Una vez llegado, por fin, ante el nuevo recepcionista, le muestra el número de su habitación, que ha conservado en el bolsillo. El hombre se inclina con cortesía, descuelga la llave de la 921 y coge al mismo tiempo lo que está en el casillero. Es una hoja doblada en cuatro, la despliega sobre el mostrador, contiene una corta e incomprensible explicación, una especie de formulario con rúbricas impresas y cifras escritas a tinta. El recepcionista ajusta con gestos mecánicos su caja registradora, da unas cuantas vueltas a la manivela, verifica rápidamente las operaciones y anota la suma total con su pluma, la subraya dos veces, añade un garabato, la da tiempo aún a murmurar un texto maquinalmente, y la entrega a Budai… Ya ha entendido que se trata de la factura del hotel, y calcula mentalmente que llegó hace exactamente una semana, el viernes anterior. AJ parecer es norma que los clientes de largas estancias paguen la habitación al final de la semana.

De buenas a primeras, lo que más le espanta es el importe de la factura. 35,80 lee a pie de página. Si resta esa cantidad del importe de lo que aún dispone, no lo queda prácticamente nada, o casi. Bien es verdad que desde que cambió su cheque no ha reparado en gastos, como si anduviera desperdigando fichas y no dinero, sin considerar que la fuente podría secarse… El recepcionista le indica la ventanilla de al lado, allí es donde debe pagar, en esa misma caja en que la primera noche le abonaron los dieciocho billetes de diez, recién estrenados, flamantes. Esta vez va a entregar cuatro, acongojado —naturalmente después de una nueva cola de media hora larga—, y constata con amarga ironía que ha conseguido gastar el contravalor de su cheque sin tan sólo haber logrado enterarse en una semana entera de la denominación de la moneda local.

Se mete la factura en el bolsillo, y mientras espera el ascensor, vuelve a contar su fortuna restante. Tres billetes de diez, unos cuantos más pequeños de uno o de dos, según alcanza a descifrar en esos papelillos arrugados y descoloridos, y algunas monedas. Peligrosamente demasiado poco, no se atreve ni a imaginarse lo que pueda ocurrir cuando lo haya agotado todo, y sin embargo la idea empieza a obsesionarlo. Con la cabeza recalentada, hace y rehace cálculos: ¿hasta cuándo podrá subsistir id tren de vida actual, o bien cómo podrá reducir su ritmo de vida, teniendo en cuenta que, sea como fuere, comer tendrá que comer? ¿Tendrá que renunciar a sus idas y venidas debido al precio de los transportes? ¿Habrá de quedarse varado en su habitación, oteando la llegada de las tropas que vengan a socorrerlo…?

No obstante el cerebro sigue funcionándole en punto muerto. Mientras el ascensor lo lleva hasta la novena planta, surgen de golpe ideas, a cual mejor, quizá demasiado tarde o ya para nada: ¿cómo alcanzar su objetivo, cómo intentarlo por lo menos? Si al menos no tuviera que calcular tanto lo que puede hacer con cada billete… Podría, por ejemplo, mostrar a los transeúntes un billete de diez en una mano, y en la otra, una hoja del cuaderno con un avión dibujado para indicar que está en busca de un avión, es decir del aeropuerto, de una oficina de compañía aérea: el dinero, lo tendería, pero lo recuperaría mientras agita el dibujo; de este modo daría a entender que paga sólo si se le conduce hasta al aeropuerto. O bien arrastraría hasta el metro a un pasajero bien elegido, de aspecto más bien pobre, blandiendo bajo sus narices el billete de banco igual que una zanahoria ante un asno, imitaría el ruido de la locomotora, incitando así a su compañero a llevarlo hasta una estación de tren. Intentaría tal vez, mediante similar oferta tentadora, convencer a algún empleado del hotel de que le consiguiese un taxi, que lo llevaría, sin ninguna clase de dudas, adonde él quisiera, naturalmente a cambio del precio de la carrera, después ya se las apañaría con el conductor, cree que podría conseguirlo; otras posibilidades le pasan también por la cabeza… Pero en un segundo plano aparece continuamente un espectro amedrentador: si se queda sin blanca, ¿a quién podrá acudir si fracasa en su intento, con qué ayuda podrá contar? La experiencia le ha enseñado que la gente de aquí no dudaría en dejarlo morir de hambre sin parpadear.

Su habitación está igual a como la dejó cuando salió, salvo por el hecho de que le han cambiado las sábanas y las toallas de baño, también el tapete sobre la mesa: la muda semanal debe de estar prevista por el reglamento. Budai se acerca a la ventana, mira la calle, a la muchedumbre que circula en una corriente inagotable. En Helsinki el Congreso habrá terminado desde hace tiempo, los participantes habrán regresado cada uno a su domicilio, incluso los más alejados habrán llegado ya a casa… Se desviste, echa la doble persiana. Se mete en la cama, se tapa con el cobertor. Al minuto siguiente tiene la sensación de que el tronco se le ha vuelto rígido, de que las extremidades se le han paralizado, como en la hipnosis, de que sería incapaz de hacer el más mínimo movimiento, de ponerse en pie o incluso de darse la vuelta hacia el otro lado. Además, es que no quiere moverse, sólo permanecer acostado, inerte, con los ojos cerrados, mientras dure, ni siquiera se levantará para beber, se quedará echado, sin estremecerse, sin pensar, durante horas, durante días, hasta la eternidad.

En su casa, tal y como acordaron, esperan su regreso al cuarto, quinto o, como muy tarde, al sexto día posterior al de su partida; tendría que haber regresado, por lo tanto, desde hace tiempo. ¿Qué pensarán los suyos? Ni ha escrito, ni ha telefoneado, ni telegrafiado, no ha dado señales de vida. ¿A partir de qué momento empezaron a buscarlo, y por dónde? ¿En Helsinki? El comité organizador del Congreso de lingüística debió de avisarles de que lo esperaron en vano, de que no acudió. ¿Ante la compañía aérea, en las escalas, en otros aeropuertos donde habría podido perderse? ¿Cómo estarán bregando con su pánico creciente, qué pensarán o imaginarán que está sucediendo? ¿Cómo ha podido desaparecer de la faz de la tierra sin dejar rastro? ¿Qué explicaciones se dan sus allegados, sus amigos, sus compañeros de trabajo, acerca de este misterio, y sobre todo su mujer, qué estará viviendo? ¿Y su hijito, y el perro…? Imaginar su azoramiento, su angustia, su desasosiego, sus gestiones cada vez más desesperadas, sus hipótesis más descabelladas acerca de lo que ha podido sucederle, y al mismo tiempo su propia impotencia, es una tortura casi física, apenas soportable, mil veces peor que su propia situación; hay que eliminar estos pensamientos de la mente, reprimirlos cada vez que se le aparezcan…

No sabría decir cuánto tiempo ha permanecido así en cama, tal vez dos o tres días. Nadie da señales de vida, nadie telefonea, nadie llama a su puerta, al menos no ha oído nada, no lo molestan ni tan sólo para arreglar la habitación. En un momento dado se sobresalta, se da cuenta de que es de día, una luz gris y sucia se filtra por la ventana, el tiempo sigue encapotado, de una tristeza plúmbea; desde que llegó, el sol no ha brillado en total más que una hora o dos. Se despabila, se da una ducha en el cuarto de baño, se afeita. Echa de paso una ojeada a la factura que se metió en el bolsillo abajo, en la caja. Lo que logra descifrar, las diferentes líneas, están consignadas sólo con números, y no con letras. Lástima, habrían podido servir de puntos de referencia, piensa, habrían podido indicarle grupos de letras correspondientes a cifras. Sabido esto, habría podido intentar filtrarlo, distinguir en la lengua viva de la gente de aquí la forma fonética, es decir pronunciada de esos números, en su caso mediante preguntas planteadas hábilmente. De esta manera podría progresar, paso a paso, y no tardaría en descifrar, primero la escritura, y luego la lengua, claro que ello llevaría bastante tiempo. Evidentemente, todo esto sólo en el caso de que dispusiera de un texto en el que las cantidades aparecieran en cifras y en letras, pero por desgracia no es el caso en este formulario… Deja, por lo tanto, de lado la factura, y pospone esta reflexión a más adelante.

Mientras tiene preocupaciones más grandes, más acuciantes, y no puede salir de su habitación en medio de esas meditaciones si no es para comer, ya sea en el self-service que ya conoce, ya sea, más económico, alimentos comprados en las tiendas, sólo los productos menos caros, pan, tocino, pepinillos o por el estilo. Aunque de momento no tiene apetito, a pesar del ayuno de varios días, está enteramente absorbido por su fervoroso trabajó cerebral. No ha perdido todavía la confianza en su raciocinio, piensa que si logra que cruce por su mente, de manera ordenada y detallada, todo lo que le ha sucedido, desde el minuto en que se bajó del avión y el bus que lo transportó por la ciudad, necesariamente debería salir de ello alguna cosa, parecida al resultado final al pie de una larga columna de sumas. Garabatea dibujos en la mesa como a menudo en su casa cuando buscaba la solución a un problema lingüístico complejo; en aquellas ocasiones, agrupaba y recomponía formas verbales o bien variantes, anotadas en unos papelitos, como si fuera un juego, hasta que de repente, antes o después, las formas acaban agrupándose en un orden claro y evidente. Cuando se agrupan… Cree entonces en su intuición, en su rapidez de comprensión, en su capacidad para profundizar en las cosas, en su inspiración, cualidad ésta indispensable para la investigación científica, y tal vez en la suerte que hasta entonces ha acompañado por lo general a su carrera, pues las más de las veces ha podido terminar lo que había empezado. Es ducho en reflexión metódica, es su oficio, es su manera de ganarse la vida. En esta ocasión alinea también diferentes figuras y abreviaturas en su cuaderno, galvanizando su imaginación, halla en esto casi tanto placer como en un problema de lógica: enfrentarse con la fuerza únicamente del razonamiento al prolijo misterio de esta ciudad, alimentar todas estas experiencias como si fuesen datos en el ordenador que es su cerebro, y aguardar a la instrucción que éste no dejará de dar en cuanto haya procesado los datos.

El resultado más sustancial pero doloroso al que llega es el de saber que, para marcharse de aquí, primero hay que determinar con precisión dónde se encuentra, sin lo cual no hallará nunca el camino de regreso. No hay manera de invertir este orden, ni de hurtarse a él, una cosa es consecuencia de la otra. Quién sabe cuánto tiempo habrá que esperar la ayuda de la casualidad; las ocasionales tentativas de huida no funcionan, y no hay garantía ninguna de mayor éxito en el futuro. Ignora dónde ha ido a parar por causa del destino, pero ahora está ya convencido que no escapará a él fácilmente.

Su impaciencia no es menor que la de antes, pero su precipitación para liberarse a toda costa sin haber elaborado antes un mínimo método, ¿no habrá resultado un error? ¿Está en una región no repertoriada de este planeta, y aún no ha descubierto en qué continente, o bien en qué tierras vírgenes, donde es el primer pionero de su especie…? Ya que si esta última hipótesis es la correcta, no tiene derecho a levar anclas sin más, le incumben unas tareas primordiales, las de un explorador: localizar, por ejemplo, esta ciudad, este país, el continente en que se hallan, identificar a sus pobladores, la lengua que hablan, etc., y luego partir, llevando la nueva consigo.

Pero, en el fondo, ¿está en nuestro globo o en otro cuerpo celeste del espacio? En una época como la nuestra de navegación espacial y de literatura de ciencia-ficción, esta pregunta no resulta tan baladí. Sin embargo, sopesando los pros y contras con más calma, da por cierta la primera sospecha. Entre múltiples otras señales, está la vegetación de características totalmente terrestres, en la medida en que ha podido constatarlo en los parques: los árboles, las plantas, las flores; unas cuantas especies animales con las que ha tenido ocasión de cruzarse: perros, gatos, palomas, gorriones, insectos o conejos de angora en la habitación de hotel que un día exploró, los pescados en el mercado, el canario, el loro, la tortuga, éstos en la feria, aunque también había un lagarto de seis patas como jamás había visto antes uno igual. El sabor, la densidad del aire, no difieren en nada de los de su tierra. Y la prueba mayor es, naturalmente, ante todo, la presencia de seres humanos, por si lucra poco en una cantidad sin precedentes, pero también los edificios, las calles, el hotel, el tránsito, los vehículos, el metro: todos ellos exacta o aproximadamente los mismos que en cualquier gran ciudad. El modo de vida, su ritmo, los comercios, las cantinas, la cocina, la economía monetaria y el hecho de que le cambiaran su cheque de viaje; los números árabes y el sistema de cálculo decimal. Así como el fraccionamiento del tiempo en semanas, el domingo festivo, etc.

No ha visto prácticamente ninguna estrella, el cielo está casi siempre cubierto de nubes, pero por suerte la noche siguiente se aclara durante una hora. Budai no está versado en astronomía, sólo sabe identificar algunas constelaciones, las Pléyades, Orión, la Osa Mayor, y en su infancia también aprendió a situar la estrella polar respecto de aquélla. Tras algunas pesquisas logra ubicarlas, por consiguiente debe de estar en el hemisferio norte ya que no ignora que en el hemisferio sur la Osa Mayor, por ejemplo, no es visible… Así pues está en la Tierra, pero, ¿a qué latitud y en qué longitud? Nunca se ha ocupado de estas cuestiones, y posiblemente sólo en sus lecturas de juventud o en libros de viajes leyó sobre esta manera de determinar el lugar geográfico. Fuerza la memoria para recordar el método utilizado e intenta asimismo reinventarlo por su cuenta. Consigue llegar hasta el punto de que si compara las doce del mediodía de aquí (es decir, cuando el sol está en su punto más alto) con la hora de su lugar de origen, siempre y cuando tenga su reloj a mano y no se le haya estropeado, entonces el desfase horario permitiría calcular la distancia: habría que dividir 24 horas por 360 grados, a cada desfase de cuatro minutos correspondería un grado, por lo tanto sabría a qué distancia se encuentra de su casa, hacia el este o hacia el oeste. Pero no se ha traído el reloj, y poco puede hacer. Abandonado a sí mismo, para conjeturar la latitud no le queda más que la mera especulación, podría llegar a alguna conclusión a costa de una extenuante gimnasia cerebral. Para obtener rápidamente la latitud, debería poder medir el ángulo que forman la estrella polar, que se encuentra sobre el eje de la tierra, y el plano del horizonte. Pero para ello necesitaría un instrumental especial, un sextante o un teodolito, ¿pero dónde obtenerlos? A simple vista tan sólo puede calcular que la estrella polar, que centellea suavemente, siempre y cuando sea ésta, se halla aproximadamente a la misma altura que en su país; dicho en otras palabras: su actual latitud debe de ser más o menos la misma, pero ¿en qué dirección? ¿Dónde se encuentra él? ¿En Europa? ¿En Asia? ¿En América? ¿O en un continente aún no descubierto…?

El clima desagradable y la gran variedad étnica de la población los ha repasado ya en su mente muchísimas veces, no puede esperar de ello ningún apoyo. En lo tocante a las costumbres vestimentarias de la gente, no ha detectado nada en particular, se parecen mucho a las de las grandes ciudades europeas salvo por un matiz: son en promedio más grisáceas, más apagadas, y se ven muchos más uniformes. A este respecto, le viene a la mente aquel vigilante negro, en la policía, vestido con aquellos monos de trabajo de tela, que se repiten, por cierto, en todas partes; ¿es acaso posible que tantas personas de ambos sexos, vestidas de idéntica manera, sean todas policías o carceleros?

Se cruza a menudo con la ascensorista rubia, de subida o de bajada. Procura observar sus horarios de servicio, pero acaba siempre armándose un lío, algunas veces está, en efecto, durante el periodo supuesto; otras no. En otros momentos aparece cuando menos se la espera, nada más abrirse con un silbido la puerta corredera. Ahora ya se saludan, e ínfimas señales muestran que ha suscitado también el interés de la muchacha. En dos ocasiones se ha dirigido a Budai en el instante en que éste se disponía a apearse, a modo de contestación él ha alzado los hombros con una sonrisa torpe para poner de manifiesto que no la entendía; además, en la cabina abarrotada no da tiempo a muchas explicaciones, se ve siempre arrastrado por el aluvión de los que salen.

