Volviendo a pensar en ello, lo que debió de suceder es que Budai se equivocó de salida, se subió probablemente a un avión con otro destino, en la barahúnda de la correspondencia, y los empleados del aeropuerto no se percataron del error. Posteriormente no fue ya capaz de determinar en qué dirección había volado ni durante cuánto tiempo ya que, en cuanto los motores empezaron a girar, reclinó el respaldo de su asiento y se durmió. Estaba agotado, apenas había descansado los días anteriores, había estado trabajando de valiente, pues tenía, entre otras cosas, que redactar la conferencia que iba a dar en el Congreso de lingüística de Helsinki, adonde se dirigía. Lo despertaron una sola vez, para servirle un almuerzo, y volvió a dormirse inmediatamente después, quizá diez minutos, quizá diez horas, o más. No se había llevado el reloj de pulsera, tenía la intención de comprar uno nuevo, y de vuelta a casa hay que evitar llevar dos relojes al pasar por la aduana; de manera que ni tan sólo puede conjeturar la distancia que lo separa de casa. Únicamente más tarde, una vez ya en la ciudad, se da cuenta de que no ha llegado a Helsinki; pero en un primer momento desconoce dónde pueda encontrarse. Los pasajeros son transportados en autobús desde el aeropuerto hasta la ciudad, la noche está fría, negra y ventosa, y él sigue aturdido por el sueño. El autobús hace un alto varias veces, algunos pasajeros se apean; Budai ya ha estado en Helsinki, pero aquí anda vanamente al acecho de algún que otro monumento conocido, o bien de la orilla del mar. Entonces, en una parada, todo el mundo se baja del autobús, el conductor se dirige a él por señas. Se ve plantado ante el tejadillo acristalado, entrada principal de un hotel, el gentío aligera el paso por la acera, él queda enseguida separado de sus compañeros de viaje; y cruzar por entre la multitud movediza, aglomerada, procedente de dos direcciones opuestas, le lleva cierto tiempo. Un coloso con abrigo de pieles y gorra con galones de oro lo saluda respetuosamente y empuja ante él la puerta batiente, pero cuando Budai se dirige a él en finés se hace evidente que el hombre no lo entiende, y le contesta en una lengua desconocida, al tiempo que lo invita a entrar en el vestíbulo; no hay tiempo, nuevos clientes se encaminan prestos hacia la entrada del hotel.

Dentro, un montón de gente aguarda ante la recepción, hay que hacer cola, y cuando por fin se halla frente a un conserje de pelo entrecano uniformado de oscuro, le pisa los talones una ruidosa familia que acaba de llegar con muchos bultos y maletas —padre, madre y tres niños revoltosos e incontrolables—, que lo empujan hacia adelante, le dan prisa con una mal disimulada impaciencia: todo ocurre muy deprisa, casi sin que él participe. Se dirige al conserje en finés, éste no comprende lo que le dice, prueba entonces en inglés, en francés, en alemán, en ruso, a la vista está que sin mayor éxito: el hombre le contesta en otra lengua, pero entonces quien la desconoce es Budai. Presenta su pasaporte, el recepcionista lo coge, sin duda para consignar su estado civil, y le da a cambio la llave de una habitación, en el extremo de una cadena con una bola de cobre en la otra punta. Un cheque de viaje en dólares se halla intercalado entre las hojas del pasaporte de Budai, son las dietas que le han pagado por su estancia en el extranjero; el hombre también se adueña de él, manipula rápidamente su calculadora, lee la pantalla, rellena un impreso sellado, una orden de pago extendida en moneda local, que le tiende acompañada de un discurso voluble. Budai intenta protestar, no tenía intención de cambiar su cheque en aquel lugar, pero no se entiende lo que dice, a su espalda la familia numerosa e impaciente por llegar al mostrador y el griterío de los niños lo atosigan cada vez más. El recepcionista le indica la ventanilla de caja, que está al lado: considerando que todo esfuerzo suplementario va a ser inútil, cede el turno y se desplaza a la ventanilla indicada.

Allí también, una larga fila de espera. Se sitúa a la cola, la gente avanza a una velocidad de caracol; se está poniendo cada vez más nervioso, irritado por la situación idiota, ya que en breve habrá que repetirlo todo. La rápida perorata del cajero suena, a sus oídos, igual de extraña que las otras, no se le deja más tiempo para que se explique, y además es que ya no sabe cómo, en qué lengua expresarse. Se le entrega un fajo de billetes de banco de gran tamaño, recién impresos, y algunos más pequeños, arrugados, así como un puñado de monedas; se lo mete todo en el bolsillo sin fijarse. Sólo entonces se plantea seriamente la pregunta: pero, ¿qué es realmente lo que ha sucedido? ¡Qué situación tan desagradable y al mismo tiempo ridícula! ¿Tal vez Helsinki no haya podido admitir el avión debido a las inclemencias del tiempo y éste haya sido desviado hacia otra ciudad? En tal caso, sin lugar a dudas le habrían devuelto su equipaje, mientras que aquí tan sólo dispone de la reducida bolsa de mano que retuvo con él en la cabina. Bien mirado, la única explicación es que se equivocó de aparato en el momento de la correspondencia, lo cual significaría que su malera grande habrá llegado sin él a Helsinki, destino de su billete; pero entonces se percata de que tampoco tiene ya el billete, no recuerda ni dónde ni cuándo se lo cogieron. El carnet de identidad y demás papeles los dejó en casa, en un cajón, así que provisionalmente está desprovisto de documentación; de momento ésta es la menor de todas sus preocupaciones, todo esto se aclarará más tarde, lo esencial es llegar cuanto antes a Helsinki. Para ello hay que explicar a las personas competentes de qué manera ha desembarcado aquí, pero antes ha de dar con esas personas, por ejemplo, el jefe de escalas de la compañía aérea local; no tiene ni la más remota idea de dónde ir a buscarlas. En la recepción, la fila de espera es aún más larga, no tiene ningunas ganas de volver a ponerse a hacer cola, como tampoco hacer la de los otros mostradores, y además no consigue reconocer dónde atienden lo uno o lo otro, y dónde podría obtener las indicaciones, las orientaciones necesarias. Sobre el largo mostrador hay algún que otro letrero, pero su escritura, en un alfabeto desconocido, resulta igual de indescifrable que el texto de los paneles e indicadores colgantes, o el de las cabeceras de las revistas y semanarios ilustrados del quiosco. Tampoco tiene, por otro lado, la posibilidad de estudiar más a fondo esos caracteres porque el tumulto es mayúsculo, y la oleada humana en el vestíbulo, de una enorme densidad: sea donde sea que intente poner los pies, se ve de inmediato urgido a moverse y empujado más allá. Prefiere dejar para más tarde las cosas que hay que hacer, tomará las disposiciones desde su habitación, por teléfono.

En la bola de la que pende la llave recibida en la recepción figura el número 921, y supone que su habitación estará en la novena planta. Encuentra los ascensores al final del vestíbulo, sólo funcionan en ese momento tres de los ocho, con numerosos grupos de gente ante cada uno de ellos. Budai optaría gustoso por subir andando pero busca con la mirada alguna escalera; es en vano, y no quiere abandonar su lugar por miedo a tener que volver luego a guardar cok, desde atrás. Se pasa un cuarto de hora largo antes de poder acceder a un ascensor, y con él tantas otras personas como las que van apretujadas en la cabina, unas contra otras. Manipula el ascensor una muchacha alta y rubia, uniformada de azul, que lanza de vez en cuando una pregunta a los pasajeros en su lengua incomprensible, probablemente para saber en qué planta desean bajarse; se para en casi todas. Pero a medida que algunos van bajando, otros suben. La cabina se ve literalmente asediada en cada planta. Sobre la cabeza de la chica gira un pequeño ventilador mural, a pesar de lo cual Budai se pregunta cómo puede trabajar en esa cabina sin aireación, encerrada entre toda esa multitud, durante horas o toda la jornada. Descarta enseguida este pensamiento, no es su problema, él se marchará, con suerte hoy mismo, o a más tardar mañana por la mañana. Antes de llegar a la novena planta, indica su intención de bajar; luego, junto a muchos otros, logra salir con dificultades de la cabina. El lugar de todos ellos es inmediatamente ocupado por otros recién llegados. En cambio, por los pasillos, mientras busca su habitación, no se cruza con nadie: busca por varios lados, y en todos ellos se pierde; querría, resiguiendo las cifras ascendentes o descendentes, acercarse al 921, pero un recodo o un pasillo lateral interrumpen cada vez la hilera de puertas y no encuentra por dónde siguen los números. En dos ocasiones vuelve a pasar por delante de los ascensores antes de dar por fin con la puerta buscada, al fondo de un extremo de un pasillo alejado.

La habitación es minúscula pero está bien equipada, resulta confortable, amueblada con una cama, un armario y un escritorio con teléfono, una lámpara con pantalla y también una lamparilla de cabecera sobre la mesita de noche. En el cuarto de baño exiguo, una ducha, un lavabo, agua caliente, agua fría, un retrete, espejos, toallas. Ambas estancias están agradablemente caldeadas, sin radiadores aparentes, deben de estar ocultos en la pared. En las ventanas, cortinas y celosías de tela; y otro edificio similar, alto y ancho, frente al hotel, con muchas ventanas iluminadas u oscuras. En las paredes de la habitación, hay un único cuadro, un lienzo al óleo, acristalado: un paisaje ñoño, nevado, un par de abetos, unos ciervos brincando a lo lejos. Al lado de la puerta, en la pared, un texto impreso y enmarcado, tal vez un inventario o el reglamento, con la misma escritura que la de la planta baja y la calle.

No reconoce este alfabeto, tan sólo puede afirmar que no es ninguno de los que él conoce: los caracteres no son ni latinos, ni griegos, ni cirílicos, ni árabes, ni hebraicos, pero tampoco ideogramas japoneses, chinos o armenios —antaño, en la universidad, estudió un poco estos últimos—. En cambio, curiosamente, en medio de esos caracteres desconocidos, unos números árabes destacan de vez en cuando. Repesca el dinero que le han dado a cambio de su cheque, pero las inscripciones no le permiten aclararse mucho más, tan sólo puede distinguir las cantidades anotadas bajo paisajes o retratos banales: dieciocho billetes de a diez, crujientes de tan nuevos, algunos de a dos, y monedas de valor diverso; pero se siente demasiado cansado y con la mente excesivamente embotada para seguir ocupándose de ello, y además muy sucio tras el largo viaje. Coge su neceser de baño, y con el mismo gesto saca de su bolsa la mitad de sus pertenencias. Por suerte, al hacer el equipaje con su mujer, procuraron que la maleta no pesara más de veinte kilos, embutieron el máximo número de objetos en esta bolsa de tela con cremallera: mudas de ropa interior, pijama, zapatillas, neceser, zapatos de recambio, un jersey, dos botellas de vino para regalar y alguna cosa más… Es curioso que no reclamase su maleta al desembarcar en el aeropuerto, pero no tuvo realmente ocasión de hacerlo por las prisas, en medio de aquel tropel de gente adormecida, cuando los pasajeros del avión fueron dirigidos hacia el autobús. Tal vez se imaginó que su equipaje le seguiría en el maletero del autobús. Se da una ducha, se afeita frente al espejo, se pone ropa interior limpia y, como tiene por costumbre, lava de inmediato la muda sucia y la tiende en la alcachofa de la ducha y en los grifos. Tras lo cual se pone a probar el teléfono: en la habitación no hay ni listín ni nada que se le parezca; marca números a ciegas, sin desanimarse, hasta que da con alguien que contesta. Obtiene varias respuestas, voces masculinas y femeninas, pero por más que se esfuerza en formular y repetir sus preguntas en todas las lenguas que conoce, incluso gritando la palabra information, todas las veces le contestan de idéntica e incomprensible manera, con la misma entonación inarticulada y resquebrajada: ebebé o pepepé, etieté o algo parecido; sus oídos finos y acostumbrados a captar las consonancias más variopintas y a distinguir los matices, esta vez no oyen, sin embargo, más que gruñidos y graznidos. Acaba colgando el auricular, riendo de puro nerviosismo, al no poder resolver la dificultad. Por si fuera poco tiene hambre, no tiene ya ni idea de cuánto tiempo lleva sin haber comido nada. Se viste, cierra la habitación y sale.

En lugar de la rubia joven, una mujer de mayor edad se ocupa de los mandos del ascensor, a menos de que ahora la chica se haya moneado en otra cabina, pero ésta va igual de cargada. Abajo, en lugar del recepcionista principal, está otro a cargo de la recepción, pero la cola de espera no es por ello menos larga. Éste no entiende a Budai mucho mejor que el anterior, y viceversa; resulta inconcebible que en un hotel de cierta categoría como éste se contraten a unos inútiles y negados que no hablan ninguna de las grandes lenguas universales. Sin embargo, no ha lugar a una prolija meditación, pues los que guardan fila expresan su descontento, gritos y gestos a sus espaldas le impiden cualquier exceso, lo envían a la cola de la serpiente humana: muy molesto, deposita su llave sobre el mostrador y cede su turno.

El vestíbulo sigue sin vaciarse. Budai es empujado, apretujado, tiene que abrirse camino hasta el torniquete de salida. El corpulento portero del abrigo de pieles y los galones dorados vuelve aún esta vez a saludarlo con respeto. En la calle la algarabía tampoco ha disminuido, el aluvión de gente se tambalea, fluctúa en todas direcciones formando corrientes y remolinos. Todo el mundo tiene prisa, jadea, se abre camino a codazos; una viejecita con un pañuelo en la cabeza, al lado de él, le arrea una patada en el tobillo y, de propina, algunos codazos en las costillas. En la calzada, los vehículos se siguen de cerca formando unos enjambres asimismo densos; se aglomeran y arrancan de nuevo sin dejar por ningún lado la posibilidad de que los peatones crucen.

Forman constantemente atascos en un incesante estruendo de motores y bocinas; ve todo tipo de marcas, coches y camiones, unos remolques inmensos y unos gigantescos vehículos de transporte, trolebuses, autobuses, pero no logra distinguir ninguno de los modelos conocidos en su país o en otros. A todas luces se encuentra perdido en la afluencia de la noche, y poco importa por dónde intente escapar, echando a andar primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda de su hotel, el bullicio es el mismo por todas partes. Tuerce por una calle lateral, una muchedumbre compacta culebrea igualmente por las aceras, así como los vehículos en la calzada; él avanza a trancas y a barrancas. Bien es verdad que no se aventuraría a ir muy lejos, a riesgo de perderse y no encontrar luego el hotel.

Unos anuncios luminosos parpadean en las altura la mayoría de las tiendas están aún abiertas. Venden de todo, en los aparadores hay mucho donde elegir: ropa, calzado, vajilla, flores, electrodomésticos, alfombras, muebles, bicicletas, objetos de plástico, cosméticos, todo esto es lo que él ve de una mirada. Abundan los clientes en todos los comercios, se ven colas serpenteando dentro de las tiendas, a menudo llegan hasta la calle. Las dos tiendas de ultramarinos frente a las que Budai ha pasado se le antojan las más abarrotadas del mundo, incluso transitar por la acera de delante es problemático ya que la densidad rebasa lo imaginable, todos los que no consiguen meterse como sea dentro se acumulan ante la puerta formando unas columnas compactas: se da cuenta de que no tiene ninguna posibilidad de lograr comprar allí alguna cosa. Pero el hambre lo está torturando cada vez más, de manera que el descubrimiento, un poco más lejos, de un restaurante, unas mesas dispuestas detrás de unos ventanales, consumidores sentados a la mesa y unos camareros con chaquetilla blanca, lo llena de contento. Por desgracia, una larga espera es allí también de rigor, se deja entrar a los clientes con cuentagotas conforme otros van saliendo, lo cual no ocurre con frecuencia. Dispone de todo el tiempo del mundo para observar a la gente que hace cola junto a él. Blancos y gente de color; delante de él, dos jóvenes negros como el carbón y de pelo lacio; más allá, una mujer amarilla de ojos rasgados con su hijita, algunos hombres altos de tipo germánico, uno gordo de tipo mediterráneo con la cara reluciente de sudor y un abrigo de piel de camello, malasios curtidos por el sol, árabes o semitas, una rubia pecosa con un jersey azul y una raqueta de tenis: sería difícil hallar una raza o una etnia mayoritaria, por lo menos allí, frente a aquel restaurante.

Pasados cuarenta minutos largos sin avanzar, consigue por fin entrar en el local; entrega su gabán en el guardarropa a cambio de un número. Todas las mesas están ocupadas, debe buscar un rato antes de descubrir una plaza libre al otro extremo del salón. Pide, en inglés, permiso para tomar asiento, pero aparentemente ninguno de los presentes lo comprende, levantan un segundo la nariz del plato, lanzan una mirada vacía y neutra, y luego siguen comiendo: es evidente que todo el mundo tiene prisa. Pasa otro cuarto de hora hasta que comparece el camarero; no puede, bien es verdad, esmerarse más, lo llaman, lo acosan desde todas las mesas. Recoge la mesa ante Budai, platos, vasos y cubiertos sucios, le coloca un cubierto limpio y le entrega el menú; desgraciadamente no es capaz de leer ni una sola letra. Se lo cuenta al camarero de más edad, pero éste se encoge de hombros, farfulla alguna palabra, y mientras tanto es llamado desde otra mesa; Budai se dirige entonces a los demás comensales. Les había en seis, en ocho lenguas, sin resultado alguno, no dan muestras de comprensión, pero es que, además, en realidad no lo escuchan. Se va poniendo más y más nervioso, el estómago le tiembla de hambre y de excitación, sobre la mesa no ve ni tan sólo el pan. El camarero no vuelve a pasar hasta unos veinte minutos más tarde para dejar una porción de pollo asado con una suculenta guarnición delante de su vecino; sin embargo, por más que Budai indica por señas que desea comer y que le traiga lo mismo, el otro se da media vuelta de nuevo y resulta imposible saber si ha apuntado el pedido o no. Durante ese tiempo, parte de los consumidores se ha renovado, el camarero reaparece al otro extremo de la mesa con nuevos platos cocinados y cubiertos limpios, también cobra algunas cuentas; no le presta la menor atención a Budai y se va a otra mesa. Budai hace tantas veces pssst y tantos gestos que el hombre termina por volver, farfulla alguna cosa entre aspavientos, irritado e indignado: imposible descifrar si le está pidiendo un poco de paciencia o si quiere dar a entender que ya no se ocupa de él. A Budai le cuesta contenerse, patalea, desconcertado, ¿hay que seguir esperando, o qué hay que hacer? Cuando el camarero regresa, pero sigue sin servirle nada, Budai da un puñetazo sobre la mesa, tira su silla al suelo y sale a toda prisa, exasperado. Entonces tiene que guardar cola para recuperar el gabán y, presa de furor, poco le falta para que llegue a las manos con los clientes. Paga el guardarropa con una moneda pequeña: el señor de edad debe estar satisfecho porque murmura una especie de agradecimiento.

