1.
—Estoy aquí —oyó que decía alguien con suavidad, mientras la acariciaba—. Ya ha pasado.
Brianda abrió los ojos lentamente. Había pasado, pero ella sabía que sus pesadillas volverían. ¿Qué demonios le estaba sucediendo? En los últimos meses, la frecuencia de esas peleas con las sombras nocturnas había aumentado considerablemente. Y esas escenas siempre terminaban en llanto. Parpadeó varias veces para acostumbrar la vista a la luz y despejar las lágrimas. Enseguida comenzó a ser consciente de su entorno, pero se mantuvo aferrada en ademán de silenciosa súplica a los brazos que la rodeaban. El corazón le latía tan deprisa que le dolía el pecho y sentía el cuerpo pegajoso por el sudor.
—Esteban… —Su voz sonó ronca. Quiso añadir algo más, pero no supo qué decirle. Nadie, ni siquiera él, podría ayudarle, porque no sabía a qué temer.
—Tranquila, cariño… —Esteban esperó en silencio unos segundos a que la mirada ausente de ella desapareciera del todo y regresara la expresión conocida. Entonces se incorporó, apoyó la espalda contra el cabecero y la atrajo hacia su pecho—. ¿Estás mejor?
Brianda asintió, acompañando el gesto con una leve sonrisa con la que pretendía tranquilizar a Esteban, pero se sentía inquieta. Reconocía que él estaba teniendo con ella mucha paciencia; tal vez demasiada. En todo ese tiempo no había mostrado ningún indicio de rechazo o hartazgo. Ni siquiera había exteriorizado una simple recriminación. Se preguntó si ella actuaría con tanta tranquilidad si fuera al revés; si Esteban la despertara a cualquier hora hecho un manojo de nervios.
Se incorporó y se sentó al borde de la cama. Le dolía la cabeza. El dolor de cabeza se estaba convirtiendo en una constante en su vida.
—No sé qué me pasa… —dijo en un susurro. No podía descansar ni de día ni de noche. Se llevó una mano a la garganta. La sentía áspera, como su espíritu.
—Seguro que es por la reunión de hoy. —Esteban le dio unos golpecitos en la mano—. En unas horas habrá terminado. —Miró el despertador. Eran las siete—. Yo me levanto ya. Me espera un día duro.
Caminó hacia el cuarto de baño. Brianda se giró, acomodó un cojín sobre la almohada y volvió a recostarse. En su cabeza todavía resonaba una incompleta expresión en latín cuyo significado no comprendía. Cerró los ojos y visualizó imágenes y sensaciones sueltas, una mujer, un caballo, agua, algo viscoso entre los dedos… No tuvo que esforzarse mucho en recordarlas porque eran las mismas de otras veces. Sabía que era difícil que un sueño se repitiera con frecuencia. A ella no le había sucedido nunca hasta hacía un par de meses. Había intentado encontrar una explicación lógica, pero no era una experta en psicoanálisis. Tal vez su mente la estuviera advirtiendo de algo, pero ella no tenía ni idea ni de qué ni de por qué. Por más vueltas que le había dado al tema, había terminado por admitir que su única preocupación provenía del trabajo, el cual se estaba resintiendo por culpa de la falta de sueño. Todo lo demás estaba en orden.
De fondo escuchó el ruido del agua de la ducha y las voces de la radio. Poco después apareció Esteban con el pelo castaño alborotado y restos de gotas sobre su cuerpo desnudo. Abrió el armario y eligió el atuendo del día, un pantalón gris de cintura alta y una camiseta blanca. Brianda observó cómo se vestía, deseando encontrar algo de sosiego en esa cotidiana visión.
—¿Qué tal esta americana?
Esteban se la puso y desfiló ante la joven con una sonrisa en los labios.
—Perfecta para un abogado cuarentón… —comentó ella obligándose a sonreír.
—¡Oye! ¡Todavía me falta un poco para eso! —Cogió los zapatos fingiendo sentirse ofendido—. ¡Y tú vas detrás! —Se sentó a los pies de la cama para calzarse y al cabo de unos segundos preguntó, recuperando el tono cariñoso—: ¿Estás preparada para el gran día?