Con todo, la vez siguiente, cuando están llegando a la novena planta, ella lo agarra suavemente por el brazo para retenerlo; Budai capta finalmente que ella desea invitarlo a algún sitio. Permanece pues en la cabina que sube, ésta se vacía progresivamente, el rótulo situado encima de la puerta va cambiando los guarismos, correspondientes a cada planta. En la decimoctava, el nivel superior, ya sólo están ellos dos. La mujer abre la puerta, sale, y le hace señas para que la siga.

La planta está dispuesta de manera distinta a las otras, ya no debe de tener habitaciones para los clientes. Están a la vista toda clase de tuberías y de depósitos embadurnados de blanco, accesorios de calefacción, el motor de los ascensores, poleas, cables metálicos. Hay también una especie de restaurante o cafetería, aunque cerrado, que tal vez sólo funcione durante la época estival, parece como un lugar de comidas sobreelevado con una terraza panorámica, según lo que Budai alcanza a ver a través de una puerta acristalada cerrada con candado.

Ella saca un cigarrillo, lo enciende, le ofrece uno. Él rechaza cortésmente la invitación a fumar. Ella ha de ser, por el contrario, una fumadora empedernida, se traga el humo con avidez y lo exhala voluptuosamente, en el ascensor debe de sufrir del síndrome. Lo mira sonriendo, como pidiendo perdón. Esta vez está en plena forma, sus facciones reposadas no muestran traza de cansancio alguno, su ser parece más bien ligero, sereno y sin preocupaciones; su peinado, su maquillaje, lucen impecables. La joven no fuerza la conversación, ha debido de comprender que es inútil, tan sólo le dirige un par de frases fugaces, algo así como:

—Yeyé tlehuatlan… ¿Muhula tlalálli?

Ella prorrumpe en una risotada lenta, suave y melódica, al tiempo que expulsa las volutas de humo, adosada a uno de los depósitos. Desde el ascensor abierto se oye el sonido de un timbre, lo estarán llamando desde abajo, pero no tienen ganas de ocuparse de eso. Budai se señala a sí mismo, pronuncia su propio nombre varias veces, señala entonces a la chica con aire interrogador. No acaba de entender lo que ella dice, vuelve a preguntar:

—¿Pepe? ¿Tyeté?

Aunque hubiera perfectamente podido ser Bebé, Vevé, Dedé o cualquier otra cosa, tiene una curiosa pronunciación articulada, y cuando lo repite, suena de distinta manera, como si fueran tres sílabas, como Ededé o Bebebé. A menos de que haya añadido un artículo o bien haya sido una declinación de su nombre… Pero el timbre no para de sonar, seguro que son muchos los que aguardan el ascensor en los pisos inferiores. Apaga el cigarrillo y da por finalizada su breve pausa. Budai entra con ella en la cabina, que se va llenando a medida que bajan pisos: están separados por los usuarios, ya ni se ven. Únicamente en la novena planta, en la que él se apea, puede captar una breve mirada cómplice de despedida.

Se siente mucho más entonado. Por más tenue que sea este hilo, por lo menos es una relación, un vínculo, cabe decir que el primero desde su llegada. Si lo cuida, si no lo pierde, puede eventualmente convertirse en el hilo que lo guiará por este laberinto colosal y superpoblado… No es quimérico pensar que pueda haber hecho un descubrimiento de alcance universal, y que algún día pueda, bien mirado, considerarse afortunado por haber ido a parar allí y haber sido el primero. ¿O quizá se esté haciendo ilusiones…?

En cualquier caso no puede ya zafarse del objetivo que se ha marcado; antes que nada, quiere hacerse una idea de las dimensiones de la ciudad. A la mañana siguiente sale pues a primera hora, se sube en un vagón del metro y circula hasta la estación término, donde el tren se vacía por completo. En el andén, cerca de las vías, ha decidido hacia dónde habrá de dirigirse en cuanto salga a la superficie: siempre alejándose del centro de donde procede, hacia el exterior, nunca en sentido contrario. Procura retener en la memoria la orientación de las vías para poder seguir el mismo sentido; esto le parece lógico pero los pasillos de las estaciones son tan sinuosos y complicados, con escaleras, giros, confluencias, que una vez arriba teme haberse equivocado cuando se decide, a pie, a afrontar lo desconocido. Para no perderse a la vuelta, bosqueja en su cuaderno los giros, cruces, edificios característicos que va dejando a sus espaldas.

Resulta ser un barrio periférico de lo más común, con unas murallas infinitas, cercados, chimeneas, gasómetros, calles anchas y sucias, monótonas casas alineadas de ladrillo vista, a lo lejos el gigante y sombrío perfil de una fábrica grande con su tejado en dientes de sierra sobre un fondo de cielo gris, el aire es fuliginoso, tiznado, ácido. Aquí y allá, tiendas de víveres, chamarileros, bazares, con una gran variedad de objetos de pacotilla en los escaparates. Por más que se aleja, la multitud sigue siendo densa, ¿acaso no habrá tomado la buena línea de metro? ¿O bien la red del metro se extiende hasta los confines de la ciudad, o más aún, puede que la ciudad se desborde de sí misma? Y los ciudadanos que viven aquí desde que nacieron, ¿cómo se sienten? Tal vez no se den ya ni cuenta de esta marabunta invasora, omnipresente, de las eternas colas, del tiempo que pierden, del curso vergonzosamente deplorable de sus vidas. Quizá no puedan imaginárselo de otra manera, están acostumbrados, para ellos es natural. ¿Puede uno acostumbrarse a todo esto?

La circulación de vehículos no es por allí tampoco menos densa. Budai trata de descifrar las matrículas, pero esto no lo lleva muy lejos: caracteres indescifrables se alternan con números de tres, cuatro o cinco cifras, ninguna referencia a la nacionalidad en los coches. Si supiera conducir, podría intentar hacerse con uno, es decir robarlo, y podría serle de alguna utilidad. Por desgracia no sabe, y robar, tampoco sabe. Pero con un coche, ¿podría llegar más lejos, así, sin mapa, en ese laberinto impenetrable de calles y plazas, en medio de esa circulación de hora punta todo el tiempo? Eso es harina de otro costal. Y de sopetón se percata de que en una tienda ha visto alguna que otra bicicleta, pero el dinero que le queda no bastará, y es dudoso que pueda sacarle partido, y que pedaleando no acabe dando tumbos igual que andando…

Sigue sin haber rastro de una estación, tampoco en este barrio, ni de puente de ferrocarril ni de algún terraplén, para así dejarse guiar por las vías. Es inútil también buscar un aeropuerto, y aunque de vez en cuando pase un avión sobre su cabeza no consigue determinar de dónde despegan y dónde aterrizan. Si la ciudad fuera puerto de mar, caminaría por la orilla tanto como fuese necesario hasta dar con los barcos: el mar es una vía libre, una puerta abierta al mundo. Hasta el momento no ha encontrado ningún río, ni tan sólo un canal o alguna vía de agua que pudiese conducirlo hasta el mar si la siguiera durante un tiempo, ya que antes o después en él ha de desembocar. Tan sólo ha visto algunos lagos artificiales en descampados entre edificios, con sus aguas estancadas, negruzcas, parecidos a los depósitos que se construyeron en su país durante la guerra. En una ocasión vio un estanque decorativo, redondo, en un parque por el que cruzó, no tenía desagüe y estaba invadido de papeles grasientos, botellas vacías y manchas de aceite.

Se pone de nuevo a interpelar a los transeúntes, les pregunta en qué dirección está el mar en varias lenguas, gesticula, con las palmas de las manos vueltas hacia abajo imita el movimiento de las olas, da brazadas como si estuviera nadando. Y luego les repite la palabra en toda una serie de idiomas, tantos como es capaz, incluso en griego:

—¡Thalassa! ¡Thalassa!

Es obvio y manifiesto que no lo entienden, nadie, y todo el mundo tiene prisa por dedicarse a sus ocupaciones y no pueden perder el tiempo que se requiere para desbrozar sus problemas y líos personales. Al cabo de un tiempo, a Budai se le agota la paciencia, se desanima, deja de hacer preguntas, la falta de éxito le crea complejos, la lengua se le traba. Ello no le impide continuar adelante, seguir su camino, en medio de una multitud incesante, impelido más por el instinto que por una voluntad consciente, una vez que se ha jurado que no va a abandonar la partida, que ha de jugarla hasta el final, con todas sus fuerzas, sea cual sea el resultado.

La niebla cae sobre las calles, fría y penetrante, formando en algunos lugares unos bancos que impiden ver a dos metros. Los vehículos encienden las luces y se ponen a circular al paso, se amontonan, gritos y concierto de bocinas, los motores se cansan al ralentí. Budai está especialmente pendiente de localizar algunos puntos de orientación fáciles de recordar para poder encontrar luego el camino de vuelta. El cono blanco de una gran carpa de circo refulge a través de las desgarraduras dispersas de las madejas de algodón que forma la niebla, y al momento vuelve a sumergirse en ella: todo ello ya no le interesa, de nada le sirve, ha de recorrer su camino en medio del gris-violáceo de los gránulos de la niebla. Más allá, un portal iluminado: ¿qué puede ser…?

Observa por un momento que los coches son ahora más escasos a su alrededor y que está, rodeado de pequeños resplandores vacilantes. Oscilan misteriosamente, parpadean en la penumbra que bruscamente se ha adueñado de todo. ¿Serán estrellas? ¿Fuegos fatuos? No consigue calcular su distancia debido a la falta de perspectiva del entorno tupido y confuso. Únicamente más tarde, después de haber tropezado con algunos terrones así como con algunas formas de mármol o granito, se da cuenta de que se ha extraviado y está en un cementerio, y que los resplandores son en realidad cirios y luminarias, ya sea sobre las tumbas o bien llevados por visitantes. Estos invaden en masa y en formación tan compacta los caminos de grava, todos y cada uno de los metros cuadrados entre sepulturas y mausoleos, que Budai se pregunta si por casualidad no será el día de Todos los Santos. ¿Pero cómo saber si las fiestas son las mismas en este país? Tal vez haya ido a parar sólo a un cortejo fúnebre, el difunto sea quizá una persona famosa, y por ello va acompañada de tamaña multitud en duelo. O bien, en esta ciudad, ¿incluso el cementerio es un lugar siempre tan frecuentado…? A lo lejos se oye una música, imposible saber de dónde procede, una música grave y compacta, como de órgano, tal vez con canto, lenta y parsimoniosa; tanto puede ser que venga de las alturas como de las profundidades. Los monumentos, hasta donde alcanza a percibirlo, envuelto en la niebla, son de formas y tamaños variados, algunos llevan esculturas o la fotografía del difunto, flores en jarrones, como en otros lugares; no hay cruces, en todo caso no las ha visto; las inscripciones están grabadas con los caracteres cuneiformes del país. No le dejan el tiempo necesario para estudiar debidamente la cuestión, lo empujan, la corriente humanan debe, de hecho, respetar ciertos trazados principales: se ve ya fuera del cementerio de manera tan inadvertida como cuando entró.

La niebla ha escampado. Aparecen unas viviendas obreras, unas casuchas decrépitas, todas igual de tristes, a las que les falcan tejas; delante, unos huertos minúsculos en parcelas no más grandes que un pañuelo, con unas pocas hortalizas para la cocina de casa. Más lejos, un muro de piedra con un portal en torno al cual se halla reunida una multitud, varios centenares de personas, pero no en fila como es habitual sino apiñadas, dándose empujones de forma ruidosa y excitada; todos quieren entrar, prácticamente toman el portal al asalto. Lo que mueve la curiosidad de Budai, atraído por la barahúnda que forma la aglomeración, es precisamente el saber qué cosa pueda haber allí dentro; y al instante, detrás de él, se amontonan nuevos curiosos; aunque lo quisiera, no podría ya zafarse. Avanzan despacio, el estrecho portal sólo permite filtrar a toda esa humanidad con cuentagotas, otros más se suman constantemente y empujan y comprimen a los primeros desde atrás. En el punto crítico la presión es tan fuerte que teme que lo asfixien o lo arrollen. Finalmente, ya del otro lado, tiene la sensación de haber pasado por un molinillo de carne.

Ha debido de entrar en un zoo, o más bien en un zoo de monos, ya que no se ven otras especies animales. En su lugar, hay una cantidad enorme de monos: hileras de jaulas llenas a rebosar. Y no menos visitantes, que deambulan de reja en reja, dando codazos para acercarse sobre todo los niños, pero también muchos adultos. En la medida en que Budai puede constatarlo con sus limitados conocimientos zoológicos, hay una representación de las más diversas variedades de monos: lémures, chimpancés, babuinos, un gorila gigante y unos diminutos uistitis, cercopitecos, gibones, macacos. Lo más sorprendente es que, aunque innumerables, son todos diferentes, al igual que tienen personalidades individuales, basta con observarlos un tiempo para ver que cada uno tiene su propio carácter, imposible de confundir: saltan, brincan, suben y bajan frenéticamente, se columpian, comistrejean con un aire preocupado, o mondan frutas, juegan, se rascan, se despiojan con desespero, ofrecen muecas vanidosas u obsequiosas, hospitalarias o repelentes, devotas y sabias, balbucean, gritan, silban, chismorrean, se parten de risa, dominan o se aburren, se odian o se quieren con locura, se abofetean y copulan, o bien se agazapan en un rincón, enfurruñados, soñando con las sabanas, con la libertad.

Hay toda clase de letreros, las jaulas están igualmente llenas de textos colgados, cortos o largos. A Budai, unas inscripciones menos numerosas o con menos verborrea habrían podido ayudarle más. En tal caso, en efecto, se limitarían sin equívocos al apelativo de la variedad del mono con quizá además el nombre en latín, como es costumbre en los parques zoológicos. Hallar los caracteres desconocidos, para él ilegibles, de este país no supondría entonces una especial dificultad, ello podría incluso darle la clave para descifrar su escritura. Si, por ejemplo, supiera el nombre en latín del babuino —resulta precisamente que lo recuerda: papio babuin—, le sería fácil deducir qué signo se corresponde con tal o cual fonema, y después reemplazar esos elementos en palabras nuevas, paso a paso se podría llegar a descubrir todo el alfabeto… Por supuesto, pero son tantos los letreros que pueden también ser avisos varios, instrucciones referidas, por ejemplo, a la prohibición de dar de comer a los animales, o explicaciones sobre su localización, su modo de vida u otros datos característicos de la especie, e incluso las referencias del fabricante de la jaula, la prohibición de tirar restos o de fumar, así como numerosísimas otras posibilidades. A partir de una profusión de escritos tal, le parece casi una tarea desesperada el poder identificar aunque sólo sea el nombre de un mono, mirándolo desde detrás de los barrotes, en particular en latín, suponiendo que exista tal mención.

Una larguísima cola aguarda asimismo delante de los aseos pintados de verde, en doble fila, por separado hombres y mujeres; no puede evitarlo, se ve obligado a esperar el tiempo que haga falta… Un poco más tarde, desde lo alto de un puente que, por la razón que sea, hace pasar una carretera por encima de otra, vislumbra más abajo unas piscinas. Son varias, pequeñas y grandes, y a pesar del tiempo frío e invernal, están repletas de bañistas, lo cual tampoco impide que lleguen otros más, que se zambullan, salpiquen, todo ello en un jaleo permanente. Se cuelgan y balancean del trampolín en racimos. Busca con la mirada el emplazamiento de la evacuación de las aguas residuales en la medida en que el vapor no le impide demasiado la visión, pero no consigue ubicar alrededor de las piscinas ninguna canalización ni conducto para el vaciado, o algo parecido; los desagües deben de estar soterrados.