Está bien, pero en definitiva sigue sin haber comido, se le hace imposible pensar en otra cosa. Haciendo mangas y capirotes en medio del barullo incesante de la calle, a costa de prolijas búsquedas y algunos nuevos batacazos en un auténtico cuerpo a cuerpo, unos ochocientos metros más lejos da por fin con un local que recuerda vagamente un buffet libre. Allí, claro está, una multitud innumerable se atasca y pisotea a la espera de no se sabe qué ni de quién; él se sitúa a boleo al final de una cola. No avanzan con rapidez, por lo que no descubre sino más tarde que esa serpiente humana se dirige hacia una caja, en la que cada cual obtiene un ticket con arreglo a lo que ha pedido, la cola prosigue luego a través de la amplia sala hasta el mostrador situado al otro extremo, donde se entrega la comida. Llegado, a su vez, frente a una cajera en bata azul, se ofusca ante la mirada interrogativa de la mujer, su garganta no alcanza a emitir la más mínima palabra, y aunque hubiera dicho algo, no le habrían entendido. La cajera, en su lenguaje, le invita a formular el pedido, él tartamudea alguna cosa en español, vaya usted a saber por qué. Pero los de atrás empiezan a protestar a sus espaldas, está retrasando el avance, hacen tintinear las monedas que llevan preparadas, le pisan prácticamente los pies: de sopetón ha ido a parar más allá de la caja, sin haber comprado un ticket. La cajera de bata azul atiende ya al siguiente y al que sigue a éste, los cuales van seguidos por tanta gente que le resultaría imposible volver a situarse en la fila, no sería admitido, a menos de que se pusiera de nuevo a la cola. Seguir la hilera que va saliendo de la caja parece absurdo, ya que sin ticket no le servirán, pero no le queda otra opción, es empujado por la inercia. Se deja arrastrar hasta el mostrador. Allí todo el mundo presenta al personal de gorro blanco el papelito obtenido en caja, y puede llevarse los platos deseados, comida y bebida; él es el único que gesticula, vacías las manos, trata en vano de explicar su caso. Pero a falta de ticket, ni le escuchan, bajo sus narices o por encima de su cabeza ve desfilar asados y pasteles. Entonces se pone a triscar, da puñetazos al aire, sin obtener la menor garantía de poder alcanzar mejor su objetivo si reanuda la batalla en otra cola, desde el principio.

Sale a rastras a la calle igual que un perro apaleado, avergonzado, abandonada toda esperanza de cenar aquel día; entonces, en un cruce de calles, avista a una vendedora de castañas asadas; tres o cuatro personas, tan sólo, aguardan cerca del incandescente brasero de hierro colado. Le llega el turno al cabo de treinta segundos, pero, por más lingüista que es (él, que se defiende en dos docenas de lenguas), ha de explicarse mediante gestos, valiéndose de las manos y de sus diez dedos, al modo de los sordomudos. Compra todas las castañas, unas cuarenta aproximadamente, nunca había visto tantas. Paga con un billete de tamaño pequeño, la vendedora le da el cambio, unas pocas monedas. Se come las castañas en un santiamén mientras camina, se las van tragando, quemándose los labios, y conforme va comiendo le invade un brote de ternura, se apiada por entero de sí mismo, un pobre hombre perdido en esa extraña ciudad. Marcharse de aquí es lo único que tiene en mente, regresar al hotel, coger su equipaje y marcharse de aquí, de inmediato, en avión, en tren o cómo sea, sin quedarse ni un solo día, ni una sola hora más.

En la entrada del hotel el portero empuja ante él, una vez más, la puerta batiente, y sin embargo en la recepción ve a alguien que no estaba antes. Tras aguardar turno en la interminable cola, Budai no consigue tampoco comunicarse con esta persona, indica en vano su llave colgada entre las demás, el conserje se limita a mover la cabeza con desgana. Coge un trozo de papel, escribe el número de su habitación, le dan la llave de la 921. En el ascensor coincide de nuevo con la alta y rubia ascensorista de uniforme azul; él la saluda con un gesto de cabeza, pero ella lo mira sin verlo, pasiva y distraída, luego la cabina se llena, sólo puede volver a verla un segundo, justo en el momento de salir.

En la habitación se descubre por todo el cuerpo hematomas y rasguños, huella de los incesantes empujones en las calles; y además se nota cansado. Cobra conciencia, con espanto, de que no ha avanzado en nada, y por si fuera poco, esto: de allí de donde salió y allá a donde iba, ni en su casa ni en Helsinki, probablemente nadie sospecha lo que le ha sucedido. Pero lo más sorprendente de todo es que él mismo tampoco ve las cosas mucho más claras; en este momento sigue sin saber de qué manera proseguir su viaje, no tiene ni la menor idea de cómo: ¿a dónde ir, a quién dirigirse, qué medidas tomar? Se ve invadido por presagios siniestros, escrúpulos poco claros, habrá descuidado alguna cosa, dejado de hacer lo necesario, no sabe en verdad el qué… En su nerviosismo se ensaña de nuevo con el teléfono, lo maltrata, marca un sinfín de números: debe de haber anochecido, los timbres suenan pero obtiene escasas contestaciones, alguna voz muerta de sueño, una y otra vez en esa lengua extraña, inaprensible, esquiva, ese carraspeo diríase cuasi inarticulado.

Por su profesión tiene un sentido lingüístico especialmente agudizado: su especialidad, como tal, es la etimología, el estudio del origen de las palabras. En el ámbito de su trabajo, maneja lenguas de lo más diversas: entre las finoúgrias, naturalmente el húngaro y el finés, pero también el vogul[1] y el ostiaco[2], asimismo el turco, un poco de árabe, el persa, así como el eslavónico, el ruso, el checo, el eslovaco, el polaco y el serbocroata. Pero este idioma que se habla aquí no recuerda a ninguna de ellas, como tampoco al sánscrito, al hindi, al griego antiguo o moderno, y sin embargo tampoco puede ser germánico; además, él se defiende en alemán, inglés y tiene nociones de holandés. Sabe, por otro lado, latín, francés, italiano y español, entiende algo de portugués, rumano y retorromanche[3], y posee incluso algunas nociones de hebreo, armenio, chino y japonés. Es obvio que la mayor parte de estas lenguas tan sólo las sabe leer aproximadamente, pues se ve a veces obligado a ello al investigar la historia de una u otra palabra, pero lo suficiente, sin embargo, para poder juzgar que la lengua utilizada en este país no tiene nada en común con las lenguas enumeradas; y dilucidar su pertenencia a un grupo lingüístico, únicamente así, de oídas, es algo de lo que no se ve capaz, y además es que no oye más que ededés, dyiédyiédyié, o algo parecido. Descuelga el texto impreso y enmarcado, pegado cerca de la puerta, y lo estudia atentamente, una vez más, a la luz de la lámpara del escritorio. Esta vez tampoco progresa mucho que digamos, nunca antes ha visto esta clase de signos; tanto da que los lea desde la derecha o desde la izquierda. Ni tan sólo puede determinar si se trata de una escritura alfabética, como la de las lenguas europeas, una escritura silábica, como el japonés por ejemplo, o una escritura ideográfica como el chino, o incluso un escritura que utilice sólo consonantes, como ocurre con el semítico y el arameo antiguos; no obstante le sorprenden de nuevo los números árabes que aparecen en el texto. Pero, para entonces, está tan agotado que su cerebro ya no responde, prefiere dejar la aclaración de todo esto para el día siguiente; se desviste y se acuesta.

Antes de dormirse tiene por costumbre leer media hora en la cama. Se da cuenta de que no tiene lectura: sus libros, sus ñoras, su ponencia para el Congreso, todo lo metió en la maleta grande. Se levanta, vacía otra vez la bolsa de viaje, sin resultado; se arrepiente de no haber por lo menos cogido periódicos o revistas en el avión. Vuelve a meterse en la cama sin que le venga el sueño, un poco más tarde descorcha una de las botellas de vino tinto de la bolsa. Con el filo de su navaja intenta sacar el tapón, pero lo desmigaja, finalmente sólo consigue hundirlo en el cuello de la botella. Como no tiene con qué taponarla de nuevo, acaba por tragarse todo el contenido antes de caer, inconsciente, en un adormecimiento brumoso.

Por la mañana se despierta confuso y molido, como con un trancazo; afuera el tiempo es seco y gris. Mira hacia la calle a través de la ventana cerrada, incluso desde allí, un noveno piso, se distingue perfectamente la muchedumbre espesa, ondulante, el flujo incesante, la corriente negruzca de vehículos y peatones que hay ahí abajo. Tiene el estómago revuelto, bebió demasiado la noche anterior, se pone a cepillarse los dientes un buen rato para quitarse el mal sabor de boca. Se ducha, frotándose la cara y la frente bajo el chorro de agua hirviente, se seca luego todo el cuerpo enrojecido, de la cabeza a los pies, con una toalla grande y esponjosa. En un departamento lateral de su bolsa encuentra un bocadillo de salami que no vio la noche anterior: su mujer debió de preparárselo para el viaje. Se lo come a modo de desayuno, aunque un té le habría bastado. Pero no encuentra ningún timbre para llamar a la camarera o al mozo de planta. Seguramente, para ello hay que utilizar el teléfono, pero para hacerlo habría que saber a qué número hay que llamar y lo que uno va a decir. En resumidas cuentas, está en el mismo punto que el día anterior… De golpe y porrazo se adueñan de él una enorme impaciencia y una voluntad de actuar: ya basta, esta patochada ya ha durado bastante, tiene cosas urgentes que hacer en Helsinki, pronto va a empezar el Congreso internacional de lingüística al que ha sido invitado, y aunque sea con retraso tiene que poder llegar para dar su conferencia. Recoge sus bártulos, deja su bolsa cerrada en el portamaletas y decide bajar para solucionar este asunto de una vez por todas y largarse.

Muchos grupos esperan los ascensores ante cada una de las ocho puertas de bajada, las luces intermitentes indican esta vez que todas las cabinas están ocupadas, al parecer la afluencia es aun mayor por la mañana. Budai sigue sin encontrar indicios de alguna escalera, en cualquier caso ninguna da a los pasillos, y se ve pues obligado a juntarse con los demás en una cola lateral. Pero los ascensores se paran en muy contadas ocasiones en aquella planta, a veces ni se paran en ella durante largos minutos, y se oye su monótono pitido por detrás de las puertas. Cuando alguno se detiene, sólo pueden subirse cuatro o cinco pasajeros ya que las cabinas llegan repletas de los pisos superiores; a esa hora matinal todo el mundo se afana por bajar. Su fila es precisamente la que avanza menos rápido, desde hace por lo menos diez minutos ni siquiera ha oído el ruido característico de la abertura de la puerta; temiéndose que el servicio haya sido allí suspendido, da un paso al lado para situarse en la cola de la fila vecina. Pero entonces la que parece avanzar es la otra fila, mientras que la suya se atasca, en las contadas ocasiones en que la cabina que les corresponde se detiene, una flecha iluminada indica que sube, es para acabar loco, Budai se nota todo él completamente sudado, de la cabeza a los pies, debido a la promiscuidad y a la rabia e impotencia, hasta que finalmente consigue llegar a planta baja.

En el vestíbulo, la aglomeración y los empujones no desmerecen en nada a los del día anterior, en algunos sitios la gente se amontona como en hormigueros, en otros, forman largas y sinuosas colas, y aquí y allá, se producen pequeñas acciones individuales: es imposible saber si todos son clientes del hotel, o qué andan haciendo por allí. Se abre camino hasta la recepción, le cuesta inmensamente hacerse sitio ante el mostrador, y le toma su tiempo, quizá una media hora, poder situarse frente al recepcionista principal. Es uno nuevo, ninguno de los que ya conoce, pero éste no entiende mejor que los anteriores sus palabras, y de su boca sale la misma cháchara incomprensible. Budai no logra ya contenerse, su furor estalla de golpe, la emprende a golpes contra el mostrador, y, rojo de rabia, brama en varias lenguas:

—Skandal, ein Skandal!… C’est un scandale, comprenez-vous?

Ya no sabe ni lo que dice, exige la entrega de su pasaporte, su billete de avión, que lo reciba el director, que acuda un intérprete, está fuera de sí y, amenazante, repite: pass, passport, passaporto, la escena atrae miradas y hasta a espectadores. El desconcertado recepcionista separa las manos, Budai se abalanza entonces sobre el tablero y lo agarra por los hombros, lo sacude dándole tirones, grita a pleno pulmón y gesticula rozándole la cara. Naturalmente resulta inútil ya que el otro no comprende, en verdad, sus palabras, y los demás testigos, tampoco, en todo caso no dan muestras de entenderlas. Además, la gente está guardando cola, se impacienta, quiere avanzar, tratar de sus propios asuntos: de todo esto no se desprende finalmente un efecto mayor que el del estallido de una pompa de jabón; el recepcionista se recompone la chaquetilla, Budai se ofusca, violentado. Permanece allí todavía un momento, sus ojos tratan de averiguar dónde guardan los pasaportes de los clientes, encima de qué mesa o en qué gaveta, no consigue abrirse paso hacia el otro extremo del mostrador o hacia el escritorio de recepción, y se avergüenza de la escena escandalosa que acaba de provocar, en realidad no es en absoluto propia de él. Ha de admitir que aumentar aún más la tensión es desagradable y sobre todo inútil, y no sería tolerado por los que, a sus espaldas, no van a esperar eternamente. Así que, tras haberse secado cuello y frente y sonado la nariz, se desplaza de manera casi imperceptible un poco más allá sin haber resuelto, una vez más, nada de nada.

El vestíbulo está amueblado con mesas redondas y butacas; una acaba de quedar desocupada. Se sienta, cierra los ojos; todo esto no es tal vez cierto, y en verdad está en Helsinki, o aún en su ciudad antes de salir de viaje. O bien, si realmente está aquí, ellos lo saben y pronto vendrán a buscarlo, le ofrecerán todo clase de excusas, le darán todo tipo de explicaciones, todo se aclarará, todo se arreglará. Ya sólo falta un minuto o tal vez dos, no tiene más que contar hasta sesenta o hasta cien, a lo sumo… No obstante, cuando vuelve en sí, ve una vez más la misma sala con su masa humana en movimiento, las indicaciones y carteles turísticos ilegibles, fotos ampliadas y paisajes en paredes y pilares, en el quiosco las mismas cabeceras misteriosas e indescifrables; hombres, mujeres, viejos, jóvenes, de todo tipo y de toda especie. A su lado pasa un grupito raro y exótico, tal vez una delegación eclesiástica, unos viejos barbudos, de piel morena, con largos caftanes negros, cinturones coloreados, tocados con birretes color violeta, y unos pesados colgantes de oro al cuello: la muchedumbre les deja paso, permitiéndoles cruzar en fila india, dignamente.

Procura mantener la calma: vociferar y armar escándalo no lo llevará a nada, está claro. Intenta ordenar sus ideas: primero ha de recuperar el pasaporte, es lo más urgente, y naturalmente encontrar también su billete de avión, sin lo cual no podrá irse a Helsinki, y desde allí, una vez finalizado el Congreso, regresar a casa. Cuando tenga ambos documentos en mano, ya habrá ocasión para meditar sobre lo que le ha conducido hasta aquí, quién es el responsable de ello, de toda esta estúpida aventura, etcétera… Pero antes que nada desea ingerir algo, el desayuno no ha supuesto gran cosa y el estómago se lo recuerda enérgicamente, probablemente sea esto lo que lo ha puesto tan nervioso. Tiene que haber por fuerza en este hotel un restaurante o algo parecido; sale pues en su busca.

En la medida en que la gente que se halla pululando abajo le permite circular, da la vuelta al vestíbulo de la entrada, es amplio, mide de cien a ciento cincuenta metros de largo y casi la mitad de ancho. A un lado se venden bibelots y souvenirs: contempla las muñecas, estatuillas, joyeros pintados, brazaletes, broches, colgantes, cámaras de fotos de marca desconocida, gemelos de teatro. Levanta encima de una placa de vidrio un llavero para el coche con una inscripción, sin duda un edificio característico de la ciudad, con su nombre: monumento desconocido, inscripción indescifrable. A pesar de todo decide que antes de abandonar este lugar comprará un objeto como ése, en recuerdo de esta historia de locos y de la noche que ha pasado aquí.

Pero no hay manera de dar con un restaurante, a pesar de que inspecciona sistemáticamente todo el vestíbulo, de arriba abajo, incluso interroga a alguien, repitiendo: restaurant, buffet, y cuando el otro lo mira estúpidamente, él intenta mostrarle una mano, que se lleva a la boca, una boca que desea comer. Entonces, aquel hombre alto y delgado, de nariz aguileña, parece entender y le devuelve una pregunta con su voz rugosa, demasiado fuerte, gritando casi, algo así como:

—¿Patyagyagyabbú? ¿Vevé tereplebobó…?

Pero tal vez ha pronunciado cualquier otra cosa, articula de una manera tan rara como los demás, a Budai se le haría una montaña intentar transcribir estas palabras, por más que sea un excelente experto y que en sus obras utilice el alfabeto fonético, que por lo general sirve a los lingüistas para la transcripción de las entonaciones y los matices más variados del lenguaje. Aquella persona sigue hablando, lanza, como en un reto, unos desagradables gañidos, va incluso hasta a agarrar a Budai por el forro del abrigo y hace señas hacia arriba, quizá esté señalando un balcón, no se sabe…, Budai preferiría deshacerse de él pero el otro lo tiene agarrado con fuerza, no lo suelta, le ladra a la cara, cacarea ante sus propias narices; finalmente ha de librarse de él por la fuerza.

Luego, para gran sorpresa suya, descubre una escalera en el ángulo opuesto del vestíbulo. Es una escalera amplia, tapizada de rojo y con una rampa de mármol, pero que can sólo lleva hasta el entresuelo o a una primera planta. Una vez allí, desemboca en un pasillo y no continúa. Ese pasillo conduce hasta una gran puerta acristalada, de doble batiente, cuyas hojas han sido de momento retiradas y se hallan apoyadas contra la pared. Detrás de la puerta, hay una sala porticada llena de andamios y puntales hasta el techo, unos pintores están trabajando en las alturas, trepan y se bajan, sus voces resuenan en el espacio vacío. En el medio de la sala, una escultura o una fuente se esconde bajo una cubierta de lona, según alcanza a ver en medio de aquel bosque de puntales; al fondo, una especie de consola maciza de grandes dimensiones, luego una tarima con un piano, también recubierto, en un rincón, y apiladas, un montón de mesas y sillas, salpicaduras de pintura por jodas partes, mortero y grava en el suelo: sin ningún género de dudas aquello es el restaurante, momentáneamente en desuso debido a las obras. Entiende por fin lo que quiso decirle el larguirucho aquél al señalarle las alturas. Uno de los pintores con el blusón sucio pasa cerca de la puerta con un cubo en la mano y tocado con un sombrero de papel: Budai se dirige a él, intenta con denuedo que le diga dónde puede encontrar algo de comer. El hombre parpadea, murmura alguna cosa, niega describiendo con el brazo un amplio círculo, como queriendo decir: en ninguna parre en este edificio.

Es el colmo de la mala suerte: efectivamente, después de su desventurada excursión de la noche anterior, la mera idea de salir de nuevo y afrontar la calle le espanta. Y sin embargo, de alguna manera ha de comer; deben de ser las doce del mediodía o están a punto de darlas, a falta de reloj el estómago es el que le indica el tiempo que pasa, y con mayor insistencia según avanza… Se jura que no va a ponerse nervioso ocurra lo que ocurra, lo hagan esperar aquí o allá; los aviones suelen despegar a primera hora, de manera que ya ha perdido el vuelo de la mañana a Helsinki. Quiere poder por fin comer hasta saciarse, y si es necesario dedicará a ello la mañana entera, y luego irá a informarse sobre el horario de vuelos de la tarde o noche. Penosa y torpemente cruza de nuevo el vestíbulo, y con un gran esfuerzo vuelve hacer toda la cola que hay delante del ascensor, consigue que lo suban a su planta adonde va a buscar su gabán. Aunque el día anterior ya ubicara su habitación, esta vez vuelve a perderse por los pasillos, zigzaguea en todas direcciones antes de encontrar de nuevo la 921. En cuanto se halla delante de su puerta, oye sonar el teléfono, gira de manera enfebrecida la llave en el cerrojo para acudir raudo a contestar. Pero el tiempo de llegar, el aparato ha enmudecido, como de costumbre no se oye por el auricular más que un trivial zumbido… Se pregunta quién puede haberlo llamado: ¿por fin lo habrán encontrado, habrán descubierto lo que le ha sucedido, estarán buscándolo, siguiéndole la pista, habrán adoptado por fin las medidas para llevarlo a su destino? Se sienta en la cama, no se atreve a moverse ni una pulgada a la espera de una nueva llamada, se arrepiente, se golpea el cráneo con el puño: ¿por qué no ha subido, aunque sólo hubiesen sido treinta segundos antes? Sin embargo, por más que lo tiene como hechizado, el teléfono permanece mudo, y el hambre no se le calma; así pues, tras haber entrado y salido dos veces de la habitación para pateársela un rato más, se decide finalmente a salir.

