Los locales comerciales prometen en tanto que terrenos de caza por cuanto se puede cotejar las etiquetas de las mercancías que hay en los escaparates y tiendas, por un lado, con los letreros, por otro lado. Este método es el que le permite recoger la forma escrita de flores, ferretería, madera y carbón (o sino combustible), lámparas, ^instrumentos musicales, tejidos, vestidos (o bien moda), mercería, juguetes, artículos para el deporte, etc. Todo ello, claro está, con un cierto margen de error. Al fin y cabo un comerciante puede pintar en el rótulo de su tienda el nombre del dueño o cualquier otra denominación, colectiva, simbólica, como por ejemplo Arco Iris (tienda de telas o de tapices y alfombras), Cristal (vasos, vajilla, lámparas), Confort para el Hogar, Artículos para la casa, Textiles, la lista no tiene fin, como se ve en todas partes.

En las tiendas de comestibles lo más instructivo son los escaparates. Cuando un cartoncito acompaña un artículo en el que, además del precio, hay algo escrito, hay razones fundadas para pensar que se trata de la denominación del artículo. Lo que más le interesa son las mercancías tales como las naranjas, limones, plátanos, el azúcar, el café, el té, el cacao, el chocolate, es decir aquellas que, en todas partes, tienen un nombre muy parecido, nombres característicos y elocuentes, que evidencian el giro local para esos términos nómadas internacionales… A decir verdad, una vez iniciado el procedimiento, piensa que incluso este método no es del todo seguro. Porque en aquellos cartoncitos pueden perfectamente estar escritos términos como ganga, excelente, especialidad de la casa, calidad extra, sanguinas, dulce, recién torrefacto, fresco del día, promoción, rebajas de primavera, saldos, o todo lo que los comerciantes inventan para estimular las ventas. Por lo tanto, cuando copia esos términos en su cuaderno, su traducción va precedida de un signo de interrogación.

Durante sus peregrinajes, anota también los conceptos siguientes, más o menos bien identificados: vestuario, caja, agua potable (o, en su caso, agua no potable), prohibido el paso, obras, zona peatonal en la otra acera (una estupenda captura, si no hay error en ella), cable de alta tensión o peligro de muerte, por ejemplo.

Una vez que la lista de expresiones fuese lo bastante larga, tenía el propósito de pedirle a Ebebé que se las leyera una a una, en voz alta. Pero justo antes de esta primera sesión, resulta que está de mal humor, muy nerviosa, hasta el punto de que ni tan sólo quiere subir con él a la decimoctava planta. Se la ve muy afectada, en el ascensor no quiere verlo, gira la cabeza, aprieta los botones con total apatía. Pero Budai no se rinde, se deja acarrear de arriba abajo y de abajo arriba con una paciencia angelical y espera a que ella tenga unas ganas locas de fumarse un cigarrillo y, por tanto, se conceda a sí misma una breve pausa allá arriba. Sin embargo, después de una primera calada, en cuanto él intenta dirigirle la palabra, los ojos de ella, ya enrojecidos de habérselos restregado, se llenan de lágrimas; saca su pañuelito arrugado y prorrumpe en sollozos.

Él, desconcertado, la mira impotente: cómo podría consolarla, no tiene ni la menor idea de lo que le ocurre, de lo que pueda herirla, quién puede tal vez haberla insultado. Cuidado, a pesar de todo, piensa Budai. No debe ocuparse de tales minucias, no tiene tiempo para ello, ha de permanecer en todo momento de mármol, sin piedad, e ir directamente al grano, es la única oportunidad que le queda. No debe dedicarle a esta muchacha más que la atención estrictamente necesaria para preservar su relación, todo lo demás sería puro derroche de su propia energía. Y si por casualidad ella alberga otros sentimientos hacia él, ha de aprovechar sin duda la situación para sacarle algún partido.

De manera que vela sobre su presa con todo su empeño, no ha de soltarla ni por asomo. Su obstinación acaba culminando en éxito: por fin deja de lado su misteriosa pena, está de nuevo disponible, y empieza a leer en voz alta lo que le ha alargado, las líneas unas detrás de otras. Desde la primera vez que llegara a la ciudad, puede jactarse de haber logrado algo gracias a su lógica y a su testarudez. Varios signos, la mímica, los gestos de Teté, demuestran que, en la mayoría de los casos, ha traducido correctamente o deducido adecuadamente el sentido de los términos, de los grupos verbales, que está avanzando a tientas pero en la dirección acertada. Recupera un poco de confianza: su solitaria batalla tal vez no sea del todo desesperada. Redobla esfuerzos, explora la menor posibilidad, graba con cuasi delectación el modo en que ella pronuncia cada una de las líneas de caracteres; los repite justo después de ella, para fijar correctamente la entonación en sus oídos y lengua.

En cuanto a los términos internacionales, se siente decepcionado: no se parecen, ni poco ni mucho, a lo esperable: palabras como taxi, autobús, metro, hotel, buffet, naranja, banana, chocolate se dicen de un modo totalmente diferente. Esto significaría que este pueblo —más exactamente, sus lingüistas, sus escuelas y su prensa— protege su idioma de las influencias extranjeras gracias a un severo puritanismo. A menos de que estén tan aislados de otras naciones, de las otras lenguas de todo el planeta, que éstas no pueden influir. Ha recopilado un glosario, una antología de expresiones que recogen unos treinta o cuarenta datos, indicando cada vez su pronunciación, el sentido aproximado, inclusive las variantes en los casos de duda; él mismo está impresionado por el fruto de su trabajo. Totalmente excitado, silbando, guarda las fichas en su habitación, y durante la velada se permite excepcionalmente tomar una copa de esa bebida dulzona alcohólica.

Decide interrumpir momentáneamente la colecta de más material y empezar, en cambio, un análisis metódico de lo que ya tiene.

Pero al día siguiente, al tratar de persuadir a la chica de que descomponga las palabras en signos y en vocablos, o al menos que divida por palabras las expresiones demasiado largas, para su gran sorpresa la cosa no funciona, se bloquea, vuelven a empezar, y nada, nuevo bloqueo. Todas las veces que le hace preguntas de control, los caracteres suenan diferentes, más largos o más breves, algunas veces no guardan relación alguna con los anteriores. Insiste, pero no consigue obtener respuestas más coherentes, y lo que es peor, el cuadro sinóptico está cada vez más embrollado. ¿Tendrán los signos varias posibles pronunciaciones según se pronuncien solos o en medio de una palabra, en su contexto fónico, como ocurre en francés e inglés? E inversamente: un mismo fonema, ¿puede transcribirse mediante signos diferentes, según los casos?

Queda claro que todas estas analogías tan sólo son válidas en la hipótesis de que esta lengua emplee una escritura alfabética y no silábica —hete aquí que vuelve a aparecer el problema— o bien meros ideogramas, como los chinos, que hacen que conceptos enteros se correspondan con dibujos. Esta última posibilidad es, a su juicio, poco probable, los ideogramas chinos son mucho más complejos, aglutinan muchas más imágenes que estos signos de aquí, y se requeriría muchos menos para comunicar una misma cantidad de información… En el otro supuesto, si se tratara de una escritura silábica, habría que encarar el trabajo sobre una base totalmente distinta. Puesto que una sílaba está por lo general formada por una vocal y una consonante, y aun suponiendo que entresacara, por ejemplo, la sílaba pe, mucho le habrá de costar conseguir descomponerla en p y en e, por separado. En efecto y por definición, en un sistema tal, no sólo la relación pe cuenta con un signo autónomo, sino también pi, pu, po, así como me, re, de—, por consiguiente, el sonido que anda buscando estará siempre disimulado en signos varios, cada vez distintos. Por si fuera poco, las sílabas más largas tienen a menudo cuatro o cinco letras… ¿Por dónde andará el hilo conductor que permitiría desenmarañar tamaña complejidad?

Por más que, en verdad, no haya progresado demasiado en la lectura de signos, ahora por lo menos conoce la imagen escrita de varias expresiones, con su pronunciación aproximativa. Lástima que buena parte de ellas sean términos periféricos y no los más útiles en los contactos diarios, necesarios para obtener información. Y lo más grave es que no suman las necesarias, son demasiado pocas para poder ayudarle a volver a casa. Es, por lo tanto, indispensable seguir recabando expresiones en todos los ámbitos.

Se pone a observar las placas de las calles, es curioso que no se le haya ocurrido antes. Parece que la ciudad tiene un buen mantenimiento urbano, unos rótulos estándar rectangulares, amarillos, con las letras en negro, están perfecta y visiblemente fijados en todas las esquinas. Budai centra su atención en los elementos comunes, en la palabra, en el grupo de signos que puedan significar calle, vía, plaza, avenida, paseo, callejón, muelle. Sin embargo, por más que anota, no descubre ninguna semejanza entre los diversos letreros. Esas palabritas del callejero tal vez no aparezcan, quizá se consideren superfluas. O bien, ¿será la costumbre que se dé a las calles denominaciones sin determinante, como, por ejemplo, Strandy Picadilly en Londres, Broadtuay, Bowery en Nueva York, Rond-Point en París, Graben en Viena, Kórónd u Oktogon en Budapest? Pero mientras que en otros lugares este tipo de denominación es un modo excepcional de bautizar las calles, ¿cabe imaginar que en esta ciudad sea el método general?

Los anuncios publicitarios le son de mayor ayuda. Las escaleras, pasillos, salas del metro, al igual que las calles, están profusamente recubiertos de carteles publicitarios, en ocasiones de dimensión gigantesca, tapando paredes enteras. Algunos se los conoce hasta la saciedad: el del rubio de piel color salmón, bebedor de cerveza, con una pizca de espuma en la barbilla; el de la cocinera, una negra de blancos dientes, que levanta un cazo mientras guiña un ojo; el del caballero con sui armadura y un paraguas abierto sobre la cabeza; el de la familia numerosa sentada en círculo, y todos sus miembros con los pies en remojo en el mismo barreño. No ve en ninguno de ellos ninguno de los productos anunciados en todos los demás continentes del planeta. Lo que dificulta su tarea con todos esos carteles es que le cuesta mucho distinguir el apelativo de lo que es la marca del nombre del producto. Como si leyera Soda Pschitt sin saber lo que es Pscbitt[13] y lo que es Soda. A pesar de todo, con gran esfuerzo, consigue identificar a trancas y a barrancas un puñado de palabras como detergente, neumático, laxante, fuma cigarrillos, cortacésped, cubito de caldo. Todo ello de escaso valor práctico para él.

A menudo unas señalizaciones reemplazan a las inscripciones: flechas, dedos índices apuntando, todo tipo de dibujos esquemáticos o de sombras. En el hotel, en las puertas de los cuartos de baño, la representación de una bañera o de la alcachofa de una ducha, en los W.C., una cabeza de hombre o de mujer, en algún caso un zapato masculino o femenino. Ningún texto, tampoco, en las cabinas de teléfonos, tan sólo una vaga imitación del aparato. Una pipa humeante barrada con una raya roja advierte que está prohibido fumar, siguiendo el principio utilizado para otras prohibiciones. Las señales de tráfico se parecen más o menos a las que se ven en otras latitudes, el laberinto del metro está balizado de manera también parecida: básicamente con colores y flechas. Hay que reconocer que todas estas señales le han facilitado en mayor o menor medida su adaptación al país sin conocer la lengua, la posibilidad de circular y de crearse determinado modo de vida, aunque limitado. Por otro lado, en cambio, dado que sustituyen a los textos escritos, retrasan su aprendizaje lingüístico.

Budai intenta recordar: cuando, un día anterior al de hoy, salió a descubrir los confines de la ciudad, a lo lejos, en medio de la niebla, se adivinaba un portal iluminado, pero pasó de largo rápidamente sin prestarle atención; ¿no sería acaso un cine? Y también, con anterioridad, el primer domingo, en el barrio de las atracciones de feria al que fue a parar al caer la tarde, no lo recuerda con precisión, pero, ¿no vería acaso salas de cine además de cabarets…? Aquel día no le preocupaba lo más mínimo, pero hoy la pregunta empieza a hacer mella en él. Se pregunta si merecería la pena y el esfuerzo volver allá, y también los gastos. Su magro peculio disminuye con una rapidez de espanto, ha de pensárselo dos veces antes de coger el metro, no se atreve ni siquiera a pensar qué ocurrirá ¡cuando no le quede nada…! Y, de todos modos, esta pista no parece muy seria. Son tantas las decepciones que ha sufrido desde que llegó, que ¿para qué arriesgarse a padecer más? Sería preferible dar carpetazo y olvidar este asunto, como si ni se le hubiese ocurrido, borrar la idea de su conciencia…

No es tan fácil, la idea se abre su propio camino con obstinación, inexorablemente: ¿y si estuviera dejando pasar su oportunidad? Se convierte en una idea fija, si no lo intenta todo, si no va hasta el final de todo lo que ofrezca el mínimo rayo de esperanza, si se da por vencido una sola vez, ello querría decir que abandona el combate y que jamás logrará salir libre de aquí. Si, finalmente, emprende el camino en busca de un cine no es ya tanto en busca de experiencias sino, más bien, para no tener luego nada que reprocharse a sí mismo.

Decide dedicarle al asunto un día entero, desde primera hora de la mañana hasta la noche. Primero coge el metro hasta la estación término, la misma de la vez anterior, y desde allí continúa a pie, siguiendo exactamente el mismo itinerario. Rebasa el largo muro de piedra, los gasómetros, reconoce la fábrica con el tejado en dientes de sierra, los estanques artificiales para almacenar agua; ¡nunca hubiese imaginado que iba a volver a recorrer este camino! Aparece la carpa blanca del circo: el portal que, tiempo después, ha supuesto que es de un cine, no debería ya quedar lejos; afortunadamente, no queda muy apartado de la estación término. Hoy no hay niebla, así que no está iluminado, pero no ha olvidado por dónde ha de buscar y, en efecto, no tarda en dar con él, al otro lado de la gran plaza llena de gente.

Resulta que es un almacén, no una sala de cine. Un almacén de unas dimensiones imponentes, con dieciocho o veinte pisos. Por múltiples entradas, la población entra y sale de continuo. Sin embargo, y prueba de ello son los mostradores de la planta baja, la variedad de mercancías no es aquí muy superior a la de otras partes: ropa de confección bastante pasada de moda, sin ninguna categoría, artículos para la casa y productos en serie, la mayoría de mediocre calidad, pacotilla, baratijas de feria, objetos de uso corriente, nada del otro mundo… La verdad es que le da igual, no pretende comprar nada, no tendría además con qué, se da media vuelta de inmediato, sin tan sólo entrar. Se queda un rato recorriendo el barrio de las atracciones, y forzando un poco la memoria consigue reconstituir a qué estación de metro va a ir a parar; es una suerte tener un agudo sentido de la orientación, siempre logra regresar al lugar en el que ha estado aunque sólo sea una vez.

Es un día entre semana, lo cual no es óbice para que la multitud sea casi tan densa como aquel domingo. En cuanto cae la tarde, los carteles luminosos empiezan a relumbrar, una música grabada atronadora sale del fondo de los bares, de los chiringuitos, las aceras se ven invadidas por borrachos titubeantes, que gritan o bien soplan en trompetas de cartón. Encuentra la travesía donde estuvo de visita en aquella casa; aquella mujer de largas pestañas negras, vestida de tul blanco y con cara de nácar, sigue allí sonriente con su mirada de virgen casta… Con un algo de nostalgia, Budai rememora los tiempos lejanos en que disponía aún de un poco de dinero para entrar ahí, para remar, para beber y comer crépes.

Aunque, de momento, no encuentre rastro alguno de una sala de cine, no se arrepiente de haber vuelto. Se siente muy solitario, y cuanto más dura su estancia y más poblada se le aparece la ciudad, más le pesa la soledad; el simple hecho de haber vuelto a un lugar donde ya había estado, de pasada, es como anudar una relación, un minúsculo punto de referencia en medio de ese océano extranjero. La noria gigante, los balancines de los volatineros, la caseta de tiro, la mujer que pesa dos quintales… Sigue sin poder estar seguro de que no haya sala de cine o bien que se le haya pasado. Pero le parece ya menos importante, el problema se repliega hacia un segundo plano de su conciencia.

En aquel momento, lo que le preocupa son las vicisitudes de su estado de ánimo. Por momentos, aquel hormigueo, en el que se halla inmerso y participa muy a su pesar, deja de resultarle desagradable, se le hace perfectamente tolerable, incluso placentero. Sobre todo ve en él una excusa a su responsabilidad, la única ventaja, no desdeñable, de su presencia aquí: no debe nada a nadie, no tiene que rendir cuentas a nadie, no se exige de él que diga esto o lo otro, nadie inquiere qué hace y por qué. Con el tiempo quizá sea posible adaptarse a ello, esperar en todas partes, guardar continuamente cola, empujar, son cosas que se pueden aprender, al cabo de un tiempo pueden ir formando en uno una segunda naturaleza, como en los demás. Estas teorías le vienen evidentemente inspiradas por el humor del momento, por un particular estado de gracia marcado por una anestesia temporal, en los momentos en que, con carácter excepcional, no lo corroe la inquietud. En lo hondo de aquellos espacios de serenidad, Epepep debe de desempeñar, muy probablemente, una función: el cosquilleo, la seguridad de que hoy volverá verla, a más tardar, mañana.

Luego, al momento, lo invade una amarga desesperación. Está claro que no, que es incapaz de acostumbrase a esto, aunque tuviera que quedarse aquí indefinidamente; la comida, la bebida, el aire que se respira (un aire granuloso, insípido, cargado de hollín, espeso, asfixiante, como si le faltase oxígeno), las sempiternas colas, los empujones, los continuos combates, el nerviosismo, ese ritmo en general desenfrenado, insoportable. A él le atraen los vastos espacios soleados, la perspectiva de plazas ventiladas, como las piazzas en Italia; ¿qué se le ha perdido en medio de este amasijo de ladrillo y de hormigón que parece no tener límites, siempre abarrotado de gente, y que, por todos lados, tiene un idéntico carácter de periferia tentacular…? Con un dolor cada vez más intenso desea reencontrar por fin a su mujer, su familia, su trabajo, su entorno normal, su casa. Y qué lucha más infernal, la de tener que repeler, alejar de sí, la mayor de las preocupaciones, que lo acosa obstinadamente, que anda constantemente pisándole los talones: ¿cómo pueden ellos explicarse su desaparición completa, sin haber dejado él rastro ni señales de vida?

Unos pensamientos desquiciados se adueñan de él; el cerebro le da vueltas en el vacío, genera fantasmas, preguntas sin respuesta, unas tras otras. Por ejemplo: ¿es posible que haya ido a parar a esta ciudad por otra vía que no sea la de un malentendido, como ha creído hasta el momento? Y, si cuando se produjo la correspondencia del vuelo, ¿no fue él quien se equivocó de avión, sino que fue voluntariamente mal dirigido, es decir que alguien lo secuestró? ¿Mezclaron tal vez un somnífero con su comida a bordo para que no estuviera en condiciones de hacerse una idea de la duración del vuelo? Y, desde entonces, ¿acaso no estará deliberadamente retenido in situ e impedido de regresar a casa? ¿Quién lo retiene, por qué, con qué objetivo? ¿Por qué precisamente él? ¿A quién podía él molestar? ¿A quién le habrá hecho daño…?

Sería más fácil, en tal caso, plantar cara a la situación: la animosidad, la malevolencia, el odio, son relaciones que tienen dos polos. Ante una pasión cabe oponer otra pasión, uno puede entregarse a ella, identificar al adversario, luchar, entrar en combate; uno puede, por lo tanto, vencer. En cambio, si está aquí secuestrado y maltratado debido a la indiferencia y la desidia o, lo cual parece más probable, a una falta de interés paralizador, al hecho de que sea incapaz de llamar la atención de nadie, ¿cómo tendría que proceder para poder librarse y salir del cieno viscoso que lo envuelve cuando resulta que no hay ni una sola rama a la que agarrarse, un solo lugar fijo en el que ponerlos pies?

Sobre todo no ha de perder la cabeza, es lo principal, aislado en este hormiguero no ha de caer en una confusión indefinida. Por momentos es presa del pánico, teme que su ánimo abandone este combate perdido de antemano y se hunda en el caos que lo rodea, se entregue a una melancolía grisácea, encerrándose en sí mismo. No obstante, no tiene más arma que la claridad de su conciencia, es el único proyector que puede dirigir hacia esa pesadilla en estado de vigilia.

En definitiva, para resumir sus especulaciones múltiples, ¿adónde ha podido llegar hasta el momento con los medios de que dispone? Conoce la significación aproximada de algunas expresiones sacadas de la lengua corriente, los diez números cardinales, una manera de interpelar y una de saludar. Además, conoce más o menos el sentido de varias series de caracteres escritos, con su fonética aproximada sobre la base de la pronunciación de Dedéd, que corresponden probablemente, en su mayoría, a artículos y productos comerciales; y también dos o tres locuciones un poco más largas. En cambio, sólo sabe leer algunas palabras enteras, en su globalidad, y todas las veces que ha intentado desmembrarlas en sus componentes, en elementos semánticos menores, sus esfuerzos han sido vanos. Hasta el momento presente no ha conseguido identificar el valor fonético de ningún signo, o, inversamente, no ha sabido encontrar el signo que corresponda a un fonema o a un grupo vocal. Y para colmo de males, sigue sin tener la más remota idea de la categoría a la que pertenece la escritura que emplea esta lengua.

El balance es ridículamente escaso: no sólo es imposible construir con esto un sistema, sino que es incluso insuficiente para construir una sola frase que se tenga en pie. Y la vez que intentó poner al menos en práctica las pocas palabras que creía haber descifrado, cuando quiso, por ejemplo, preguntar dónde había una cantina o una boca de metro, no pudo sino constatar con decepción que se le entendía mal, o mejor dicho, que no se le entendía nada. ¿Las pronunciaría acaso mal? No sería, después de todo, demasiado sorprendente, dada la manera extraña que los nativos de este país tienen de articular cuando hablan… Sin embargo, en otra ocasión, en un vestíbulo subterráneo del metro, donde estalló de repente una pelea por un motivo cualquiera, Budai tuvo la extraña sensación de que la demás gente, también, no hacía más que proferir expresiones sonoras completamente desprovistas de sentido y que, claramente, nadie escuchaba a nadie. ¿Habría que contemplar la posibilidad de que las propias personas no se comprendan unas a otras? ¿Que los habitantes se expresen en dialectos variados, incluso en idiomas varios? Por un momento, una idea descabellada le pasa por la cabeza, que, por cierto, tiene bastante recalentada: ¿habrá acaso tantas lenguas como personas hay?

El viernes siguiente encuentra de nuevo su factura semanal en la casilla 921. El recepcionista —otra cara nueva, ¿cuántos serán…?— saca la cuenta, que asciende a 33,10. Apenas un poco menos elevada que la anterior. Budai la coge con asentimiento mudo pero no se dirige a la caja a pagarla. Ya no tiene con qué: el total que le queda no alcanza ese importe, aun cuando durante esta semana haya gastado mucho menos que con anterioridad.

¿Qué va a pasar? ¿Cuándo van a darse cuenta y, sobre todo, cómo reaccionarán? Podría incluso salir algo positivo de ello, si, pongamos por caso, lo citan en Dirección para que dé explicaciones; entablarían por fin un diálogo con él, podría hablar, pedir un intérprete… ¿O bien no ocurrirá nada? ¿Nadie se va a preocupar? ¿Hasta cuándo van a tolerar que él viva allí sin pagar, cuando es obvio que la administración va a poner el asunto de manifiesto? Tanto en un caso como en el otro, más pronto o más tarde, está claro que se va a quedar sin blanca. Cuenta de nuevo, varias veces, su peculio: su fortuna total se eleva a 9,75. Esto es lo que queda de los doscientos y pico que recibió a cambio de su cheque.

Presa del pánico, se lanza desenfrenadamente a hacer cálculos: si, dejando de lado los gastos de hotel, gastó la primera semana unos 130, y la segunda, habiéndose apretado el cinturón, 26, con lo que le queda podrá como mucho costearse el mínimo necesario para alimentarse unos pocos días. ¿Qué será de él si, de aquí a entonces, nada interviene para modificar su situación? Ha de obtener dinero, pero ¿cómo…?

