Su poblada y corta melena estaba mechada de canas, lo cual la hacía parecer mayor, pero le daba un aire especial, personal y natural. Ese día había alegrado su neutra indumentaria con un pañuelo estampado y unas sencillas joyas clásicas y se había pintado los labios de rosa pálido, seguramente para recibir a su sobrina, a quien no veía desde las Navidades anteriores.
—¡Qué ilusión tenerte por aquí! —Isolina le dio un abrazo—. ¿Te acuerdas de algo? ¡Estarás muerta de hambre! Hoy he preparado algo especial para celebrar tu llegada. —Se dirigió a Colau—: ¿Puedes subir las maletas a la habitación azul?
En silencio, Colau se acercó para cumplir la orden y Brianda dudó cómo saludarle. Desde luego, no lo pensaba abrazar. Con un amago de beso en la mejilla bastaría. Seguía siendo un hombre de facciones duras, cejas pobladas y enorme envergadura, aunque se había encorvado un poco. Tras las gafas de pasta, se adivinaban unos pliegues carnosos que empequeñecían sus ojos.
—¿El viaje, bien? —dijo él a modo de saludo manteniendo las distancias.
—Sí, gracias. —Le sorprendió que la voz le temblara. Después de tantos años, aún la intimidaba.
—¡Ya verás qué bien lo vamos a pasar! —continuó Isolina—. Después de comer te enseñaré todo, la casa, el huerto, el jardín… Tengo gallinas, conejos, patos, ocas y un par de burros para mantener la hierba a raya. —Se rio abiertamente—. ¿Te acuerdas? Cuando eras pequeña repetías que querías ser granjera de mayor.
Brianda sonrió, contagiada por la actitud risueña de su tía. Si alguna vez lo había dicho, lo había olvidado. Por el rabillo del ojo vio que Colau desaparecía con su equipaje por una puerta ajada.
—Mi madre se hubiera llevado un disgusto…
—Ya lo creo. A Laura el campo no le gusta nada. Parece mentira que naciera aquí. ¿Te la imaginas sin maquillaje yendo a recoger los huevos con una cesta? No, ¿verdad? Pues te aseguro que de niña no le quedaba otra que hacerlo.
Unos ladridos roncos y profundos precedieron la llegada de un enorme perro de pelaje negro y reseco que se abalanzó sobre Brianda enseñándole los dientes. Brianda lanzó un grito y se quedó quieta. Le temblaban las rodillas y le sudaban las manos.
—¿Dónde te habías metido, bandido? —Isolina lo sujetó por el collar—. Tranquilo, Brianda es de la familia. Eso es, huélela. —Le dio unas palmadas en el lomo que levantaron una nubecilla de polvo—. Este es Luzer. Ahora no recuerdo si te gustaban los perros…
—Sí me gustan. Pero este es demasiado grande.
—No tengas miedo. No te hará nada. Lo encontró Colau abandonado, lo cuidó y desde entonces no se separa de él.
Un seco silbido procedente de la casa llamó la atención de Luzer. Lanzó una mirada turbia a Brianda y cruzó la misma puerta por la que había desaparecido Colau minutos antes.
—¿Le dejáis entrar? —preguntó Brianda atemorizada.
—Si quieres, le pediré a Colau que mientras estés aquí lo tenga más controlado, al menos hasta que os acostumbréis el uno al otro.
Isolina la guio dentro de la casa. Apenas tres peldaños de piedra rugosa separaban la entrada del amplio y oscuro zaguán. Al fondo, una doble puerta negra conducía a un vestíbulo que distribuía el camino hacia los diferentes aposentos. A la derecha estaban la cocina y el comedor, donde se conservaba el decorado del mosaico hidráulico del suelo que Brianda recordaba de su infancia. A la izquierda, el salón con la ennegrecida chimenea al fondo y unos bancos de madera de alto respaldo a ambos lados. Al frente, los nudosos peldaños de la escalera de madera agrietada que conducía al piso superior bajo la cual desaparecía el estrecho y alargado pasillo que guiaba al despacho de Colau.
—Siéntete como en tu casa, Brianda —le dijo Isolina—. Solo te pido que no entres en el despacho de Colau sin permiso o sin que esté él. No le gusta nada. Normalmente lo tiene cerrado con llave para que ni siquiera yo sienta la tentación de poner orden en el lío de libros, cuadernos, revistas, apuntes, documentos antiguos y ceniceros llenos de colillas.
Después de aquella experiencia de su infancia, en la que Colau la había zarandeado por revolver entre sus cosas, Brianda tenía claro que no entraría sola en ese lugar. Se preguntó, no obstante, si todavía existiría ese cofrecillo de terciopelo rojo.
—Supongo que ahora Colau tendrá mucho tiempo para investigar… —comentó mientras subían por la escalera hacia las habitaciones. Sabía que su tío se acababa de jubilar como profesor en el instituto de Aiscle y que le apasionaba la historia del valle.
—No hace otra cosa. A veces creo que es más una obsesión que un placer. Le digo que con todo lo que sabe ya podría plantearse escribir un libro, pero dice que para eso hay que saberlo todo y a él le falta mucho. —El suspiro que profirió Isolina se perdió por el largo pasillo—. ¡Qué malo es esto de hacerse mayor! No sé por qué desde hace tres o cuatro meses está como inquieto. Siempre ha sido muy introvertido, pero ahora…
Isolina abrió por fin la última puerta y entraron en una estancia de desconchadas paredes azules. Brianda la reconoció al instante. Era la habitación donde dormía cuando era pequeña. No había cambiado lo más mínimo. Ahí estaban el cabecero de barrotes de hierro, el armario y la cómoda de nogal y, como en el resto de la casa, las mismas vigas oscuras y dobladas sujetaban el techo. Había supuesto que después de tantos años la casa habría sufrido alguna remodelación, pero no había sido así. Mientras ella crecía y buscaba su camino, allí la vida se había detenido por completo.
—Esta habitación me encanta. Es la más soleada y tiene una vista preciosa. —Isolina abrió las hojas del balcón de par en par—. Acércate. Allá abajo, las casas agrupadas de Tiles. Por aquí y por allá, los grandes caseríos dispersos. Ese que ves al este es el de Cuyls. Allí nació Colau, pero ahora está derruido. Luego viene nuestro Anels y al oeste está Lubich, que no se puede ver desde aquí…
Brianda escuchó sus explicaciones atentamente. Ni en ese momento ni en ningún otro durante el día Isolina le preguntó por las razones de su viaje. Probablemente Laura le hubiera contado todos los detalles, pero agradeció que no hablaran sobre ello.
Esa noche se tumbó en la cama convencida de que conciliaría el sueño sin problemas después de un día tan largo, pero el profundo silencio de esa desamparada casa, solo roto puntualmente por los chasquidos de las maderas irregulares del suelo, los arañazos de las uñas de Luzer por el pasillo y la roedura de la carcoma en los oscuros muebles, la conturbaban. Sabía que al otro lado de los tabiques había habitaciones cerradas, con sábanas blancas cubriendo los muebles y los espejos; y que la única vecina que podía espiar sus movimientos era la noche cerrada en la que brillaba la silueta gris de una solitaria montaña.
Y además, las novedades de la jornada no habían disipado lo más mínimo ni sus preocupaciones ni sus pensamientos sobre Esteban, a quien ya echaba de menos con todo su corazón.