En la recepción, esta vez se limita a dejar su llave metiendo el brazo en medio de la serpiente humana; el gesto parece ser tolerado. En la calle la circulación no ha disminuido en comparación con la tarde anterior, sigue habiendo igual de vehículos y peatones, bocinados, empujones; no alcanza a comprender hacia dónde corre y de dónde afluye tanta gente a esta hora, ¿del trabajo o al trabajo, o con qué objetivo, y sencillamente quiénes son todas esas personas, de dónde surgen constantemente en semejante e inagotable marea…? Nadie se interesa lo más mínimo por él, ni tan sólo se dignan mirarlo, y si, aunque sólo sea un segundo, deja de concentrarse o de soñar despierto, de inmediato es empujado por un golpe descomunal, propulsado hacia cualquier lado, y resulta laborioso mantenerse en pie. Empieza a constatar que también él ha de comportarse de forma violenta, valerse de hombros y codos para avanzar o alcanzar un objetivo, cualquiera que sea. Pero descarta de inmediato esta idea insidiosa porque no quiere, no puede querer nada aquí salvo tomar un buen desayuno y luego marcharse, salir volando en cuanto sea posible, ¡y adiós! Eso es todo…

El cielo está encapotado y hace frío, casi hiela y sopla un viento tenaz y desagradable; se sube el cuello del abrigo y se cala el sombrero hasta las cejas. Coge la dirección opuesta a la del día anterior; ya puestos y dado que está aquí, mejor procurar visitar un poco más. Edificios antiguos y nuevos se suceden por donde pasa, a pie de los rascacielos unas casitas de una sola planta, barracas de madera, más adelante unos edificios bastante desconchados de entre cuatro y seis pisos, e inmediatamente después, una torre de vidrio y hormigón armado que se yergue contra el cielo, y a su lado otra en construcción: no es capaz de determinar, a falta de referencias, si se encuentra en el centro urbano, en la periferia o bien en otro lugar. Observa asimismo la calzada con mayor atención, en el tumultuoso y continuo torrente de vehículos logra identificar tres clases de autobuses, los verdes, los rojos, y unos marrón y blanco, y además, unos trolebuses numerados, el 8, el 11, el 37, el 137, pero naturalmente no puede adivinar a dónde se dirigen, además es que renuncia a ello, resignado. Ve igualmente taxis, si realmente lo son: unos coches de color gris que llevan una franja roja en el costado, un contador y una banderita abatible detrás del salpicadero. Intenta varias veces hacerles señas de que se paren, sin resultado alguno, o bien está ocupados, o bien los conductores no le prestan ninguna atención, o entonces es que tienen que atender una llamada. Sus señas, bien es verdad, no deben de expresar una intención muy convincente, como si temiera tener que hablar, tener que explicar la situación, en vano, pues no lo entenderán, y dado que no ve las cosas claras, ¿qué pedir, qué dirección dar…?

No muy lejos de hotel la oleada se arremolina en torno a una plazoleta, en cuya parte central una escalinata de bordillo amarillo desemboca por debajo del nivel de la calle, incontables personas suben y bajan por ella. El color y la forma de la rampa le resultan conocidos: vio algunas parecidas de noche, cuando el autobús lo conducía desde el aeropuerto. En cuanto el semáforo deja vía libre al paso de peatones tachonado, se deja arrastrar por la marea negra de los viandantes hasta el centro de la plaza, y baja con los demás. No está equivocado, se encuentra en efecto en una estación de metro urbano, en un amplio recinto oval con múltiples ramificaciones, las direcciones están señalizadas por flechas pintadas y rótulos más o menos prolijos, para él todos misteriosos. Los pasajeros afluyen por todos lados de manera que, llegados a destino o buscando una correspondencia, se mezclan aquí con los de la calle, que se precipitan hacia adentro en ininterrumpidas columnas, llenando la sala con un barullo de densos torbellinos apenas penetrables y en perpetuo movimiento. Más tarde se da cuenta de que, a escasa distancia, unas escaleras mecánicas conducen hasta niveles más profundos; escupen y tragan, intercambian y entremezclan sin cesar a una multitud aborregada y que rompe allí como una ola. En medio de esta sempiterna y bulliciosa agitación, no es fácil mantenerse en pie. Intenta, a pesar de todo, avanzar, a su izquierda ve en la pared un inmenso plano descriptivo del metro, que se convierte en su objetivo. En su tentativa, queda empantanado en medio de la marea humana que lo empuja irresistiblemente hacia la escalera automática que se halla al otro extremo de la sala, no tiene sin embargo la menor intención de salir en aquel momento de viaje, al menos no en esta ciudad. No obstante le resulta imposible ir contra la corriente de ese auténtico ejército en orden de batalla, y menos aún, refrenarlo; ha de mantener un verdadero cuerpo a cuerpo, con rodillas y puños, arrinconando a los demás para librarse de la corriente y alcanzar la orilla, donde la celeridad de la marcha está ya un tanto amortiguada por los que van en otras direcciones.

El plano del metro, adherido a una placa de vidrio, representa el metro, las estaciones y las correspondencias, un color distinto para cada línea, que forman una especie de telaraña relativamente densa de radios divergentes y de círculos más o menos concéntricos. El plano lleva aparejado un teclado con un botón que corresponde a cada parada: apretando un botón, se ilumina todo el trayecto. Aguarda a que le toque, aquí también la masa de gente anda con prisas, y una vez llegado, tamborilea con los dedos sobre las teclas, al tuntún. Unas veces los trayectos son sencillos, otras, se requieren dos o tres correspondencias, pero dado que el plano indica tan sólo conexiones subterráneas, ello no le ayuda a imaginar las verdaderas calles y plazas de la ciudad, en la superficie. Incluso si fuera capaz de leer el nombre de las estaciones, esto no sería muy informativo: ¿dónde situarlas en el puzle de aquella inmensa y sorda zona desconocida? La estación de salida en la que se halla aparece rodeada por un círculo rojo, un aro un poco más usado que los otros, posiblemente por la costumbre de los viajeros de apoyar el índice encima. No puede descifrar el nombre, únicamente puede constatar que, en el plano, se halla situada abajo, a la izquierda, en el punto de intersección de un círculo y un radio, a medio camino grosso modo entre el centro y la periferia, dicho de otra manera, un barrio al suroeste de la población; siempre y cuando el norte se oriente aquí también hacia arriba.

Sube hasta la calle; cerca de allí, en la obra donde se construye un rascacielos más alto que los otros, Budai retuerce el cuello para poder contar los pisos: van por el sesenta y cuatro, pero el esqueleto de acero parece indicar que hay previstos más. Una cantidad innumerable de obreros se afana en su labor y se mueve febrilmente sobre los lienzos de pared levantados, en algunos puntos los andamios se ven negros, abarrotados de tanta gente que hay, parecen decorados con hormigas, unos montacargas exteriores transportan a los hombres y el material, elementos prefabricados, perfiles y paneles gigantes. Las proporciones del edificio, la envergadura de la obra no suscitan en él respeto sino cierto pavor, como si todo aquello pudiera en cualquier momento caérsele sobre la cabeza, aplastarlo y dejarlo enterrado para siempre jamás… ¡Bueno! No ha salido a la calle para quedarse mirando a las musarañas; divisa una tienda de ultramarinos que se halla situada en su ruta, y esta vez aguarda con paciencia al igual que los demás clientes. Y aunque aquí resulte también incomprendido, no se arredra, no da su brazo a torcer hasta que los vendedores cortan y pesan para él lo que les ha señalado. Tiene que hacer cola para los productos de charcutería, otra cola para la mantequilla y el queso, otra más para el pan, y luego, del otro lado, una más por el antojo de un pescado a la parrilla. Le han dado únicamente unos tickets, con lo que se ve forzado a sumarse a la fila que serpentea delante de la caja. Paga sin saber cuánto, recoge el cambio, y de nuevo hace cola para obtener la mercancía: el procedimiento completo exige aproximadamente una hora y media.

En la entrada del hotel, el portero rollizo y con galones sigue de guardia: ¿y éste, cuándo dormirá?, se pregunta Budai. Obtiene su llave después de haber anotado el guarismo 921, y se guarda en el bolsillo del abrigo el papelito con el número de su habitación. Frente a los ascensores, espía un momento en qué cabina puede estar la ascensorista rubia; aquel día está de servicio en la del medio, se sitúa entonces en esa cola. Está leyendo, no despega la mirada del libro, maneja los pulsadores sin mirar, a petición de los clientes. Y únicamente en el momento en que Budai, al no saber cómo pedir la novena planta, le toca el brazo, ella alza la mirada. Su mirada se posa y se pierde en él en un abrir y cerrar de ojos, un poco estupefacta, como si despertara de un sueño profundo, entonces la puerta automática se abre: ha llegado a su planta.

Durante su ausencia la habitación ha sido arreglada y limpiada y han hecho la cama. El pijama está bajo el cobertor y las zapatillas bajo la mesilla de noche. Siente un ligero escalofrío: ¿acaso lo consideran un cliente permanente? Descarta de inmediato tal ingenuidad: el personal de limpieza no tiene por qué estar al corriente de… Abre la bolsa y rebana febrilmente el pan con su navaja, se prepara unos bocadillos. Los sabores son sorprendentes, todo sabe distinto que en su país, un poco dulzón, los embutidos, el pan, los pepinillos, incluso el pescado. Envuelve con cuidado los restos, los coloca en la ventana. Por fin ha comido como es debido, sólo le falta su habitual cafecito. Pero no tiene ningunas ganas de volver a bajar para ir en busca de uno. Le tienta más la idea de una corta siesta, orgulloso de sí mismo como está de haber podido, a pesar de todo, saciar su hambre a costa de no se sabe cuántas dificultades. Sus zapatos salen despedidos y se echa sobre la cama sin deshacer.

No ha debido de dormir más que un par de minutos cuando se despierta sobresaltado, angustiado y presa de palpitaciones. ¿Qué demonios es esta pesadilla, esta locura, él acostado aquí mientras en Helsinki se está celebrando el Congreso de lingüística? Allá se espera su llegada, tiene que intervenir ya sea el primer día o bien el segundo, ha resultado seguramente elegido para alguna de las comisiones, ¡y evidentemente su ausencia ha quedado sin explicación! ¿Qué está haciendo aquí, y más aún, dónde se sitúa este «aquí», en qué ciudad, qué país, qué continente, qué rincón del mundo maldecido por los dioses? Trata una vez más de volver a reflexionar acerca de este inverosímil asunto, confía en su propio sentido de la lógica, en esa capacidad de razonar que ha ido desarrollando al hilo de sus trabajos científicos, y asimismo, y no por ello menos importante, en su experiencia de viajero ya que, en efecto, desde sus años de estudiante lleva mucho tiempo viajando por el extranjero. Sin embargo no hay nada que hacer, por más que le da vueltas una y otra vez a los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, no encuentra dónde reside el «quid», qué es lo que hubiese debido hacer de una manera distinta, a dónde y a quién dirigirse, qué otra cosa hubiera podido hacer o cómo haberlo hecho mejor… Y si bien no hay la más mínima duda de que el malentendido que lo ha conducido hasta aquí pronto o tarde se disipará, y entonces podrá de inmediato proseguir su viaje hacia su destino, en el momento presente se siente bastante desamparado: sin amigos, sin conocidos e inclusive sin documentos, y completamente abandonado en una ciudad del todo desconocida de la que ignora hasta el nombre, en la que no puede comunicarse con nadie, él, tan versado en lenguas; lo menos que puede decirse es que hasta el momento no se ha encontrado con ni un solo ser con el que poder cruzar dos palabras en este inextricable fárrago invasor de un pueblo en movimiento perpetuo y perpetuamente acelerado.

Prueba a sintetizar las escasas informaciones que ha recopilado hasta el momento acerca de la ciudad. Debe de ser una ciudad grande, esto parece evidente, una de esas grandes metrópolis en las que jamás ha estado. No alcanza todavía ni siquiera a imaginar en qué parte del globo se sitúa, en qué dirección respecto de su hogar, e incluso aproximadamente a qué distancia. En cuanto a la distancia, la tarde anterior quizá quedaba todavía una posibilidad de poder calcularla, piensa entonces, basándose en su barba, que no se afeitó durante el trayecto en avión, cuando se durmió: si la hubiera observado mejor al despertarse, podría haber hecho una estimación aproximada de cuántas horas estuvo volando, dicho de otra manera, la distancia recorrida a vuelo de pájaro. Pero la tarde de su llegada se afeitó, sin aprovechar ese punto de referencia, estaba aún atontado, y ahora no consigue en modo alguno recordar la longitud de los pelos que se rasuró en la barbilla… Una ciudad con una elevada densidad de población, sin ningún lugar a dudas, más elevada que en todas las demás ciudades que ha visitado, pero no le parece en modo alguno posible, sobre la base de sus propias constataciones, determinar de qué raza o de qué color es la mayoría de los habitantes. Lo más sorprendente, con rodo, es que la gente de aquí no habla aparentemente lenguas extranjeras, cuanto menos ninguna de las que le son a él familiares, incluso en un hotel de cierta categoría como éste no hablan más que la lengua del país. Ésta tiene una consonancia del todo extraña, no se parece a nada, una auténtica algarabía para él, al igual que la escritura: unos garabatos hueros. El clima no lo orienta mucho más que digamos: un tiempo seco, frío, invernal, como el de su tierra en febrero, cuando salió de viaje. Los alimentos que venden en la tienda de ultramarinos no indican gran cosa acerca del clima local, hay lo mismo que en todas partes: carnes, embutidos, quesos, manzanas, naranjas y limones, plátanos, latas de conservas y productos envasados en frascos, zumos de fruta, café, dulces, pescado en salazón; ¿cómo distinguir el producto local del importado? La moda no se desvía de forma significativa de los patrones del mundo civilizado, las diferencias entre las boutiques de alta costura y las tiendas de ropa confeccionada residen en la calidad, mientras que los demás artículos responden también a las normas internacionales. Es muy poco para poder sacar de todo ello conclusiones, es una ecuación en la que todos los términos son incógnitas.

¿Qué puede uno hacer? Seguramente las autoridades locales, la gerencia del hotel, no estén al corriente del hecho de que él ha llegado aquí a su pesar, pues de lo contrario ya habrían tomado medidas, le habrían devuelto su pasaporte, etc. A propósito de pasaporte, es también incomprensible, un completo misterio: ¿por qué lo tienen retenido, dónde lo guardan?, puesto que en todos los hoteles del mundo lo acostumbrado es que, tras las formalidades de registro, le devuelvan al cliente su pasaporte. Por otra parte, ¿qué se ha hecho del recepcionista de pelo entrecano que ayer le cogió el pasaporte?, no lo ha vuelto a ver; dónde y cómo reclamar el pasaporte, y el billete de avión, y además, ¿con quién y en qué lengua podrá explicarse acerca de todo esto? Todavía piensa con repugnancia en la escena del desayuno, esa estúpida arrogancia que de nada ha servido; pero, en cualquier caso, no puede quedarse de brazos cruzados, ¿cuánto tiempo va a seguir aquí hundido y ocioso? No se le ha perdido nada en una novena planta de un hotel extranjero, en una ciudad extranjera.

Intenta recapitular metódicamente dónde y a quién podría acudir en busca de ayuda. ¿A la dirección? ¿A un servicio de información? ¿A un intérprete, una agencia de viajes, una compañía aérea? Todas estas ideas le pasan por la cabeza, pero ¿dónde hallarlos, ante quién recabar información en medio de esta barahúnda infernal en la que nunca nadie tiene tiempo para nada, salvo para andar cloqueando en su jerigonza? En los bancos, en las instituciones financieras, probablemente deben de hablar otras lenguas, tal vez incluso en las administraciones públicas, pero ¿cómo dar con ellos, cómo reconocerlos en medio de los innumerables edificios, cuando es incapaz de descifrar lo que está escrito? ¿Y si saliera en busca de la embajada de un Estado extranjero, el suyo propio u otro? ¿Cómo encontrarlas, en virtud de qué señal distintiva?, ¿tendrán un emblema sobre la puerta? Habrá que mantener los ojos muy abiertos, imposible no hallar una pista si uno se organiza en sus desplazamientos de manera sistemática, permanece al acecho y observa todo con atención. Y sobre todo aquí, en el hotel mismo, es inverosímil no encontrar a nadie con quien poder entenderse, en un establecimiento tan concurrido. No venirse abajo es lo esencial. Ha de superar su reserva, su timidez, zarandear su pereza física e intelectual para librarse por fin de esta aventura inepta.

De entrada planea que en la hoja de un cuadernillo —lleva siempre un cuaderno vacío en el bolsillo para poder anotar en cualquier parte lo que le viene a la cabeza—, resumirá brevemente en inglés lo que le ha sucedido, de dónde viene, a dónde va, etc., y pedirá a la Dirección que adopte medidas urgentes para ayudarle, a fin de que pueda sin demora marcharse, o bien para que le envíen a una autoridad competente a la que poder exponer su caso. Firma, y al lado de su apellido añade: «ocupante de la habitación 921», igual que un preso su número de celda. Mientras garabatea, se ríe. Acto seguido hace una traducción, al francés y al ruso; bastará con entregar estos papeles en recepción, lógicamente deberían llegar a algún destino donde un responsable entenderá alguna de estas lenguas y hará lo necesario.

Mientras espera, vuelve a llamar por teléfono. Supone que los números para llamar a los servicios públicos empiezan por 0, 00, 01, 02, 11, 111, 09, 99…, pero unas veces no obtiene respuesta, y otras, suena el locuaz gruñir que tantas veces ha oído. Se encoleriza, ¿por qué no hay un listín telefónico en la habitación?; en ese instante esto es lo que más rabia le da, y enfurecido, fuera de sí, sacude, golpea y tortura el aparato, grita «oiga, oiga», y por último arroja el teléfono, por suerte sin romperlo. Decide con todo su empeño hacerse con una guía de teléfonos, pase lo que pase. Se viste al momento y sale pitando.

Ante el mostrador de la recepción intenta depositar la llave a través de la fila, lo cual, por cierto, funciona, pero cuando quiere hacer pasar también sus papeles, la demás gente empieza a protestar, le obstaculiza el paso y lo manda atrás, a la cola. Por consiguiente ha de esperar, aguardar su turno hasta poder entregar su texto trilingüe al recepcionista. Este abre los ojos como platos, le da varias vueltas al documento, murmura algo en sentido interrogativo, pero a Budai no le da tiempo a más y se cuela entre la multitud.