Y puesto que las desgracias nunca vienen solas, un diente empieza a dolerle. Una muela del juicio, de arriba. Una pequeña sensibilidad intermitente se manifiesta al principio, solapadamente, a ratos, que podría, en última instancia, no ser más que fruto de su imaginación; procura no prestarle atención, olvidarla. Pero, más tarde, el dolor irrumpe con toda su fuerza, desgarrador y lancinante, se le inflama la mandíbula, se le hincha la mejilla. Confiar en que se pasará el dolor, sería hacerse ilusiones, el sufrimiento se vuelve casi insoportable, pero no tiene ningún calmante, el botiquín de viaje que su mujer le suele preparar ha quedado en la maleta grande, que se perdió.

Después de haber intentado, en vano, mostrar en el hotel y dar a entender lo que le ocurre, unas veces ni tan sólo lo escuchan, otras obtiene como respuesta el bla-bla-bla habitual; desamparado, atenazado por el suplicio, sale corriendo a la calle. En aquel preciso momento aparece un taxi vacío, que frena y se para ante el semáforo en rojo. Budai casi arranca la portezuela y se abalanza adentro sin preguntar nada y sin dar explicaciones. A la atención del conductor, que ha girado la cabeza hacia atrás, se aprieta la mano contra la cara hinchada a modo de itinerario, e imita el gesto de arrancar un diente. El taxista parece que ha comprendido, no discute, arranca: es un hombre joven, impasible, con unos ojos rasgados como los mongoles, lleva una gorra de visera.

Pero, nada más ponerse en marcha, ya en la primera esquina de la calle, quedan atascados. Imposible avanzar o retroceder, la calzada a su alrededor está de bote en bote, como si, por los cuatro costados, los vehículos fuesen barricadas. Permanecen parados, sin avanzar, durante muchos minutos, tras lo cual la hilera de coches empieza a moverse lentamente para quedar de nuevo inmovilizada unos metros más lejos. Avanzan a una velocidad que resulta insoportable para los nervios. Más adelante, a lo lejos, debe de haber un cruce o un semáforo tricolor atascando la circulación, que las escasas aberturas de esta esclusa deja pasar, con cuentagotas. Mientras tanto el contador va sumando, aun cuando el taxi no avance, y no se vislumbra ni un rayo de esperanza de que se despeje con rapidez ese atasco infinito… Budai no puede más, atosiga al conductor, y como éste no quiere dar media vuelta, le da golpecitos en el hombro señalándole una vez más su mejilla hinchada. Pero nada consigue arrancar al taxista de su infernal apatía, no se digna siquiera a mirarlo y no hay nada que demuestre que haya entendido la situación y que tiene en verdad la intención de llevarlo a un dentista.

En un momento dado, la mirada de Budai se posa en el contador del taxi, y ve con espanto que la cifra de 8,40 aparece después del 8, y al momento 8,80, y así sucesivamente, aunque el coche se arrastre y el motor gire casi todo el tiempo al ralentí. Unos minutos después el precio de la carrera rebasa ya los 10, cantidad que, de todos modos, él no tiene en el bolsillo, y quién sabe si a ella no se le añadirán suplementos… De pronto se adueña de él una auténtica inquietud, y el dolor de muelas se le vuelve casi insoportable. Ese taxi encastrado en medio de todos aquellos coches se le hace la celda de una cárcel, se arrepiente de haberse montado en él, con gusto lo haría pedazos con sus propios puños. O bien querría forzar al conductor a que diese marcha al vehículo y arremetiese contra el peso pesado que les está cortando el paso, aunque se partiera en dos y salieran juntos volando por los aires, con tal de que por fin sucediera algo.

Pero una cosa es el arrebato, y otra muy distinta, el buen juicio, de manera que éste le aconseja la huida: ¿qué ocurrirá cuando se haga patente que carece de dinero para pagar el trayecto? ¿Un escándalo? ¿La policía? En el estado actual en que se halla, imaginársela le horroriza; por lo tanto… Por lo tanto, en un momento propicio, cuando el conductor cambia la marcha sin por ello acelerar, Budai da un empujón a la portezuela y se precipita afuera. Tropieza con el bordillo de la acera; más miedo que daño. Durante un segundo ve de nuevo los ojos rasgados del taxista fijos en él, y al instante el taxi desaparece en el remolino; Budai hace todo cuanto puede por mezclarse con la muchedumbre de peatones.

El barrio le es desconocido, y sin embargo no debe de estar muy lejos del hotel. El primer hombre al que se dirige mediante gestos interrogativos, señalándole su dolor de dientes, parece haber captado enseguida de qué se trata: le indica, cerca de allí, un bloque de casas con muchos pisos, enlucido de amarillo. Por su aspecto, podría perfectamente ser un hospital, una clínica, que tuviese un frontón principal, alas y varios otros pabellones, con una marea de gente que entra y sale por su puerta abovedada. Un vehículo, que podría ser una ambulancia, acaba precisamente de cruzar por ella, es un coche blanco, cerrado, con las sirenas a tope… El taxista de rasgos mongoles, ¿estaba justamente conduciéndolo al lugar adecuado? Y ahora, el pobre, ha salido trasquilado, él, la única persona que lo estaba ayudando de forma eficaz…

Rápidamente es encarrilado hacia la consulta dental, aquí todos entienden su gesticulación. Tal y como se temía, el pasillo que lleva hasta los gabinetes está invadido por pacientes, de pie y sentados, algunos en banquetas pero otros por el suelo, incluso acostados directamente sobre el embaldosado, algunos llevan la cara vendada, les sale algodón por la boca. Los van llamando de uno en uno, con una lentitud que es para volverse loco, probablemente según el orden de llegada, lo cual provoca malentendidos y fuertes peleas. En las inmediaciones de la puerta cerca de la que Budai se coloca hay, por lo menos, treinta personas delante de él. Pero no le queda otra opción, y aun gracias de que haya llegado hasta aquí.

Transcurre un lapso interminable, en medio de una humedad agobiante, desde no se sabe ya cuándo ha desistido de contar las horas, y por fin es su turno, y entonces, bruscamente, las cosas se aceleran. Nada más entrar en el consultorio del dentista, unos hombres y mujeres en bata blanca lo rodean, y le da el tiempo justo de mostrar qué diente le duele. Una persona lo empuja hacia el sillón dental, otra le sujeta la cabeza hacia atrás, la que hace tres le da unas friegas en la encía con un líquido frío y pegajoso. Y mientras, la cuarta, un tipo grueso, musculoso, con un calzado blanco con suelas de caucho y aspecto de luchador de lucha libre, le mete hasta la campanilla un par de relumbrantes tenazas. Una punzada hasta el cerebro, un crujido; alza el tocón ensangrentado y lo echa a un balde que hay a los pies del sillón. Ahí es donde, también, deberá escupir el medio vaso de agua que le han puesto en las manos para que se enjuague.

Aún da tiempo a que le pregunten algo, tal vez su apellido; por lo menos es lo que él contesta, dicta también su dirección permanente, pero a saber si lo han entendido, si lo han anotado, y con qué fin, son preguntas cuya respuesta desconoce. No hay que pagar nada, en cualquier caso nadie se lo reclama. El paciente siguiente espera ya pegado a él, en cuanto se levanta del sillón el otro no tarda nada en acomodarse en él, del mismo modo que un tercer individuo ocupará, en breve, el lugar de este segundo… A la salida no toma la misma dirección, se distrae y se equivoca de pasillo de lo muy aliviado qué se siente por haber solucionado el problema de la boca. Se halla en un auténtico laberinto, con pasillos en zigzag, escaleras con el característico olor a hospital, todo está abarrotado de gente, cruza patios, atraviesa por pasarelas acristaladas: ese amasijo de edificios debió de construirse en varias etapas, con añadidos sucesivos. Finalmente, se ve de sopetón en medio de una amplia sala común.

Ha debido de recalar en la maternidad, a su alrededor hay cientos y cientos de cunas, con los recién nacidos en ellas, todos vestiditos de blanco. Los niños de pecho, al igual que la población adulta de la ciudad, son una muestra de todas las razas humanas existentes, de la más clara a la más oscura, de todos los colores, todos los tipos humanos, todo tipo de facciones. Y aquélla no es la única sala llena de niños, detrás hay otra, y otra más, bebés y más bebés, por todas partes, blancos, negros, morenos, amarillos, también en los pasillos, a lo largo de las paredes, hay cainitas que no han encontrado acomodo en las salas. En algunas se ve a dos o tres renacuajos, gemelos, tal vez, o trillizos, o simplemente los han juntado por falta de espacio. Luego vienen otros pabellones, también repletos de lactantes, y otros más y más, aquello no tiene fin, y mientras, unas enfermeras en bata blanca entran sin parar empujando a otras que las preceden, acompañando camillas y sillas de ruedas, de diez en diez o de veinte en veinte, coloradas de enfado o agotadas por los nacimientos… A Budai le gustan los niños, a menudo lo emocionan. Pero nunca antes había visto a tantos, amontonados, su visión lo turba llegando incluso a aterrorizarlo. Querría poder escapar de allí, buscar una salida, aquejado de una impaciencia creciente, o al menos llegar a otros servicios sin recién nacidos, con una angustia persistente: ¿qué ocurrirá con esta ciudad cuando todos estos crezcan y se sumen a la multitud?

De vuelca al hotel, en el ascensor tropieza con Bebé. Ella se percata de inmediato de su cara hinchada y le indica por señas que no se apee en su planta. Arriba, en la decimoctava, él intenta explicarle que le han arrancado una muela, abre bien la boca para mostrarle cuál. Vevéd se inclina muy cerca de él, sus rubios cabellos le hacen cosquillas en la frente, siente pegadas a él la piel, la respiración, de la muchacha; es imposible reconstruir a posteriori, aunque da lo mismo, si fue él quien la acarició y besó o si fue más bien ella quien le ofreció con ternura primero el rostro y luego la boca. Los labios de Budai están aún hinchados y entumecidos debido al producto con el que se los han embadurnado, está rígido y torpe con las encías adoloridas, no siente prácticamente nada, de todos modos todavía está medio molido, como entre brumas. Suena el timbre de llamada del ascensor, tienen que bajar; la cabina se llena rápido y transforma la escena anterior en algo inverosímil, abstracto, lejano.

Su problema material tampoco da muestras de resolverse en mayor medida. Debe, de todas todas, encontrar trabajo, lo que sea, algo que le permita ganar dinero, pero ¿quién le dirá dónde ir a buscarlo? Ya ha intentado sonsacar a la gente de aquí información mucho más sencilla, y todas las veces ha fracasado. A decir verdad, cuanto más tiempo lleva en esta ciudad, menos ganas tiene de ponerse a preguntar nada. No puede evitarlo, es más fuerte que él, sin embargo se da perfecta cuenta de que ese replegarse en sí mismo no es sino una reacción natural ante sus múltiples fracasos y cuitas, una autodefensa. Se siente cada vez más retraído ante los demás, menos deseoso de abordar a los transeúntes o a quien sea, cae en un estado de mutismo, de parálisis. ¿Será ésta la única reacción normal, que se corresponda realmente con su carácter, con su personalidad?

Le viene a la mente que, en aquel gran mercado al que fue a parar por casualidad el primer domingo, le ofrecieron trabajo, un conductor le proponía descargar verdura de su camión… Escoge la ropa menos frágil de su escaso guardarropa, el par de zapatos de peor calidad, ya bastante usados debido a sus excursiones por la ciudad, el jersey que estaba en su bolsa de viaje, y sale a la calle.

Le lleva bastante tiempo encontrar el mercado. Sale del metro en la misma estación que la vez anterior, pero cruza dos veces la inmensa plaza antes de estar seguro de que es la misma: dado que es un día de semana, no hay ni puestos ni mesas, los adoquines están limpios, barridos, en medio de la plaza se erige la estatua de un soldado que cae con su fusil: ¿el monumento conmemorativo de una guerra? Según parece, el mercado, una especie de rastro, sólo funciona los domingos… En cambio, el mercado cubierto y acristalado, de estructura metálica, que se encuentra al otro extremo de la plaza, está de lo más animado. Por la parte delantera, se ve tomado al asalto por un ejército de clientes mientras que, por la rampa lateral, las cargas y descargas no cesan ni un minuto, con la ayuda de plataformas y poleas, cintas mecánicas y brazos humanos. Los mozos de carga se arremolinan en torno a los camiones, que han reculado hasta la rampa: unos tipos harapientos acarrean fardos, hielo, cestas, hacia el interior de la lonja.

No es difícil unirse y confundirse con ellos, forman equipos esporádicos para ocuparse de un cargamento. Basta con estar al acecho y aguardar la llegada del siguiente vehículo cargado, estar allí donde se precisa, ofrecer hombros y espalda, y ya desde la plataforma le ponen a uno un saco encima. Tal vez patatas o cebollas, que no pesan demasiado; Budai se pone a seguirlos, entran en el mercado, echan los sacos, amontonándolos, en el plato de una báscula gigantesca, y a por otro. Nadie le pide papeles o documentación alguna, y cuando, después de un par de preguntas triviales se echa de ver que no entiende la lengua de los demás, dejan de dirigirle la palabra. Es que además no hay motivo para hacerlo, su tarea está clara, no hay nada que decir. Los porteadores no le prestan ninguna atención, ya bastante tienen con lo suyo, en realidad se conocen poco entre ellos.

A Budai, no le asusta el trabajo físico, fue estudiante becario y solía estar sin blanca, más de una vez trabajó, incluso toda la noche, de lo mismo que aquí en las Halles[14] de París o en el mercado del Coven Garden, en Londres. Su organismo sigue igual de robusto y en perfecto estado de salud, un poco de movimiento y de esfuerzo no le vendrán mal. Lo único que le fastidia es que los sacos le ensucian las manos y el jersey. Les lleva aproximadamente hora y media trasladar todos los sacos a la báscula. Entonces, el conductor les paga, les da en mano, a cada uno, un billete de uno, el más pequeño. Un poco más tarde, carga con mitades de cerdo en canal, salen congelados y húmedos de una cámara de refrigeración, la espalda le tirita y las manos se le quedan grasientas y pegajosas. Luego, se monta en un camión del que hay que descargar jaulas con unos conejos de angora grandotes, parecidos a los que vio en la habitación del hotel en la que entró por casualidad. Su ganancia por el día trabajado se eleva a un total de ocho unidades y un poco de calderilla. Experimenta un cansancio agradable y también un poco de orgullo al saber que, en caso de necesidad, puede salir adelante gracias al trabajo de sus manos. Esto no impide que esté impaciente por volver al hotel, al cuarto de baño, y darse una buena ducha de agua ardiente.

A partir de entonces, a la mínima regresa al mercado, consigue hacerse con un trabajo similar a cualquier hora del día o de la noche. Y jamás nadie fisga en su identidad. Observa que los que terminan el trabajo a última hora de la tarde o por la noche no suelen marcharse a casa sino que se meten en un bar cercano. Otros, en cambio, se acuestan y duermen entre fardos, sobre sacas vacías, o bien buscan sitio en un rincón tranquilo al fondo de algún vehículo de buenas dimensiones. Son probablemente vagabundos, sin domicilio, de aspecto desaliñado, astrosos, perdularios: entre ellos ha acabado recalando.

Una vez que deja ya atrás el mercado, baja hasta el metro por las escaleras mecánicas; del otro lado, afluye la corriente interminable de los que salen a la calle. Debido a una falta de reflejos, no se da cuenta con la suficiente rapidez de que frente a él ha visto un texto escrito en húngaro, que lleva un hombre. No hay duda ninguna, no cabe el error, el hombre lleva en la mano un ejemplar del antiguo semanario Színházi Elet,[15] se puede leer claramente la cabecera. Le parece que incluso ha visto en la portada a una actriz de tiempos pasados, una rubia, estilizada, en traje de baño a rayas, empezando a bajar las escaleras de una piscina con oleaje artificial mientras levanta al aire un brazo… Resulta tan sorprendente e inesperado que, sin darle tiempo casi a percatarse de ello, el propietario de la revista, un hombre de edad, entrecano, que lleva gafas y un loden de color verde, ha rebasado ya a Budai en su escalera mecánica y se encuentra a su espalda. De repente no sabe qué decirle, le grita jadeando:

—¡Por favor…, señor, usted, el de allá…! Pero las escaleras chirrían, el mecanismo es ruidoso, y en aquel túnel en pendiente lleno de pasajeros y de ecos, la barahúnda es tal que lo más probable es que el hombre del loden no lo haya oído. Ante el pánico de perderlo completamente de vista, Budai repite a voz en cuello:

—¡Eh, oiga! ¡Mire por aquí…!

El otro se da la vuelta y lo mira como si lo hubiesen llamado desde el más allá. Le tiende unos brazos dubitativos, desde lejos, como para comprobar que no es una aparición:

—¿Cómo, usía también…?

El resto se lo traga el ruido circundante y la distancia que aumenta entre ambos. Budai intenta dar media vuelta para alcanzarlo, pero las escaleras avanzan rápido y el flujo que desciende detrás de él es denso e impenetrable, y muchos tratan incluso de bajar más rápido que las escaleras mecánicas, tragándose los peldaños para llegar a los trenes: darle alcance en estas condiciones es ilusorio, no tiene ni el espacio ni el tiempo necesarios. En su desespero, grita una última vez hacia la diminuta mancha verde que se pierde en la multitud y sube irresistiblemente hacia la calle:

—Espéreme en…

Pero dónde podría esperarlo en aquella maraña subterránea…, no logra improvisar una idea con la suficiente rapidez. Si al menos hubiese atinado a preguntarle su dirección antes de perderlo de vista, o bien, ¡si le hubiese dado la suya! En realidad ni tan siquiera sabría decir el nombre de su hotel ni indicar la calle en que está… En ese tiempo, la silueta de aquel desconocido se desvanece por completo en el remolino del metro.

Budai no soporta la idea de pasar de largo, procura ponerse en la situación del otro y se pregunta: ¿qué haría? ¿Dónde esperaría al que le hubiese interpelado? Lo más evidente sería esperarlo arriba de la escalera, allí donde sale la gente. Sólo que desde el lado en el que él se encuentra no puede acceder allí fácilmente. En efecto, abajo queda separado por una reja de hierro de la escalera que sube en paralelo, los usuarios se ven dirigidos por barreras hacia unos pasillos complicados con intersecciones, giros y bifurcaciones. Cuando, tras una larga peregrinación, regresa por fin al pie de la escalera, no está seguro de que sea la misma. Ahora bien, allí arriba, donde ésta termina, arranca enseguida otra escalera mecánica, y luego otra más; ¿qué punto habrá que considerar como la cima? Todas van sobrecargadas con la población que circula, pero la búsqueda del hombre del loden resulta vana. Evidentemente es imposible pararse en algún lugar, si aminora un poco la marcha la muchedumbre lo arrastra de inmediato más allá.

¿O entonces puede ser que el otro lo esté buscando siguiendo la misma lógica, justamente bajo las escaleras mecánicas? A duras penas se encamina de nuevo hacia las profundidades por el anterior itinerario, baja, impelido, por donde antes se cruzó con el hombre aquél. Más le habría valido, a pesar de todo, cruzar al otro lado encaramándose a los tabiques de caucho que separan ambas escaleras, qué mala pata que no lo hubiese pensado en el momento oportuno. Abajo tampoco da con él, a pesar de que ha llegado hasta abajo del todo, hasta el andén ventoso y ensordecedor. Tampoco se descarta que su hombre esté, al contrario, esperándolo en la calle, a la salida. ¿Pero en cuál de ellas? Hay por lo menos ocho o diez… Sigue un buen rato dando vueltas por aquel laberinto subterráneo, sin resultado; en aquella masa humana homogénea, en aquella corriente inagotable que ocupa todo el espacio disponible, el único individuo que importa no volverá nunca más a aparecer…

Presa de su excitación, no puede Budai determinar si aquel encuentro significa algo bueno o malo. El hecho es que ni tan sólo ha podido hablar con ese hombre, comunicarse con él; en su total aislamiento, resulta cuanto menos esperanzador saber que no es el único de los suyos, aquí. Cabría imaginar un nuevo encuentro fortuito con la misma persona o con otro compatriota, inclusive con el representante de cualquier nación identificada. La próxima vez el encuentro no se desarrollará de una manera tan desastrosa, y podrá por fin aclarar todas las cuestiones que se hallan pendientes.

Por otro lado, si intenta diseccionar esta escena corta y extraña, se revelan en ella elementos ciertamente alarmantes. Empezando por el hecho de que el desconocido llevaba en la mano el Sztnházi Élet. Si la memoria no le falla, hace ya más de treinta años que esa revista de teatro dejó de publicarse; ¿significa esto que aquel señor lleva viviendo aquí desde entonces? En caso de que así sea, ¿se instaló aquí por voluntad propia? ¿O bien fue a parar a esta ciudad en contra de su voluntad, al igual que él, Budai? ¿De qué manera, por qué medio de transporte? ¿Acaso se llevó consigo la revista ilustrada en cuestión como lectura para el viaje, precisamente la edición de la semana en que viajó? ¿Y, desde entonces, la conserva como oro en paño…? La mirada consternada e incrédula de aquel hombre daba fe precisamente de esto cuando se dio la vuelta ante la llamada de Budai, a la manera de quien oye una voz de antes del diluvio. Y también la forma de dirigirse a él, «¿Usía también…?», expresión ésta pasada de moda y hoy en desuso. ¿Y qué quería decir con ese también, expresión que denota sorpresa y engloba a ambos en una misma categoría? La frase, ¿quería sugerir que eran compatriotas, o bien —menuda pesadilla— que el otro, al igual que él, no ha conseguido, por más que lo haya intentado desde hace treinta años o más, escapar de este lugar?

Durante días, Budai no logra serenarse, vive obsesionado por la oportunidad fallida, ello lo corroe, lo culpabiliza, ¿qué es lo que hubiera debido hacer de otro modo? Y a la manera del culpable que regresa al lugar del crimen, vuelve incansablemente a la estación de metro, se pasa ahí horas y horas con la esperanza de volver a ver al hombre del loden, ¿por qué no habría de ser aquél su itinerario habitual? Quizá podría cruzarse con él. Aunque no vuelve a encontrarlo, desde aquel día atesora en el fondo de su corazón una idea tenaz: en medio de esa multitud de todos los colores que puebla las calles y el metro no es imposible que haya alguien con quien pueda cruzar algunas palabras, incluso puede haber varias personas, pero, ¿cómo actuar para darse él a conocer…?

El trabajo en el mercado y sus rondas de guardia sistemática por la estación de metro acaban por marcarle una rutina cotidiana. Come por lo general en el selfservice que ya conoce, y luego va andando hasta el hotel. En el camino, ha de pasar por delante del rascacielos, viejo objeto ya de sus observaciones. Desde que llegó, se han construido ocho pisos, van por el septuagésimo segundo. ¿Hasta dónde querrán llegar, subiendo así…? En el hotel, pasa a ver a Epepé en los ascensores, y después de su encuentro, o bien si no está de servicio, no le queda otra que retirarse a su habitación. Con el alma herida, ya que allí es donde se siente más huérfano y donde el tiempo pasa con mayor dificultad.

Cada día le hacen la habitación, la cama, con sábanas limpias una vez por semana, y los mantelitos, servilletas, toallas, los cambian con regularidad. ¿Quién se ocupa de ello y en qué momento? No ha conseguido nunca toparse con nadie de la limpieza: cuando no sale de la habitación, durante días a veces, no aparece nadie. Una de esas mañanas, por mera curiosidad, hace ver que sale aunque no va más allá de la esquina donde dobla el pasillo, y se aposta para mirar. No ve a nadie durante toda la mañana. En otras ocasiones, aun cuando se ausente sólo un cuarto de hora para bajar al vestíbulo, se encuentra a su regreso con la habitación arreglada.

