POSTFACIO

Náufrago de multitudes

Una corriente de agua, un reguero mínimo, un modesto y minúsculo regato que se convertirá en arroyo, y después en río, que como todos los ríos, va a dar a la mar… La alegría de Budai parece descabellada ante tan nimio indicio, pero está justificada, por haber hallado no tanto una vía de escape como un retorno a la lógica del mundo: una corriente supone un desnivel, un valle; a su vez implica un sistema fluvial con sus confluencias y su estuario, es decir una geografía otra que el inabarcable y atestado laberinto en el que lleva hundido desde su llegada. Lo que Budai ha encontrado, por fin, es un curso marcado, la prueba de un derrotero, la existencia de un sentido —opuesto al flujo caótico de cuerpos presurosos, a la circulación incesante, incoherente, inextricable, de la metrópolis—, en definitiva el restablecimiento de una realidad aprensible, conocida, familiar.

El lector no logra compartir del todo la alegría de Budai: pasar la última página de Epépé (que es el título original de la novela, rebautizada Metrópolis en esta versión española) es despertar de una pesadilla, tan agobiante que su final sólo ofrece un ambiguo alivio, tan intensa que su recuerdo se limita a un desasosiego que borra cualquier detalle, hasta el punto de hacer difícil su resumen, exponer su argumento. Porque en el fondo, ¿de qué trata Epépé? La respuesta podría ser: de un individuo llegado por accidente a una ciudad cuyo idioma le resulta absolutamente incomprensible, y que pese a sus denodados esfuerzos, trescientas páginas después, no ha logrado entender nada, ni que nadie lo entienda. Presentada en esos términos, la novela suscita un sentimiento de incredulidad: ¿cómo mantener un postulado tan radicalmente absurdo durante trescientas páginas? Hay en el peculiar talento de Ferenc Karinthy un elemento de maestría técnica, un paso seguro al avanzar por la cuerda floja —un «más difícil todavía» casi circense— que le envidiarían constructores de infiernos de mayor renombre. Salvo por unas mínimas concesiones, como el hecho de poder cambiar los cheques de viaje (que supone la inexplicada inserción de la ciudad en el sistema monetario internacional), nos hallamos inmersos en un mundo coherente, turbador a fuer de verosímil, una ficción tanto más creíble cuanto más aberrantes son sus cimientos.

«Volviendo a pensar en ello, lo que debió de suceder es…». La primera frase sitúa la novela en el terreno de la búsqueda de una explicación, y página tras página, el ahínco por establecer un sentido, un significado, dicta la conducta de Budai, y a la vez guía la lectura como un quebradizo hilo de Ariadna, como un buceo en aguas espesas, embarradas, y el malestar que tan eficazmente transmite Karinthy se basa en la acumulación de obstáculos que dificultan —y en última instancia imposibilitan— tal indagación. Si el pugnaz Budai no se rinde, tampoco logra progresar, cada una de sus peripecias desemboca en un repetido fracaso por causas diversas pero siempre parecidas, como un perverso Arte de la fuga sobre un tema recurrente de frustración y desesperanza, no exento desde luego de un nigérrimo sentido del humor.

Es una lucha, verdaderamente, un duelo —Budai frente a la ciudad—, y su primera derrota, la más llamativa quizá, la sufre en el terreno del lenguaje. No existe un «idioma incomprensible», ese oxímoron entraña una contradicción en los términos. Desde el siglo dieciocho —desde que los occidentales abordaron el estudio del sánscrito y descubrieron sus vínculos con el latín y el griego—, la filología comparada se dedica a buscar relaciones entre lenguas, establecer hermandades y filiaciones, parentescos cercanos o lejanos, dibujar mapas lingüísticos que cubren continentes. Budai es un lingüista, un filólogo emérito, y por si fuera poco, un extraordinario políglota, la persona en principio mejor armada para descubrir las reglas de un idioma nuevo, pero su ciencia misma tan sólo le permite medir la hondura de su fracaso: no consigue que su amiga Epepé le identifique con certeza los numerales —lo cual no deja de ser paradójico, siendo ella una ascensorista—, y tan ajena le resulta la fonética del idioma que ni siquiera consigue pronunciar correctamente su nombre: Epepé, Teté, Bebé, Tietié, y así ad nauseam. Cualquier detalle basta para hundirlo en la duda: el odioso portero del hotel usa la misma fórmula para darle la bienvenida y para prohibirle la entrada, no acierta a desentrañar si la escritura local es alfabética, silábica o ideogramática. Hay una ironía, quizá involuntaria, en el hecho de que Budai sea húngaro, es decir locutor de aquel entre los idiomas europeos, junto al euskera, opaco y enigmático por antonomasia; una ironía, o una especie de precaución retórica, un apuntalamiento del postulado inicial, que permite situar la aventura de Budai en su verdadero terreno, la exploración de un mundo en el que la comunicación verbal resulta imposible.