Se pone a inspeccionar el vestíbulo en busca de una cabina telefónica. No la hay, en todo caso no encuentra ninguna, en cambio cree recordar que vio una en algún lugar durante su paseo matinal. Vuelve a la calle, a través de la masa de gente siempre densa, se esfuerza, o mejor dicho, deriva hacia el lugar que recuerda, y al poco, en efecto, la ve, no exactamente en el sitio que se imaginaba sino en una esquina más allá. Es sin duda una cabina pública, pero evidentemente está ocupada y además, con un grupo nutrido de gente que aguarda junto a ella. Calcula que no tiene ninguna esperanza de que le llegue el turno en un plazo razonable, y aún menos de poder, a la vista de tanta gente, desmontar y llevarse los listines, ya que se trata de varios volúmenes gruesos, colgados en la cabina. No se resigna. Sigue husmeando y callejeando, como si toda su espera pendiese de ese hilo: hacerse con una guía de teléfonos; baja incluso de nuevo al metro. Sí, no está equivocado, en la pared del fondo de la estación hay una docena de cabinas alineadas, todas ocupadas, una fila de espera forma una larga cola que llega hasta la mitad de la sala, hasta tal punto que se funde con la multitud en movimiento. Aquí tampoco cree que vaya a tener más oportunidades de acceder a un teléfono, pero ya puestos, aprovecha para examinar más a fondo el mapa del metro descubierto por la mañana. Ello no le aporta gran cosa pero al menos localiza, graba en su mente, la estación, copia incluso en su cuaderno el dibujo del nombre que le corresponde, aquellos curiosos caracteres escritos al lado del círculo rojo, todo ello con la intención de poder regresar hasta aquí si se perdiese en la ciudad.

Mientras cae la noche, las luces se encienden en el exterior; el día antes, el autobús lo llevó más o menos a esta misma hora. Así pues, veinticuatro horas ya. Por el momento no se detiene en este pensamiento, prosigue su gravosa marcha hacia adelante con el alma carcomida por la inquietud: ha aprendido a pelearse, a empujar y atropellar para avanzar, igual que los demás… En la zona del rascacielos prosigue la obra, los obreros, no menos numerosos que de día, andan atareados a la luz de los focos. Más adelante descubre otro buffet, en el que todavía no ha entrado, y le echa una ojeada. Es de libre servicio, los clientes cogen ellos mismos los platos de unos expositores, según su apetito, y pagan la totalidad al final de los mostradores, en una caja única. La masa de gente no parece más densa que en otras partes; Budai lo celebra. Es, por así decir, la primera buena sorpresa, así que decide sumarse de inmediato a la cola. Deposita en su bandeja una sopa, huevos al serrín, un asado con guarnición, queso y postre, con la obsesión de tiempos más difíciles, quién sabe cuándo tendrá una ocasión parecida; se sirve café de un grifo pequeño. En la caja, ofrece un puñado de monedas, dejando que la cajera elija el importe correspondiente, tras lo cual se instala de pie ante una mesa alta a comer. Todos los platos tienen ese sabor dulzón característico, como si todo estuviese azucarado, incluidos la carne y los huevos.

No lejos del buffet se topa con una cabina telefónica inesperada, vacía, abandonada. En su puerta acristalada está pegada una hoja de papel, una inscripción debe de indicar que la cabina está averiada. A través de la puerta ve, sin embargo, los gruesos listines en su estuche metálico, encadenados a la pared; nada le impide abrir, se lanza prácticamente a ello mientras elucubra la manera de desmontarlos, desenroscando los agarres con su navaja, cuando se percata de que un uniforme gris lo observa desde el exterior. El hombre lleva cazadora y gorra, y una porra blanca al cinto: sin ninguna duda, es un policía. Budai se acuerda bruscamente de que no tiene papeles y de que le costaría lo indecible dar explicaciones sobre la operación en curso. Abre una guía, la hojea hacia adelante y hacia atrás como si buscara un número o una dirección; el otro no se mueve, mantiene la mirada fija en él, relajado pero alerta. Budai cambia entonces de táctica, sale de la cabina y va directo hacia el policía. Se dirige a él en alemán, inglés, italiano y en otras lenguas, pero enseguida se lía, no sabe explicar qué información está buscando, lo que solicita que le indiquen, una embajada o una oficina de turismo, y qué ayuda necesita. Sin embargo el policía asiente con la cabeza y lo señala con su dedo índice:

—¿Chetenché glubglubb? ¿Guluglubglubb?

Esto es lo que dice o algo parecido, tras lo cual coge un anuario de pequeño formato y tapas negras, lo consulta detenidamente, gira las páginas y se pone a dar explicaciones con abundantes gestos. Habla largo y tendido, despacio, levanta el brazo para señalar una dirección a sus espaldas, repite doctoralmente algunas de sus frases para evitar todo malentendido, y sin embargo Budai ni se imagina de qué sitio, de qué lugar el otro se esfuerza en hablarle, dónde quiere mandarlo. Al final el policía lo toca con el dedo, como para preguntarle si todo está claro:

—¿Turubú chetyeketyovovó…?

Desamparado, Budai abre los brazos, qué otra cosa puede hacer. El policía lo saluda y se aleja. Budai no tiene arrestos para una nueva tentativa, y además se pregunta si en el hotel sus anotaciones habrán llegado, entretanto, a manos de la autoridad competente. Quizá hayan empezado ya las gestiones, le estén buscando y no le encuentren, de manera que da marcha atrás. Excepcionalmente, esta vez el mismo recepcionista sigue aún de servicio, aquel si que ha entregado las hojas de su cuaderno, lo reconoce de lejos, desde la cola. No obstante, el hombre de aspecto sombrío y enfermizo lo mira sin reconocerlo, y cuando se saca del bolsillo del abrigo el papelito con el número de su habitación, el otro deposita impasiblemente la llave ante él, sin que parezca que esté al corriente de nada más. Budai abre los ojos de par en par a fin de comprobar si no hay alguna cosa detrás del gancho de la 921, pero el casillero está vacío, el recepcionista también se lo indica con las palmas vacías de sus manos. Budai se queda desconcertado, intenta una vez más dar a entender mediante palabras y gestos que está a la espera de una respuesta, una nota o una comunicación, tiene que haber por lo menos un mensaje, pero el otro menea la cabeza mientras suelta una oleada de palabras y pasa al cliente siguiente. Claro está que no se puede excluir que estén esperándolo arriba, en su habitación o ante la puerta de la misma, que le hayan dejado en su puerta una explicación por escrito acerca de a dónde hay que ir y a quién dirigirse, el lugar en que todo se arreglará. A punto de encaminarse hacia el ascensor, ve un tomo grande y grueso recostado sobre el mostrador, tal vez uno de los volúmenes del listín telefónico. El recepcionista tiene la cabeza vuelta hacia otro lado: el propio Budai se sorprenderá luego de sí mismo por haberse atrevido a llevarse aquel libro ante la mirada de tantísima gente. Debía de estar programado para querer obtener a toda costa aquel anuario, esto explica que bajara, que sus manos actuaran sin un orden consciente: comprime el libro bajo el brazo, como si le perteneciera, y tranquilamente se aleja. Ya en la planta no ve nada especial en torno a la puerta de su habitación, ni en el picaporte, ni en el umbral, ni en la ranura, ni en ningún lado; comprueba sin embargo dos veces si no se ha equivocado de número. Tampoco hay nada dentro, ninguna carta, ni una sola línea escrita, sobre la mesa o en otro lugar, lo examina todo meticulosamente. No sabe qué pensar de todo ello: ¿acaso su solicitud no ha llegado a destino o bien habrá que esperar medidas ulteriores? ¿Será posible que se vea obligado a pernoctar una noche más en esta ciudad? En este caso, no llegará a Helsinki hasta el segundo día del Congreso, y con suerte para la sesión de la tarde. Esto lo enfurece de nuevo, la sangre se le agolpa de sopetón en la cabeza: prefiere apartar de su mente esta mala idea. Además se siente como atenazado por todas esas idas y venidas estériles, tiene la camisa empapada en sudor, aspira a darse una buena ducha. Ello supone deshacer una vez más la bolsa, extraer de ella con vergüenza su neceser y su bote de jabón para poder lavar de inmediato su ropa interior, según tiene por costumbre.

En cuanto se ha refrescado más o menos, se pone a sus anchas, en pijama y zapatillas, se sienta al escritorio y se abalanza sobre el listín sustraído. Es un volumen encuadernado, de color castaño, con unas letras en relieve en la portada, de color más claro, de tamaños diversos, que ocupan tres líneas de longitud desigual: la escritura extranjera que ya ha visto en otras partes. En la página de guarda, de veinte a veinticinco palabras o grupos de palabras en negrita con su número alineado, probablemente números de llamada de interés público. Le sigue, a lo largo de unas siete páginas, un texto prácticamente continuo compuesto por caracteres pequeños, que puede corresponder a los reglamentos postales en materia de telecomunicaciones, al modo de empleo, y luego, varios cuadros sinópticos, posiblemente las diferentes tarifas. La lista de nombres propiamente dicha se extiende durante ochocientas o mil páginas, de cinco columnas cada una de ellas, impresas con un tipo tan diminuto que Budai ha de forzar los ojos para distinguirlos. En la medida en que puede hacerse una idea, así, a ciegas, sobre la base únicamente de la tipografía, no es una lista alfabética sino una profesional o similar, que reagrupa los nombres bajo diferentes subtítulos, textos y números, que no acaban nunca, subtítulos, textos y números… Es curioso que no sólo en el primer capítulo sino también en el interior del libro, los números no comportan la misma cantidad de cifras: llevan dos, tres, cuatro, cinco, seis y hasta siete u ocho, sin un sistema aparente, de forma desordenada. Intenta llamar a algunos de los números impresos en negrita, que parecen ser de interés público; con poco éxito. La llamada no prospera, la tonalidad se repite, un timbre entrecortado indica que está comunicando, y en las escasas ocasiones en que suena con normalidad, nadie contesta, o bien, si a pesar de todo, alguien contesta, es en ese lenguaje habitual e incomprensible; él formula en vano preguntas en las varias lenguas que conoce.

Ha de admitir que esto no sirve de nada; mejor centrarse en las partes escritas. Aun cuando la historia de la escritura no haya sido nunca su especialidad, gracias a sus antiguos estudios recuerda más o menos a Champollion y su manera de descifrar los jeroglíficos egipcios, a Grotefrend con las piedras persas y las escrituras cuneiformes, y las tablas de la Isla de Pascua, y también el descubrimiento más reciente del misterio de los códices mayas. En todos estos casos los investigadores disponían de vestigios políglotas, como para la piedra de Rosetta o los hallazgos de Persépolis; e incluso para la transcripción, hoy en día aún tenebrosa pero descifrable a pesar de todo gracias a mucha suerte, astucia y paciencia, de los antiguos cronistas. El método de todos ellos es grosso modo siempre el mismo: para tal o cual consideración presuponen que determinados signos, grupos de signos, se corresponden con ciertas palabras o nombres, por tanto con grupos vocales identificados, y a partir de ahí, después de haber sustituido por estos grupos algunos fragmentos del texto, se puede ir combinando el valor de los otros signos, hasta desarrollar por completo el sistema de escritura estudiado. Pero incluso así, utilizando los medios más sofisticados, ¡cuántas veces no han abortado las empresas! Y para otras, ha sido necesaria una perseverancia asidua durante décadas para alcanzar… ¡un resultado! Hoy en día, computadoras muy potentes, capaces de tratar una masa de datos impresionante, facilitan el trabajo de los arqueólogos.

Pero él, aquí, ¿qué puede hacer con la escritura desconocida de una lengua desconocida, solo, sin ninguna ayuda exterior? ¿De qué hipótesis partir, compilar qué junto a qué, sin referencias, cuanto menos de momento? ¿Qué línea de caracteres se podría relacionar con qué palabra, y qué sentido darle a cualquiera de las palabras? ¿Dónde sustituir el qué? Decide de todos modos establecer la lista de los caracteres que salen en el listín; la última página del volumen está en blanco, ahí es donde copia una tras otra cada nueva fórmula entresacada del texto. Esta actividad silenciosa, con su ritmo tan cercano al de su trabajo de expurgación habitual, lo calma un poco, lo serena, hace que esté momentáneamente en paz con la situación; el hecho de concentrarse en una tarea delimitada y absorbente le permite casi olvidar dónde está y cómo ha llegado hasta aquí. Ha comido tan a gusto en el buffet que no necesita echar mano de sus provisiones del mediodía, a buen recaudo en la ventana; en cambio descorcha su segunda botella de vino.

¿Qué tipo de alfabeto puede éste ser? Esta pregunta lo persigue sin cesar: los signos parecen sencillos, dos o tres trazos como mucho, como las runas[4] del gótico antiguo o como la escritura arcaica cuneiforme sumeria, pero, naturalmente, parece un tanto descabellado imaginarse que esta escritura pueda tener algún parentesco con aquellos sistemas extinguidos desde hace tantísimo tiempo. Por otro lado es curioso constatar que no hay ni acentos, ni mayúsculas, en todo caso en este libro: todos los signos tienen idéntico tamaño y tipo. Ha anotado ya más de un centenar, pero encuentra constantemente otros más; bebiéndose a sorbitos su vino tinto, se pregunta qué conclusión cabe extraer de todo ello. A ver si al final son logogramas, un signo distinto para cada palabra de la lengua, y por eso hay tantos. ¿O tal vez una escritura silábica como las de la Antigüedad en Creta o en Chipre? ¿O bien un sistema complejo, como el de los egipcios, que mezclaba en los jeroglíficos varios elementos: palabras, signos que fijaban grupos fónicos cortos y sonidos autónomos? ¿O tal vez, acaso, una serie polinomial de signos fonéticos como el instrumento de trabajo de los lingüistas que tratan de distinguir las variantes más sutiles y los matices de pronunciación? E incluso, quién sabe, ¿disponen de numerosos sonidos articulados que tienen, cada uno de ellos, su función propia? Preguntas, tan sólo preguntas, ni un atisbo de respuesta… Durante aquel rato de calma, sin apenas darse cuenta, se ha bebido toda la botella; al día siguiente no puede recordar cuándo se acostó y cómo se durmió.

Al despertarse, el tiempo sigue igual de triste y gris que el día anterior. Tiene de nuevo la cabeza como ida, confusa, le corroen los remordimientos y el mal cuerpo, ¿por qué ha vuelto a beber tanto? Le duele en el alma, como si hubiese faltado a una promesa. No se atreve a volver a pensar en los dos últimos días, todo su ser se ve asaltado por un sentimiento de culpa, la única cosa que ahora ve con una claridad meridiana y cruel, muy nítidamente, es que esto no puede durar más. En la ducha abre tan sólo el grifo del agua fría, se sacude y resopla mientras tirita bajo el chorro. Es imperativo despertarse, escapar a esta pesadilla, a esta locura: ¡esto no puedes seguir así! No, ¡no puede continuar…!

Se viste; en el tiempo de prepararse un bocadillo con las provisiones, tiene el plan listo: es tan sumamente evidente, que ¿cómo ha podido no pensarlo antes? Si aquí, en este hotel, tienen empleados a una pandilla de ignorantes e incompetentes con los que es imposible intercambiar ni una palabra, y si no disponen tan siquiera de una oficina de información al público, o bien está tan bien escondida que resulta que no se consigue dar con ella, entonces ha de poder encontrar otro lugar más especialmente destinado a los extranjeros, que posea por definición organismos de información turística. Por ejemplo, una estación ferroviaria o la estación central de los autocares de largo recorrido, un aeropuerto, las oficinas de una compañía aérea, un puerto marítimo o fluvial, si existe. Ha de conseguir un taxi y despabilar para dar a entender al conductor lo que desea, y ya está. Luego, será cosa del conductor, y una vez en el lugar resultaría impensable que no encontrase a nadie que le informara… A partir de ese momento, ello le parece de una claridad, de una simplicidad radiantes: está a punto de cerrar su bolsa, de llevársela consigo, y de no volver a pisar nunca más esta habitación. Más bien la deja, ya que ha de abonar la cuenta y de lo contrario no dejarán que se vaya, y además su pasaporte sigue requisado, de todos modos tendrá que volver para recuperarlo, dispondrá en cualquier caso de un par de minutos para recoger sus pertenencias.

En el ascensor se topa de nuevo con la rubia de uniforme azul. Budai la repasa con la mirada de manera distraída y satisfecha. Observa de nuevo su osamenta ligera, frágil y estilizada, los rasgos finos de su cara ovalada; esta vez no está leyendo, fija su mirada en el aire con unos ojos vacíos y cansados —¿cuántas veces ha debido subir y bajar desde la mañana?—. Únicamente cuando llegan a la planta baja la muchacha se da cuenta de sil presencia, un pequeño resplandor en sus ojos lo demuestra. Budai sale de la cabina saludándola ligeramente y sonriéndole: no la verá probablemente nunca más. No puede negarse a sí mismo que lo lamenta un poco; de toda la ciudad, es la única cosa que echará un poco de menos.

Se diría que aquella mañana todo es un poco diferente, ya en el ascensor, pero también en el vestíbulo, imposible decir el cómo y el porqué, pero el aire parece distinto. No es que la avalancha de gente sea menor que los otros días, o lo es muy poco: tal vez es menos violenta en aquel inmenso vestíbulo la marea humana, los remolinos parecen como más holgazanes, como si fueran al ralentí, la gente está más relajada, como si se tomara su tiempo. Se percata también de que la tienda de souvenirs está cerrada, la vitrina, vacía, con una barra de hierro y un candado echado por delante. El quiosquero no está, hay una reja bajada delante de la ventanilla de la caja, y detrás del largo mostrador donde, por lo general, tantas personas se agitan, esta vez tan sólo andan remoloneando dos o tres empleados, y la mayoría de cabinas están desocupadas. Hace un cálculo rápido: salió de su casa el viernes, han pasado dos noches desde entonces, hoy es pues domingo, aparentemente festivo aquí también. Por el contrario, en la recepción, hay tanta gente esperando como de costumbre, vuelve a embargarle el temor nada más ver la larga y sinuosa fila que habrá de seguir para devolver la llave. La casilla 921 está desesperadamente vacía, lo contrario le hubiese extrañado.

En cambio, detrás del mostrador, excepcionalmente no hay nadie, se ve sólo charlando a las tres mujeres que están de permanencia los domingos. Budai agarra la ocasión al vuelo, se acerca a ellas, pisa el suelo un momento delante de ellas, pero como al parecer no piensan mover ni un dedo, da un golpe sobre el tablero. No reaccionan, él insiste, cada vez más fuerte, hasta que una de ellas se dirige a él. Trata de expresarse en diversas lenguas: la mujer la devuelve una mirada estúpida c indignada, como a alguien que se ha escapado de un manicomio. En éstas él saca su cuaderno; en la medida en que su talento aproximativo se lo permite, dibuja una locomotora, y luego un avión, imita con los brazos el gesto de volar, intenta explicar lo que anda buscando, dónde quiere ir. Pero la mujer, de edad madura, con moño y una piel biliosa, se abalanza sobre él con una logorrea caótica e inenarrable, con una brutalidad sorprendente, que Budai cree interpretar como: «Menuda desfachatez, qué infamia, se nos molesta incluso en domingo»; evidentemente, ha dicho tal vez otra cosa. Está claro que cualquier explicación cae en saco roto; con un gesto atrevido se saca del bolsillo un billete de banco, el más grande, y lo deposita ante de la mujer, sobre el mostrador. Ella continúa aún mascullando algo, pero coge el billete, se lo lleva adentro: dicho en otras palabras, lo acepta, lo cual presagia una posible ayuda de su parte. Regresa al momento, y en medio de una parrafada ofendida cuenta delante de Budai nueve billetes de banco más pequeños y algunas monedas, el cambio del billete grande, tras lo cual se da la vuelta y desaparece de su vista.