El barrio se vuelve luego cada vez más y más periférico, las casas empiezan a escasear, alternan con descampados y prados, aunque el tránsito de automóviles apenas disminuye. Se ha levantado la niebla y el tiempo es seco y frío, el disco del sol muy contrastado, de un color púrpura oscuro, aparece durante algunos minutos en un cielo poco límpido. Por aquí y por allá el paisaje está sembrado de chozas construidas con restos de autobuses aprovechados, cerradas de manera estanca con tela alquitranada; a lo lejos, el horizonte está delimitado por la masa alargada de un escorial de color óxido.

En determinado lugar los transeúntes se amontonan, lo mismo ocurre en la calzada, los vehículos se hallan aglutinados en una masa tan densa que ya no se puede avanzar si no es con gran dificultad, valiéndose de los hombros y de todo el cuerpo para abrirse uno camino en esa marea humana: tiene que haber un motivo o un obstáculo que cause este embotellamiento. Budai no se resigna a él, considera que tiene más prisa que los demás, empuja atropelladamente a cuantos puede, ha aprendido que éste es el único medio. Al cabo de diez a quince minutos de esfuerzos complementados con patadas y puñetazos, consigue meterse en la masa hasta la fuente del bloqueo.

Se está haciendo cruzar la carretera a un rebaño bovino, los animales pasan con un mugido prolongado, los boyeros los guían con latigazos repetidos y con la ayuda de unos perros, acompañándose de melopeas: unos tipos con botas de caucho, cazadora de cuero o de pana, unas monteras con mucho ruedo, o boinas, medio cowboys, medio vagabundos del extrarradio… Budai, plegándose a la inspiración del momento, se junta con ellos, sale de la carretera y pisotea la hierba caminando a la altura de los animales, como si formara parte de los acompañantes, por más que su vestimenta no se parezca en nada a la de los otros. En ese momento no sabría explicar por qué actúa de tal manera, pero en definitiva el camino que ha de seguir le da igual, siempre y cuando le permita salir de la ciudad. Nadie le pregunta nada, avanzan, a decir verdad, por una nube de polvo, una confusión y un desbarajuste absolutos, de vez en cuando algún toro un poco bravo intenta escapar, los vaqueros y los perros tratan, con un esfuerzo conjunto, de darle alcance: zafarrancho general en medio de gritos y ladridos de excitación.

Afluyen por un arenal, más adelante cerca de un aserradero donde se corta madera con un ruido estridente; luego, de nuevo por una zona habitada donde los cascos de las bestias resuenan sobre el adoquinado dejando un eco sordo a su paso. Por último, toda esta feria en movimiento es conducida a un cercado, y desde ahí, al otro lado, a un edificio constituido de unos arcos elevados. Budai no se arredra, en parte por curiosidad, en parte llevado por su ímpetu. Se percata de que el rebaño ya se ha recogido, adentrándose entre los pilares del amplio espacio, pero no alcanza a ver las cabezas de las reses, que deben de estar ya más adentro, en otras dependencias. Bestias y hombres llenan por completo el lugar, pero al lado de los vaqueros están ahí también unos obreros con delantal de tela que van a lo suyo; el guirigay se hace cada vez más obsesivo, las paredes, desnudas, reenvían el eco de cada grito, el aire caliente está impregnado de un repugnante olor a carne. No cabe duda posible: está en el matadero.

Todo este barullo ondulante y ruidoso va a parar a una gran sala iluminada por ventanales abiertos en el techo, el suelo está encarnado y resbaladizo debido a la sangre fresca. Los animales han de presentir su final, cuanto menos por el olor a sangre, se resisten y patalean con una impotencia amarga pero no tienen escapatoria, y por detrás los sigue y aguijonea el flujo incesante del resto de la manada. En cuanto le llega el turno, el animal es rodeado por un grupo de hombres robustos que se forma abruptamente; el uno lo agarra por los cuernos, el otro lo sujeta con una cuerda y lo fuerza a separar las patas agarrotadas. El que lleva la maza de jifero lo mata por atrás, de un golpe en el occipucio: el pobre animal se desploma al momento, las patas se le doblan como un acordeón. Abatido en el suelo, le asestan un segundo golpe en la frente, pero aún debe de quedar vivo un buen rato, desplomado sobre el costado, yace ahí sobre el pavimento, una serie de convulsiones sacuden sus patas, se arquean hacia arriba; aun después de que le hayan agujereado la garganta para desangrarlo, su triste mirada de mártir se vitrifica, pero con una atroz lentitud.

Budai querría no mirar, pero mire donde mire, no hay sino bestias moribundas tendidas, diez, veinte o treinta, y ya las están remolcando más lejos, las despellejan, despiezan, y otras ocupan su lugar bajo la maza; éstas también son sacrificadas, traen otras más, sin final, de manera interminable, como si todos los bovinos del planeta estuvieran agrupados aquí… No puede dar media vuelta, seguramente la manada que afluye lo aplastaría, ha de seguir hacia delante, pasar por todas las etapas de la carnicería a través de pieles y tripas, tropezando con vísceras y órganos cortados, chapoteando en sangre y en los efluvios de la sangre, en medio de carniceros con la ropa ensangrentada, muros y paredes mancillados de sangre: nota que va a desmayarse si no logra escaparse cuanto antes.

Finalmente logra salir de aquel lugar y va a dar a un rincón del patio. Las puertas se abren hacia unos talleres de transformación, de elaboración de salchichas, morcillas y otros embutidos; unas máquinas trinchan y mezclan la carne. Por más que todo lo de la maza de jifero queda ya a sus espaldas, y que la carnicería masificada cobra poco a poco el aspecto de una producción industrial de carne, no consigue liberarse de las imágenes percibidas allá adentro. Le tiemblan las rodillas, las fuerzas lo abandonan hasta el punto de que ha de apoyarse en una balaustrada para no desfallecer… En la desesperación de su soledad, para buscar compañía en medio de esta conmoción moral, evoca a la ascensorista encendiéndose un cigarrillo en la última planta; la siente ahora muy cerca de él, experimenta una necesidad casi viral de agarrarse a ella, aunque sólo sea en pensamiento. Sin embargo, no sólo es incapaz de compartir con ella la pesadilla que acaba de vivir, sino que ni siquiera sabe qué nombre ha de darle, a falta de una elemental comunicación: ¿Bebé, Teteté, Epepé?

Abandona el patio del matadero por una puerta trasera y prosigue su camino a lo largo de un badén. Observa si el agua corre por él, pero las hojas secas que hay en la superficie ni tan sólo temblequean, el agua está estancada en el lecho, cenagosa, oliendo a fermentado. Luego, el barrio vuelve a ser, de forma sorprendente, más urbanizado, se multiplican los edificios, en una esquina de calle se alza incluso una torre moderna. ¿Habrá tomado, a pesar de todos los pesares, una mala dirección al salir del metro, o bien se habrá desviado más adelante y estará, pues, yendo hacia los barrios del centro, de los que deseaba alejarse? ¿O bien aquello es ya una ciudad distinta, que se junta casi con la otra?

En la acera, frente a una tienda de calzado, un muchacho con las piernas paralíticas toca el violín en una silla de ruedas. Pero es igual de posible que esta escena no la viera aquel día sino la vez siguiente, cuando intentó de nuevo escapar de la ciudad: en su cabeza, los días se confunden. La funda vacía del violín está puesta sobre los adoquines, cerca de la silla, y lleva fijada una notita de cartón con algo escrito. Budai intenta adivinar lo que dice, deduciéndolo de la situación y del ambiente. El texto de la nota debe de ser emotivo porque los peatones que, también aquí, invaden las calles en masa, depositan con frecuencia monedas en la funda, también ve monedas fuera, dispersadas; un círculo humano de elevada estatura escucha al músico, obstruyendo el paso. Toca medianamente bien, tiene un buen dominio de la técnica del instrumento, debe de ser un músico profesional, esto sea tal vez lo que ponga en el letrero. Toca una extraña melodía, desgarradora por su simplicidad, una melodía pura y densa, dolorosamente nostálgica de un país lejano, así es cuanto menos cómo Budai la percibe: aminora la marcha, se suma a los curiosos. El violinista tan sólo ejecuta una tonada, siempre la misma, y en cuanto la termina, vuelve a empezar. Sus piernas esmirriadas, enclenques, sus pies pequeños con unos calcetines minúsculos, cuelgan del asiento, balanceándose; con unos mofletes un poco abuhados, unos mechones caídos sobre la frente, se inclina siguiendo el arco, tocando siempre lo mismo, incansablemente, no mira hacia ningún lado, no se preocupa de nadie, su mirada vacía se desliza por encima del instrumento; ¿será ciego?

Visto el efecto causado en el público y los óbolos que se acumulan, Budai infiere que el cartel tiene, más o menos, que hacer saber que el joven minusválido se encamina hacia una carrera artística, pide ayuda para seguir sus estudios, que ha tenido que interrumpir por razones financieras. No hace más que imaginar el significado, y aunque esté en efecto escrito en el cartel, podría también tratarse de una simple picardía, uno de esos trucos habituales para apiadar a ciudadanos crédulos. A pesar de todo, Budai se ha conmovido, está emocionado. A decir verdad, se halla en un estado de total avasallamiento, de abandono, sin defensas, no sabe ya ni desde cuándo, cada vez más y más sólo en medio de los incontables habitantes de esta jungla de piedra, hormigón y ladrillos… Aun cuando se haya jurado a sí mismo que a partir de ahora va a ahorrar hasta el último céntimo y no gastar más de lo estrictamente necesario, echa, él también, una moneda al violinista.

Se envalentona a ir más lejos, siempre hacia adelante. Las calles, que van siendo más estrechas, evocan la atmósfera de un casco antiguo, hay semáforos de tres colores en los cruces, por aquí y por allá casas antiguas con la pátina del tiempo, y luego aparecen numerosas ruinas: una torre o una antigua fortaleza con varios pisos, igual que algunas que ya tiene vistas. La caminata lo ha fatigado mucho, pero no se ve por ningún lado un parque o un banco en que poder sentarse.

En busca de un lugar para reposar, entra en un edificio con una bóveda acristalada, campanario y cúpula, en su majestuoso frontispicio cuatro grandes relojes de pared indican unánimemente la misma hora, detrás se adivina una inmensa sala alargada, la multitud desborda continuamente en ambos sentidos por las puertas frontales y laterales. Esta arquitectura tiene alguna cosa que le resulta familiar, la misma que en todas partes en el mundo: con un latir del corazón bruscamente acelerado, Budai se huele algo a su alrededor… ¿Habrá, en verdad, llegado a la estación de trenes? Pero en el interior, en ese espacio monumental parecido a un hangar, que corona, cual una chapa, un techo acristalado con vigas a vista, ni andenes, ni coches, ni locomotoras, y además el bullicio y el movimiento adentro son radicalmente distintos a los de una estación. Sin embargo, globalmente, al menos desde el exterior y en sus grandes líneas, si se observa más detenidamente, incluso el trazado del edificio posee, hasta el punto de confundirse con ella, todas las características de una estación ferroviaria, de manera que no puede impedirse suponer que ésa fue la vocación inicial del edificio y que can sólo con posterioridad fue destinado a otro fin. ¿Destinado a qué?, no sabría decirlo de entrada; esa sala espaciosa repleta de gente se parece a cualquier sala de pasos perdidos. A izquierda y derecha, ve unos largos pasillos de columnatas con grupos de personas paradas que murmuran en silencio y que se aglomeran más a proximidad de las puertas, en cambio sigue sin haber ningún asiento.

Puercas acristaladas abren hacia otros locales más pequeños, valiéndose de hombros y codos es posible acercarse lo suficiente como para echarles una ojeada. Un hombre con un hábito oscuro sobre una tarima, frente a él; hileras de bancos para los oyentes. En otro extremo, en un rincón, una construcción que recuerda un púlpito, desde el cual habla una negra con una cabellera cardada y oscura y un traje de chaqueta azulado; más lejos, un hombre aleo y delgado vestido con el uniforme de paño marrón. En un primer momento cree estar en una escuela o una universidad, y éstos son los alumnos que está siendo preguntados, mientras que el hombre en el estrado es el profesor, y todos los demás, estudiantes. Pero, en este caso, ¿por qué llevan, todos, el abrigo puesto y cómo es que se tolera esas constantes idas y venidas? Pero está realmente demasiado cansado para reflexionar. Escoge una sala al azar, entra y toma siento en el extremo de la última fila.

En la tribuna, un hombre bajito, de aspecto insignificante, está explicando algo, lenta y dificultosamente, a trompicones, embrollándose en su papel de orador público, que es manifiestamente inhabitual en él. De vez en cuando, desde un banco de la primera fila, un hombre vestido también de oscuro le formula preguntas, e inversamente el orador es ahora él. Budai comprende entonces que es evidente que se halla en un tribunal, y muy probablemente en la sala que trata de los asuntos civiles, a juzgar por las circunstancias, el tono, la atmósfera. Aquel al que ha tomado por un profesor es, con toda evidencia, el juez; el individuo que hace las preguntas, tal vez un abogado o un representante, y en la cátedra o pulpito, el demandado, el demandante o quizá un testigo citado. Sin embargo, le costaría lo imposible entender algo de todo lo que han perorado en su jerigonza voluble. Tampoco es que se concentre, en verdad, demasiado, ha estado andando sin parar toda la mañana, cabría decir que desde hace varios días; está agotado por esa sempiterna marcha forzada, los párpados se le cierran; se amodorra.

Lo despierta la mujer que tiene sentada a su lado, quien interpela en voz alta, por encima de las cabezas del público, al orador que está en el estrado, probablemente hace comentarios sobre lo que acaba de ser dicho. Esta mujer debía ya de estar antes en la sala, pero Budai no se fijó en ella: usa lentes gruesos, tiene los párpados enrojecidos e hinchados como si hubiese llorado mucho. Por lo demás es bastante hermosa, no pasará de los treinta, lleva un sombrerito verde sobre un moño rubio, unos labios bien recortados denotan la sensualidad que esconde detrás de su emoción, sus formas, llenas, nítidamente dibujadas bajo su vestido, la hacen deseable. Está a todas luces conmocionada por el habla entrecortada del orador, se le han subido los colores a la cara debido a la excitación, tiene la boca entreabierta, dispuesta a intervenir; ¿será aquél el marido? ¿Es acaso una vista de divorcio?

A una nueva pregunta del abogado de la primera fila, el hombre replica con una sola palabra, en un pronto inhabitual en él, y entonces estalla el escándalo. El público se prodiga en reproches sordos, en la primera fila, una mujer de edad salta de su asiento, gesticulando con su paraguas, el jaleo de los asistentes es el no va más, el juez sacude la campanilla. No consigue, sin embargo, apaciguar las pasiones desencadenadas. La vecina de Budai rompe en sollozos, un caballero de pelo cano y mentón coronado por una barba imperial, se dirige al estrado señalando patéticamente a la mujer en llanto. Aparecen unos ujieres, intentan calmar los ánimos y que los presentes en la audiencia vuelvan a ocupar sus lugares, la campanilla del juez no deja de repiquetear. En ese momento, la dama del sombrero verde, indudablemente una de las principales afectadas, se despega de su asiento cerca de Budai, se abalanza hasta la tarima y se lanza al cuello del declarante. Éste, torpe y tímido, trata de retenerla, la mujer pierde el equilibrio, grita, la confusión es total. El que parece más perturbado es aquel hombrecillo insignificante, que entorna los ojos, pasmado; intenta dar alcance a la mujer, su mirada es dulce y tierna como nada permitiría preverlo.

En esta ocasión, excepcionalmente, Budai ni tan sólo intenta comprender los detalles nimios de la escena. Aunque hablase su lengua, no entendería probablemente gran cosa; un asunto privado, desesperado e inextricable, que no le concierne y que no desea conocer. Así pues, se levanta y, abriéndose camino a través de la aglomeración que obstruye la puerta, abandona el lugar.