Un mundo agresivo, frenético y despiadado, un maremágnum de violencia latente en el que hasta las viejecitas pegan patadas y dan pisotones para avanzar por la acera, en el que las reyertas estallan por cualquier motivo y en el que la policía desde luego no se anda con chiquitas, un tejido social a todas luces disfuncional, con calles atestadas de pedigüeños y tullidos, una atmósfera contaminada, viciada, irrespirable…, un retrato, en resumidas cuentas, poco favorecedor pero convincente de la sociedad urbana, industrial, del siglo pasado —y del actual—. Puestos a buscar paralelos con Epépé en la abundante literatura distópica contemporánea, el más evidente quizá sea el Viaje a los infiernos del siglo de Diño Buzzati: un infierno hecho con las piezas de nuestra realidad, el reflejo sutilmente deformado de nuestra locura cotidiana.

Los ditirambos con que la crítica ha acogido Épépé apuntan unánimemente a una comparación con Kafka, comparación evidente, inevitable quizá, pero a mi entender limitada a aspectos meramente de técnica narrativa: el desasosiego nacido de la paciente acumulación de detalles aberrantes y de la perpetua postergación de una revelación intuida. Pero Budai no es ningún Josef K., no hay trasfondo metafísico alguno en su desventura, ninguna agresión por parte de una justicia absurda, ni obviamente ninguna aceptación de dicha justicia. La hostilidad de su entorno nace únicamente de la indiferencia, pero esa indiferencia es peor que cualquier ataque: Budai preferiría ser víctima de algún tipo de complot para poder al menos devolver los golpes. Sin otro adversario que la adversidad misma, pone todo su empeño en ser reconocido como extranjero —en ser reconocido a secas—. Vano esfuerzo: los habitantes no tienen ni tiempo ni ganas de hacerle caso. Cada uno va a lo suyo, atiende a sus asuntos, cumple con su función, la ciudad entera se asemeja a un inmenso mecanismo, una maquinaria —chirriante ciertamente— donde cada pieza tiene un cometido y brega por cumplirlo.

Dado que sus estratagemas, cada vez más peregrinas, para ser comprendido y forzar una respuesta, sea cual fuere, no alcanzan resultados apreciables, Budai se vuelca en una exploración sistemática de la ciudad en búsqueda de una vía de escape. La tarea no es fácil en esas calles abarrotadas, en ese sempiterno atasco, pero Budai logra navegar por la ciudad cuando se abandona a la corriente de la gente. La única vía segura para él es el metro —que le garantiza al menos la vuelta al refugio de su habitación de hotel después de sus vagares—, y la única forma de llegar al metro es discernir la corriente principal, más espesa, en el movimiento de la muchedumbre. Al abandonarse a esa corriente, al fundirse con la población de la que necesita diferenciarse, Budai comienza a mellar su alteridad, a experimentar un difuso sentido de pertenencia. De calle en calle, de barrio en barrio, va desarrollando una curiosa capacidad de empatía, cercana a la osmosis, para interpretar las situaciones a las que asiste: primero en su visita al burdel, la primera vez en que su intervención, su presencia, provocan en su interlocutor algo más que indiferencia o fastidio —ese gesto de la prostituta llorando, enseñándole un zapato de niño, significando su propia alienación, la tragedia personal que la ha llevado a esa triste realidad, a la fila de clientes presurosos, a la incesante repetición de los gestos de su oficio—; y más sutilmente, la escena en el palacio de justicia, cuando Budai renuncia a su perenne esfuerzo por comprender, llevado por un pudor que le prohíbe inmiscuirse en un conflicto conyugal, invadir la dolorosa intimidad que presiente. Cierto es que en ambas ocasiones lo que Budai interpreta pudiera significar algo distinto, y él nunca deja de saberlo, pero poco a poco va habitando ese mundo que él mismo construye, dando sentido —un sentido— a lo que le rodea. Si en un momento tiene la idea de que en realidad cada habitante pudiera hablar una lengua distinta, cada discurso que oye, cada situación que vive acaban cobrando estrictamente el sentido que él le quiera dar. Ninguna certeza, pues, ninguna baliza en el piélago, sólo un intercambio ciego, arbitrario, perpetuamente frustrante.