Se diría que afuera la multitud es también menos densa, el flujo de vehículos en la calzada un poco más perezoso; sigue habiendo la misma cantidad de coches, pero llevan menos prisa. Budai se desplaza hasta el bordillo de la acera y con gran dinamismo se pone a hacer señas a los taxis que pasan. No pasan a menudo, y cuando a veces aparece uno, va lleno, con muchos pasajeros apretujados, con unos ocho o diez pasajeros, hombres, mujeres, niños, ancianos, los unos encima de los otros. Si por casualidad pasa alguno libre, circula con la bandera bajada o por un carril alejado de la acera, sin ninguna posibilidad de que se pare a recogerlo. Finalmente ve uno, justo delante de él, que se acerca despacio, vacío y desocupado, pero por más que grita y gesticula, con un pie ya en la calzada, el conductor no frena, ni tan sólo lo mira, está incluso a punto de atropellado de no ser porque Budai se aparta en el último segundo. Cuando vuelve en sí, ve el taxi, ya lejos… A duras penas regresa hasta la entrada del hotel y se dirige, esta vez, al fiel y grueso portero de guardia con sus pieles, intenta explicarle con gestos, y en varias lenguas, que necesita un taxi o al menos saber dónde hay una parada de taxis; ha de haber alguna cerca, repite empecinado esta palabra tan internacional:

—¡Taxi!… ¿Taxi, taxi…?

El otro, alelado, parpadea unos ojos minúsculos empotrados en una cara macilenta, se lleva la mano a la gorra con galones dorados para saludar, y le abre la puerta batiente. Entonces Budai le grita directamente, en sus propias narices, lo que quiere; el portero le contesta algo así como:

—Kiripidú labadaraparachará… Patarachará…

Vuelve a hacer un saludo y a abrir la puerta, igual que una marioneta que sólo sabe hacer esto. Mientras tanto, varias personas que quieren acceder al hotel se acumulan en la entrada. Budai no desea obstruirles el paso por más tiempo, y además teme no poder contenerse y acabar dando un bofetón a ese cretino: prefiere quedarse fuera, en el bordillo de la acera. Sigue sin lograr parar un taxi hasta el punto de que empieza a plantearse una pregunta: esa franja roja en el lateral de los coches, ¿indica en verdad que son taxis…? Está a punto de renunciar definitivamente, cuando uno de ellos, hacia el que ha hecho unas señas dudosas, se detiene bruscamente a su lado. El conductor asoma la cabeza, dice algo con la boca llena, Budai supone que le pregunta a dónde quiere ir. Budai trata de darle explicaciones, primero aletea con los brazos, luego imita el movimiento de las bielas de las locomotoras e incluso el ruido del tren. El conductor mueve la cabeza asintiendo y riendo, sin mostrar si es porque no entiende o porque se niega a llevarlo. Al momento se forma un atasco detrás de ellos, bocinazos, zumbidos de gente que está harta, el entorpecimiento a la circulación es cada vez más manifiesto, resulta imposible dar la vuelta al taxi debido al embotellamiento de los carriles vecinos. Budai teme con toda su alma perder esta oportunidad, blande entonces un billete de banco de gran formato. El taxista responde algo que tal vez quiera decir, según la entonación, que espera a alguien o que ha terminado la jornada y se vuelve a las cocheras. El concierto de bocinas de los coches aprisionados atrás se hace más insistente: el conductor del taxi se dispone a arrancar. Entonces, presa de la desesperación, Budai saca otro billete de diez, lo tiende hacia el vehículo, pero éste arranca y los billetes caen adentro; Budai no consigue atraparlos.

Durante algunos minutos se queda como paralizado debido al fracaso. Quizá no sea un fracaso, lo que él consideraba una concatenación de azares desafortunados sea tal vez la norma en esta ciudad. En todo caso para él, un extranjero que desconoce la lengua… Reacciona: al fin y al cabo se puede perfectamente ir a una estación sin un taxi. En cambio, le fastidia lo del dinero, los dos billetes de diez, no sabe cuál es su valor exacto pero, a tenor de sus experiencias, ha de ser bastante elevado su valor.

Las tiendas están en su mayoría cerradas, incluidas las de alimentación, pero el metro va tan lleno como en los días laborables; en el tiempo de llegar a la estación que hay en la plazoleta redonda, ha ideado ya un plan. Se abre camino de nuevo hasta el gran plano mural del metro, hasta el momento su único punto de referencia sólido; se ve obligado a agarrase a él para poder permanecer in situ. Busca las correspondencias en la intersección de las rayas, las estaciones más importantes rodeadas por un círculo, ya que en todas las estaciones del mundo la red del metro está conectada con los ferrocarriles. Supone que el nombre de las estaciones de metro que enlazan con el tren comporta dos o más palabras, de las que una debe de ser común, como en París, por ejemplo: Estación del Este, Estación del Norte, Estación de Lyón. Durante la búsqueda es constantemente empujado, varias veces está a punto de tener que ceder su sitio ante el plano, pero logra mantenerse en el lugar. Con dificultad consigue encontrar algunas inscripciones de esa clase, con dos o tres palabras cuya última es común, con eventualmente algunas pequeñas diferencias que pueden deberse a desinencias gramaticales. Las anota todas, copiando con cuidado los caracteres; una línea de color amarillo es la que conduce al primero de los objetivos que ha elegido, el más cercano.

Ha de hacer cola ante la caja para el billete —todo el mundo paga con una moneda igual—, y luego, también, para bajar por la escalera automática por la que muchos pasajeros quieren llegar al nivel inferior. Abajo, es un hervidero de gente que se arremolina, más allá hacia el laberinto de pasillos, entre vallas publicitarias o informativas, hacia recodos, encrucijadas, bifurcaciones, seguidos de otras escaleras que suben o bajan: unas flechas coloreadas indican las diversas direcciones, así como unas pantallas luminosas con letras azules, verdes, rojas, negras o amarillas. Budai sigue este último color, lo pierde de vista una vez, la marea humana ha debido de empujarlo más allá de una bifurcación, y vuelve a encontrarlo pero en un sitio totalmente distinto tras un cuarto de hora largo de dar vueltas. Esta vez procurará seguirlo con cuidado, se concentra, poco a poco los demás colores desaparecen, sólo permanece el amarillo, y va a dar a un andén en medio de una corriente de aire provocada por los vagones que rugen en el túnel. Tiene que seguir velando por no coger la dirección contraria, saca su cuaderno, donde ha anotado el nombre de la estación, y a la altura de las últimas flechas identifica cuál de los nombres enumerados es el suyo.

El tren aparece, pasajeros nuevos que se mezclan con los grupos de los que descienden y forman en las puertas torbellinos, turbulencias. Al toque de pito de un controlador negro, las puertas se cierran. Budai logra por los pelos colarse por la abertura. A bordo hace una calor sofocante: tiene previsto preguntar a alguien para sacarle información, le explicará o le dibujará dónde quiere ir, pero en el vagón se viaja tan apretujado que apenas puede levantar la mano; además, el movimiento incesante, los empujones, la guerra de posiciones no deja ningún respiro, unos tratan de acercarse a las puertas mientras los que acaban de subirse quieren ocupar su asiento. Por otro lado, no ha de temer perderse porque el gráfico simplificado de la línea que ha cogido está colgado en las paredes en múltiples ejemplares; se ve la sucesión de las paradas, no le cuesta nada encontrar el nombre de tres palabras de la estación que tiene anotada, y puede calcular dónde ha de bajarse de ese tren que circula a la velocidad del rayo pero frena con tanta brutalidad que es como si los pasajeros formasen un revoltijo unos encima de otros.

Encuentra por enésima vez un sistema de pasillos complicado. Tiene que andar, ir y venir durante un buen rato para comprender que las flechas de mayor tamaño, pintadas en blanco, indican la dirección de la salida; sube de nuevo por una escalera automática, infinitamente larga… Una vez arriba, sale a una plaza espaciosa; el cielo sigue opaco, del color del estaño; llovizna: un calabobos frío y silencioso. Encaminándose al azar constata al instante que el hormigueo de peatones no es en modo alguno menor por este lado de la ciudad. Debe de estar en plena feria o en un mercado; en los puestos venden de todo, ya sea en tenderetes o directamente sobre los adoquines; los vendedores ambulantes anuncian sus artículos, un diluvio musical cae desde unos altavoces chillones. Avanzando a duras penas en medio de aquella densidad, arrastrado por el lento flujo que ocupa todo el espacio, le parece que se ofrecen sobre todo objetos usados: muebles, lámparas de techo, ropa, pieles gastadas, loza, alfombras, baratijas, antigüedades, productos con tara, juguetes para niños, pelotas, unos bloques enormes de espuma sintética, tubos enrollados de diversos colores y espesores, neumáticos, globos de goma, vasos de cristal… Debajo de la cubierta de lona de una tienda hay un gramófono trompeteando junto a una pila de discos, Budai intenta aproximarse abriéndose camino a través del corrillo de mirones, para descubrir tal vez una melodía familiar. O al menos para dar con una etiqueta que él pueda leer: podría ser un punto de apoyo, una llave que le permitiese abrir después otras cerraduras. No obstante, por más que revuelve y revuelve en el montón —otros clientes andan removiendo también junto a él— sólo encuentra caracteres e inscripciones del país. Durante todo ese tiempo el megáfono no para de desgañifarse, y además alguien vocea a dos dedos de su oído: una especie de pinche de cocina chino bufa un ruido estridente y perpetuo, alternando sin tregua sólo dos notas —imposible aguantarlo más—; así que interrumpe su búsqueda de discos y se marcha.

También preparan un algodón de azúcar blanco y espumoso, asan unas salchichitas muy apetitosas, olorosas y sazonadas, pero hay tanta gente esperando a comprar, que se da cuenta de que no tiene esperanza de conseguir ninguna. También se venden semillas, flores, tierra, mantillo, más lejos, animales vivos, conejos, palomas calzadas, canarios y loros enanos, incluso tortugas, y también una especie curiosa de lagarto de seis patas, con escamas y cresta, que él nunca había visto: está sentado en un jaula con unos ojos vidriosos, tieso y como medio muerto. Un hombre de una altura gigantesca, tez cobriza, manos y pies enormes —recuerda a los aborígenes de la Patagonia descritos por los exploradores—, que lleva una chaqueta a cuadros raída con el cuello de terciopelo, canta las excelencias de un quitamanchas: derrama tinta, aceite, jugo de tomate, sobre un pantalón claro destinado a tal uso, y entonces, gracias a su líquido, hace que desaparezca todo mientras va camelando al personal con su particular reclamo. Más lejos, un vendedor de pescado con un delantal manchado, que ha confundido a Budai con un comprador debido a la pálida mirada lateral de éste, lo agarra del abrigo queriéndole vender —cueste lo que cueste una especie de esturión de buen tamaño, gesticula con la tajadera en la mano, argumenta, explica, presionándole, pegado a él como una lapa, desliza su cuchillo sobre la fina piel del pescado para mostrar lo fresco que es, se lo restriega por las narices, casi se lo tira a la cara… En cambio, él se dirige a otras personas, experimentando primero con lenguas orientales, luego eslavas, para probar finalmente en inglés, holandés, español, portugués… Pero allí también le responden con una total incomprensión, o bien se limitan a devolverle una mirada boba y torva; los hay que ni tan sólo lo escuchan o que resueltamente lo apartan de su camino, molestos o tomándolo por un mendigo. Se ve de nuevo alterado, y ese estado le come todo el ánimo.

Pero, por más vistazos que echa por todas partes, ni rastro de estación alguna. Sin embargo, en un momento dado, en las inmediaciones descubre un edificio gris, de cristal y acero; al acercarse más, resulta que es el mercado central de abastos, en ese momento cerrado. Están efectuando la descarga frente a las puertas laterales, echan cajas y paquetes de sacos vacíos en las plataformas traseras de los camiones, un poco más lejos unas escaleras automáticas escupen la mercancía a la llegada, unas grúas giran ocupadas con los fardos y recipientes más pesados, los encargados de la manipulación de las mercaderías transportan toneles, bultos cubiertos de paja, barras de hielo y unos bloques de grasa, canales de cerdo congeladas. A la llegada de un nuevo cargamento de cajas de verdura —probablemente puerros—, el conductor, un hombre corpulento en mono de trabajo, ve a Budai observando de pie en la rampa: lo agarra por el brazo, lo atrae hacia sí y le hace señas indicándole la plataforma de su vehículo por descargar, al tiempo que pronuncia estas palabras:

—¡Dumuché brudimruchuré! ¡Klutt!…

Budai entiende, pero con efecto retardado, que el hombre lo ha tomado por un descargador desocupado. La situación le hubiera podido parecer cómica pero no está allí en busca de diversión. Opta más bien por dar media vuelta y volver al metro a fin de proseguir con su pesquisa sistemática, en busca de estaciones que puedan, según sus notas, conectar con una estación de tren.

En esta ocasión ha de seguir la señalización de color malva, y luego, después de una correspondencia, la verde; los vagones continúan igual de abarrotados. Intenta improvisar un pequeño censo, un estudio antropológico de los viajeros: qué color de piel, tipos o formas de cara predominan. Incluso en ese trayecto corto le da tiempo a observar toda clase de matices, desde el negro antracita hasta el blanco níveo, pasando por todas las variedades del café con leche, y ello —observa— entre relativamente pocos tipos definidos, en todo caso no lo suficientemente característicos de un continente como pueda ser Europa, África u Oriente Medio. Con todo, tampoco puede excluirse totalmente a estos continentes, en particular algunas de sus regiones de población mezclada, las portuarias, por ejemplo. Sea como fuere, la mayoría de esta gente es una mezcla, presentan rasgos intermedios entre las diferentes razas, por ejemplo esta muchacha de ojos rasgados a la japonesa pero de un rubio radiante y con unos labios gruesos como de negra, que justamente se apea del metro a su lado, cargada con numerosos paquetes y sacos de provisiones que se enganchan y casi chocan en la abertura demasiado estrecha de la puerta. Budai aprovecha la ocasión y requiere su atención, no verbalmente, hubiese sido en vano, sino expresando con mímica una locomotora para dar a entender su intención. Ella sonríe como si entendiera, dice alguna cosa, indica todo recto y a la izquierda, y al momento alarga el paso al tiempo que con la mirada incita a Budai a seguirla. Tiene la impresión de que por fin va bien encaminado, se pega a la muchacha procurando no perderla, ella lo vigila también de reojo; de vez en cuando lo encamina por señas, con la cabeza. En esta estación, la salida, indicada asimismo por grandes flechas blancas, no queda muy alejada, y debe de estar ya cerca de la superficie, el pasillo desemboca en un hall construido en forma de estrella. En ese momento, desde un lateral, se cierne bruscamente sobre ellos una gigantesca ola humana: a poco que recobran la presencia de ánimo, ya han sido separados, irremediablemente; a pesar de todos los esfuerzos le resulta imposible permanecer en contacto con la mujer. La cabeza rubia descuella todavía una vez, apenas a algunos metros de distancia, el maremoto se la lleva y desaparece para siempre en el espeso torbellino de los pasajeros que se entremezclan en todas las direcciones. Ya en la calle, Budai la espera aún un momento pero ya no consigue distinguirla en la marea continua que desborda de la boca del metro.

Coge a la izquierda, según las indicaciones de la chica. Esta zona de la ciudad parece un poco diferente, más antigua, un poco más vivible, las calles son más estrechas, aunque igual de concurridas. Debe de ser el centro de la ciudad, si es que hay uno. Cruza por delante de un lienzo de pared enlucido y encastrado en la fachada de un edificio más reciente, con una inscripción grabada en lo alto, probablemente un monumento histórico, tal vez los restos de antiguas murallas. Los comercios están cerrados, aquí también. Dobla por una callejuela sinuosa, la pintura se desconcha en los edificios vetustos, en el adoquinado se ve suciedad, basura, mondaduras, los gatos circulan entre las piernas de los viandantes, entran y salen por puertas cocheras que desprenden un olor repugnante. Vuelve a lloviznar; paredes corta-fuego cegadas, grises, húmedas, apuntan hacia el vacío.

Llega hasta una plaza, con su fuente en el medio, un elefante con una trompa de piedra lanzando agua hacia el cielo. Alrededor, la corriente ininterrumpida e impenetrable de la circulación automovilística está en marcha, como si fluyera desde siempre e indefinidamente. En la plaza desemboca otra calle igual de transitada, el torrente de coches se desliza bajo un amplio pórtico rematado por torres superpuestas, un parapeto en lo alto, troneras, y coronándolo todo, una cúpula. Esto le suena, pero no sabe de dónde; se pone a observarlo por todos los lados, y le viene a la memoria: en el vestíbulo de su hotel, en la tienda de souvenirs, en unos llaveros fue donde vio la imagen de este monumento. Cuándo, en qué época se construyó, en qué estilo, sería bastante difícil decirlo; la parte inferior, las ventanas ojivales, parecen tal vez góticas, mientras que el globo de la cúpula presenta más bien un aire oriental, morisco. La torre debió de servir, en tiempos, de defensa militar, y esta clase de edificios, al menos a ojos profanos como los de Budai, se parecen todos entre ellos, con su mole imponente, sus piedras en bruto y desproporcionadas, su vocación implacable: los burgus romanos, las torres de guardia medievales y hasta la Gran Muralla china.

¡Así es, en efecto! Pero sigue sin dar con ninguna pista sobre alguna estación ferroviaria. Sin embargo, las oficinas de las compañías aéreas deberían lógicamente también estar en este barrio, y aunque permanezcan hoy cerradas, debería ser fácil reconocerlas por sus modelos de aviones, mapas y bolsas de viajes con logotipos, en el escaparate. La central de correos o las grandes administraciones operan por lo general en el centro de las ciudades, pero él no ve más que plazas y calles, edificios de mayor o menor altura, tiendas cerradas, cortinas echadas, vehículos y gente, calles y plazas. El casco viejo, ¿no coincide aquí con el centro administrativo contemporáneo, como es el caso de la City, en Londres? Esto suponiendo que se haya plantado en verdad en el centro de la ciudad, ¿o tal vez en el barrio antiguo? Empieza a tener dudas. ¿O bien esta ciudad tiene en algún otro lugar un barrio aún más antiguo? ¿Tiene acaso varios centros urbanos? ¿Cómo saberlo, quién podría informarle…?

Vuelve a coger el metro en búsqueda de las estaciones que tiene anotadas, y sale de él varias veces. Corretea arriba y abajo, por doquier hay edificios neutros, sin carácter; arranca otra vez a llover, e incluso entre dos aguaceros el cielo, negro y amenazador, pesa sobre los tejados. Va a dar con sus huesos en un parque, atiborrado también de gente, hay niños pequeños que juegan en los areneros o en la hierba, botan al agua unos barquitos de vela, se columpian; mujeres con sus cochecitos, perros sueltos o atados, todos los bancos ocupados y colas de los que aguardan para poder sentarse. Compra un bollo salado a un vendedor, hay salchichas a la brasa, con eso habrá comido, huelen suculentas aunque son un poco empalagosas, azucaradas… ¿Podría ser que la palabra que ha considerado como la referida a una estación de trenes y que ha ubicado, por salir repetida, en el plano de metro, signifique simplemente algo así como avenida, paseo, plaza o puerta? ¿O un epíteto como, por ejemplo, antiguo o nuevo? ¿Podría eventualmente ser el nombre de un personaje célebre, un general del ejército, o un poeta, que hubiera dado su nombre a cosas diversas? O bien, quién sabe, ¿acaso sea el nombre de la propia ciudad?