Brianda asintió sin mucho entusiasmo. Después de semanas de intenso trabajo, en unas horas estaría explicando el nuevo proyecto ante la comisión gestora del hospital. Había mucho dinero en juego. Si convencía a los miembros, su empresa conseguiría un suculento contrato y ella, tal vez, un ascenso. Sin embargo, a pesar de su experiencia, se sentía nerviosa. Ese día más que nunca todo tenía que ir bien. Esteban no lo sabía, no se había atrevido a contárselo, pero otro desliz como el de la semana anterior, y su reputación en la empresa caería en picado.
Esteban la observó unos instantes y ella reconoció en su mirada lo que tantas veces él le había repetido. Le encantaba la expresión despistada de Brianda cuando se despertaba. A él no le costaba nada madrugar, pero para ella cada mañana suponía una pelea contra el sueño. Su expresión adormilada, las mejillas sonrosadas y la media melena oscura despeinada le daban un aire de cautivador desaliño. Se preguntó si se percataría ahora del velo de preocupación que seguramente empañaba sus ojos oscuros.
—Sé que todo irá bien. —Esteban se inclinó para besarla. Después le acarició la mejilla y se levantó—. Llámame en cuanto termines, por favor.
—Sí —prometió ella.
—Y no te quedes dormida, ¿eh? —bromeó él antes de desaparecer.
Brianda permaneció unos minutos más en la cama hasta que percibió que comenzaba a amanecer. Se levantó y se dirigió hacia la ventana. Poco a poco el ajetreo otoñal del Madrid diurno iba ganándole terreno al nocturno: furgonetas de reparto, alguna joven apresurada empujando un cochecito con un niño amodorrado, algún hombre con el periódico bajo el brazo buscando un bar donde tomarse un cortado, varias mujeres extranjeras atravesando los portales hacia los pisos donde trabajaban como asistentas, los primeros bocinazos de conductores impacientes… Nada parecía diferente de otros días de otoño en la calle donde Esteban y ella habían decidido comprar un piso viejo y remodelarlo. Realmente disfrutaba de una vida que muchos considerarían envidiable. Una pareja estable, un trabajo de responsabilidad y una vivienda preciosa.
«No debería darle tantas vueltas a todo», pensó. Estaba más que acostumbrada a hablar en público, a lidiar con impertinentes en reuniones tensas, a mantener la atención de la audiencia, incluso cuando explicaba asuntos densos y complejos, a conseguir sus objetivos… Y ese día no tenía por qué ser diferente. Lo sucedido la semana anterior no tenía por qué repetirse; además, Tatiana había conseguido salvar la situación de manera satisfactoria.
Al pensar en su nueva compañera de trabajo hizo un gesto de fastidio. Era una mujer eficaz, inteligente y encantadora con la que no acababa de congeniar. No podía evitarlo: desconfiaba de su amabilidad. Se preguntó entonces cuándo comenzaron las pesadillas y si tendrían algo que ver con la joven ayudante ganándole terreno a la veterana. El puente del sueño, el miedo, el agua, la confusión, las lágrimas, el temor a algo negativo… Cabía la posibilidad de que ese asunto sin resolver en su interior tuviera su origen en el miedo a perder el control de su vida.
Decidió que una ducha pondría fin a esa sarta de tonterías. Subió el volumen de la radio y dejó que las noticias del difícil mundo que había más allá de esas paredes de mármol blanco la distrajeran de sus pensamientos mientras el agua caía sobre su cuerpo como un bálsamo. Después de arreglarse, confió en un buen vaso de leche caliente con miel para suavizar su garganta y algo de ibuprofeno para el dolor de cabeza. Abandonó la cocina con una taza en una mano y la tableta digital en la otra y cruzó el amplio y luminoso salón decorado en tonos claros. Se sentó en un cómodo sillón junto al gran ventanal de la terraza, desde el que podía disfrutar de la vista del cielo de la ciudad y de otros áticos que se extendían hasta el horizonte. Tomó un par de sorbos de la bebida y al tercero no pudo contenerse más y encendió la tableta.
Necesitaba buscar más información.
Su mente le pedía que se centrase en el guion de la presentación, pero su corazón se empeñaba en distraerla. No podía librarse de las nuevas imágenes del sueño… Además del hombre de rostro desconocido había un caballo y unas palabras en latín. La información del diccionario de símbolos on-line la dejó insatisfecha. El caballo significaba una vida futura feliz y próspera, o una aventura amorosa si iba cabalgando. Pero ella no cabalgaba en su sueño… Además, si el animal era oscuro, aventuraba mala fortuna. Hablar una lengua extranjera indicaba que había un mensaje del subconsciente que necesitaba salir y ser escuchado. Y, por último, la lluvia intensa auguraba un periodo tormentoso.