Una vez en la calle, mira una vez más el frontispicio tan característico de aquel edificio, y ello le incita a pensar que si, en sus inicios, fue destinado a estación, entonces es posible que las otras estaciones de la ciudad, al menos parte de ellas, puedan estar situadas en el mismo arco de circunferencia, en la misma avenida, como en Moscú, ¿y por qué no va a poder hallar una que no haya sido destinada a otro uso? Las probabilidades son escasas, sin duda, pero vale la pena explorarlas, y no se le ocurre otra idea mejor: emprende, por tanto, esa búsqueda hipotética. Sin embargo, la calle por la que ha echado a andar desemboca enseguida perpendicularmente en otra aún más estrecha; se pregunta, desamparado, por dónde continuar… Ya que podría perfectamente darse el caso de que las estaciones estén dispersadas de manera caprichosa, aparezcan en los sitios más inesperados, como en Berlín, París o Londres. O bien, incluso, ¿podría ser que hubiera sólo una estación central que agrupara por sí sola el grueso del tráfico ferroviario, como es el caso en Amsterdam, Frankfurt o Roma? ¿O a lo sumo, dos, como en la ciudad de Nueva York, la Grand Central y la Pennsylvania Station?

Más allá, en una plaza, entre tejados, se levanta una iglesia grande y anchurosa, apretujada en medio de las casas circundantes. Parece una catedral antigua, un monumento histórico, aunque bastante ecléctica con sus múltiples campanarios, el monumental adorno de la cúpula, sus arcos y bóvedas, sus pilares, su ornamentación esculpida, su lacería: resultaría difícil aventurar cuándo fue construida, tal vez durante varios siglos, como suele ocurrir con las catedrales. En la puerta principal hay gente haciendo cola para entrar, una cola larguísima, de dos hileras, esa serpiente humana se repliega a lo largo de una de las naves, se pierde de vista detrás de la iglesia… Piensa que, puestos ya a estar aquí, le dedicará su tiempo a visitarla; otea a lo lejos el extremo de la cola, y se añade a ella.

Unas palomas andan correteando por allí, revolotean en bandadas, impertinentes, en cuanto avistan migas de pan en alguien, no esperan a que se las ofrezcan, acuden a picotearlas directamente a las manos de la persona, se encaraman sobre sus hombros, sobre su cabeza, dando arrullos, vuelan de aquí para allá formando nubes, perdiendo plumas, ensuciándolo todo. Budai intenta entablar conversación con la vieja que lleva un cuello de pieles raídas y lo antecede en la fila, y que se dedica también a dar de comer a las aves, pero o bien la ha abordado con excesiva timidez, o bien es que no oye, en cualquier caso, sencillamente, no ha reaccionado; siembra sus migas, llama a las palomas, deja que se le suban y la recubran por completo… Ni tan sólo es posible adivinar si aquella multitud de visitantes desea entrar en la iglesia por prurito religioso o por curiosidad hacia un edificio de renombre.

Cuando, pasado un buen rato —ya no está pendiente de saber cuánto, su noción del tiempo se ha difuminado—, al fin llega a la entrada, espera encontrar folletos explicativos como los que a menudo se venden en lugares similares a éste. Pero en el nártex, por detrás de los amplios batientes del portón, la marcha, hasta aquel momento disciplinada, de los aspirantes a la visita, se desboca, asaltan todos a la vez, en desbandada, los puestos de los vendedores que están allí instalados. En la medida en que la avalancha le permite concebirlo, se venden aceites, ungüentos, así como otras cremas o pomadas sospechosas, verosímilmente productos consagrados al culto local, o cuanto menos, accesorios para el mismo, y también cirios, incensarios, de todo salvo documentos descriptivos. Pisándose y aplastándose unos a otros, los visitantes se abalanzan sobre la mercancía, y en cuanto alguien consigue hacerse con un bote o un frasco, se precipita en sentido contrario, dando codazos y rodillazos, asido a su botín. La encantadora anciana que antes daba de comer a las palomas se ha transformado en una auténtica amazona, reparte sin miramientos paradas a todos cuantos le cierran el paso; en el revoltijo, las pieles que lleva al cuello resbalan hacia atrás y ondean a sus espaldas igual que un estandarte.

El espacio interior, de una arquitectura inextricable que cuesta abarcar de una sola ojeada, parece estar repleto de feligreses, de sus murmullos y sus rezos. Deben de estar celebrándose varios oficios de forma simultánea, en todo caso las nebulosas humanas que se aglutinan dan fe de ello, se acumulan en torno a unas siluetas ataviadas con birrete y toga, que cantan o recitan en voz alta, probablemente sacerdotes. La superficie de las paredes está, toda ella, prácticamente recubierta de frescos, cuadros, pinturas o mosaicos, y se ven también por todos lados esculturas, estucos, bajorrelieves, baldaquinos, compartimentos, alcobas, arcos y bóvedas, ornamentos cincelados y dentados, dorados, esmaltes, marfiles, vitrales; en el suelo, marqueterías de mármol, gruesos tapices, lucernas de mucho peso, auténticas obras maestras de orfebrería, todo ello en un amontonamiento y una riqueza inimaginables que, de momento, no consigue pormenorizar. Se esfuerza en determinar si hay marcas de un estilo dominante en esa resplandeciente maraña, pero como carece de competencia acendrada en la materia, no consigue hacerse una idea, no es ni románico, ni renacentista, ni barroco, ni nada de nada, y sin embargo tampoco puede excluirse ninguno de estos estilos. A primera vista, le es incluso imposible decir en qué religión o en qué saga estas imágenes, estatuas y ornamentos hallan sus temas: hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, las más de las veces vestidos a la antigua usanza, con hábitos de burdo sayal y capirote, sotana, diversos grupos o composiciones, escenas de caza, ciervos, gamos, jaurías, leones, lanceros y arqueros, un caballero con armadura luchando contra una serpiente; es todo cuanto constata de entrada. No obstante, incluso siendo poco ducho en iconografía, no es ni una iglesia ni una sinagoga ya que no ve ningún altar, ni crucifijo, ni estrella de David, y tampoco es una mezquita, el Corán prohíbe además la estatuaria. Y si hubiese aterrizado en una especie de pagoda oriental, se daría cuenta de inmediato gracias a la imagen característica de Buda sentado o de Shiva, la de los múltiples brazos… Está claro que éstas no son más que observaciones negativas, y no quedan excluidos otros tipos de templos. Las inscripciones visibles en las paredes y otras partes están, aquí también, en esos caracteres de tipo rúnico, los signos quizá sean aquí un poco más contorneados, arcaicos. El lenguaje de su liturgia, ¿tendrá acaso la misma relación con la lengua viva que la del latín con el italiano, o el eslavo con el ruso contemporáneo?

El oficio es raro y violento; Budai se suma a uno de los corros que se halla no lejos de la entrada. Advierte, entonces, que cerca de allí, sobre una especie de mesa cubierta con una tela oscura, yace una mujer muy corpulenta, asimismo adornada, rodeada de flores; está inmóvil, muerta. Tiene unos carrillos gruesos y bermellones, probablemente maquillados, un cuello largo, sotabarba, unas manos rechonchas con hoyuelos, que descansan cerca de su cuerpo, con unos anillos de oro incrustados en los dedos. Es curioso que la concurrencia, que está allí claramente para acompañar a la difunta, le dé la espalda, escucha al oficiante, el cual, situado frente a ellos, exhibe en aquel momento un gran recipiente metálico con una cadena tintineante, como una especie de tetera; de repente adopta una voz de lamento y de salmodia. Los fieles hacen lo propio, gimen, vociferan, algunos se echan al suelo y se golpean la frente contra el embaldosado, con el peligro de hacérsela pedazos. Sin embargo, no cesan en sus lamentaciones, sus jeremiadas se elevan por encima de las bóvedas, llenando todo el espacio, y se funden con otras letanías venidas de otras partes. Algunos lloran, una mujer escuchimizada, con un pañuelo negro en la cabeza, tiene un vahído y queda tumbada en el suelo; hay que ayudarla a salir a través de la muchedumbre.

Unos muchachos con brazaletes rojos hincan cirios ardientes alrededor de la muerta, pero la concurrencia sigue sin prestarle atención. Tienen la mirada clavada en el sacerdote, que abre los brazos con tanta amplitud que las anchas mangas de su casulla dejan al descubierto sus antebrazos; cierra los ojos, y en un estado de beatitud transfigurada, rayana en el éxtasis, da dos veces un grito idéntico con una voz sonora, argentina. Quizá no sea exactamente el mismo sino parecido, pero ambos resuenan conjuntamente, igual que dos versículos rimados:

¡Zobromou, prohodrouTuridumi modonou…!

El efecto producido en el auditorio es de una excitación desmesurada, hasta el punto de que incluso los que hasta aquel momento no eran sino espectadores mudos, prorrumpen en sollozos, gritan, casi todos se prosternan, aunque se enmarañan por falta de espacio. Un viejo alto y enjuto se arranca la capa y, acto seguido, el resto de la vestimenta, el chaleco, la camisa, el pantalón, las botas, y se queda finalmente ahí en medio con un calzón largo a cuadros, el pecho desnudo recubierto de un vello denso y canoso, unos ojos dementes salidos de órbita por la fiebre.

Otros se desvisten igualmente a pesar del frío, mujeres y muchachas también, ofreciendo su desnudez como posesas… De manera extraña, el espectáculo no produce en Budai ni emoción ni sorpresa; se ve embargado, también él, por la contagiosa ebriedad del recogimiento. Se sorprende a sí mismo cuando le entran ganas de echarse también al suelo, sobre el mármol, con los demás, de quitarse los zapatos, de aflojarse el cuello de la camisa, la corbata. Le invade una alegría extática e inocente por el hecho de estar allí, de poder darse en ofrenda, de fusionarse con la gran comunidad de los creyentes.

Alguien enciende, delante, un incensario, el sacerdote lo eleva sobre su cabeza y lo balancea. Entonces, como si sólo estuvieran esperando esa señal, se precipitan hacia él, formando incluso de entrada, en su éxtasis religioso, hileras de a dos. Algunos intentan colarse lateralmente en la fila para alcanzar antes su meta, pero los otros no les dejan, los apartan, se forma una auténtica lucha cuerpo a cuerpo por coger sitio. Un caballero regordete tocado con un bombín gesticula con su bastón, lo aplastan y pisotean de forma salvaje, él patalea y grita con todas sus fuerzas, en vano, como un gorrino.

Todo este tumulto con el fin de poder, una vez llegados ante el sacerdote, acuclillarse a sus pies y besarle los zapatos, que le sobresalen por debajo de la sotana. Son unos escarpines negros y acharolados, que otrora fueron brillantes pero que ahora son completamente mates debido a tantas bocas que se les han amorrado. A su vez, Budai hace como que se agacha, y se limita a simular un beso con desgana, hacerlo de verdad le repugnaría bastante. Se dirige al sacerdote en griego y en latín, hablando rápido, pero con suavidad y brevemente, aprovechando el poco tiempo que tiene a su disposición, luego en hebreo y en eslavo, es decir en lenguas que se usan en los oficios religiosos, y que cabe pues suponer que son conocidas por una persona instruida en teología. El sacerdote se queda de piedra, inmóvil, nada en su rostro hierático, de un rojo como de bronce, y pesado, denota ninguna comprensión. Sigue balanceando el incensario, que mantiene sobre su cabeza; durante ese tiempo Budai se ve ya empujado más allá por el busto del siguiente, un hombre bajito de aspecto bonachón y rasgos achinados, pelado al cero, con unos mostachos caídos; Budai ha de cederle su sitio y permitirle prosternarse entre besos sobre los zapatos negros de charol.

Por un momento se percata de que el oficio está terminándose, el público se desmiembra, Budai se deja también arrastrar por la tupida corriente que forman los visitantes de la iglesia. Está cansado, no tiene ya la energía necesaria para reanudar sus tentativas de obtener información, se deja ir a la deriva, como los demás. El río humano se bifurca hacia una escalera de caracol que lleva, por una suave pendiente, hacia la parte de arriba, donde está también todo lleno de gente. Escoge esta vía, trepa más y más alto, siempre dando vueltas en redondo, está ya sin aliento, con los pies entumecidos, pero los demás avanzan con rapidez, por las buenas o por las malas se ve obligado a seguirles el ritmo; lo impele también la curiosidad de saber a dónde van.

Mucho después, no sabe ya después de cuántas vueltas, la progresión cambia súbitamente de dirección. Han llegado a un corredor circular cubierto por un inmenso techo abovedado en forma de campana: están dentro de la cúpula. A través de una larga balaustrada que bordea el pasillo, uno puede dirigir la mirada hacia la profundidad, hacia el tropel que se mueve a paso de hormiga entre ochenta y cien metros más abajo. Visto desde allí arriba, no es más que una masa gris, negruzca, indiferente e impersonal, carne de salchicha viva y ondulante. Mirar hacia arriba es, sin embargo, mucho más vertiginoso, hacia el seno cada vez más estrecho de la cúpula, resiguiendo las aristas curvadas, hasta el vértice, que aparece en una lejanía que da escalofríos. Está por lo menos dos veces más alto que su punto de observación.

Hay que dar la vuelta entera, o casi, a ese pasillo, unas flechas indican el sentido. Otra puerta que cruzar, más peldaños que subir, marcadamente más estrechos y empinados que los anteriores, se siguen por tramos sucesivos en la pared del edificio. Al final ya no hay escalinata sino una simples escalerillas, unas pasarelas estrechas, una subida peligrosa; su escalada resulta cada vez más difícil y agotadora, una auténtica acrobacia. Pero le sería imposible dar media vuelta, le siguen otras personas, y a éstas, otras, en fila india, no se ve el final, hasta lo más lejano que alcanza a ver bajo sus pies.

Calcula que ya no debe de estar muy lejos de la cumbre, ya que la última escalerilla vertical le ha permitido llegar a un pequeño local esférico con múltiples ventanas. Aquel lugar seguramente corresponde a esos compartimentos cilíndricos con los que los arquitectos recubren el orificio superior de las cúpulas, a fin de dar luz al espacio inferior y que, según su memoria, los especialistas denominan «linternas». Más arriba, en el remate, sólo hay un sombrerillo o capuchón de vidrio, el punto culminante de la iglesia. Lleva hasta él una escalera de cuerda, solitaria, en la que sólo cabe una persona, o mejor dicho, un solo busto si uno está arriba, en el piso superior. La falta de comodidad está ampliamente compensada por el panorama que se abre sobre la ciudad.

Cae la noche: el cielo se tiñe de forma casi perceptible con los colores de la tinta. Resulta, sin embargo, difícil determinar si se trata de nubes contaminadas por humo y hollín o bien que amenaza tormenta por encima de los tejados. La ciudad se extiende por un terreno llano y sus límites rebasan los del horizonte, poco importa hacia dónde se dé la vuelta ya que no consigue ver los límites. Casas, manzanas de casas, calles, plazas, torres, unos barrios antiguos y otros modernos, unos edificios sifilíticos, azotados por tempestades y temporales, y rascacielos de mármol, relucientes de nuevos que están, avenidas y callejuelas, fábricas, talleres en fila, gasómetros, y la edificación amplia y deforme de los mataderos; la reconoce de muy lejos. Y chimeneas, chimeneas por todas partes a las que mire, cual largos cuellos de hidra ahí erigidos, que vomitan hacia el cielo unas humaredas blancas, negras, amarillas, de color malva. El viento las atrapa, las mezcla formando unos nudos desastrados al tiempo que va acosando algunos jirones desde su puesto de guardia; es un viento frío y agresivo, que sitia la cúpula rugiendo de tal manera que la estructura suspira y cruje, la cúspide oscila sensiblemente. El viento consigue atravesar el hueco acristalado en el que se cobija Budai, que tirita de frío pero permanece ahí, no consigue desprenderse de aquella cautivadora imagen.

