Otra vez.

El agua y las constantes ráfagas de viento azotan con furia su cuerpo.

¿O es el mío?

Una mujer corre desesperada. Sus botas se hunden en el barro. Tiene el cabello oscuro y largo. Incómodas madejas caen sobre su rostro y hombros.

Me pesa. Mucho.

Jadea. Está aturdida. Desesperada.

Ahora trepa por una pared de piedra y salta a un emboscado sendero. Los irregulares guijarros la hacen tropezar.

No puedo respirar…

Una zarza hiere su rostro; otras desgarran sus ropas y se clavan en su carne, pero ella sigue adelante. Las hojas rojizas de los árboles se pudren en el suelo. De pronto, el camino muere.

Levanta la vista y reconoce un pequeño puente sobre un barranco. Es muy estrecho. Sé que sabe —porque ha ido otras veces allí, cuando quiere estar sola— que solo se utiliza para conducir el agua desde las alturas a los pastos.

La visión del puente la tranquiliza. Un leve momento de alivio. Sabe qué hacer. Se arroja al suelo y comienza a arrastrarse. Quiere deslizarse a horcajadas sobre la estrecha pasarela apoyada en dos pilares que surgen de una inmensa roca anaranjada. Sus manos sienten la viscosa humedad del musgo centenario.

Es blando y suave, un tanto pegajoso.

Es desagradable.

Las gotas de lluvia se deslizan por las piedras. Parecen lágrimas. Resbalan, veloces, y luego se detienen un instante antes de lanzarse al vacío. Todas se estrellan metros más abajo contra el fondo del precipicio.

Las veo caer, una y miles a la vez, sin fin.

Ploc, ploc, ploc, ploc…

Tengo miedo. Ese ruido me da miedo. La posición de la mujer me da miedo…

¿Quién eres?

¡Cuidado!

¡Se ha sentado con las piernas colgando sobre el vacío!

El viento es tan fuerte que tiene que sujetarse con las manos a ambos lados de sus muslos para no ser derribada. Mira hacia abajo, hacia el inmenso agujero que abre su boca a sus pies. Parece que una momentánea sensación de vértigo despierta sus sentidos. Recuerda algo…

Baja la cabeza, apoya la barbilla contra el pecho y todo su cuerpo se convulsiona con unos violentos sollozos. Siento como si un profundo desconsuelo me embargara… También tiemblan las últimas hojas de otoño antes de que el viento las arranque definitivamente de lo que ha sido su vida.

¿Qué te pasa?

¿Qué me pasa?

Es esa sensación otra vez…

Es como si… No sé.

Solo quiere desaparecer.

Ploc, ploc, ploc, ploc…

Las gotas…

Un ruido de cascos de caballo que se acerca al galope. Un relincho. La imagen de un enorme animal negro que se pone de manos al borde del barranco. Un cuerpo que cae y se golpea contra la roca. Unos momentos de incertidumbre.

Ese caballo…

Creo que le resulta familiar.

La mujer se olvida de sí misma. El cuerpo bajo el puente no se mueve. Alguien está herido. El caballo patea nervioso. No sabe qué hacer, adónde dirigirse ahora.

El cuerpo está boca abajo, con el rostro cerca, muy cerca del agua. ¿Y si se ahoga?

¡Tienes que ayudarla! ¡Baja de ahí!

No sé cómo, pero ella ha llegado a su lado.

Se inclina sobre el cuerpo, aparta la capa que se ha doblado sobre su cabeza y apoya una mano en cada hombro para girarlo. Su rostro está cubierto de sangre.

¡Tú! —exclama sintiendo un profundo alivio.

Yo creo que también lo conozco, que lo he visto antes… Pero ¿dónde?

Esos ojos que me miran y me queman, ¿a quién pertenecen?

Y ahora otra vez… ¡Qué poco dura el consuelo!

Los gritos cargados de odio y el miedo.

Y esa voz monocorde que repite, una y otra vez, unas palabras que no comprendo:

Omnia… mecum

Y yo… No…