Apagó el dispositivo y apuró el último sorbo de la bebida caliente. Oyó que entraba un whatsapp en su móvil. Era de Tatiana. Un mensaje jovial comentando que estaba un poco nerviosa. Qué falsa era, pensó. Dejó la taza del desayuno en la cocina, ordenó sus papeles en la carpeta del despacho, se puso una gabardina, buscó su bolso y salió.
Mientras descendía al vestíbulo en el ascensor se percató de que tenía las manos frías y húmedas.
—¡Qué guapa! —exclamó Tatiana nada más verla—. ¿Pretendes impresionar a la comisión?
—Tú tampoco te has quedado corta… —repuso Brianda con cierta sorna.
Las dos llevaban un traje chaqueta de corte masculino que Tatiana había rematado con unos tacones muy altos y su larga melena castaña suelta. Brianda intentaba siempre ir cómoda. Por eso había elegido unos zapatos planos y se había recogido el cabello en un diminuto moño.
Una recepcionista del hospital la había acompañado a la sala de reuniones, donde Tatiana ya había dispuesto todas las carpetas en perfecto orden frente a los asientos que rodeaban una gran mesa ovalada de caoba. En la pantalla del fondo se podía ver la primera imagen de la presentación en power point que ambas habían preparado especialmente para ese encuentro. Brianda ocupó su lugar y propuso repasar una vez más el orden de intervención de cada una. No era la primera vez que exponían algo, pero sí una de las más importantes. El país estaba en crisis, los mercados por los suelos y los empleos pendían de un hilo, así que cada contrato que se firmaba era motivo de alivio y celebración. Pero, además, ella tenía la suerte de disfrutar con un trabajo que le apasionaba y que le permitía vivir excitantes momentos, como esos previos a una presentación en los que los mismos nervios agudizaban sus sentidos para después saborear el éxito, por lo que esperaba que le durase mucho tiempo. Sostuvo su bolígrafo por un extremo entre los dedos índice y anular y lo balanceó inconscientemente sobre la carpeta, de modo que el otro extremo golpeaba los folios emitiendo molestos ruiditos secos.
—¿Estás bien? —preguntó de pronto Tatiana.
—Sí, claro —respondió rápidamente Brianda sonrojándose—. ¿Por qué lo preguntas?
—Te veo diferente. No dejas de hacer ruiditos con el boli. —Hizo una pequeña pausa y luego lanzó el dardo—: ¿Estás nerviosa? Tú no te preocupes. Si te pasa lo del otro día, te echaré un cable.
Brianda saltó como un resorte.
—El otro día tenía fiebre. —Era mentira, pero algo tenía que decir—. Hoy estoy perfectamente, gracias.
Justo entonces se abrió la puerta y los miembros de la reunión entraron en la sala. Brianda contó diez hombres y dos mujeres, de los cuales conocía a tres o cuatro de encuentros previos. Después del saludo de cortesía todos ocuparon sus puestos hablando entre ellos. Ya sentada, Brianda aprovechó esos segundos para inspirar hondo y dedicarse unas rápidas frases mentales de ánimo para frenar los latidos del corazón. Esbozó una sonrisa, irguió la espalda, cruzó las manos sobre la mesa y se concentró en fingir de manera convincente que escuchaba con interés la introducción de Tatiana, el saludo de bienvenida, el motivo por el que se encontraban allí, el tema central y las partes de las que constaría la charla… En unos cinco minutos aproximadamente le tocaría intervenir a ella, en cuanto escuchara su nombre y apareciera la palabra cogeneración en la pantalla.
De pronto, Brianda sintió que la embargaba un extraño y novedoso sentimiento de irrealidad. Oía la voz de Tatiana pero no distinguía sus palabras. Sin ser consciente de cómo, su propio cuerpo estaba pasando de repente a un primer plano. Percibió que los latidos de su corazón aumentaban su frecuencia. Cambió de postura y deslizó con toda la naturalidad de la que fue capaz la mano derecha hacia la parte trasera del cuello, que notó duro como una piedra.
—… Mi compañera, Brianda —dijo Tatiana mientras pulsaba la tecla del ordenador que daba paso a la imagen de una instalación con una palabra sobreimpresa.
Brianda no se movió.