En vano busca vías férreas o estaciones, y además, al caer la noche se van cubriendo los detalles con un manto cada vez más espeso. De nada le sirve abrir los ojos como platos, no da con ningún río, ningún puente, tampoco; ni con la orilla del mar. La única superficie con agua que devuelve un rayo perdido de un sol tardío es el espejo de una de las albercas para almacenar agua, como las que ha visto al pasar, y que se sumerge de nuevo en las profundidades del agua velada… Únicamente entonces descubre dónde están en realidad aquellos descampados que cruzó y que creyó que marcaban la salida de la población. Los capta en el último minuto, antes de que los sumerja la nada: es una estrecha franja o cinturón de color verde mustio y marrón, insertado entre barrios muy poblados, tanto por este lado como por el otro. Pero saber lo que se supone que separa y de qué separa, e incluso si tiene esa función de separación, es algo acerca de lo cual Budai no puede hacerse la más mínima idea… De manera que no es que haya avanzado mucho, que digamos, en la comprensión de si es que ha llegado hasta otra ciudad o bien se halla aún en la misma.

Sea como fuere, una vez llegado hasta allí, decide no ir más lejos. Ello no se debe a la fatiga, no le impediría continuar; es de carácter tenaz y resistente, suele entrenarse en varios deportes, tiene por costumbre no ahorrarse esfuerzos ni quejarse antes de alcanzar la meta. Pero sabe que, partiendo de esa iglesia, aún es capaz de encontrar el camino hasta el hotel; desde más lejos, sobre todo de noche, probablemente ya no: no conseguiría ni memorizar ni anotar en su cuaderno todas las referencias que habría que recordar. Y además, aun suponiendo que hubiera llegado hasta otra ciudad, ¿dónde está la garantía, en virtud de qué cabría esperar que le fuera más fácil orientarse en ella? Tanto más cuanto que la lengua, la escritura y todo lo demás son aquí los mismos que allí, también la avalancha, las prisas y la indiferencia de una multitud incontable.

Habría que volver a empezar todo desde el principio, orientarse, aprender la circulación, así como los medios para satisfacer sus más elementales necesidades. El modo de vida modesto y restringido, que ha logrado adquirir con tanto esfuerzo, se echaría a perder. Aquí no tendría un mal sitio donde caerse muerto, ya que si se viese obligado a ello, ¿a quién y cómo pediría refugio para pernoctar, dónde le darían cobijo…?

Progresivamente se enciende el alumbrado público, por lo general todas las farolas de una manzana de casas o de una calle al mismo tiempo. Poco a poco, el mapa de las luces nocturnas va componiéndose sobre un fondo azul-grisáceo. No ve por lado alguno un límite; a lo lejos, allí donde las alineaciones y agrupaciones de farolas se confunden entre sí, una serie de manchas nebulosas o vías lácteas dejan entrever una sucesión como la de las estrellas que se hallan a millares y millones de años-luz, parecen como compactadas en el espacio… Budai ha vivido toda su vida en la ciudad, es para él el único marco soportable para la existencia, el trabajo, sus costumbres, su ocio; siempre le han atraído las grandes metrópolis de este mundo. Aun cuando, aquí, las dimensiones le horroricen y constituyan prácticamente para él una prisión, no puede negar la inmensa belleza de esta ciudad. Desde allí arriba, podría casi hasta decir que le gusta.

Desde que llegó, Budai ha ido haciéndose con diversos textos que le permiten estudiar la escritura del país. Dispone, en primer lugar, de esa especie de reglamento interior, que ya ha analizado, colgado en la pared de su habitación, en el hotel. Luego tiene un diario, lo compró el primer domingo en el barrio de las atracciones de feria, y desde entonces aún no ha tenido tiempo de mirarlo. Pero quiere concentrar sobre todo su atención en la factura del hotel, que es, de momento, el único documento en su poder del que puede más o menos conjeturar el contenido. Constató, ya con anterioridad, que las rúbricas estaban anotadas únicamente en números, y no con letras, y sin embargo considera que merecería un estudio más a fondo.

En la parte de arriba del formulario salta, ante todo, a la vista el número 921, agazapado entre caracteres ilegibles. Éstos significan claramente el destinatario, puesto que es el número de su habitación, pero de esto a saber si el resto es su nombre y apellido, suponiendo que en el hotel lo conozcan por su apellido, hay un buen margen: no es más que una nueva hipótesis, tan imposible de confirmar o refutar como todas sus anteriores indagaciones. Intenta calcular qué es lo que puede estar apuntado en cada una de las rúbricas que acaban sumando 35,80. El subtotal principal es, naturalmente, el precio de la habitación, al que se añaden los suplementos, pongamos los gastos de teléfono, incluso también la calefacción, impuestos u otros gastos. Sin embargo busca, aunque en vano, un subtotal más significativo que los demás, el importe de estas rúbricas va de un máximo de 5,40 hasta 2,70, o bien 3,80. Lo normal sería que hubiese en algún lado una multiplicación, el precio de base diario multiplicado por siete, ya que le entregaron la factura justamente siete días después de que se instalara. No obstante, por más que busca y rebusca con esmero, dándole vueltas a la factura y comprobando incluso las sumas, no consigue dar con esa operación.

Se pone entonces a tratar de identificar una fecha por las cuatro esquinas de la hoja, desgraciadamente no encuentra nada. Le parece, a pesar de ello, inverosímil que una factura no lleve fecha; ¿estará tal vez oculta en la parte del texto, escrita letra por letra? ¿Por qué motivo? ¿Es acaso aquí lo acostumbrado…? Luego cambia de idea y se pone a estudiar las rúbricas en las que sólo aparecen caracteres impresos y no hay nada rellenado a tinta. Según su razonamiento, deben de corresponder a servicios que él no ha solicitado y que, por consiguiente, no le han sido facturados, por ejemplo desayunos, lavandería, plancha u otros. A falta de otro punto de referencia, se basa en la extensión de los grupos de letras para atribuirlos a los diferentes servicios, claro está al tuntún y sin ningún resultado ya que, para obtener alguno de interés, primero tendría que saber cómo se dice uno u otro en la lengua de aquí. Observa que las palabras son, por lo general y de manera notable, cortas, escritas casi siempre con uno o dos caracteres, pocas veces con más. ¿Serán abreviaciones? En caso afirmativo, podría tratarse de la versión acortada de expresiones comunes y conocidas en la ciudad, empleadas asimismo en las facturas de la luz o del teléfono, por ejemplo, lo cual dificultaría aún más, por no decir que haría casi irresoluble, su tarea.

Regresa pues a su periódico, le da vueltas en busca de algo que extraer de él. En este trasiego descubre una cosa igual de sorprendente que de poco agradable. Hasta el momento creía que también aquí los signos se sucedían de izquierda a derecha, y las líneas, de arriba abajo como en todas las escrituras europeas, latinas o no. Prueba de ello, la factura, el reglamento del hotel o incluso la guía telefónica que tomó prestada en recepción y que luego desapareció de su habitación. Pero un examen más pormenorizado del periódico le suscita dudas al respecto. Aparece, efectivamente, un gran titular impreso en negrita y con un tipo marcadamente mayor que en el resto de la primera página, pero de idéntico tamaño que en lo que ha considerado ser la contra. ¿Por dónde hay que empezar la lectura? ¿Por delante? ¿Por atrás? ¿Arriba o abajo? A menos de que haya que leerlo en idas y vueltas como en la escritura griega antigua, cuando las líneas se leían primero de derecha a izquierda, y luego se invertía la cosa como en un espejo, leyéndose de izquierda a derecha.

¿O entonces será que aquel periódico está escrito en otra lengua y con una escritura distinta a las demás? Extrae muestras, copia algunos caracteres del diario y de las otras fuentes: ya entre los primeros, encuentra algunos semejantes. Empieza a no entender nada de nada… En el diario sigue sin aparecer la fecha, al menos en números; tampoco hay manera de hallar un punto de referencia, qué palabra o grupo de palabras contiene el nombre de la ciudad donde se ha editado o impreso el diario. ¿Habrá que averiguarlo en la cabecera? ¿Debajo? ¿Encima? Probablemente a proximidad, sería lo lógico, pero titulares o cabeceras hay también dos, delante y detrás…

Se le ocurre otra idea, saca el dinero que le queda, separa los billetes según su valor. Llevan impresos retratos de personalidades que le son desconocidas, paisajes y dibujos en perspectiva de edificios que jamás ha visto, alegorías, ornamentos, como en todas partes tienen los billetes de banco. Las monedas no son muy diferentes de las que circulan en otros lugares: bustos de mujeres, espigas, flores, pájaros. Intenta relacionar las cifras de los billetes con los textos anejos y extraer así la denominación del guarismo; en circunstancias normales, debería aparecer. Pero las leyendas son múltiples, todo el billete está cubierto de texto con caracteres de tamaños diversos y copias de firmas garabateadas. Puede referirse indudablemente a cualquier cosa: el banco u organismo emisor, el propio Estado, la ley que faculta la emisión del billete, tal vez una fórmula estándar, que diga que mediante la presentación de este billete hay que pagar tal o cual cantidad al portador, o incluso las penas en que incurren los falsificadores y un sinfín de posibilidades que suelen imprimirse en los billetes de banco; en todo caso demasiadas para poder ayudarle a desentrañar lo que anda buscando.

Un análisis del texto de las monedas debería prometer más. Si no le falla la memoria, en todas las monedas que ha visto, aparte del importe, se indica el nombre del país de acuñación. Revuelve las monedas que tiene: las hay de 50, de 20 y de 10. Pero en cada una halla una inscripción circular, a lo largo del borde, ininterrumpida, sin cortes, y que se cierra sobre sí misma. No sólo esto no le ayuda a descifrar la denominación de la moneda sino que tampoco le permite determinar dónde empieza el texto y dónde acaba.

Está de nuevo en un callejón sin salida, va errante con los ojos vendados en una oscuridad absoluta… ¿Debería ponerse una vez más a copiar todos los caracteres hallados en los varios documentos? ¿De qué le serviría? Dispone de material insuficiente, y pocos puntos de referencia que le puedan ser de alguna ayuda, ningún cabo del que tirar y poder así empezar a devanar la madeja. Precisaría de un diccionario, una escritura o un documento bilingüe.

Así pues, lo que necesita es una auténtica librería; al final encuentra una en la ciudad. Bien es verdad que no ha salido en su busca completamente al azar, ya que recuerda haber visto una un día, detrás del rascacielos que sigue sumando pisos, ahora son ya sesenta y nueve… En aquel barrio las calles son especialmente estrechas, soportan una circulación aún más intensa que en otras zonas, la avalancha de gente en las aceras es tal que se corre un auténtico peligro de muerte por el hecho de detenerse delante de algún que otro escaparate. Están probablemente en plenas rebajas de final de temporada, claro, él partió de su domicilio a mediados de febrero, deben de estar liquidando los últimos artículos de invierno. Los vendedores vocean sin parar en el interior de las tiendas de moda y afuera, ofrecen ropaje, prendas de lana, ropa interior, todo a precios inmejorables. Los compradores prácticamente los asaltan, formando en torno a ellos unos grupos impenetrables, revuelven en cajas y expositores, regatean, la mercancía pasa de mano en mano y vuelve a la primera, todo ello en medio de una confusión anárquica. Algunas tiendas abarrotadas de gente echan una cancela de hierro para detener la invasión, pero la multitud se amotina delante de la verja, los clientes que se han quedado afuera se agarran a ella y gritan hacia el interior, y cuando por un momento se alza para que salga alguien, resulta imposible impedir que muchos otros se abalancen dentro, incrementando más si cabe la afluencia. Montañas de zapatos, zapatillas, medias y calcetines, así como cantidad de otros artículos son propuestos a la venta. Un vendedor de caramelos ciego salmodia continuamente, desafinando, la misma cantinela.

En la librería, más o menos la misma historia. Bulle un número enorme de personas, que avanzan a empujones por el local, ya husmeando en un montón de libros apilados en el suelo de madera o sobre las mesas, ya extrayéndolos de las repisas y esparciéndolos, levantando densas nubes de polvo; le lleva un buen rato a Budai determinar quién es el tendero. Se dirige a los clientes, en balde, está demasiado apretujado contra ellos, lo cual le obliga a gritarles al oído. Pero el tumulto es de tal calibre que nadie le escucha, están todos absortos en la lectura y la elección de los libros. Y sólo tras una relativamente larga inspección del local descubre, oculto en el fondo de la tienda, a un hombre corpulento con un guardapolvo de lustrina, moteado de efélides alrededor de una nariz y labios carnosos, que destaca sobre todo por un gañido arrogante y una agitación frenética mientras guarda libros o los empaqueta con un cordel, retira uno o dos de un paquete, a veces añade alguno a medida que le regatean, igual que si vendiera patatas o tomates. Parece harto difícil poder entrar aquí en conversación, que le expliquen a alguien algo. Por más que Budai se acerca al hombre de las efélides, le expone lo que desearía saber, es tanta la gente que le habla al mismo tiempo, le mete prisa, lo llama, que sus palabras se pierden…

Entonces, también él se pone a buscar en los anaqueles con la esperanza de dar con un diccionario, alguna edición bilingüe o multilingüe, una guía turística o al menos un volumen cualquiera escrito en alguna de las lenguas que él conoce, así podría plantificárselo ante las narices del librero para darle a entender mejor que necesitaría un diccionario. Pero los libros que logra atrapar han sido todos imprimidos con esos signos de tipo rúnico omnipresente; la mayoría son ejemplares de segunda mano, de formatos y cubiertas varios, algunos están estropeados de tantas lecturas como habrán tenido, otros están prácticamente nuevos, incluso con las hojas sin cortar. Procura encontrar en qué dirección va la escritura, de izquierda a derecha o en sentido inverso, pensando en el periódico que ha levantado sus sospechas. Pero así, hojeándolos rápidamente, no es capaz de formarse una opinión; el uno parece que está escrito en un sentido, el otro, en el contrario; algunos, parece que tengan dos portadas mientras que otros, una sola, delante o detrás, o incluso, menos frecuente, otros con una portada exterior delante y una página de guarda, atrás.

Aquí también se practican descuentos, los precios indicados se tachan y son reemplazados por otros, inferiores. Pero incluso esos precios rebajados le parecen exorbitantes, cuanto menos en relación con los medios de que dispone. Los precios menos elevados que encuentra ascienden a tres o a cuatro unidades, pero la mayoría cuestan más, diez, quince o veinticinco, y ni siquiera dispone ya de esas cantidades. Se queda un buen rato, más de una hora, hojeando y manoseando toda clase de libros. Selecciones de poesía, una especie de novelas, ediciones de lujo para un público selecto, ejemplares de serie en rústica, obras científicas o especializadas impresas en papel satinado, que sin duda abordan los temas más variados, incluidas tesis de química o de matemáticas con fórmulas o secuencias lógicas, además, los vocablos que enlazan las líneas de las ecuaciones habrían podido serle de utilidad si no fuera tan tristemente ignorante en tales materias. Escruta también revistas de un contenido indeterminable, años enteros encuadernados, catálogos con unos números que suponen listas infinitas, unos cuadros sinópticos de no se sabe qué, unas colecciones de dibujos o de caricaturas sobre unos rostros que jamás ha visto, con unas firmas ilegibles e incluso con unos versículos, una especie de folleto de programas sucintos acerca de una actriz desconocida, fotografiada con diferentes vestimentas, libros de cuentos para niños, si en realidad lo fueran, y también libros de texto escolares, y muchos más… La única cosa que no consigue encontrar, incluso por casualidad, es un libro escrito en alguna otra lengua, aunque sólo lo esté en parte. Sin embargo, a falta de algo mejor, se contentaría con una gramática, pero ni sombra en esta librería de algo que se le parezca entre miles de tomos.

En definitiva, la experiencia resulta agotadora y bastante frustrante, sobre todo en medio del gentío y con el ruido persistente. Sería muchísimo más sencillo poder explicarle a alguien que necesita un diccionario. Pero, ¿cómo siquiera imaginar establecer contacto con semejante barullo? El vendedor, por ejemplo, es en todo momento requerido por un círculo de clientes impacientes. Budai intenta una vez más comunicarle lo que quiere, pero llamar su atención sigue siendo una actividad desesperada. Está hasta las narices de ese jaleo, y dado que considera que toda tentativa adicional está de antemano condenada al fracaso, elige un libro por sí mismo. Acaba agarrando al hombre con la bata lustrosa, en lo que dura un abrir y cerrar de ojos, lo justo para mostrárselo y pagarlo.