El punto de inflexión en la peripecia de Budai es la visita al templo —iglesia, sinagoga, mezquita o lo que sea—. Visión cósmica, desde la linterna de la cúpula: la ciudad como reflejo del cielo estrellado, sus calles y avenidas como constelaciones naciendo en la noche, la megalópolis es el universo, abarca la totalidad del espacio. Los terraplenes que en el curso de sus paseos le habían parecido marcar una linde no son sino detalles, imperceptibles rasgones en el tejido urbano, amplio, inabarcable. Si en ese preciso instante la ciudad se convierte en el mundo, en una totalidad, entonces él debe tener en ella su sitio, y lo siente, siente ese «casi amor», paradójico, irracional, una comunión que no depende del entendimiento. Pero lo siente a pesar suyo, ese «casi amor» es tan falso como espuria es la comunión con una realidad a la que asistimos, en nuestra sociedad-espectáculo, sin llegar nunca a comprenderla.

La impersonalidad, la brutalidad de la civilización urbana, la yuxtaposición de ambiciones individuales y deseos inconexos condena al solipsismo. La escena más turbadora de la novela, la más cruel, es el encuentro con ese extraño doppelgánger en un pasillo del metro, y esa frase: «¿Cómo, usía también…?», la única en todo el libro que Budai alcanza a comprender, mas no a interpretar.

La lógica arrolladora de la novela se lleva por delante —casi como quien no quiere la cosa— el episodio sentimental con Epepé. El amor humano poco peso tiene, por mucho que se aproveche de la circunstancia de un apagón. La pobre Epepé, encerrada en su ascensor, para ella un refugio en su desastrosa vida familiar —de nuevo una construcción mental de Budai que ningún hecho respalda—, no comprende lo que dice su amante, sólo acierta a repetir sus palabras, pero eso basta para vencer la última resistencia de Budai: junto a ella, él deja de querer escapar, junto a ella, acepta su permanencia, presa de un espejismo quizá, arrojado en todo caso a una confusión todavía mayor.

La ciudad —imagen del cosmos— ofrece una totalidad sin resquicios, donde incluso las contradicciones que percibimos no parecen sino indicios de una realidad mayor, demasiado amplia para ser abarcada, para ser comprendida, una realidad en la que incluso un intruso como Budai tiene un sitio; y ese sitio, acaba encontrándolo, cuando su situación irregular se resuelve de la única forma posible, y es expulsado del hotel, de esa guarida hurtada, para finalmente ocupar el único lugar que le puede corresponder, aquel donde su incapacidad de partida —la incomprensión del idioma— deja de ser tal: en el mercado de abastos, junto a los demás mozos de cordel, los miserables que pernoctan en los rincones, que no necesitan comunicarse sino al nivel más elemental, ponerse en cola para cargar los fardos y ganar las cuatro perras que aseguran su sustento. No me parece en absoluto casual que la expulsión del hotel —inevitable, como el propio Budai sabía—, venga marcada por la escena del extraordinario duelo con el portero, evidente remedo de una comedia de cine mudo. Porque cruzado ese umbral, el lenguaje deja de existir, y por ende la singularidad de Budai.

El cortés erudito, el gran filólogo, se funde en el lumpemproletariado de la ciudad, y la novela, en su último capítulo, le brinda la oportunidad de asumir su nueva condición, unido a la masa humana —primero alegre, después vociferante, armada y belicosa, y finalmente derrotada—, tomando parte activa en la sublevación, lleno de optimismo, deseoso de ir donde vayan los otros, de compartir un destino común. Bien es verdad que para ser carne de cañón, ninguna necesidad hay de comprender los discursos. El ademán de los oradores lo dice todo —desde el carismático líder rebelde y sus abnegados seguidores hasta el adusto oficial, impasible bajo las balas—, cada cual cumple con su papel como cómicos en escena, y lo que pudiera parecer un momento histórico a la postre revela ser un evento cíclico, rutinario casi, una explosión periódica para desfogar las pasiones. No podría concluir el relato con mayor rigor, con mayor crudeza. Y sin embargo, dos líneas después, Budai alcanza su misteriosa recompensa, en un parque soleado, rodeado de la sempiterna muchedumbre que parece por primera vez disfrutar de la vida, sosegada y alegre. El detalle trivial, la señal mínima que tan tozudamente ha buscado aparece ante él —como la vela en el horizonte a los ojos del náufrago—. Si para un náufrago el universo queda reducido a los confines de su isla, esa vela en el horizonte restablece la verdadera dimensión del mundo, vuelve alcanzable la realidad de la que ha sido exiliado. Rescate tan arbitrario como insubsistente su condena: el mérito de Robinsón no fue escapar de su isla sino sobrevivir en ella, preservar su razón, su ser, en circunstancias extremas. Budai, del mismo modo, lee en el movimiento del agua del estanque el fin de un cautiverio, pero a la vez el fin de una exploración, de una aclimatación, de un esfuerzo solitario por subsistir, por adaptarse, por superar un medio hostil. La más absoluta soledad se vive en medio de la muchedumbre, y Budai, náufrago de multitudes, puede abandonar su isla desierta con el corazón ligero. No le cabe duda, pronto estará en casa.

Eduardo Gallarza