La lectura es lo que más echa en falta: en su lugar de origen tenía por costumbre pasarse la mitad del tiempo o más en bibliotecas, entre libros, algunas veces durante dieciocho horas seguidas; prescindir de ellos le cuesta horrores. En esa privación, retoma aquella especie de recopilación de relatos que compró donde el librero de viejo aquél. La hojea una vez más sin entender ni una puñetera palabra. Deja correr su imaginación tomando como punto de partida la cubierta del libro, la bahía azul turbio, las palmeras, el blanco resplandor de las cabañas en la ladera de la colina a orillas del mar. Medita acerca del retrato del autor impreso en la contraportada, ese hombre que lleva un jersey, el pelo cortado a cepillo y un rostro tirando a relleno: una vez más, aquellos ojos medio cerrados, su expresión de hastío, ligeramente sardónica, le resultan familiares. Se pregunta dónde habrá podido cruzarse con él, a quién le recuerda, qué es lo que le atrae en él. ¿Será la ironía? ¿Expresión de desdén? Hasta que una noche, al regresar agotado de haber estado trabajando en el mercado, ante el espejo del cuarto de baño, ahogando un bostezo, se dé cuenta, se produzca la revelación: es a él a quien se parece el de la foto. ¿Es ésta la razón por la que le ha caído simpático? ¿La razón por la que sacó ese libro de entre miles? ¿Su propio doble le habría atraído?

La pregunta más dolorosa se abate sobre él incansablemente: ¿Qué será de los suyos? Porque el tiempo tampoco se ha detenido para ellos: ¿estarán bien, sanos, o simplemente, seguirán vivos? ¿Cómo estarán reaccionando ante la alarmante absurdidad de no tener ni una sola noticia de él desde hará pronto tres semanas? Procura no pensar en ello, pero la idea fija se agarra sin descanso a sus entrañas. Si por lo menos pudiera comunicarse con ellos, enviarles un mensaje, aunque muy breve, tan sólo dos palabras: está vivo, aunque sea incapaz de adivinar en qué rincón del planeta…

Hasta el momento no ha visto por ningún lado una estafeta de correos, y sin embargo debería existir; ¿habrá pasado al lado de alguna sin darse cuenta? Tampoco ha visto buzones, por más que los ha buscado tanto en el vestíbulo como alrededor del hotel. Se esmera intentando explicar en el quiosco de aquella inmensa sala que necesita postales y sellos. Pero esos objetos no están expuestos, y la respuesta de sus interlocutores no le permite deducir de ella si es que no entienden lo que quiere o bien si es que ha de ir a buscar estos artículos a otra parte, ¿pero adónde?

Entonces se le ocurre la idea de doblar una hoja virgen en forma de sobre, lo dirige a su mujer, a su domicilio, no sin una gran emoción, naturalmente, en su inmensa soledad los sentimientos tienden a hundirlo más si cabe. Se esfuerza, no obstante, en sobreponerse a ellos, a modo de test lleva su modelo de carta a la recepción y la entrega al encargado que está de servicio. Éste le da la vuelta, la mira, se hace manifiesto que no conoce las letras latinas. A menos de que ignore lo que ha de hacer con ella, tal vez no esté dentro de sus funciones, ni siquiera se digna a quedársela, se la devuelve por encima del mostrador acompañada de unas palabras breves y corteses. Budai, creyendo que el otro solicita un sello, saca dinero y lo hace tintinear en su mano, le ofrece las monedas en su palma para que el encargado se sirva, tras lo cual deposita algunas ante él con un aire interrogador: ¿basta con esto, o es más…? El otro, un hombre de cierta edad y digno, ha debido de comprender mal su propósito y tal vez perciba un intento de corrupción. Indignado, le da de sopetón un inesperado arrebato y rechaza con violencia las monedas. Aparta la vista de Budai y se dirige ostensiblemente al siguiente.

A pesar de este fracaso, Budai duda, ¿no debería a pesar de rodo escribir una carta? Podría sencillamente dejarla sobre el mostrador de recepción cuando haya otra persona de servicio, añadiría monedas suficientes para cubrir el precio del sello, y saldría corriendo. Si existe una ínfima posibilidad de que la carta llegue a su mujer, las estampillas de correos permitirían seguramente a los suyos identificar dónde se encuentra… Sin embargo sigue dudando, retrasa el proyecto, ni su mano ni su mente están preparados para ello. O bien simplemente es que no halla las palabras convenientes, aquellas que le permitirían comenzar a dar cuenta de todo lo ocurrido. Da vueltas sin parar a la idea, pero se ve incapaz de ponerse a redactar.

Vuelve a su habitación y al teléfono. A ciegas, marca números. Llama también a sus conocidos, a los que antes desconocía, ahora sin preocuparle el suplemento de la factura del próximo viernes, le da igual, de todos modos está ya endeudado. Todas las veces que obtiene una respuesta, repite al aparato palabras elegidas con extremo cuidado, siempre las mismas, con suma paciencia, durante horas: el apelativo de su ciudad natal y el número de teléfono de su domicilio, ya sabe expresarlo en la lengua local: sólo los seis números, a secas, sin comentarios. Ello con la esperanza de que si insiste y repite su mensaje con suficiente empecinamiento, algún día dé con la centralita de un gran hotel en el que el operador atienda comunicaciones internacionales, ya sea directamente, ya sea a través de una administración pública que tenga a bien conectarlo con ese operador. Pero el intento no da frutos, por más que grita hasta desgañitarse tan sólo obtiene, a modo de respuesta, gorgoteos, voces de hombres y de mujeres, jóvenes y ancianos, ninguna señal demuestra que alguien lo haya entendido. Se pasa toda la noche en ello. Al final, crece en él una ira de impotencia, estrella el auricular contra lo primero que se le ocurre, maldice su destino, saca por la boca espumarajos de rabia, la emprende a puñetazos contra las paredes, hasta el punto de que acaban contestándole desde la habitación de al lado. ¡Qué catástrofe más inmensa le ha caído encima! ¿Por qué precisamente a él? ¿Por qué ha tenido que ocurrirle esto? ¿Por qué motivo? ¿Por qué razón? ¿Por qué y mil veces por qué…?

Más tarde se calma un poco, se pone a meditar, como hace a menudo, sobre el óleo que se halla colgado encima de su escritorio, aquel paisaje invernal con sus abetos recubiertos de nieve y unas encantadoras ciervas brincando a lo lejos. Conoce ya hasta la saciedad los mínimos detalles del cuadro, y sin embargo es su única ventana hacia la libertad de la naturaleza, hacia el más allá de esta ciudad de su cautiverio. Siempre y cuando ese más allá siga aún existiendo, además de poblar su imaginación.

Hasta el momento no ha conseguido ningún resultado cuando ha intentado arrancarle a Bebé detalles sobre la organización de su trabajo o bien su número de teléfono, dónde va cuando termina el servicio, dónde vive, dónde se la puede encontrar, etc. Siendo como es tan astuta en otros ámbitos, parece que sencillamente no entiende este tipo de preguntas, o entonces es que las deja pasar de largo sin querer entenderlas. Hacer guardia tampoco resulta mucho más fructífero: unas veces está en el ascensor, otras no está, pero no la ha visto nunca ni llegar ni marcharse, ni en ningún otro lugar del edificio.

En cambio, han intimado ahora ya lo suficiente como para que le pida un día que lo lleve a una estación de trenes o a un aeropuerto. El día en que, allí arriba en la decimoctava planta, considera que el momento es oportuno para expresarle su deseo dibujándole, una vez más, los vehículos adecuados, Etetét no da sin embargo muestras de prisa alguna, se pone triste, los ojos se le llenan de lágrimas… ¿Le habrá contrariado enterarse de que él intenta marcharse? La consuela, la acaricia, pero por timidez sus gestos son toscos, lo único que consigue es oprimirle el codo con torpeza. A falta del vínculo del lenguaje, los separa un foso demasiado profundo aunque ambos deseen colmarlo. Y en todo momento llaman desde el ascensor, nunca tienen tiempo suficiente, ni un solo instante sin que los molesten.

Aquella misma noche en la habitación de Budai se produce un corte de suministro eléctrico. Acaba de darse un baño y se dispone a acostarse. Echa una ojeada al pasillo, luego por la ventana: por todas partes la misma oscuridad completa, las farolas de la calle no dan luz, únicamente los faros de los coches proyectan sus haces luminosos en la negrura del espacio. Debe de haber un problema bastante grave de distribución ya que afecta a todo el barrio, incluso más lejos tampoco se distingue ninguna luz. Personalmente, ello no le afecta, si necesita algo lo encuentra palpando, sabe dónde está cada cosa, y de todos modos no tiene lectura. Se mete pues en la cama sin tener aún excesivo sueño.

Al poco rato oye llamar suavemente a su puerta. Primero cree estar confundido, pero la llamada se repite, y entonces entra alguien con cuidado —antes, cuando ha ido mirar por el pasillo, ha debido de olvidar cerrar con llave—. Así pues, la persona entra, cierra con cautela la puerta, se detiene, respira despacio. En ese momento Budai comprende que, en realidad, la estaba esperando. Quién sabe, tal vez sea la razón por la que no cerrara con llave, ha permanecido despierto, al acecho, a pesar de un día muy cansado. Es evidente que no le ha dado tiempo a razonar, pero su cerebro sí ha grabado que sin electricidad el ascensor no puede funcionar… Para estar seguro, antes de que la otra persona pueda abrir la boca, pregunta:

—¿Bebebé?

Ella contesta con una risita cortada, que denota una turbación evidente. Lo cual no le impide corregir las imperfecciones de pronunciación:

—Diedié…

Podría haber igualmente oído su nombre pronunciado como Dedé, Teteté, Teté o bien Pepé, dado que no ha conseguido aún aclarar el contenido preciso de los fonemas. Ella se ha parado cerca de la puerta, sin avanzar más adentro. Cabe entender perfectamente su cohibición, ella es quien ha decido ir hasta su cuarto. Instintivamente, tiene el suficiente tacto para levantarse de la cama y avanzar hacia ella, buscándola a tientas en la oscuridad. Lleva puesto el único pijama que tiene, se ha acostumbrado a lavárselo él mismo, pero esta vez no pueden verse. Choca con ella al andar, con los brazos extendidos toca sin querer los senos de la mujer. Retira de inmediatos los brazos, teme que lo tome por un animal… Sin embargo, se siente al mismo tiempo acometido por una fuerte emoción, los dedos le queman al calor del cuerpo de Cheché que se desprende a través de su sujetador. Tiene los senos vivaces y elásticos de una muchacha, transmiten incluso las palpitaciones del corazón.

Se acercan a la cama, no hay mucho más adonde ir en aquella minúscula habitación de hotel. Al sentarse a su lado, la chica rasca una cerilla para fumar, su perfil se ilumina un instante, se rompe un poco la intimidad, vuelve a ser una desconocida, lleva el pelo peinado de una manera diferente, como aplastado; ella no lo mira, gira la cabeza. Sopla de inmediato la llama, parece que prefiere la oscuridad. A partir de ese momento, la brasa incandescente del cigarrillo es, de forma intermitente, la única luz de que disponen, en aquella suave penumbra apenas pueden adivinarse los rasgos de la muchacha. Poco a poco la habitación se llena de humo.

Pero ni siquiera apura el cigarrillo. Se suelta de los brazos de él y se precipita, vestida con las medias, hacia el cuarto de baño. Se oyen sus movimientos de buscar el grifo; el agua correr. Durante ese lapso él va a cerrar la puerta del pasillo con llave y vuelve a acostarse.

Cuando se mete junto a él bajo la manta, Ededé huele a jabón y a agua de Colonia, el agua le ha refrescado la piel, su cuerpo tiembla ligeramente. Quiere calentarla, aprisiona sus pies helados entre sus muslos, la abraza. Después cumplirá a conciencia con su deber de hombre, guiado por el deseo y por la rutina. Vevé no se opone y no se hace de rogar, pero se calienta muy despacio y no del todo. Es manifiesto que la cosa le reporta poca satisfacción, y sin embargo se esmera para que él obtenga placer. Precisamente no le produce demasiado placer esa voluptuosidad solitaria, él está hecho de tal manera que necesita compartir el goce con su pareja. Además, se apresura demasiado, no consigue refrenarse: lleva viviendo aquí solo desde hace demasiado tiempo.

Se siente un poco torpe, lascivo, de estar ahí, acostado al lado de ella, en la oscuridad. Ella, es quien rompe el silencio, se reclina apoyada en un codo y hace una pregunta, curiosamente él adivina enseguida que le está preguntando si puede fumar, si no le molesta. Mientras enciende el tabaco, se tapa con la sábana, esconde de nuevo su desnudez.

Se pone a hablar de nuevo, en un tono bajo y pausado, con interrupciones, ofuscada por accesos de timidez, mientras deja caer la ceniza del cigarrillo en el cenicero de porcelana que estaba sobre el escritorio y él le ha acercado.

Después, su voz va cobrando mayor seguridad, le cuenta una larga historia que tenía desde hace tiempo ganas de contarle, le debe de confesar cosas sobre sí misma, sobre sus circunstancias personales. Sin embargo, si alguien hay que puede saber hasta qué punto la comprensión de él respecto de esta lengua es limitada, es sin duda ella. Budai se esfuerza en adivinar lo que dice por el tono, por los acentos, el ritmo, pero no es tarea fácil… El discurso se hace más y más apasionado, aunque de nuevo entrecortado, y sin que la suave finura natural de su persona se vea por ello alterada. Apenas apaga un cigarrillo, sus dedos nerviosos buscan otro; el tema debe de afectarle en lo más íntimo de su ser. De inicio a fin, ¿estará hablando de una determinada persona? ¿De quién puede tratarse, que la altera hasta ese punto, y por qué habla de ella en esta ocasión? ¿Será el marido…?

Se le ocurre una idea. Con el tacto, en la oscuridad, resigue las manos de Epepé, primero la derecha, luego la izquierda, cada uno de sus largos dedos, uno tras otro, para comprobar si lleva alianza. Evidentemente, no la hay, de lo contrario ya la habría visto en el ascensor. Pero ella ha debido de adivinarle el pensamiento, prende una cerilla, saca una alianza del bolso depositado en la mesilla de noche.

Es, con toda evidencia, aquí donde hay que buscar la clave de su comportamiento: ella, que ha procurado siempre contestar a sus preguntas con una paciencia angelical, se niega a abordar las que se refieren a ella de cerca, a su hogar, a sus relaciones familiares. Un matrimonio desafortunado, que ella no quería, que ya no puede aguantar más, podría ser la explicación. ¿Es acaso la razón por la que se ha quitado el símbolo del dedo?

Intenta seguidamente interpretar las palabras de la muchacha con esta óptica, y de golpe todo parece aclarársele. Cree que puede seguir lo que ella dice, cuanto menos lo sustancial; los detalles poco importan… Lo que se trasluce es la amargura de su vida familiar, la convivencia de cantas personas es insoportable: parientes en todos grados, tíos y tías y dos hijos de un primer matrimonio de su marido. Coinquilinos y subarrendados, e incluso realquilados por las noches, de los que no puede uno librarse, ancianos y enfermos encamados, locos de atar y asquerosos borrachos insoportables, mujeres de vida dudosa, algunas con sus críos a cuestas, todos apilados en una pequeña vivienda. Un jaleo permanente, portazos, riñas incesantes, música atronadora, jamás un minuto de silencio… Mudarse, sí, pero ¿adónde? Todo el edificio está superpoblado, los colindantes también, es imposible encontrar una vivienda mejor a no ser a precios astronómicos o por enchufe, y aun así, ¿a cargo de quién podría dejar a todos esos viejos y miserables…? En ese entorno infernal su matrimonio no ha podido más que irse a pique, su marido bebe, en la ebriedad busca olvidar, se ha convertido en una bestia inmunda. Ya no se quieren, prácticamente ya no viven juntos. Ella también busca huir del hogar, cualquier cosa será preferible a esa casa de locos, respira mejor en la estrecha y cochambrosa cabina sin oxígeno del ascensor que allá… Este es el motivo por el que ha dejado de llevar la alianza, ha dudado durante un tiempo en hablarle de todo esto, y lamenta haberse así explayado. Tiene la necesidad de explicar por qué ha entrado en la habitación de Budai, que no se imagine que es una chiquilla en busca de una aventura: le ha hecho tantísimo bien haber podido por fin explicárselo todo a alguien… Esto suponiendo que sea efectivamente lo que la muchacha ha dicho, porque… ¿y si fuera algo totalmente distinto?

Poder desahogarse la calma un poco mientras va llenando la habitación de humo. Cuando su mano busca el enésimo cigarrillo en la mesilla de noche, en la oscuridad vierte el vaso de agua que estaba encima. La chica intenta cogerlo al vuelo pero la brusquedad del gesto hace que se caiga de la cama, entonces es él quien tiene que atraparla al vuelo, ya casi en el suelo, el agua los riega a ambos al mismo tiempo. Ella se echa a reír, y su risa es contagiosa, como una explosión irrefrenable; caen el uno encima del otro, se ríen a mandíbula batiente. No pueden parar, en cuanto el uno recupera el resuello, el otro se parte dos veces más de la risa, en su hilaridad se desternillan como gallinas cluecas y se revuelcan sobre la cama, ella vuelve a caer al suelo, la risa se adueña otra vez de ellos con más fuerza que antes.

Para colmo, Budai se acuerda de una atracción de la feria de su infancia, que se instalaba en el bosque municipal, y que se llamaba ¡Fuera de la cama! Entre plumones e inmensas almohadas, unas damas regordetas y pechugonas estaban ahí expuestas, con sus camisones de encaje, y cuando el jugador conseguía meter una pelota de trapo en la diana, la cama basculaba y la matrona se caía, volcándose, con las patas arriba, para gran regocijo del público. Esta imagen de payasada, Budai no consigue apartarla de su mente, sigue cebando su buen humor; querría compartirla con Vededé, y de manera espontánea se pone a contársela. Ella lo escucha, se acurruca contra él, contiene como puede la risa al tiempo que asiente, da unos grititos de aprobación, y al final se parte de risa con él, de una manera tan resuelta y franca que parece que lo entiende.

Animado, Budai cambia de tema, relata la aventura de cómo y desde dónde llegó aquí, cómo cogió un avión, perdió el equipaje, cómo se le incautaron del pasaporte, todos los detalles por su orden, meticulosamente. En algún momento también en desorden, tai y como le vienen a la cabeza: cómo se hizo detener por la policía, lo que vio desde arriba, desde la cúpula de aquella enorme iglesia a la que se encaramó, cómo no consiguieron darse alcance y hablarse en el metro él y un compatriota… Tras lo cual, da un salto y regresa a su país: su perro, un viejo teckel que en invierno apisona la nieve para abrirse caminitos en el jardín, y tan sólo sobresale la punta de su hocico y del rabo, igual que dos puntos móviles sobre un fondo blanco. Y que le encanta esquiar, en los montes Marra o en los Tatra, sobre todo el esquí de fondo solitario, fuera de las pistas, por sinuosos caminos forestales en los que reina un gran silencio, un silencio verde y blanco y blando, en medio de la nieve virgen con huellas frescas de los cérvidos. Y que al llegar al borde de la pendiente, la profundidad lo atrae como si lo aspirase, qué inmenso placer el de soltar el cuerpo y dejarse llevar por la ebriedad, la ingravidez, la despreocupación por la caída en picado… Ella lo escucha con un silencio cómplice, acurrucada contra él en la cama. De repente Budai calla, levanta la cabeza:

—¿Me entiendes?

—Mentiendes —responde ella.

—¿Me entiendes?

—Mentiendes.

—No es verdad, ¡no entiendes lo que digo!

—Mentiendes —repite ella.

—¡Falso, mientes! —él se deja llevar.

—Mentiendes.

—¿Cómo ibas tú a poder entender? ¿Por qué haces ver que entiendes cuando no entiendes?

—Mentiendes —se obceca incansablemente Debedé.

Bruscamente, es presa de un ataque de cólera; agarra a la mujer por los hombros, la zarandea, le grita:

—¡No has entendido ni una puñetera palabra!

—Mentiendes.

—¡Embustera!

—Mentiendes.

—Por fin vas a…

Se embriaga de su propia brutalidad, se le ofusca el pensamiento: con la palma de la mano roza la barbilla de Pepepé. Sin embargo ella continúa murmurando la misma palabra:

—Mentiendes, mentiendes…

No sabe ya ni que lo hace, no se domina: la zarandea, la empuja, la golpea por todas partes, en la cara, el cuello, la nuca, el pecho. Ella no se protege, se limita a levantar un brazo ante sus ojos, está llorando y se oyen los sollozos en la oscuridad. Pero aquella pasividad se convierte en un desafío más para la ira de Budai, que patalea, gesticula, pega a diestro y siniestro, le tira del pelo, le arrea puñetazos, cual un poseso empedernido que hubiera perdido el juicio, olvidándose de todo lo demás salvo de que tienen que pagar por lo que han hecho, ha de vengarse por todo lo que ha tenido que soportar…

Entonces, de repente, cae con todo su ser sobre ella, exhausto, jadeante, echando los bofes, anonadado. Se pega a ella, la abraza, le besa las manos, le suplica avergonzado:

—¡Perdóname, estoy chiflado! No me lo tengas en cuenta, perdóname, ¡se me ha ido la cabeza por completo! Estoy loco, loco de atar…

Los ojos de Cheteché están todavía rebosantes de lágrimas, tiene las mejillas enrojecidas por los golpes recibidos. Él daría la mitad de su vida para reparar el daño. Se prosterna, la acaricia y cubre de besos por todo el cuerpo, se arrodilla a los pies de la cama, reposa la cabeza en su regazo, sin aliento, le murmura, balbuceante, palabras tiernas al oído. Tiene la piel como un luego atizado, las manos secas y ardientes, cuando ella se pone a acariciarle el cabello formando un peine con sus cinco dedos, al tiempo que lo acerca a ella.

Esta vez Ebebé se abandona por completo, se muestra dulce y solícita, se comporta como no lo hecho con nadie más con anterioridad, ni tan sólo con su marido, su actitud lo revela. Consigue, ella también, alcanzar con él la realización total del placer. Lo esencial no se cifra en aquellos breves minutos sino en su fusión total, en el hecho de que todo desaparece en torno a ellos, el tiempo y el espacio pierden los límites, en el mundo, sólo están ellos dos. En el punto culminante, cruza por la mente recalentada de Budai una pregunta cautivadora. ¿Y si todo esto, todo lo que ha sufrido hasta el momento en este país, fuera el precio que hay que pagar para este encuentro, acaso no habría valido la pena…?

Y en esto que vuelve la luz, la lámpara de cabecera se enciende en la mesilla de noche. Tras la larga oscuridad, aquella bombilla floja les hiere, la muchacha parpadea, aparta la cabeza y, de un brinco, sale de la cama. Es evidente que si la electricidad ha vuelto, el ascensor debe de funcionar y su sitio está en la cabina. Se viste a toda prisa y no deja pasar ni un segundo antes de encender un cigarrillo. Él, que permanece en la cama, la sigue con una mirada voraz mientras ella se sube las braguitas, se sujeta las medias al liguero. En aquel momento está totalmente enamorado de ella, extasiado ante el descubrimiento aterrador y magnífico de que no podría ya vivir sin ella.

Le gustaría hacerle un regalo o al menos obsequiarla de alguna manera, pero en la habitación no hay nada más que unos restos miserables de embutido y un mendrugo de pan en el poyo de la ventana. Pepeté no lo acepta, se arregla rápidamente el pelo, se da una capa de pintalabios rojo, se ajusta el uniforme azul y, al momento, se despide. Acuerdan mediante palabras y por gestos que mañana volverá, a la misma hora… Se olvida del cigarrillo, que sigue en el borde del cenicero humeando, y la habitación se llena de humo, pero Budai no se molesta siquiera en abrir la ventana.

Nada más despertar, lo primero que piensa es en contar las horas que le quedan de espera hasta la cita de la noche. Esta vez quiere prepararse dignamente: baja a la calle a hacer algunas compras. Tiene algo de dinero, estos últimos días ha trabajado bastante en el mercado; echa toda la mañana en guardar cola en las tiendas de alimentación. Consigue queso, carne asada y pescado Tríos, huevos duros, lechuga, pan tierno, mantequilla, pastelitos, todo ello junto a dos botellas de esa bebida alcohólica que se encuentra en todas partes, ya que le es imposible ofrecerle a su invitada té o café.