Tatiana se acercó a ella y, sin dejar de sonreír, aunque con el ceño levemente fruncido, le dio un golpecito en el hombro.
—Cuando quieras, Brianda…
Brianda se puso en pie lentamente. La cabeza le daba vueltas. Se sentía inestable. Nunca se había desmayado, pero esa sensación era lo más parecido a lo que ella suponía que sería el paso previo a caer desvanecida. La imagen de la pantalla atrajo un segundo su atención y un torrente de palabras se agolparon en su mente. Tenía que sobreponerse como fuera. Lo tenía muy bien preparado. Seguro que en cuanto empezara a hablar las palabras fluirían solas.
—La cogeneración es la producción conjunta —empezó a murmurar—, por el propio usuario…, de electricidad y energía térmica útil… —Tosió y se llevó la mano a la garganta. No se oía ni ella misma. Intentó elevar el tono de voz—: Esta generación simultánea de calor…
Volvió a toser y buscó la mirada de Tatiana, que la observaba con una expresión crispada tras su sonrisa, ahora tensa.
Brianda se sintió desorientada. Nunca había sentido pánico por nada, y menos por una situación tan normal en su trabajo y en su vida como aquella. De algún modo, su mente buscó en su parte racional un remedio para esa angustia que sin saber cómo se había apoderado de ella: si a su cuerpo le pasaba algo, no podía estar en un lugar mejor, pues tendría a un montón de médicos y enfermeras cuidándola en décimas de segundos. Tal vez gracias a ese instante fugaz de seguridad, la opresión en el pecho cedió lo suficiente para que las neuronas de su cerebro dictaran la orden de que la única solución posible para salir de ese tremendo apuro era solicitar el auxilio de Tatiana.
—Les ruego que me disculpen —susurró con voz apenas perceptible—, pero he estado afónica varios días y me temo que no me he recuperado lo suficiente. —Fijó su mirada en un señor mayor y esbozó una tímida sonrisa buscando su comprensión—. Estoy segura de que Tatiana podrá informarles mejor que yo…
Apoyó una mano temblorosa en la mesa como ayuda para sentarse y recibió con un inmenso alivio el refugio de la cómoda butaca de cuero. Tatiana no tardó ni un segundo en retomar el tema de la presentación. Brianda solo captaba parcialmente lo que su compañera decía:
—… la gran ventaja es su mayor eficiencia energética…, su aplicación en hospitales para calefacción, refrigeración y preparación de agua caliente…
¿Por qué seguía notando tanto calor?
—… pues se evitan cambios de transporte y tensión que representan una pérdida notable de energía…
Una pérdida de energía. Si un camión le hubiera pasado por encima no se sentiría tan abatida.
—… se puede inyectar en la red eléctrica la energía que no necesite…
Qué chocante estar en medio de un grupo de personas dominada por un hervidero de sensaciones desagradables y que nadie se percatara de su batalla interior. Por favor, que aquello terminase ya, que dejasen de preguntar más…
—Díganos, Tatiana…, ¿y hasta qué punto las medidas políticas pueden gravar al sector…?
Ahora sí que la había fastidiado de verdad. Tatiana aprovecharía la ocasión, de eso no le cabía la menor duda. Se apuntaría el mérito si finalmente conseguían el contrato. Todo su esfuerzo por enfocar sus estudios de ingeniería a la gestión medioambiental, los años de universidad, los primeros y numerosos currículums, el orgullo de sus padres al presumir de hija ingeniera bien colocada, su sueldo…
Necesitaba aire.
Abandonó la reunión y buscó un cuarto de baño donde refugiarse.
Allí se quitó la americana, liberó los botones superiores de la blusa, abrió el grifo y se mojó la cara y el cuello. El espejo le devolvía la imagen de una mujer desconocida, pálida y ojerosa.
En algún lugar de su bolso sonó el móvil y leyó que era de la oficina principal. No contestó. Segundos después escuchó el sonido de un sms entrante:
¿Cómo ha ido?
Y enseguida un whatsapp de Esteban:
¿Noticias?
Se extrañó de que ya le preguntasen por la reunión. Miró su reloj y el corazón le dio un vuelco. No podía haber pasado tanto tiempo sin que ella se diera cuenta. Tenía la sensación de que acababa de salir del despacho, pero el reloj le indicaba que había transcurrido más de media hora.
Cerró los ojos y realizó varios ejercicios de respiración.
Necesitaba ayuda.
Aquello no tenía respuesta en un diccionario del significado de los sueños.