Aparentemente es una recopilación de relatos, según se deduce de la tipografía, repleta de partes dialogadas en las que, contrariamente al resto, la escritura discurre, sin lugar a posibles equívocos, de izquierda a derecha y de arriba abajo, tal y como constata por la compaginación de los títulos, al inicio y al final de los relatos. El volumen no es demasiado grueso, y su precio relativamente modesto: 3,50. En la portada, paisajes exóticos en colores azul y verde pastel, una bahía, palmeras, chalés blancos apretujados en la falda de una colina; en un segundo plano, unos tejados que se funden unos con otros. Esto fue lo que lo atrajo, de buenas a primeras, de este libro, ese agua ahíta de azul, la vastedad del horizonte. En la solapa de la sobrecubierta, una foto, probablemente el retrato del autor: un hombre de unos cuarenta años con jersey de cuello vuelto, mejillas rollizas, pelo cortado a cepillo, un porte natural y relajado; está de pie frente a un cercado, el ceño fruncido, la mirada un tanto hastiada o cansada, y una mueca en los labios extraña e irónica, como si ahogase un bostezo. Esta figura le suena a conocida, todo el personaje, pero no recuerda de dónde. En todo caso supone que por su visión del mundo, su tono, su estilo, será un contemporáneo, un cronista de la vida cotidiana, y evidentemente también por este motivo Budai le ha echado el ojo al libro. Tal vez pueda sacar algo de él, mientras que una obra arcaica o poética, por ejemplo, escrita en lenguaje rebuscado, no le sería de ninguna utilidad, como tampoco una obra dirigida a expertos muy especializados, con su abstracta jerga científica. Lo que necesita poder captar es la lengua corriente de aquí, tal y como se habla hoy, tal como se expresa el común de los mortales en la calle; tendrá que avanzar palabra a palabra. Y, según su suposición, estos relatos deberían estar escritos de tal manera.

Una vez de vuelta al hotel, en el vestíbulo, en las tiendas, se lanza asimismo a estudiar más a fondo los planos expuestos bajo el vidrio de los mostradores. Están a la venta varios mapas distintos, de golpe se siente perturbado, no sabe cuál elegir. Desdobla uno al azar, pensando que representa la ciudad. Pero no consigue en verdad situarse en aquella trama densa e intrincada de calles y plazas minúsculas que llegan hasta el borde de la hoja: no hay nada en ese plano que indique que la zona habitada termina en algún lugar, a menos de que sea solamente el plano del centro de la ciudad, o incluso de un solo barrio. Busca en vano una vía férrea, es decir las finas líneas negras continuas que generalmente simbolizan los raíles. Tampoco aparece ningún río, al menos no en el rectángulo del plano, tan sólo algunos puntos azules: los estanques decorativos o los embalses artificiales ya vistos por él. En el ángulo inferior derecho descubre, eso sí, una estrecha franja azul celeste más larga cuya continuación está cortada en el borde del plano. Pero prolongándola en el sentido opuesto, la franja azul se ve interrumpida después de algunas sinuosidades, enfriando de esta manera, brutalmente, la esperanza de Budai de haber descubierto agua viva. A lo sumo, y sin poder demostrarlo, será el brazo muerto de un río más alejado. O tal vez un foso lleno de agua, como el que vio cerca del matadero.

Querría poder localizar el hotel en el mapa, o bien compararlo con el plano del metro expuesto bajo tierra. Sería muy difícil hacerlo de memoria, máxime cuando desconoce aún en qué sentido hay que orientar el plano, dónde está la parte superior y dónde la inferior; y no se sabe el otro, el de abajo, de memoria. Un día copió, en efecto, en su cuaderno el nombre de la estación más próxima, pero no consigue encontrarla en este plano. Y lo que es aún peor es que en este mapa desplegado no hay rastro alguno del metro, ni con una línea continua ni con una partida, como sería de esperar, ni círculos plenos ni anillas simples o dobles para indicar las estaciones. Aunque ya ha visto planos de algunas ciudades en los que las bocas de metro están señalizadas con una simple M mayúscula; pero ¿qué signo corresponde aquí a aquellas «M»? ¿Acaso no habrá metro en el barrio que reproduce el mapa? ¿O bien no es el mapa de esta ciudad? Pero entonces, ¿de cuál será?

Observa el reverso; ¿qué lleva? Textos no faltan, los hay escritos de colores y tamaños diversos, pero ¿cómo encontrar ahí dentro el título principal, o dicho de otro modo, el nombre de la localidad, de la aglomeración representada? Razonando, los caracteres más grandes pueden significar un montón de cosas, por ejemplo nuevo mapa o última edición, así como instituto cartográfico, editorial la que sea, calle, número, o, ¿por qué no?: bienvenidos, les deseamos una estancia agradable, incluso, a saber, feliz año nuevo, y un sinfín de cosas más que se suelen imprimir en los dorsos de los mapas. También podría tratarse perfectamente de anuncios publicitarios: cerveza, vermú, chocolate o cualquier otro artículo, incluso restaurantes u hoteles… En el plano, las inscripciones lo invaden todo, pero las letras son tan pequeñas, a lo largo de las calles y en cualquier lugar, interrumpidas además por números cabalísticos, que necesitaría una lupa para poder descifrarlas; es espantoso, renuncia de entrada a intentarlo.

Prefiere dirigirse a una vendedora para pedirle que tenga la bondad de mostrarle qué palabra indica el nombre de la ciudad y dónde está su hotel en el plano, o bien, si no sale allí, que le dé otro plano donde sí salga. Pero la mujer se habrá cansado de verlo sólo revolver y preguntar mientras que hay tantísimos clientes esperando ante el mostrador. Se niega a perder más tiempo con él, se limita a murmurar algo poco amistoso como toda respuesta. Y Budai se ve obligado a hacer tintinear su dinero y a preguntar el precio del mapa para que ella se digne, al fin, a anotar un número 12 en un trozo de papel. Se larga de inmediato, furioso y echando pestes contra los que tienen la desfachatez de poner un precio tan caro.

Más tarde, con la cabeza ya más fría, se pregunta si tener un mapa en verdad le lleva a algún lado. Máxime cuando no está ni tan sólo seguro de que sea un plano de la ciudad, y en caso afirmativo, ¿de qué distrito? ¿No será un esfuerzo vano, que no habrá de acercarlo ni un ápice a su objetivo? ¿No existirá realmente otro método más rápido, más eficaz…? Regresa pues a su habitación para pensar de nuevo, seria, escrupulosamente, acerca del arte de descifrar la lengua y la escritura del país, mediante los procedimientos de la ciencia moderna, a la altura de su pericia, empleando por completo y de manera conjunta todos los medios existentes.

Al igual que en diversas ocasiones desde que llegó, una vez más le asalta la idea, que lamenta, de que en su país nunca se interesara por la historia de las escrituras y, menos aún, por su desciframiento; su especialidad es la investigación etimológica. No obstante, recuerda que en su infancia, por ejemplo, en las novelas de Julio Verne salía varias veces la astuta descodificación de mensajes secretos. Así pues, en el Matías Sandorfú método utilizado es un encasillado, mientras que en el Viaje al centro de la Tierra se emplea una modificación de la sucesión de líneas mediante una determinada clave. Más recientemente, lo ha oído comentar, durante las dos guerras mundiales, los servicios de espionaje y contraespionaje elaboraron métodos perfectos para descifrar los mensajes codificados por el enemigo gracias a procedimientos matemáticos: prácticamente cualquier código, incluso el más astuto, puede ser descifrado. Sin embargo, los maestros en el arte de descifrar tenían por tarea restablecer, al descubrir una clave, el texto original de una comunicación, redactándola en una lengua por ellos conocida, únicamente modificada, disimulada, ulteriormente. Budai, en cambio, se ve confrontado a la escritura de una lengua que le es totalmente desconocida, y que no entendería aunque consiguiera leerla.

Bien es cierto que, dejando a un lado los casos ya mencionados, la inventiva y la paciencia de los arqueólogos han podido en ocasiones solucionar algunos problemas, cuando disponían de índices multilingües. Baste pensar en las dos proezas científicas del siglo, el desciframiento de los signos cuneiformes de los hititas, y lo que se ha dado en llamar la escritura «lineal B» de los cretenses: ambas escrituras, casi ignotas, pertenecieron a pueblos de la antigüedad hasta entonces desconocidos. Sin embargo, fue ese «casi» el que dio el pequeño impulso necesario para los primeros pasos. En las tablillas de arcilla de los hititas se podía identificar una serie de signos con ideogramas babilonios que ya eran conocidos. Y el descifrador del «lineal B» cretense, el inglés Ventris, pudo asimismo valerse del parentesco de aquello, evidentemente sobre la base de algunas similitudes, con la escritura cuneiforme chipriota, descifrada ésta desde hacía tiempo. Dicho en otras palabras, lo uno se desprendía de lo otro, y aquellos primeros signos silábicos clarificados como fonemas permitieron, gracias a diversas especulaciones y combinatorias, descifrarlo todo. Además, los investigadores tenían buenos motivos para suponer la presencia en los textos de algunos nombres propios, como los de las antiguas poblaciones de Cnossos y Amnissos en las tablas cretenses; esta hipótesis constituyó un elemento decisivo para su éxito.

Lo que dificulta sobremanera su caso es el hecho de que no hay ningún signo cuya lectura conozca, de que carece del mínimo punto de apoyo; ¿con qué sistema de escritura podría comparar éste? Como es natural, no tiene en mente las múltiples escrituras cuneiformes, desaparecidas la mayoría de ellas desde hace mucho tiempo, y que no llegó a estudiar en detalle. Otra dificultad proviene del hecho de que no puede formular hipótesis alguna, no tiene ninguna referencia, al menos de momento, una palabra o un nombre que buscar, una luz conductora, aunque endeble, para empezar. Esa luz, ¿existe en algún lugar?

Para analizar una escritura, el número de signos empleados podría servir de punto de partida. El número es particularmente elevado en los sistemas que representan palabras enteras o nociones, como en el chino, donde, al parecer, hay más de cincuenta mil. A las escrituras silábicas les basta, por su propia naturaleza, con muchísimos menos, de manera que el cretense ya evocado utiliza cuarenta y nueve, el chipriota, cuarenta y cuatro, el japonés moderno, ciento cuarenta. Si el número de signos es aún más reducido, se trata, sin ninguna clase de duda, de una escritura alfabética, como las que se emplean en los idiomas europeos contemporáneos: veintiséis letras en inglés, treinta y dos en ruso, veintiséis en francés, etc.

Se pone de nuevo a copiar, como ya hiciera una vez, los diversos caracteres que halla en los documentos. Esta vez, también, alcanza enseguida un centenar, y nada indica que vaya a llegar hasta un total final… ¿A ver si es que, a pesar de todo, va a ser una escritura silábica? Es poco probable, vista la extensión de los grupos de signos separados. ¿O, entonces, ideogramas? Prosigue con su trabajo, pero le cuesta cada vez más agrupar, coordinar los signos que va anotando. Tiene dudas: ¿no habrá copiado varias veces el mismo signo…?

Después del ducentésimo trigésimo séptimo, pierde toda esperanza de éxito y abandona. Cambia de método: va a intentar esta vez, mediante catas, mediante pequeños cálculos improvisados, ver qué caracteres se repiten más a menudo y cuáles son más infrecuentes. Los alfabetos contienen, por lo general, menos vocales que consonantes, de manera que las vocales han de aparecer más a menudo. En húngaro, por ejemplo, está demostrado que la e y la a son las letras que más se repiten, así como las t, s, n, l, mientras que la x, la q y la w, las que menos; en otras lenguas, estas proporciones son evidentemente distintas. Sin embargo, este razonamiento tan sólo se aplica a las escrituras silábicas, dado que cada sílaba corresponde a un vínculo permanente entre, al menos, una vocal y una consonante; si éste fuera el caso, se está extenuando para nada.

Esto le da que pensar en una cosa: esta lengua, ¿tendrá artículos? Los hay en el griego antiguo, en el árabe, el hebreo, el inglés, el alemán, el italiano, el español, etc. Si los hubiera, ello le permitiría empezar con algo. Podría, por otro lado, diferenciarlos más fácilmente en los textos escritos que en la lengua hablada, en que los artículos se funden en muchos casos con los sustantivos que les siguen. De la manera en que la ascensorista vestida de azul pronunció su nombre allá arriba, en la decimoctava planta, cuando lo hizo por segunda vez parecía más largo, algo así como Etyetyé o Pepepé. ¿Acaso é, pé o tyé corresponden al artículo? ¿Y cómo se escribe? Sería interesante averiguarlo, ello le daría las primeras letras, que podría también leer, aunque sólo fuese aproximadamente.

Por consiguiente, busca palabras breves y cortas que se repitan a menudo y que precedan series de signos relativamente más largas, y que se encuentren también al inicio de frases o de párrafos. Gira una y otra vez las páginas de su periódico o del libro recién adquirido, no encuentra nada, las palabras cortas que se repiten contienen un mínimo de cinco o seis caracteres, ¿qué cosa podría demostrar que son artículos? La palabrita que podría desempeñar esa función, ya que está formada únicamente de dos signos y aparece con bastante frecuencia, se encuentra por desgracia siempre al final del párrafo, incluso al final de los capítulos o de los relatos. Bruscamente le viene a la memoria que en rumano, búlgaro, albanés o moravo esa función la cumple siempre un artículo final; ¿por qué no habría de ser el caso, también, en esta lengua? Y si, como en latín, finés, y las lenguas eslavas o chino, ¿no existiera el artículo? Bien mirado, aquella palabrita final podría perfectamente servir para reforzar el sentido de la frase o del texto, al igual que el dixit, en latín, o el jau, frecuente en las novelas de indios y vaqueros.

Si las palabras sí, no o en absoluto, ninguno existen en una determinada lengua, cabe suponer que aparecerán con frecuencia. Lo mismo que los vocablos que, pero y también, aunque este último podría en su caso ir pegado a la palabra que lo precede como ocurre con el que del latín. Una vez leyó un estudio sobre las palabras más frecuentes en su lengua: grande, gente, casa, país, etc. Pero, ¿serán necesariamente las mismas en esta lengua de aquí? En caso de que así fuera, ¿cómo ubicarlas en medio de este océano de textos, qué hilo conductor podría encontrar para identificarlas?

¿Y si intentara penetrar en la jungla de esta lengua a partir de elementos sintácticos? Para ello debería buscar grupos de signos que se parezcan, aun cuando no sean totalmente idénticos. Por ejemplo, palabras que empiecen igual pero con una terminación diferente, de las que cabría, por lo tanto, suponer que son formas declinadas o conjugadas de la misma palabra de partida. Dedica una jornada entera a buscar y anotar grupos de palabras de tal naturaleza, las clasifica en columnas, una tras otra, para facilitar la comprensión. La mayor parte de las que encuentra llevan dos o tres signos idénticos, seguidos de una continuación distinta. Evidentemente, no queda descartado que esas aliteraciones sean meramente fortuitas y que se trate de palabras distintas, como kapa y kapu,[5] en húngaro, o six y sister,[6] en inglés. Pero, aunque su razonamiento ha sido correcto y se trata de palabras de base idéntica, ¿qué pueden significar las terminaciones varias?

¿Formas declinadas o conjugadas, plurales, locuciones adverbiales o bien post posiciones? ¿La distinción entre el masculino y el femenino, como en el caso de directeur y directrice, en francés? Podrían perfectamente también ser prefijos o sufijos, o bien partes de palabras compuestas, y hasta un sinfín de otras cosas.