A su regreso, la habitación está ordenada, la han ventilado, han hecho la limpieza y la cama, incluso han cambiado las sábanas. Es verdad, vuelve a ser viernes, ha transcurrido otra semana. La tercera, ya, desde su llegada, aunque, evidentemente, le parece que ha transcurrido mucho más. ¿Habrá de nuevo una factura en su casillero de la recepción, dado que no ha abonado la anterior…? El tiempo de espera va para largo: ayer, Bebebé llamó a la puerta bastante tarde, hacia medianoche, aunque, a falta de reloj, se ve confinado a meras estimaciones. Debido a su impaciencia, es incapaz de permanecer quieto y sentado en la habitación, sale de nuevo a la calle so pretexto de buscar un regalo para su amiga.

En el ascensor, no la ve; ¿tal vez no esté hoy de servicio? ¿Acaso empieza más tarde? ¿O quizá sea su día de fiesta y venga sólo para él…? Además, abajo, en recepción, no hay nada en el casillero 921, tal vez por la tarde… Se adentra por callejuelas que aún no ha explorado, detrás del hotel. Se preocupa por acertar el recuerdo que quiere comprarle, ¿una pulsera, un collar, una pequeña figura de adorno? ¿O mejor una pitillera, un encendedor? En todo caso alguna cosa que pueda llevar siempre con ella.

No lejos de ahí, para su gran asombro, descubre una pista de patinaje. Es un terreno relativamente exiguo, a unos pocos metros por debajo del nivel de la calle, que ofrece una visión global y que, además, está rodeada de numerosos espectadores apostados a lo largo de la valla. La pista está llena a rebosar de patinadores, curiosamente no son demasiado jóvenes: unas señoras rechonchas y otras resecas, de cierta edad, y unos señores calvos y barrigones patinan, dan giros y hacen piruetas al son de una música lenta. Es una estampa totalmente sorprendente y fantasmagórica verlos agarraditos, haciéndose melindres, algunos bailan incluso en medio de la densa multitud. Budai no va más lejos, escucha la música, observa la corriente espesa que se desliza sobre el hielo, todos esos vejestorios encantadores que pasan tambaleándose, y se deja mecer lentamente por el ritmo de aquel remolino…

En realidad, la noche anterior dejó escapar la más prodigiosa de las oportunidades. Por fin disponía del tiempo y ocasión necesarios para darse a entender ante alguien, y pedirle a ese alguien que lo condujera… veamos, ¿adónde?, ¿a una estación de trenes?, ¿a un aeropuerto?, ¿a una embajada? Lo mismo da, siempre y cuando sea un trampolín para marcharse de aquí, para llegar a terreno familiar. Es verdad que, frente a Eteté precisamente, hubiese sido una falta de tacto en aquel momento, recuerda cómo reaccionó la chica ante las alusiones que le hizo en la decimoctava planta y que al poco se plantó en su habitación… Pero esta próxima noche, suceda lo que suceda, tiene, de todas todas, que hablarle con claridad; pero, claro está, con mano izquierda y ternura, y vencer su resistencia, ¡la cosa no puede esperar más!

Lo más curioso en este asunto, si se piensa bien, es que quien puede echarle la mano necesaria para irse de aquí es la única persona que lo retiene. Para ser más precisos, no tiene en este momento las cosas demasiado claras: ¿quiere marcharse o no quiere? Intenta dirimir la cuestión pero en el estado de confusión y espera en que se halla, no está en condiciones de hilar un razonamiento lógico… Descarta la preocupación mediante una respuesta equívoca: le pedirá a Dededé que lo conduzca hasta un lugar adecuado, esto es lo más importante, y en cuanto conozca el camino, siempre estará a tiempo de decidir el momento oportuno para marcharse.

Sin embargo, comienza a impacientarse. ¿Y si lo hubiese entendido mal y quedaron en que ella vendría más temprano? Quizá ya se haya pasado por la habitación. Por tanto, sale pitando hacia el hotel, el regalo ya lo comprará en las tiendas del vestíbulo. Lo primero es subir a su habitación, y para ello, como de costumbre, ha de guardar cola para la llave.

Le llega la vez y, como de siempre, exhibe su papelito con el número 921; el recepcionista se vuelve hacia él y abre los brazos como para indicarle que la llave no está. Es cierto, el casillero está vacío, no hay nada colgando del clavo. Hasta ahora, esto no ha ocurrido jamás; ¿la habrán colgado, por error, en otro sitio? ¿Estarán tal vez arreglando la habitación? Por lo general, la mujer de la limpieza no coge aquella llave. Budai no se deja intimidar, exhibe de nuevo el papel; el recepcionista entrecano de uniforme oscuro no le resulta del todo desconocido, ha visto a tantos detrás de aquel mostrador, que se le mezclan en la memoria. ¿No es el mismo que estaba de servicio el primer día, cuando el autobús del aeropuerto lo depositó en el hotel? Sea como fuere, éste de ahora trata a Budai con una extrema frialdad, ladea la cabeza y murmura: no, no puede hacer nada. Ante la insistencia de Budai, saca un gran libro de contabilidad, lo abre por la página y rúbrica buscadas, asiente con la cabeza, señala con el índice a la atención de Budai —¡y no es que le aclare mucho las cosas!—, da carpetazo al libro y sin más dilación se dirige al cliente siguiente, quien, triscando y vociferando, ha presenciado con un enfado no disimulado esas argucias demasiado prolijas.

Budai, pasmado y con un mal presentimiento, sube a la novena planta, recorre los pasillos y se acerca a su habitación. La puerta está cerrada, pero pegando ligeramente la oreja en ella, le parece oír adentro un cierto movimiento. Se queda allí plantado, perplejo, y entonces, no ocurriéndosele nada mejor, llama a la puerta y abre. Por el estrecho quicio aparece una mujer de mediana edad con un pañuelo en la cabeza, mira afuera y vuelve a cerrar la puerta… Budai comprueba que no se haya equivocado de puerta; es, en efecto, la 921. Dicho de otro modo, han dado su habitación a alguien más, han instalado en ella a otras personas. Las sábanas limpias de la mañana estaban ya destinadas a los nuevos.

En ese momento lo que más le preocupa es una cuestión de detalle: ¿dónde han ido a parar sus pertenencias? La poca ropa de que dispone, la bolsa de tela, el único equipaje con el que llegó a esta ciudad… Vuelve a llamar a la puerta, pero esta vez no le responden, han echado el cerrojo. No se desalienta, repiquetea en la puerta con los puños y da patadas, hasta que le abren. En el quicio, igual de estrecho que antes, aparece esta vez un hombre en mangas de camisa y tirantes, furioso, gañendo con voz aguda, femenina, y que intenta enseguida cerrar de un portazo. Pero Budai tiene tiempo de poner un pie en el umbral, tras lo cual empuja la puerta y se mete por la fuerza en la habitación.

Lo primero que le sorprende es el olor, un olor penetrante de carne, fermentada, húmeda. Luego, el número de personas que ocupan aquel cuarto minúsculo: aparte de las dos que ya ha visto, está una viejecita que masculla en un rincón, tal vez diciendo sus oraciones, niños, cuatro o cinco, se les distingue mal en la penumbra, y es que la persiana están medio bajada, hay gente acostada en la cama, y también en unos colchones, un bebé en su cochecito, y otro sobre la mesa, en un moisés. Y como si todo ello no bastara, andan sueltos dos gatos, brincando por la ventana, entre las sillas, en el guardarropa, dos micifuces sebosos, descuidados, que pierden el pelo. Hay también unos conejos de angora, como los que vio un día en una de las habitaciones, alojados en jaulas o conejeras, probablemente el foco de la pestilencia; es incomprensible que un hotel tolere semejante situación…

Han cambiado por completo la disposición de la habitación, no se reconoce. La cama ha sido empujada hasta la pared de enfrente, han quitado la pantalla de la lámpara, han colocado un parque de bebé en el centro, hay ropa interior secándose en las sillas, y por todas partes, hatos, petates, paquetes, biberones, orinales.

No obstante, los nuevos clientes cuchichean, despotrican por lo bajo, se meten con él sin cesar empujándolo hacia fuera, él busca con la mirada sus pertenencias, en vano: no ve ni su ropa, ni su pijama, ni su bolsa, ni las notas que dejó en el escritorio. Echa asimismo una ojeada hacia el cuarto de baño, sus objetos de higiene personal también han desaparecido; en cambio, por encima de la bañera, han dispuesto unas cuerdas a modo de tendedero en el que se están secando hules y pañales. Entonces deja que lo echen fuera, unos críos lo empujan también, gritando; aquí, no va a poder volver. Tampoco es que tenga muchas ganas, y le incomodaría poner a aquella familia en una situación embarazosa, obligarla a desalojar, a una gente manifiestamente tan necesitada. Si los han alojado aquí, no van a desahuciarlos por su cara bonita.

Todo esto está muy bien, pero ¿dónde va a vivir, él? En su desconcierto, se decide de nuevo a acechar a Epepé, a ver si aparece en alguno de los ascensores, pero no se la ve por ningún lado. Baja al vestíbulo, se abre un camino como puede y vuelve a guardar cola anee la recepción. Hace cuanto puede para explicar ahí su problema, señala por gestos el cuadro de llaves, pide que le den otra habitación. Pero el encargado debe de estar ya harto de las quejas continuas de aquel aguafiestas, siempre el mismo, y deja de prestarle atención, se dirige por encima de la cabeza de Budai al siguiente de la cola. Por más que se obstina en ser atendido, Budai ha dejado de existir.

Con lo cual intenta probar suerte más allá, ante los mostradores donde están esos puestos de trabajo señalizados con carteles. Por desgracia, sin mayor éxito, porque las mujeres que atienden allí no entienden lo que dice, ni tan sólo lo escuchan, y lo dejan colgado. Regresa, pues, una vez más a la recepción, y tras un cola física y psíquicamente agotadora, trata de comunicarles que si lo consideran hasta ese extremo persona non grata en el hotel, por lo menos tienen que devolverle su equipaje para que pueda así buscar alojamiento en otra parte. Y, naturalmente, también su pasaporte, sin cuyo documento no podrá hospedarse en ningún lado. Curiosamente, el recepcionista da la impresión de haberle entendido, le pide su papelito con el número de habitación, y saca un grueso expediente. Hurga en él un momento, tras lo cual extrae dos documentos grapados, y los despliega ante él graznando en un tono de sermón:

—Tuluplubrú klott apalapala groz paratleba… ¡Klott, klott, klott…!

La expresión klott le resulta ya familiar, corresponde muy probablemente a Señor. Y, si no anda equivocado, groz significa dos… Intenta descifrar las hojas que ha arrojado ante sus narices. La de más arriba no lo es desconocida, reconoce rápido que es una copia de su última factura, la que recibió el viernes pasado, y que no ha pagado. Debajo hay un formulario similar, con las mismas rúbricas rellenadas con números, el total es ligeramente menor, asciende sólo a 31,20: debe de corresponder a la factura de esta semana.

En resumen, el sermón que le han infligido hace un momento debía de querer decir: pague usted primero las dos facturas, ¡usted, sí, usted…! Dicho de otro modo, a la espera de que pague, le retienen en prenda el equipaje y el pasaporte, y en cuanto haya pagado podrá disponer de ellos… A condición, claro está, de que su razonamiento haya sido el correcto y de que el encargado no haya dicho algo totalmente distinto, que no tenga nada que ver con lo que él ha deducido.

Naturalmente, Budai no dispone de tanto dinero, ni tan sólo de una cantidad que se aproxime. Después de las provisiones de la mañana, le queda por toda cuenta y haber un puñado de monedas. De repente se percata de que su cita con Devedé por la noche no podrá ser. Esto se convierte en su preocupación mayor: se imagina a su amiga llegando a su encuentro, llamando a la 921, encontrándose cara a cara con los nuevos inquilinos de la habitación; ni tan sólo puede dejarle un mensaje… Se le hace todo insoportable, es para acabar uno loco, es hasta ahora el episodio más doloroso, y debido a ello le sube la sangre a la cabeza, se obnubila, le entran ganas de romper, de golpear, de matar. Sin ninguna clase de respeto hacia nada, fuera de sí, patalea, grita, refunfuña estentóreamente en su lengua materna, que sabe que nadie entiende, pero, no obstante, da rienda suelta a su irrefrenable exasperación.

—¡Qué putada… menuda putada! ¡Todos unos cabrones… hijos de mala madre, cabronazos…!

Se forma un corro alrededor de la escandalosa escena, en un periquete se ve rodeado de mirones. Aparece el portero grueso, con el abrigo de pieles y gorra con galones dorados, han debido de llamarlo en la entrada, lo agarra por los brazos y lo arrastra hacia afuera atravesando el barullo que se ha formado en el vestíbulo. Budai sigue sin dominarse, tiembla de pies a cabeza, es incapaz de oponer la más mínima resistencia. Una vez llegados a la puerta batiente, el portero la abre y le hace señas de que se largue. Dado que no se mueve, el otro lo empuja con brutalidad a la calle, tal vez le propina incluso una patada en el culo.

Durante un buen rato, todavía paralizado, va errante por la acera. Únicamente más tarde se serena lo suficiente para intentar recomponerse un poco. El sombrero ha salido despedido, lo encuentra, el abrigo se le ha abierto, han saltado dos bocones, tiene un desgarrón en la hombrera. Le ha quedado la mente en blanco, se deja llevar por la corriente humana. Va a parar a la pista de patinaje que descubrió por la carde; se hace de noche, se encienden unas farolas de cuello de cisne, los patinadores describen círculos al son de la música, bajo una profusión de luz… Más tarde se planea ante el rascacielos en obras y, de forma maquinal, cuenta los pisos: van por el setenta y cinco, tres más que la última vez.

Basura, suciedad por doquier; ¿la ha habido siempre, por lo menos se había dado cuenta de ello? Cuando sopla el viento, como ahora, levanta los restos. Se habrá llevado por delante un quiosco de prensa, son miles los periódicos que revolotean en la calzada… Lo que también resulta sorprendente en esta ciudad es la gran cantidad de ancianos, cojos, minusválidos, hemipléjicos, que andan renqueando y repiqueteando el suelo con un bastón en medio de una muchedumbre que los aplasta, los machaca, y cuyas oleadas pasan sin cesar por encima de sus cabezas. Unas viejecitas frágiles, que parecen pajarillos enfermos y asustados, avanzan con paso indeciso en el medio hostil, arrastran sus cuerpos raquíticos, se aventuran a cruzar por las esquinas o bien se cobijan en los autobuses, y una y otra vez se ven empujadas y aplastadas por la marabunta. ¿Qué es lo que les obliga a vivir aquí? ¿Por qué no emigran hacia parajes menos inhospitalarios, a pequeñas localidades más acogedoras? ¿No tienen acaso adónde ir…? También circulan unos chiflados con unos tics bastante raros, que gesticulan, hacen muecas, convulsivamente, hablan o murmuran a solas, otros, exaltados, que transitan a toda prisa por las calles, vociferando o soltando unos gritos espantosos, unos locos de atar en actitudes amenazadoras, que corren con un cuchillo en la mano, ahuyentando a los transeúntes. Y también vagabundos, mendigos balbucientes, y otros, más entrometidos, que le ponen a uno agresivamente la boina bajo las narices en actitud pedigüeña, o bien retrasados mentales que babean, paralíticos y mutilados, subnormales que se arrastran a gatas; todos se buscan la vida, aglutinados, imbricados, pisándose entre sí, invadiendo, asaltando y atascando la ciudad, saturando y colmando todo el espacio con sus vidas inenarrables, llegando a ser insoportable…

Una idea vagabunda se cuela en la mente de Budai: ¿no lo habrán echado del hotel por causa de Bebebé? En ningún caso por la factura impagada, lo habrá entendido mal, sino porque habrán descubierto su relación, porque ella estuvo en su habitación. Y esta severidad no se basa en una posible prohibición formal, moral o religiosa, ni en que una relación así sea inadmisible entre clientes y personal, no: hay que buscar una causa más profunda y que se base en razones de orden medianamente práctico. Por ejemplo, que una relación amorosa tal puede engendrar descendencia, un hombre más, cuya llegada se añadiría al crecimiento de la población, de por sí ya superabundante… ¿Habrá sido condenado por este crimen, por el crimen social más grave: el de la tentativa voluntaria de multiplicar la población?

Cae la noche, se iluminan unas luces en el cielo, blancas, rojas, verdes, lilas. Luces fijas, intermitentes, giratorias, circulares, fluctuantes, resplandecientes, algunas se alejan perezosamente, otras cruzan raudas como el rayo y desaparecen de manera tan misteriosa como han aparecido. ¿Qué pueden ser? ¿Estrellas? ¿Aviones? ¿Balizas de protección para los aviones, en lo alto de las torres de control, rascacielos? ¿Cohetes, satélites…? A decir verdad, no tiene la cabeza para elucubraciones. La llegada de la noche le recuerda sobre todo que se acerca la hora de su cita con Petebé: se dirige con prontitud hacia el hotel.

El mismo portero que antes tenía por costumbre saludarlo con cortesía y abrirle la gran puerta batiente, esta vez, en cuanto lo ve, con su corpulencia le cierra el paso. Es evidente que no cabe asimilarlo a una marioneta o a un robot, como Budai había llegado a pensar: desde el escándalo de la tarde, lo reconoce perfectamente. Con la misma cara rígida y mecánica, sin expresión, parpadeando como un idiota con sus ojitos, lo bloquea con el mismo brazo en alto con el que antaño le rogaba que entrase. Budai se arrima aún más a la pared, sin alejarse. ¿Adónde podría ir? Por más que la acritud de aquel monumental imbécil sea humillante, no le queda otra más que probar suerte aquí. Elabora una estratagema. Permanece al acecho del momento en que varias personas se junten al mismo tiempo en la entrada y en que el portero, saludando con los dos dedos que se llevará a la gorra, les abra la puerta de par en par. Se suma a ellas con un paso furtivo, simulando formar parte del grupo. Pero no sirve de nada, imposible burlar la vigilancia del de los galones. Deja pasar a todos los demás, pero cuando Budai intenta colarse siguiéndoles los pasos, el otro interviene al momento, y con la impresionante masa de su cuerpo le impide la entrada. Todas las astucias que despliega Budai resultan inútiles, el portero estaba ojo avizor. En su tercer o cuarto intento, Budai coge mucha carrerilla, se enredan el uno con el otro, ninguno de los dos quiere ceder, empiezan a agarrarse del cuello para desalojar al otro de su sitio. Budai no es un alfeñique, piensa que puede acabar fácilmente con aquel paquete de grasa. Sin embargo, el otro se muestra sorprendentemente correoso, esto sin hablar de la ventaja que ha conseguido adosándose al marco de la puerta. Dado que ninguno de los dos puede con el otro, después de un buen rato siguen en el mismo punto, ninguno ha cedido ni un ápice. Ello significa en la práctica la derrota de Budai puesto que él es quien desea abrirse camino: ha de batirse en retirada.

El hotel, ¿no tendrá varias puertas? ¿Acaso accede Tietié por una entrada de servicio para el personal? Se va en busca de la entrada de servicio, en la primera esquina gira a la izquierda. Si da la vuelta a la manzana de casas con la suficiente atención, habrá de dar con ella por fuerza. Sí, pero no es tan sencillo: el hotel queda aprisionado entre otros edificios de tamaños diversos, a la izquierda, a la derecha e incluso por detrás, según parece las calles son sinuosas, están llenas de recodos, tiene que abandonar la trayectoria que buscaba, además, un poco más lejos, unas obras impiden el acceso. Un poco más tarde se da cuenta de que no sabe dónde está, ¿dando la vuelta al hotel, como era su intención, o se ha plantado ya váyase a saber dónde…?

Y hete aquí que amanece en la pista de patinaje, por tercera vez desde la mañana, es la hora de cerrar pero es obvio que los patinadores no tienen ningunas ganas de marcharse. Por más que los empleados intentan dirigirlos hacia las escaleras, meterles prisa, empujarlos con unas apisonadoras que sirven para limpiar el hielo, el público los esquiva por las bandas, encuentra la manera de infiltrase entre los encargados del desalojo por cualquier resquicio, grita victorioso, vuelve a ocupar toda la superficie de la pista y aquellos hombres se ven obligados a empezar de nuevo desde cero.

Es bastante cómico, Budai se quedaría con gusto más tiempo pero la inquietud lo atenaza: ¿y si, mientras está aquí pasando un rato agradable, Dededé estuviese justamente cruzando la puerta de la entrada principal…? Tiene hambre, también, no ha ingerido nada desde la mañana; ¿dónde habrán ido a parar todas las provisiones que compró para esta noche y que dejó en la ventana de su habitación? Es verdad, antes, cuando se metió en la 921, olvidó este particular, ahora lo lamenta con amargura. ¿Se lo habrá zampado todo la familia numerosa? A menos de que todo haya sido devorado por aquellos espantosos mininos.

Si va al selfservice o a la tienda para comprar alguna cosa, tendrá que guardar cola, y teme que durante ese tiempo su amiga se le escape. Prefiere esperar y luego regresar a la entrada principal del hotel por el mismo camino por el que ha venido.

Justo en aquel preciso momento, aquella delegación exótica de eclesiásticos que ya ha tenido ocasión de admirar varias veces se apea de un coche grande y negro. El portero los saluda con una extrema deferencia, de un gesto se descubre la cabeza mientras los ancianos barbudos hacen su entrada con sus birretes morados y sus cadenas de oro. Budai intenta una vez más pegarse a ellos para colarse, con la esperanza de hurtarse a la vigilancia del pedazo de cretino. Pero éste lo cala de inmediato, lo repele, imposible embaucarlo.

¿No lo relevan nunca, a aquel portero? Aunque, observándolo más detenidamente, Budai no está seguro de que sea el mismo que estaba de guardia hace un instante. Pero si es otro, se parecen como dos gotas de agua, no sólo por las pieles, la gorra de uniforme con galones, sino también por la manera de guiñar los ojos, la cara anónima, abotargada, una mirada de hombre prehistórico, vacía, estúpida.

Transcurren las horas sin que ocurra nada. Lo único destacable es que empieza a llover. Budai se cobija bajo un tejadillo del hotel. Ello no despierta el interés del portero, no parece hacerle ningún caso. Pero Ebedé sigue sin aparecer, no da señales de vida, ¿queda realmente alguna esperanza seria de volver a verla algún día…? Si su hipótesis, según la cual se ha visto forzado a dejar el hotel porque su relación con ella ha sido descubierta, es exacta, la misma obligación ha recaído sobre ella, tachada de cómplice. ¿Es posible que su amiga, al igual que él, haya sido expulsada del hotel y despedida? En tal caso, ya puede esperarla aquí hasta el día de año nuevo, de nada servirá.

Está muerto de hambre, extenuado, agotado por todos los líos y preocupaciones de la jornada, por haber estado todo el día pateándose la calle, tiene la cabeza vacía; presa del vértigo, se apoya en una pared. Sin embargo, se despabila: ¿qué podría hacer que aún no haya probado? ¿Organizar, por ejemplo, una diversión para distraer la atención del portero? Igual que los niños, que señalan con el índice la espalda del adversario o bien le lanzan ahí algún objeto: cuando el otro se da la vuelta para ver, entonces se le puede coger por sorpresa. ¿Qué estratagema podría emplear para divertir y despistar a ese guarda inabordable? Con una botella, un guijarro o una bolita de papel lanzada a sus pies, es poco probable: el tipo es demasiado desconfiado para una finta así… Tendrá que arriesgarse, esto ya lo ha aprendido; en esta ciudad, ¡no obtendrá nunca nada gratis…!

Con un suspiro amargo, junta todas las monedas que le quedan en el fondo del bolsillo, espera hasta un momento propicio, de mayor calma, sin tantas idas y venidas por la acera, y desde una cierta distancia las lanza con un gesto despreocupado a los pies del portero. Las moneditas caen sobre el embaldosado con un ruido cristalino, y además no se dispersan demasiado. El cálculo ha sido acertado: en efecto, el gordo se sobresalta, se agacha y estudia el fenómeno con curiosidad. Éste es el momento que Budai piensa aprovechar para colarse, rápido y desapercibido, en el edificio, por su lado, o mejor, por detrás de él.