La vez siguiente se baja del metro en la misma estación que la mayoría de los viajeros, los vagones se quedan casi vacíos. Toda la gente se encamina de prisa hacia un estadio, una obra imponente de color gris que se cimbrea en las alturas debido a su inmensidad, a la manera de un monumental transatlántico; se oye de lejos el zumbido del público. El tiempo aclara, unos aviones zigzaguean en el cielo de la tarde. Budai toma un billete como los demás y entra con el ejército de espectadores, sube a la gradería por las escaleras posteriores hasta la gradería más elevada. En esa cubeta de un diámetro de varios cientos de metros, abundan incontables espectadores que ennegrecen el espacio; no cesan de llegar: las plazas sentadas están ocupadas desde hace mucho rato, pero arriba, la aglomeración se hincha y se vuelve cada vez más densa en todo el perímetro en las plazas de pie; es de temer que esta enorme construcción se desmorone. Hacia abajo, cuesta distinguir entre el terreno de juego y los propios espectadores, de tan abarrotado que está, éste también: de dos a tres cientos jugadores como mínimo corren y gesticulan por el césped en todas direcciones, luciendo camisetas de diez o quince colores distintos. El público patalea; una testa felina, de un tipo enclenque, mal afeitado, con una gorra amarilla, grita a pleno pulmón con una voz ajada, levanta y sacude los puños, fuera de sí; Budai no entiende sin embargo nada, trata en vano de observar los movimientos en la cancha para captar las reglas del juego, ni tan sólo consigue distinguir cuántos equipos hay. El campo, cuadrado, está dividido en secciones más pequeñas por unas líneas blancas y rojas, hay por lo menos ocho pelotas, que los jugadores ponen movimiento con pies, manos, puños o cabeza, haciéndolas rodar por el suelo o simplemente sosteniéndolas con el brazo, charlando entre sí. No se ven ni porterías ni canastas, el terreno está en cambio cercado por una alambrada, en algún tramo de cuatro o cinco metros de altura; en otros, llega solamente a los hombros, y precisamente es en estos últimos trechos donde el juego parece más vivo, los participantes se aglutinan allí formando un muro.

En un momento dado, uno de ellos brinca con un balón en la mano, trepa a la alambrada, con la intención manifiesta de escaparse del terreno de juego. Nada más darse cuenta de ello, sus compañeros se abalanzan sobre él, y el otro, que ya tiene el pie izquierdo afuera, se ve tirado hacia abajo —los guardas berrean, dominados por el pánico—. El fugitivo pugna por liberarse, en vano; los que están abajo son muchos, no sueltan a la presa, consiguen reducirlo: éste se tira al suelo, en la hierba, pierde la pelota, pero luego lo dejan en paz, no le hacen ningún daño. Poco después, un negro alto como una estaca con una camiseta a rayas intenta una escapada por el lado opuesto, concretamente allí donde la alambrada es más alta, se encarama hasta arriba en un abrir y cerrar de ojos con la habilidad de un mono, y por un momento cabe pensar que logrará rebasar el cercado. En éstas, todos se precipitan a perseguirlo, incluido el que ha sido asediado antes; lo atrapan por los pelos a pesar de sus contorsiones y patadas, lo agarran fuertemente, se cuelgan de él, acaban por hacer que vuelva al redil, él también. En las gradas se desencadena una tempestad de gritos de aliento e insultos de los espectadores, sin que Budai entienda qué es lo que está en el juego ni qué cosa ni a quién el público está jaleando. En el momento en que un jugador intenta escaparse de la cancha, éste parece despertar todas sus simpatías, pero en cuanto los otros empiezan a perseguirlo, a zarandearlo, la hinchada parece cambiar de equipo, anima a los asaltantes con idéntica pasión, con una rabia de lo más sanguinaria.

El más asiduo en atrapar a los candidatos a la fuga es uno, bajo, duro de pelar, musculoso y fornido, el que le arrancó el balón al negro alto como una estaca. Pertrechado con el balón, de repente da un brinco, a la velocidad del rayo se pone a escalar la cerca y se queda sentado en lo alto, a horcajadas: en el tiempo en que sus compañeros reaccionan, ya ha basculado hacia el otro lado, y se deja deslizar hacia abajo. Los otros intentan cogerlo a través de los eslabones, lo agarran pellizcándole la camiseta, lo inmovilizan placándolo contra las rejas, se queda ahí balanceándose ridículamente, como clavado en la valla. Pero el bajito no se rinde, pernea y se debate tanto que, bruscamente, con un hábil gesto se quita la camiseta, que queda colgada de la verja, mientras él aterriza al otro lado, con el torso desnudo. Se incorpora de inmediato, orgulloso y feliz, saluda y, driblando con el balón, corre hacia los vestuarios y desaparece, precisamente por debajo del sector en que se encuentra Budai. Los demás jugadores lo miran, boquiabiertos, como desde una jaula, detrás de los barrotes. El público se siente aliviado, la tensión se resuelve en aplausos, risas y una algarada general; la multitud, que hasta entonces formaba como un bloque soldado, se disloca, se dirige hacia la salida en lentas oleadas… Budai se marcha también, sin pesar, contagiado por la embriaguez general: se siente lleno de confianza y de júbilo.

Más tarde, anda por aquí y por allá, vagabundeando por la ciudad; vuelve a ser de noche, el alumbrado público se enciende bruscamente, por todas partes a la vez, a lo lejos, en el frontispicio de un rascacielos, unas letras azules y rojas parpadean alternándose. Ha recalado en una especie de barrio de la diversión, músicas grabadas o tocadas por orquestas salen de los bares, chiringuitos, salas de variedades, y se entremezclan en la calle, anuncios luminosos centellean, en los escaparates se ven fotos de acróbatas, bailarinas y mujeres haciendo strip-tease. En aquel tugar también está todo lleno a rebosar, el público circula a raudales tanto en una dirección como en otra, la gente baila incluso en las aceras: remolinos de gente a un ritmo más rápido que el de la corriente general, blancos, amarillos, negros, cíngaros, y mestizos con flores en el pelo, soldados. Se ha percatado ya de la cantidad de uniformes que se ven por las calles: en algunos lugares, policías armados con porra rondan entre la multitud, los ha visto en el mercado, en el parque, alrededor del estadio. Y luego están los controladores y controladoras, por todas partes en el metro, y los cascos rojos de los bomberos, si efectivamente son bomberos, el uniforme azul oscuro de los carteros (o tal vez sean ferroviarios), sin hablar de los niños, muchos de los cuales llevan un idéntico uniforme escolar, un chubasquero verde e idéntico pantalón o falda. Pero lo más frecuente es que vea a personas, de ambos sexos, vestidas de marrón, con un mono de trabajo sin ningún distintivo en particular, hecho de una tela espesa, y una guerrera uniforme confeccionada con el mismo paño, ¿quizá porque resulta práctico o tal vez porque todos son miembros de determinada organización?

Se nota con claridad que es una noche de fiesta; por las calles, paseantes relajados, algún que otro vendedor ambulante, charlatanes de feria, y siempre, a su alrededor, gente apiñada, empujones. El dinero le quema a Budai en las manos, como a todo el mundo; compra, consume aquello a lo que logra acercarse; considera que puede permitírselo, faltaría más. Compra un ejemplar a un vendedor de periódicos, para estudiarlo en el hotel, y luego guarda cola para una crépe. Un hombre joven con chaqueta blanca, sombrero de paja y pajarita es el encargado de cocinarlas en un puesto, su cobrizo rostro indio reluce de sudor. Budai toma también algo de beber; en casi todas las casetas se despacha una bebida almibarada que sabe a miel, ligeramente empalagosa y que apenas calma la sed, y sin embargo la pide una y otra vez… En la esquina de una calle, un tipo picado de viruela, con el jersey roto, se desgañifa y gesticula, ata a su compadre, un pobre jorobado bajito, con cadenas, y pasa una y otra vez por delante de los curiosos con un bacín. Luego envuelve al otro en papel, lo enrosca con una cuerda bien apretada dándole varias vueltas hasta que la forma del hombre se vuelve irreconocible: hace con él un paquete, como una momia, finalmente mete el bulto en una saca y la cierra con la hebilla. Entonces sopla un silbato. El otro, dentro, empieza a patalear con prudencia, en la medida que así pueda hacerse en su situación, mueve los hombros y los dedos de los pies en el fondo del costal. La guinda del espectáculo ha de ser su liberación sin ayuda exterior, pero parece inimaginable que pueda conseguirlo de tanto que lo han atado, encordelado, sujetado de pies a cabeza. A pesar de todo, el canijo colea, patalea, se menea, abollando el saco, ora a la altura de las rodillas, ora a la de los codos, esforzándose por liberar una extremidad o por lo menos un dedo. Hace que emerjan unos arrullos sofocados, durante ese rato el tipo del jersey no deja ni un momento de camelar a la gente para que el número no decaiga, y al final vuelve a pasar el platillo. La saca se desmorona, gime sobre los adoquines, se tambalea a derecha e izquierda: uno se imagina al jorobado sufriendo y retorciéndose, pringado hasta el cuello en el bulto tendido, y con todas sus fuerzas, con astucia, roncando y soplando de furia, el hombre se retuerce de forma convulsa, se arquea, da un brinco. De repente la hebilla de la saca se destraba, por la abertura aparece un dedo escuálido, acto seguido una mano, y un brazo. El resto sigue con bastante rapidez, una tras otra saca las extremidades, la cabeza, la espalda, la chepa, al cabo de un minuto se desprende de su mortaja, cadenas, cuerda y papel, y dando un paso al lado sale de la saca y saluda: su cara asimétrica y picada entorna los ojos con timidez. Los espectadores aplauden y siembran la pista de monedas.

Budai vuelve a tener sed, y bebe: debe de haber alcohol en ese jarabe insípido ya que se le sube a la cabeza y le produce un ligero picor. Sigue viéndolo todo igual de claro, quizá más claro incluso que de costumbre, sólo que un poco desde el exterior, sin realmente participar. Su situación, la vive ahora con indiferencia e impasibilidad, como oculta en algún lugar en el fondo de sí mismo; esto si es que piensa en ella: al fin y al cabo no tiene culpa de nada, él no se ha buscado dejarse caer por aquí, que los responsables averigüen pues lo necesario para dar con él… De momento le concierne más la agitación nocturna, los miles de pequeños acontecimientos de Las aceras y las calzadas, se deja llevar por la alegría bulliciosa, multicolor y popular. Por todas partes, gente ebria, que canta, titubea con sus gorritos de papel, de fiesta, en la cabeza, dispara con pistolas de niño, lanzan serpentinas y confeti. Un tanto achispado, tiene la sensación de que forma parte de esa multitud de gente, o más bien le gustaría tenerla, formar por fin parte de algo, lo que fuera. Hace por sumarse a una pandilla de adolescentes alborotadores, se meten con los transeúntes, les dirigen gestos y muecas, se hacen pasar por locos, se empujan, joviales, juegan al potro, escupen agua por unas pajitas, salpican a las muchachas, después tuercen por una calle vociferando; Budai los sigue.

Es una callejuela extraña, con unas casas muy estrechas, algunas no más anchas que la amplitud de unos brazos abiertos, las fachadas están pintadas de verde vivo, rojo, naranja, uniforme o a cuadros. Las ventanas, por el contrario, son relativamente grandes, sobre todo en la planta baja, ocupando a veces todo el ancho de la casa, y en cada una hay una mujer sentada: muy maquilladas, unas veces con vestidos de noche escotadísimos, otras con sugestivos atavíos que dejan al descubierto los hombros y buena parte de los pechos. Lanzan guiños a los hombres, los invitan a entrar; Budai se percata de inmediato de la naturaleza del barrio. Y aunque desde su época de estudiante no haya frecuentado lugares de esta índole, que más que nada le repugnan y que tiene por costumbre evitar, esta vez le viene de improviso una idea: he aquí una oportunidad de entablar relaciones, de tener un cara a cara, de intercambiar palabras sensatas con alguien, preguntas y respuestas, de intentar al menos explicarse, de tener a alguien que le escuche… De repente le embarga una gran excitación, tiene la camisa empapada en sudor; se pone a guardar cola en el primer chiringuito que encuentra para darse ánimo y vencer su natural timidez.

Las señoras que están en las ventanas son igual de diferentes entre sí que las casas, de todos los colores: algunas, rubias como la miel, otras, con unos ojitos rasgados, con peineta en el moño a la manera de las geishas, una es una belleza de una piel tan negra como la noche y un collar de plata grueso y pesado al cuello. Luego, ve a una mujer de mejillas nacaradas, cejas oscuras, vestida con un largo tul blanco y con una sonrisa de madona caprichosa en la comisura de los labios; ésta no invita a nadie, sentada, se limita a mirar la calle, pero precisamente por ello Budai se ha fijado en ella. Pasa varias veces debajo de su ventana, la otra debe de darse cuenta de su presencia pero sigue sin hacerla ninguna seña, se da por contenta con seguirlo con su reluciente mirada, con esa sonrisa a la vez púdica y lisonjera… Él se decide de golpe a pulsar el timbre, el corazón le palpita igual que a un escolar yendo de picos pardos; un murmullo le indica que puede abrir la puerta.

Se encuentra en un recibidor oscuro con una vieja sentada detrás de una mesa de centro. Cuando pasa a la altura de la mujer, ésta le da un papelillo en el que figura el número 174. No comprende lo que ello significa, pero en respuesta a su interrogación la vieja cacarea alguna cosa, indignada, y señala la escalera. Un viejecito reseco y correoso vigila la puerta del primer piso, tiene una cabeza roja y arrugada como una manzana al horno. Coge el papel con el número, lo perfora como si fuera un billete de transporte, y entonces arranca una hoja de su cuaderno; puesto que no se entienden, la explicación de que hay que desembolsar un billete de diez requiere su tiempo. A Budai le parece caro, además no sabe si estará pagando la entrada o también el resto; empieza a lamentar el haber entrado.

Llega a una sala redonda, a la que da el recibidor y cuatro otras puertas. Todo alrededor, contra la pared, hay unas sillas y banquetas, todas ellas ocupadas, entre veinte a veinticinco hombres esperan como en la sala de espera de un dentista; no puede ni tan sólo sentarse. Un altavoz emite valses, los clientes charlan y ríen ruidosamente entre sí. Budai no se atreve a iniciar una conversación en lengua de indio apache, está seguro de que no conseguiría gran cosa, le incomoda también el estar donde está, qué explicación dar; tal vez en un cara a cara… De vez en cuando se abre una puerta, aparece una señora en un vaporoso salto de cama, revolotea mostrando su ropa interior; el cliente siguiente tiene que mostrarse —van por el número 148—, y entonces desaparecen juntos. Pero los hay que prefieren dejar pasar turno, entonces el dueño del número subsiguiente puede entrar dentro con la mujer, y el otro espera a que salga una que le convenga más. Al cabo de un rato Budai conoce el surtido por entero; la carita de madona desgraciadamente no está: ¿a ver si sólo es una muestra para la vitrina?

El negocio parece floreciente, las puertas se abren y se cierran con frecuencia: una misma mujer llama a un nuevo cliente cada diez o quince minutos de promedio, a veces menos, de continuo llegan nuevos desde el exterior. La atmósfera de la habitación no se renueva, los hay además que fuman, y sin embargo no existe ninguna ventilación: ese olor cargado de hombres y de sudor se mezcla con el humo de los cigarrillos, perfume barato, así como con un olor solapado, persistente y perfumado de algún producto desinfectante o insecticida. Budai logra por fin tomar asiento, pero ello no basta para que se encuentre mejor, le ha entrado vértigo y tiene náuseas, la cantidad de vino peleón que se ha tragado tiene seguramente algo que ver con esto. Le gustaría haber acabado con todo ello pero teme que si huye, siempre más se reprochará su cobardía; también le duele por el dinero. Decide pues que renunciará a escoger, entrará con la que se presente, cualquiera que sea. Desde hace un buen rato, visto el ritmo intensivo que se practica, el deseo por todas ellas se le ha pasado.

Finalmente, transcurrido un buen rato, llega el turno del 174: una muchacha fortachona, pelirroja, corpulenta, amulatada o tal vez bronceada, aparece. Budai se levanta y la sigue, mudo, hasta el reservado contiguo. Aunque han corrido la puerta una vez dentro, oyen todos los ruidos de la sala de espera, música, risas, discusiones. Ella lleva un ligero corpiño blanco y una amplia falda de un color verde mortecino bajo la que aparecen sus muslos, unos muslos fuertes y sanos, desnudos; calza sandalias. Se dispone de inmediato a desnudarse, ya se está quitando el corpiño por la cabeza cuando él la detiene haciéndole una señal con el dedo índice. Se dirige a ella en varias lenguas, se señala primero a sí mismo, luego a ella, hace un gesto circular como de segar la hierba, luego separa los brazos con un ademán interrogativo: querría que le indicase el nombre de la ciudad, del país, en definitiva de las cosas. La muchacha parece no comprender, le devuelve preguntas con una voz de fumador, ronca, grave, las cejas enarcadas, interrogativas. Entonces él dibuja lo mejor que puede el mapa de Europa en una hoja de su cuaderno, las tres penínsulas del Mediterráneo, los principales ríos, su ciudad natal, de la que procede, a orillas del Danubio; repite incansablemente su nombre y apellido, bien articulados, al tiempo que señala hacia sí mismo. Ella mira el dibujo, meditabunda, y mientras tanto —él sigue con el abrigo puesto—, le indica con gestos que se ponga cómodo. Él se quita tan sólo el abrigo, lo coloca en una silla: debe de parecer muy torpe moviéndose por aquel cuarto pequeño, la mujer le anima a sentarse cerca de ella, en un sofá de cuero. No se muestra impaciente, no le mete prisa ninguna, sin embargo la sala de espera está a rebosar según se deduce del ruido de las sillas de los que van llegando, la música tampoco aminora su volumen. En medio de todas estas idas y venidas, y a pesar de la distancia lingüística, la muchacha ha debido de ser sensible a la soledad de este extranjero, habrá notado que este cliente no se parece a los demás.

Budai arranca la hoja del cuaderno, se la tiende con el lápiz para mostrarle que espera un dibujo parecido. Ella no acaba de entenderlo, dobla el papel y lo guarda en una caja metálica que saca de debajo de la cama. Entonces, intenta primero averiguar el nombre de la chica, luego que le diga los números, del uno al diez; se los muestra contando con los dedos: uno, dos, tres… ¿Va a contestarle? No es seguro, la muchacha contesta tarde y lentamente, a veces con una risa amarga: cuesta aclararse. Va de nuevo a por su caja, saca de ella toda clase de fruslerías, grapas, broches, cintas, documentos, cartas antiguas, fotos, unos binoculares para el teatro, anillos, canicas de colores, cuentas de cristal: guarda seguro allí sus recuerdos y objetos preciosos. Y habla con esa voz suya ronca y grave, al tiempo que vuelve a cerrar la caja y va repitiendo algo así como:

—¡Tevebevederé atyipatyitapp! ¿Atyipatyitapp?… ¿Buturú diébecht atyipatyitapp…?

Esta palabra «atyipatyitapp» sale muy a menudo; ella coge de entre los objetos un viejo zapatito de niño, los ojos se le llenan de lágrimas. Budai no sabe a quién puede haber pertenecido: ¿a la mujer cuando era pequeña, o al hijo de ella? Y ahora, ¿dónde estará ese niño?… Pero ella abraza el zapatito contra su pecho, con pasión, es conmovedor; él le acaricia el cabello, su melena suave y pelirroja que casi centellea al tocarla; le hace mimos en la frente, también en el cuello. Ella le coge de la mano, lo estrecha contra su cara, contra su boca, que embadurna con sus lágrimas. Él se turba, pero como consecuencia de esto toda su rigidez empieza a derretirse, le invade una especie de calidez… De la sala de espera llega un irritado pataleo general: seguramente Budai ha rebasado el tiempo concedido, alguien se decide incluso a llamar a la puerta. Él se siente molesto de que le den tantas prisas, pues se habría apartado sin problema de la chica, pero ella no lo suelta, se agarra a él, tiene la cabeza puesta en su regazo casi de rodillas ante él. Intenta levantarla, pero acaba desplomándose a su lado, y se quedan así, entre el entarimado y el sofá, a medio camino, torpemente, en una posición contra natura, y sin embargo unidos, en un estrecho abrazo, como habiendo creado una circulación sanguínea única y ardiente entre ellos.