Por el contrario, una similitud en la terminación de las palabras, como ha encontrado en determinados casos, podría corresponder a aglutinaciones unidas al final de palabras distintas. Los ejemplos no escasean en húngaro, tales como szobà-ban, hàz-ban, vàros-ban[7] o bien szobà-nak, hàz-nak, vàros-nak,[8] y también en francés las terminaciones en -able o -issime;[9] ¿pero cómo determinar a qué corresponde tal o cual desinencia? ¿Y si no se tratara en modo alguno de una desinencia sino de una identidad fortuita de finales de palabras, rimas como csupor y kapor,[10] en húngaro, en las que el por carece de significado, a diferencia de lo que ocurre en las palabras compuestas kó-por, hím-por, puska-por,[11] en las que la última sílaba significa «polvo»? Podría tratarse también de terminaciones verbales, o bien del radical de un verbo precedido de prefijos, como en be-megy, oda-megy, keresztül-megy[12] y muchísimos otros; tanto en húngaro como en la treintena de lenguas más o menos que conoce, la pregunta que se plantea de nuevo sigue siendo la misma: ¿cómo encontrar la manera de orientarse?

Trabajar así, sin ninguna certeza, con todas esas hipótesis, resulta estéril en exceso. Perderse en conjeturas, razonamientos teóricos, juegos de lógica y de paciencia, ejercicios de sustituciones, tampoco le permitiría progresar en mayor medida, seguiría avanzado a ritmo de caracol. Y ello a costa de un trabajo descomunal, recurriendo a cálculos estadísticos de probabilidades; cuánta energía, cuánto esfuerzo deberá invertir para eventualmente descifrar este alfabeto y poder determinar el valor fonético de cada uno de los signos; de momento está a años-luz de poder hacerlo puesto que no reconoce ni tan sólo uno; e incluso en el caso de que llegase a conseguirlo, ¡seguiría sin entender la lengua! Tomemos, por ejemplo, el caso de la escritura de los antiguos etruscos. Sabemos perfectamente leerla, lo cual no es óbice para que, a pesar de todas las tentativas de los mejores especialistas y con la ayuda de los medios científicos más modernos, su lengua aún no haya sido hasta nuestros días descifrada, con la excepción de algunas docenas de palabras del vocabulario y de un par o tres de fórmulas gramaticales. Y lo que es más, la pertenencia lingüística, el árbol genealógico del etrusco, sigue siendo oscuro y controvertido. La lengua epepé de aquí, ¿será acaso igualmente un idioma solitario, sin filiación, como ocurre con el etrusco, el euskera, y unas cuantas lenguas africanas y caucásicas?

Hay que decir, en cambio, que se encuentra en una situación mucho más favorable que aquella en la que están los que se desloman en reconstituir una lengua muerta. Estos últimos disponen tan sólo de huellas textuales, por tanto se ven obligados a recurrir a complicados métodos indirectos, especulativos, que implican una profusión de experiencias estériles. Él tiene la suerte de estar rodeado por el lenguaje hablado, esa sinfonía coral de mil y una voces, en la calle, en las plazas, en el hotel, en el metro: le bastaría con prestar la debida atención, escuchar y separar cada una de esas voces, luego ya tendría tiempo para anotar su partitura. Decide pues descartar, por lo menos de momento, su periódico y demás documentos, para dedicarse en adelante a abrir bien los oídos.

A decir verdad, cualquier habitante de la ciudad estaría en condiciones de enseñarle su lengua propia, las palabras, las reglas, de una en una, a condición de que le dedicara el tiempo y la paciencia suficientes. Pero esto es precisamente de lo que menos sobrada anda la gente aquí, no es que no sean corteses, serviciales, y parecen hasta dispuestos a echar una mano, pero siempre con unas prisas desmedidas y entre sempiternos empujones y avalanchas; no halla a quien se tome la molestia de escuchar lo que necesita, alguien que se digne, aunque no sea más que una vez, a mostrar algún interés por sus gestos de sordomudo. Desde que llegó, nadie en ningún momento le ha dedicado el tiempo preciso para ello, nadie le ha facilitado entablar una relación humana, la que sea. Salvo, tal vez, una sola persona…

Comienza por anotar los números, del uno al diez, en una hoja de su cuaderno, se dirige hacia el ascensor, busca a Pepé, la invita a la planta superior, le tiende el papel y señala el número uno. La muchacha no da una respuesta clara, probablemente no entiende, de entrada, lo que él le está pidiendo, se ríe, enciende un cigarrillo, se encoge de hombros al tiempo que su voz modula algo así como: «Tuulli ulumulu alaulp tleplé…» Esto no puede ser la designación de nada numeral. Budai no se da por vencido, y levanta en el aire su dedo pulgar, señala la cifra «uno» en un billete de banco, insiste. Bebé da esta vez una respuesta breve, monosilábica:

—¡Dutt!

Entonces pregunta por el dos, luego el tres, el cuatro, y así sucesivamente, y anota fonéticamente cada respuesta.

Llega hasta el diez, pero suena el timbre, debe de haber un gentío considerable en el ascensor. Antes de separarse, a modo de control, vuelve a preguntarle por el «uno», pero la muchacha pronuncia en esta ocasión algo completamente distinto:

—Shum ul ukada.

Budai se aturde: ¿cuál de los dos es el número uno, esto o lo de antes? El toque impaciente no cesa, la chica apaga el cigarrillo y le indica con un gesto que lo siente, que ha de marcharse. Para él, en cambio, la lección no puede sufrir ningún retraso, se esfuerza por darle a entender mediante gestos que ha de volver en cuanto pueda, que la espera aquí. Por un instante la mujer se ve pensativa, pero Budai irradia, tal una lámpara de arco, una determinación tan acuciante que la muchacha termina por superar el profundo abismo que separa ambas lenguas. Ededé asiente con la cabeza, con un aire serio, asiente incluso con sus rubias cejas.

Ha de esperar más de media hora antes de verla de nuevo aparecer por la abertura del ascensor. Budai querría que le confirmase los otros números, pero queda descontento con el resultado: como mucho percibe dos o tres no alterados fonéticamente y parecidos a lo que ha anotado la primera vez. Para ser exactos, en la oración de Teté resulta muy difícil distinguir los números propiamente dichos por cuanto, por lo general, no contesta con una sola palabra sino que la rodea de otras locuciones. Éstas pueden probablemente significar cosas como sí, de acuerdo, bien, entiendo, espera, ya te he dicho, u otros varios vocablos de relleno que empleamos en todo momento. ¿Habrá acaso varias maneras de expresar los mismos números? ¿Como ocurre con «0», que se puede decir de varias manera: cero, nulo, vacío, nada…?

A partir de aquel momento procura estar siempre que puede cerca del ascensor, al acecho de que en algún momento comparezca Diediedié —a pesar de sus reiteradas preguntas, todavía no ha conseguido cerciorarse de su nombre— para proseguir con la clase de lengua. Ella está, por descontado, obligada a trabajar, a subir y bajar el incesante aluvión de pasajeros, es además harto probable que su trabajo esté controlado, de manera que sólo en contadas ocasiones y por poco tiempo puedan estar cara a cara allí arriba, en la decimoctava planta, y constantemente molestados por el timbre del ascensor. Algunas veces Budai la acompaña, cuando no tiene otra cosa que hacer, se deja transportar al igual que los clientes corrientes, que suben y bajan, arriba y abajo, en la cabina que se llena, se vacía, y vuelve a llenarse, perpetuamente. La joven está ocupada, lleva los mandos del ascensor, y de vez en cuando recibe llamadas telefónicas, instrucciones sin duda, y tan sólo en muy contadas ocasiones puede enviarle una miradita íntima para recordarle que sabe que él está allí y que no lo ha olvidado… El único ventilador de la sobrecargada cabina es insuficiente para garantizar una buena aeración. Un motivo más para esperar con impaciencia, allá arriba, cada una de aquellas breves interrupciones, para tomar aire fresco al tiempo que tratar de arrancar alguna nueva información lingüística.

Es curioso que ella, en ningún momento, dé muestras de querer discutirle a Budai la función que él le ha asignado. Al contrario, visiblemente de buena gana y con suma diligencia, la mujer asume su papel de profesora de lengua, como si fuera su deber o por una extraña ambición. Cuando llegan a la planta superior, todas las veces enciende un cigarrillo, da una calada y a partir de aquel instante ya está a su disposición, dócilmente, él puede formularle todas las preguntas que quiera. Con todo, incluso para ella no es una mera gimnasia mental intentar, a partir de gestos o de garabatos, adivinar lo que ese cliente que habla una lengua desconocida tiene curiosidad por saber. ¿Nota tal vez hasta qué punto ese hombre la necesita, no puede prescindir de su ayuda, o bien tiene otras inclinaciones hacia él…?

Sin embargo, en otras ocasiones, cuando Budai la busca, no la encuentra. Sigue sin entender su horario o su programa de servicio, suponiendo que haya uno. En esos momentos, su vida le parece vacía y carente de perspectiva, desierta, se reprocha a sí mismo la incapacidad que tiene para salir a flote por sí solo. Por el momento no tiene intención alguna de requerir la ayuda de otras personas, cree que ello no haría más que complicarle las cosas, podría poner en tela de juicio lo poco que considera que ha conseguido. Y además, después de toda la gentileza y paciencia que Dedé ha tenido con él, sería en cierto modo una infidelidad.

Por lo demás, sabe por experiencia propia que dirigirse a ciegas a los transeúntes, con los problemas gramaticales que tiene, francamente no se vería coronado por el éxito. Por las calles, en el metro, en el vestíbulo del hotel, por todas partes y en particular al final de la jornada, se ve a mucha gente borracha, incluidas mujeres, que titubean, vociferan, cantan, se pelean, vomitan, se pegan: ninguna posibilidad de progresar con esa gente… Las noches son lo que más miedo le da, su habitación le recuerda una celda de prisión; ¡si por lo menos tuviera algo para leer en cualquiera de las lenguas que conoce! Es imposible sumergirse eternamente en esos jeroglíficos indescifrables, siente una carencia espantosa de alimento espiritual, de ocio, teme volverse loco. Al mismo tiempo no se atreve a alejarse del hotel, pensando en la muchacha que puede plantarse en el ático en cualquier momento. Ya ha sucedido que trabaje por la mañana y por la noche el mismo día. Pero le resulta imposible permanecer inactivo, clavado en su habitación; acorralado por la inquietud, siente la necesidad de buscar continuamente, de husmear, de ir y venir, tiembla ante la idea de que si no se mueve, nadie vendrá a socorrerlo.

Opta por pasar el día en el vestíbulo, desde donde puede también vigilar los ascensores. A esa hora, ya tardía, sigue habiendo muchísimas personas deambulando por ese gran salón, quizá estén toda la noche. Sentadas en los butacones, somnolientas, deambulando sin propósito alguno, muertas de sueño; sigue habiendo, incansablemente, una cola larguísima en la recepción, con algunos clientes nuevos, recién llegados, con sus maletas. Por cierto, en cuanto a las maletas, hasta el día de hoy sólo ha visto equipaje que llega al hotel pero nunca que salga del mismo; ¿dónde estarán las maletas de los clientes que se marchan? Tal vez podría seguirlas… ¿Las sacan por otra puerta, tal vez? ¿Dónde está esa puerta? ¿O bien aquí no se hace más que llegar y llegar, y jamás nadie se marcha?

Divisa de nuevo aquella delegación exótica de eclesiásticos, con la que su cruzó al día siguiente de su llegada. El grupito, extrañamente abigarrado, de vejetes barbudos, piel brillante y morena, con su caftán, cadenas y tocados diversos, cruza por medio de la multitud, con una majestuosidad callada que les abre paso con gran respeto; pero en cuanto a saber quiénes son, de dónde proceden, qué religión practican, ninguna señal, ningún símbolo que dé un pista sobre ello.

A pesar de todo, sale a dar algunos pasos por la calle, pasa por delante del portero gordo que, como siempre, lo saluda llevándose la mano a la gorra. Va sólo hasta el rascacielos, únicamente para enterarse de por qué piso van. La obra sigue funcionando a pleno rendimiento, cohortes de albañiles están atareados con las paredes, unos arcos de soldadura brillan en la noche, unos enormes proyectores alumbran los montacargas que se deslizan arriba y abajo. Sin embargo, curiosamente, desde que los contara la vez anterior, el número de pisos sólo ha aumentado en uno, y de esto hace ya unos cuantos días.

La vida exterior nocturna es casi tan movida como la diurna. Las bocas de metro engullen y escupen luego, de continuo, a mucha población; ejércitos derrotados, cansados, de los que salen del trabajo se cruzan con los que a él se dirigen, con los rostros aún henchidos por el sueño, hacia las alejadas barriadas de las fábricas para cumplir con el turno de la mañana. Otros se limitan a deambular por las calles adoquinadas, remoloneando, sin un objetivo preciso, se agolpan en las esquinas, en las plazas, en charlas y palabrerías interminables, tal vez discutan de algún acontecimiento deportivo o bien estén a la espera de los periódicos de la mañana. Se vende aquella bebida pegajosa, alcohólica, que ya lo embriagó una vez. Le apetecería el alcohol, emborracharse y estar como flotando en el aire, pero respeta la resolución que ha tomado, y además ha de ahorrar hasta la última moneda del poco dinero que le queda.

Ve de nuevo a lo lejos, en lo alto, aquellas letras luminosas que alternan el rojo y el azul; ¿qué será lo que proclaman…? Percusión, música, alboroto, se filtran desde un local en el subsuelo que hasta aquel momento no le había llamado la atención. Echa una ojeada al sótano, por pura curiosidad: una sala grande, atiborrada de gente, probablemente un salón de baile. Aunque con el humo, el jaleo, la masa de gente que invade hasta el último rincón con idéntica densidad humana, no le sea posible delimitar una pista de baile, por todas partes se baila, entre las mesas, alrededor de la barra, a lo largo de las paredes e incluso en las escaleras de entrada. La mayoría, jóvenes, ostensiblemente ataviados de forma andrajosa o con vestimentas de colores abigarrados y alocados con ese uniforme que es fácil encontrar en cualquier parte del mundo. Los danzarines no se juntan sólo en parejas de sexo opuesto sino que se ve también a chicas con chicas, y muchachos con muchachos; mejor dicho, no es acertado referirse a parejas, todos bailan con todos y sin embargo cada uno baila solo, para sí, como en un torbellino, en un desbarajuste general. Se distinguen, por otro lado, bastante mal los sexos, algunos chicos llevan una melena larga y femenina, y muchas chicas, pantalón. Además, se diría que todas las razas, todos los matices del globo terráqueo, están allí representados; se retuercen convulsamente, en una inconcebible imbricación de brazos y piernas, patalean al ritmo de la música o bien rasgan el aire a su alrededor.

No ve a los músicos, debe de ser música enlatada, el volumen está muy alto, apenas soportable. Es un programa continuo, todas las piezas se parecen, al menos a oídos de Budai. Tan sólo ritmo, prácticamente nada de melodía: ritmos entrecortados, sincopados, penetrantes, impúdicos… Pero lo que le agrede sobremanera es la intensidad sonora, la cabeza está a punto de estallarle, no concibe cómo los otros pueden soportar ese ruido infernal y permanente.

Está a punto de marcharse de allí cuando advierte un gran tumulto en el lado opuesto, acaba de producirse un incidente. Tarda un buen rato en enterarse de qué ocurre, tiene la sensación de estar como desfasado, a destiempo respecto al ritmo de la música. Han de transcurrir algunos segundos antes de que entienda que se trata de una pelea. Paso a paso se forman los bandos, entre negros y blancos. ¿A qué se debe, por qué razón difícil de saber, salvo por una hipótesis carente para él de todo fundamento, piensa que aquella riña guarda alguna relación con ese rostro enigmático, indiferente pero irónico, de una muchacha delgada y de pelo rubio pajizo, que aparece un instante detrás de los protagonistas del barullo?

Durante el momento en que Budai los observa, de hecho las partes han sido ya separadas. Unos hombres uniformados, con pantalón de peto marrón, surgen de no se sabe dónde. Dan silbidos, forman una cadena, levantan una barrera viviente entre los dos bandos de alborotadores. Su presencia no calma en modo alguno su arrojo, se amenazan e insultan con encarnizamiento a través de la barrera de uniformes… Budai querría entender qué gritan, a buen seguro un dato más para él. En la medida en que uno consigue captar alguna palabra en medio de esa batahola, ya que la música no ha cesado, los combatientes alzan el puño y gritan algo que suena como:

—¡Diurumba…! ¡Udiurumbundia!