Está ya a dos pasos de la puerta batiente y se ve ya casi dentro cuando aparece un nutrido grupo para salir, y es que las entradas y salidas se efectúan por la misma puerta, organización ésta bastante sorprendente para un hotel tan concurrido… Son muchos, numerosos jóvenes esbeltos, algunos de color, vestidos con sudaderas de un rojo vivo, armando jaleo en su ininteligible idioma, como en un rebaño; se ríen, se divierten. Seguramente son atletas como los que un día vio en el enorme estadio. Andan pisándose los talones, es imposible entrar a contracorriente, y en el tiempo de que pasen todos, los veinte o veinticinco que son, el corpulento cancerbero ha retomado la guardia con la misma vigilancia que un perro guardián.

Furioso y decepcionado, Budai pretende recoger las monedas para volver a intentar, si se tercia, la operación. Pero el portero ha plantado su descomunal zapato encima, en el lugar en que cayeron agrupadas, de manera que sólo logra recuperar las que han rodado más lejos. Pensando que el otro bromea, intenta apartar el pie del bromista, pero el tipo no tiene ni la más mínima intención de moverse del sitio. Toda la ira de Budai se concentra, entonces, en aquel tarugo: con todas sus fuerzas, le propina una patada en el tobillo. El portero emite un silbido estridente, Budai sale huyendo.

No puede aglutinar las ideas antes de la siguiente esquina, e identificar la causa de su pavor. El ruido del silbato ha rememorado seguramente en sus reflejos su aventura en la comisaría de policía, y resulta que no tiene ningunas ganas de volver allí. En efecto, es bastante probable que después de su incursión aquel imbécil haya llamado a la policía. Con todo, le queda una satisfacción, la de haberle arreado un soberbio puntapié, qué menos… para desahogarse. Tiene un sueño atroz, apenas se tiene en pie, el hambre es, si cabe, mayor, y no tiene sentido que piense en regresar al hotel esta noche. Y aun cuando pudiera acceder a cenar, no podría ya quedarse en su habitación ni conseguir otra para poder, por fin, dormir: ¡el portero responde de ello! A lo sumo, podría vagar por los pasillos o descansar en algún butacón del vestíbulo.

Su selfservice está abierto, da allí rápido algunos bocados. ¿Y ahora, qué? ¿Qué puede hacer, a dónde ir? Hasta ahora, por lo menos disponía de un confort, de un rincón de intimidad en el que podía refugiarse, darse un baño, descansar, ordenar las ideas. Pero ahora ya no tiene nada propio, e incluso el resto de su magro peculio ha zozobrado casi por entero bajo la suela del vigilante. ¿Dónde va a poder guarecerse? Aun suponiendo que, por milagro, encontrase otro hotel —aunque no ha visto ningún otro en ningún lado—, no lo admitirían sin pasaporte, sin documentación. ¿Y Diedié, cómo va encontrar a Ediedié…?

Llueve sin cesar, poco a poco el sombrero, el abrigo, los zapatos, se le van calando. Consigue llegar hasta la estación de metro, guiado sin duda por su instinto de conservación, buscando ponerse a cubierto del chaparrón; conoce bien el itinerario, de aquí salía para ir a descargar al mercado. Una vez abajo, escoge por costumbre la línea que hasta allí lleva, sería incapaz de elaborar otra idea, está demasiado débil.

Por la noche, en el mercado de abastos, el trabajo de los porteadores no disminuye en las rampas de carga, lo sabe por experiencia propia. Pero esta vez su intención no es la de trabajar, lo que busca es un rincón, una cubierta, un jergón en el que poder caerse muerto de fatiga. Como ha visto hacer a los otros vagabundos, que después de algunos tragos, una vez terminada la faena, se acurrucan en cualquier sitio resguardado… Encuentra enseguida un hueco relativamente confortable. En la parte de atrás, al final de la rampa, allí donde hay menos jaleo, detrás de una torre de cajas vacías apiladas y pegado a la pared, cabe por los pelos un hombre, sin ser visto desde fuera. Algunas sacas apartadas yacen ahí, sobre el hormigón: el reducto ha debido ya de cobijar a alguien. Tal cual está, mojado, enfangado, se deja caer en aquel lugar, se tapa con el abrigo mientras oye la lluvia, calado hasta los huesos, amasa y coloca una bola de trapos bajo su cabeza, obviando sus reflejos habituales de higiene. Las fuerzas le han abandonado hasta tal punto que ni tan sólo se da la vuelta, cae dormido en el acto. ^Le arde el cuerpo, cuando se despierta está tiritando, pero sólo a medias. La noche es cerrada, desde el exterior se filtran luces, ruidos de cargas y descargas, el zumbido de los camiones, el chirrido de las cintas mecánicas, no sabe si es aquella misma noche o ya la siguiente. Indudablemente tiene un fiebrón, ha cogido frío aguardando, empapado, durante horas, delante de la puerta del hotel, a menos de que tenga la gripe. Está transido de frío, acabará pillando una neumonía.

Nunca había llegado tan bajo desde que está aquí. Completamente abandonado, sin ningún médico ni medicamentos; en el estado en que se encuentra, sería incluso incapaz de arrastrarse hasta la clínica donde le arrancaron una muela. Desamparado en el fondo de su hoyo, al menos está tranquilo. Además, no desea ver a nadie, igual que un animal herido procura ocultar su mal. Se recoge en sí mismo hasta el hondón de su conciencia confusa. La enfermedad paraliza su cuerpo y su alma, la fiebre y el sudor lo devoran, es un suplicio. Debido al embrutecimiento de esa existencia vegetativa, sus funciones vitales y sus necesidades se ven reducidas, ello se corresponde con sus deseos, suponiendo que aún los tenga, ya que de todos modos no dispone de ningún medio para satisfacerlos. No tiene hambre, y tanto mejor pues carece de qué comer. Una taza de té aliviaría su garganta seca, su boca amarga, pero ¿dónde encontrarlo?… Procura evitar pensar en ello. Tiene, en cambio, otras necesidades más desagradables y que se vuelven acuciantes por momentos. De los tiempos en que venía aquí a trabajar ocasionalmente, recuerda que existen unas letrinas apestosas detrás del mercado, pero había quien se aliviaba sin ni tan sólo entrar, contra la pared exterior del edificio, dejándolo todo repugnante. Levantarse del jergón y llegar hasta aquel lugar se le hace, por el momento, superior a sus fuerzas. Sin embargo, en la medida en que quede en él un rescoldo de conciencia, será incapaz de ensuciarse encima.

Se dispone, pues, a reunir como pueda todas sus fuerzas: durante varios cuartos de hora enteros se da ánimos, gana tiempo, sin conseguir decidirse, de tan difícil que se le hace. Iras varios conatos fallidos, intenta por fin actuar, pero nada más sentarse le da un ataque de vértigo, se cae hacia atrás, pierde por un instante el conocimiento, se desvanece envuelto por una niebla de color púrpura. En cuanto vuelve en sí, lo prueba de nuevo, encarnizadamente, renegando. No puede resignarse al fracaso: si ahora claudica, está perdido.

Lo intenta con todo su empeño, y maldice tanto contra su impotencia que al final consigue ponerse en pie, a fuerza de puro empecinamiento. Cada paso es el fruto de un combate, avanza a tientas, pegado a la pared, como un ciego, luchando por cada metro, de vez en cuando las fuerzas le flaquean, entonces se agarra a lo primero que encuentra a fin de no desplomarse. Aun y así, en algún momento tiene que recobrar el aliento, se deja caer unas veces sobre una banasta, otras sobre una caja, y reemprende el avance pasados algunos minutos. Aquel corto trayecto de ida y vuelta dura más de una hora y agota todas las fuerzas de Budai, hasta la última reserva, hasta que consigue de nuevo dejarse caer sobre su miserable jergón.

Se debate, inmerso en un nebuloso crepúsculo, entre vigilia y sueño, ambos estados se confunden entre sí y, por momentos, se hacen incluso inseparables. De repente le parece ver unos ratones correteando entre sus piernas, pero no se asusta. Si esto ocurre de verdad, y dista mucho de ser imposible en aquel lugar, o bien si no es más que una treta de su imaginación, nunca lo sabrá. En aquel estado febril sueña sin parar. Su sueño más recurrente le permite por fin encontrarse con alguien con quien puede hablar, este episodio se repite incansablemente, tan sólo varían las circunstancias o los interlocutores. Con quien se encuentra más a menudo es con aquel compatriota suyo del loden, el del metro, en situaciones de lo más variadas. Y también se enfrenta con el portero gordo del hotel, se desliza en medio de los patinadores, aunque resulta más bien negado y torpón sobre el hielo. Luego, se ve de pasajero en un avión, en un tren, en un barco, e incluso a caballo por más que nunca haya practicado la equitación: al trote, por un terreno húmedo y arenoso, dejando detrás de la cola una larga fila de pisadas de cascos.

Sus recientes peregrinajes por la ciudad se mezclan con recuerdos de su país. Aquí donde está, incluso si lo buscaran, en cualquier caso no podrían ya encontrarlo, carece de domicilio y de dirección, se ha convertido en un vagabundo sin casa: ¿quién sabría indicar dónde encontrarlo? Esta es la única realidad a la que aún es sensible: ya no es sino una criatura perdida; llora por ello, solo en su reducto, detrás de las cajas, sobre unos sacos podridos. Su suerte le resultaría un grado menos intolerable de no ser por los vínculos: su familia, su trabajo, sus amigos, su perro. Evidentemente, a quién más echa en falta es a su mujer, es su compromiso más fuerte y sólido, llevan mucho tiempo viviendo juntos, en estrecha relación, ella es parte de sí mismo, el dolor que esté resintiendo en casa le duele a él con idéntica intensidad aquí. Si pudiera, se arrancaría el corazón.

No, no debe compadecerse de sí mismo, de esto está seguro aunque tirite de fiebre, a pesar de la niebla que enturbia su cerebro. Apiadarse de sí mismo no le llevaría a nada ya que, salvo él mismo, no tiene a nadie que lo compadezca: sería tan sólo un obstáculo más… Ha llegado a la posibilidad última, necesaria, aquella que en realidad estaba ya presente, por debajo de cada uno de sus pensamientos: en la situación actual no debería ya hacer nada salvo simplemente dejarse llevar, esperar a que el hilo delgado al que aún se agarra se le escurra entre los dedos, y se vaya a pique, se sumerja en una nada de dicha; para él, vista la situación en la que se encuentra, es realmente la solución fácil que se impone…

Rechaza la idea negándose incluso a considerarla en serio, siempre estará a tiempo de contemplarla, esa salida fatal quedará siempre abierta. De momento le repugna, no tanto el hecho en sí mismo cuanto la idea de la huida. En su desamparo, en los bajos fondos insondables de la enfermedad, sólo permanece en él una pasión: la obstinación; una cabezonería y encarnizamiento inconcebibles, y de hecho absurdos, para no dejarse doblegar, para no acabar cual perdedor. Apretar los dientes y proferir blasfemias, incluso en las horas de crisis, de un sufrimiento enorme, el combate para preservar aunque sólo sea un trocito minúsculo de conciencia, para no ceder ese trozo a la oscuridad absurda; no y mil veces no. Una especie de endurecimiento persistente, contumaz, una fe ciega, una fidelidad en definitiva ridícula, una complicidad poco razonable consigo mismo, ya que no puede contar con nadie más.

Más tarde, reaparece asimismo la imagen de Pepepé, en diversas situaciones pero siempre teñida de ansiedad y de remordimientos: no consigue perdonarse haberla pegado aquella noche. Esto lo acosa, es una idea fija; ¿es la razón por la cual ella no volvió a él? ¿Acaso, después de lo ocurrido, ella se lo tuvo en cuenta a pesar de todo…? En todo caso él no puede quedarse así, tiene que arreglarlo, hacer lo que pueda para darle explicaciones, para que lo perdone, para hacerle entender que está arrepentido. Entre otras, ésta es la razón por la que ha de curarse pronto, volver al hotel, encontrar a Bebebé, sin lo cual no podrá ni seguir viviendo aquí, ni abandonar el país.

Desconoce desde cuándo lleva ya pudriéndose en ese miserable escondite, su idea del tiempo se ha cuarteado en capas, los días y las noches se confunden. Cuando, de nuevo, se levanta y se tambalea con dificultad hacia las letrinas, ve el mercado vacío por dentro, las paradas, tiendas, puestos, están cerrados, las persianas, bajadas, reforzadas con barrotes de hierro y con candado, sin embargo, por los laterales, los operarios, máquinas y grúas continúan ruidosamente cargando. Dicho de otro modo, vuelve a ser domingo, como el día en que descubrió este lugar. Dado que lo echaron del hotel el viernes, ha debido de pasar aquí dos noches.

Se encuentra un poquitín mejor, seguramente le ha bajado un poco la fiebre. Se siente todavía demasiado débil para abandonar su nicho, la convalecencia le llevará aún un par o tres de días. Le ha vuelto el apetito, pero no tiene para echarse al diente más que alguna que otra manzana, abandonada medio podrida, que se habrán escapado de las cestas. Con la ayuda de los dientes procura recuperar las partes más menos comestibles, es bastante asqueroso pero ni lo piensa, mejor esto que nada.

Después de tantos días tiene muchas ganas de asearse. Completamente aturdido, vaga en busca de agua, al final descubre un grifo en el extremo opuesto de la rampa. Ante el mismo está formada una larguísima fila de hombres con sus fiambreras, cantimploras, e incluso con cubos. Se pone a la cola. Intenta adivinar quiénes son esas personas. ¿Comerciantes, clientes o porteadores ocasionales, como él? Y al momento la hilera se alarga a sus espaldas: cuando alcanza el grifo, no le queda tiempo ni tiene ánimo para hacer otra cosa más que beber, a falta de otro recipiente coloca las manos bajo el chorro, se enjuaga apresuradamente la boca, y ya los siguientes, que con su sola presencia es como si le pisasen los talones, lo empujan y lo fuerzan a alejarse.

Antes de regresar, escoge una hora tardía en que las tiendas del mercado están cerradas, sin que por ello se interrumpan las entregas de mercancía en los almacenes que dan a los laterales y a la parte de atrás, así como la retirada de cajas y embalajes vacíos que prosigue también día y noche. En efecto, hay menos gente donde el grifo, tan sólo cuatro o cinco borrachos, unos vagabundos; tras una corta espera, Budai puede estar ahí solo, sin ser molestado. El chorro es un poco más flojo y él no tiene jabón, sin embargo le da mucho gusto y le sienta de maravilla refrescarse las manos, la cara, el cuello, incluso dobla la cabeza bajo el agua fría a fin de enfriar su torturada frente, se rocía y se moja el cabello. Con mucho gusto se habría lavado el cuerpo entero, pero para qué hacerlo si después se verá obligado a ponerse la misma ropa sucia y totalmente sudada, prefiere pues abstenerse.

Con el tiempo, que es de gran ayuda, acaba por restablecerse, y dado que hay que comer y vivir, vuelve de nuevo a trabajar. Por suerte siempre hay algo que descargar, es más o menos libre para decidir el momento y la duración de su actividad, según la fuerza y las ganas que tenga. A la llegada de los transportes de víveres, puede birlar un poco, sus compañeros hacen lo propio, resulta imposible controlar: zanahorias, cebollas, frutas, legumbres crudas, pero también, de vez en cuando, chicharrones, una punta de salchicha, cuando el vigilante no mira. Y si necesita alguna otra cosa, aquí puede comprar lo que sea con su paga.

Su modo de vida se ha visto profundamente alterado en comparación con los días anteriores, una vez que la enfermedad ha pasado, su situación se ha hecho indudablemente aún más crítica, todavía más difícil de admitir. Las escasísimas pertenencias que procedían de su casa, en su país, se han quedado en el hotel, en particular sus cosas para la higiene. Por lo tanto, reviste una urgencia prioritaria conseguir jabón, un cepillo de dientes y pasta dentífrica; en el mercado venden: el dentífrico es azucarado, como la mayor parte de los alimentos locales. Útiles para afeitarse, no compra, son demasiado caros y necesitaría demasiadas cosas: hojas, cuchillas, una brocha y jabón o crema de afeitar; ¿y para quién, o para qué? En esta ciudad no ha pisado las barberías, a decir verdad ni se le ha ocurrido la idea, lleva una barba de ocho días, el pelo hirsuto, unas uñas largas y duras que han ido creciéndole tanto en las manos como en los pies. Carece de costurero, la ropa se le cae progresivamente hecha jirones, los botones van desertando, se le ha partido el cordón de un zapato, el abrigo y la chaqueta están con muchos rotos y manchas ya que vive, duerme y trabaja sin cambiarse. Un buen día, al alejarse un poco del mercado, le cuesta reconocerse en el espejo de un escaparate cuando un vagabundo barbudo y harapiento le devuelve su propia mirada. Sus ojos le dan particularmente miedo, la mirada sombría y despavorida, cansada y acorralada, en medio de un rostro amarillento, demacrado, esquelético, de hombre de las cavernas…

Lo que añora más es poder mudarse de ropa interior, la imposibilidad de cambiársela le crea un auténtico sufrimiento físico. Pero incluso si tuviera una muda, ¿dónde podría lavar, secar o incluso guardar la que se quitara? Sin tan siquiera hablar del precio de las prendas de vestir, todo es insolentemente caro, se percató de ello un día, ante las vitrinas de aquella tienda del extrarradio, adonde fue a parar en busca de un cine. No dispone, ni de lejos, de tanto dinero, tendría que trabajar durante mucho tiempo para reunir lo bastante, tiene que olvidar esta idea, de momento. Mientras tanto, no hay más remedio que tratar de hacer abstracción interiormente de todo cuanto ataña a la vestimenta… Lo mejor sería hacer lo mismo con su piel, con todo su cuerpo, en un estado de abandono total.

Además, se está asilvestrando, incluso su morriña empieza a difuminarse. En última instancia, ya ni cuenta desde cuánto hace que vive aquí. ¿Se acuerdan todavía de él, en algún lugar? Los suyos, ¿habrán renunciado a él, lo habrán dado por una causa perdida, o simplemente se han olvidado de él? Su antigua casa, su hogar, se transforman paso a paso en algo abstracto, en una nebulosa lejanía, lo único que queda de ello es la imperiosa necesidad de largarse de aquí. A dónde, por dónde, poco importa, pero salir de aquí, irse…

En cuanto empieza a encontrarse mejor, coge de nuevo el metro en dirección al hotel. Está prácticamente seguro de que no lo dejarán entrar, y esto es lo que efectivamente ocurre. El portero mazacote con su uniforme le impide una vez más el paso, haciendo una barrera con sus brazos: faltaría más, ¿por qué razón iba a permitir la entrada de un personaje andrajoso y aspecto derrotado, y si es un mendigo, tal vez con malas intenciones? Y esto, a menos de que se acuerde de él desde la última vez, cuando lo echó a patadas del hotel y le negó totalmente la posibilidad de volver a poner los pies en él… Hoy Budai está más fatigado que aquel día, menos valeroso, se contenta con un par o tres de intentos vacilantes. El portero está al acecho, nada más aparecer Budai, tapa mecánicamente la entrada. Al mismo tiempo murmura alguna cosa bajo su nariz espesa y carnosa, como si le hablara. Budai intenta acercarse e inclinarse más hacia él para descifrar lo que dice, y oye algo así como:

—Paratachara… Kiripi laba parazara… paratachara…

Es decir que ese tipo está soltando el mismo discurso que con anterioridad, cuando Budai le encargó que le pidiese un taxi, lo cual más adelante, durante sus estudios lingüísticos, identificó en tanto que fórmulas de saludo. ¿Se equivocaría? Porque, a decir verdad, es bastante poco probable que, al tiempo que le impide entrar, ese portero le dirija frases educadas… Otra posibilidad es que la expresión proferida sea equívoca, y que unas veces signifique ¡Bienvenido!, y otras, ¡Váyase a la porra!, según el momento. Ambigüedades tales existen, por ejemplo, en latín, cuando el mismo adjetivo altus puede significar alto o profundo, o bien sacer, que indica a la vez sagrado y maldito, sentidos absolutamente contradictorios.

En su actual situación, el hotel, visto así desde el exterior, se parece al paraíso perdido. Con una profunda nostalgia recuerda, aunque ya casi no puede, que un día, aquí, una habitación que era la suya le esperaba, tenía la cama hecha, un escritorio, un cuarto de baño, un lavabo y una ducha. Y que todos los días podía ver a Ededé… ¿Estará dentro, sigue subiendo y bajando en el ascensor, apretando los botones? Si la relación entre ellos se descubrió, tal y como él cree, y si aquí se considera que es un pecado capital, entonces la búsqueda en el hotel será vana, habrá sufrido represalias. Con el aspecto que hoy tiene, le avergonzaría, en verdad, encontrársela de cara.

Las fuerzas le flaquean, su alma no es ya más que un desierto estéril, no tiene ganas de ponerse a jugar de nuevo al gato y al ratón con aquel pelele engreído. Aguarda aún algunos instantes cerca de la puerta, pero no sobreviene ninguna nueva circunstancia, y no se le ocurre ninguna astucia o idea interesante para poder entrar. Además, no está del todo seguro de que prefiera realmente estar adentro. Al rato, con indecisión, se encamina de nuevo en dirección a la estación de metro. Desde la última vez que estuvo en el barrio, el rascacielos en construcción ha crecido dos pisos más, van por el setenta y siete.

Reconoce ya algunas caras de los porteadores del mercado; no desea ahondar más en ese conocimiento. Además, los hombres cambian muy a menudo, caras nuevas aparecen en los puntos de carga; es curioso que haya aquí bastante más gente de color. Es evidente que carecen de domicilio, y como él, permanecen todo el tiempo aquí, de noche o cuando sea se acuestan donde pueden, sobre fardos, pilas de carbón, o simplemente contra una pared, con frecuencia medianamente ebrios. Cuando un policía cruza por la rampa de carga y los avista, los despierta y los echa fuera; por suerte el escondrijo de Budai aún no ha sido descubierto. Después de cada batida policial, cada uno vuelve a echarse en el mismo lugar.

Ahora, él también, una vez termina el trabajo, se mete en el barucho de la calle de al lado. Se ha acostumbrado aposta, ello forma más parte de su modo de vida actual que una camisa limpia; ya no tiene dónde lavarse como es debido. En lo material, ha de elegir: o bien ahorra para ropa interior, o bien le da para beber, y con toda serenidad y tras reflexionar, opta por la bebida ya que sin alcohol la existencia se le hace totalmente insoportable.

Por lo general el bar está de bote en bote, sin embargo sólo sirven un par o tres de bebidas distintas. El no encuentra diferencias sustanciales en ellas: es ese líquido meloso y almibarado, de sabor tirando a nauseabundo, que se despacha en todas partes, y, según él, con una elevada tasa de alcohol. Frecuentan ese local sucio, mal ventilado, ruidoso y lleno de humo, sobre todo los fijos del mercado, algunos porteadores ocasionales y otros elementos miserables de los bajos fondos, así como algunas mujeres licenciosas, personajes femeniles desastrados y dudosos. Los clientes se tiran a menudo horas frente a la barra, con un vaso en la mano, regodeándose en una palabrería complicada, aunque Budai tiene la sospecha de que no siempre se entienden incluso entre ellos, y, a la manera de los borrachos, trompetea cada uno de ellos su partitura solitaria.

Las discusiones se salen a veces de madre y degeneran, de golpe, en peleas tempestuosas, hasta riñas tumultuarias. En esas ocasiones, el camarero, un tipo negro y bien plantado, con la cabeza rapada y un delantal de color verde, hace ahuecar sin ningún miramiento a los agitadores.