—Y cuando he vuelto a la oficina, el jefe de área me ha sugerido amablemente que me tome un par de semanas de descanso a cuenta de las vacaciones que me faltan por gastar este año. —Sentada frente a Esteban a la mesa del salón donde solían cenar, Brianda terminó de explicarle lo sucedido esa mañana. Un nudo en el estómago le impedía comer nada—. Ni siquiera me ha mirado a los ojos, el muy imbécil. He estado a punto de decirle que no necesito vacaciones, pero me he callado.
—Igual no es tan mala idea que disfrutes de unos días para ti… —comentó él.
Brianda alzó la vista. Esteban la había escuchado sin preguntarle nada, sin mostrar sorpresa, preocupación o malestar por su incompetencia en la reunión. Agradecía su silencioso apoyo y comprensión, la forma en que sostenía su mano mientras ella se desahogaba entre lágrimas, pero que coincidiera tan tranquilamente en el tema de los días libres la sorprendió.
—¡Tú y yo siempre cogemos las vacaciones a la vez para hacer algo juntos! ¿Qué voy a hacer aquí en casa tantos días seguidos?
Esteban se encogió de hombros.
—Dedícate a descansar. Creo que lo que te ha pasado hoy lo ha producido el agotamiento. Te tomas todo demasiado en serio. Y últimamente has tenido mucho trabajo. Si el viernes no estás mejor, iremos al médico.
Durante los siguientes días, Brianda se dedicó a ordenar los armarios de la ropa, a revisar papeles en el despacho, a reubicar utensilios de cocina, a actualizar datos y direcciones de su agenda personal y a leer. Lejos de sentirse mejor, comenzó a desear no tener que franquear nunca más la puerta de la calle. Su único contacto con el exterior era el móvil. Gracias a los mensajes en todas sus variedades —sms, whatsapp y mail— podía ofrecer una imagen de normalidad a sus conocidos y compañeros de trabajo. Pero la realidad era que, desde la terraza de su apartamento, observaba las calles cercanas con un gran distanciamiento, como si no tuviera el menor interés en recorrerlas de nuevo, ni para ir a comprar, al cine o a dar un simple paseo. Hubiera dado cualquier cosa por quedarse encerrada en ese mundo blanco de madera lacada… Solo el hecho de pensar en regresar al trabajo le producía una terrible opresión en el pecho. Se sentía como si un gran agujero fuera creciendo en su interior, vaciándola y sometiéndola a una inestabilidad que le producía, en la tranquilidad de su hogar, el mismo vértigo que sentiría si estuviera asomada a un precipicio de cientos de metros. Cuando esa sensación se agudizaba, lo único que deseaba era meterse en la cama, pero, a la vez, el miedo a las imágenes nocturnas le producía un persistente insomnio.
En vista de que cada día Brianda estaba más apagada, fue el propio Esteban quien la arrastró al consultorio de un médico amigo de la familia; demasiado amigo de la familia en opinión de Brianda. Era íntimo del padre de Esteban desde la infancia y tanto la madre de este como sus hermanas acudían a él desde hacía años para todo tipo de consultas generales antes de dirigirse a los especialistas correspondientes. Ella solo había coincidido con él en un par de ocasiones en casa de los padres de Esteban.
—¿Y tiene que ser él, precisamente? —protestó Brianda una vez más en la salita de espera, aferrándose a los resultados de los análisis de la revisión médica de la empresa de hacía poco menos de un mes—. Me da mucha vergüenza explicarle mis síntomas a un conocido.
—Roberto es un médico excelente —repuso Esteban—. Y si él no pudiera tratarte, sabría a quién recomendarnos. Estoy seguro de que esto es algo puntual. —Le dio un beso en la mejilla—. ¿Qué te preocupa?
—La verdad es que no me gustaría que tu familia se enterara de mis problemas.