Afuera gritan, aporrean la puerta; esta vez hay que darse prisa. A modo de despedida, ella lo besa en la boca, y esto lo lleva a abrazarla de nuevo… Se da la vuelta para ponerse el abrigo; tras alguna vacilación deposita tímidamente un billete de diez sobre la silla. Ella no le presta ninguna atención, se retoca el peinado frente al espejo sin decir nada. Budai sale por la puerta trasera hasta alcanzar una escalera que desprende olor a gatos.

Al final de la callejuela hay un espacio abierto, una noria grande gira en las alturas, con unos farolillos multicolores, dando vueltas alrededor de unas casetas de feria y de juegos, de tiro, autitos de choque, subibajas, tiovivos: debe de estar en un parque de atracciones. La gigantesca estructura de la montaña rusa está también iluminada: alaridos, exultaciones de júbilo, gente gritando como enloquecida, bocinazos, tracas, y allí también, como en todas las otras partes, la gente deambula espesa e ininterrumpidamente. Tobogán, tren de la bruja, lanzamiento de anillas, remache de clavos; actúan magos, acróbatas y malabaristas, también tragasables, tragafuegos, un hombre-mono que se anuda las piernas alrededor del cuello, una mujer que pesará un par de quintales y que tan sólo se exhibe en una tarima, prisionera de su propio peso, inmensa e impotente, igual que un ídolo polinesio.

También se alquilan botes, si bien, claro está, después de una larga espera: el tiempo que va transcurriendo le da ya igual, la hora que pueda ser ha dejado de interesarle. Lo acomodan en una barquita monoplaza, una corriente lenta lo lleva por un pasadizo abovedado, construido como una gruta. Suena una música, una especie de barcarola sentimental, y a lo largo de todo el recorrido oscilan unas bombillas de colores para dar ambiente, incluso dentro del agua. A ambos lados, maquetas de castillos, cascadas, esclusas, presas hidráulicas, puentes, etcétera; cosas todas ellas bastante triviales. No obstante suponen para él la primera alegría del día, inesperada, puede que la primera desde que llegara…

… En su tierra, en verano, tenía por costumbre navegar en kayak por el Danubio. Salía a primera hora, remontaba el río muy arriba, a lo largo de la sinuosa orilla, bordeada de árboles y matas. Entre islotes y bancos de arena, el espejo del agua no estaba nunca enteramente liso, brillaba y temblequeaba, desfilaban algunas sombras más danzarinas, incluso a falta de viento el río respiraba, estaba vivo. Solía atracar siempre en el mismo islote anónimo, a descansar: en época de crecidas, el Danubio lo cubría, las matas de hierba y las algas llevadas por la corriente se adherían a los troncos de los sauces o a las ramas de los arbustos, y cuando las aguas se retiraban, se secaban ahí pegadas como si a los árboles les hubiese nacido barba. El islote estaba partido en dos, en sentido longitudinal, por un riachuelo; con la embarcación manejable podía uno remar por ahí, deslizarse en medio de aquellas ondulaciones. Jamás se encontró en aquellos parajes con nadie, a lo sumo avistó caza acuática. En la embocadura había un rabión, el río bruscamente se precipitaba dejando a la vista, por transparencia, su lecho pedregoso: allí era donde el baño resultaba más placentero, la corriente te llevaba, y en la lengua, por toda la piel, a través de los poros, notabas el sabor fresco del agua dulce. Una mañana de mayo avistó unos patos salvajes cerca de la orilla arenosa, se escondió en silencio entre los matorrales, los ánades no lo habían visto, la pata enseñaba a sus crías a nadar, a zambullirse, a nutrirse…

Embargándole una dulce ebriedad llena de recuerdos, emprende el camino de regreso al hotel. Se ha fijado perfectamente e incluso anotado el nombre de la estación de metro a la que ha de llegar; no sabe, en cambio, dónde ha de cogerlo: ha recorrido un trecho demasiado largo desde la última estación en la que se bajó, le cuesta dar con ella, y de todos modos busca en vano una boca de metro bordeada por sus características rampas amarillas. Una vez más intenta informarse, con la esperanza de que esta vez pueda, a pesar de todo, hacerse entender; detiene a las personas con las que se cruza, les señala hacia abajo con el dedo índice, hacia los adoquines de la calle. Una mujer de aspecto tártaro vestida con el sempiterno pantalón de peto marrón parece, por fin, captar qué es lo que quiere, lo anima a seguirla, incluso lo coge del brazo para conducirlo finalmente, dos calles más allá, hasta un templete público subterráneo.

Empieza a temer que va a estar perdido para siempre, que ni siquiera podrá encontrar su hotel —es tarde, sin duda más de las doce de la noche—, cuando se da cuenta de lo que tiene que hacer: ha de observar los desplazamientos de la multitud: dónde es más densa, cuál es la dirección mayoritaria, hacia dónde va la corriente principal. Se esfuerza, pues, en detectar el movimiento y en seguirlo sin perderlo; a su alrededor el desfile se hace más y más tupido, así que en la esquina se suma a una amplia oleada de gente que, algunos cientos de metros más adelante, se precipita efectivamente en un edificio redondo de techo plano: ahí dentro arrancan precisamente las escaleras del metro. A partir de aquel momento la cosa se pone fácil; en el plano va a buscar la línea que lo conducirá hasta su meta, los colores, las correspondencias.

Sale de nuevo a la superficie en la misma plazoleta de donde partió por la mañana. Cerca de esta estación ve, una vez más, el rascacielos en construcción que ya contempló la tarde anterior. Vuelve a contar las plantas, esta vez le salen sesenta y cinco, sin embargo se acuerda con precisión de que el día anterior eran sesenta y cuatro. Lo comprueba dos veces, pero el resultado es, obstinadamente, sesenta y cinco, y se percibe perfectamente el esqueleto metálico de la sexagésima sexta: no hay ninguna duda, ha sido construida en un día… Delante del hotel, el portero fuerte y grueso lo saluda y empuja para él la puerta batiente, parpadeando. Budai empieza, totalmente en serio, a contemplar la posibilidad de que tal vez no se trate de un hombre de carne y hueso sino sencillamente de un robot eléctrico embutido en ese uniforme, y programado tan sólo para esos dos o tres gestos. Le entran ganas de ir a palpar de qué estará hecho, pero no se atreve: no le vaya a dar una descarga…

Mientras espera a que le den su llave, le asalta una vaga reminiscencia: la tarde anterior dejó una carta a la atención de la Dirección; ¿y si tuviera una respuesta esperándole en su casillero? ¿Y si hubiesen encontrado su pasaporte? Pero enseguida, como no hay nada, y dado que el recepcionista vuelve a ser otro nuevo, se encuentra demasiado agotado para entrar en discusiones, para volver a empezar con el mismo numérico, con las preguntas. Coge su llave sin decir palabra, y se pone a la cola, frente al ascensor.

No espera encontrarse con la rubia todavía de servicio puesto que por la mañana la chica ya estaba allí; le sorprende, pues, entreverla en la puerta que se abre. Parece extenuada, tiene los mofletes demasiado colorados, se le cierran los párpados mientras teclea los botones con unos dedos de uñas muy cuidadas: ¿es posible que haya trabajado sin interrupción? ¿O bien acaba de reincorporarse al trabajo después de ir y volver de casa? ¿Dónde vivirá, aquí en el hotel o con su familia? ¿Tendrá familia, marido…? El aire de la cabina está más viciado que de costumbre; tan sólo más tarde se da cuenta de que el ventilador no funciona. Desde el primer momento se coloca de manera a quedar situado muy cerca de ella: bajo un rubio vello, le brillan en las sienes unas perlitas de sudor. La timidez de Budai se ha evaporado en buena medida debido al alcohol; con su periódico se pone a abanicar por detrás el cuello y la frente de la mujer. Ella se da la vuelta lentamente, más sorprendida que alterada, con una mirada cansada pero curiosa, incluso dice algo, acompañado de una risita. Es la primera vez que Budai la ve sonreír. Ello basta para que, de repente, él se sienta presa de debilidad y de afecto, de un deseo brutal de permanecer junto a ella, de ofrecerle descanso a su vera… Sí, observarla a ella, igual que a sí mismo, es todo cuanto desea: acostarse y dormir juntos, en la misma cama, velar el sueño de ella, escuchar su respiración, tocar la fina piel de su muñeca para sentir su pulso. Se vería entonces colmado. Cuando el ascensor se para en el noveno, ella es quien ha de advertirle que ya puede bajarse. Es señal de que se acuerda de él, de que lo tiene presente.

También este domingo han arreglado su habitación, han hecho la cama. Pero la guía de teléfonos que había cogido la víspera ha desaparecido, las mujeres de la limpieza han debido de encontrarla y llevársela, de manera que las notas que garabateó en las páginas de atrás se han perdido. Le queda, eso sí, el periódico para volver a empezar, pero no tiene ganas ningunas. Una enorme fatiga ha agotado profundamente sus músculos, ha estado todo el día de pie, yendo y viniendo, dando tumbos; un día más echado a perder, no puede más que confesárselo a sí mismo con una mezcla de ironía y espanto, en todo caso no considera que su asunto haya avanzado, ni tan sólo un poco. Asaltado por una fiebre recurrente que alterna el escalofrío de aprensión por esa revelación con el entumecimiento tibio e indiferente del alcohol, se desviste, se da una ducha y se mete en la cama sin apagar de inmediato la lámpara de la cabecera. La culpa ha de residir en él mismo, en su carácter, al que son ajenos toda clase de agresividad y los empujones; esta idea se le revela en el acto por más dormido y ebrio que está. Hasta que no logre vencer su pusilánime modestia, su miedo a molestar, no conseguirá jamás salir de aquí ni tan sólo dar noticias suyas a fin de que alguien pueda socorrerlo. Ha de librar una batalla consigo mismo, no hay vuelta de hoja. Tiene que transformarse de pies a cabeza, es la única manera de recobrar su anterior, su verdadera vida, su personalidad.

En su arrebato, da tal puñetazo sobre la mesilla de noche que el vidrio se raja hiriéndolo en la mano. Sangra bastante, se venda primero con el pañuelo y luego con una toalla, pero la sangre sigue calando: odia, odia, odia esta ciudad que lo hiere y le hace sangrar por ambos costados, que lo fuerza a violarse a sí mismo, que se pega a él, que lo arponea, que no lo suelta, que lo tiene preso.

Tiene a menudo un sueño recurrente. Está en Helsinki, en esa ciudad del litoral finlandés que le es familiar, ronda por sus calles limpias y frescas que tanto aprecia, y echando a andar desde cualquier punto —la catedral, la Ópera, la lonja del pescado, el estadio olímpico—, va a parar siempre al mar. Le gusta este sueño, el_ horizonte azul detrás de las casas alineadas, blancas y marrones; pronto consigue provocarlo, que vuelva a surgir aquella vibrante visión de sus recuerdos lejanos en ese estado de semiinconsciencia superficial, claroscuro, del primer sueño o del despertar. Con todo, el Congreso de lingüística debe de estar a punto de finalizar, estaba previsto que durase tres o cuatro días a lo sumo, según el número de intervinientes en los debates. Agua, lo que se dice agua, prácticamente no ha visto desde que llegara a esta ciudad, ni un río, ni un lago, por más que rebusque en su memoria, salvo el riachuelo del parque de atracciones en el que estuvo remando y el estanque de la plazoleta donde los niños botaban barquitos de vela.

La herida de la mano tarda en curarse, lo atormenta, ha de vendársela varias veces con un pañuelo limpio. Decide no beber más, en este lugar se ha dejado llevar demasiado por la bebida: ha de mantenerse sereno y clarividente, no perder la cabeza, y los días siguientes mantiene ciertamente su palabra. Durante aquellos pocos días se organiza un determinado modo de vida, un tren de vida provisional: hace dos comidas, por la mañana y por la tarde, casi siempre en aquel buffet autoservicio cerca del rascacielos en construcción; el resto del tiempo, anda vagando por las calles o bien hace idas y venidas en metro. En dos o tres ocasiones, al salir del hotel, no devuelve la llave al recepcionista para así ahorrarse la cola al volver. Pero luego cambia de parecer: si lo buscan, ello generará confusión, nadie sabrá si está en su habitación o si ha salido. Sigue sin haber recuperado el pasaporte, tampoco ha vuelto a ver en la recepción a aquel hombre de cabello entrecano que la primera noche se lo cogió.

Por otro lado, los detalles de cada una de sus nuevas tentativas lo ocupan de lleno: le permiten casi olvidar la globalidad de la situación en la que se halla, o más bien es que no quiere pensar demasiado en ella… Redacta un cartel, en varios ejemplares, en seis lenguas; la cuelga en varios lugares del hotel, en los pasillos, en el ascensor, en el vestíbulo y hasta en la entrada principal, en el que pide a cualquiera que lo entienda que se ponga en contacto con él, habitación 921, o bien, en caso de ausencia, que le deje un mensaje en su casilla a cambio de una cuantiosa recompensa. Después va a llamar a las puertas vecinas: casi nunca obtiene respuesta, quizá no haya encontrado el momento adecuado, los habitantes no estén en sus habitaciones, o puede ser incluso culpa de él, por llamar con excesiva discreción. Y allí donde las habitaciones están ocupadas, probablemente molesta: en una de éstas, una agresiva voz de mujer parece que cacarea alguna cosa, en otra, oyendo una respuesta incomprensible, entra, lo cual tiene por efecto separar de sopetón a dos jóvenes de piel morena, en pijama; el uno, un muchacho bajito, enclenque y con gafas, sale corriendo delante de él, recorre todo lo largo del pasillo, y desaparece por un recodo. La puerta siguiente no está cerrada, puede echar una ojeada adentro por la hendidura y entrar con prudencia en la antesala, pero allí lo detiene un fuerte olor a pocilga. En la habitación no encuentra a nadie, sólo unas jaulas, ocupadas por unos grandes y rechonchos conejos de angora; las hay por todas partes, por el suelo, en la sillas, encima del portamaletas, en la repisa superior de los roperos, incluso debajo de la cama, en el cuarto de baño, en la ducha, sobre la tapa de los sanitarios; los conejos roen, patalean en la jaula, en medio de su pestazo, de sus excrementos, con un gañido de lo más necio.

Se le ocurre entonces una idea nueva. Al alba baja hasta delante de la puerta del hotel y aguarda al autobús que lo trajo desde el aeropuerto. Pero ya no se acuerda de la hora a la que llegó, ni del color del autobús, lo más probable es que no lo observara en ningún momento por fuera; además, no es en absoluto seguro que este hotel sea la parada final, tal vez fuera casual que él hubiese sido el último en bajarse, ya que el vehículo sólo se detuvo un instante. Así pues sólo le queda ir dando vueltas y más vueltas por las calles arremolinadas de gente, pugnando sin cesar para no ser arrastrado por la corriente, y entre los miles de vehículos que pasan trata, en vano, de identificar el que anda buscando; a menos de que el avión que lo trajo no opere todos los días de la semana…

Con todo, su expedición no resulta del todo superflua ya que le permite tener —viendo a un policía que pasa por allí con su porra— la idea más prometedora hasta el momento. Es tan sencilla, tan infalible, que se regocija de haber dado con ella. Bastará, con cualquier excusa, que le detenga la policía, y una vez en comisaría se verán necesariamente obligados a orientarlo, a interrogarlo, y en caso de incomprensión, a facilitarle un intérprete, con el que podrá por fin explicarse… Se vuelve a toda prisa a la habitación para poder allí pensar con calma y minuciosidad: ¿por qué motivo podría hacer, con mayor seguridad, que lo detuviesen? Podría provocar una pelea, podría insultar a los transeúntes, o también romper cristales con un ladrillo, los de las cabinas de teléfonos, por ejemplo. Podría reventar los neumáticos de los coches atascados ante el semáforo en rojo, inclusive romper los propios semáforos tricolores, o bien prender fuego y provocar un incendio en el parque, en medio de la plaza, con periódicos y restos de papel. Pero este tipo de vandalismo siempre le ha repugnado, y además teme también suscitar represalias, ser objeto de actos de violencia antes de que llegue la policía. En el casco antiguo ha visto una fuente con un elefante de piedra: ¿y si se diera un baño ahí dentro? Tal vez bastaría con desnudarse en plena calle…, pero esto no es realmente de su agrado. ¿Y si simulase un malestar, un ataque de epilepsia, echándose hacia atrás sobre el adoquinado, con jabón espumoso en la boca, como hacen los simuladores y comediantes?

No lo decide en el momento, baja de nuevo a la calle, se coloca delante del hotel y deja el resto a la inspiración del momento. No ha de esperar mucho, pues al momento aparece un policía, avanza con dificultad por el bordillo de la acera en medio de la jungla de peatones. Budai inspira profundamente, se abre camino hasta él, y eligiendo el método más expeditivo —aunque se haya echado atrás en tres ocasiones, pero luego se ha serenado— le asesta un soberbio puñetazo en el pecho. El policía posiblemente se imagine que la corriente de la circulación se ha abalanzado contra él, se echa a un lado para dejarle paso. Pero Budai no se da por satisfecho, se autoestimula para entrar en calor, y con un gesto osado tira al suelo la gorra del policía: éste tiene una frente baja, roja y brillante, y el pelo cortado al rape. Esto pasa de castaño oscuro, el hombre recupera el sentido y silba su ira a través del silbato, y entonces asesta con su porra un golpe tan fuerte en la cabeza desnuda de su atacante, que el mundo se cubre de estrellas delante de él: después del segundo golpe, Budai pierde el conocimiento…

Se despierta en un espacio cerrado y móvil en el que una mínima claridad penetra por un ventanuco con barrotes; al parecer está en un coche celular. Tiene la cabeza zumbada, y con los dedos se palpa en la frente dos chichones dolorosos y sensibles, gordos como una nuez; constata sin embargo satisfecho que ha conseguido su objetivo, o mejor dicho que está a punto de conseguirlo… El viaje dura su tiempo, tal vez media hora, se pone de cuclillas encima del banco de madera, sonado por los golpes recibidos. Afuera empieza a llover, oye las gotas repiquetear sobre el techo del vehículo, se duerme de nuevo.

La parada del vehículo y la apertura de la puerta lo despiertan con un sobresalto. Aparecen dos policías, ninguno es al que ha atacado, le indican por señas que se apee. Han llegado a un amplísimo patio bordeado de paredes grises por todos lados, un gran número de hombres uniformados y de paisano deambulan por allí: lo conducen nada más bajar hasta el edifico, a un largo pasillo abarrotado de gente que va y viene. Camina, obedeciendo, a todas partes donde es llevado, entre ambos policías; no intentaría a ningún precio entablar conversación con ninguno de los dos, de todos modos sería inútil, habrá sin duda ocasiones más propicias, a partir de ahora es ya innegable. Hace un calor tremendo, el ambiente es igual de húmedo y sofocante que en un invernadero, está empapado de sudor, ni una ventana abierta.

Es conducido hasta un despacho; detrás de la mesa forrada con un tapete de fieltro verde manchado de tinta se halla sentado un oficial grueso, de mostachos caídos y congestionado como si tuviera la rosácea; sus minúsculos ojos rasgados tienden a cerrarse, sin embargo está comiendo; parte unos daditos de una panceta blanda, de un olor ligeramente rancio, sobre un papel grasiento y pringoso. Allí también hace un calor insoportable, Budai no entiende por qué está la calefacción tan alta y cómo los presentes pueden aguantarla. El oficial les lanza una mirada somnolienta, con su pañuelo a cuadros se limpia la boca y el sudor de la cara, los policías lo saludan con indolencia, el de la izquierda informa en su jerigonza, probablemente acerca de su caso y el motivo de su arresto. El jefe asiente despacio con la cabeza, respirando ruidosamente, como si esto también le costara esfuerzo, y sin la más mínima curiosidad fija en él sus ojitos color suero de leche mientras se restriega los dedos chorreantes de grasa sobre el fieltro de la mesa, tras lo cual le suelta un gruñido en un tono interrogativo.