Budai disfruta con los sucesos anecdóticos de la taberna, lo ayudan a pasar el tiempo. Habitualmente se queda allí y bebe hasta que se le acaba el dinero, hasta quedar totalmente mareado y embotado, hasta que se le enturbian y ofuscan las ideas, hasta que ya no siente nada, hasta el límite extremo en que ya sólo puede arrastrarse hasta su agujero y dormirse. Por la mañana se despierta con una resaca de órdago, le duele la cabeza, tiene la boca pastosa y le arde el estómago, lo cual no le impide volver a la taberna por la noche.

Sin embargo, tiene los nervios destrozados, vive constantemente como recalentado, en un estado de tensión extrema. Frente a un transeúnte o a cualquiera, por un quítame ahí esas pajas o sencillamente porque le repugne su aspecto, le da de repente un ataque de violencia, de furia, y aunque sepa que es de idiotas y que no tiene sentido, es superior a él: el mundo se ensombrece a su alrededor, odia y maldice a la persona de que se trate, se dispone a matarla o, al menos, a abofetearla y hartarse con ella a patadas. Por ejemplo, en el mercado, observa un día a un joven delgado y elegante, de piel mestiza, vestido a la moda, que lleva unas cadenas en el cuello y en la muñeca, y masca chicle, los músculos de la mandíbula le funcionan de forma cadenciosa. La visión de aquel presumido de delicada osamenta, con un aire de estar preocupado por su masticación, provoca una cólera tal en Budai que, si no temiese por las consecuencias, le aplastaría el puño en la cara, lo golpearía con gusto hasta matarlo. Cuando vuelve a pensar en ello, incluso algunos días más tarde, se pone enfermo del asco que le produce.

Los viejos, los enfermos, los más débiles avivan en especial esa ira, es injusto y perverso, se da perfecta cuenta de ello, pero es incapaz de dominarse. Una vez se encuentra su sotabanco ocupado por un abortijo esmirriado, durmiendo allí: de pelo blanco, escuálido, apenas levanta un palmo más que un chaval y lleva un mono de trabajo zurcido. La sangre se le sube rápidamente a la cabeza, lo agarra violentamente, sacude y empuja al desgraciado e indefenso, que ni tan siquiera opone resistencia… Más tarde, lleno de remordimientos, se lanza en su búsqueda por los alrededores con la intención de invitarlo a beber a modo de consuelo, pero no consigue encontrarlo, ha desaparecido sin dejar huella, al igual que tantos otros con los que ya se ha cruzado.

A partir de entonces, en cualquier sitio al que vaya a parar en la ciudad, cruza adrede la calzada con el semáforo en rojo, esparce las basuras, patea aposta los parterres de llores, y, de una manera general, procura por instinto revolucionario infringir el mayor número posible de prohibiciones: considera que las leyes y normativa locales no le son de aplicación, él no es de aquí, aquí es un extranjero, un enemigo. Si en medio de la circulación tumultuosa es empujado, lo cual ocurre evidentemente con mucha frecuencia, devuelve de forma solapada los golpes, con manos y puños, o, si no lo logra, persigue al causante de forma encarnizada, lo pilla y se venga de la agresión. Todos los objetos que caen entre sus manos, los mancilla, los destroza o los rompe: el día en que por casualidad da con una cabina de teléfonos medio abandonada, arranca el teléfono; derriba los contenedores dispuestos en fila que hay delante de las puertas para que las inmundicias recubran las aceras; aprovecha la oscuridad del crepúsculo para lanzar piedras a las ventanas y romper los cristales; apunta con deleite hacia las farolas del alumbrado público.

Al mismo tiempo no abandona en absoluto sus incursiones, sale cada vez a dar una vuelta en una dirección distinta, a partir del mercado central. Todavía no ha perdido la esperanza de ver en algún sitio una estación de tren, una estafeta de correos o un banco, una agencia de viajes o una compañía aérea, o bien una oficina de turismo, o la de cruzarse tal vez con un compatriota como aquel hombre del loden que llevaba en la mano aquella revista, Vida teatral, o con alguien con quien pudiera entenderse en alguna de las múltiples lenguas que conoce… Algunas veces cree estar tan cerca de ello, le parece que es tan factible, que no le sorprendería en absoluto toparse con esa persona a la vuelta de la esquina. En otros momentos, presa de desesperación, está dispuesto a hacer alguna concesión: se aviene a permanecer en la ciudad un año más o dos, incluso cinco a diez, con la condición de tener la seguridad de que después podrá regresar a casa. Con la condición de que pueda ir descontando los días, las semanas, los meses, que le queden.

O entonces, ¿es que no hay posibilidad de vuelta atrás? ¿Es ésta su última estación, la Última Thule de los antiguos, en la que habrá de claudicar, con independencia de cuál hubiera sido su destino, Helsinki o cualquier otro, y donde, tarde o temprano, todos los hombres van a parar?

La primavera llega de un día para otro. Cuando, por la mañana, Budai abre los ojos, un haz de luz contrastado y oblicuo ilumina su retiro. El tiempo cubierto y desapacible ha sido tan constante que, en un primer momento, Budai cree que se trata de un proyector, y tan sólo poco a poco va identificando, al tiempo que se le alegra el corazón, el cálido rayo de sol.

Se respira en el ambiente como una excitación desconocida. Por las inmediaciones del mercado andan todavía vagando algunos perros, que aquel día parecen también más animados de lo habitual: corren, ladran, lloriquean, aúllan y se pelean por un pedazo de carne correosa del que se habían olvidado. Un tenue optimismo invade la rampa de carga y descarga, se suspenden las operaciones de carga. Se oye una música a lo lejos, tambores y címbalos, el son de unas trompetas.

Se dirige hacia allá, atraído por el chinchín de la música, al poco llega a una ancha avenida que, en sus peregrinaciones anteriores, ha procurado cuidadosamente evitar. En esta ocasión está a rebosar de gente, más que de costumbre, hay mirones en ambas aceras y una muchedumbre incalculable y movediza que forma un cortejo en la calzada.

Niños en edad escolar, chicos y chicas, desfilan con impermeables o bien con uniformes abigarrados, haciendo juegos malabares con varillas y plumas de colores; son blancos, amarillos, negros, del color del café con leche, forman unas unidades homogéneas, y a veces mezcladas. Algunos grupos desfilan a paso de baile, otros, en patines de ruedas o lanzándose balones o pelotas. Llevan banderas, pancartas y banderolas, con inscripciones ilegibles. Y también imágenes, unos dibujos cuyo significado es, para Budai, imposible de descifrar: escudos de armas, insignias, decorados con diversos elementos, ya sean caricaturas, carneros, zorros o unas aves con cabeza humana, ya sea un mono que gesticula con un matamoscas en la mano, una anciana que se cae de un árbol, un gordinflón, bajo cuyo peso el hielo se cuartea, o un lactante de rostro arrugado, al que le han rapado la cabeza: ¿qué representan estas imágenes, de qué, de quién, son una sátira? Les siguen los tambores, un equipo de muchachas vestidas de lentejuelas plateadas, cada una de ellas con un tambor, unos cobradores, como los del metro, de uniforme oscuro, tocando la corneta. Y también una fanfarria, toda ella de bomberos con casco rojo, seguidos por unos coches pintados de rojo que avanzan al paso, con la tripulación al completo y la escalera a bordo.

Pasan jinetes al trote, y luego, unos sepultureros con botas negras y cuellos negros, y zumbando, unos motoristas con mono monocolor de cuerpo entero. Budai tiene ocasión de preguntarse una vez más a qué organización pertenecerán. Asimismo, unos camiones cargados de niños que agitan unas banderitas gritando eslóganes con sus voces agudas. Detrás de ellos desfila, remolcado, un objeto gigantesco y apaisado, de unos cuarenta metros de largo, forma cilíndrica, pintado de gris, a cuyo paso el público se extasía, pero él sólo puede distraerse con acertijos: ¿será una bomba, un torpedo, un cohete, un satélite espacial? Detrás, más músicos, unos percusionistas pertrechados con unos instrumentos que parecen xilófonos o bien vibráfonos, unos coros ambulantes que unas veces se apelotonan y se pisan, otras, echan de nuevo a andar. Les sigue una mujer de edad madura, aislada, regordeta, con un vestido amarillo chillón y un sombrero también amarillo, adornado con flores; también a ella la aplauden y ovacionan cuando saluda con una sonrisa hacia la izquierda, primero, y luego hacia la derecha, mientras desfila. Unos enfermeros con sus batas blancas pasan empujando a unos minusválidos en silla de ruedas, otros inválidos andan cojeando con muletas, y otros más pasan transportados en camillas.

Y la cosa no acaba aquí; desfilan todo tipo de fenómenos, deportistas, ciclistas, halterófilos de prominente musculatura, acróbatas, payasos, gentes disfrazadas; pero todo aquello no debe de suponer más que una ínfima parte de la parafernalia ya que la cabalgata parece proceder de varios itinerarios… El más sorprendente es el grupo más nutrido: unos presos con el traje a rayas de presidiario, las muñecas esposadas sobre el vientre, cabizbajos; los guardianes forman una especie de servicio de orden, a ambos lados, y llevan la misma cazadora de tela marrón que los motoristas de antes; aquel insólito desfile parece no tener fin; a los hombres, les siguen las mujeres con atavíos similares, y luego los niños, incluso lo más chiquillos, niños y niñas de ocho o diez años, también con el atuendo de condenado a trabajos forzosos y esposados. ¿Son realmente presos? ¿Incluso los niños? En tal caso, ¿adónde los llevan? O entonces, ¿no será que van todos disfrazados, que es una representación teatral, o tal vez una manifestación? Pero, ¿contra qué? Los guardianes, muy relajados, se ríen con el arma al cinto, saludan a los espectadores, que les devuelven el saludo.

Desde lejos se aproximan unos murmullos que anuncian el espectáculo siguiente: nubes de pájaros revoloteando en círculo sobre la avenida. Únicamente mucho más tarde puede descubrirse qué es: un camión de gran tonelaje va cargado con pajareras apiladas formando pirámides, y a medida que el vehículo avanza, las pajareras se van abriendo de una en una, soltando unas bandadas de pájaros que parecen bailar el vals provocando un ruido de frufrú. No son palomas parecen más bien estorninos, que forman unos hervideros dé aves parleras, cantoras, como si estuviesen cotilleando sobre la alegría de haber recobrado la libertad, se lanzan al asalto de los cables eléctricos, pían a voz en pecho, y de repente levantan el vuelo en un cielo azul sin límites… Esta atracción es la que tiene mayor éxito, es jaleada con gritos de alegría, y Budai, encantado y con el alma henchida, aguarda a los números siguientes.

Sin embargo, el aspecto de la manifestación no tarda en cambiar. Cuatro ancianos de traje oscuro, lúgubres, barbudos, avanzan con paso ceremonioso, lento y compungido y les siguen las configuraciones anteriores, ahora ya transformadas en una marejada de colores, deslavazada, que pasa zumbando: un río interminable formado por el pueblo llano, como guiado por los venerables sabios de la ciudad Los curiosos afluyen igualmente desde las aceras laterales hacia la calzada, se mezclan con los que marchan, incrementando más, si cabe, el desbordante caudal. A su paso arrastran a Budai, de hecho él se habría sumado gustoso, por voluntad propia.

Una multitud a rebosar parece que ha empezado a fluir y a arremolinarse bajo su propio peso, no se ve ni dónde empieza ni dónde acaba, y además de Budai, hay probablemente otros, aunque no todos, claro está, que no saben a ciencia cierta ni hacia dónde ni con qué fin andan dando tumbos. Por aquí y por allá se izan banderolas o pancartas por encima de las cabezas, la gente grita eslóganes, retumban unos coros esporádicos de recitadores, en algunos lugares entonan simultáneamente diferentes cánticos. Cerca de Budai, un demagogo en chándal, de piel morena como un gitano y bañado en sudor, se desgañita ante un altavoz de cartón inmiscuyéndose en la cacofonía general. Un poco más lejos, un rebaño femenil, unas mujeres y muchachas, retozan y andan a la greña. Incluso a él lo provocan, una de ellas no para de hacerle cosquillas en el cuello, riéndose, con un ramo de plumas de colores. Por momentos, igual que borrascas, unas olas coléricas surcan las hileras de los que marchan en fila.

Toda esta marea confusa e interminable va a desembocar a una inmensa plaza redonda, a la que habrán ido a parar otras corrientes humanas, venidas de todas partes, ya que se halla completamente abarrotada. En el centro, una fuente, un elefante de piedra que se supone que ha de verter agua por el caño de la trompa. Tiene la impresión de haber ya visto aquella estatua en el curso de otras salidas, pero de momento la fuente está parada. Allí en la peana, al lado del elefante, un joven con la melena al viento se cuelga de la trompa de piedra y vocifera. Lleva una camisa negra abotonada y perora enérgicamente: a juzgar por su discurso puntuado con gestos rítmicos y por la asonancia de las palabras, debe de estar recitando versos. La muchedumbre lo sigue con una agitación grácil y bulliciosa, aprueba sus palabras, algunos corean con el orador las partes repetitivas o los estribillos, todo esto suponiendo que Budai no esté entendiendo al revés todo lo que acontece a su alrededor. El cabecilla de camisa negra se acalora cada vez más, golpea el aire como si quisiera darle puñetazos, alza la mano hacia el cielo como si prestase juramento, cierra los ojos… Cuando concluye, lo aplauden, lo ovacionan, y salta al suelo.

Pero de inmediato se aúpa otro en su lugar, un hombre de cierta edad, escuchimizado y frágil, con el bigote blanco y un curioso pelo gris. Es claro y manifiesto que está temblando, le cuesta tenerse en pie, otros dos lo sostienen, la voz se le estremece debido a la emoción, sus protuberantes mejillas y frente abultada se vuelven de color escarlata en cuanto procede a la lectura tímida y entrecortada de un papel. La plaza permanece en silencio, la multitud escucha con recogimiento a ese viejo que goza manifiestamente de la consideración general. Y tan sólo cuando hace alguna que otra pausa y levanta la mirada, estalla una aprobación de indignación: al parecer lee reivindicaciones o protestas. Además, la emoción de hablar en público le resulta tan agotadora que le falla la voz, es ya casi un murmullo, el hombre acalla con su pañuelo un ataque de tos, con los mofletes enrojecidos, y al final tienen que ayudarlo a bajar y acompañarlo.

Un negrito retaco, con bombín, chaqueta de pata de gallo y un chaleco que no le llega al ombligo, se encarama al púlpito aunque profiere tan sólo entre seis y ocho palabras, y concluye con una mueca irónica, dando golpecitos a la trompa del elefante con la palma de la mano. Ha debido de decir alguna cosa irresistiblemente divertida ya que el éxito es explosivo, el público irrumpe en carcajadas. No quieren dejarlo que se baje, y el negro se doblega en todas las direcciones, repite algunas muecas a guisa de agradecimiento por las ovaciones. El propio Budai se desternilla de la risa de tan original que es la escena.

El orador siguiente es un tipo blandengue, barbilampiño y con gafas. Nada más comenzar, es recibido con abucheos y protestas; espera un poco a que se calmen los ánimos, y empieza de nuevo. Parece como si estuviera dando explicaciones, se burlan de él, le manifiestan su desaprobación, mientras el hombre insiste para que, por lo menos, lo escuchen. Al final es ya como una súplica, pero ello no hace sino irritar más a la muchedumbre. Le lanzan invectivas, gritos, blanden hacia él puños amenazantes para hacerlo callar, le arrojan botellas vacías: la voz se le ahoga en medio de un concierto de silbidos. Incluso el propio Budai está harto de la pesada insistencia de aquel gafitas, se pone a gritar, para su sorpresa, a voz en cuello:

—¡Fuera! ¡Basta ya…! ¿Por qué ha de fastidiarnos, el tiparraco éste? Que le den una patada en el culo, ¡ya lo hemos visto de sobras…!

Finalmente, unos adolescentes arrancan sencillamente al tipo del pedestal de la estatua, y lo expulsan de malos modos; tiene suerte de salir incólume.

Vienen luego varios oradores más, en particular aquella hembra corpulenta, vestida de amarillo, que a Budai ya le ha llamado la atención en el desfile. Comparece ahora con un cesto en el brazo, del que saca unas insignias y escarapelas que lanza al vuelo. La gente se precipita para recogerlas, casi se pelean para conseguir una. Budai se halla, por desgracia, demasiado lejos. Lo único que alcanza a ver es que son unos chismes de color negro con lunares rojos, o bien de color rojo con lunares negros, que parecen unas mariquitas. La mujer se prende uno de esos objetos en el pecho, y el gesto provoca la embriaguez de toda la asamblea, que la aclama con admiración, con pasión, repiqueteando sobre el adoquinado. Y la multitud arranca a cantar de nuevo, al unísono.

Más tarde aparece un eclesiástico, con toga y bonete, parecido al que vio oficiar en una iglesia, desde la linterna de una cúpula. El sacerdote extiende un pendón a rayas rojas y negras, igual que en las insignias, con un pájaro estilizado en el centro, con las alas desplegadas —¿tal vez un estornino?—. La tela es tan ancha y tan grande que le cuesta sostenerla a él solo, de manera que dos asistentes le ayudan a extenderla por los extremos. El sacerdote murmura una breve invocación, tras la cual le colocan un incensario en las manos, que zarandea en dirección a la bandera, lo columpia, envuelto en una humareda blanca con la textura de un encaje, lo bendice y santifica… El pueblo lo observa con el recogimiento propio de la emoción. Muchos son los que dejan caer unas lágrimas, y rodos los que pueden acercarse besan con religiosidad los flecos del pendón, se arrodillan en señal de veneración e incluso se prosternan ante él.

Suenan a la vez unas sirenas procedentes de varios puntos; ¿quizá ambulancias? ¿Bomberos? ¿Policía? Entonces, toda aquella aglomeración de gente se estremece, se desperdiga en todas direcciones, inunda de nuevo las calles adyacentes. La corriente que arrastra a Budai cruza por el umbral de una puerta muy abierta de una torre almenada que está allí al lado y por la que suelen pasar los coches. Por el camino, en todas partes, uno tras otro, los comerciantes bajan con estruendo las persianas de hierro de sus tiendas. Los transportes están paralizados, autobuses y coches han hallado aparcamiento a lo largo de las aceras, los pasajeros se han apeado y se suman paulatinamente al cortejo. A lo lejos se oye un repicar de campanas, suena sin parar una corneta, como en las fábricas cuando se anuncia el cambio de turno.

De pronto se da cuenta de que están a los pies del rascacielos del que tantas veces ha contado los pisos. Pero, en esta ocasión, no se le ocurre perder el tiempo en eso. Al aproximarse la multitud, los obreros están ya de todos modos bajando de las plantas, ya sea por las escaleras, ya por los montacargas, las máquinas y las grúas se detienen, el esqueleto de acero, las paredes, los andamios, se quedan vacíos. Aquellos hombres, tal cual van, con sus monos de trabajo manchados de pintura y sus sombreros de papel en la cabeza, se suman a los demás, aumentando con su afluencia el ondulante tropel de gente; ¿esto qué es, una huelga general…?

Las paredes están recubiertas de carteles recientes, todavía húmedos, con unos titulares enormes, y frente a ellos, un gentío atareado en su lectura, discutiendo entre sí. Estas gentes se ven igualmente absorbidas por la corriente, al igual que los que salen de las casas; las escaleras del metro, bordeadas de rampas amarillas, esta vez no hacen más que escupir gente hacia fuera. A la vez, una voz de megáfono ronca y voluble emite desde algún lugar unas estridentes señales sonoras, como si estuviera dando instrucciones acuciantes. Aquello desagrada a los manifestantes, se muestran descontentos, se resisten, bloquean la marcha, lo cual provoca un atasco y empujones. Por si fuera poco, en el cruce siguiente afluye otra corriente humana, provocando la formación de remolinos, las filas se entremezclan, topan entre sí, la gente se pisotea en medio del desorden creado. En lo alto, el megáfono no para de graznar.

Súbitamente el corazón de Budai deja de latir: en la acera de enfrente cree haber reconocido a Epepé. La visión dura a lo sumo un segundo o tal vez menos, el instante de la aparición en medio de aquella tupida marabunta, el pelo rubio, el vestidito azul. Aquel cabello, aquel vestido… ¿habrá sido un engaño, y la visión que le era familiar es tan sólo un espejismo? Porque la imagen apenas semejante ha desaparecido al momento, y a pesar de todos los esfuerzos que despliega Budai para aproximarse a ella, no consigue verla de nuevo, ni a ella ni a nada que se le parezca; está claro que aquella a la que busca ha sido, mientras tanto, también arrastrada.

Pero esta vez el fracaso no lo desalienta, no abandona ni por un instante la esperanza de que, en otra ocasión, el azar, tan versátil, los reunirá de nuevo en algún lugar. Al contrario, ahora rebosa de optimismo, de ganas de actuar, de participar sin rodeos en todos aquellos acontecimientos: ir allá donde van los demás, hacer lo mismo que ellos, compartir su suerte y su destino, respaldar su causa, comprometerse a fondo con ella.

Incluso intenta aprenderse sus canciones. Oye muy a menudo cómo entonan una marcha de ritmo incendiario: la melodía primero, y luego la letra, se le queda más o menos grabada en el oído, en la medida en que, en boca del coro de la calle, alcanza a comprender más o menos lo que sigue: zz¡Chetét topa debeté, Etek glu trifefé, Bidiuti niemelaga, Petitié!

La última palabra se pronuncia corta, como un chasquido, un grito de ira o de alegría. Esta cancioncilla se repite muchísimas veces, hasta la saciedad, como si los enojados cantores quisieran incordiar o amenazar a alguien, ¿o es tal vez una canción hasta ahora prohibida? Un joven huesudo y de cabellera abundante parece afanarse de manera especial: si otros bajan el tono, el redobla el suyo de intensidad, marca el ritmo con sus largos brazos hasta conseguir que su entorno lo siga. Al final, la multitud parece bastante arrebatada con su propia voz, tienen todos la sensación —Budai también— de que están entendiendo una cosa importante. Esta radiante certeza chisporrotea y se propaga entre ellos, la certeza de que así, unidos todos, son más fuertes que nadie, son invencibles, nadie puede cortarles el camino; ello refuerza su alegría, personas desconocidas entre sí confraternizan y se abrazan y besan, bailando juntas, arrebatadas, igual que si estuviesen casi volando por los aires.

Al lado de Budai, una muchacha con un vestido plateado, el cabello negro y crespo y la piel dorada, toca el tambor; debía de pertenecer, al inicio, al grupo que desfiló en formación, en el que había muchas chicas vestidas igual que ella, y que, más tarde, se mezclaron con la multitud. No pasará de los quince, tamborilea con un ardor incansable; en su rostro se puede leer un éxtasis exaltado, casi un trance, destacan en ella unos ojos claros y una mirada que se pierde en las alturas, en una lejanía indefinible. Budai no puede sino pensar que esta chiquilla, llegado el caso, ofrecería sin lugar a dudas incluso su vida, sin dudarlo.

No lejos de allí están ya levantando una barricada. Han arrancado adoquines, sacan muebles de las casas más cercanas, hasta un aparador y un piano, esparcen arena y guijarros; todo este material se dispone y se compacta formando un montículo alto y ancho, con una bandera plantada en la cima.

En la esquina siguiente, la calle lateral está cortada por unos hombres uniformados, una vez más con aquellas cazadoras de tela de barco; van armados y están apostados en línea. El grueso de la multitud pasa a su lado, pero un equipo de muchachas comienza a meterse con ellos. No dudan en acercárseles bailando y dando palmas, se niegan a obedecer al comandante de aquella unidad, que les grita que despejen el terreno, colocan a hurtadillas flores en los tocados de los muchachos, y cuando éstos levantan los fusiles, también en los cañones. La escena anima a otras personas, que los rodean, les ofrecen cigarrillos, los abrazan tanto de cara como por la espalda, que dan palmaditas en el hombro y apretones de manos a aquellos soldados, les explican cosas con vehemencia y una sonrisa. En medio de esa gran confraternización, en el espacio de dos minutos, la unidad queda desarmada. Se quita el cordón que había formado en la calle lateral, la masa de gente puede adentrarse por ahí, también Budai. El orden de batalla de la línea se ve dislocado, además, la mayor parte de los soldados se une a los manifestantes, los de las cazadoras ahora marchan, ríen y cantan con la demás gente. Por aquí y por allá aparece un civil con un fusil hurtado.