Es evidente que esto, también, puede significar un montón de cosas, como cafre, canalla, crápula, espera ten poco y verás, sal si te atreves, que te aplasto, que te parto la cara, y un sinfín de amables expresiones por el estilo. Da igual, Budai las anota fonéticamente, a pesar de todo, en su cuaderno, a renglón seguido del resto, acompañadas de las interpretaciones más plausibles.

En ese momento, un muchacho de los blancos, un forzudo con jersey, mete el brazo a través del cordón de uniformados, y antes de que puedan impedírselo, tumba con una botella de cerveza a un negro alto como una jirafa que gesticulaba frente a él, en campo contrario. Se oye un crujido. ¿Se habrá rajado la botella? ¿O su cráneo? El que ha recibido el golpe se tambalea, un hilillo de sangre de color rojo almagre se escurre sobre su rostro negro como el azabache. Los especié de vigilantes soplan febrilmente en los silbatos, intentan con todas sus fuerzas alejar a los adversarios. Pero resulta que en el otro lado, cerca del herido, un tipo del bando de los negros abre de repente una navaja; se oye hasta el muelle. Se agacha de golpe, pasa como un rayo por debajo de la cadena de brazos, y la clava en el vientre del sujeto del jersey… Este se da la vuelta, abre los ojos de par en par sin entender lo que le sucede. Apoya la palma de la mano en su costado, en el lugar en que ha penetrado el filo, y lentamente, muy despacio, se dobla hacia adelante con la misma mirada incrédula y ofendida; luego, cuando yace inerte en brazos de uno de sus compañeros, el estupor persiste en sus ojos en blanco.

Afuera suena una sirena, debe de indicar la llegada de una ambulancia o de un coche de policía. En medio del tumulto, Budai vislumbra durante una centésima de segundo el cabello rubio de la muchacha; la policía irrumpe en el local, bajando a toda prisa las escaleras, abriéndose paso con las porras… Él, que no desea reanudar su experiencia con la autoridad, entiende que lo más prudente es hacer mutis por el foro. La escena lo ha alterado, evidentemente, pero considera que no tiene derecho a olvidar que su prioridad es Epepé. No quiere ausentarse demasiado, no fuera que ella apareciese de nuevo, entretanto; regresa, pues, al hotel.

Como no encuentra a la joven en el ascensor, se pone de nuevo a tantear por teléfono en su habitación. A esas alturas, tiene ya un puñado de números que suelen contestar, incluso de noche; hasta reconoce la voz de algún que otro interlocutor. Es una relación extraña y onírica ésta de conversar con alguien sin entender ni una sola palabra de lo que dice: marca los números con cierta delectación. En honor a la verdad, alberga siempre la esperanza de que el otro diga eventualmente su propio número, como se hace, a veces, cuando uno cree que el que llama se ha equivocado. Es prácticamente imposible desgajar precisamente lo que querría oír en aquellos balbuceos volubles, pero aun así, sin una utilidad directa, le hace un gran bien articular algunos «diga», preguntar y escuchar la reacción al otro lado del teléfono, saber que lo escuchan, intentar imaginar qué aspecto tendrá el otro… De manera sorprendente, ocurre que algunas veces los interlocutores aguantan un rato sin colgar, aunque hayan debido percatarse de la inutilidad de continuar, no se niegan a seguir aquel juego absurdo; ¿qué perversión los motivará? ¿Será por aburrimiento, a falta de un pasatiempo mejor…?

En una de éstas se dispone justamente a marcar un número cuando suena su aparato. Le sorprende tanto que está a un tris de un ataque de pánico, durante un buen rato no se atreve a descolgar el auricular. Y cuando, a pesar de todo, contesta, no sabe en qué lengua hablar, acaba murmurando un casi inaudible «diga…». En el otro extremo del teléfono, suena una voz femenina que habla con precipitación, como alguien con prisas que comunica rápidamente lo que ha de decir. Acentúa la antepenúltima sílaba, es decir que, probablemente, termina con una pregunta. Budai se domina un poco, se esfuerza por explicar en inglés, francés, ruso y chino, que no entiende nada. Entonces la mujer repite más despacio lo mismo, separando las sílabas. Como es de esperar, esto tampoco le sirve de mucho. Lo intenta en algunas otras lenguas, a medida que le vienen a la mente, pero ella pierde la paciencia, suelta una breve risita y corta la comunicación.

¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Acaso habrán dado por fin con él? ¿Estará su familia buscándolo? ¿Habrá, desde hace tiempo, en curso alguna investigación? La compañía aérea, ¿habrá aclarado su error y por fin lo habrá localizado? ¿O bien alguien ha leído alguno de sus carteles? La carta que envió a la Dirección, ¿habrá dado resultado? En tal caso, deberían también saber que él no entiende la lengua local, lo precisó con toda claridad. ¿Por qué se ponen en contacto con él así, con una mera llamada telefónica? ¿O se habrán equivocado al llamar, sin más…?

Y de golpe y porrazo comprende: ¡era Bebé! ¿Cómo no se le ha ocurrido de inmediato? Ella ha visto muchas veces la llave de la habitación en las manos de él, con el número escrito: ¿por qué no iba ella a poder llamarlo? Y si era ella, lo más probable es que quisiera hacerle saber que ha llegado, que está de servicio, que lo espera…

La descubre, en efecto, en una de las puertas de ascensor que se está abriendo, la muchacha le dedica una sonrisa traviesa. Esta vez le cuesta contenerse, de lo muy impaciente que está de verse con ella arriba; simula con los dedos el gesto de marcar un número de teléfono, de llevarse el auricular al oído, intenta hacerle comprender por todos los medios a su alcance que ha entendido el mensaje y que, como ve, ha salido en busca de ella… Al tiempo que maneja el ascensor, la mujer le sonríe, pero de una manera no exenta de alguna misteriosa reserva. Lo asaltan de nuevo las dudas: ¿hay que interpretar la actitud de Vevé como la complicidad de alguien que está en el ajo, o no es más que la tradicional amabilidad femenina?

Una vez llegados a la decimoctava planta, Budai intenta primero conseguir el número de teléfono de la chica. Le tiende su cuaderno para que lo anote, imita de nuevo el gesto de marcar números por teléfono, el timbre, para que lo entienda. Ella se encoge continuamente de hombros, fuma cigarrillos, pero está claro que no logra comprender qué es lo que él le pide, o bien no quiere comprenderlo. ¿Y si resulta que no tiene teléfono? Es verdad: ¿dónde vivirá, con quién? ¿Estará soltera o casada? ¿Vive con su familia o sola…? Él no tiene ninguna respuesta a estas preguntas, pero si quiere ser absolutamente honesto consigo mismo ha de confesarse que, en realidad, todo esto no le interesa. Lo que él necesita principalmente de esta mujer no depende de las otras relaciones que ella pueda tener; basta con que le quede tiempo suficiente para dedicárselo a él. O ni eso, ya que los minutos que pasan juntos en la última planta son en realidad tiempo robado a la jornada laboral de Eteté. Él no puede en modo alguno permitirse el lujo de dispersar su atención, de soltar el único cabo que el azar ha puesto entre sus manos. Por ahora quiere aprovechar su relación femenina con un único objetivo, al que todo lo demás queda supeditado: ha de seguir siendo su profesora de lengua.

De momento están con los números. A juicio de Budai, si la mujer da respuestas variadas a las mismas preguntas es porque confunde los cardinales con los ordinales. Ahora bien, pueden ser muy diferentes, como, por ejemplo, con uno, dos, que se dice primero y segundo; o también en inglés, en que one y two no se asemejan en nada a first y second… AI final de un trabajo largo y fatigoso, con muchísima paciencia y crispantes controles, puede por fin presumir de poder recitar, aproximadamente y con muchas dudas de pronunciación, los números, del uno al diez. Helos aquí: 1= duti, 2 = klozo groz, 3 = tech, y en algún caso, bar, 4 = dyedirim, 5 = bar o tech (curiosamente el 3 y el 5 parecen intercambiables o en todo caso no consigue distinguirlos), 6 = kus, 7 = rodi o bien dodi, 8 = bododi, 9 = dobododi, 10 = etzeretz.

El conjunto de estos números no le evoca la serie numérica de ninguna lengua viva o muerta de las que él conoce. Es verdad que, con un poco de imaginación, se podría identificar dyedirim (4) con el chitiri ruso, de idéntico significado, kus (6) con el kuusi finés, etzeretz (10) con el árabe. Pero probablemente se trate de meras coincidencias. Sorprende, por otro lado, constatar la particular consonancia de los números 7, 8 y 9, pero puede deberse a que haya oído mal las respuestas.

Su tarea resulta tremendamente dificultosa debido a que nunca puede estar totalmente seguro de los sonidos que oye. Sin embargo, gracias a lo que ha sido durante años su trabajo, tiene adquirida una experiencia indudable en reconocer y determinar con precisión la gama de los matices fonéticos. Pero las habitantes de esta ciudad articulan de un modo tan singular, que se aparta de lo que se oye en cualquier otro lugar. ¿Cómo explicarlo? Forman las palabras de otra manera, como confusa o imprecisa, sin nitidez, que se aleja mucho de las normas de pronunciación admitidas, cuanto menos en los países civilizados. Hablan con la garganta, con una voz gutural, pero no como los chinos, japoneses o árabes: mascullan más las vocales, dándoles una tonalidad flexible, las consonantes suenan tirando a roncas, se arrastran, son en algún momento fricativas. Parece como si recordase un poco a ciertas lenguas africanas, las de los hotentotes o de los bosquimanos; en cambio, los frecuentes enlaces ti recuerdan al azteca. En lo tocante a la cantidad de vocales o y u, ésta es una de las características del turco… Pero todo esto no son más que impresiones, los indicios son demasiado pocos para poder orientarse. Según estiman los científicos, la cantidad de lenguas habladas en la tierra suma cerca de tres mil; ¿con cuál de ellas poder emparentar esta lengua sobre la base de un conocimiento tan limitado…?

En una siguiente etapa, intenta captar lo vocativos que emplean tanto Tietié como otras personas, abre de par en par las orejas allí por donde pasa. Desgraciadamente, a pesar de todos sus esfuerzos, sólo consigue pescar una formulación única. Suena más o menos, si la ha captado bien, como klott o tal vez klutt. Esto le recuerda su primera incursión en la ciudad, en el mercado de abastos, con aquel taxista que lo tomó por un descargador y que se dirigió a él con esta palabra para animarlo a que descargase con él, como queriéndole decir: ¡Eh, usted, el de allí…! Desde entonces ha podido constatar que, aquí, es la única fórmula general de vocativo, contrariamente a las demás lenguas, que disponen de una nutrida paleta de maneras de llamar: eh, tú, usted, señora, señor; señorita, abuelo, abuelete, colega, tío, compañero, etc. No se puede afirmar que esto favorezca su investigación. Ya que si se utiliza la misma expresión para dirigirse a hombres y mujeres, niños y viejos, en todas las relaciones sociales posibles, hacia superiores o subordinados, en un sentido o en otro, entonces, desde su punto de vista, ésta equivale a cero, no se puede sacar ninguna conclusión, no cabe deducir nada de nada, no ofrece ninguna vía por la que poder rastrear.

Asimismo, la fórmula del saludo es, más o menos, parachara o patarecheara; por cierto, lo ha recordado al momento, ya la oyó en boca del portero rechoncho con cordón dorado, a la entrada del hotel, mientras empujaba la puerta batiente: siempre lo mismo, mañana y tarde, de día como de noche, en el momento de llegar o de salir, en cualquier ocasión. O sea, un dato más inútil, lingüísticamente no analizable, un término no desarmable. Con un material como éste, apaga y vámonos; punto final.

Tras lo cual, intenta dar caza a expresiones corrientes tales como por favor, perdón, le ruego que, y de este tipo. Se le ocurre que podría tal vez provocarlas él mismo. Por ejemplo, si en la acera choca con alguien o si deja educadamente pasar a alguien delante de él en las escaleras mecánicas del metro, cabe suponer que la persona murmurará algo que signifique perdón o gracias… Descubrir los pronombres personales es ya harina de otro costal, no consigue desentrañarlos, aunque sabe Dios el tiempo que dedica a deducir y captar cómo se dice yo, tú, él, en este país. Lo intenta, en vano, mediante gestos para señalar de una u otra manera, haciendo innumerables preguntas, procurando que salga de la boca de Dededé, que, con esto, no se muestra en absoluto receptiva. Se limita a mover la cabeza negativamente, exhala el humo del cigarrillo con una expresión en la cara de la persona derrotada que considera que no vale la pena seguir intentándolo. ¿Cómo se explica esta cabezonería cuando, por lo general, es tan servicial y da muestras de tanta inventiva? Budai está por pensar que esta lengua carece de pronombres personales. Teóricamente cabría suponer que aquí todos los contactos se establecen con una lengua de niñera o ama de cría que sólo tiene tercera persona, y que ésta sustituye a todas las demás. Al igual que hacen los niños pequeños cuando hablan de sí mismos: Jan come, el bebé anda. Es más, algunos pueblos primitivos se expresan también de este modo. Aunque, ¿es concebible que en una misma ciudad coexistan rascacielos y una conjugación propia de la edad de piedra…?

Hasta qué punto una situación dada puede, en algunas ocasiones, mostrarse de forma ambigua, es algo que no había considerado hasta entonces, y ahora le toca pasar por esta amarga experiencia. Así como por la de saber lo difícil que resulta exponer los fundamentos de una situación a fin de que la reacción que se obtenga no sea ambigua. Obtiene, en efecto, o bien respuestas demasiado largas, de las que no puede extraer lo esencial, o bien respuestas distintas cada vez que él hace la misma pregunta, por gestos o con palabras. Veamos los gestos: pueden referirse a comunicaciones… ¡de lo más variado! Para expresar la negación, los europeos occidentales mueven por lo general la cabeza en sentido horizontal, mientras que los griegos la echan hacia atrás, los búlgaros, hacia adelante, y te llaman separando los brazos del cuerpo. Entre los esquimales, frotarse la nariz tiene el valor de un beso, y hay mucho más ejemplos. ¿Quién le explicará el valor que hay que dar aquí a cada gesto?

El cerebro le funciona como una máquina, produce sin descanso nuevos sistemas, entre los cuales hay uno que, hasta el momento, ha resultado ser el más productivo: ahí por donde pasa, anota las inscripciones cuyo significado parece evidente y aparentemente exento de toda ambigüedad. Así, por ejemplo, el vocablo pintado en la parte delantera de los taxis, que no admite alternativa. O, asimismo, el que se lee en las rampas amarillas que bordean las bocas de metro: suene como suene en la lengua local, parece indudable que no puede sino indicar el transporte urbano subterráneo. El texto que se ilumina de noche encima de la puerta del hotel es ya más dudoso puesto que no tiene por qué corresponderse forzosamente con la palabra hotel, podría muy bien ser que arropara su nombre, por ejemplo Palace, Royal, Park… A pesar de lo cual, lo anota, para mayor tranquilidad; lo que le interesa es, primero, enriquecer su colección, para dárselas luego a leer a Pepepé.

Cuando alguno de los ascensores no funciona, y se coloca una hoja de papel pegada en la puerta, está prácticamente seguro de que la palabra que en ella se recoge significa: averiado, lo mismo que en las cabinas de teléfono fuera de servicio; de una de estas cabinas fue de donde quiso, el otro día, agenciarse el listín en el momento en que apareció el policía. En la puerta de los comercios cerrados se ven, a veces, carteles fijados con breves comunicados que anuncian, seguramente: cerrado… Transcribe, además, las series de caracteres que probablemente significan restaurante (¿o bien hostal, comedor, cantina, buffet Qselfservice, cafetería, bar?), así como tintorería (¿limpieza en seco, planchado, lavandería?).