Budai cree que ha llegado su hora, da un paso al frente… y se queda inmediatamente bloqueado. En ese momento es cuando necesitaría su pasaporte: de por sí una inmunidad, una prueba, una presencia, que haría innecesarias las prolijas explicaciones, le bastaría con mostrárselo ante sus narices para verse bien encarrilado, ellos sabrían dónde colocarlo… A falta de pasaporte, se ve una vez más condenado a hablar mediante gestos y obligado a probar un sinfín de lenguas, se señala a sí mismo, repite su nombre y apellido, su nacionalidad y su lugar de origen, intenta darles a entender que necesita a un intérprete. En la mirada del oficial, ni un destello de comprensión, bien es verdad que el propio Budai se halla acogotado por el excesivo calor, y por ello su firmeza se ve afectada, además se percata de que el vendaje de la mano vuelve a sangrar debido a la temperatura, o tal vez empezó ya antes, durante su enfrentamiento con el policía. Mientras tanto, el policía termina de comer su panceta, saca una ración de queso desmigado y apestoso, lo observa fijamente, y se pone a consumir el queso a bocaditos.

Cerca de él suena el teléfono, pero deja transcurrir un buen momento hasta que descuelga el auricular con repugnancia. Se limitar a contestar ahorrándose cualquier esfuerzo, como los demás, manda al aparato unas contestaciones parecidas a borborigmos en aquella lengua extraña e inaudita, al tiempo que se seca con frecuencia el cuello y la cara con el pañuelo. Cuando ha terminado, Budai vuelve a intentarlo en un tono más firme, puntúa su discurso con el puño sobre la mesa, exige ser interrogado, obtener los medios para justificarse y defenderse, poder explicar su conducta, etc. En éstas, el otro se levanta perezosamente, se acerca despacio a él, y con el mismo movimiento le arrea un bofetón con toda la carrerilla del brazo y luego vuelve trabajosamente a tomar asiento para seguir con su tentempié. Tiene las palmas de las manos blandas y fláccidas, pero revelan a un abofeteador rutinario, ha notado su sortija y cada uno de los cinco dedos por separado: Budai está tan sorprendido y humillado por el insulto inesperado —ya que los golpes con la porra evidentemente los había previsto—, que se queda sin habla, completamente paralizado. Soporta sin oponer resistencia que lo esposen y que lo pongan a cargo de otro uniformado, que le quita la corbata, el cinturón, los cordones de los zapatos, y que le ordena salir del despacho de ese oficial hipócrita y obeso, que apesta a queso y a sudor; debe de ser inspector de policía.

Es de nuevo conducido por interminables pasillos, todos repletos también de gente, hasta llegar a una puerta grande con barrotes, donde es confiado a un grandullón negro. Éste lleva el uniforme de color marrón que ya ha visto en otros lugares, un manojo de llaves al cinto, debe de ser guarda, carcelero o algo por el estilo. El que entrega a Budai probablemente lo hace pasar, frente al otro, por borracho: el negro alto se ríe, muestra unas encías rosadas y unos caninos brillantes, le da unas palmadas en la espalda, familiarmente, y entonces le quita las esposas y lo guía, delante de él, por un corredor lateral. Se ven celdas alineadas, con idénticas puertas de hierro macizo, allí por donde pasan. El negro se detiene delante de una de ellas, la abre con su llave, ríe de nuevo, y le grita algo al tiempo que lo proyecta hacia el interior antes de dar un portazo a sus espaldas, y el eco resuena por todo el corredor.

Es una celda para dos, iluminada por una bombilla en el techo. La otra litera está ocupada, hay alguien durmiendo de cara a la pared, ni tan sólo levanta la cabeza a su llegada. Este local tiene también exceso de calefacción, el aire es ahí dentro húmedo y asfixiante, el radiador gorgotea sin interrupción, pero no hay llave para cerrarlo. Budai tiene dolor de cabeza, prácticamente desde que ha sido trasladado a este lugar le duele la cabeza, no puede pensar en ninguna otra cosa, y está ese calor opresivo, habría que ventilar, pero no ve ninguna ventana. Se deja caer sobre la litera de madera, calzado, vestido, cierra los párpados y espera a que el dolor lancinante acabe por apaciguarse en su cráneo.

Ha debido de quedarse amodorrado un momento, aún está atontado debido a los golpes que ha recibido; lo despierta su compañero de celda, que está sentado en su litera y lo mira fijamente. Este último puede estar en verdad ebrio y habrá sido traído por esta razón, a saber dónde habrá andado alborotando: es un hombre barbudo, derrotado, de cierta edad, con la ropa mugrienta y hecha jirones, tiene cicatrices en la cara, con hematomas, y la mirada perdida. Cuando ve que Budai ha despertado, lo señala con su dedo índice y se dirige a él con una voz gutural que exhala un fuerte olor a alcohol.

—¿Chlom bratibrati?

Lo cual, en la situación del momento, puede significar algo así como: ¿Quién eres tú? Por más que la temeridad de Budai haya bajado varios escalones y que le siga doliendo la cabeza, se da cuenta, con toda claridad, de que más que presentarse, que lanzarse en vanas explicaciones, esta vez es preferible darle la vuelta a la pregunta, tal y como la ha captado con el oído:

—¿Chlom bratibrati?

El barbudo gruñe, se encoge de hombros, y empieza a revolver entre sus pertenencias. Durante un buen rato busca alguna cosa, mascullando codo el tiempo, saca afuera la entretela de sus bolsillos, están todos agujereados, mete los brazos en el forro, saca un montón de miserias, pañuelos sucios, mendrugos de pan seco, cerillas, un lápiz que está como para jubilarse, clavos y tuercas oxidados, y finalmente una colilla retorcida que ha perdido el tabaco que un día tuvo. La sostiene en lo alto y le ofrece la mitad. Budai le da a entender que él no fuma separando las manos… ¿Y si la pregunta de antes quería más bien decir: ¿Tienes un cigarrillo? O, ¿quieres un cigarrillo? Se pone de nuevo, como las otras veces, a tratar de comunicar en varias lenguas, en alemán, holandés, polaco, portugués, e incluso en turco y en persa, también en griego antiguo, pero el otro no se agarra a ninguna de las lenguas, lo interrumpe:

—Cherederebé todidi hodové gurubulu pratch… Antapratch, vara ledebedimé karichaprati…

—¿Qué dices? ¿Qué demonios quieres? —le grita Budai, en su lengua materna esta vez, articulando bien cada una de las palabras, como para facilitar su comprensión—. ¡Dime qué es lo que quieres…!

El barbudo posa un momento en él su mirada vacía, ausente, enciende su colilla tragando profundamente el humo antes de exhalarlo y, al momento, continúa hablando, igual que antes. Budai se las ingenia con las manos y la mímica para intentar hacerle comprender que es extranjero, que no conoce su lengua, pero el otro no está ya para dejarse interrumpir, se escucha hablar a sí mismo, sin prestarle manifiestamente ninguna atención a él, ni a si le entiende o no. Ha debido de iniciar una historia relativamente larga, su voz fuerte y sonora adquiere un volumen épico, y sólo marca de vez en cuando una breve pausa para poder dar una calada: ha consumido casi toda su colilla, se ha chamuscado las uñas con ella, entonces la tira y la pisotea. Y sigue hablando, acalorándose más y más, de vez en cuando acompaña sus palabras con gestos amplios o ruidos diversos: carraspeos, resoplidos, gruñidos, bufidos, o bien, para aumentar el efecto de los mismos, lanza algunos grrrrr…, chasquea la lengua, pasa con vehemencia a un registro más elevado, le guiña el ojo de manera bromista, como preguntándole: ¿Llevo razón, eh? Budai intenta de nuevo intervenir, pero el otro lo manda callar de un gesto decidido.

—¡Durungy…!

Y sigue contando, perorando, sin parar, inagotable. A Budai le da un mareo, y el dolor de cabeza le vuelve… No obstante, el hecho de estar aquí, encerrados, en realidad ofrece una ocasión inesperada, como no la ha tenido aún con nadie: arrancarle por fin a su compañero de celda dónde diablos están, hallar el medio para averiguarlo, no debería ser imposible extraerle unas pocas palabras clave de la lengua usada en este país, que le permitirían avanzar… Intenta pues incansablemente desviar al barbudo de su discurso, le hace dibujos en su cuaderno, le muestra números con los dedos, se señala a sí mismo primero y luego al otro con un gesto de interrogación, y una vez acabada la paciencia, se pone a gritarle, riñéndolo; todo ello totalmente en vano. Imposible contener su caudal, habla y habla sin parar…

De repente parece como si hubiera llegado a un pasaje especialmente solemne de su sermón, levanta una mano izquierda imprecatoria sobre su cabeza, la pasión se adueña de él, baja los párpados, durante algunos segundos entra en trance, enmudecido, y acto seguido estalla en una risa teatral, atronadora. Le hace señas a Budai para que se acerque, para que pueda escucharlo: su voz se convierte en una melopea. Tiene una recia voz de bajo, entona un canto desconocido, una especie de aria operística, en todo caso una pieza extraída de una obra seria. Por la manera que tiene de iniciar, mantener o modular la melodía se ve claramente que posee una excelente capacidad vocal, incluso una voz trabajada, pero por desgracia medianamente estropeada por la vida errante y depravada que ha debido de llevar, velada y ahora ya ronca debido al abuso del alcohol y la nicotina… Parece que se deleita con su propia actuación, su voz no tarda en brotar feliz, sin ningún complejo. El aria culmina con un vuelo vertiginoso y creciente, primero, y luego desciende, escalonadamente, cada vez más y más bajo, y cuando parece oírse el final, halla la manera de bajar aún más: el aria termina en las honduras de las posibilidades fisiológicas, con una nota final sombría, realmente larguísima.

Budai no sabe qué hacer, si ha de aplaudir. Al barbudo, parece que lo hayan dejado sin aliento después de tamaño esfuerzo; se saca de Dios sabe dónde otro cigarrillo, pero sigue sin estar dispuesto a reaccionar aunque sólo sea a una de sus preguntas, tiene la mirada perdida en el vacío con un semblante gris y ceroso, vomita volutas de humo, y luego se desploma en su litera y se da la vuelta, de cara a la pared… La calefacción no cede, al contrario, no hay ni un atisbo de ventilación: la camisa de Budai podría retorcerse y saldría agua, se ha quitado el abrigo y la chaqueta y los ha colocado cerca de él. Todo este asunto es de una estupidez tan absurda… E incluso en mangas de camisa el calor es tan insoportable… Y ese radiador que hace glu-glu con tanto desespero… En un ataque de ira, que estalla de sopetón, se pone a repiquetear en la puerta de hierro, exige que se lo lleven y que lo interroguen, que le pongan a un intérprete, y que no lo dejen más en esta celda podrida, encerrado con ese cantante, retrasado mental…

El alboroto es tan mayúsculo que la mirilla acaba finalmente por abrirse. El rostro del negro aparece en ella enmarcada, sigue riendo, con la boca llena, como diciendo: Menudo par de locos borrachos. Pero cuando Budai se encara a él: ¿Con qué derecho lo tratan de esta manera?, el negro suspende las negociaciones, cierra de golpe la tapa de la mirilla con cara de enfado, y ninguna otra súplica conseguirá que vuelva.

Su compañero de celda unas veces duerme, otras, habla, pero ha hablado tanto que debe de haber contado toda su vida. No parece por nada del mundo interesado en saber si se le escucha y qué opinión merece su relato. Budai se inclina a pensar que el tipo está sordo, y por ello no reacciona ante las preguntas que se le formulan. A modo de prueba, en medio de una de las peroratas del barbudo, hace sonar el radiador con su bolígrafo: el otro levanta la cabeza, mira un instante, ha oído por lo tanto perfectamente, pero no se deja distraer y prosigue con el mismo discurso…

Cuando lo trajeron hasta aquí era ya el anochecer, y desde la mañana no ha comido nada. Sin embargo, ni señal de que vayan a servirle algo de comer, a menos de que la hora de la cena ya haya pasado. Su vecino parece más bien prepararse para la noche, se sienta en el cubo de letrina tras haberse bajado el pantalón sin ninguna clase de vergüenza, lo cual no le impide en absoluto seguir discurriendo. Parece que se la tiene jurada a alguien, da patadas al suelo con agresividad, amenaza con el puño, el odio y la amargura se dibujan en su cara. Después de una breve pausa, su ira arrecia con más fuerza, si cabe, con la palma de la mano le da un cachete a un enemigo invisible, luego gira la cabeza con asco, se restriega las manos en el pantalón, y escupe.

A Budai le cuesta dormirse en su litera de madera, el calor, el hambre y la impotencia lo tienen desvelado. Mucho más tarde acabará por amodorrarse, todo el cuerpo empapado en sudor, le da la impresión de que el otro se ha sentado a su lado, que sigue gesticulando ante sus narices, soltando su sempiterno discurso, con el aliento apestándole a ese abominable olor a alcohol. Pero no es tal vez más que un sueño. Hace un calor de espanto, la cabeza está a punto de estallarle y le duele la mano.

Por la mañana, el carcelero negro les entra dos rebanadas de pan seco y, en una escudilla, un líquido que recuerda al café. El barbudo bebe el primero, luego la pasa a Budai, que prefiere ni tocarlo… Al rato, aparece de nuevo el guardián, le hace señal de que le siga. Lo hacen pasar por los mismos corredores que la víspera, y lo llevan al cubículo del mismo oficial grueso de tez violácea. Este sigue comiendo: una calabaza fofa, demasiado madura, escupe las pepitas por doquier, y además la atmósfera de la habitación sigue siendo igual de cerrada y desagradable, como si no hubiesen ventilado desde el día anterior. Le devuelven a Budai sus pertenencias, el oficial se termina antes la calabaza, se pasa un palillo por los dientes, se limpia la boca y el bigote con su pañuelo a cuadros y entonces vocifera:

—¡Gorogué tutun epetety! ¿Viripili?

El permanece allí, como atontado, frente al escritorio manchado de tinta, ¿qué otra cosa puede hacer? El oficial le clava una mirada torva con sus ojos pequeños, anda por ahí vagando, siempre tan remolón e indiferente, con los párpados caídos. Luego pone en alto ambas manos, separa los dedos y le muestra las palmas, las baja y vuelve a levantarlas. Budai no consigue entender qué le están diciendo o qué quieren de él; el teléfono suena, el oficial lo descuelga, da a su interlocutor unas respuestas lentas, cansinas, se levanta incluso y va a por unos documentos, sin dejar en todo momento de rascarse el recio cuello. Cuando, al cabo de mucho rato, termina, lo mira como preguntando: ¿Cómo, todavía anda éste aquí? Espera aún un tiempo apoltronado con desgana en su silla, pero acaba escribiendo en un pedazo de papel: 20, y se lo tiende. Budai sigue sin comprender gran cosa, entonces el oficial se saca la cartera, coge dos billetes de diez, y se los enseña. Dado que es poco probable que reciba dinero aquí, entiende de qué se trata. En esta ocasión lo están condenando al pago de una multa de 20 unidades de la divisa, esto es lo que el oficial quería mostrar levantando dos veces al aire sus diez dedos.

No desea discutir, está contento por haber entendido y teme que su multa se pueda ver conmutada por una reclusión adicional si protesta; no lo desea de ninguna de las maneras. Busca, pues, en su bolsillo dos billetes de diez y los deposita sobre el fieltro verde de la mesa. El dinero se le está yendo peligrosamente de las manos. No le dan ningún recibo, ha de limitarse a firmar en un libro grande, el oficial le Índica la casilla con unas uñas sucias.

Han terminado prácticamente con él. Hace aún un par de tentativas inciertas para conseguir el objetivo que era el suyo cuando propició que lo detuvieran, pero ya no le prestan atención. El negro ha desaparecido, y el oficial rollizo está de nuevo al teléfono al tiempo que saca de su cajón una tartera azul con, dentro, una verdura fría, la olisquea un poco y ataca. Come a lengüetazos haciendo mucho ruido, la mitad de cada cucharada gotea, tiene los mostachos a rebosar de comida, entonces vuelve a limpiárselos con el pañuelo… Budai teme recibir otro bofetón si va con exigencias. Y tolera de mal en peor el aire caliente e irrespirable que aparentemente colma todas las dependencias del enorme edificio; bien mirado, se siente aliviado cuando lo ponen de patitas a la calle y puede finalmente respirar al aire libre.

Ya sabe cómo encontrar la boca de metro más cercana cuando no conoce el barrio: hay que seguir el movimiento principal de la multitud. En el subsuelo, en el plano del metro, es fácil ubicar la estación correspondiente al lugar, ya que está marcada con un círculo rojo, no le cuesta en verdad llegar a su estación que tanto conoce ya, a proximidad del hotel… Saliendo a la superficie, ve de nuevo el rascacielos en construcción, muchos obreros siguen atareados en la obra, los montacargas suben y bajan. Por pura curiosidad, cuenta las plantas, y resulta que hay dos más, sesenta y siete.

En el selfservice toma un té. Mientras engulle la infusión un poco demasiado azucarada, se da cuenta, despavorido, de que hace un momento, cuando ha pedido el desayuno, apenas se ha percatado de que ha hecho cola para cada cosa, por así decir se ha acostumbrado a ello. Sin embargo, ésta es precisamente una realidad a la que no debería en modo alguno acostumbrarse, está total y enteramente convencido de que no ha de ser así, la idea le causa palpitaciones. Grabar, aunque sólo sea mecánicamente, en sus neuronas esta costumbre equivale en cierto modo a aceptarla, a renunciar al combate, es decir a abandonar su única esperanza: él es distinto a las personas de aquel lugar, es un extranjero, venido de fuera, que no forma parte de ese mundo, es evidente, sin duda alguna, que no podrán retenerlo aquí.

Regresa rápido al hotel; esta vez no es cosa de suposición o de espera, sino una certeza: habrá algo para él… Le alegra casi encontrar en la entrada al portero alelado, con sus pieles y sus tics, que saluda y empuja la puerta batiente, pero el cartelito multilingüe que enganchó al lado de la puerta antes de su aventura policial ha desaparecido.

Se pone en la cola a esperar su llave en recepción —está de servicio, una vez más, un nuevo recepcionista, un muchacho muy joven, rubio, casi imberbe—, ve de lejos el borde de un papel blanco que sobresale de la casilla 921, una carta, o una hoja doblada como ésas que, en los hoteles, usan para anotar los mensajes, no consigue aún distinguirlo bien. Le embarga una excitación inmensa, los dedos le temblequean sobre el mostrador a medida que la fila avanza: nunca antes le ha parecido tan insoportablemente largo el calvario que ha de recorrer hasta llegar al recepcionista. ¿Será la respuesta a su petición dirigida a la Dirección? ¿A sus llamamientos colgados en varios lugares? ¿Acaso lo habrán llamado por teléfono, la compañía aérea lo habrá por fin localizado, tendrá una llamada de su casa o puede que desde Helsinki? Puesto que en esta ciudad no ha logrado suscitar el interés de nadie, incluso la policía no ha tenido curiosidad por saber su nombre… Los ojos se le llenan de pronto de unas lágrimas irrefrenables, y mientras adelanta un lugar en la fila, el cuello y el pecho de Budai son presa de convulsiones, se ahoga en sus propias lágrimas, teme dar la nota y necesita aunar todas sus fuerzas para reprimir su emoción.