Al punto, en una calle minúscula y estrecha se funden en una confusión con un ruido de escándalo, que de todos modos ya invadía la calzada. Al lado, en la fachada de un enorme edificio gris sin ningún carácter, en las cuatro plantas, las ventanas están abarrotadas de curiosos, además, en las casas de enfrente, más pequeñas, pulula también, como si fuesen hormigueros, gente que entra y sale en un trasiego incesante. Budai intenta avanzar, ve entonces que la puerta del edificio gris está cerrada, los pesados batientes de hierro siguen atrancados y asegurados con barras y aldabas. Un carro de combate oruga se cuadra delante de la entrada, cerrando el paso con su imponente mole de acero.

Del otro lado, unos obreros están montando un altavoz en una de las ventanas del primer piso, con el pabellón dirigido hacia la calle. Abajo, la muchedumbre, un poco más calmada aunque observando aquella actividad con un recelo evidente, los jalea con expresiones irónicas. Un chisporroteo indica que el altavoz ha sido conectado, la instalación se recalienta, silba, rasca. Cuando los parásitos cesan, se oye un febril piar femenino seguido de una pausa, unos segundos de un silencio grave, y después, el sonido de un gong. Finalmente una voz masculina grave y hueca anuncia con lentitud y solemnidad:

—Chetenchá…

Esta primera palabra provoca ya una decepción: es recibida con gestos de irritación, silbidos, gruñidos. Incluso aquí, en el balcón, su vecina, aquella grácil muchacha negra que tenía el codo apoyado en la barandilla, blande ahora el puño encolerizada. La misma voz sigue perorando, esta vez con una ligera incertidumbre:

—Chetenchó…

No puede proseguir de tan fuerte que estalla la desaprobación, con una fuerza primaria. Un ladrillo sale volando en plena calle, lo han debido de arrojar desde la casa en la que se encuentra Budai; alcanza sólo hasta la pared del edificio gris, se desmenuza y cae al suelo. El segundo, en cambio, toca el marco de una ventana, y un tercero da al pabellón, se estrella contra él: el altavoz enmudece. Del otro lado, todas las ventanas se vacían de sopetón, los mirones se esfuman. Delante del porche, el tanque empieza a rugir, da media vuelta sobre su eje por medio de la oruga, en su torrera blindada se erige, amenazante, el cañón. Los peatones salen corriendo, pero tan sólo unos metros, pues se paran cerca del carro, mirando en dirección de su tripulación invisible, y los del brazo en alto como para prestar juramento declaman en coro. Entonces, vuelven a cantar la marcha:

Chetct topa debeté, Etek glu tri fefé…

No obstante, no para de llover ladrillos y Budai, impelido más lejos ya que es un culo de mal asiento, al bajar por las escaleras ve en el patio unos impresionantes montones de ladrillos, munición de reserva para los asaltantes, que se la pasan en cadena hasta los pisos de la casa y luego, en dirección a las ventanas que dan a la calle.

Cuando regresa a la calle, unos camiones atestados de hombres uniformados aparecen justamente a la vuelta de la esquina. Se acercan al paso, tocando la bocina, penetran en la masa humana, que les abre paso con reticencia. Un hombre alto, de aspecto rígido, salta al techo de la cabina de pilotaje del primer vehículo, debe de ser un oficial aunque lleve la misma cazadora que los demás, sin ningún signo distintivo. Su voz de bronce, acostumbrada a dar órdenes, una voz bien articulada, resuena, llega lejos y se destaca en medio del guirigay. Su discurso es breve, imperativo, militar y dirimente, sus brazos describen un movimiento como el de segar el aire con firmeza y determinación: hace probablemente un llamamiento a que los perturbadores se dispersen. Lo abuchean, a él también, echándole pullas mordaces e impacientes, sale incluso volando un ladrillo en dirección a él. Aun cuando, por poco, no le da, el oficial no muestra ninguna emoción, lanza una mirada de desprecio hacia los que lo han arrojado y se baja del techo de la cabina con aire de malos augurios.

Los hombres de las cazadoras saltan de los camiones, instalan en todo el ancho de la calle una barrera, y empiezan a acuciar y a empujar a la muchedumbre. Pero se hallan en tal estado de inferioridad numérica patente, que con la sola fuerza física no consiguen salirse con la suya, incluso después de varios intentos. Entonces, para dispersarla, agarran una manga de bombero y barren con el chorro de agua a derecha e izquierda; los de delante, que resultan los más afectados, intentan, chorreando, situarse atrás. Pero un ladrillo bien dirigido golpea la mano del soldado que aguanta la manguera, llegando incluso a tocar el extremo del tubo.

Recurren entonces a granadas de humo, con mayor éxito: el pueblo se desmiembra, retrocede, huye por piernas de la blanca humareda de las explosiones. Aunque el humo no se esparce hasta donde está Budai, se ve arrastrado por el movimiento de fuga generalizada. Se mete por una calle lateral y corre hasta la siguiente esquina bordeando la verja de un parque.

En cuanto recobra aliento, ve que hay una persiana de hierro medio bajada, por detrás de la cual se escurre mucha gente. Se acerca a mirar, por curiosidad: una escalera iluminada por bombillas a vista baja hasta un local, en el sótano, caldeado y que huele a cáñamo. Según parece ha ido a parar al almacén de una tienda de cuerdas y entoldados: por todas partes hay unos sacos bien plegados que llegan hasta el techo, rollos de tela, cuerda enrollada formando madejas, unos estantes cargados con innumerables ovillos de cordel, todos prácticamente iguales, y una especie de correas a lo largo de las paredes encaladas… Allí abajo son muchos los que se apiñan, hombres, mujeres, gente joven; a primera vista Budai no logra formarse una opinión: ¿estarán allí para saquear la mercancía, o bien por otro motivo cualquiera?

A la izquierda se abre una estancia minúscula, una especie de recámara interior, igualmente repleta de gente. Ha de ponerse de puntillas para poder ver, por encima de las cabezas, qué se cuece ahí dentro. Un bigotudo de rostro oblongo y cetrino, con su chupa de cuero, reparte unas metralletas que va sacando de una caja; un breve intercambio de palabras, un apretón de manos, y entrega el arma. Algunos llevan uniforme, uno que Budai ya conoce: son cobradores, muchachos y muchachas con un anorak verde, algunos de ellos, aquí también, con la harta conocida cazadora de tela, y también algún bombero. Otros llevan atuendos diversos de combatiente, de hecho una mezcla bastante heteróclita de prendas civiles y militares, botas, una cazadora con forro de piel de borrego, un impermeable de camuflaje, cinturones y bandoleras, una boina y una gorra de policía. Hay incluso dos presos rapados al cero con su vestimenta a rayas, como los que desfilaron por la mañana; ¿será alguno de ellos? ¿Serán, pues, simples manifestantes que han salido así, disfrazados? ¿O se trata en verdad de auténticos condenados? ¿Condenados, por qué? ¿Presos políticos? Pero, entonces, ¿cómo se explica que hayan sido liberados?

Aparentemente, Budai ha ido a meterse en una de las bases del movimiento que ha puesto en pie de guerra al barrio y tal vez a la ciudad entera, a juzgar por las frecuentes idas y venidas. Un poco más tarde, les sirven de beber, bajan rodando una barrica hasta el sótano, peldaño a peldaño, por la escalera. Es recibida con júbilo y gritos de alegría, todos se le echan encima, la destapan sin espera, se escancia el contenido en escudillas y botellas. Una garrafa pasa de mano en mano, Budai puede también echar un trago; no es esa insípida aguachirle que dan en los chiringuitos, sino auténtico aguardiente de orujo, recio, que pega fuerte.

Al mismo tiempo que la barrica, llegan también caras nuevas, entre otras una muchacha extrañamente deforme, con una metralleta. Tiene la espalda jorobada, tal vez un defecto de nacimiento, el cuello remetido, la frente caída, su cara chata y de persona limitada recuerda a la de un simio, un destello opaco y bobalicón se desprende de su mirada mientras olfatea todo lo que tiene a su alrededor. Ni habla ni bebe ni ríe con los demás, tan sólo olisquea, da vueltas sin parar, lenta, indolente y misteriosamente, escruta a todos los presentes con disimulo, como si buscase o esperase a alguien, o como percatándose de que le ha llegado el momento, ahora que tiene un arma al hombro; ¿de dónde habrá salido semejante monstruo?

En medio de esta alegre borrachera, entra de manera casi desapercibida un joven de pelo rubio. Para ser más exactos, poco después de aquella entrada el ambiente se calma progresivamente, lo cual es señal de que se toma nota de la nueva presencia. Se limita a quedarse parado en el último peldaño, inmóvil y callado, pestañeando para intentar acostumbrar sus atentos ojos a la penumbra del local. Tiene sobre unos veinticinco años, unos labios finos y exangües, el iris gélido y de un tono gris azulado, lleva una boina miserable, borceguíes, un sobretodo verde, sucio, y por encima, un cinturón; su mano derecha reposa sobre la funda de un revólver. Cuando el silencio se hace general, baja la escalera, se acerca, y sin mediar palabra golpea de un revés la escudilla que tenía un chico en la mano y que se disponía a beber. El aguardiente se vierte, el muchacho intenta atrapar al vuelo el tazón, y entonces el recién llegado le suelta un bofetón.

Lo sorprendente es que el abofeteado parece el más alto y hierre de los dos, va armado, como el otro, y sin embargo no intenta devolver el golpe ni tan sólo cubrirse. Nadie interviene, pero los que estaban en la recámara se han acercado, como un solo hombre; la chica con cara de simio se ha puesto tensa… El joven de pelo rubio se ajusta enérgicamente el cinturón y, en medio del silencio absoluto que se ha hecho de golpe, dice algo. Habla bajo y despacio, con una voz monocorde, sin pasión, tan bien articulada que, excepcionalmente, Budai consigue distinguir casi cada palabra:

—¿Deprereri glutt udiurumba? —lanza una mirada interrogativa circular. El auditorio no lo mira, Ja mayoría baja los ojos—. ¿Beyetch alaulp atipatitiap? —prosigue, y acto seguido, repite—: ¿Atipatitiap…? ¿Atipatitiap…? —El bigotudo con cara cetrina y cazadora de cuero, que hace un momento repartía las metralletas, quiere intervenir, pero el rubio lo manda callar con mucha calma, como de paso—: Ye durunti…

Habla durante dos o tres minutos en el mismo tono, recabando manifiestamente, cada vez, una mayor adhesión de sus oyentes, que forman un círculo a su alrededor, sin hacer ningún ruido. Concluye con una pregunta, de la que apenas destaca la última sílaba:

—¿Elehedié kurupudu dibadí…? ¿Dibadí, aka tereché mutiu lolo dibadí?

—¡Dibadí! ¡Dibadí…! —responde el coro, con entusiasmo.

Ya a nadie le interesa el beber, se precipitan hacia la calle. Desfilan precisamente por ella unos carros blindados muy ruidosos, que circulan descubiertos, con unos hombres uniformados subidos encima. Los que han salido de los almacenes subterráneos invaden la calzada, rodean los carros, se montan en ellos, el rubio del sobretodo verde va a la cabeza. La escena de antes se repite: comienza una discusión generalizada, los civiles parlamentan y discuten con los que van de uniforme. Estos se muestran claramente molestos por aquel asalto improvisado, los blindados se detienen, unos hombres con casco salen de sus panzas. Uno de ellos, que se quita unos auriculares de los oídos, probablemente el comandante, levanta el brazo en señal de pedir silencio y formula una pregunta. Cien más le responden y agitan sus gorras; el jefe se mete de nuevo en el tanque. Al momento saca la cabeza, y tan sólo dice:

—Budiurim.

Prorrumpen en una ovación, se congratulan, lo celebran. Se despliega un estandarte, éste también con rayas rojas y negras, en medio de aplausos y vivas lo fijan en el carro situado a la cabeza. Se da enseguida la señal de arrancar, las orugas chirrían, el pueblo y los soldados avanzan esta vez juntos y en una misma dirección: dan media vuelta para dirigirse hacia el edificio gris, en esta ocasión, por detrás. Allí la multitud crece y se acrecienta como hasta entonces no lo había hecho, según se echa de ver no han conseguido limpiar el barrio, a menos de que los que ahora están sean nuevos elementos venidos de no se sabe dónde. Incluso las ventanas del edificio que dan a este lado están a rebosar de curiosos, civiles y uniformados mezclados, al igual que sucede afuera. Budai procura permanecer cerca del joven rubiales, no pierde de vista ni un momento el sobretodo verde. En cuanto a la chica de la metralleta con la chepa y la mirada boba, ésta no se aparta de Budai ni un palmo, anda todo el rato revoloteando a su alrededor, pegada a sus talones, es peor que un bote de cola.

Se oyen ya detonaciones, algunos tiros aislados alternan con ráfagas. ¿Dónde han comenzado, en el exterior? ¿En el interior? Imposible saberlo desde el lugar en que él se encuentra. ¿Habrán disparado desde el edificio balas de fogueo, para intimidar, y los asaltantes habrán respondido con balas de verdad? ¿O tal vez al revés? Pero ahora, una vez desatado el fuego cruzado, casi da lo mismo: son muchas las armas desplegadas y el ambiente está muy caldeado, más pronto o más tarde se habría armado lo mismo, necesariamente. También debe de haber tiradores en los tejados. Más tarde, el sotto voce de unos disparos más compactos, seguramente de los cañones de los carros, se une al estallido. Se desprende un pedazo de la pared gris, cae desplomado sobre el adoquinado, dejando en su lugar un amplio agujero circular.

Desde dentro las metralletas replican, barriendo la calle con una lluvia de disparos. Cunde entonces un pánico general y confuso, la multitud se dispersa y, saliendo por piernas, intenta escapar en todas direcciones, poniéndose a cubierto bajo los soportales de enfrente, debajo de los coches estacionados, detrás de las papeleras, de las columnas para fijar carteles, acurrucándose contra los comercios cerrados. Cuando la calzada se vacía, queda en ella un número bastante elevado de cuerpos tumbados, echados, inmóviles o que se arrastran gimiendo en busca de resguardo. Una mujer herida llora y pide socorro. De muy arriba parte otra ráfaga.

El grupito al que Budai se ha sumado ha hallado por fin refugio entre las columnas carbonizadas de un edificio en ruinas. Tiembla de la cabeza a los pies, la rabia, amargura, impotencia y el ánimo de venganza bullen en él, nota cómo el odio crece en su interior, parecido a un hedor de vómito, maldice al enemigo invisible y lo insulta hasta perder el aliento, al tiempo que los demás: asesinos, asesinos sanguinarios… Sin embargo, tras la ráfaga siguiente, le entra un pánico tal que, fuera de sí, se abalanza estrepitosamente entre las paredes destartaladas e infectas del edifico en ruinas, busca desesperado una salida por atrás, para poder escapar, alejarse lo más rápido que pueda para no oír, ya más, el zumbido de las armas.

Los restos de aquel edificio evidencian una catástrofe anterior, y no sólo un incendio, ya que el estuco desnudo de las paredes, recubierto de hollín, está sembrado de impactos de bala y de estallidos. El edificio ha debido de aguantar primero bombas, obuses, combates, y tan sólo después ha debido de arder, pero ¿cuándo? ¿Qué ocurrió aquí, hubo un asedio, una guerra, una revolución? ¿Quiénes combatieron, contra quién, en qué momento y por qué?

Está a punto de encontrar por dónde salir, sólo hay que subir unos escalones, y arriba un pasillo sin techo conduce a cielo abierto. Pero en aquel preciso instante alguien lo llama, le tira además del abrigo. Es el joven rubio, y cuando Budai, despavorido, se da la vuelta, ve que el otro le hace señas con el dedo índice. Budai se detiene, desconcertado, sin entender en verdad adonde debería ir y para qué. El otro le tiende un revólver, y como Budai sigue sin moverse, el rubio se lo planta en la mano… De golpe lo invade la vergüenza: aquella mirada fría, azul-gris, debe de leer, seguro, su pensamiento. Querría poder explicarse, pero cómo, y de todos modos no hay tiempo. Contempla con un aire atontado el revólver que tiene en la palma de la mano, asiente, molesto: de acuerdo, los acompaña.

Se escabullen como furtivos entre las ruinas hasta la primera calle lateral, resiguiendo el edificio gris, por la izquierda desde la entrada principal. Delante se yergue una construcción clara, más bien moderna, redonda, en forma de torre, y corren hasta allí. Alrededor se levanta una rampa helicoidal de unos cuatro o cinco metros de ancho, y los niveles, unos diez o doce, están abarrotados de coches: es un garaje, una arquitectura moderna y ligera que aguanta una barbaridad de vehículos, pero las entradas y salidas están bloqueadas. En cambio, aquel sitio bulle de hombres armados, como ellos, por cuanto los tiroteos se han propagado ya por todo el barrio. Disparan desde las ventanas, amparándose detrás de los muretes de las rampas, a cubierto de los coches o desde algún punto protegido.

Ellos escalan por el círculo interior de la hélice, un poco más allá de las posiciones de tiro, y luego trepan por una escalera. Los combatientes están ya bastante bien instalados en el aparcamiento, disponen ahí de depósitos de munición, servicios de enlace, se ve por todas partes carteles y pancartas escritos a mano, flechas indicadoras, incluso hay en un rincón un dispensario para curar a los heridos. Después de cruzar algunas palabras con unos y otros, el muchacho vestido con el sobretodo verde los conduce hasta el nivel superior, y desde allí, aún más lejos, a la buhardilla que hay por debajo de varias bóvedas en las que se abren unos pequeños orificios redondos, una especie de respiraderos, que dan a la calle. Aquí están más altos que el tejado del edificio que está siendo atacado enfrente, para disparar hay que apuntar hacia abajo. La mudita con cara de simio se aposta de inmediato detrás de uno de los oficiales y abre fuego.

A su lado están el chaval abofeteado en la tienda del cordelero, el bombero del bigote, chupa de cuero y casco rojo que andaba también por allí, así como uno de los presos; han llegado todos al mismo tiempo. Completan el grupito circunstancial varios disidentes, con sus cazadoras de uniforme, y unos ocho o diez civiles equipados, ya sea con fusil, ya con metralleta, que han debido de juntarse con aquéllos de camino. Entre ellos hay otra mujer, una negra voluminosa, más mayor, que no va armada y cuyo rostro apaisado ofrece un permanente rictus de satisfacción… El jefe de todo ellos es, sin lugar a dudas, el joven del pelo rubio con el sobretodo; dirige la unidad con una autoridad natural y reparte a cada uno su tarea.

Se pasan la tarde entera, hasta el anochecer, en aquel desván, disparando contra el edificio gris de enfrente. Budai, que carece de experiencia en este tipo de cosas, pide que le enseñen el manejo del revólver, cómo funciona, cómo hay que hacer para recargarlo, sin embargo, a pesar de las explicaciones, dispara al tuntún, a regañadientes. Del otro lado, los que antes estaban asomados se han apartado de las ventanas, o mejor dicho, desaparecen sólo de vez en cuando para apuntar luego mejor, ya que los del otro bando también tiran sin parar. En todo caso, se ve perfectamente que son numerosísimos e igual de mezclados que los de este bando; no es, por lo tanto, un enfrentamiento racial lo que anima a ambas partes combatientes.

Suceden muchas cosas más durante la noche, resulta imposible detallarlas todas. Disparan, descansan, vuelven a disparar colocándose sucesivamente detrás de nuevos oficiales. Les llevan de comer en un caldero, una sopa con una carne condimentada con mucha especia, pero ligeramente azucarada, y el pan negro de los soldados. Más tarde, uno de los suyos, un muchacho que lleva un impermeable, es herido, de repente se pone blanco, y cae hacia atrás. No grita, pero en sus labios apretados y el rostro convulsionado se ve que sufre; se lo llevan en camilla.

Budai duerme también un par de horas, han improvisado un dormitorio de campaña en uno de los rincones del granero con copos de plástico esparcidos. La pobre simplona permanece todo el tiempo cerca de él. No le dirige ni una palabra, nadie la ha visto nunca hablar, ¿será realmente muda? Posa implacablemente sobre él una mirada apagada, inexpresiva; cuando está acostada, se incorpora sobre un codo para verlo mejor, sin soltar jamás su metralleta: ¿qué demonios querrá? Ello tiene a Budai preocupado, incluso cuando está medio dormido se siente atormentado por una sensación de repugnancia y por escrúpulos turbios: ¿por qué está él aquí? ¿Qué tendrá que ver con esa muchacha? ¿Qué tiene él en común con una retrasada mental de los bajos fondos…? Tras lo cual se ve aquejado por un espejismo, tiene la impresión de que la abraza, la estrecha con un placer cruel y vergonzoso, aunque no deje de notar el sudor putrefacto de la chica, al tiempo que sigue oyendo el estruendo de los combates afuera, que no cesa. La severidad del joven del sobretodo verde también le da miedo, ¿qué haría si los pillara en ese reducto oscuro? Naturalmente es muy probable que todo aquello no sea más que fruto de su imaginación, estimulada por sus instintos en estado de excitación, pervertidos. Al cabo de un rato, el desván en el que se hallan es sacudido por una fuerte detonación, el impacto de una bomba o de una granada, a menos de que esto, también, sea una alucinación.

Sin embargo, la explosión no ha sido, según se ve, una entelequia ya que al alba, con los primeros rayos del día, cuando abandonan el lugar ven unos enormes agujeros muy abiertos en la pared, y buena parte de los coches, apiñados, ya sólo valen para el desguace. Pero enfrente, el edificio gris está todavía más acribillado que éste por los agujeros de los obuses, los cañones de los blindados han debido de aportar su granito de arena a aquella estampa; una enorme resquebrajadura surca la fachada de arriba abajo, un ángulo de la edificación se ha desmoronado, abarcando los cuatro pisos, y numerosos desgarrones recientes desfiguran por completo el edificio.

El equipo de reducido tamaño se planta delante de la entrada principal sitiada; allí es claramente donde se agrupa el grueso de las fuerzas asaltantes. El carro de asalto, que en un primer momento debía servir para la seguridad de la posición, se ha incendiado, la torrera le cuelga por el lateral, la oruga yace en la calzada, medio descoyuntada. Los más audaces, atrincherados detrás del vehículo, lo utilizan como refugio desde el que disparar, y entonces, tensando toda la musculatura y gritando para animarse, consiguen mover con mucho esfuerzo aquel pesado corpachón de acero, lo empujan hasta situarlo delante de ellos valiéndose de él como si fuese un ariete para derribar la pesada puerta blindada y atrancada, acribillada de balas pero fortificada desde el interior con sacos de arena reforzados con vigas y postes.

Cuesta que ceda. El monstruo de hierro tiene que arremeter contra ella diez o quince veces en medio de un alarido general de apoyo, y los gruesos batientes de acero de aquella puerta se comban, pero vuelven a su sitio. Entonces empiezan a lanzar contra ella granadas, mandan adentro ráfagas de estruendo y humareda, hasta que consiguen por fin que salten los goznes. Cuando el humo de la pólvora se ha disipado, basta con un golpe postrero para derribarla, se viene abajo de una pieza. La multitud se abalanza sobre ella con gritos triunfales, los de atrás espolean y empujan a los que están adelante, aguardando a poder entrar en el edificio. Sin embargo el paso está interceptado por unos hombres con cazadoras que cierran filas, con idéntico uniforme que el de los asaltantes; ¿llevarán, a pesar de todo, en la prenda o donde sea, algún signo distintivo, que tan sólo Budai no logra descubrir? Los asaltantes, al ver las metralletas y los fusiles, quedan un instante parados. Budai no está en las primeras líneas, aunque sí lo bastante cerca como para tener una buena visión del terreno. Desde dentro, una voz cascada y ronca, casi apagada, chirla hacia donde ellos están, es sin duda un último aviso. Pero ellos, aunque quisieran no podrían ya retroceder, acosados como están por una multitud impaciente: caerán inevitablemente sobre los defensores… Una ráfaga. Gritos, alaridos, confusión. Y órdenes a toque de pito, casi cantadas. Otra ráfaga más, rozando los oídos de Budai. Pero es demasiado tarde para detenerse, el pueblo irrumpe adentro inexorablemente, aplastando y pisoteando a heridos, muertos, soldados, a todos; la tercera ráfaga impacta sobre una nueva oleada de vivos… Cerca de él, el rubio, enfurecido, desmelenado, con el revólver en el puño, se abre paso a codazos entre los cuerpos trabados que se arremolinan, con el brazo izquierdo hace señas a sus compañeros, llamándolos a voces, pero en la algazara del combate sólo se le entiende leyéndole los labios. Budai lo sigue, presa de una embriaguez delirante, a través de una nube rojiza, no temiendo ya nada, sorbido por la voluptuosidad desconocida del asalto, con una sola cosa segura: hay que cruzar cueste lo que cueste. Junto a él, la contrahecha simiesca se lleva una mano al hombro y cae, pero él no tiene tiempo ni ganas de detenerse, se lanza al frente, avanza con gran estrépito, arremete contra los ametralladores, lucha, pelea cuerpo a cuerpo, grita con los demás pero con una voz sumamente extraña: no la había oído nunca salir de su propia garganta.