—Brianda, Roberto es un gran profesional y un hombre muy discreto…
Por primera vez, Brianda creyó ver en la mirada de Esteban un destello de la misma impaciencia que veía en los ojos de su jefe de área cuando algo no salía exactamente como él quería y se sintió culpable. No podía evitar pensar que, de alguna manera, le estaba fallando a su novio, a su compañero, tal vez a su futuro marido… En esa etapa de su vida, debería estar rebosante de salud e ilusión para enfrentarse al futuro que habían decidido encarar desde el mismo momento en que rehabilitaron el piso y se fueron a vivir juntos. Los ojos se le llenaron de lágrimas y apretó la mano de Esteban con fuerza, como si quisiera prometerle con ese gesto que sería fuerte para afrontar lo que fuera que le estuviera sucediendo; que todo iba a quedar en un breve paréntesis, en una momentánea traición de los nervios…
Pocos minutos después, la puerta se abrió y una enfermera de pelo blanco los invitó a pasar a un despacho repleto de estanterías llenas de libros. Un hombre de unos sesenta años con barba escribía unas notas en una mesa de nogal. Al verlos, se puso en pie y se acercó. Saludó con afecto primero a Esteban y después a Brianda. Tras unas frases de cortesía en las que recordaron a casi todos los miembros de la familia de Esteban, Roberto dijo:
—Bien, si os parece, empezaremos ya…
Esteban miró a Brianda.
—¿Quieres que me quede? —preguntó.
Brianda no supo qué responder. Esteban había sido testigo de muchos de sus síntomas, pero no conocía todos los detalles. Si respondía de manera negativa, temía que él lo tomara como una muestra de desconfianza. Roberto acudió en su ayuda.
—Me gustaría primero hablar con Brianda. Si no te importa, Esteban, puedes esperar en la salita.
Una vez a solas, Roberto comenzó haciéndole unas preguntas generales sobre su vida y su trabajo. Luego le pidió los resultados de la revisión anual de la empresa y concluyó que todo estaba en orden. En pocos minutos consiguió que la joven dejara de llamarle de usted y que se sintiera más relajada. Brianda se dejó llevar por el tono amable y firme de su voz e intentó ser precisa en sus explicaciones. Le habló de sus pesadillas, de la sensación de irrealidad, de las palpitaciones, del hormigueo en los brazos, de los escalofríos y sofocaciones, de la opresión en el pecho… Y dejó para el final aquello que más vergüenza le daba admitir:
—Ahora me da miedo salir a la calle. Me angustia incluso pensar en tener que coger el metro… Yo nunca he sido miedosa, pero es como si de pronto tuviera miedo de todo. Pero lo peor es que siento… —se retorció las manos nerviosa— un terrible e intenso miedo a morir…
Ya lo había dicho.
Y Roberto ni se había inmutado.
Sintió un leve alivio que la impulsó a continuar:
—Estoy bien ahora y al minuto siguiente empiezan todos esos síntomas y me mareo y me parece que me voy a desmayar, o a morir… Y me entra mucho miedo… No sé cómo explicarlo más exactamente. No sé qué se siente al morir, pero yo siento que debe de ser algo así. Y ese miedo me paraliza primero, pero luego necesito escapar… —Hundió la cabeza entre las manos y comenzó a sollozar mientras balbucía—: ¿Qué me está pasando…? Yo no era así… Hace unos meses me comía el mundo, y ahora… el mundo se me está comiendo a mí… Todo me cuesta… Es como si no pudiera…, si no tuviera fuerza…
Roberto dejó que se desahogara sin intervenir. Cuando percibió que el llanto empezaba a remitir, se le acercó para ofrecerle una cajita de pañuelos y se sentó en una silla a su lado.
—Brianda, lo que te sucede no es nada infrecuente…
La joven detuvo el gesto de enjugarse las lágrimas.
—Todo parece indicar que estás sufriendo episodios de crisis de ansiedad.
—¿Ansiedad? —Brianda buscó en su mente conversaciones con amigas, familiares y compañeros de trabajo en las que hubiera aparecido esa palabra y pensó que eso no tenía nada que ver con ella—. Pero si siempre he sido muy tranquila y serena…
Roberto sonrió.
—Te sorprendería saber cuántas personas sufren crisis de ansiedad. De todas las edades.
—Y no tengo problemas de salud, bueno, eso dicen los análisis… Ni de dinero, ni de familia, ni me preocupa el futuro…
—Las causas son muchas y variadas. Pueden ser hereditarias, o producidas por pérdidas personales, por cambios imprevistos, por abuso de sustancias excitantes… —A cada elemento de la lista Brianda respondía moviendo la cabeza a ambos lados—. Un exceso de estrés puntual también puede producir un ataque de pánico.