De repente, todo es arrastrado de un sólo impulso y se encuentran de golpe en un patio estrecho y adoquinado. Dicho de otra manera, han franqueado la barrera. Cuando mira atrás, ve cómo la masa negra y densa ocupa por entero el paso abierto a sus espaldas, bajo el soportal; habría sido efectivamente imposible resistir a tamaña multitud. Los defensores están desparecidos, la muchedumbre, beoda por la victoria, recorre el edificio en todas direcciones. En una esquina del patio arranca una escalera, Budai sube con otros por ella, al primer piso, luego al segundo, con gran excitación y curiosidad por descubrir qué es lo que va a encontrar ahí, la meta por fin alcanzada. Pero no sólo se ven pasillos, puertas, estancias, muebles de oficina, sino también a los invasores, que están ya removiendo y saqueándolo todo, esparciendo objetos y expedientes, el suelo queda recubierto de papeles pisoteados. Es un hervidero de carreras, arriba y abajo, de uniformados y civiles, con o sin arma, algunos están heridos y vendados, y él es incapaz de comprobar quiénes son los que estaban dentro al principio y quiénes han llegado después, desde la calle; y, de todos modos, ¿qué es este edificio y por qué había que ocuparlo?

Un hombre es llevado al pasillo con gran alboroto. Es conducido por dos guardas con metralleta, y seguido por muchas otras personas que, como todas las que están en su camino, intentan acercarse a él para darle patadas, golpes, lo insultan con odio, lo amenazan, sus propios guardianes se ven incapaces de protegerlo. Es un hombre alto, de porte militar, lleva ya el uniforme medio arrancado, tiene la cabeza y la camisa ensangrentadas, se protege los ojos con un brazo. Una niña rubia y enclenque, con una melena de ángel, se cuela hábilmente por el perímetro y, de cerca, le escupe a la cara.

Otros presos son igualmente conducidos desde plantas superiores a la puerta principal. Una mujer es arrastrada por el pelo; se resiste, forcejea, araña, muerde, y cuando la ponen de rodillas por la fuerza, se deshace en súplicas con las palmas de las manos abiertas, prorrumpe en sollozos, tal vez implorando piedad. Le arrancan primero la falda y luego las bragas, de color rosa, la arrastran desnuda por las escaleras, escalón tras escalón.

En aquel tráfago, Budai ha ido a parar también bajo el soportal. Allí se desencadena la venganza, los ajustes de cuentas causan auténticos estragos, una tras otra, las presas son conducidas y echadas a manos de los ejecutores de los linchamientos, sedientos de sangre: titubeantes, o habiendo sido ya torturadas o apaleadas, medio muertas. Lo que Budai no logra en modo alguno entender es conforme a qué criterio las han ido recogiendo en medio de la confusión general. Es verdad que la mayoría de ellas lleva aquella chupa de tela, pero igual número de ejecutores del veredicto popular también la usa; hay una pregunta que lo viene atormentando: ¿en qué se diferencian unos de otros? Traen a rastras también a civiles, incluidas mujeres, y de nuevo a un grupo completo de uniformados; probablemente su elección se deba en buena parte al azar, a arrebatos temporales, a denuncias, a la histeria colectiva y ciega.

Y como si la formación de los participantes hubiese cambiado, no ve por ningún lado a aquellos contra los que ha luchado. En cambio, aparece un número creciente de individuos sospechosos, de rostro patibulario, y que resultan ser los cabecillas más encarnizados. Por ejemplo, aquel barbudo con pinta de crápula y la mejilla marcada, que le parece haber visto antes en alguna parte: participa activamente en el ahorcamiento de uno de los presos. El desgraciado no conserva ya en sí ni un soplo de vida, lo han medio desnudado, le han arrancado las botas, le han atado los tobillos para colgarlo boca abajo en la primera farola de la calle, delante de la entrada, lanzándole burlas irónicas, pullas, chanzas, risas sarcásticas.

Hay, a pesar de todo, algunos hombres armados que se indignan, que desaprueban ese comportamiento, querrían descolgar el cadáver. Un hombre joven, una especie de estudiante que tiene una pinta más razonable, intenta disuadir a su entorno de que se cometan más asesinatos, protegiendo, lo mejor que puede, a dos negras de edad madura que tienen aspecto de ser mujeres de la limpieza. No obstante, sin demasiado éxito, ya que el populacho enfurecido lo abuchea mientras que el de la cara acuchillada lo manda callar y le espeta:

—¡Durungi!

Al pronunciar esta expresión, Budai reconoce a aquel barbudo: es su compañero de celda, aquella especie de cantante de ópera degenerado, aquel pesado que se pasó ahí toda la noche monopolizando el uso de la palabra. En todo caso, se le parece… Es una mala persona, un cacique, un bandolero, blande una barra de hierro con la que golpea en la nuca incluso a uno de los soldados apresados. Este se desmorona, el otro se le echa encima, se pone de rodillas sobre su pecho y, en un abrir y cerrar de ojos, le clava varias veces su cuchillo, sobre todo en el cuello y en los genitales; la víctima gime sin cesar. Entonces traen gasolina, lo rocían y le prenden fuego, el cuerpo arde en medio de una negra humareda, un olor a carne quemada se expande alrededor; cometen toda una serie más de atrocidades.

En ese momento llega el rubio del sobretodo verde. Acompañado por cuatro o cinco otros, surge del edificio como si lo hubiesen avisado de lo que está ocurriendo. Nada más aparecer, las bestias sanguinarias detienen sus fechorías: imposible saber si es porque lo consideran su jefe o bien porque su mera presencia les impone respeto… Se acerca rápidamente a los detenidos, que hasta aquel momento soportaban su fatalidad con una relativa resignación, manda dispersar a los viles canallas, le arrea una patada en el culo al barbudo, que cae de narices al suelo, provocando la hilaridad del público. Mediante unas órdenes breves, clasifica y pone en fila a los que, en el numeroso grupo de los cautivos, llevan uniforme: obedecen despacio, de mala gana, refunfuñando. Los manda colocar contra la pared, la multitud se aparta, se hace un silencio.

Son unos doce, patean la acera, tensos. Varios de ellos están heridos, llevan el brazo en cabestrillo, la frente o la cabeza vendadas. Un hombre de edad madura, con el pelo entrecano, elegante incluso con su cazadora rajada, aguantado por el que está a su lado, continúa fumándose un cigarrillo observando sin miedo a la multitud encolerizada. El rubio los inspecciona con sus ojos gris azulados, fríos, inexpresivos, apretando con fuerza los labios. Les dice algo, todos ponen los brazos en alto. Se apodera de la metralleta de uno de sus compañeros, la sopesa, la manosea del derecho y del revés, echa una ojeada al cañón. Los presos uniformados están ahí, de pie, con los brazos arriba. En sus caras no se lee miedo, sino preocupación, sorpresa, como el que no sabe qué actitud adoptar en tales circunstancias inhabituales. Uno de ellos se restriega la nariz con un brazo, sin bajar el otro.

De pie, dándose una media vuelta sobre el costado, el rubio dispara con el arma apoyada en la cadera. Los acribilla con una interminable ráfaga, efectuando varias pasadas de izquierda a derecha. Caen unos sobre otros, algunos de golpe como un tronco, otros yacen un rato largo entre convulsiones. El hombre del pelo gris da otra calada a su cigarrillo, unos golpecitos para que caiga la ceniza, y únicamente después se sienta, por así decir, deliberadamente, en el adoquinado, con unos ojos somnolientos, como si se aburriera, dobla con cuidado un brazo por debajo de su cabeza y la deja caer en él. En el otro extremo del grupo, dos cuerpos siguen gimiendo, se revuelven, convulsos. El del sobretodo verde suelta una ráfaga más en dirección a ellos, entornando los ojos. Luego, ni un movimiento más.

Aquella misma mañana Budai es aún testigo de tres otras ejecuciones parecidas. En la última ya no siente indignación, es capaz de presenciarla, hastiado, de principio a fin. Si existiera un Dios, piensa tibiamente, le pediría que no dejara nunca que se le helase el corazón ni la compasión.

Está cansado, tiene hambre. Deambula por las calles, abarrotadas de gente. El pueblo culebrea por ellas, en estado de agitación, de fermentación, con mayor densidad que de costumbre, en busca de nuevos acontecimientos, formando grupos que discuten, algunos en torno a oradores esporádicos. En el cielo, zumban unos aviones, se oye de lejos su lento e incesante ronroneo, como si estuviesen preparándose para atacar la ciudad. Camiones cargados de hombres armados pasan de vez en cuando. En muchos sitios, los hombres cantan, reparten octavillas, en cuanto aparece un vendedor de periódicos con un paquete de noticias frescas, es tomado al asalto. Las paredes están empapeladas de comunicados, de carteles impresos y de papelitos escritos a mano, muchos son los que se paran a leerlos, añaden sus garabatos, cuelgan mensajes adicionales.

Otro barrio un poco más alejado no es ya más que ruinas, parte de los edificios ha sido derribada, la grava se ha apilado formando pirámides en medio de la calzada, restos calcinados humean todavía por aquí y por allá: ha debido de ser el teatro de un violento combate. Muchos huyen con fardos y paquetes, familias enteras sin hogar empujan carros cargados con algunos muebles que han podido salvar, con colchones. Un pobre loco andrajoso y hecho un guiñapo, con el pelo largo y barba de profeta, una mirada demente, dando palmadas al aire, deambula por el medio de la calzada como un poseso, repitiendo sin cesar la misma imprecación:

—¡Tohoré! ¡Muharé! ¡Tohoré, muharé…!

Budai siente un malestar indefinible, un mareo, calambres en el estómago. Cree que es debido al hambre, pero incluso cuando consigue dar un bocado, a una especie de puré infecto a base de maíz, que ha comprado en un puesto, la náusea no cede.

Por la tarde se pone a llover, cae un abundante chubasco de primavera. El ronroneo lejano, que ya se oía antes, aumenta bruscamente, se aproxima, cada vez más amenazante. La gente está como aplastada por una extraña inquietud, echan a correr en todas direcciones, se pegan a las paredes, se cobijan bajo los soportales, en los locales comerciales, en busca de refugio, a medida que el estruendo se amplifica: se revuelven, protestan, estallan, las mujeres gritan y lloran despavoridas. Un poco más lejos, despliegan una descomunal bandera roja y negra, con un pájaro en el centro, la sujetan entre dos ventanas para que recubra la fachada de una casa. Budai, junto a otros transeúntes, se refugia en una quincallería que está en una esquina de la calle, se disponen a observar los acontecimientos a través de la vitrina resquebrajada.

Aparecen más tropas, montadas en carros, camiones blindados, motos, artillería pesada. Llevan diferente uniforme: de un dril claro, casi blanco, y casco de camuflaje. Dos tanques se paran justo delante de ellos, saltan unos soldados con aquel atuendo, se hablan por señas, se gritan consignas. Para Budai, aquella jerigonza incomprensible no difiere en nada de la de los otros.

La conclusión de su breve conciliábulo es que apuntan con el cañón a la gran bandera colgada, y sin más preámbulos disparan contra ella. Se alza una nube de humo y polvo, y buena parte del muro se desmorona. El disparo siguiente sacude ya todo el edificio hasta el punto de que, en la quincallería, platos, bandejas, jarrones, vasos, son derribados, caen rodando al suelo con un estruendo de vajilla rota.

Budai huye por piernas. Afuera, la lluvia arrecia de nuevo, en el tiempo de contar hasta treinta se queda calado hasta los huesos. Nunca antes había estado por aquí: debe de ser un barrio obrero; ve un seguido de inmensas y siniestras viviendas colectivas, bloques de desolados edificios horadados por incontables ventanitas, y unas casas que enmarcan una plaza asfaltada de forma oval. Las tropas motorizadas, que han llegado por otro camino, están ya en la plaza, repleta de gente a pesar de la lluvia. Únicamente después se percata de que sólo hay mujeres, viejas y jóvenes, matronas y muchachitas, un bosque de paraguas, y cuando se mezcla con ellas, cree reconocer a Bebé por lo menos diez veces.

Las mujeres rodean a los soldados, les hablan todas a la vez acompañándose con amplios gestos. Ellos no contestan a nada, ninguno contesta, se limitan a contemplar fijamente la lluvia con una rigidez de estatua, el rostro impenetrable, mientras las gotas de la lluvia crepitan sobre sus cascos. Budai no consigue descubrir si callan porque no hablan la misma lengua y no las entienden, o bien si tienen prohibido contestar… Después, las mujeres entonan la marcha que Budai ya ha oído en otras partes: zz¡Chetét topa debeté, Etek glu trifefé, Budiutu niemelaga, Petitié!

Esta última palabra, la gritan con exasperación, como un reto hacia los que van de dril blanco; éstos siguen sin reaccionar. Mientras tanto, poco a poco, la multitud se transforma, cada vez son más los hombres que se infiltran en ella.

Se acercan a los carros de combate con un aire de fingida inocencia, como por pura curiosidad, sin embargo a Budai no se le escapa que algunos llevan el arma disimulada bajo el abrigo. Intercambian entre sí miradas penetrantes y su presencia numérica en la multitud no deja de aumentar. Mientras, las mujeres, como si siguiesen un plan de batalla minuciosamente elaborado, se retiran prudentemente hacia atrás.

Todo empieza cuando suena un silbato; de pronto la plaza se estremece con violentos gritos de guerra. Blandiendo de rebato las armas, abren fuego contra los carros, lanzan granadas de mano y, acto seguido, unas botellas, probablemente de fabricación casera, rellenadas con una especie de explosivo. Al mismo tiempo afluyen nuevos grupos, procedentes de los edificios colindantes, que se suman al combate, equipados de modo semejante: entonces son ya varios centenares, un hervidero, en torno a los soldados. Zigzaguean tiroteando en todas direcciones, componiendo extrañas formaciones, con cambios bruscos de sentido, se echan a tierra boca abajo y luego, de un brinco, se incorporan para lanzar granadas, y al instante se les ve nuevamente pegados a los adoquines.

Sin embargo, en esta ocasión el resultado no es igual de bueno. Los dragones se agazapan al fondo de sus torretas blindadas, sus cañones retruenan mientras la infantería motorizada replica al asalto con la ayuda de potentes armas automáticas. Las líneas de los asaltantes se dislocan, y al cabo de un rato decenas de heridos recubren la plaza, se retuercen en el suelo entre los muertos. Los carros se tambalean y arremeten, con una movilidad inesperada, contra el núcleo más denso de la multitud; sus orugas tiran al suelo y aplastan sin piedad a todos cuantos encuentran a su paso, a semejanza de unos monstruosos molinillos de picar carne: gritos y fragor; sobre los adoquines, la lluvia se vuelve pegajosa y rojiza.

Budai observa la escena a una cierta distancia, le invade un pánico infernal, la angustia de la muerte, y mientras huye, saltando por encima de vivos y muertos, hasta la extenuación, la idea de que lo persigue un tanque que casi le ha dado ya alcance, que lo trituraría con su cuerpo de acero, se le hace obsesiva. Sigue teniendo el revólver en el bolsillo, ojalá pudiese desprenderse de él, pero no se atreve a deshacerse ahora del arma para no llamar la atención. Del otro lado de la plaza oval divisa un pabellón amarillo con columnas, muchas personas ya han hallado allí refugio, bajo los canalones del tejado; se hace sitio en medio de los demás.

Todo el mundo intenta huir, el populacho, acorralado, se dispersa por los edificios más cercanos. Siguen los disparos desde las ventanas, desde las aberturas bajo los tejados, no se rinden. En éstas, los soldados con casco saltan de los vehículos y los persiguen por los pisos. Se desencadena una lucha que causa estragos; las matanzas se perpetran ahora dentro de las casas, en las plantas de arriba, hasta los desvanes. Entonces se produce el trágico final: un cuerpo defenestrado se precipita desde allá arriba, abatido, haciendo un escalofriante «paf» sobre los adoquines mojados, luego se desploma otro, y otro más, algunos gesticulan y gritan hacia el cielo, al momento son muchos más, entremezclados, fundidos en una masa de gente, en medio de la sangre, el fango y la lluvia.

La visión es insufrible; Budai sale escopeteado hacia el interior del pabellón. Una vez allí se da cuenta de que aquel edículo no es sino una estación de metro, la bajada hacia la red subterránea. En el vestíbulo logra por fin esconder su revólver en una papelera. Hay muchísima gente, ahí apretujada, sentada o de pie, en las escaleras, por los pasillos, los andenes, sin embargo la circulación se encuentra aparentemente interrumpida. Únicamente una voz desgrana sin descanso, por megafonía, el galimatías aquél. Hace calor y el ambiente es agobiante, la vestimenta húmeda de los presentes enturbia el aire de calina, y él lleva dos días sin dormir: se acurruca en un rincón y se adormila.

Se despierta con lo mismo que lo había dormido: el croar distante e inagotable del altavoz. Aquí, en la tierra, no hay ni noche ni día, y sigue habiendo igual de gente yendo y viniendo, durmiendo o deambulando en los pasillos y por todos lados. Él se arrastra hasta la superficie, la portezuela del pabellón está cerrada por una verja metálica, no se puede ni entrar ni salir; además, algunos soldados en dril blanco hacen guardia con sus fusiles. Todo lo que se distingue en la penumbra, a través de la reja (¿es la aurora o el crepúsculo?), es que la plaza oval, así como las callejas que van a dar a ella, están totalmente desiertas, y que en cada esquina hay apostados otros tantos soldados: deben de haber ordenado el toque de queda. Así que regresa a dormir bajo tierra.

Al despertarse de nuevo, oye el rugido de los vagones otra vez, en lontananza, y nota en la piel la característica corriente de aire. La vía hacia el aire libre está expedita: un bonito día soleado, una suave brisa, todo lleno de peatones y tanta circulación de coches como de costumbre. Han desaparecido los cadáveres, todo rastro de los combates ha sido tapado, disimulado por andamios o con unas pinturas improvisadas. Budai se deja llevar por el intento flujo humano hasta la quincallería donde se ha refugiado. Unas planchas improvisadas tapan las estanterías, pero si bien la oferta de mercancías le parece más reducida, se ha reanudado la venta. En la fachada vecina, objeto de los cañonazos por culpa de la banderola, la huella de los obuses ha sido disimulada con unos cañizos.

Todavía es mayor el cambio operado en el barrio destruido en el que se hallaba cuando se dio a la fuga la población desprotegida. Las ruinas y los escombros han sido limpiados y evacuados, y el suelo se ha arreglado para que tenga el aspecto más o menos de un solar por edificar o de un descampado. Ya no queda rastro alguno de las barricadas y en su lugar se ha reparado el revestimiento destrozado. Más allá, en la obra del rascacielos que tan a menudo había contemplado, y en el que los huelguistas brillaban por su ausencia, la actividad vuelve a ser intensa: ahora van por el piso octogésimo cuarto.

También vuelve para ver el edificio gris que había sido la causa de que los combares durasen toda la noche. Había sufrido demasiado para que lo reparasen tan deprisa, pero está rodeado de andamios, tal vez con el pretexto de una renovación, en todo caso para camuflar las huellas del asedio. Los restos del blindado han desaparecido debajo del porche… De no haber participado él mismo en los acontecimientos, no habría nada en el estado actual de la ciudad que le permitiera adivinar lo ocurrido.

Hay un parque junto al edificio: él había recorrido su verja, perseguido por los fumígenos. Los rayos solares han hecho que la gente saliese ahora: hay niños que juegan, que corretean por el césped, jóvenes que reman en las canoas del lago, y otros que se solazan en los bancos a la orilla del agua, remojándose los pies descalzos… ¿Acaso se producen a menudo este tipo de revueltas? En todo caso, las paredes bombardeadas y calcinadas como las que lo cobijaron en su huida podrían ser restos de combates anteriores. ¿Acaso los disturbios acompañan necesariamente la vida del país, serían su consecuencia inevitable, una explosión periódica con vistas a regular a la población y a desahogar sus pasiones?

Vuelven a venderse las salchichitas especiadas. Le queda un poco de dinero, así que se pone a la cola. Parecen más sabrosas que de costumbre. A su alrededor hay parejas de enamorados retozando, jóvenes que se divierten; juegan a la pelota, comen y cantan, sus radios portátiles gimen; toman baños de sol, lanzan piedras al lago, disfrutan del buen tiempo. ¿Han olvidado tal vez sus luchas y sus muertos? A Budai le parece como una infidelidad, una traición, pero no lo vive con desazón. Al contrario, echado en la hierba comiendo sus salchichas, aquella avidez vital lo llena más bien de optimismo y de esperanza. Hace una bolita de papel con el papel de estraza de las salchichas, y la lanza al agua del lago.

Sólo al cabo de un par de minutos nota que el papel se aleja sobre el agua. Al principio cree que es el viento, pero no: las hojas sobre la superficie del lago, las burbujas de debajo del agua, los restos de los juncos y las algas, todo nada en la misma dirección. ¡El agua se mueve! Lenta, muy, pero muy lentamente, pero sin duda se mueve. Hace otra prueba, lanzando una ramitas: el agua se las lleva.

Este descubrimiento lo conmueve en lo más hondo, lo metamorfosea. Y es que, de ser así, esta agua debe desembocar en algún sitio… Se pone a rodear el lago por la orilla. Tiene una forma redonda, irregular, el diámetro no rebasa los doscientos o trescientos metros. En un lado, hay una fuente de mármol cuyo surtidor apunta al centro del lago; más lejos, en una amplia terraza arreglada, una estatua ecuestre parece querer saltar desde su pesado zócalo en dirección al cielo sin nubes. Unas barcazas de fondo plano pintadas con diferentes colores y unas piraguas ligeras se dejan mecer chapoteando sobre la espuma; en éstas hay sobre todo jóvenes, chicos y chicas, que reman de vez en cuando, e intercambian gritos de alegría.

Frente al manantial descubre dónde desemboca el agua: bajo una estrecha pasarela de madera: es un riachuelo tranquilo, un regato que se insinúa en la espesura del parque plantado con árboles y arbustos. El agua es también muy apacible, poco profunda y estrecha, se puede saltar por encima de ella; pero por mucho que sólo sea un curso de agua minúsculo y modesto, tarde o temprano desembocará en algún lugar del mar. Allí él podrá encontrar un barco, un puerto; ¡desde allí el camino estará expedito hacia cualquier sitio…!

Ya no quiere pensar en lo que era hace apenas cinco minutos, como si entonces no hubiera sido él mismo. En adelante sólo tendrá que seguir el curso de agua, sin perderle la pista, quedándose siempre en la orilla. También podrá alquilar un bote, o incluso robarlo ¡lo obtendrá con la espada si es preciso! Escucha casi el murmullo del mar, huele su yodo, ve el agua, su color azul oscuro, rebullendo, chisporroteando, chispeando como si fuera mármol, dibujando a cada momento nuevas figuras en su espejo siempre inquieto, y las gaviotas que lo sobrevuelan… Adiós Epepé, ¡que Dios te proteja…! Ahora Budai está completamente seguro de que pronto estará en casa.