Los pensamientos de Brianda se sucedían de manera atropellada repasando su infancia y adolescencia, su época universitaria, sus primeros noviazgos, sus comienzos en el mundo laboral, sus hábitos y su rutina diaria. Hasta ahora, había vivido una vida completamente normal para alguien que hasta hacía unas semanas se había sentido segura de sí misma porque con esfuerzo iba logrando los objetivos que se marcaba. No encontraba ninguna explicación racional para sus ataques de pánico.
—¿Hay algo que te preocupe? —preguntó el doctor—. Ese miedo que describes es como una alerta de algo que puedes sentir que amenaza tu seguridad.
Ella negó con la cabeza una vez más.
—¿Y todo va bien con Esteban? —continuó Roberto—. La vida en pareja, la pérdida de libertad y la entrada en la madurez le resultan estresantes a mucha gente.
Brianda alzó la vista un poco molesta. Desde luego que Esteban no era la causa de sus odiosos síntomas. De pronto, tuvo la extraña sensación de que la consulta médica estaba derivando en una entrevista psiquiátrica. Se negaba a creer que el problema residiera en que su cuerpo estuviera reaccionando ante algo no deseado por algún escondido rincón de su mente o de su corazón. Dudaba incluso que fuera capaz de encontrar las palabras adecuadas para explicarle algo así a Esteban. El problema no estaba en su cabeza. Esas cosas solo pasaban en las películas con historias familiares dramáticas o en novelas de personajes con complejos perfiles psicológicos arrastrados de traumas infantiles. Tanto su entorno como su familia gozaban de una buena salud mental y emocional. Y ella también.
Le entraron unas ganas terribles de salir de ese despacho y decidió elegir la opción más plausible con tal de terminar de una vez:
—Lo único que se me ocurre es que he tenido mucho trabajo este último año y cada vez nos exigen más, ya sabes, tal y como están las cosas… Eso podría ser…
Roberto asintió con una sonrisa de complicidad y satisfacción por haber acertado en el diagnóstico. Le aconsejó una lectura sobre las causas, los síntomas y ciertas recomendaciones para distinguir y actuar en caso de un ataque de pánico y le recetó una dosis baja de un tranquilizante como remedio de choque para encontrar algo de calma inmediata.
Brianda cogió la receta forzando una sonrisa de agradecimiento, aunque en el fondo de su corazón se sentía bastante deprimida. El papel le quemaba en la mano. No podía soportar que hubiera llegado ya a su vida el momento de tener que tomar pastillas tranquilizantes y se preguntó si tendría algo que ver con la edad, con el hecho de acercarse a los cuarenta. Poco tiempo atrás era una joven alegre dispuesta a encarar la vida con coraje y sin saber cómo, sin aviso, sin transición, ahora tenía que tomar ansiolíticos.
Mientras paseaba con Esteban de regreso a casa, su tristeza no disminuyó. El médico le había dicho que lo que le pasaba era frecuente. Miró a su alrededor y se preguntó cuántas de aquellas personas con las que se cruzaban tendrían ataques de pánico y tomarían medicación para la ansiedad. Si pudiera charlar con alguna de ellas, le preguntaría qué hacer. Quería saber si la gente hablaba de esas cosas con naturalidad; si debía comentarlo con sus familiares y amigos u ocultarlo; si la comprenderían o empezarían a mirarla con cara de pena o compasión.
Un niño de unos tres años chocó contra sus rodillas, cayó sentado y la miró con expresión de aturdimiento, dudando si continuar adelante con sus correrías o echarse a llorar. Entonces, oyó la voz de su madre, frunció los labios y comenzó a hacer pucheros. Su madre lo cogió en brazos y él se agarró con fuerza a su cuello como si hubiera sobrevivido a una gran tragedia.
Brianda pensó en la escena y envidió la mirada en el rostro del niño una vez terminado el llanto. Ojalá tuviera ella siempre un lugar seguro al que regresar al menor atisbo de indefensión; un pilar sobre el que apoyarse al primer síntoma de inestabilidad; un sendero claro que tomar ante la incertidumbre.
Sonriendo, Esteban comentó:
—¿Te has fijado? ¡Seguro que si no hubiera visto a su madre no habría llorado!
Brianda apretó la mano de Esteban con fuerza. Deseó que nada ni nadie pudiera separarlos, que siguieran así, cogidos de la mano, cómplices en lo bueno y en lo malo, durante muchos años. Recordó sus palabras al salir de la consulta. Juntos lo superarían. Él estaría con ella para ayudarla a recuperar la alegría y la vitalidad.
Él era su refugio, su soporte, su ruta.